La universidad es una comunidad académica multiforme que alberga múltiples perspectivas de saberes que se van agrupando en la aventura de conocer mientras modulan la vida institucional. Es en esa multiplicidad que habita su potencia. La producción de conocimiento en ciencias humanas no solo no es una excepción, sino que es cada vez más una necesidad. Si esperamos hacer frente a los desafíos del presente, el trabajo colaborativo e interdisciplinar se presenta tan urgente como importante. Es con esta inquietud que nace el proyecto que da origen a este libro: construir un ámbito de investigación que potencie el pensamiento colectivo. Es esto también lo que nos llevó a la aventura del Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas, unidad de doble dependencia de la Escuela de Humanidades de la UNSAM y el CONICET.1 Somos una política científica que nos ha ofrecido una forma de estar juntos en la marea de las humanidades inmersas en una época de transformaciones radicales de la condición humana. Somos un espacio de investigación que nace al calor de una época y busca modos de hacerse con y frente a ella.
La obra que presentamos se hizo en ese marco. Fue posible gracias a un subsidio específico del CONICET destinado a unidades ejecutoras: “Perspectivas y prospectivas de futuro, un atlas digital de lenguajes, categorías y experiencias”.2 En un mundo donde la distopía parece haber subsumido toda imaginación utópica, la interrogación sobre los lenguajes que estamos utilizando para referirnos al futuro se volvió un eje de investigación del que este léxico es resultado. Ello con la conciencia de que, mientras hacemos esto, estamos involucrados activamente en la futuridad que tejemos todos los días. ¿Qué estamos haciendo con los lenguajes y categorías que construimos para pensar futuro? ¿Han realmente caído todos los paradigmas de forma tal que solo nos queda sentarnos a imaginar distopías?
Siempre nos inspira la pregunta que formuló Kant: “¿qué es la Ilustración?” ¿Cómo se organiza un pensamiento sobre la hora actual y sus tribulaciones? Inclusive, ¿tiene sentido que pensemos en nuestra condición actual y cómo nos plantamos frente al porvenir?
Con estas preguntas en la mira, este proyecto nos permitió promover la investigación colectiva interdisciplinaria y la generación de lazos para dar vida común a un nuevo ámbito institucional. En tiempos de creciente individualismo, optamos por el trabajo conjunto. Los dos primeros años se desarrollaron en la pandemia, lo cual fue una oportunidad insospechada, dada la necesidad de estrechar lazos y poner a la comunidad en acción. El Léxico crítico del futuro comenzó a tomar forma en una serie de encuentros virtuales que fueron captando la atención de las y los integrantes del LICH-EH.
La obra es un espejo del conocimiento producido por las y los autores, pero el resultado conjunto es un espejo aumentado por múltiples facetas que reflejan el mundo de distintas maneras. El trabajo colectivo en investigación supera las fuerzas fragmentarias que se alojan en formas de saber hiper especializadas. Nos protege de la alienación. Nos fortalece institucionalmente en la renovación incansable de la promesa de la crítica como horizonte del pensamiento.
Son muchos los esfuerzos institucionales que convergen para que este tipo de obras sea posible.
Agradecemos al CONICET por fortalecer la investigación en las universidades.
Agradecemos las y los investigadores, becarios, personal de apoyo, técnico, administrativo y no-docente del LICH-EH por la firme labor realizada y por la confianza en la conducción que llevaría adelante este desafío.
Agradecemos a las y los autores, internos y externos a la UNSAM por la confianza y generosidad de sus aportes a la obra colectiva.
Agradecemos a UNSAM EDITA por el apoyo a la publicación de un libro con más de un centenar de autoras y autores.
Con la satisfacción de la misión cumplida, dado que el Léxico del futuro es un hito institucional que dedicamos a la Escuela de Humanidades de la Universidad Nacional de San Martín, en sus 25 años.
Silvia BERNATENÉ
Silvia GRINBERG
Marina FARINETTI
1 El LICH es una unidad ejecutora que depende al mismo tiempo de la Escuela de Humanidades de la Universidad Nacional de San Martín (EH-UNSAM) y del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Fue creada en 2018 y aloja un centenar de investigadores y becarios.
2 El Proyecto de Unidad Ejecutora (PUE) se titula “Perspectivas y prospectivas de futuro: un Atlas digital de lenguajes, categorías y experiencias”. Su directora es Silvia Grinberg y su responsable científico-técnico Andrés Kozel. El proyecto lleva el número 22920200100020CO. Inició en 2021 y concluye en 2025.
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0003-0898-2806
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0001-0001-9261-9035
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
ORCID: 0009-0002-7995-3375
Nos relacionamos con el enigma del tiempo a través, sobre todo, del lenguaje. Palabras, frases, figuras retóricas, tramas. Narraciones –como enseñó Paul Ricœur– históricas y ficcionales. Vivimos actualmente en una época turbulenta e inquietante; podría aducirse que todas lo han sido, y, sin embargo, hay buenas razones para argumentar sobre la singularidad de esta que ahora atravesamos: la crisis ambiental, los cambios tecnológicos, la reciente pandemia, las guerras en curso. El lenguaje con el que aspiramos a dar cuenta de la experiencia de la temporalidad no ha sido fijado de una vez y para siempre; por el contrario, va cambiando y lo hace, sobre todo, en épocas como esta que nos toca vivir.
Bajo las premisas que anteceden, pensamos que tiene pleno sentido abrir una interrogación franca y plural sobre las palabras con las cuales vamos diciendo, nosotros, hoy, la temporalidad y, más en particular, el futuro. Hacerlo, en principio, desde las Humanidades –que son nuestro hábitat natural y, por tanto, el locus a partir del cual se despliegan nuestros puntos de vista–, pero no exclusivamente desde ellas. Hablamos de una experiencia del tiempo, es decir, de memorias, fantasmas, temores, ansiedades, deseos y esperanzas, y en este terreno, quizá más que en otros, se vuelve imprescindible abrirse a múltiples perspectivas, registros y modalidades expresivas.
La impresionante profusión terminológica que, en relación con el futuro, viene teniendo lugar en las últimas décadas puede ser pensada de distintos modos. Por ejemplo, como mera hojarasca, asociada al hecho innegable de una saturación cultural vacía de significación genuina e, incluso, distorsionante. O, también, como un proceso indicativo de transformaciones socioculturales de gran calado, cuyo sentido e implicancias importaría sobremanera calibrar, aun cuando ello sea en extremo difícil, habida cuenta de que nos encontramos plenamente inmersos en ellas. Y es claro que habría otros modos, con sus posibles combinaciones, complementariedades, tensiones.
Como sea, es indudable que ciertas palabras parecen portar, de manera especial, futuro, y que lo hacen de distintos modos. No “trabaja” igual un término clásico remitido a su significado primordial para que nos siga diciendo algo sobre lo que vendrá, que otro resemantizado de alguna manera más o menos tortuosa para que pueda, así, seguir significando, que otro que ha dejado de portar futuridad cuando “hasta apenas ayer” pudo haberlo hecho, que un neologismo por medio del cual se procura nombrar un referente “nuevo” –actual o eventual– para el cual no parecía haber designación nítida en el vocabulario disponible. Aquí, claro, desempeñan también un papel de enorme relevancia las dinámicas asociadas a los usos y desusos de prefijos y adjetivos adosados a palabras que cuentan con espesor en lo que respecta a sus capacidades heurísticas, usos e interpretaciones. Y hay también palabras que se esfuman, sin que necesariamente se esfumen los referentes que procuraban designar.
Si es cierto que, en algún sentido, la profusión terminológica aludida puede considerarse el paraíso de las y los lingüistas, también lo es que va suscitando innumerables desorientaciones y confusiones, entre cuyos efectos se cuenta el enrarecimiento de los debates públicos hasta niveles que pueden resultar abisales. Se hace necesario, pero a la vez en extremo difícil, debatir cuando no están mínimamente claros los términos de los debates, y ello no necesariamente por falta de información, sino acaso por ser esta sobreabundante, o, también, por estar minada por graves falseamientos, que pueden tener distintas raíces.
De estas y otras conjeturas surgió entre nosotros la idea de que era necesario y de alguna manera posible adentrarnos en un esfuerzo colectivo de reflexión y sistematización lexicográfica y teórica, para así poder ofrecer, tras tres años de trabajo ininterrumpido, este Léxico crítico del futuro.
En términos metodológicos, la obra se vertebró a partir de dos grandes principios.
En primer lugar, nació como una empresa eminentemente colectiva. Dista mucho, por tanto, de pretender erigirse como un “diccionario de autor”, orientado a comunicar el enfoque particular que su responsable o responsables han acrisolado sobre determinada temática, en este caso, el futuro. Existen, por supuesto, excelentes diccionarios de autor. Sin embargo, no se trabajó así en este caso. Por el contrario, se partió de atender, de manera prioritaria, los intereses y recorridos de los distintos equipos de investigación que integran nuestro Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas (LICH). Es cierto que ya sabíamos que esos intereses y recorridos venían convergiendo en la “inquietud del futuro”; de hecho, no es otra la razón por la cual la dirección del LICH propuso la temática como objeto de estudio de su primer Proyecto de Unidad Ejecutora (2021-2025).
Como sea, si es cierto que cada equipo se aproxima a la cuestión desde legados particulares y desplegando acentos específicos, no lo es menos que la interrogación sobre la experiencia de la temporalidad y la inquietud del futuro constituyen denominadores comunes innegables de la sensibilidad de nuestro espacio de trabajo. A lo largo del proceso colectivo aludido, los intercambios y ajustes fueron numerosos, pero prácticamente no hubo “propuesta de entrada” que resultara descartada de plano. El diálogo fue en parte virtual (un tramo largo de los intercambios tuvo lugar todavía en tiempos del aislamiento social preventivo debido a la pandemia de Covid-19) y en parte presencial, y dio lugar a una rica experiencia de aprendizaje común, tras lo cual algunas propuestas emergieron precisadas y otras entrecruzadas o subsumidas, procurando así evitar superposiciones flagrantes y, también, que la extensión final de la obra resultase inmanejable. Asimismo, se fueron detectando vacancias, para cuya cobertura se procedió a buscar colaboradores tanto en otros espacios de nuestra universidad como fuera de ella. Este primer principio vertebrador –el que antepone la “dimensión colectiva” por sobre la “marca de autor”– tiene probablemente origen en una decisión más práctico-operativa que puramente teórica y le otorga a esta obra uno de sus rasgos distintivos y apreciables, a saber: su índole participativa y dialogada, su aire coral, polifónico, diverso.
