por Valeria Hernández
La Argentina inaugura el siglo XXI con un sistema político e institucional devastado y una economía estrangulada. El fin prematuro del gobierno nacional en diciembre del 2001 testimoniaba la inconsistencia de la clase política para revertir la situación que registraban los indicadores macroeconómicos: devaluación con caída del producto interno bruto del 16 %, tasa de desocupación del 21 % y salario real en drástico descenso (24 %). Sin embargo, una clase de empresarios vivía su mejor momento: eran los empresarios innovadores del agro, que estaban en la cresta de la ola del negocio sojero. El modo en que la lógica global capitalista se traducía en escenarios locales, ungiendo ganadores y excluyendo perdedores, era particularmente patente en el caso argentino posdevaluación. Las urbes dislocadas vieron emerger asambleas de ciudadanos autoconvocados, mientras que las fábricas quebradas y vaciadas por sus dueños fueron tomadas por organizaciones obreras autogestivas. Estas respuestas sociales fueron formas creativas de enfrentar la nueva crisis económica, política y social producida por el saqueo neoliberal de la década precedente. En contrapunto, un sector del campo observaba, desde su palco de honor, lo que sucedía en aquel escenario lejano, donde se vivían sucesos ajenos a sus preocupaciones. Días antes de brindar por el nuevo año 2002, el ingeniero Huergo, uno de los principales promotores del modelo de agronegocios, escribía en el diario:
La [política de la] convertibilidad [1991-2001] trajo consigo la eliminación de la brecha cambiaria. Por primera vez después de más de medio siglo, el agro percibió el precio internacional de sus productos. (…) Llegó la Segunda Revolución en las Pampas. (…) Al duplicarse la cosecha, con poco crecimiento de la población, la Argentina pasó a ser [en 2001] el país con mayor disponibilidad de granos per cápita del planeta. Eso explica el boom exportador. (…) Nada creció tanto en la Argentina como los embarques de productos del agro, liderados por el complejo soja (Huergo, 2001: s. p.).
En sus campos y sus empresas, no se vivía ese clima de movilización social ni se padecía la devaluación del peso argentino, sino que, por el contrario, estos referentes del empresariado agrícola reconocían que la coyuntura económica había mejorado la ecuación de su negocio. Los dólares recibidos por los productos exportados servían para saldar las deudas contraídas, ahora “pesificadas”, o para pagar salarios cada vez más devaluados, ergo, baratos. Desde la cima del éxito, Huergo no se privaba de comentar en esa misma nota periodística la situación “obscena” en la que se había hundido la mayoría de los argentinos:
… está el espectro obsceno del hambre en el país más dotado de alimentos per cápita del planeta. Esto no es el Sahel, donde campea la desnutrición por falta de recursos alimenticios. Aquí hay una cuestión de organización social, frente al fracaso de las políticas públicas. No es una “deuda social” del agro, pero desde el campo deben surgir iniciativas para combatir este flagelo y contribuir a la paz social. Las ONG junto al campo y la agroindustria van a dar también este paso (Huergo, 2001: s. p.).
Esta divergencia entre la suerte de una mayoría y la de un sector del campo orientado a la exportación1 fue posible porque las fuerzas de la globalización habían reorganizado las dinámicas productivas del sector agropecuario de tal modo que una parte de su empresariado se regía más por las fluctuaciones de los mercados y flujos financieros internacionales, que por las coordenadas de la economía nacional.
En suma, el nuevo modelo de negocio con base en el agro se había ido consolidando gracias a cambios estructurales en la economía y en el marco regulatorio, a la introducción de tecnologías ahorradoras de mano de obra y capaces de aumentar las cadencias productivas de la naturaleza, y a innovaciones organizacionales e identitarias. Una nueva ruralidad globalizada –con sus características materiales y simbólicas– había cristalizado, y sus líderes comenzaban a inscribir su visión del mundo en sus espacios de interacción cotidianos, sus instituciones y sus negocios. Las consecuencias de ello se hacían sentir en todos los rincones de la sociedad argentina.
