Capítulo 1
Principios de estratificación sociogenérica en la gestión cotidiana de hogares de mujeres de clase media alta
Maximiliano Marentes
Roxana, ama de casa y otrora maestra jardinera de 44 años que vive en Beccar, zona norte del conurbano bonaerense, me pidió hacer la entrevista tras la misa del Viernes Santo, en 2013. De camino a su casa, me llegó un mensaje en el que lamentaba retrasarse y solicitó posponer una hora nuestro encuentro. Le dije que no había inconveniente. Luego de hacer tiempo en una estación de servicio, toqué el timbre de una rectangular casa de estilo moderno, rodeada por un muro y un portón de metal macizo de tonalidades beige. Una niña respondió que su papá y su mamá no estaban. A los dos minutos, de un Volkswagen Bora de cinco puertas bajaron Roxana y Walter, su marido. Se disculparon por haberme hecho esperar. Cuando les respondo que una niña había atendido el portero, se miraron y asintieron con que la menor ya1 estaba levantada.
Con Roxana nos sentamos en los blancos sillones amontonados a la izquierda del living, rodeados de cajas dado que la semana siguiente se mudarían mientras reformaban su casa. Apenas empezamos con la entrevista, Walter se lamentó por interrumpirnos para comentarle a su esposa que había para preparar fideos y le preguntó si necesitaba comprar algo más. Expeditiva, ella le sugirió que se fijara si faltaba algo y que, si no, se quedara tranquilo. Al rato, cuando le pregunté cómo tomaban las decisiones en la pareja, Roxana se definió a sí misma como una gerenta de familia que decide sobre las cosas de la casa y Walter a veces le pregunta. Sobre cuestiones más importantes, como la reforma de la casa, lo charlaban y consensuaban. Roxana se ocupaba de la casa, la comida y de su hijo de 21 y sus tres hijas de 16, 13 y 9. En un pasado supo contar con cuatro horas diarias de ayuda de una chica que realizaba la limpieza. Por el momento no tenía esa ayuda, ya que la anterior chica le había robado dinero a su hija mayor, y esperaban estar mudados para volver a contratar. Mientras tanto, como buena gerenta, sabía cómo seguir gestionando su especialidad: la familia.
A partir de la noción de gerenta de familia, en este texto desentraño la estratificación sociogenérica que sostiene la gestión cotidiana de los hogares de clase media alta de nueve mujeres profesionales. Gerenciar implica asignar tareas a otros –cónyuges– y otras –empleadas domésticas– para sacar adelante la empresa hogareña. Saben cómo lidiar con pedirle a sus distraídos esposos que colaboren en las cosas de la casa. Además, supervisan la tercerización de las labores que recaen en las otras mujeres: las empleadas domésticas. Antes de describir esa estratificación, explicito las coordenadas del trabajo.
Roxana es una de las nueve entrevistadas que contacté para mi investigación de licenciatura (Marentes, 2013). Al formar parte de un grupo de estudio sobre clases medias altas y altas, su directora, Mariana Heredia, me incentivó para que me presentara a la primera convocatoria de las Becas Estímulo a las Vocaciones Científicas del Consejo Interuniversitario Nacional. Por mis intereses en cuestiones de género, orientamos el proyecto hacia las mujeres de estos sectores socioeconómicos. Como nos enseñó el feminismo, las mujeres experimentan diferentes opresiones por la intersección con clase, raza y religión, entre otras (Davis, 2008; McCall, 2005; Yuval-Davis, 2006).
En el marco de la beca, al avanzar con lecturas y cursar los talleres de tesis con docentes especialistas en cuestiones de género –Marcela Cerrutti el primero, Vanesa Vázquez Laba el segundo–, ajusté mi pregunta inicial. Dejé atrás el intento por examinar, bajo la influencia del posestructuralismo butleriano, cómo se construye el ser mujer de clase alta, para abrazar una pregunta de una rica tradición de estudios sobre tensiones entre familia y trabajo en mujeres de diferentes clases sociales (Benería y Roldán, 1987; Bowman, 2007; Cerrutti, 2000, 2002; Geldstein, 1994; Hochschild, 1990, 2001; Jelin, 2010; López y Findling, 2012; Millenaar, 2014; Wainerman, 2000, 2005). Así, el nuevo interrogante que orientó la investigación fue cómo concilian la vida familiar y laboral las mujeres de clase media alta.