No menos importante es recordar que desde el inicio ha habido en juego, y este es el segundo principio vertebrador al que hicimos referencia, un haz de “supuestos orientadores”. Conviene explicitarlos someramente. La noción de posmodernidad posee una historia específica que no vamos a reconstruir aquí. Pero no es excesivo sostener que, hace unas cuatro décadas, varios autores comenzaron, desde distintas disciplinas, a proponer categorías para dar cuenta de una nueva experiencia de la temporalidad, distinta a la moderna: Reinhart Koselleck percibía que algo fundamental se estaba modificando en la experiencia moderna del mundo; Paul Ricœur, que conocía los aportes de Koselleck, recomendó reducir la cesura entre horizonte de expectativas y espacio de experiencia, circunscribiendo el primero y enriqueciendo el segundo; Franҫois Hartog, lector de los dos autores precitados, sugirió que estábamos ingresando a un nuevo “régimen de historicidad” –el presentista–; desde un punto de vista sociológico, Manuel Castells introdujo la noción de “tiempo atemporal”; desde otra perspectiva, Mark Fisher mentó un “presente continuo” y una “distorsión del tiempo”; Hans Gumbrecht viene haciendo referencia a las nociones de presente lento, dilatado, amplio; Rüdiger Safranski habla de un ataque del presente al resto del tiempo, y así podría continuarse.
Es cierto que no conviene tomar los mencionados aportes como si fueran sumables de modo aproblemático. Por supuesto, no lo son. Sin embargo, con sus especificidades (y a veces dialogando o polemizando entre ellos), todos tematizan una alteración significativa en la experiencia de la temporalidad y, también, por supuesto, en los modos predominantes de vinculación con el futuro –al menos en lo que respecta al mundo occidental. Nuestro léxico asumió ese primer diagnóstico y se dejó orientar por la conjetura según la cual asistimos desde hace más de tres décadas a mutaciones lingüísticas que, lejos de ser mera hojarasca (aunque también pueden serlo), van siendo indicativas de transformaciones socioculturales de gran calado.
Desde luego, en estas transformaciones ocupa un lugar principal la (conciencia de la) crisis ambiental. Consideremos un ejemplo, seguramente familiar para los lectores. La célebre serie documental de divulgación científica Cosmos cuenta con tres entregas separadas en el tiempo, cada una integrada por trece episodios. La original, de circa 1980, cuyo guionista principal y presentador fue el astrofísico Carl Sagan, fallecido en 1996. La segunda, aparecida hacia 2014, presentada por el también astrofísico Neil DeGrasse Tyson. Y la tercera, aparecida en 2020, presentada igualmente por DeGrasse Tyson, y proyectada inicialmente por el canal de la National Geographic. Cada nueva entrega posee hilos de continuidad y novedades en relación con su precedente. En la tercera, la palabra “Antropoceno” ocupa un lugar centralísimo, y se muestra, incluso, el “salón de la extinción masiva del Antropoceno”. El calentamiento global de origen antropocéntrico es puesto de relieve. Y desempeñan papeles importantes imágenes y nociones que aluden a la interconexión: red neuronal; plantas, flores, polen e insectos; colmena; micelio (red subterránea oculta donde colaboran los cuatro reinos de la vida). También se hace presente una noción como biorremediación. No es que la serie original no contuviera llamados a tener presente la fragilidad de nuestra “morada cósmica” –en aquel entonces (¿tendremos que escribir “como ahora…”?) se pensaba sobre todo en un holocausto nuclear)–, pero es evidente que hay diferencias. En efecto, más allá de los antecedentes que puedan detectarse, la crisis ambiental –la conciencia de ella– es una de las dimensiones, quizá la principal, donde palpamos la solución de continuidad entre este tiempo nuestro y el precedente.
Algo semejante puede decirse de los avances tecnológicos, especialmente en microelectrónica y en ciencias biológicas. Hace cuatro décadas no había computadoras personales, ni smartphones, ni Internet. Tampoco sabíamos de la posibilidad de clonar organismos a partir de su ADN (la clonación de la oveja Dolly tuvo lugar en 1996) ni de las perspectivas que abre, por ejemplo, la edición génica. También en relación con estos planos van despuntando problemáticas y vocabularios novísimos, que afectan el núcleo mismo de nociones todavía venerables: humanidad, humanismo o humanidades. Es por lo demás ineludible preguntarse qué sucederá con las personas, con las sociedades, con la democracia, con la política, con el capitalismo, con las relaciones entre los géneros, con la educación, con el trabajo, con las artes, con los afectos y emociones en un mundo así. Preguntarse, también, cuál será, en el mundo por venir, el lugar de América Latina…
Nuestro léxico asumió el diagnóstico relativo al cambio de época, aunque no se propuso demostrarlo. Para ello se habría requerido otro tipo de investigación, otro diseño metodológico. Lo que sí ofrece el léxico es la apertura de una interrogación sobre palabras que, en este singular periodo (¿de crisis?, ¿de transición…?), son portadoras de futuro. Y presenta entonces un amplio espectro de encuadres posibles para abordar las problemáticas implicadas en lo antes dicho, encuadres que buscan ser plurales, esto es, invariablemente atentos a la existencia de puntos de vista y valoraciones diversas. Insistimos: el léxico es una investigación colectiva sobre palabras portadoras de futuro. Palabras que describen, imaginan y producen experiencias ubicadas entre la repetición y el cambio en distintos ámbitos del saber humanístico, aunque no sólo en él. El resultado es un copioso y polícromo acervo de aproximaciones especializadas y críticas sobre hechos característicos e imaginarios vigentes en las trastrocadas arcas del pensamiento circulante ahora. Entrada tras entrada, fragmento tras fragmento, la obra va ofreciendo hipótesis interpretativas específicas sobre nuestra relación con la temporalidad y con el futuro. Estos fragmentos podrían pensarse como ladrillos de una improbable construcción teórica más vasta. Como sea, constituyen un material sumamente valioso para avanzar en el delineamiento y ulterior comprobación de hipótesis más ambiciosas, precisas, rigurosas.
Cada entrada está conformada por un texto explicativo-argumentativo que, partiendo por lo general de consideraciones etimológicas y atendiendo a los deslizamientos de sentido, ofrece una definición del término, y hace referencias a su desarrollo histórico, enraizamiento disciplinar y eventual diversidad de perspectivas implicadas, buscando focalizar la atención en las conexiones con la temporalidad y en la cuestión del futuro. Fragmentos: cabe caracterizar a la serie resultante como liberada en lo que concierne a perspectivas teóricas, disciplinas y estilos de trabajo. Si bien las conjeturas relativas a la profusión terminológica como expresión de una transformación sociocultural significativa estuvieron presentes y jugaron un papel ab initio, los autores de las entradas no fueron convocados a adherir a ellas ni, tampoco, a rebatirlas. Un axioma, ligado al primer principio vertebrador, orientó nuestros esfuerzos, a saber: la valorización y el respeto por los modos de preguntar y responder específicos de las distintas perspectivas, disciplinas y estilos implicados –en otras palabras, el cuidado por la diversidad que distingue nuestro espacio.
Las entradas pueden agruparse siguiendo distintos criterios. El mayor o menor espesor histórico de las voces es una de las dimensiones en juego. Hay, desde luego, otras. Como la que alude a los distintos pesos relativos de los componentes descriptivo (más ligado a la identificación de tendencias detectables en el presente) y proyectivo-imaginativo (más relacionado con el perfilamiento de los rasgos de los mundos por venir) que pueden latir en un determinado término. O la dimensión que tiene que ver con la diversa pretensión teórica y hasta metateórica que cada término conlleva o puede conllevar. O la dimensión temática, ciertamente central en nuestro diseño original: además de las palabras omniabarcantes, o que remiten a problemáticas muy amplias, están las que se dejan agrupar en constelaciones o familias temáticas más o menos específicas –la ambiental, la tecnológica, la sociopolítica, la estética, la afectivo-emocional…
Una obra así no se concibe para ser leída de principio a fin, como suelen leerse las novelas; imaginamos otros usos. En la medida que todas las entradas finalizan con un conciso acápite titulado “Ver también”, donde se sugieren remisiones a otras entradas, la obra misma propone mapas para ir recorriéndola. Los lectores son invitados, así, a “dejarse llevar”. Por ejemplo, la revisión de cualquiera de las entradas referidas a vocablos que acuden al sufijo -ceno (Capitaloceno, Chthuleceno, Plantacionoceno, Tecnoceno), conducirá a otras entradas cuya lectura conjunta permitirá reconstruir los términos principales del debate sobre la crisis ambiental y, también, a ingresar, según el caso, a entradas que forman parte de las demás constelaciones. Algo análogo sucederá si se inicia por entradas a priori referidas a la dimensión tecnológica, como las que acuden, por ejemplo, al prefijo -ciber, o por entradas dedicadas a las conceptualizaciones del tiempo y del propio futuro. También cabe imaginar lectores que, guiados por la curiosidad, vuelvan sobre el Índice para ir produciendo sus propios agrupamientos, inventando itinerarios personales, no necesariamente previstos por nuestros mapas. De la convergencia entre las preguntas e intereses de los lectores y los recorridos de constelaciones propuestos por nosotros es que irán surgiendo los diversos usos de esta obra, que imaginamos fecundos.
