Los procesos de construcción de autonomía y egreso de las y los adolescentes amparados por los sistemas de protección ponen en relación y en tensión una serie de conceptos tales como autonomía y democracia, cuidado e institucionalización, familia nuclear y multiplicidad de formas de hacer familia, garantía de derechos y condiciones de institucionalidad. En este apartado expongo tales conceptos con la intención de demostrar que no hay egresos posibles sin ejercicio de autonomía, y no hay ejercicio de autonomía sin garantía de derechos. De lo contrario, si tales condiciones no son posibles, estamos ante egresos anticipados o despojados de referencias y marcos de contención (Domínguez y Balerio, 2014).
Son muchos los autores que asocian directamente el surgimiento de la democracia moderna con la Revolución Francesa. En parte, porque, desde un punto de vista teórico-conceptual, fue con ella que se instituyeron los grandes principios modernos de libertad, igualdad y fraternidad. Pero “en parte también porque, desde un punto de vista estrictamente histórico, ya en los inicios de la Revolución se pueden encontrar los primeros intentos modernos de universalización del concepto” (Yannuzzi, 2007: 74).
De acuerdo con Norberto Bobbio:
Lo que se considera que cambió en el paso de la democracia de los antiguos a la democracia de los modernos, no es el titular del poder político, que siempre es el pueblo, entendido como el conjunto de ciudadanos a los que les toca en última instancia el derecho de tomar las decisiones colectivas, sino la manera, amplia o restringida, de ejercer ese derecho (Bobbio, 1989: 32).
De este modo, la democracia moderna instala la pregunta sobre la representación del poder. Alrededor de este interrogante se estructuraron diversas teorías y escuelas de pensamiento. Así la Teoría Democrática incluye, por un lado, visiones procedimentales, las cuales estudian la estructuración, por medio de instituciones y procedimientos, de la sociedad democrática. Aquí se ubican los estudios de Robert Dahl (1971) y Joseph A. Schumpeter (1942), entre otros. Y, por otro lado, las visiones sustantivas de la democracia que se orientan al estudio del sentido simbólico y de los fundamentos sobre la representación del poder. Se trata de teorías que hacen énfasis en las representaciones sociales, el conflicto y, fundamentalmente, la configuración de las identidades y la alteridad. Se preguntan por los principios generadores de la democracia. Aquí podemos ubicar a Claude Lefort (1990), Cornelius Castoriadis (1975) y Hannah Arendt (1974).
En este marco y de acuerdo a los objetivos de este trabajo, se tomarán en cuenta los aportes derivados de las visiones sustantivas de la democracia. Esto supone considerar la realización de los sujetos en tanto individuos en el marco de sistemas democráticos que tienen por condición la igualdad política de sus miembros.
De acuerdo con Castoriadis, el concepto de autonomía se sitúa en el terreno de la política que, a diferencia de la técnica, es el terreno de la praxis (1975: 120). La praxis es una actividad consciente, aunque se apoya sobre un saber fragmentario y provisorio, ya que nunca puede existir un saber exhaustivo, y porque la praxis misma hace surgir constantemente un nuevo saber. En efecto, su objetivo no es la elucidación sino la transformación de lo dado (Castoriadis, 1975: 122). Castoriadis intenta comprender qué es un individuo autónomo y qué es una sociedad autónoma, y comienza por afirmar que la autonomía es darse la propia ley, en oposición con la heteronomía que supone la regulación por otro y por ende la alienación. Lo que sucede en sociedades heterónomas, donde el discurso es dado por otro, es que el sujeto no se dice, sino que es dicho por otro (Castoriadis, 1975: 162 y 163). En cambio, la autonomía supone un acto creativo, es la ruptura de la heteronomía. En sus palabras:
Las sociedades autónomas son aquellas en las que se reconoce como fuente de la ley a la misma sociedad, de allí resulta la posibilidad de interrogar y de cuestionar a la institución, la cual ha dejado de ser sagrada. Son aquellas sociedades que tienen la facultad de poner explícitamente en cuestión las leyes por ellas instituidas (Castoriadis, 1997: 199).