La participación extradoméstica de las mujeres en el mercado de trabajo, tendencia en crecimiento desde la década de 1960 y profundizada en la de 1990, implicó reacomodamientos en el ámbito doméstico. Pero para que esa mayor incorporación se traduzca en permanencia, en especial luego del nacimiento de hijas e hijos, se requieren otros recursos. Así, a mayor nivel educativo, mayor es la permanencia de madres trabajadoras en el mercado laboral (Cerrutti, 2000, 2002), como también su identificación con el ámbito productivo (Hochschild, 1990).
Fue así como el proyecto de tesis, tamizado por los talleres y la lectura y guía constante de mi directora, intentó hacer una comparación entre mujeres profesionales –con nivel educativo alto por haber completado la educación superior–,2 que formaran parte del mercado de trabajo, y otras que no. La hipótesis que manejaba era que estas mujeres estarían en pareja con varones de niveles socioeconómicos similares o mayores –homo e hipergamia en los estudios de emparejamiento (Bericat, 2014; Gómez Rojas, 2007; 2008; Illouz, 2012)–, quienes les permitirían elegir no trabajar.
A medida que avanzaba con el trabajo de campo e intentaba contactar mujeres con niveles educativos altos, fui comprobando eso que las estadísticas sintetizaban: las altas tasas de actividad de mujeres con altos niveles educativos, casi idénticas a la de varones con iguales credenciales. Las estadísticas señalaban que la mayoría de las mujeres que habían completado la educación superior realizaban algún tipo de actividad económica. Cerrutti (2000) lo entiende como un círculo virtuoso: a mayor educación, las mujeres reciben mayores beneficios de su trabajo extradoméstico, que las lleva a identificarse más con él y, así, a permanecer en carrera incluso luego de devenir madres. En los términos micro de mi trabajo de campo, eso se tradujo en la dificultad de encontrar mujeres con altos niveles educativos que fueran amas de casa. Ese perfil de personas a entrevistar que imaginamos cuando armamos un proyecto no era tal, o al menos me era difícil alcanzar. Además, como comprobé cuando avancé con la investigación, las diferencias entre amas de casa y profesionales con exigentes carreras se diluían.
Otro de los criterios de inclusión en la muestra era que estuvieran casadas o unidas y que tuvieran al menos una hija o un hijo en escolaridad primaria. El estado civil permitiría ver cómo se organizaba el trabajo doméstico y la participación de los varones en dichas tareas –como veremos más adelante–. La edad de las y los menores posibilitaría analizar las tareas de cuidado, más intensas a menores edades.
Planifiqué preguntas sobre varios puntos: orígenes familiares, trayectorias educativas y laborales, cómo habían conocido a sus actuales cónyuges y conformado su familia, cómo organizaban el trabajo doméstico y tareas de cuidado, cómo se tomaban las decisiones en la familia, entre otras cuestiones. Las entrevistas fueron largas, duraron entre dos y tres horas, y en dos ocasiones debimos reprogramarlas para seguir en una segunda oportunidad. Si bien intenté concertar estos encuentros en los hogares de estas mujeres, algunas prefirieron que los tuviéramos en sus oficinas, otra en un bar, así sus hijos e hija no podrían molestarnos, y otra prefirió venir a mi casa mientras esperaba que sus hijos salieran del colegio. Una constante de estas mujeres malabaristas (Faur, 2014) era su poca disponibilidad. Pero, como buenas gerentas de familia, conseguían acomodar milimétricamente sus agendas para brindarle a un estudiante de sociología eso que carecían y tanto añoraban: tiempo.