El asunto de las valoraciones solicita una mínima pero importante consideración final. Al tratarse de una obra colectiva y plural, es inevitable que contenga entradas con valoraciones más o menos explícitas o tácitas, que son, según los casos, más o menos optimistas, pesimistas o neutras. No se delinea un “único futuro” en estas páginas. Hay polifonía y tensiones; disonancias, si se acepta avanzar con la analogía musical. Nos hemos esmerado especialmente en que, considerada en conjunto, no destile algo parecido a una “valoración unilateral” sobre lo que ocurre o puede ocurrir. Ni optimismo desmesurado ni catastrofismo o decadentismo sombrío. Ni solucionismo tecnológico ni neoludismo. Ni acordes triunfales de grand finale ni sucesión, en morendo, de sonoridades irresolutas. Más bien, hemos trabajado en promover la coexistencia de, por un lado, la perspectiva crítica enunciada en el propio título de la obra y, por el otro, el cultivo de una disposición cuyo robustecimiento acaso sea más necesario que nunca, la de “desestabilizar” y “reabrir” el futuro –según las precisas y oportunas fórmulas propuestas por Nikolas Rose. En definitiva, acudir a expresiones así no es más que un modo de seguir evocando y nombrando la esperanza, virtud a la cual no cabe de ninguna manera renunciar. De este modo, nuestro léxico abre una interrogación plural sobre más de 130 vocablos que, a su modo, son portadores de futuro; invita, así, desde una disposición crítica a la vez que esperanzada, a seguir formulando preguntas y modalidades de aproximación que nos ayuden a erosionar la imagen de un futuro galvanizado y cerrado, para recuperarlo como horizonte abierto.
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Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
ORCID: 0000-0002-5102-4147
En física, la aceleración se define como la variación de la velocidad de un objeto por unidad de tiempo. Se trata de una magnitud derivada de otra: la velocidad, ella misma medida de variación de la distancia o longitud por unidad de tiempo (v=l/t). En las lenguas romances, y otras lenguas europeas, su etimología deriva precisamente de la voz latina accelerare con el sentido de “dar velocidad”.
La noción comprende entonces este estrato semántico del que puede hacerse una primera genealogía. Su formalización en la mecánica clásica está ligada al desarrollo del método científico-experimental, y a la ruptura con los modelos antiguos y medievales de las ciencias del movimiento de los cuerpos dominados por la física aristotélica. Especialmente relevante resulta el trabajo de observación de la caída de objetos en plano inclinado y del movimiento de proyectiles realizado por Galileo Galilei (1564-1642), tanto como la formulación de las ecuaciones de movimiento uniformemente acelerado en los Discorsi e dimostrazioni matematiche, intorno à due nuove scienze (1638). Pero es en los Philosophiae naturalis principia mathematica (1687) de Isaac Newton (1642-1727) donde la aceleración encuentra una modelización matemática de sus causas y alcanza su definición canónica, en relación con el surgimiento del concepto de tiempo absoluto y la transformación del paradigma de la mecánica operado por la noción de fuerza.
Más allá del terreno de la física, se delinea un segundo estrato semántico: la aceleración aparece como un término recurrente para nombrar la experiencia del neue zeit, o tiempo nuevo. En efecto, las transformaciones modernas no solo son experimentadas y nombradas como radicales, sino también como aceleradas. No se trata solo de la escala y profundidad de los cambios, también importa su particular relación con el tiempo.
Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) habla en su Émile ou De l’éducation (1762) de un “torbellino social” de transformaciones de las costumbres y los modos de vida. Desde entonces no harán más que multiplicarse las reflexiones teóricas, políticas, pictóricas y literarias sobre la vertiginosa sucesión de cambios técnicos y científicos, culturales y civilizatorios, económicos y políticos que atraviesan y transforman a tasas cada vez más veloces los contornos de la vida social. Para fines del siglo XIX, la experiencia de un cambio veloz y exponencial podía ser postulada como una verdadera ley de la sociedad moderna. Werner von Siemens (1816-1892), pionero de la ingeniería eléctrica, afirmaba, en 1886, que “esta ley, claramente reconocible, es la de la aceleración constante del actual desarrollo de nuestra civilización” (Koselleck, 2003: 39). Algunas décadas después, el historiador norteamericano Henry Brooks Adams (1838-1918) describirá, en un capítulo de su autobiografía póstuma, The Education of Henry Adams (1918), titulado precisamente “La Ley de la Aceleración”, su experiencia del cambio de siglo como la de una vida sometida a cambios frenéticos y múltiples, producidos por extrañas fuerzas impersonales.
Es este aspecto específicamente temporal del proceso de modernización el que, por su parte, es presentado también de forma recurrente como causa de ciertos malestares propiamente modernos, patologías del tiempo mismo, que afectan tanto a los individuos como a la ciudad. Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) nombra, en una carta de 1825, a su propio tiempo con el neologismo de “velociferino”. Lo moderno como época sometida al vértigo de una velocidad diabólica.
Un estudio de la aceleración como estructura temporal específica y patológica de la modernidad puede encontrarse en las obras de Reinhart Koselleck (1923-2006) y de Harmut Rosa (1965-).
Para Koselleck, la experiencia de la aceleración del tiempo se enlaza con el proceso moderno de secularización (2003: 37-71), con la temporalización misma de la historia operada por la ruptura moderna (1993: 21-40), con el moderno concepto de progreso (2012: 95-112), y con las transformaciones antropológicas del espacio de experiencia y del horizonte de expectativa (1993: 333-357).
Para pensar la genealogía de esta noción, Koselleck (2003: 37-71) se remonta a las formulaciones judeocristianas que postulaban un acortamiento escatológico del tiempo que precederá al fin del mundo. Si bien estas comparten una simetría formal con la experiencia moderna de abreviación de los intervalos temporales, las experiencias a las que refiere esta última resultan excedentes a una mera secularización del contenido religioso precedente.
La idea de un tiempo abreviado se postulaba como efecto de una acción divina: Dios, en cuanto creador, podía efectuar, como gracia, una compresión de la regularidad natural del discurrir. El objeto de esta transformación temporal es el tiempo en cuanto tal, del que Dios dispondría como su obra. Por el contrario, en la idea moderna de aceleración se trata de una operación producida por los hombres en la historia, y su objeto no es ya el tiempo mismo, sino el ritmo de los progresos –las innovaciones profanas de la ciencia y la cultura– que pueden medirse sobre el fondo de un tiempo natural siempre igual (el tiempo absoluto newtoniano), que ya no se concibe como obra ni sustancia disponible a ningún sujeto. Por último, si la idea apocalíptica suponía la existencia de dos temporalidades, la mundana y la celestial, y organizaba así su régimen argumentativo bajo la idea de una operación extramundana de mutación del tiempo intramundano, la moderna noción de aceleración supone una interiorización e inmanentización de esta mutación temporal en la historia misma. La oposición entre el “más-acá” y el “más-allá” es reemplazada por la oposición puramente histórica entre “pasado” y “futuro”. Ejemplo paradigmático de eso que Koselleck llama la temporalización de los conceptos modernos. Así, la doctrina cristiana de la perfectio y la salvatio se transforma en un concepto procesual y optimizante de perfectionement o improvement (Koselleck, 1993: 345-346; 351; 2012: 104-105, 108-109). Si la llegada de la perfección solo podía ser acortada por Dios, el perfeccionamiento se vuelve un vector acelerable por los hombres mismos.
El itinerario de esta transformación de la temporalidad está marcado para Koselleck por tres momentos que refieren, a su vez, a tres repertorios de experiencias contenidos en la noción de aceleración. En primer lugar, la experiencia de la Reforma protestante del siglo XVI que presentifica ciertas figuras apocalípticas como conflictos mundanos en las guerras de religión, sumada a los crecientes descubrimientos e innovaciones de las ciencias de la naturaleza durante el Renacimiento que transforman gradualmente la esperanza de salvación en máximas empíricas.
En segundo lugar, la Ilustración del siglo XVIII, que hace del perfeccionamiento moral y político una máxima profana que debía ser acelerada de forma consciente y deliberada. En Lessing, Kant o Robespierre, dice Koselleck, podemos encontrar este ethos aceleracionista. La meta del fin del mundo decadente o injusto se transforma así en un “concepto de expectativa puramente intramundano” (Koselleck: 2003: 59). Para entonces, “la tesis de la experiencia de la aceleración se ha [...] autonomizado” (2003: 63) de su origen cristiano.
En tercer lugar, luego del ciclo revolucionario de fines del XVIII, el siglo XIX agrega un vasto repertorio de experiencias de innovación y cambio político, social y cultural. La máquina de vapor, el ferrocarril, el telégrafo, y, luego, todo el conjunto sucesivo de innovaciones en los medios de transporte, producción y comunicación serán experimentados como particularmente acelerados y producen, a su vez, la declinación puramente técnica de la expectativa de salvación. Paul Virilio (1932-2018) se referirá, en Velocidad y política (2006), a estas transformaciones como una verdadera “revolución domocrática”, construyendo un neologismo derivado del griego dromos (“pista de carreras”). Para Koselleck, este “núcleo duro de la experiencia moderna de la aceleración”, “la transformación técnica e industrial de la sociedad humana”, “ya no es deducible [...] de premisas teológicas” (2003: 63).
La genealogía trazada por Koselleck delinea así campos diferenciados aunque interconectados de experiencia que sedimentan distintos estratos de sentido: la secularización o mundanización de la tradición judeo-cristiana del juicio final y la salvación; la experiencia de cambios en los modos de vida cada vez más radicales y contiguos; y la incremental velocidad de las innovaciones científicas y tecnológicas. Estas experiencias dan cuenta de la brecha entre el campo de la experiencia y el horizonte de expectativa que se abre, para Koselleck, en los tiempos modernos. Brecha que produce una orientación futurizada de la acción humana crecientemente desconectada de la lenta sedimentación de las experiencias históricas.
Este desarreglo “velociferino” entre el pasado, el presente y el futuro, que no se habría sino profundizado desde el siglo XX, hace preguntarse a Koselleck si la aceleración no ha alcanzado ya su “grado de saturación” (2003: 68). No solo porque los hombres y mujeres perderían crecientemente la capacidad de componer las experiencias, y de orientarse temporalmente de forma eficaz, sino porque el progreso mismo amenazaría con transgredir ciertos límites naturales que producen y anuncian profundas catástrofes sociales y ecológicas. En la cuestión de sus límites, el concepto moderno de aceleración reencontraría el fantasma teológico de un fin del mundo.