Los 2000 fueron, sin duda, una “década ganada” para el agronegocio. No solo porque desde el punto de vista económico el modelo se consolidó y llegó a dominar más de la mitad de la superficie implantada y a liderar las exportaciones del sector agropecuario; no solo porque institucionalmente logró poner de pie asociaciones y formas organizacionales que integraron exitosamente las nuevas lógicas de acumulación impulsadas por el modelo, sino, fundamentalmente, porque se constituyó como referente ideológico del empresariado nacional dentro y fuera del sector agropecuario. Es la eficiencia con la que articuló dinámica económica y supremacía simbólica lo que explica el lugar hegemónico conquistado en unos años por el modelo de agronegocios en la Argentina. En el presente libro, Soledad Córdoba da cuenta precisamente del modo en que se fue construyendo esta eficiencia. Poniendo en juego un proceso de investigación antropológico, ella logra situarse en la escena microsocial, allí donde se despliegan los procesos de legitimación del modelo y se construyen los sentidos de esos actores a los que busca subordinar. Un aporte fundamental de su investigación radica en que muestra el complemento no económico necesario para comprender el éxito del agronegocio. En efecto, la hipótesis según la cual el orden simbólico es un requisito para garantizar la renta de este empresariado guía el desarrollo de su etnografía. Así, la autora recorre el entramado institucional por el cual fluyen acciones moralizantes llevadas adelante por los actores.
Mediante un análisis que restituye la temporalidad del campo social en estudio, Soledad Córdoba pone en evidencia cómo esa trama se inscribe en una configuración mayor. De tal modo, se comprende cómo las condiciones macroeconómicas imperantes en el capitalismo de fin de siglo XX y el modo en que la Argentina –en cuanto economía periférica exportadora de commodities– se integró al nuevo régimen comercial mundial (después de la caída del bloque soviético) fueron, a su vez, dinámicas integradas en la dialéctica que se establece entre procesos globales y traducciones locales. En su análisis, la autora pone en evidencia las huellas que dejan los actores en sus interacciones y agenciamientos. Esos indicios la interrogan, y dejándose interpelar por ellos, la antropóloga construye su interpretación: sin la capacidad de agencia que los empresarios pusieron en juego, difícilmente hubiesen podido captar la megarrenta sojera en el mismo momento en que la Argentina declaraba el default a sus acreedores internacionales, y la mitad de los conciudadanos se encontraba por debajo de la línea de pobreza.
La apuesta que Soledad Córdoba hace por la etnografía no va de suyo. Uno de los desafíos que la antropología conoció a través del avance de la globalización fue el de tener que confirmarse como una forma de conocimiento de la alteridad, más de allá de su expresión cultural. En efecto, la expansión de la lógica capitalista sobre sociedades no occidentales y sobre dimensiones no económicas engendró una crisis en la disciplina. Así, Claude Lévi-Strauss llegó a presagiar, por ejemplo, el fin de la antropología por estar su objeto de análisis (las sociedades etnoculturalmente lejanas al antropólogo) condenado a desaparecer bajo la fuerza arrolladora de la modernidad. Frente a este pronóstico, una parte de sus colegas enrolados en lo que se dio en llamar una “antropología de los mundos contemporáneos” respondieron con investigaciones que mostraron la pertinencia del enfoque antropológico para dar cuenta de las sociedades actuales. Cuestionaban la “gran división” entre un saber sociológico, dedicado a estudiar la modernidad, y un saber antropológico, cuyas luces se orientaban hacia las culturas exóticas. Con sus etnografías mostraron que el conocimiento sobre lo social podía tener lugar tanto entre los jóvenes africanos de los barrios periféricos de la capital congolesa (Althabe, 1963), en los campos de refugiados (Agier, 2008) o entre los empresarios bangladesíes (Selim, 1991). Asumiendo los desafíos de una antropología del presente, los estudios multiplicaron los escenarios de investigación: ya no solo estaban ubicados en los márgenes de las sociedades (barrios periféricos, campesinos desplazados u obreros sin trabajo), sino también en el corazón mismo del capitalismo. Hacia fines del siglo xx, la antropología había incursionado ámbitos tan modernos como empresas multinacionales, laboratorios de la big science, bolsas financieras, y mostró que cualquier campo social, ubicado en Occidente o no, podía ser objeto de interpretación antropológica.
Sin embargo, ello abrió un nuevo desafío epistemológico a los investigadores: cómo conducir una etnografía en campos sociales cuyas prácticas y normas son contemporáneas al antropólogo. El modo en que este desafío se resuelve (o no) en cada proceso investigativo contribuye a la calidad interpretativa de la etnografía realizada. En este sentido, Soledad Córdoba asume el reto poniendo a trabajar la dialéctica que se da en toda etnografía, entre el momento de la implicación y el de la reflexividad. Con suma generosidad, muestra al lector cómo se dio esta dialéctica en su experiencia etnográfica, a partir de la cual construyó sus interpretaciones del modo de legitimación social del agronegocio.