La autonomía implica entonces una dimensión social, que es la que aquí interesa, la cual no supone la eliminación del discurso del otro, sino la elaboración de este discurso en el que el otro no es material indiferente, sino que cuenta como contenido. La cuestión de la autonomía para Castoriadis conduce a un problema social y político propio de las democracias. No se puede querer autonomía sin quererla para todos y por ello no puede concebirse más que como una empresa colectiva (1975: 170). Es lo que Chantal Mouffe llama pluralismo agonístico, el cual implica invertir al enemigo por el adversario, es decir, reemplazar al antagonismo por el agonismo. Lo que permite comprender que el conflicto, propio de la constitución de una comunidad política, lejos de representar un peligro para la democracia es, en realidad, su condición misma de existencia (Mouffe, 2003: 70).1
A partir de lo expuesto es posible afirmar que los debates en torno a la autonomía, en sus distintos niveles y contextos, ponen de relieve principios generadores de la propia democracia, ya que favorecen a “la formación de un poder social alrededor del poder político a través de la aparición de una heterogeneidad de reivindicaciones, lo que confirma la eficacia simbólica de los derechos” (Lefort, 1990: 28). Esto es posible gracias a la acción de los sujetos en la esfera pública, tal como nos propone pensar Hannah Arendt. El concepto de acción que sugiere la autora es el que permite “insertarnos en el mundo donde ya están presentes otros, pero creando una singularidad que antes no existía” (Arendt, 1974: 225). A partir de la acción podemos formar parte de lo común.2
La esfera pública es el lugar donde es posible la igualdad política y la distinción en tanto y en cuanto sujetos. La distinción es propia de la acción humana. En este sentido, es posible la revelación de la identidad. La acción no es el comienzo de algo, sino de alguien capaz de lograr la libertad (Birulés, 2007 en Arendt, 2007).
En función de lo expuesto anteriormente, podemos afirmar que la autonomía supone una empresa colectiva que, al mismo tiempo, implica la aparición de los sujetos mediante la acción en la esfera pública en un acto que distingue a unos de otros pero que, al mismo tiempo, iguala en términos políticos. Ahora bien, surge el interrogante acerca de qué rasgos asume la autonomía en los contextos que interesan en este estudio, es decir, en las y los adolescentes y jóvenes. Para ello voy a contemplar la categoría de juventud. Sobre la misma Rossana Reguillo explica:
El concepto de juventud es propiamente una invención de la posguerra, en el sentido del surgimiento de un nuevo orden internacional que conformaba una geografía política en la que los vencedores accedían a inéditos estándares de vida e imponían sus estilos y valores. La sociedad reivindicó la existencia de los niños y los jóvenes, como sujetos de derechos y, especialmente, en el caso de los jóvenes, como sujetos de consumo (Reguillo, 2012: 23).
Reguillo sostiene que son tres los procesos socio-históricos que vuelven visibles a los jóvenes en la última mitad del siglo XX: “la reorganización económica por la vía del aceleramiento industrial, científico y técnico, que implicó ajustes en la organización productiva de la sociedad; la oferta y el consumo cultural; y el discurso jurídico” (2012: 23). De este modo, a lo largo de la historia, la juventud ha atravesado diversas denominaciones, tales como: etapa de preparación y transición a la adultez; riesgo y trasgresión; problema para la sociedad; etapa de desarrollo social y sujeto de derecho; actor estratégico para el desarrollo; grupo social de aporte cultural y productivo; actor social y político (Krauskopf, 2004).
Además de las distintas denominaciones a lo largo de la historia, el período juvenil tiene valores distintos de acuerdo a las sociedades, estratos socio-económicos y culturas. Levi y Schmitt (1996) sostienen que las clasificaciones explícitas, como las edades de vida, el momento de la mayoría de edad o, desde el discurso biologicista, las transformaciones corporales, evidentemente no poseen sino un valor indicativo y resultarían insuficientes para definir y entender los contextos de una historia social y cultural de la juventud (Levi y Schmitt, 1996).
Mariana Chaves, por su parte, sostiene que la juventud es una noción que cobra significado únicamente cuando podemos enmarcarla en el tiempo y en el espacio, es decir, “reconocerla como categoría situada en el mundo social” (Chaves, 2006: 18 en Vommaro, 2015). Lo mismo sucede con los procesos de transiciones juveniles hacia la vida adulta. No resultan ser procesos estandarizados, lineales o secuenciales, sino que son procesos de transformación que responden a contextos específicos. La autonomía es sin duda una construcción en un contexto específico. En este sentido, la consideración de los jóvenes como generación nos permite aprehender un conjunto de relaciones sociales y políticas en las cuales estos se encuentran inmersos (Vommaro, 2015: 20 y 21) y a partir de los que la autonomía supone rasgos específicos. Aquí reside la importancia de realizar diagnósticos específicos sobre realidades singulares a fin de lograr procesos de egreso y de construcción de autonomía en clave democrática considerando el derecho a la participación y a la acción de los sujetos.
Las y los adolescentes y jóvenes que viven bajo los cuidados que brindan los sistemas de protección comparten con el resto de sus pares la condición generacional. No obstante, atraviesan singularidades que requieren ser abordadas y acompañadas. Uno de estos rasgos sobresalientes está dado por haber pasado parte de la infancia y adolescencia en instituciones de alojamiento. Aquí se hace referencia a los procesos relativos a la institucionalización.