Por su parte, Rosa (2005) hace de la aceleración el tema fundamental de una reconstrucción de la teoría social por medio de un análisis y categorización sistemática de la aceleración moderna, así como una reconsideración en clave temporal de los debates sobre la modernización y sus derivas patológicas. La compilación editada por Rosa y Scheuerman (2009) resulta una contribución central para trazar una genealogía de la conciencia moderna de la aceleración y los sucesivos intentos de articular teóricamente sus fundamentos y sus consecuencias.
Rosa parte de una constatación: a diferencia de las otras características constitutivas del proceso de modernización –individualización (Simmel), racionalización (Weber), diferenciación (Durkheim), y domesticación instrumental de la naturaleza (Marx)– analizadas en detalle por la tradición sociológica, el concepto de aceleración todavía carece de un estudio sistemático.
Según Rosa, contra la idea corriente de una aceleración generalizada e indiferenciada resulta necesario, en primer lugar, reconocer las contratendencias que, en la forma de ralentizaciones, nichos territoriales o culturales no acelerados, desaceleraciones intencionales o límites naturales y antropológicos a la velocidad, acompañan a la modernización y sus oleadas de aceleración. Sin embargo, estos procesos resultan o bien reacciones, o bien consecuencias no deseadas de la propia aceleración social –imagínese, por ejemplo, la parálisis de un embotellamiento de tránsito como resultado patológico de la aceleración del automóvil– o bien frágiles bolsones de “lentitud” que la tendencia mayoritaria a la aceleración busca permanentemente superar. En este sentido, la aceleración puede postularse como proceso generalizado que contiene y pone su contrario.
En segundo lugar, Rosa propone distinguir tres tipos de aceleración: la tecnológica (el aumento deliberado de velocidad en procesos orientados a metas de transporte, comunicación y producción), la aceleración del cambio social (la transformación creciente en los patrones y estructuras de asociación) y la del ritmo de vida (el incremento de episodios de acción o experiencia por unidad de tiempo). Es su conjunción y su retroalimentación recíproca lo que permite pensar la aceleración social como un proceso estructural.
Sin embargo, este “círculo de la aceleración” no agota sus causas, para las cuales Rosa distingue tres factores primarios y analíticamente independientes que motorizan de forma externa cada proceso de aceleración. En primer lugar, un motor económico: el capitalismo. La lógica de la competencia, la compulsión al ahorro de tiempo de trabajo, y la necesidad de acortar los ciclos de realización de las mercancías constituyen una producción de aceleración. Sin embargo, este motor capitalista, más evidente en la aceleración técnica entendida como compulsión a desarrollar tecnologías ahorradoras de trabajo, no puede agotar las causas del triple proceso de aceleración social. En segundo lugar, entonces, Rosa postula un motor cultural de la aceleración, ligado a la promesa de una buena vida mundana, que se asocia a la secularización de la salvación cristiana ya analizada por Koselleck. Por último, un tercer motor estructural resulta de la presión a la innovación propia de la diferenciación funcional de las sociedades complejas.
Esta precisión categorial permite a Rosa (2016) repensar el concepto de alienación, tan caro a la teoría crítica, en clave temporal, como efecto de las consecuencias patológicas de la aceleración social moderna: la paradoja temporal entre posibilidad de abundancia y sensación de escasez temporales; la saturación del yo; el declive de los procesos políticos de decisión y construcción de consensos.
En años recientes, la idea de aceleración se ha declinado en lo que Koselleck llamaría un concepto de movimiento: el “aceleracionismo”. Este se presenta, desde la publicación en 2013 del Manifiesto aceleracionista de Alex Williams y Nick Srnicek, como una estrategia política que identifica tendencias potencialmente emancipatorias en el actual desarrollo capitalista y se propone acelerarlas como vía de transición a una sociedad poscapitalista. Avanessian y Mackay (2019) reconstruyen una genealogía del aceleracionismo en cuatro movimientos. Primero, ciertos antecedentes en la tradición marxista (especialmente el conocido “Fragmento sobre las máquinas” de los Grundrisse) y en los feminismos (en la obra de Shulamith Firestone). En segundo lugar, un particular desarrollo de la filosofía francesa de fines de los años setenta, donde la idea de aceleración toma forma como una peculiar politique du pire (política de lo peor) y se enlaza en los intentos de desentrañar la estructura libidinal y deseante de la sociedad capitalista en autores como Gilles Deleuze, Félix Guattari o Jean-François Lyotard. Un tercer momento, situado en el mundo anglosajón de los años noventa, donde la idea de aceleración aparece ligada a una expectativa tecnológica y ciberpunk de autodisolución de lo humano en el horizonte de las nuevas innovaciones digitales producidas por el capitalismo neoliberal. Los nombres principales de esta etapa son los de Nick Land, Sadie Plant y la constelación de investigadores y artistas nucleados en la Cybernetic Culture Research Unit de la Universidad de Warwick. Un cuarto y último movimiento comprende el relanzamiento contemporáneo del aceleracionismo como estrategia política poscapitalista al que nos referíamos previamente. Una compilación en español de este último debate puede encontrarse en Avanessian & Reis (2017).
Si la apuesta de Koselleck residía en recuperar un cierto saber del pasado contra el vertiginoso futurismo moderno para permitir reconstruir factores de estabilización de los procesos de cambio; la estrategia aceleracionista parece radicalizar ese horizonte de futuridad como forma de escapar a la parálisis frenética y opresiva de un presente capitalista perpetuamente reproducido. Tanto en uno como en otros, las políticas de la aceleración parecen jugarse en la cuestión de “saber quién acelera o retarda a quién o qué, dónde y cuándo” (Koselleck, 2003:71). Cuestión fundamental que implica la pregunta por cómo redistribuir, entonces, de forma no patológica ni desigual, las tasas de duración y de cambio de una sociedad.
Avanessian, A., & Mackay, R. (eds.) (2019). #ACCELERATE#, the accelerationist reader. Windsor: Urbanomic.
Avanessian, A., & Reis, M. (eds.) (2017). Aceleracionismo: Estrategias para una transición hacia el postcapitalismo. Buenos Aires: Caja Negra.
Koselleck, R. (1993). Futuro pasado: Para una semántica de los tiempos históricos. Buenos Aires: Paidós.
— (2003) Aceleración, prognosis y secularización. Madrid: Pre-textos.
— (2012) Historias de conceptos. Estudios sobre semántica y pragmática del lenguaje político y social. Madrid: Trotta.
Rosa, H. (2016). Alienación y aceleración: Hacia una teoría crítica de la temporalidad en la modernidad tardía. Buenos Aires: Katz.
— (2005). Beschleunigung. Die Veränderung der Zeitstrukturen in der Moderne. Frankfurt am Main: Suhrkamp [Hay traducción inglesa: (2013). Social acceleration: A new theory of modernity. Columbia University Press]
Rosa, H., & Scheuerman, W. E. (eds.). (2009). High-speed society: Social acceleration, power, and modernity. University Park, PA: Pennsylvania State University Press.
Virilio, P. (2006). Velocidad y política. Buenos Aires: La marca.
Ver también
Cadena de bloques, Ciberespacio, Futuro, Futuridad, Innovación, Inteligencia artificial, Poscapitalismo, Poshumanismo, Posmodernidad, Presentismo, Transhumanismo, Transición digital
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0001-6200-0821
La adivinación constituye uno de los fenómenos más relevantes a la hora de examinar las dinámicas religiosas, sociológicas e intelectuales de las primeras sociedades y es la parte de la religión que más interés suscitaba en época antigua (Nilsson 1940: 123). Cicerón la califica como una creencia antigua [vetus opinio] transmitida desde tiempos heroicos, a la que llama divinatio (De div. 1.1), aquello “quam Graeci μαντικέν apellant”, es decir, lo que los griegos llamaron mantiké: el “pre-sentimiento [praesensionem] y conocimiento [scientiam] de las cosas futuras [rerum futurarum]” (loc. cit.). Se trata, además, de un fenómeno que el orador romano, ya en su época (s. I a. C.), advierte firmemente establecido en todos los pueblos ex consensu.
Platón indica que, según los antiguos, “la mantiké es más perfecta y más digna que la oiōnistikē”, pues la primera “la envían los dioses” mientras que la otra es “cosa de hombres” (Fedro 244d), motivo por el que el filósofo advierte en la manía —término al que atribuye el origen etimológico de mantiké— un conocimiento primordial que conecta con su teoría de la reminiscencia (249d), apelando a la noción de “entusiasmo”, la cual ya había sido tematizada por los filósofos presocráticos —fundamentalmente, por Heráclito, Empédocles y Demócrito (véase Delatte 1934: 5-79)—, y que Platón refiere en otros diálogos (Men. 99c), mientras que Aristóteles la señala como una de las posibles formas de la felicidad (E. eud. 1214a20). Para Platón, hay dos maneras de arribar al conocimiento adivinatorio: por un lado, aquel que se obtiene por medio del estudio de los signos, en el que no se produce la participación directa de un dios. Aquí, en la oiōnistikē, no hay inspiración ni posesión, sino scientia de los presagios, los cuales se interpretan, como el vuelo de los pájaros, a los que el término refiere especialmente (oiōnoí=aves). Muy distinto es el caso de la mantiké, donde el conocimiento ingresa en el individuo por medio de la voluntad divina, no ya mediante interpretación, sino en cuanto revelación. Aquí se advierte la mise-en-scène de un conocimiento atribuido a la irracionalidad, pues “nadie entra en contacto con la adivinación inspirada y verdadera en estado racional” (Tim. 71e).
