PRÓLOGO
Gérard Wajcman le puso a un libro sobre las series un título serial. De este modo, rompe con la costumbre. Para cumplir esa función, generalmente se busca la brevedad y la claridad sintáctica. Jérôme Lindon, gran editor del siglo XX, admiraba, entre todas, la formulación de Descartes: El discurso del método. Lo proponía como ejemplo a sus autores. De hecho, las secuencias de nombres paralelos y no coordinados son la excepción y, cuando se las encuentra, rara vez exceden los tres términos. Ahora bien, los nombres que se suceden aquí son cuatro, sin coordinación, sin jerarquía sintáctica, sin cierre.
Es verdad que el entendimiento se apresura a sanar la herida y piensa en los cuatro discursos que definía Lacan. A las series les corresponde la posición del analista: interpretan el mundo, la crisis y las mujeres, y como Gérard Wajcman lo demuestra, interpretan de manera inmediata. Los conocimientos científicos y técnicos se difunden en el mundo; para que la universidad se despliegue mundialmente, es necesario que el mundo se acepte como universitario. Ya sea individual o colectiva, la crisis hace surgir el deseo de los sujetos, aunque más no sea mediante el absceso de impotencia con que caracteriza los conocimientos del mundo-universidad. Frente a los economistas, a los financistas, a los sociólogos, a los que deciden, la crisis perturba el curso de sus pensamientos no sin desviar el curso de los acontecimientos mismos, y se impone como histérica a toda especie de orden establecido en las palabras y las cosas. En cuanto a las mujeres, tal como la forma-serie las promueve, han tomado por asalto la posición del significante amo; mientras la crisis desorienta a los señores del mejor mundo, ellas siguen el atajo como soberanas de los obstáculos y los escombros.
Que el desciframiento del título incluya dos comprensiones, de las cuales una es serial y la otra no, revela una propiedad del libro mismo. Tal como un héroe de Homero, Gérard Wajcman debe atrapar un Proteo de contornos incesantemente cambiantes, debe inmovilizarlo sin atentar contra su naturaleza móvil. A ese precio el autor obtendrá revelaciones, porque Proteo sabe todo sobre el pasado, sobre el presente y sobre el futuro, pero se rehúsa a compartir sus conocimientos. El profeta fluido usa sus metamorfosis para evitar las preguntas. Pero el rastreador de las series ha tejido una red. Las mallas proceden de Lacan, de Daniel Arasse, de Roland Barthes y de los numerosos encuentros a los que la curiosidad de Wajcman ha dado ocasión. Lecturas, conversaciones, museos, exposiciones, teatro, escritura, todo se le presenta como un recurso que resulta imprescindible para lograr aislar una forma que los espíritus socializados han reducido rápidamente a la multiplicidad de todo tipo, mostrándose complacientes con la sociedad-espectáculo y los entretenimientos de masa.
Incluso antes del comienzo del libro, Gérard Wajcman debió romper con las genealogías. La primera se refiere al cine, a tal punto que uno tendría derecho a llevar la doctrina a su punto extremo: no son series propiamente dichas las que continúan en la televisión un éxito cinematográfico, y conservan la mayor parte de los actores del film (Fame), o aquellas de las cuales el cine saca una franquicia, y conserva, por empezar, la mayor parte del reparto (Star Trek). Solo bajo esta condición es posible desplegar las comparaciones. En lo que concierne al lugar de las mujeres, Titanic anuncia una posibilidad que se desplegará en las series, pero precisamente porque ninguna de estas retoma el film en cuanto tal. Incitado por Gérard Wajcman, el lector se propone a sí mismo algunos ejercicios. Así, constata que los últimos filmes de la franquicia Star Trek, con la actuación de Chris Pine y Zachary Quinto (2009, 2013 y 2016), merecen ser comparados con la serie de 1966; también observa que ninguno de los actores de esta última reaparecen en los filmes citados, salvo una excepción: Léonard Nimoy en el papel de Spock. Es que este personaje se convirtió por sí mismo en una leyenda.
Una segunda depuración fue necesaria. En los años cincuenta, la televisión desarrolló un género destinado a retener a las mujeres en casa. Al estar particularmente bajo el patrocinio de las fábricas de jabón para la ropa, este género sacó de ahí su nombre: soap opera. Se trata claramente de un género y no de una forma; incluso se podría sostener que estamos ante lo sin forma por excelencia. El relato no se sujeta a ninguna regla, salvo a su propia continuación. De ahí las inverosimilitudes, las contradicciones, las muertes falsas, las peripecias de las cuales se prescinde a posteriori, pretendiendo que se trataba de un sueño o de un delirio. De hecho, la narración no podría interrumpirse, pero, para tal fin, debe renunciar al hilo narrativo. Desde el punto de vista de la forma, el género soap nunca llega a un desenlace.