La institucionalización es considerada como un procedimiento de rehabilitación, resocialización, reinserción o reeducación. Pero esto implica que para ser rehabilitado alguien debió ser deshabilitado para vivir en sociedad dentro de su comunidad. Los niños y adolescentes que ingresan en instituciones quedan entrampados en dispositivos y circuitos que actúan por ellos, marcando estrictas pautas de conducta y manejando su vida lejos de su contexto familiar y social (Zsögön, 2016). Estas características fueron analizadas por Erving Goffman en su obra Internados (2001). Dentro de la caracterización que realiza, el autor ubica a las instituciones para niñas, niños y adolescentes y explica que allí se manejan las necesidades humanas mediante la organización burocrática (Goffman, 2001), razón por la cual la despersonalización es un efecto de la institucionalización o, mejor dicho, uno de sus fines.
Sobre esto, es importante mencionar que, pese a los avances surgidos a partir de la Convención sobre los Derechos del Niño (1989), los cuales se desarrollan en detalle en el siguiente capítulo, los sistemas de protección de derechos, por medio de las instituciones, continúan sosteniendo lógicas asociadas al control, lo que provoca escenarios adversos para el desenvolvimiento de la autonomía. A fin de poder estudiar tales lógicas, la noción de dispositivo resulta de utilidad y pertinencia teórica. De acuerdo con Foucault:
Un dispositivo es, en primer lugar, un conjunto resueltamente heterogéneo que incluye discursos, instituciones, instalaciones arquitectónicas, decisiones reglamentarias, leyes, medidas administrativas, enunciados científicos, proposiciones filosóficas, morales, filantrópicas, brevemente, lo dicho y también lo no-dicho, estos son los elementos del dispositivo. El dispositivo mismo es la red que puede establecerse entre estos elementos (Foucault, 1983: 183, 184).
Siguiendo esta concepción, un dispositivo cumple siempre una función estratégica y está inscripto en relaciones de poder. La naturaleza estratégica del dispositivo supone que se trata de cierta manipulación de las relaciones de fuerza, ya sea para desarrollarlas en una dirección concreta, ya sea para bloquearlas, para estabilizarlas, utilizarlas, etc. (Foucault, 1983).
Por su parte, Deleuze, tomando los aportes de Foucault, define la noción de dispositivo del siguiente modo:
Un dispositivo es un conjunto multilineal y bidimensional, una máquina para saber y para hacer hablar. Los dispositivos están compuestos por líneas de visibilidad, enunciación, fuerza, objetivación, ruptura, fisura, fractura, etc., que al entre cruzarse y mezclarse tienen capacidad de suscitar otras mediante variaciones de disposición (Deleuze et al., 1990: 115).
Los dispositivos, entonces, operan como máquinas de visibilidad, en la medida en que establecen regímenes de visibilidad e invisibilidad. Junto a los regímenes de visibilidad se instituyen los regímenes de enunciación: aquello que es posible de ser dicho. Así “un dispositivo supone tanto las condiciones de posibilidad de lo visible irrenunciable, como sus invisibles y sus silencios” (Fernández, 2008: 113 y 114).
El concepto “dispositivo” puede ser utilizado para dar cuenta de las múltiples intervenciones del Estado hacia las y los adolescentes bajo cuidados alternativos. Permite visibilizar prácticas e identificar las condiciones de posibilidad o imposibilidad que subyacen en las mismas a fin de garantizar la construcción de la autonomía. La Secretaría Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia (2018) define la noción de dispositivo de la siguiente manera:
Una red de relaciones que se pueden establecer entre elementos heterogéneos como discursos, instituciones, arquitectura, reglamentos, medidas administrativas, enunciados científicos; lo dicho y lo no dicho. El dispositivo mismo es el entramado establecido entre estos elementos heterogéneos, discursivos y extra-discursivos. En este caso en particular, se refiere a una serie de prácticas cuya función estratégica es el alojamiento de niñas, niños y adolescentes y la restitución de sus derechos vulnerados (Secretaría Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia, 2017: 8).
Es en el marco de estos dispositivos donde se presenta la necesidad de desarrollar políticas dirigidas a la realización de la autonomía de las niñas, niños y adolescentes allí alojados y, especialmente, de las y los adolescentes y jóvenes que deben afrontar procesos de egresos de los sistemas de protección.