El referido Cicerón se hará eco del diagnóstico platónico: “dos son los tipos de adivinación: uno el del arte, el otro el de la naturaleza [Duo sunt enim divinandi genera, quorum alterum artis est, alterum naturae]” (De div. 1.11), división a la que aludirá críticamente Horacio (Ars poet. 408) en torno a la poesía y que ya había sido planteada por Aristóteles en relación con Homero (Poet. 1425a). Cicerón, aunque con otros términos, está replicando la clasificación platónica entre oiōnistikē y mantiké, donde la primera es vinculada a cierto tipo especial de ars (técnica o arte), y la segunda a la natura deorum. En este caso, ambas confluyen en una sola palabra: divinatio, expresión latina que Cicerón considera más adecuada que la griega debido a su transparencia en lo relativo a la divinidad (De div. 1.1). De este modo, el orador concluirá que existe cierto tipo de poder que, “por medio de una larga y continua observación de los signos”, o “por medio de cierta excitación e inspiración divina”, anuncia el futuro [futura praenuntiat]” (1.12). Platón, por su parte, resumía la relación entre mantiké y oiōnistikē por medio de los sacerdotes, quienes arriban al conocimiento del futuro a través de la interpretación del discurso enigmático y de las visiones de las adivinas inspiradas (Tim. 72b).
La práctica oracular poseía en la Antigüedad una importancia decisiva tanto en la esfera privada como en la pública. Constituía un fenómeno medular en la religión popular griega. Tucídides da cuenta de la relevancia de los oficios oraculares en situaciones críticas como la Guerra del Peloponeso (Tuc. Hist. II 54, 17, 21; VIII 1), aunque él mismo no creía en ellos. Aristófanes remite en varias oportunidades a la práctica adivinatoria y oracular (v.g. Aves), y se ha afirmado que “el testimonio aristofánico se vuelve fundamental para el estudio de la adivinación en la pólis ateniense de fines del siglo V” (Bartoletti, 2022: 15 y passim).
Plutarco (s. I-II d. C.) ofició como sacerdote en el oráculo del dios Apolo en Delfos (omfalós kósmou, ombligo del mundo), por lo que tuvo contacto directo y privilegiado con la prâxis adivinatoria mediante el sacerdocio (véase Dignas y Trampedach 2008). En ese sitio, se encargaba de interpretar los vaticinios de las pitonisas del dios, del cual, según el propio queronense refiere, Heráclito había afirmado: “no dice ni oculta, sino que da signos [sēmaínei]” (De Pythiae or. 404d = DK 22 B 93). En un pasaje de su trabajo Sobre la inteligencia de los animales, nos da una explicación de la relación entre la referida oiōnistikē como arte adivinatoria y las aves. Allí afirma que existe “una rama de la adivinación que no es menor ni oscura, sino importante y antiquísima, que recibe el nombre de ‘auspicio’” (De soller. anim. 22, 975A). La palabra griega que utiliza Plutarco para “auspicio” es, precisamente, oiōnistikē, adoptada en su forma clásica. La traducción no es inexacta si tenemos en cuenta que auspicium se forma de auis (ave) y –spicio, variante de specio (mirar, contemplar), con lo que nos queda que los “auspicios” refieren a la observación del vuelo de las aves, práctica a la que Plutarco se está refiriendo especialmente (véase «specio» en Ernout y Meillet 2001: 639). Más allá de la infinidad de ejemplos de esta práctica que podemos encontrar ya en la épica arcaica (Hom. Il. VIII, 245-252 y Od. II, 150-185; Hes. Trab. y días 800, 827), lo cual revela el especial predicamento que poseía este tipo de indagación, los dioses se servían también de otros seres o fenómenos para manifestar indicios futurológicos; a ello se debe que la adivinación haya recurrido a más de una fuente de significación: los sueños (oniromancia), las entrañas de los animales (hieroscopia), e incluso los fenómenos climatológicos como la lluvia y el trueno, diosēméiai, “signos de Zeus”—el poeta trágico Esquilo hace un resumen de las prácticas de esta clase más importantes en su época (Prom. enc. 490)—. La jerarquía de las aves, sin embargo, tiene una explicación precisa, que radica en su ámbito de manifestación: los cielos. Es por ello que, según Plutarco, “los [animales] marinos son […] mudos y ciegos para predecir el futuro” (De soller. anim. 22, 975B-C), debido a su connatural distancia respecto de la morada de los dioses. Esta afirmación contrastará con la de Fédimo, personaje que hará una defensa de los animales marinos dando ejemplos de su uso adivinatorio en regiones como Egipto y Licia (23, 976C), lo que nos revela lo extendida y versátil que era la práctica adivinatoria en la Antigüedad, además de la visión que se tenía de los cultos foráneos de esta clase.
La adivinación constituyó un tema de profunda preocupación en la cultura hebraica. En el Antiguo Testamento se exhorta a evadir cualquier tipo de vinculación con la práctica adivinatoria, la cual podría ser castigada hasta con la propia muerte (Lv 19, 26 y 31; 20, 27). La adivinación era una práctica mayoritaria en Egipto, Babilonia, Grecia y Persia, “pero el Levítico solo la menciona en la mitad del libro, y exclusivamente para condenarla” (Douglas, 2006: 134). Los alcances de esta condenación tienen connotaciones de honda relevancia para el credo judeocristiano, y la cuestión constituyó un asunto de importancia para los padres cristianos de los primeros siglos de nuestra era. Agustín de Hipona debió enfrentarse con este asunto en un pasaje de su célebre debate interior sobre la naturaleza del tiempo, en que vuelven a considerarse, aunque de un modo singular, las dos formas de adivinación ya tematizadas en la tradición pagana (Conf. XI 18, 24). El obispo acepta la posibilidad hermenéutica de la adivinación, cuyos signos son, esencialmente, de naturaleza presente. El futuro atribuido a estos signa se concibe en la mente [animo concepta] pero, tal y como sucede en aquella práctica que Platón denomina oiōnistikē, no se da aquí una visión directa de las rerum futurarum. Los alcances de esta restricción constituyen un problema, pues limitan la posibilidad del conocimiento profético, presente en las Escrituras. De ahí que el Hiponense considere la posibilidad de que exista un conocimiento del futuro al que se accede directamente gracias a la intercesión divina, fenómeno que colinda con la concepción griega de la mantiké, pero ante la cual Agustín elige callar aduciendo su incapacidad para tratar el tema: “no podré estar a la altura” (Conf. XI 19, 25). Durante la Edad Media, la adivinación continuará siendo una práctica en uso, aunque de maneras muy variadas y siempre bajo polémicas tensiones. Uno de los rasgos más importantes de este período será la discusión acerca del rol de la adivinación dentro del ordo scientiarum. Será durante los siglos XII y XIII que comenzarán a establecerse los criterios epistemológicos que distinguirán a la adivinación supersticiosa del pronóstico científico (véase Fidora 2013: 517-535), a la que también se opondrá la fe providencial, cuya más paradigmática pronunciación literaria podemos hallar en Dante, quien ridiculiza a los astrólogos y adivinos (Div. Com. Inf. XX) siguiendo, presumiblemente, el parecer de Tomás de Aquino sobre esta cuestión (Sum. Theo. II-II q. 95 a. 1 c.).
Si concebimos la amplia gama de abordajes futurológicos que permanecen vigentes en nuestra cultura occidental, un comentario especial merece la vinculada a los sueños, por su adecuación a un marco presuntamente científico como el establecido por el psicoanálisis durante los siglos XIX y XX. Con la publicación en 1899 de Die Traumdeutung [La interpretación de los sueños], siguiendo en su época el gesto que Artemidoro había puesto de manifiesto en la suya —al redactar, en el siglo II d. C., una Oneirokritiká, obra dedicada a la interpretación de los sueños mediante su simbolismo—, Freud sentó las bases para una nueva concepción de la actividad onírica. Mientras que para la mentalidad antigua los sueños constituían la fuente de la que brotaban señales del futuro— v. g. en Platón (Tim. 71e), aunque ya en Homero se manifiestan algunas dudas respecto de su veracidad (Od. XIX 560-565)—, para el psicoanálisis el mundo de los sueños representaba un amplio y complejo universo de significaciones que, por medio de una determinada dirección clínica, podían ser decodificadas y revelar, fundamentalmente, aspectos del pasado. Antes de la publicación de esta obra, existían teorías próximas en el tiempo en las que subsistía la idea de que los sueños podían revelar indicios del futuro, como nos lo indica, entre otros trabajos, El simbolismo del sueño de Gotthilf Heinrich von Schubert (1814), quien “estaba convencido de la cualidad profética de los sueños” (Shamdasani 2018: 183). La importancia de este enfoque, apoyado por una extensa y prolífica tradición, se vio contrarrestada por lecturas cuyo “intento de establecer los mecanismos fisiológicos de los sueños los desacralizó, en contra de la creencia popular de que tenían poderes proféticos y simbólicos” (181). Entre los principales autores de referencia del psiquiatra suizo Carl Gustav Jung se encontraba el filósofo alemán Arthur Schopenhauer, en quien rastreamos, en lo que respecta al tema de los sueños, la siguiente afirmación: “hemos de imputar los sueños proféticos al hecho de que al dormir profundamente el soñar se eleva hasta una clarividencia sonámbula” (cit. en Shamdasani, 2018: 184). Evidentemente, en el siglo XIX, no solo en el campo de la psicología, sino también en el de la filosofía, “los sueños desempeñaban […] una función diagnóstica y pronóstica” (185), pero su naturaleza adivinatoria fue levemente matizada: ya no se trataba de una pura manifestación del futuro, sino de la revelación de indicios pretéritos por los que “el ser humano adivina como un profeta que contempla el pasado” (von Feuchtersleben 1845: 315). Así será como esta tendencia, atravesando distintos períodos de renovación, encontrará voz en la figura del referido Jung, quien en una oportunidad llegó a afirmar: “Lo que sueña una persona es algo que ocurrió en el pasado o que sucederá en el futuro” (cit. en Shamdasani, 2018: 171).
Persisten infinidad de técnicas adivinatorias que ostentan la promesa de revelar el futuro, tales como el tarot, el horóscopo y la quiromancia, cuya práctica no exige filiación confesional unívoca. Abundan las creencias en profecías y sortilegios que anticiparían catástrofes, tragedias e, incluso, el fin de los tiempos. La larga tradición de estos usos encuentra asidero en muchas de las experiencias contemporáneas por las que hombres y mujeres, en momentos de llana curiosidad o marcada desazón, deciden transitar en busca de respuestas. La indagación de las condiciones sociales y culturales por las que esta inclinación aún persiste se encuentra fuera del alcance de este escrito, pero la permanencia de sus metodologías y, fundamentalmente, del ánimo que las impulsa, revela la constancia de lo irracional en el mundo.