En suma, en este trabajo busco recuperar un hilo suelto de mi tesina de licenciatura: cómo la organización del trabajo doméstico de mujeres profesionales de clase media alta se sustenta en una estratificación sociogenérica.3 Una de las limitaciones de este trabajo es que solo recupero las voces de estas mujeres. Eso se debe al origen de la indagación sobre cómo mujeres de una clase social en particular resolvían la tensión entre familia y trabajo. Aun con esa limitación inicial, lo que contaron merece ser escuchado y analizado.
Hochschild (1990) y Wainerman (2005) argumentan que las mujeres de clase media enfrentan una paradoja: se inclinan, discursivamente, por una división de tareas domésticas más igualitaria que, sin embargo, no pueden poner en práctica. No obstante, ambas autoras difieren en un punto. Mientras los varones de los hogares de clase media estudiados por Hochschild participan más que sus congéneres de clase obrera, esta diferencia no es tal en el estudio de Wainerman. Los resultados de esta investigación se aproximan a los de la socióloga argentina y verifican que, como dice Lehner, “‘conciliar’ [vida familiar y laboral] parece ser un verbo que se conjuga solo en femenino” (2012: 65).
Incluso cuando trabajen fuera de su hogar, las mujeres desempeñan un rol más tradicional. Ellas son responsables de la limpieza y orden del hogar y de que la comida esté hecha. En simultáneo, realizan las compras en el supermercado y determinan qué comprar, al mismo tiempo que verifican si a sus hijas e hijos les falta algo para el colegio y si necesitan ropa. Esta situación tiende a reforzar el modelo tradicional en el que la casa se convierte en el ámbito femenino. Como examiné en otro lado (Marentes, 2020), luchan a diario por ser valoradas más que como amas de casa. Así, combaten la frustración y el embote que genera el trabajo doméstico saliendo del hogar para formar parte del mercado laboral o para realizar actividades de ocio.
Un problema central entre estas mujeres, participen o no en el mercado de trabajo, es la constante falta de tiempo. Esta se evidencia en su ligazón a un cargado cronograma de horarios con las actividades de sus hijas e hijos, que las obliga a correr tras sus responsabilidades cotidianas. Las estrategias que ponen en práctica ante esta rutina cronometrada difieren, aunque no de manera tan marcada, según su condición de actividad. Las mujeres inactivas pueden adaptarse mejor a esos ajustados cronogramas, a pesar de que también deban acomodar sus otras actividades para que no se superpongan con las obligaciones de la maternidad. Tratan de hacer todo lo extra en las horas de colegio, para que cuando finalice la jornada escolar puedan ser madres de dedicación exclusiva. Roxana, ex maestra jardinera, que con el nacimiento de su segunda hija se dedicó a ser madre full time, en una época ni siquiera hacía gimnasia. A medida que crecían e iban a la escuela, logró hacer sus actividades mientras su hijo e hijas estaban en el colegio.
La clave que encuentran las madres ocupadas para resolver esta cuestión es, como afirma Venturiello (2012), la de planificar y organizarse a diario. Aunque esta tarea puede ser una carga adicional para sus atiborradas agendas, es crucial para no sucumbir ante las obligaciones diarias de la vida laboral y familiar. Julieta, una licenciada en administración de empresas de 32 años, madre de dos niños de 1 y 3 años, me lo explica en el comedor de su casa, ubicada en un barrio cerrado de Monte Grande, mientras hace manualidades para el bautismo del menor luego de haber cenado: entre las nueve y media y diez y media los nenes se van a dormir y ella planifica qué hacer al día siguiente. A veces es llevarlos al médico a vacunar, otras es comprar algo para el cumpleaños de uno de sus hijos o de su sobrino. Como resume con una vital sonrisa: “O sea, siempre me las rebusco para estar ocupada en algo de planificar”. Esta logística es una enseñanza del devenir madres, que les permite comprender, como afirman Maher y Saugers (2007), que compatibilizar tareas es posible y es la base para continuar con la vida a la que aspiran.