Los procesos de autonomía y de preparación para el egreso en el marco de los dispositivos de alojamiento pueden ser definidos y analizados desde diferentes perspectivas, tales como las psicosociales, las generacionales o bien las perspectivas institucionales y políticas. Pese a las diferentes miradas, es importante señalar que se trata de dos categorías sumamente relacionadas, a tal punto de que una sin la otra carece de sentido. Sin embargo, en un esfuerzo por conceptualizar ambas categorías e ilustrar sus elementos centrales, diré lo siguiente. A los fines de este trabajo, se entiende que los procesos de autonomía en el marco de los sistemas de cuidados alternativos podrían comprenderse como un conjunto de prácticas que deberían ordenarse de manera integral entre los actores intervinientes y de forma participativa en relación a las y los adolescentes involucrados, con centralidad en las políticas públicas y las responsabilidades de los Estados.
Asimismo, es importante señalar que los procesos de autonomía no son lineales y no tienen que ver con métodos formales de adquisición de conocimientos, sino que se inscriben dentro de lógicas sinérgicas y transdisciplinares. Se trata de un conjunto de herramientas y habilidades necesarias para la vida adulta que deben empezar a trabajarse desde el inicio del ingreso de la niña, niño o adolescente al sistema de cuidados alternativos (Vázquez, 2015). Por lo tanto, son procesos signados por la necesidad del acompañamiento cercano, afectivo y estable de adultos responsables y formados que oficien de orientadores.
Además de este andamiaje político e institucional, los procesos de autonomía en estos contextos constituyen un derecho de las y los adolescentes, tal como se verá con más detenimiento en el segundo capítulo. Este derecho se debe manifestar de forma procesual, tal como ya se expresó y por medio de estrategias graduales, de la misma manera que sucede con los adolescentes que viven en contextos familiares.
En modo alguno aquí se concibe la autonomía como una forma de independencia en sentido individual, sino que se la identifica en el marco de una empresa colectiva, tal como señala Castoriadis (1971), formada por diversos actores a través de los cuales sea posible tejer lazos vinculares, afectivos y de referencia. A su vez, los procesos de autonomía deben estar enmarcados en instituciones en las cuales se habiliten experiencias de protección y contención a los fines de que las y los adolescentes puedan elaborar ideas propias y tomar decisiones de acuerdo con cada etapa vital. La idea de ensayo y error debe estar presente, de modo tal que las y los adolescentes puedan explorar sin la necesidad de tomar decisiones definitivas sino provisorias en función de sus necesidades y deseos.
Con respecto a los procesos de egreso, es importante señalar que, en contraste con las transiciones extendidas que la mayoría de los jóvenes realiza en contextos de familia, para quienes abandonan el sistema de protección el pasaje a la edad adulta puede ser una transición más corta, más pronunciada y, a menudo, más vulnerable (Vázquez, 2015). En este sentido, en las lógicas de los egresos se debería imponer el mismo criterio de procesualidad que en los trayectos de autonomía, aunque en el caso de los egresos la necesidad de recursos financieros, habitacionales y de inserción laboral se presentan como fundamentales. De lo contrario, los egresos se transforman en expulsiones del propio sistema, o bien, en egresos anticipados (Domínguez y Balerio, 2014).
De forma específica, estos procesos suponen sostener una estrategia sistemática e integral de acompañamiento y seguimiento pre- y posegreso de los jóvenes. El acompañamiento más allá de la mayoría de edad no debe considerarse como una opción sino como una obligación de los Estados (Vázquez, 2015). Es decir, es un derecho de los adolescentes y jóvenes, contemplado en el entramado normativo internacional y nacional con base constitucional, y en los ordenamientos locales (Pinto, 2012).
Asimismo, el egreso se relaciona con una trama narrativa: la construcción de un relato vital que otorgue sentido a la vida que el adolescente está viviendo (Balerio y Collette, 2014), lo cual supone una relación entre los tiempos subjetivos de los adolescentes y los tiempos de las instituciones.
Finalmente, es importante señalar que en los procesos de egreso es necesario contemplar las diversas realidades de las y los jóvenes, fundamentalmente el reconocimiento de quienes son padres o madres o quienes tienen familiares a cargo. De este modo, los acompañamientos deberían contemplar estas situaciones de manera diferenciada.
En el marco de los dispositivos de alojamiento y del eventual egreso de estos, la cuestión del cuidado ocupa un lugar central. En efecto, es el motivo por el cual interviene el Estado ya que la familia, como ámbito asignado jurídica y culturalmente para las tareas de cuidado, se encuentra inhabilitada temporalmente para desempeñar su función.
De acuerdo con Pautassi: “El cuidado no solo es un concepto polisémico, sino claramente transversal, ya que incluye todo el ciclo de vida de una persona, con distintos grados de dependencia y que atraviesa además el ámbito privado y el público” (2018: 723-724). En este sentido, el cuidado interpela a la organización social en su conjunto y a las prácticas allí instituidas. Se encuentra en el límite entre la esfera pública y la esfera privada.
Por ello, es preciso remontarnos a la configuración histórica de la organización social del cuidado.