Bartoletti, T. (2022). Poíesis y cosmopolítica de los oráculos griegos. Otra historia de la adivinación Antigua y su recepción moderna. Buenos Aires : Miño y Dávila.
Bouché-Leclercq, A. (1882). Histoire de la divination dans l’Antiquité, I-IV. Paris : Ernest Leroux.
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Dignas, B. y Trampedach, K. (Eds). (2008). Practitioners of de Divine. Greek Priests and Religious Officials from Homer to Heliodorus. Cambridge and London: Harvard University Press.
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Shamdasani, S. (2018). Jung y la creación de la psicología moderna (trad. de Borrajo, F.). Girona: Atalanta.
Ver también
Ciencia ficción, Contingencia / fortuna, Epicureísmo, Escatología, Futuridad, No conocimiento, Prospectiva, Secularización
Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires
ORCID: 0000-0002-8754-8022
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
ORCID: 0000-0002-9917-9586
Alfabetización digital es un concepto difuso, cambiante y controversial. Estas características se relacionan con los dos componentes del término: “alfabetización” y “digital”. Por un lado, la alfabetización remite a los saberes que la población debe poseer para participar en forma plena en las distintas instancias de la sociedad, como el mercado laboral, el ocio y la participación ciudadana. Sin olvidar que, en su variante crítica, alfabetización y emancipación constituyen una unidad indisoluble. Por otro lado, lo digital se relaciona con las tecnologías disponibles, cuya presencia es cada vez más ubicua en las distintas esferas de la vida social. De este modo, la alfabetización digital se incluye en el ámbito de la alfabetización general, esto es, el de las habilidades y los conocimientos necesarios para el desarrollo pleno en el medio social y laboral en pos de la consolidación de una sociedad democrática y plural (Landau et al., 2007).
Más allá de estas consideraciones, la alfabetización digital es un concepto de amplia circulación y utilización en el discurso público. Diversas perspectivas teóricas, organizaciones y autores lo han utilizado y definido. Esta entrada aborda su historización y definición desde un enfoque sociocultural, que recupera las aproximaciones sobre la literacidad y la cultura escrita desarrolladas por los “nuevos estudios sobre el alfabetismo” (New Literacy Studies) (New London Group, 1999), entendiendo que su abordaje no solo involucra a individuos y tecnologías, sino particularmente a los contextos sociales en los que emerge.
Los primeros debates académicos en torno a la cultura escrita se relacionaron con la escritura alfabética. El sistema de escritura en el que a “cada letra corresponde un sonido” ha sido descrito por Walter Ong y Eric Havelock, entre otros, como el más económico y el posibilitador del pensamiento abstracto. Estos autores establecen una estrecha relación entre escritura y civilización.
En colaboración con Vygotsky, Luria estudió los impactos de la alfabetización en los programas gubernamentales de colectivización que, a consecuencia de la revolución bolchevique, se estaban llevando a cabo en Asia Central. En dicho trabajo, administraron tests psicológicos de razonamiento y clasificación donde compararon tres grupos, a saber: personas no alfabetizadas, otras que habían estado expuestas a la escritura y un tercer grupo con gente que había atravesado instancias de escolarización. Mientras las respuestas de los no alfabetizados eran más concretas y tenían mayor vinculación con el contexto, los grupos alfabetizados enfocaban los ejercicios de manera más abstracta y formal. El grupo menos alfabetizado se distribuía entre las dos categorías anteriores. Estos resultados permitieron a sus realizadores concluir que los avances técnicos y la urbanización que trae aparejada la colectivización posibilitan a los sujetos razonar más formalmente.
La investigación de Scribner y Cole –The psychology of literacy (La psicología de la alfabetización)– parecería refutar la afirmación tradicional acerca de la escritura como motor del desarrollo de los procesos psicológicos superiores. Estos autores afirman que la introducción de la escritura en una sociedad tradicional por sí misma no producía modificaciones en los procesos cognitivos generales como la memorización, la clasificación y el razonamiento lógico. Sin embargo, sostienen que la adquisición de un conocimiento metalingüístico acerca de las propiedades de las proposiciones está relacionada con el aprendizaje de un tipo de discurso propio de la escolarización (Olson, 1998).
El sistema educativo se conformó durante la Modernidad como la agencia privilegiada en la transmisión del saber legítimo. En la República Argentina, entre fines del siglo XIX y principios del XX, la educación pública fue un elemento estructurante del proceso de organización nacional. El sistema educativo asumió la responsabilidad de asegurar y fortalecer una mirada que permitiera la construcción de una identidad nacional homogénea.
En la actualidad, la legitimidad de la escuela como única institución encargada de alfabetizar a la población está en entredicho. Gee (2003) formula la hipótesis según la cual jugar videojuegos es un tipo de alfabetismo. Al analizar el ámbito semiótico de los videojuegos, Gee se propone construir una perspectiva en torno al aprendizaje, el alfabetismo y a los ámbitos semióticos que trascienda los videojuegos. Así, la alfabetización: 1) se relaciona directamente con la práctica social en la que está inmersa; 2) es parte de distintas prácticas sociales que se encuentran vinculadas entre sí; y 3) refiere a un ámbito semiótico entendido como “cualquier conjunto de prácticas que utilice una o más modalidades (por ejemplo, lenguaje oral o escrito, imágenes, ecuaciones, símbolos, sonidos, gestos, gráficos, artefactos, etc.) para comunicar tipos característicos de significados” (p. 22).
Cuando se aprende un ámbito semiótico de forma activa, se ponen en juego los siguientes aspectos: 1) actuamos, vemos y sentimos el mundo de un modo diferente; 2) participamos de una nueva comunidad o grupo social; y 3) nos apropiamos de estrategias que nos disponen para nuevos aprendizajes.
En síntesis, al igual que en otros momentos sociohistóricos, asistimos a una disputa por los sentidos, contenidos, habilidades y saberes de la alfabetización que, entre otros aspectos, aunque de un modo destacado, se encuentra atravesada por los cambios en las formas de producir significado a partir de la emergencia de los nuevos medios de comunicación. Inmersas en estas controversias se encuentran las tensiones en torno a la agencia legítima encargada de alfabetizar a la población.
En primer lugar, la caracterización de la alfabetización como una práctica múltiple, situada y vinculada a los contextos en los que se despliega, dio lugar a la proliferación de adjetivaciones sobre lo sustantivo de la alfabetización. De este modo, es posible reconocer ámbitos específicos tan variados como la alfabetización económica, financiera, científica, académica, entre otros.
En segundo lugar, la vinculación de la alfabetización con las formas de construcción de significados ha hecho cuestionar la primacía de la escritura y la lectura, y ampliar el espectro de actuación a la naturaleza de la comunicación multimodal, considerando una variedad de modos y fuentes: lingüística, visual, auditiva, espacial y gestual (Cope y Kalatzis, 2000).
En tercer lugar, el acceso a los saberes vinculados con los modos de comunicación, es decir, el conocimiento de la norma, no alcanza para el desenvolvimiento pleno de la ciudadanía. En este sentido, los abordajes actuales enfatizan la necesidad de fomentar las habilidades vinculadas no solo con la recepción, sino también con la producción efectiva de textos multimodales en los distintos espacios de actuación.
Por último, en lo atinente a los medios de comunicación y a las tecnologías digitales, ha emergido una diversidad de conceptualizaciones orientadas a dar cuenta de los saberes requeridos para su apropiación. Mientras que en sus inicios la alfabetización mediática (Buckingham, 2003) y la alfabetización digital caminaron por vías paralelas, merced a la convergencia tecnológica las reflexiones tienden a confluir. El acento colocado en la comprensión de las dinámicas contextuales y específicas de apropiación, participación y articulación ha dado lugar a la “alfabetización transmedia”, la “transliteracidad”, la “alfabetización mediática e informacional”, por mencionar algunas de las propuestas relevantes vigentes.
Interesa señalar los sentidos y trayectorias diferenciadas del término alfabetización en los contextos de la lengua inglesa (literacy) y las lenguas latinas como el francés y el castellano para nuestro caso. En el caso de la lengua inglesa, el término que se utiliza es literate, que etimológicamente se vincula con la persona relacionada con la literatura o que recibió una buena educación. A partir del siglo XIX se la asocia al dominio de la lectura y la escritura. Tanto en el francés como en el español, el término que se utiliza es “alfabetización”, derivado de alfabeto y que remite a un tipo particular de escritura (correspondencia entre grafema y fonema). Sin embargo, existen otros modos de escritura no alfabética, como la silábica, por ejemplo. En español, la alfabetización se encuentra fuertemente connotada con el acceso a las primeras letras. Cultura escrita y literacidad son algunos de los términos que intentan dar cuenta de esta complejidad.
Hasta la década de 1970, “alfabetización” era un término que se asociaba a la educación no formal y, en particular, a los adultos que no sabían leer y escribir. En los países anglosajones, literacy teaching era la forma que asumían los programas educativos orientados a brindar una “segunda oportunidad” a las personas atravesadas por condiciones vulnerables como el desempleo, el encierro, las adicciones, entre otros (Lankshear y Knobel, 2011). En los países de América Latina y otros lugares del Tercer Mundo, el dominio de la lectura y la escritura por parte de toda la población se constituía en un objetivo fundamental. Por un lado, en el marco de los discursos desarrollistas vigentes en la región, la educación aparecía como un vector fundamental del desarrollo económico y social. Por otro lado, en los procesos de transformación social de corte emancipatorio, al calor de los postulados del pedagogo brasileño Paulo Freire, se desarrollaron intensas campañas de alfabetización orientadas a enseñar y a concientizar a la población más vulnerable.