Otra cuestión que enfrentan estas mujeres es la de ser responsables casi exclusivas del cuidado de las y los menores, aun cuando trabajen jornadas completas. Ellas se encargan de la mayoría de estas tareas, mientras que los maridos participan menos. Esta división tradicional de los roles se dificulta cuando las y los menores se enferman y ellas deben renunciar a sus obligaciones, sean o no laborales, para cuidarlos. Cuando el menor de sus hijos estuvo internado cuatro días, recibiendo antibióticos por vía intravenosa, Julieta no se despegó de su lado; Gastón, su marido, pasaba unas horas por el hospital, luego iba la multinacional donde es gerente de planta y después pasaba tiempo con su hijo mayor, que estaba al cuidado de su abuela materna. Julieta, como trabaja en la empresa de camiones del padre, no tuvo problemas con pedirse los días. Sin embargo, esa disponibilidad no existe para todas. Entonces, asoma la disyuntiva de cómo cumplir con los demás compromisos ante estos casos. La respuesta que ensayan estas mujeres es contratar servicio doméstico. Esta alternativa resulta más conveniente que enviar a sus hijas e hijos a un jardín maternal, sobre todo cuando hay más de una o un menor en el hogar. Si uno enferma, que otra persona lo cuide permite a la madre continuar con sus obligaciones diarias.
Diez días antes de dar a luz a su segundo hijo, Valeria, técnica en marketing, que aprovechó el despido de su anterior trabajo para concluir su licenciatura en administración de empresas, contempla cómo será volver a trabajar. Mientras tomamos un café en la casa que alquila en Monte Grande y su hija de dos años juega a nuestro alrededor, explica su cálculo: tercerizar el cuidado de su hija y su hijo por nacer a través de la contratación de una chica es más viable que hacerlo con jardines maternales, como venía haciendo. Además de ser menos costoso, en caso de enfermedad, ella podría continuar con sus compromisos laborales.
De todos modos, contar con servicio doméstico responde a un problema más general y diario, que a un episodio de enfermedad de una o un menor. Como afirman numerosas autoras (Cerrutti, 2000, 2002; Hochschild, 1990, 2001; Venturiello, 2012; Wainerman, 2005), para enfrentar la doble jornada, los hogares de estratos medio-altos contratan empleadas domésticas, normalmente de estratos inferiores. Aun así, tener una chica no las libera de las cargas cotidianas de la casa y de las y los menores, sino que, como sostiene Wainerman (2005), ellas supervisan que todo se realice y que se efectúe de la manera correspondiente, punto que retomaremos.
Aun cuando los ingresos de las mujeres son sustanciales para las economías familiares, los mayores salarios de ellos contribuyen a perpetuar el modelo de varón proveedor. Y, mientras ciertas responsabilidades son leídas en femenino, los varones contribuyen a que, parafraseando a Hochschild (1990), la revolución siga estancada. Los maridos son desligados de la reproducción cotidiana por poseer una personalidad más desbolada: ellos no actúan motu proprio, sino que deben ser requeridos por las mujeres. Luciana, socióloga de 36 años, devenida gerenta de ventas en un laboratorio farmacéutico, prefirió que nos encontráramos en un bar cercano a su casa (barrio porteño de Monte Castro) para que no nos molestaran ni su hija ni sus hijos. Allí me explica que el máster en administración de empresas –o MBA, por sus siglas en inglés– de su marido Nicolás no le enseñó a prestar atención si hace falta comprar algo. En su comodidad, espera que la gerenta le diga qué comprar, y ahí va y lo hace. Aun así, ante excepcionalidades que las llevan a requerir ayuda, ellas saben que pueden contar con sus parejas. Eso sí, siempre que sean avisados sobre qué hay que hacer, ellos colaboran sin rodeos. Distraídos, los varones necesitan la invitación de las gerentas para participar en el trabajo doméstico.