En cuanto forma que no es un género, la serie debe separarse del soap. En realidad, va en la dirección contraria: el género soap se centra en la relación hombre-mujer, cuya forma mayor es el matrimonio. Por extensión, intervienen las estructuras familiares: padres-hijos, hermanos-hermanas, etcétera. De la relación hombre-mujer nacen las rivalidades entre hombres o entre mujeres; la presencia de las familias lleva a los conflictos de poder, las vendettas, las alianzas cambiantes. El núcleo del relato se organiza en torno a la combinatoria clásica; amor extramarital, matrimonio sin amor, matrimonio por amor, odio y celibato, etcétera. La serie pura prescinde de todo eso. Ni el amor ni el matrimonio ni la relación hombre-mujer funcionan como motivos esenciales. A lo sumo, el movimiento LGBT (Lesbianas, Gays, Bisexuales y Transexuales) consigue que la relación homosexual merezca ser tematizada, pero en una función accesoria. Más fundamentalmente aún, el género soap se empeña en mostrar que las crisis individuales no perturban el orden general de la sociedad, al contrario, lo confirman. La forma-serie, por contraste, hace de la crisis individual el síntoma de la crisis del mundo, mientras que la crisis del mundo, ya sea interna o procedente de otra parte, se proyecta como crisis individual.
Ahora bien, la forma-serie se ha empeñado en marcar la extensión de su territorio. Ha colonizado abiertamente el soap. Mediante su título, Desperate Housewives se burla del público al cual el género estaba destinado. La desesperanza de que trata revela el secreto de las mujeres en el hogar, abandonadas a un cara a cara con sus lavarropas y sus televisores. Una vez que el género sin forma entró definitivamente en su fase de decadencia, la forma-serie pudo apoderarse de él y poner bajo su comando a las mismas mujeres que antes habían aparecido como víctimas indefensas.
La lengua juega con los sentido opuestos: los combatientes, cuando son llamados, o se llaman a sí mismos, desperate, concluyen que no tienen nada que perder. De ahí viene que las mujeres de Desperate Housewives tengan tantos recursos en la lucha; mujeres contra mujeres, mujeres contra hombres, cada una contra sí misma. En sus manos, todo se convierte en un arma. Las antiguas espectadoras del género soap, con la espalda contra la pared y sin otros recursos que ellas mismas, no retroceden ante ningún acto de guerra; actúan como devastadas.
En tercer lugar, la forma-serie debía distanciarse de otro género que también usaba procedimientos aparentemente seriales: nadie olvida las aventuras adolescentes de Beverly Hills 90210. Lugar: el high school (en otros términos, los dos o tres últimos años de la escuela secundaria), después, el college; Personajes: los alumnos adolescentes de entre 16 y 17 años, interpretados por actores de mayor edad, a fin de respetar el código de trabajo; Tema: el descubrimiento de la sexualidad y del amor, de la diferencia entre ambos y del paso de uno al otro. La relación masculino-femenino es, por lo tanto, central, pero no el matrimonio ni, de manera general, la familia. Esta última pertenece al círculo exterior, como los profesores y los adultos en general. Pero también ahí la forma-serie se impuso.
Dos series hicieron época: The Vampire Diaries y Teen Wolf. A diferencia de Beverly Hills 90210, ambas son posteriores a 2001. Su procedimiento fundamental consiste en trazar en el corazón de la relación muchacha-muchacho una línea de falla: el vampiro o el hombre lobo frente a los mortales comunes. La ideología estadounidense considera el acto sexual como una suerte de salvajada, que los progresos de la civilización (me refiero al American way of life) tienen la misión de reducir. Se considera que en el género soap y la serie adolescente, el proceso está concluido; para que el salvajismo emerja, es necesaria esa excepción que es la violación. En la serie contemporánea, nada está concluido. Es cierto que se pueden multiplicar las regulaciones; aunque los héroes se alcoholizan, se drogan, se liberan en las palabras de lo políticamente correcto, en el momento del coito se manifiestan civilizados. Pero las regulaciones solo preparan el acto, no borran el salvajismo del acto mismo. Paradójicamente, la mordedura del vampiro parece menos repugnante que la penetración y los fluidos corporales del coito ordinario. Por otra parte, no es siempre evidente que a la mordedura amorosa se añada una penetración, de modo que el amante del vampiro y también el vampiro podrían permanecer vírgenes, por más apasionados que sean sus abrazos. En cuanto al hombre lobo, puede llegar a dominarse, a tal punto de no ser más salvaje durante el acto de lo que lo es un muchacho común, pero él, al menos, no ignora nada de su propio salvajismo y lo concentra en su forma animal. Lejos de disimular esa forma ante la persona que ama, termina por mostrársela, de modo que esta hará una elección con conocimiento de causa.