A partir de la década de 1970, la alfabetización comienza a articularse fuertemente con el sistema educativo formal. Diversos motivos explican este cambio. Por un lado, debido a las transformaciones socioeconómicas en las sociedades industriales empiezan a emerger demandas de saberes vinculados a las sociedades posindustriales que los sistemas educativos no estaban asegurando. Por otro lado, los enfoques socioculturales y el legado de Paulo Freire comienzan a tener pregnancia en los espacios académicos.
En el marco de los nuevos estudios sobre el alfabetismo se sostiene una mirada sociocultural de la alfabetización. Estos abordajes reconocen que las prácticas de alfabetización varían de un contexto y de una cultura a otra. Consideran que las creencias sobre la cultura escrita influyen sobre las prácticas de la lectura y la escritura, sobre la enseñanza y las expectativas de logro de los aprendizajes. Parten del supuesto según el cual la cultura escrita es una construcción múltiple; que leer y escribir se logra mediante formas diversas y heterogéneas; que las prácticas del lenguaje escrito están inmersas en la comunicación oral; y que los hechos de la cultura escrita ocurren en escenarios institucionales y sociales específicos, en el contexto de relaciones de poder que involucran la circulación de distintas tradiciones discursivas. Por lo tanto, problematizan los contenidos de la alfabetización en cada tiempo y espacio con el fin de analizar qué alfabetizaciones son dominantes y cuáles son marginalizadas o resistentes.
Los Nuevos Estudios sobre el Alfabetismo constituyen una perspectiva teórica que se opone al enfoque que considera a la alfabetización como un fenómeno cognitivo. Entienden que un sujeto alfabetizado es aquella persona que utiliza la cultura escrita para participar del mundo social (Kalman, 2003). Enfatizan la actividad de los sujetos en la apropiación de las herramientas culturales. En las sociedades contemporáneas, las formas de representación son cada vez más importantes en el entorno global de comunicación, como las imágenes visuales y su relación con la palabra escrita.
La puesta en escena del término alfabetización se lleva a cabo de la mano de declaraciones y acuerdos de organismos internacionales. Un primer puntapié se instaura con la Declaración Universal de Derechos Humanos, que establece que la educación es un derecho inalienable de toda persona (Art. 26). Asimismo, en 1958 la Unesco define que “una persona está alfabetizada cuando puede leer y escribir, comprendiéndolo, un enunciado sencillo y conciso relacionado con su vida diaria” (Declaración Mundial de Educación para Todos, 1990). Mientras que tradicionalmente la lectura y la escritura estaban reservadas a una élite, en la actualidad son cada vez más crecientes las demandas que se ciernen sobre la población para adquirir y hacer uso de habilidades vinculadas a la cultura escrita.
Al igual que en el pasado respecto de la lectura y la escritura, en la actualidad la “alfabetización digital” en muchas ocasiones es caracterizada como el acceso a una serie de herramientas descontextualizadas. En esta perspectiva, la alfabetización per se aparece connotada positivamente al vinculársela con el desarrollo cognitivo de las personas, el progreso económico de la población y el mejoramiento de la ciudadanía. Esto es lo que se ha denominado el mito de la alfabetización (Graff, 1999: 8). Esta perspectiva encubre las relaciones de la alfabetización con el poder, la identidad social y las ideologías. Las categorías dicotómicas entre quienes poseen un capital simbólico y quienes no acceden a él son propias de esta representación: “alfabetizados y analfabetos”, “nativos e inmigrantes” e “info-ricos e info-pobres”, entre otras distinciones. Así, la alfabetización es caracterizada como presencia o ausencia de propiedad, es decir, como un producto o resultado final y no como un proceso que adquiere distintos significados a lo largo de la vida de los sujetos.
La alfabetización digital es un concepto que generalmente se encuentra asociado al futuro, ya que alude a los saberes que las nuevas generaciones deberían adquirir para poder conocer las regulaciones y hacer valer sus derechos de la vida social. Asimismo, es probable que la articulación entre alfabetización digital y futuro esté atravesada por la ciencia ficción. Tanto en la literatura como el cine, este género se ha destacado por construir imágenes de la vida futura altamente atravesadas por los dispositivos computacionales. Sin embargo, la velocidad con la que las tecnologías digitales asumen nuevas formas hace que rápidamente esos futuros se transformen en pasado.
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Ver también
Ciberespacio, Ciberliteraturas, Eduación biosocial, Educación de plataforma, Educación para el desarrollo, Educar / educaere, Inteligencia artificial, No conocimiento, Prácticas de enseñanza, Tecnoceno, Transición digital, Transmedia
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Departamento de Derecho y Ciencia Política, Universidad Nacional de La Matanza
ORCID: 0009-0007-2798-5363
Alimentación hace referencia a todo aquello que está relacionado con el alimento, lo que comemos para vivir. Originado del latín alimentum, deriva del verbo alo, que se puede traducir como nutrir, sustentar, hacer crecer, educar, criar o cultivar, y el sufijo -mentum que aporta el valor de acción y efecto. Por lo tanto, aunque lo vinculamos con la comida, el término puede utilizarse también en otros sentidos, refiriéndose por ejemplo a un libro como el alimento de la mente, o para cualquier cosa que haga crecer o dé sustento. Aun cuando este segundo uso está emparentado metafóricamente con el primero, en tanto y en cuanto la potencia de algo tan cotidiano permite explicar fenómenos que escapan a la comida, aquí nos abocaremos a su primer significado: la comida. Tal vez esta cotidianeidad sea lo que explica que la palabra haya cambiado tan poco en su tránsito del latín a las lenguas romances, diferenciándose de otras palabras que se han perdido al quedar en desuso, y destacando su lugar central en cualquier visión de futuro, no solo por su función biológica, sino también por todo lo que implica para cualquier grupo humano.
Además del placer inmediato y la saciedad que puede otorgar el alimento, su temporalidad ha suscitado interés y todo tipo de reflexiones a lo largo de la historia, cumpliendo siempre una función irremplazable orientada al futuro, esto es, producir y garantizar la permanencia en el tiempo gracias a miles de años de experiencia colectiva acumulada generación tras generación, hoy más amenazada que nunca. Reconocido como un derecho humano en 1948, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura [FAO] (2003: 125) define al término alimentación como el “proceso consciente y voluntario que consiste en el acto de ingerir alimentos para satisfacer la necesidad de comer”. Antes, distingue entre distintos tipos de alimento: sano, adulterado, contaminado, seguro y por último, transgénico. En consecuencia, define alimentación saludable como “aquella que aporta todos los nutrientes esenciales y la energía que cada persona necesita para mantenerse sano”. Entonces, la definición de alimentación, incorpora la noción de salud mediante la correcta nutrición. Esta relación entre salud y alimentación no es algo propio de la modernidad, y quedó perfectamente expresada hace unos 2500 años en la conocida frase que se le atribuye a Hipócrates: “Que tu medicina sea tu alimento; y el alimento, tu medicina”.
La filosofía política moderna tampoco ignoró la cuestión. Esta ocupó en su seno un lugar central, en tanto y en cuanto le procura a la población las condiciones necesarias para la vida, el crecimiento y la salud de la población, íntimamente ligadas a la formación y supervivencia del poder soberano, y a las relaciones políticas y económicas, internas y externas, dada la relevancia de la existencia de alimentos aptos y suficientes, y del comercio local e internacional de materias primas agrícolas y alimenticias. Un claro ejemplo de esta doble preocupación es el capítulo 24 del Leviatán titulado “La nutrición del Estado” (Hobbes, 2014 [1651]).
Desde otro punto de vista, el vínculo entre los seres humanos y el alimento fue sintetizado por Ludwig Feuerbach con toda su carga en una frase que sería recogida infinitas veces: “El hombre es lo que come” (Feuerbach, 2022 [1850]). El contexto en el que enunció esas palabras fue la reseña de Doctrina de la alimentación para el pueblo, del químico Moleschott, quien le encomendó que revisara su obra desde su importancia ética. Aunque el ser humano es mucho más que lo que come, la frase sin duda ha tenido la potencia necesaria para dejar marcado que los alimentos que ingerimos pasan a ser parte nuestra en todo sentido, y no da lo mismo con qué se alimenta el pueblo. Feuerbach, junto a Moleschott apuntaba a establecer una relación entre la energía mental de un pueblo y su dieta.
Claude Fischler (1995: 11) hace referencia a la misma frase, pero se la atribuye a “la sabiduría de los pueblos”, un conocimiento común a toda la humanidad, dado el carácter vital e íntimo del comer que todo pueblo ha experimentado. Al alimentarnos, lo que comemos pasa a ser parte de nuestra interioridad hasta ser algo indistinguible de nosotros mismos que nos permite subsistir. Por ello, dice que desde la antigüedad esta ha sido la preocupación más absorbente de la existencia humana, ya que la vida solía estar marcada por períodos de incertidumbre en lo alimentario, y se trataba de reducirlos por todos los medios posibles.
Desde hace un siglo aproximadamente, para el mundo desarrollado esta incertidumbre no es un problema de escasez, sino de dinero. Las grandes hambrunas han quedado en el pasado, la distribución moderna, la industrialización y las técnicas de conservación nos brindan una sobreabundancia de opciones que ya no se limita a la estacionalidad, pero otros problemas relacionados hacen que lo que comemos –y sus consecuencias– sea una de las grandes problemáticas de nuestro presente y de nuestro futuro.
La alimentación se ha convertido en objeto no solo de la medicina; también los medios de comunicación, la literatura y los Estados producen constantemente discursos sobre ella. Esto ha llevado en Occidente al nacimiento de una disciplina especializada: la nutrición, encargada de decir, con rigor científico, cuál es la buena alimentación. Ante esta abundancia, la inquietud de nuestros días –para quienes sí pueden comer– es doble: los excesos y venenos, y por consiguiente, la elección y sus criterios. Debemos aprender a elegir entre todos estos discursos, en un contexto donde la noción durkheimiana de anomia explica perfectamente la situación en la que se encuentra el individuo consumidor ante la crisis de los criterios de elección, de los valores alimentarios y su simbología. Por ello, según Fischler (2010: 13) se ha pasado de una gastro-nomía a una gastro-anomia.