A partir de la consolidación de las sociedades industriales y el modelo del trabajador asalariado en clave masculina y único sostén del hogar, la división público-privado se instala relegando a las mujeres al ámbito familiar y al trabajo no remunerado y ubicando a los hijos como propiedad de la familia nuclear (Faur, 2014: 27).
Por esta razón, y por el predominio de la naturalización de la familia (Jelin, 2010), es que el terreno del cuidado es un ámbito no reconocido como trabajo. Por ello, existen dificultades para poder visibilizarlo como un derecho, ya que, a diferencia de lo que sucede en otros ámbitos como el laboral, en el ámbito privado no suele haber discusión acerca de la participación de las mujeres, tal como sostiene Pautassi:
En el ámbito del cuidado no remunerado, tanto al interior de los hogares, debido a la asimetría intergeneracional e intragénero que existe, las condiciones en que se “satisface” el cuidado no resultan espacio de discusión en torno a su distribución, pero sí se presupone la calidad y disponibilidad de las mujeres para realizarlo (Pautassi, 2018: 724).
En efecto, la cuestión socialmente problematizada que involucra el acto de cuidar, como también el acto de recibir cuidados, emerge a partir de conflictos propios de las formas tradicionales de provisión del cuidado (Pautassi, 2018). Es decir, emerge en tanto indicador de la escasa oferta pública y la débil infraestructura para garantizar cuidados adecuados en cada etapa vital. En las formas entendidas como tradicionales, la única estrategia de resolución sobre los cuidados es a través de ingresos monetarios suficientes para acceder a una oferta privada (Pautassi, 2018). Esto repercute, entre otras cosas, en el cuidado de las niñas, niños y adolescentes y, eventualmente, en la separación de los mismos de sus centros de vida, atravesados estos últimos por la débil arquitectura estatal para favorecer cuidados adecuados y acompañar a las y los adultos cuidadores. De allí la relevancia de este concepto en el marco de este trabajo.
Es posible, no obstante, rastrear la presencia del cuidado en los instrumentos internacionales de protección de derechos humanos. Según Putassi:
El primer acuerdo para el reconocimiento del cuidado como derecho, se plasmó en el Consenso de Quito, en el marco de la X Conferencia Regional de la Mujer (2007), en el cual los gobiernos de la región asumieron el compromiso de formular y aplicar políticas de Estado que favorezcan la responsabilidad compartida equitativamente entre mujeres y hombres en el ámbito familiar, superando los estereotipos de género, reconociendo la importancia del cuidado y del trabajo doméstico para la reproducción económica y el bienestar de la sociedad como una de las formas de superar la división sexual del trabajo (2018: 732).
En este mismo sentido, Pautassi señala que tales acuerdos fueron retomados en el Consenso de Brasilia (2010) durante la XI Conferencia Regional de la Mujer de América Latina y el Caribe y en las dos conferencias subsiguientes de República Dominicana (2013) y Uruguay (2016). A estos acuerdos se suma la Convención Interamericana sobre la Protección de los Derechos Humanos de las Personas Adultas Mayores, sancionada por la Asamblea General de la OEA en 2015, la cual hace explícita referencia al derecho a un sistema integral de cuidado para este grupo poblacional. Finalmente, señala la Agenda 2030 de Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas con sus 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), en la cual se reconocen los cuidados y el trabajo doméstico no remunerado mediante servicios públicos, infraestructura y políticas de protección social (Pautassi, 2018).
En el campo de la niñez y la adolescencia no existen instrumentos de tales características, aunque en el ámbito conocido como el “soft law” se encuentran las Directrices sobre las modalidades alternativas de cuidado de los niños, aprobadas por la Asamblea General de Naciones Unidas en diciembre del año 2009. Se trata de un documento fundamental para orientar las prácticas relativas al cuidado de niñas, niños y adolescentes separados de sus centros de vida. En adición a las Directrices, es importante mencionar que los instrumentos de protección antes señalados atañen a las familias y, por ende, a las personas adultas encargadas de los cuidados de las niñas, niños y adolescentes.
Por ello aquí es relevante la discusión en torno al derecho al cuidado junto con la discusión sobre la conformación de las familias, ya que permite problematizar la situación de las niñas y niños separados de sus centros de vida y, de forma particular, de las y los adolescentes en tales circunstancias. Estos últimos, además de haber visto vulnerado su derecho a vivir en familia, se encuentran teniendo que afrontar procesos de egresos de los sistemas de protección debido a estar próximos a cumplir la mayoría de edad, lo que vuelve a instalar la pregunta acerca de lo familiar. Esta situación supone, por un lado, reconocer que la familia nuclear arquetípica está muy lejos de cualquier ideal democrático: se trata de una organización social patriarcal, donde el jefe de familia concentra el poder y, tanto los hijos y las hijas como la esposa-madre desempeñan papeles anclados en la subordinación del jefe (Jelin, 2010) y, por otro lado, admitir la “aparición de una multiplicidad de formas de familia y convivencia como parte de los procesos de democratización de la vida cotidiana y de la extensión del derecho a tener derechos (Jelin, 2010: 41). Por ello es fundamental incorporar nuevos modos de familias que supongan vínculos de protección, solidaridad, compromiso, afectos y responsabilidad (Jelin, 2010) a partir de lazos afectivos que puedan o no estar basados en la consanguinidad, sobre la base de sistemas que garanticen el cuidado.