Al introducir lo extraordinario en el seno de la escuela, garante de lo ordinario como tal, la serie contemporánea encuentra uno de sus temas fundamentales, tal como lo ha destacado Gérard Wajcman: hay en el American way of life un principio de desorden. Aquí, el desorden afecta la disposición de las especies. Los vampiros y los hombres lobo no solo existen entre los seres humanos, no solo llegan a fundirse en la sociedad mediante astucias más o menos complicadas, sino que, además, pueden enamorarse de los mortales, y recíprocamente. Pero hay que ir más lejos. Vampiros y hombres lobo son portadores de una violencia física que viola todos los códigos. Algunos de ellos saben dominarse, y entre ellos especialmente el héroe, aquel que ama y es amado. Pero siempre se produce una circunstancia en la cual esos parangones de virtud son obligados a combatir, aunque más no sea para defenderse. A partir de ahí, según parece, la sangre no va a cesar de correr. Ya sea que se trate de Teen Wolf o de The Vampire Diaries, las masacres se multiplican, los pueblitos más apacibles se convierten en campos de batalla y, con el paso del tiempo, los combatientes del Mal acentúan sus crueldades y su duplicidad. A fin de que los combatientes del Bien no sean tratados como los asesinos que a veces son, la ley y el orden son soslayados cada vez más, e incluso son ridiculizados.
Al principio, la serie para adolescentes solo conocía pequeños delitos (exceso de velocidad, bataolas nocturnas, hurtos menores). Al final, se convirtió en una tragedia recorrida por las atrocidades y los crímenes. De acuerdo con los usos de la serie contemporánea, las imágenes deben convencer al espectador de que no han atenuado nada. Sin embargo, la promesa de felicidad, ineludible cuando uno se dirige a la juventud, se fragiliza. Las victorias de los héroes no compensan en nada el desorden vigente. Mientras se trataba de un género, la serialidad era un medio para el relato, pero desde que la forma se ha impuesto al género, lo que se convierte en el medio es el cuento de vampiros o de hombres lobo. Se ponen al servicio de la serialidad, como manifestación de la ausencia de todo límite. En ese sentido, lo extranatural muerde en lo real –de ahí la importancia de la mordedura–, mientras que lo natural banaliza lo imaginario.
Gérard Wajcman subraya, con razón, la relación especial que une la forma-serie y los Estados Unidos. Y destaca, además, algo que no es contradictorio: que esa forma se ha vuelto internacional. Casi todos los países llamados occidentales la han ensayado con éxito. Hay, empero, una excepción: Francia. No ignoro que Gérard Wajcman y algunos otros críticos, cuyo juicio me importa, afirman que Le Bureau des Légendes responde a esos criterios, sin dejar de reconocer que es el único ejemplo. Respeto la opinión de esos autores, pero no adhiero a ella: según mi opinión, no hay serie francesa contemporánea. Pero, en el fondo, poco importa. Incluso si mis amigos tienen razón contra mi opinión, una única serie digna de ese nombre es poco, si se la compara con la producción escandinava o británica. La diferencia merece una explicación.
Los especialistas de la historia política citan las palabras de Prévost-Paradol, brillante periodista del Segundo Imperio: “la Revolución francesa fundó una sociedad, todavía busca su gobierno”. La fórmula es acertada; en 1868, fecha de su redacción, se impuso como evidente. Se puede reconocer en ella un diagnóstico de crisis y una crisis estructural. No sería difícil hacer variar la matriz discursiva para aplicarla a otros países distintos de la Francia del siglo XIX. El 11 de septiembre de 2001, se hizo evidente para los Estados Unidos que su fe en la Constitución no sería suficiente, en adelante, para confirmar su derecho a subsistir sobre la Tierra. La revolución norteamericana instaló una Constitución, que no le será quitada; pero todavía estamos buscando en la tierra de los Estados Unidos una sociedad que le corresponda. De manera análoga, la socialdemocracia escandinava fundó una sociedad que, como se admite, la humanidad entera admira, pero todavía se buscan seres humanos que puedan vivir ahí sin sufrir daños. En cuanto a las revoluciones inglesas, crearon un modo de gobierno cuyos principios son todavía elogiados, pero en el islote británico se busca sin éxito a alguien que todavía sepa hacerlo funcionar.