Por su parte, la exigua iniciativa de ellos en las actividades hogareñas se enmarca en el placer y disfrute. Mientras Valeria se encarga de la mayoría de los gastos de supermercado, Claudio, su cónyuge, compra lo que necesita para cocinar sus platos más sofisticados cuando se cansa de la comida que diariamente ella prepara. Para ese tipo de comidas, Claudio no necesita invitación para colaborar y, aunque agarre la sartén por el mango, no se da cuenta de que queda la cocina por limpiar.
El carácter de los varones se vislumbra cuando hay que comprarles cosas a las niñas y los niños. Los maridos están desligados de esta responsabilidad ya que ellas están en todos los detalles. Esto se repite cuando hay que advertir si algo les sucede a las y los menores, pues los esposos tienen una personalidad, una forma de ser menos atenta a estas cuestiones. Así, cuando los padres colaboran con la supervisión de las tareas escolares de los niños, no son capaces de hacerlo como las madres por su personalidad menos detallista. Josefina, psicóloga de 42 años y madre de dos niños de 6 y 7 años, mientras tomamos mates en mi casa me comenta que Ezequiel, su cónyuge, se encarga de supervisar que los chicos hagan la tarea los martes y jueves, días en que ella regresa tarde de trabajar. Ella, controladora como se define, sabe que al desbolado del padre seguramente le faltó algún detalle, como sacar punta a los lápices, por lo que, al regresar del colegio nocturno donde da clases, abre las mochilas de sus hijos y revisa todo.
Al mismo tiempo, la asimétrica participación de los cónyuges en estas tareas reposa en la necesidad de los padres de descansar y disfrutar de su tiempo libre cuando llegan al hogar luego de su carga laboral diaria –como Gastón, que mira televisión en el living mientras Julieta hace manualidades–. La forma de ser de los hombres contribuye con ello porque, a diferencia de sus cónyuges, sus personalidades más tranquilas y distendidas los eximen de pasar tanto tiempo con sus hijas e hijos, como sí lo hacen las madres. Así, el uso del tiempo y del espacio que hacen hombres y mujeres es diferente. Mientras que la casa es donde ellos se relajan, exhaustos tras una jornada laboral extenuante, para las mujeres ocupadas, por el contrario, la casa es un espacio donde depositan mucha energía y las actividades de cuidado se llevan gran parte de su tiempo. Para ellas, el trabajo productivo constituye un escape de la rutina de la maternidad.
Para las mujeres inactivas la situación es sutilmente diferente. Los maridos se desligan de las responsabilidades de cuidado, dado que ellas, al no realizar actividad productiva alguna fuera del hogar, deben ser madres full time; y la participación en el mercado laboral de sus maridos legitima su escaso involucramiento en las actividades de cuidado. Además, los varones son más templados que las mujeres y descansan en que las gerentas desempeñan bien sus tareas, mostrando escaso interés en el cuidado de sus hijas e hijos.
Esta tradicional división sexual del cuidado se repite en asuntos relacionados con poner límites y reprender a las y los menores en el caso de todas las mujeres, cualquiera sea su condición de actividad. Si bien las madres, al pasar más tiempo con ellas y ellos, los regañan con más frecuencia, en los momentos de reprimenda la autoridad de los padres es más respetada. Las y los menores hacen más caso a los padres, más rígidos e inflexibles cuando muestran su descontento. Como ilustra Luciana: “Si lo tiene que dejar una media hora llorando en el baño, lo deja. ‘Seguís llorando, cierro la puerta’. Y siempre reacciona de la misma manera, no le grita, no le pega”.
Ahora bien, hay momentos en que la participación de los cónyuges es más equitativa. Así, las familias practican estrategias para que alguno de sus miembros logre llevar a cabo actividades extras. De esta manera, quehaceres diarios u ocasionales de uno de los cónyuges se realizan considerando la disponibilidad del otro. Por ejemplo, Luciana va a pilates tranquila porque Gastón les dará de cenar a sus hijos. De manera similar, también es habitual la colaboración de los padres en algunas responsabilidades cotidianas de las y los menores. Los cónyuges se reparten el llevar y traer a las niñas y los niños a la práctica de algún deporte o al colegio según sus horarios. También los padres se involucran en actividades ocasionales, como llevarlos a un cumpleaños o a pasear. Muy en menor medida ambos cónyuges compran, en conjunto, vestimenta para sus hijas e hijos.