En este marco, la función del Estado se presenta central y no accesoria ya que, en relación al cuidado, puede actuar –o no– como un gran nivelador de oportunidades (Faur, 2014: 41), en este caso, para las y los adolescentes que se encuentran bajo cuidados alternativos y que necesitan construir procesos de autonomía y preparación para el egreso en el marco de redes afectivas y de la disponibilidad de recursos para afrontar trayectos de vida independiente.
Pese a los cambios que se están produciendo en el ámbito familiar y a los consensos cada vez más sólidos en torno a la participación femenina en el mercado laboral, las mujeres siguen ocupando el lugar de responsables naturales de las tareas del hogar y la crianza, lo cual constituye el núcleo duro de la organización del tejido social en torno al cuidado y aquello que requiere ser resignificado (Faur, 2014: 67).
Al respecto Elisabeth Badinter (1981) señala:
Hemos concebido durante tanto tiempo el amor maternal en términos de instinto, que de buena gana creemos que se trata de un comportamiento arraigado en la naturaleza de la mujer cualquiera sea el tiempo y el espacio que la rodean (…) El amor maternal es solo un sentimiento humano. Y es, como todo sentimiento, incierto, frágil e imperfecto. Contrariamente a las ideas que hemos recibido, tal vez no esté profundamente inscrito en la naturaleza femenina. Si observamos la evolución de las actitudes maternales comprobamos que el interés y la dedicación al niño se manifiestan o no. La ternura existe o no. Las diferentes maneras de expresar el amor maternal van del más al menos, pasando por nada o casi nada (Badinter, 1981: 12 y 14).
En este sentido, para situar al cuidado como un derecho y refutar el mandato histórico acerca de las madres como las mejores cuidadoras, es necesario incluir el enfoque de género. De acuerdo con Pautassi:
El género como categoría del campo de las ciencias sociales es una de las contribuciones teóricas más significativas del feminismo contemporáneo. El concepto de género define aquello que ya formaba parte de la vida cotidiana y comienza de este modo una amplia producción de teorías e investigaciones que reconstruyen las historias de las diversas formas de ser mujer y de ser varón. Este marco teórico inédito promovió un conjunto de ideas, metodologías y técnicas que permitieron cuestionar y analizar las formas en que los grupos sociales han construido y asignado papeles para las mujeres y para los varones, las actividades que desarrollan, los espacios que habitan, los rasgos que los definen y el poder que detentan. En conjunto, estas ideas y técnicas proponen una nueva mirada a la realidad, definida como “enfoque de género”, que se instituye como un prisma que permite desentrañar aquellos aspectos que de otra manera permanecerían invisibles (2011: 280).
Siguiendo esta definición, podemos decir que, en rigor, el enfoque de género da cuenta de la presencia de una estructura de poder asimétrica que asigna valores, posiciones, hábitos, diferenciales a cada uno de los sexos y por ende estructura un sistema de relaciones de poder conforme a ello, “el cual se ha conformado como una lógica cultural, social, económica y política omnipresente en todas las esferas de las relaciones sociales” (Pautassi, 2011: 282)
En el caso de los sistemas de protección, la cuestión del enfoque de género resulta ser un desafío que da cuenta de una serie de conflictividades propias de la sociedad pero que, en este escenario, se cristalizan mediante prácticas que asignan lugares fijos a los sujetos en el marco de un sistema binario de relaciones. María Luisa Femenías explica este concepto del siguiente modo:
¿A qué me refiero cuando digo “binarismo” o “dimorfismo sexual”? En principio, a un conjunto de creencias de tipo conservador y claramente patriarcal que sostiene que i) los sexos son dos y sólo dos: varón y mujer; ii) las relaciones sexuales tienen como fin la procreación y sólo la procreación y iii) la familia “natural” es patriarcal, monogámica, heterosexual y para toda la vida (como lo son los sexos, los deseos o las identidades (Femenías, 2015: 168-186).