A través de una etnografía multisituada, la autora va siguiendo los programas de solidaridad y las acciones de responsabilidad social que los empresarios del agronegocio conducen en aquellos territorios de donde extraen su ganancia. Nos toma de la mano para llevarnos a recorrer las distintas escenas de su etnografía: desde el corazón sojero (provincia de Santa Fe) hasta la región de expansión de la frontera agrícola (Chaco), pasando por antiguos pueblos chacareros (Pueblo Sanandrés) y la city porteña. Así, nos hace partícipes de los pliegues e inflexiones de los campos sociales que se vieron involucrados en dichos programas de solidaridad. Mediante un análisis reflexivo de las situaciones etnográficas transitadas, va poniendo al descubierto, con sumo talento, los poderes de unos (los actores del agronegocio y sus socios políticos, académicos, mediáticos, etc.) y las impotencias de otros (los campesinos expulsados por el avance de la soja en el Chaco, las mujeres autorganizadas en cooperativas de trabajo, los habitantes de los pequeños pueblos rurales dependientes de los empresarios que concentran los recursos, etc.). En sus descripciones, detalladas y rigurosas, logra reponer las dinámicas relacionales entre quienes ejercen sus capacidades para definir el bien y el mal, aquellos que construyen modos de resistir y de recrear escenarios alternativos de acción que permitan recuperar la iniciativa y quienes reivindican una autonomía respecto de los que vienen a donar lo extraído.
En cada capítulo del libro, Soledad Córdoba explicita un nuevo elemento, o dimensión, de la lógica solidaria puesta en juego por los actores del agronegocio, gracias a su habilidad para dialogar con interlocutores, cuyo horizonte de sentido debe comprender, sin necesariamente justificar. Uno de los desafíos más difíciles de asumir cuando se pretende entrar en una conversación hermenéutica con interlocutores con quienes no se comparte un mismo horizonte de sentido es, justamente, lograr ponerse de acuerdo sobre el asunto del que se conversa, sin que ello suponga compartir el punto de vista del otro. Hablamos sobre lo mismo, pero no necesariamente decimos lo mismo sobre ello. Solo así logramos ampliar nuestra comprensión del mundo e integrar el horizonte solidario propio de los empresarios del agronegocio. De este modo, la antropóloga va evidenciando la acción de lo que denomina “dispositivo de intervención territorial” y, al mismo tiempo, revelando las transformaciones materiales y simbólicas que suceden entre el momento en que un empresario decide donar un grano de soja cosechado y el momento en que el beneficio llega a su destinatario.
La apuesta que esta investigadora hace por el dispositivo etnográfico como modo de producción del conocimiento sobre lo social no solo se sostiene durante toda la experiencia de trabajo de campo, sino que logra conservar esta perspectiva epistemológica también al momento de restituir dicha experiencia en la escritura. Si bien esto puede parecer una verdad de Perogrullo, es de subrayar que una gran parte de los textos antropológicos fracasan en dicho intento. La importancia de salir airosa en este proceso interpretativo holístico radica en que las herramientas conceptuales son producto del análisis interpretativo, y no aplicaciones de marcos teóricos (o incluso de varios conceptos extraídos de distintos marcos teóricos) elaborados para dar cuenta de otras configuraciones sociales. Aun cuando dichas aplicaciones puedan ser más o menos prolijas, no son sino imposiciones exteriores cuyo efecto es clausurar el proceso de comprensión en los términos del propio campo social en estudio. Así, esta coherencia epistemológica permitió a Soledad Córdoba, por ejemplo, abordar con particular fuerza analítica una arista tan compleja como lo es la dimensión moral de la acción solidaria motorizada por el agronegocio. La potencia interpretativa de conceptos forjados al calor del proceso etnográfico sobre dicha dimensión le permite mostrar cómo los “dispositivos solidarios” están insertos en la lógica reticular construida por estos empresarios para legitimar su posición de poder, la concentración económica y el acaparamiento de recursos.
En definitiva, de la mano de esta investigación, el lector accede a ese territorio propio del agronegocio, donde las redes de acción solidaria conectan actores y lógicas, encuentro que hubiese sido imposible sin estos dispositivos de gubernamentalidad.
Bibliografía
AGIER, M. (2008). Gérer les indésirables. Des camps de réfugiés au gouvernement humanitaire. Paris, Flammarion.
ALTHABE, G. (1963). “Étude du chômage à Brazzaville en 1957. Étude psychologique (1re partie)”, Cahiers de l’ORSTOM – Série sciences humaines, I (4), pp. 1-106 (republicado en parte en Les fleurs du Congo, edición de 1997).
HUERGO, H. (2001). “La Argentina verde y competitiva”, Clarín, 29 de diciembre. Disponible en: http://www.clarin.com/suplementos/rural/2001/12/29/r-00302.htm (consultado el 1º de junio de 2018).
SELIM, M. (1991). L’aventure d’une multinationale au Bangladesh. Paris, L’Harmattan.
1. Distinta era la situación de los sectores del campo orientados al mercado interno (lechería, carne, productos regionales, etcétera).