Como apuntan Venturiello (2012) y Wainerman (2002, 2005), hay un mínimo involucramiento de los varones en las tareas relacionadas con el hogar y una mayor, aunque relativa, participación en las actividades del cuidado de niñas y niños. Con respecto a las primeras, la personalidad más despistada los excusa de realizar algunas tareas, al tiempo que el gusto personal los motiva a concretar ciertas actividades de manera ocasional. En relación con las segundas, el mayor compromiso con su rol de padres se da en actividades próximas a lo público, que en las que suceden en el ámbito doméstico; tal vez actúen más de padres cuando el público es mayor.
Como adelanté, las mujeres ocupadas enfrentan la doble jornada contratando empleadas domésticas, mujeres de clases sociales inferiores. Reemplazar y complementar el rol femenino tradicional en la esfera doméstica, tanto en tareas de reproducción cotidiana como de cuidado, también se extiende entre las mujeres inactivas.
Al momento de las entrevistas, solo dos, Roxana y Josefina, no tenían servicio doméstico remunerado. Roxana, por la mudanza y porque su anterior empleada le había robado. Josefina, tras varias plantadas de su exempleada a último momento, por el momento lograba arreglarse sola. Las demás entrevistadas contaban con personal doméstico y, de acuerdo con la cantidad de horas, se distinguen tres patrones. El primero, un patrón transicional. Tal es el caso de Valeria, que estaba probando a una chica para contratar. Planea volver a trabajar luego de dar a luz a su segundo hijo y prefiere que una chica se encargue de la limpieza y el cuidado de la y el menor. El segundo patrón, el más extendido entre las ocupadas, radica en contar con empleadas domésticas con retiro entre 4 y 6 horas por día, para continuar con sus demás obligaciones. La presencia de las chicas es fundamental para que las gerentas sigan con sus carreras laborales. El último patrón refiere a contar con empleadas domésticas sin retiro, o cama adentro. Este se da en el hogar de Soledad, una administradora de empresas de 38 años, que supo ser gerenta en tabacaleras multinacionales y se retiró del mercado laboral para casarse y ser madre. Mientras ella relata su trayectoria profesional en el piso en el barrio porteño de Recoleta, la empleada doméstica sin retiro me sirve un vaso de gaseosa. Luego de asegurarse de que su hija de 5 y su hijo de 3 siguiesen jugando a Halloween en una habitación contigua, me comenta que María, su actual empleada, es la trigésima en un año.
Retomando a Wainerman (2005), el servicio doméstico remunerado no las libera por completo de las cargas de la casa y de las y los menores. Supervisar implica, entre otras cuestiones, enseñar cómo hacer las tareas. Al relatar su rutina diaria, Soledad enumera: fijarse qué hace María –quien a veces no sabe cómo usar algunos artefactos, como la aspiradora–, asegurarse de que la comida esté bien hecha –ya que debe enseñarle cómo preparar el pescado– y chequear que se haga la actividad del día, como que las sábanas estén lavadas. Los cónyuges, que se desentienden de supervisar a las empleadas, no objetaron que se contrate a una persona para las tareas cotidianas del hogar. De hecho, algunos lo impulsaron. Luciana resalta que Nicolás, su esposo, también quería tener a alguien que se dedicara a que tuviera su ropa planchada.
Como describe Wainerman (2005), las mujeres prefieren delegar en la empleada doméstica las tareas de la casa, mientras que rehúsan encomendar aquellas referidas al cuidado. Entre las tareas del hogar, prefieren pagarle a alguien para que haga algo que no les gusta y llevar a cabo las que sí disfrutan. La misma Julieta reconoce que prefiere hacer manualidades o cocinar antes que fregar. A diferencia de la autora citada, para otras mujeres la prioridad es que las empleadas cuiden niñas y niños, en especial cuando todavía no van al colegio. Como el cuidado no es una actividad exclusiva, deben limpiar, salvo cuando las o los menores enferman y las gerentas tienen compromisos laborales.