El concepto de binarismo tiene efectos directos en los sistemas de cuidados alternativos. Las instituciones de alojamiento, por ejemplo, suelen estar organizadas por sexo y no por género. Esta distinción no contempla la existencia de niñas o niños trans, ni tampoco las necesidades particulares de cada caso o la existencia de identidades autopercibidas, o bien el acompañamiento para habilitar tales procesos.
Asimismo, la preparación para el egreso, como muchos de los procesos sociales en nuestras sociedades, suelen estar atravesados por estereotipos de género, los cuales hacen referencia a “la construcción o comprensión de los hombres y las mujeres, debido a la diferencia entre sus funciones físicas, biológicas, sexuales y sociales, lo que provoca desigualdades históricas” (Cook y Cusack, 2010: 17).
La incorporación del enfoque de género en las políticas públicas de cuidado, alojamiento y preparación para el egreso permite visibilizar problemáticas y desigualdades históricas que atañen al conjunto de las políticas sociales, a la vez que favorece a la resignificación de las formas de organización del cuidado, la construcción de la autonomía y el ejercicio de la ciudadanía.
De acuerdo con lo planteado, la propuesta por resignificar los cuidados institucionales y familiares supone incluir el enfoque de género en las prácticas de intervención y en el diseño de políticas públicas e incorporar aspectos transversales como los referidos a la educación sexual integral, la participación y la ampliación de propuestas socio-culturales y recreativas que puedan ser inclusivas y que no reproduzcan estereotipos de género; así como también abordar aspectos referidos al ejercicio de la maternidad y la paternidad en condiciones de igualdad.
En el marco de las políticas de egreso y autonomía progresiva, los derechos sociales cobran una particular relevancia. La garantía de estos derechos implica que los Estados no solo tienen que llevar adelante obligaciones negativas –es decir, abstenerse de afectar indebidamente algún derecho–, sino que también deben llevar adelante acciones positivas para garantizar derechos en condiciones de igualdad y no discriminación. Los derechos sociales tienen rasgos específicos que Abramovich y Courtis (2006) destacan:
►Se trata de derechos de grupos y no de individuos. El individuo goza de sus beneficios en la medida de su pertenencia a un grupo social. Se trata de un derecho del individuo situado o calificado grupalmente.
►Son derechos que se orientan a las desigualdades, pretenden constituirse en instrumentos de equiparación, igualación o compensación. Reconocen la desigualdad material.
►Están ligados a una sociología orientada a señalar cuáles son las relaciones sociales existentes y los grupos sociales desventajados.
Las obligaciones positivas de los Estados para garantizar estos derechos requieren del funcionamiento de organismos de protección y vigilancia y de tribunales u otros mecanismos de carácter jurisdiccional. Con ello se quiere decir que para garantizar efectivamente los derechos sociales son necesarias no solo prestaciones o acceso a servicios, sino ciertas condiciones de institucionalidad, tal como sostienen Abramovich y Courtis (2006).
En el caso que aquí se estudia esta idea es fundamental, ya que las niñas, niños y adolescentes que se encuentran dentro de los sistemas de protección conforman una población que no solo necesita de las instituciones del Estado para hacer ejercicio de sus derechos, sino que viven en ellas. Sus cuidadores, en la mayoría de los casos, son agentes del Estado, trabajadoras y trabajadores, nucleados en diferentes agencias estatales, instituciones oficiales o en convenio con el Estado. De modo tal que, la garantía de derechos y la institucionalidad, que de por sí constituyen una estrecha relación, en este caso forman parte del núcleo de la problemática.
Contemporáneamente, el derecho social ha sido permeable a un nuevo tipo de reivindicaciones que no están vinculadas con la distribución de la renta sino con demandas de reconocimiento (por oposición a las demandas de redistribución), y están asociadas a grupos históricamente discriminados, postergados o desventajados (Abramovich y Courtis, 2006).
Los elementos señalados permiten reflexionar sobre la problemática planteada en este trabajo desde diferentes aspectos, tales como institucionalidad y acceso a derechos, reconocimiento y redistribución, autonomía y satisfacción de necesidades básicas. Estos tres elementos entran en tensión cuando nos referimos a las y los adolescentes en modalidades de cuidados alternativos. Los interrogantes que se presentan en este sentido pueden ser varios. ¿Qué institucionalidad es necesaria para garantizar los derechos de esta población? ¿Desde qué nociones de institucionalidad se protege y se garantizan derechos? ¿Cuáles son las ideas en disputa? ¿Cómo se puede proteger y cuidar sin lesionar la libertad y la autonomía?