Estamos frente a tantos diagnósticos de crisis, tantas miradas que se pierden en una posibilidad de desorden ilimitado, tantos futuros derrumbes de edificios gloriosos. Lo nacional devela lo mundial, en lugar de enmascararlo. La serie contemporánea se puede colorear con matices según sus lugares de creación, empero, sin desprenderse de su propia estructura.
Pero ¿qué pasa con Francia? Se puede suponer que todo el esfuerzo de la Tercera República consistió en resolver el problema cuyos términos habían sido planteados por Prévost-Paradol. En efecto, proyectó la creación del gobierno que corresponde finalmente a la sociedad fundada durante la Revolución. Tras el affaire Dreyfus, muchos espíritus brillantes consideraron que lo había logrado. Basta con leer a Alain1 o Giraudoux para pensar que estaban convencidos del éxito: la Tercera República realizó una obra maestra política, comparable o incluso superior a la Atenas de Pericles o a la Roma de Augusto. Es cierto que esa certeza fue barrida en 1940, pero tras la Segunda Guerra Mundial distintos prestidigitadores supieron hacer malabarismos con los hechos. Sostuvieron que la cuestión del gobierno nacional había perdido importancia y que había sido remplazada por el proyecto de construcción de un modelo social moderno en el seno de Europa. También en este caso, basta con leer y escuchar: un buen francés se reconoce hoy por su convencimiento de ese éxito. Puede denunciar la insuficiencia del gobierno, cualquiera que este sea, y simultáneamente proclamar la excelencia del modelo social francés. Por cierto, se puede quejar de tales o cuales insuficiencias en la ejecución, pero esas insuficiencias dependen de los ejecutores (a la cabeza de los cuales está el gobierno), y no del modelo mismo. En una palabra, el modelo social francés es, en sí mismo, perfecto o, por lo menos, sigue siendo el mejor modelo social existente en el mundo. Gracias a él, cada francés digno de ese nombre puede decir de sí mismo y de sus semejantes lo que los cuentos infantiles dicen de sus héroes: fueron felices y comieron perdices.
Lacan reconocía en el petainismo un proceso de infantilización: los franceses, sentados alrededor del abuelo, escuchaban cómo este relataba sus recuerdos. Pero hay que aceptar la triste realidad: el petainismo solo fue un episodio particular en un proceso de infantilización que comenzó mucho antes y continuó hasta nuestros días.
Participan en ese proceso los guionistas de la televisión, las series policiales, las series médicas, las series de lo cotidiano, se asiste a un elogio perpetuo del modelo francés y de los ideales que se atribuye a sí mismo. En esas condiciones, lo nacional solo puede mentir respecto del resto del mundo; según su lógica, ninguna crisis podría llevárselo; ningún derrumbe podría amenazar los perfectos equilibrios arquitectónicos: la catedral de Notre-Dame de París no conocerá el destino de las Torres Gemelas. No se estropea el juego de construcciones de un niño bueno. El mundo en su conjunto puede correr a su perdición, Francia se salvará porque tiene el sentido de las justas proporciones. Como su cocina, como su alta costura, como la Nouvelle Revue Française, la célebre revista literaria, como su cine, como su pensamiento, y dejo de contar. Un testimonio de esto es lo que el presidente Macron designó como un arte: “el arte de ser francés”. En ese arte se incluye, por supuesto, el saber vivir, las buenas maneras de tratar a una mujer, indicándole con elegancia y discreción los límites que no se deben sobrepasar. Las mujeres francesas aceptan a su vez su propio deber: nunca atentar contra la tranquilidad del jardín populoso y confortable. Nada de mujeres desquiciadas o desquiciantes en el país de la mentira tranquila. Más que abrir un ojo al mundo, bajemos la persiana y cerremos los párpados.
No veo una ficción televisiva francesa, una novela, una meditación doctrinal que no concluya con una exhortación a no mirar. Felizmente, hay excepciones, de las cuales, además de sus trabajos precedentes, el presente libro de Gérard Wajcman es una. Porque el título de cuatro carriles nos señala todavía algo más que un ejercicio sobre los cuatro discursos: estamos en una encrucijada. El autor hace que en ella se crucen todos los caminos que ha recorrido con tanta más perseverancia cuanto que él los ha creado. Si la serie contemporánea es el ojo abierto al mundo, este libro sobre la serie es un ojo abierto a una obra que progresa por división y no por engendramiento. Cámara de gas, cuadros, ventanas, íntimo; estimado lector, te está permitido saber lo que Gérard Wajcman piensa sobre lo que vale la pena ser pensado en lo que te es contemporáneo.
JEAN-CLAUDE MILNER
1. Seudónimo de Émile-Auguste Chartier.