Replicando las lógicas de la administración de personal en empresas, las empleadas domésticas ideales deben cumplir ciertos requisitos para ser contratadas. El primero, de carácter excluyente, es que sean de sexo femenino. Con relación al anterior, son más contratables si son madres debido a que, a diferencia de lo habitual en el mercado laboral, la maternidad es bien valorada en esta ocupación. Un tercer requisito es que las chicas no sean tan chicas, dado que una edad considerable da más seguridad para cuidar a las y los menores. La cuestión de que sea una persona confiable4 también es fundamental en este perfil: eso lleva a recambios y a su consecuente gratitud al dar con la indicada. Cuando le pregunto a Mariana, de 42 años, dueña de su propia empresa de turismo y madre de un niño de 6, cómo eligieron a su empleada doméstica actual, mientras responde urgentes mails, con amabilidad me cuenta de la Gorda, como la llama con cariño. Mariana y Germán, su cónyuge, fueron muy afortunados en dar con ella. Al averiguar en la administración del barrio privado donde viven, en Canning, una chica que le merece su confianza le comentó que la mamá de su amiga necesitaba trabajar. A pesar de ser un poco vaga, la Gorda es una muy buena compañía y superoptimista, un fenómeno, resume. Para Mariana, ese optimismo es digno de destacar considerando que su empleada doméstica proviene de una clase social muy sufrida.
En línea con el comentario de Mariana, un último criterio es que las empleadas domésticas pertenezcan a sectores menos favorecidos. Si bien esto no forma parte del perfil ideal, tal vez sea un requisito para mantener cierta jerarquía social. En última instancia, al tiempo que es entre los estratos menos favorecidos donde se recluta la mayor cantidad –sino toda– de la oferta de empleadas domésticas. Mientras miramos el Obelisco desde la ventana de su oficina en un piso en el centro porteño, Susana, una abogada de 54 años, me explica cómo el empleo doméstico deviene una propedéutica de la estratificación social. Tomando el café que nos preparó la empleada del estudio de abogados que comparte con su marido, Susana recuerda esa vez que pasaban por una villa, y su hija, ahora de doce años, hizo un comentario. La madre aprovechó la ocasión para señalarle que en las villas vive mucha gente trabajadora, y la desafió: “¿Dónde te creés que vive Jennifer? No vive en una villa, pero vive en un barrio muy pobre”. Luego de aclarar que Jennifer es la empleada doméstica, cuyo verdadero nombre es Ramona, Susana explica que le hizo saber a su hija que mucha gente vive en la villa porque no puede alquilar en otro lado o porque allí tiene su lugar. Al tiempo, una madre del colegio privado al que asiste su hija le comentó que cuando con el auto pasaron por una villa, las amigas de su hija dijeron algo de los villeros y ella las sermoneó con que había mucha gente trabajadora viviendo allí. Que sus palabras le hayan llegado a su hija la complace.
En la estratificación sociogenérica de las actividades domésticas descripta se entrelaza más de un principio de jerarquización que determina el lugar que ocuparán las personas involucradas.5 Podría trazarse un esquema en el que las gerentas se encuentran por debajo de los cónyuges y por encima de las empleadas domésticas.
El primer eje de jerarquías está ligado al capital económico. Percibir mayores ingresos por sus trabajos exime a los varones de ocuparse de las actividades domésticas y de cuidado. Sin embargo, siguiendo a Hochschild (1990), esta lógica del bolsillo no se replica en los pocos casos en que ellas tienen mayores salarios. Ahora bien, este principio también establece qué tarea será delegada en las empleadas domésticas, quienes son retribuidas por su labor a través del dinero.
El segundo principio de jerarquización se relaciona con las identidades de género de cada uno de los actores en juego.6 La de los cónyuges varones se basa en el uso del ámbito hogareño para reposar y desconectarse de la vorágine laboral en la que están sumergidos. De ese modo, en la casa devenien relajados y desbolados. Por ello participan en las actividades domésticas a partir del propio gusto, como cocinar de vez en cuando y aparecer para el afuera como buen padre.