Es posible afirmar que en el enfoque de derechos en la gestión de políticas sociales emergen algunas respuestas posibles a los interrogantes planteados. Este enfoque puede comprenderse del siguiente modo:
El enfoque de derechos en un plano ideológico se plantea, por un lado, como un posicionamiento político lo suficientemente general para debatir su interpretación en cada contexto particular. A la vez, en el plano de la gestión de políticas y servicios sociales, se erige como una lógica de intervención que implica un posicionamiento de y una interpelación a los involucrados en calidad de sujetos con derechos y obligaciones. En las áreas sociales, el posicionamiento de las personas y grupos como sujetos de derechos hace referencia a la obligación de los actores estatales de dar respuestas y generar las condiciones de posibilidad para garantizar la accesibilidad a los derechos, a la vez que refiere al ejercicio activo de la ciudadanía en las interfaces de los procesos de gestión (Rossi y Moro, 2014: 15).
En ambos planos, ideológico y de gestión (inherentemente imbricados), el enfoque de derechos plantea la centralidad del principio de igualdad y no discriminación como horizonte de las intervenciones estatales. Además de la inscripción de la perspectiva de derechos en un proyecto político de transformación social, hace falta desarrollar y consolidar una cultura, una institucionalidad y una forma de hacer gestión pública acorde al mismo (Rossi y Moro, 2014).
Entre los atributos de la institucionalidad se encuentra, en primer lugar, la integralidad, la cual consiste en considerar los problemas sociales con un sentido abarcativo, involucrando todas las esferas o aspectos interrelacionados y no de manera autónoma o sectorial. “Está asociada a la noción de indivisibilidad, interdependencia y complementariedad de los derechos sociales y con las otras categorías de derechos (políticos y civiles)” (Quiroga, 2010: 18). Además de la integralidad, existen otros atributos, tales como: universalidad, equidad, participación, empoderamiento/potenciación, progresividad, no discriminación y exigibilidad, todos ellos igualmente importantes.
La referencia a la dimensión institucional da cuenta de
su impronta estructural y estructurante para los procesos de políticas públicas que no se generan en el vacío, sino que se producen en un ámbito institucional particular que lo antecede y lo condiciona. Los sujetos involucrados de las políticas actúan y se relacionan al interior de cierto marco institucional (formal e informal) preexistente y, por tanto, restringe, regula y orienta las acciones y los sentidos de los procesos de políticas públicas (Rossi y Moro, 2014: 152).
Si añadimos a esta conceptualización la noción de Estado que señalamos en la introducción de este trabajo, en tanto y en cuanto actor central encargado de ampliar los horizontes de la ciudadanía –tal como sugiere O’Donnell (2008)– es probable que los procesos de construcción de autonomía y de preparación para el egreso puedan darse en el marco más amplio de procesos democratizadores de las vidas de los sujetos y de las instituciones que los alojan.
1Mouffe elabora la noción de pluralismo agonístico retomando las ideas centrales de Carl Schmitt y poniéndolas en discusión. Para Schmitt “la específica distinción de la cual es posible referir las acciones y los motivos políticos, es la distinción amigo – enemigo” (1984: 23). Aquí el enemigo es el otro, el extranjero, de modo que, en el caso extremo, sean posibles con él conflictos que no se resolverán mediante normas preestablecidas, ni tampoco mediante la intervención de un tercero descomprometido. Esta es la lógica que Mouffe pretende invertir por medio del pluralismo agonístico.
2 La acción se diferencia de otras dos dimensiones de la condición humana: la labor y el trabajo. Para Arendt tanto el animal laborans (labor) como el homo faber (trabajo) son apolíticos ya que están desprovistos de la acción y del discurso. La acción, sin embargo, solo es política si va acompañada de la palabra, del discurso. Es así como la pluralidad de Arendt nos permite revelar el movimiento del mundo a partir de las singularidades impredecibles que son los hombres. Tal como afirma en el capítulo cinco de La condición Humana, son dos las dimensiones con las que cuenta la pluralidad humana: el discurso y la acción, las cuales revelan la cualidad de ser distinto y los modos en que los seres humanos se presentan unos a otros, no como objeto físico sino como hombres (Arendt, 1974).
3 Es pertinente señalar que en esta tesis no se desarrolla la categoría conceptual de género, aunque sí se utiliza la noción de enfoque de género en políticas públicas. No obstante, es importante mencionar que comprendo al género como “como un artificio ambiguo” que indica que hombre y masculino pueden significar tanto un cuerpo de mujer como uno de hombre, y mujer y femenino tanto uno de hombre como uno de mujer, tal como explica Butler en El género en disputa (1990). En sus palabras: “el género es una complejidad cuya totalidad se posterga de manera permanente, nunca aparece completa en una determinada coyuntura en el tiempo. Así, una coalición abierta creará identidades que alternadamente se instauren y se abandonen en función de los objetivos del momento; se tratará de un conjunto abierto que permita múltiples coincidencias y discrepancias sin obediencia a un reíos normativo de definición cerrada” (Butler, 1990: 70).