La identidad de género de las mujeres podría ser conceptualizada como la de gerentas de familia, como dijo Roxana. Ellas tienen la personalidad para delegar las tareas a sus colaboradoras –a partir de lo que menos les gusta hacer y de lo que necesitan coyunturalmente–, para diagramar las jornadas de toda la familia y para controlar que todo se realice como corresponde. La imagen de gerentas sirve para situar a estas mujeres de clase media-alta en la topografía familiar: por encima de ellas están los directores financieros, quienes suelen trazar los lineamientos económico-financieros del hogar (Marentes y Ortega, 2017); por debajo, las empleadas subalternas. Además, esa imagen trasluce la lectura que hacen estas mujeres del ámbito familiar: una organización que requiere ciertas habilidades de gestión similares al ámbito empresarial (Illouz, 2010), que conocen por su posición en la estructura social.
Finalmente, las empleadas domésticas quedan relegadas a la base del esquema. Por la propia identidad de género, en la cual también interviene la pertenencia a un estrato socioeconómico subordinado, estas mujeres son ideales para fregar y hacer lo que menos les gusta a las gerentas a quienes responden, además de cumplir con las precisiones que el perfil laboral requiere. Su ocupación requiere flexibilidad laboral, por lo cual deben adaptarse a las necesidades de sus superiores: cuando se enferma un niño o una niña, su cuidado es la prioridad para que los directores financieros y las gerentas continúen con sus obligaciones. Cabría preguntarse cuánto lugar queda para que estas mujeres pidan flexibilidad en sus horarios.
Así, es posible pensar que la revolución estancada a la que refiere Hochschild (1990) continúa perpetuándose en un doble sentido. La autora entiende como una revolución la masiva incorporación de las mujeres al mercado de trabajo. Esta, sin embargo, se estanca porque los cónyuges no se comprometen con una equitativa distribución del trabajo doméstico. Ahora bien, las mujeres de clase media-alta cuentan con que otras mujeres de estratos sociales inferiores las reemplacen en el hogar. De este modo, el otro carácter del estancamiento de la revolución radica en que siguen siendo mujeres, de clases sociales inferiores y contratadas por las gerentas, sobre quienes recaen las actividades domésticas, mientras los varones son ontológicamente liberados de hacerlas.
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1 Como introduzco lo narrado en las entrevistas a partir de relatos, en cursivas destaco las palabras textuales. Uso cursivas y no comillas ya que estas interrumpen el fluir de la lectura.
2 Un nivel educativo alto no es garantía de ingreso a las clases altas. No obstante, hacia 2012, solo el 25% de mujeres de entre 25 y 59 años del Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA) habían completado la educación superior y se ubicaban por sobre el 75% de otras con niveles educativos más bajos. Como demuestran Benza y Heredia (2019) en un estudio estadístico sobre el AMBA, los jefes de hogar de los estratos superiores tienen mayores niveles educativos que los de sectores medios y bajos.
3 En otro trabajo se analizan las negociaciones y conflictos con cónyuges e hijos e hijas en las decisiones de reproducción social de la clase (Marentes y Ortega, 2017).
4 Sobre la confianza en el empleo doméstico, ver Canevaro (2020).
5 Aunque pudiera haber más personas involucradas en la dinámica familiar, solo empleadas domésticas aparecieron en la investigación. A diferencia de lo que sucede en otros sectores sociales, preferían no molestar a sus padres y, sobre todo, madres, para que contribuyan con la dinámica familiar. Estas mujeres enarbolan el ideal de independencia y autonomía al intentar arreglárselas solas y requerir la menor ayuda posible de sus familiares.
6 Reconociendo que la noción de género es compleja y genera debates, la tomo como un conjunto de varios atributos interseccionales (sexo, edad, clase social, raza, etcétera) que producen formas de moverse en el escenario social.