Esto explica, en parte, la sanción de leyes como la de etiquetado frontal de alimentos, o la aparición de libros recientes, como Malcomidos (Barruti, 2013), que han despertado un gran interés en el público, en general. La otra parte de la explicación está en el resto del título del libro: la industria alimentaria argentina y cómo nos está matando. La frase hace referencia a los grandes cambios que ha experimentado la alimentación en lo que ha sido llamado “Modernidad alimentaria” (Hernández, 2005) y particularmente en la actual fase del modo de producción transgénico de alimentos y sus consecuencias más nocivas, como se muestra en El campo como alternativa infernal (Gárgano, 2022).
Una profunda irracionalidad sistémica en el modo de producción y comercialización de alimentos ocasiona que, a pesar de una enorme sobreproducción, millones de toneladas de comida se desperdicien al mismo tiempo que millones de personas aún se encuentran en déficit alimentario. En una región que bate récords de exportaciones, con países que se proclaman a sí mismos como agricultores, también se baten récords de desmonte, de consumo de gaseosas y bebidas excesivamente azucaradas, y los médicos denuncian cada vez más enfermedades asociadas a una mala alimentación, como la obesidad, la diabetes tipo 2, la hipertensión, cardiopatías y variedades de cáncer. En un país como la Argentina, que se dice productor de alimentos, casi un 10% de la población sufre inseguridad alimentaria severa según el último informe del Observatorio de la Deuda Social Argentina [ODSA] (2022: 15).
Continuamente aparecen las mismas palabras en su campo semántico: salud, comida, nutrición, escasez, subsistencia, futuro, y ahora “inseguridad” por la imposibilidad de acceder a alimentos. Esto tiene que ver con la forma escogida por la FAO para referirse a los problemas alimentarios. El término “seguridad alimentaria” fue señalado como insuficiente en 1996 por organizaciones campesinas y condujo al surgimiento de un nuevo concepto, el de “soberanía alimentaria”. En esencia, la seguridad alimentaria solo se preocupa por el acceso físico y monetario a los alimentos, pero no por su origen ni por la forma en que se los produjo, elementos centrales para la alimentación. Anticipándose a los peligros del modo transgénico, el nuevo paradigma quedó expresado en un documento titulado “Soberanía alimentaria: un futuro sin hambre” (La Vía Campesina [LVC], 1996), donde se asocia el agronegocio con la pobreza y el hambre, y se declara por primera vez el derecho de los pueblos, comunidades y países a producir sus propios alimentos en su propio territorio y de manera autónoma, lo que convierte a la soberanía alimentaria en una precondición para una seguridad alimentaria genuina. Luego sería ampliado el concepto como el derecho a definir sus propias políticas agrícolas, pesqueras, alimentarias y de tierra que sean ecológica, social, económica y culturalmente apropiadas a sus circunstancias únicas, y a la defensa del agua y las semillas nativas ante la mercantilización de los sistemas alimentarios. “Quiénes” producen, “dónde”, “cómo” y “qué” son aspectos centrales para lograr esa seguridad alimentaria.
La historia de la agricultura dio un salto dramático con la rápida expansión de la agricultura transgénica, implantada también en 1996 en Latinoamérica. Centrada en un paquete tecnológico basado en el monocultivo a gran escala, las semillas genéticamente modificadas y los agroquímicos, tuvo consecuencias destructoras como nunca antes sobre las zonas rurales, la biodiversidad y para las comunidades que allí habitan. No terminó con el hambre en el mundo, como prometía, y aceleró, en cambio, el éxodo rural y el desmonte, a la vez que aumentó la concentración de la tierra, reforzando un sistema agroalimentario dirigido por unas pocas corporaciones transnacionales, más dependiente que nunca del mercado global. Todo ello acarrea consecuencias enormes y, en parte, aún desconocidas para nuestra alimentación, la salud de las personas y del ambiente, que ponen en crisis la capacidad de imaginar un futuro optimista y nos sumerge en un presente incierto que convive con la urgencia de un cambio de rumbo inmediato. Esto aplica incluso más para los países en desarrollo, cuya economía se ha vuelto enormemente dependiente de esta forma de acumulación que se vende a sí misma como la única forma posible (Gárgano, 2022).
Entonces, el concepto de soberanía alimentaria sería índice y factor, por un lado, de la crisis actual de la soberanía estatal, y por otro, de la construcción en curso de una nueva lógica política de todo lo alimentario. La particularidad del concepto, es que introduce una cuña que antes no era posible observar en conjunto, haciendo emerger la pregunta: ¿Quién y cómo decide sobre todo esto?
Pero la disputa abierta no se agota en la pregunta, sino que reclama el derecho a ejercer ese poder de decisión; ese gobierno sobre lo alimentario en un sentido cada vez más amplio, pero que al mismo tiempo se delimita en su objetivo. Es decir, el horizonte de expectativas futuras se construye a la vez que se reclama soberanía como una necesidad común e interconectada desde el campo a la ciudad, y que interesa tanto a campesinos y comunidades rurales como a organizaciones políticas, de consumidores, y ambientalistas e investigadores. Según esta visión, no hay futuro posible sin soberanía alimentaria.
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Ver también
Ambiental (crisis), Animalismos, Derechos humanos, Dignidad, Igualdad, Naturaleza (relaciones sociales con la)
Instituto de Filosofía Argentina y Americana
Instituto de Filosofía Argentina y Americana
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Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
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Con la referencia a este término se trata de caracterizar una forma de pensamiento crítico que resulta denominado como pensamiento alternativo. Interesa destacar, además del componente crítico de este último modo de pensar, su significación con respecto a la temporalidad y, en particular, su asociación a la dimensión de futuro que implica.
Según la definición del Diccionario de la Real Academia Española, las palabras alternativo/a se refieren, entre algunos de sus significados, a la “opción entre dos o más cosas” y por extensión a “cada una de las cosas entre las cuales se opta”, incluyendo asimismo la siguiente acepción que resulta relevante para la perspectiva del enfoque aquí propuesto: “Acción o derecho que tiene cualquier persona o comunidad para ejecutar algo o gozar de ello alternando con otra” (DRAE, en línea). Visto desde esta perspectiva, es posible considerar que la disposición a elegir entre diferentes opciones es un modo de actuar y un derecho ineludible, propios de la condición humana.
De hecho, cuando se hace referencia a su relación con el pensar, se plantea que es una forma de situarnos en la realidad que vivimos; ante lo dado se trata de imaginar otras variantes que superan esa misma facticidad de lo existente o las limitaciones de lo que se cree imposible. En esto consiste la trayectoria que ha seguido la humanidad frente a las circunstancias que se han presentado en cada momento histórico, a partir de las condiciones que ha ofrecido el medio natural o cultural en que ha desenvuelto sus posibilidades y ha creado lo nuevo. En el terreno específico del desarrollo de la filosofía, que ha tenido sus orígenes en las formas de sabiduría que han acontecido en distintos pueblos y culturas, la actitud crítica que supone se ha expresado como un modo de reflexionar sobre lo existente y de postular otras maneras de pensar o actuar frente a lo establecido o lo que ha conformado generalmente el sentido común.
En un contexto más próximo y contemporáneo, la necesidad de encontrar alternativas mediante el ejercicio del pensamiento crítico se ha manifestado ante la negación acerca de esta misma posibilidad. Los sucesos que desencadenaron la caída del muro de Berlín y que propiciaron la hegemonía mundial de gobiernos neoconservadores y neoliberales en las décadas de los ochenta y noventa del siglo pasado van a promover la proliferación de consignas e ideas que acompañaron y justificaron esa coyuntura histórica, a través de expresiones tales como la frase “no hay alternativa”, la afirmación del “pensamiento único”, las tesis sobre el “fin de la historia”, el “agotamiento de las utopías”, el “ocaso de los grandes relatos emancipatorios” y otras nociones similares. Aparte de las enunciaciones que provenían del mismo centro constituido por poderes fácticos mundiales que luego confluirían en el fenómeno de la globalización, debe destacarse el núcleo de sentido ofrecido por los discursos posmodernos, que en sus variantes principales contribuyeron a concentrarse en el tiempo presente en relevo de la proyección a un futuro diferente, lo cual cancelaba cualquier forma de disidencia y confirmaba el conformismo político y social dominante.
Con el inicio del nuevo siglo se marcaría una inflexión significativa ante la globalización hegemónica, hecho que no se explica sin tener en cuenta las formas de resistencia y de organización social y política que provenían de momentos precedentes y conformaron los movimientos “alterglobalizadores”. Asimismo, los llamados nuevos movimientos sociales entraron en escena con reivindicaciones y reclamos renovadores frente a la expansión del “capitalismo salvaje”, denunciando las discriminaciones de mujeres y minorías étnicas y sexuales, el agravamiento de los problemas ecológicos, la pobreza y las desigualdades sociales que multiplicaron la exclusión, el deterioro creciente de condiciones laborales y previsionales, entre otros temas de la agenda mundial. Las iniciativas y propuestas surgidas de estos encuentros y movilizaciones sociales que promueven una mundialización contrahegemónica pueden considerarse como formas de pensamiento alternativo que se traducen en discursos y prácticas concretas.
En cuanto a su articulación desde las teorizaciones elaboradas por parte de representantes del pensamiento crítico latinoamericano, es preciso considerar algunos de sus antecedentes y principales expresiones contemporáneas. Un lúcido diagnóstico y proposiciones iniciales dirigidas a reafirmar la significación que revisten los movimientos alternativos se encuentran en algunos trabajos realizados por el sociólogo mexicano Pablo González Casanova ([2002] 2015; [2004] 2015). En uno de ellos, donde reflexiona sobre los posibles aportes de los intelectuales críticos a las organizaciones emergentes, cuestiona que el socialismo realmente existente se confunda con el socialismo que subsiste como proceso de larga duración y que la democracia realmente existente no pueda ser mejorada en función de algunos de sus ideales que no han sido alcanzados todavía. De allí que afirma González Casanova:
Las luchas por la democracia han creado una alternativa compleja que incluye las luchas por la justicia social, por la independencia y la soberanía de las naciones; por la tolerancia y la representación y participación política. Todas esas luchas son fundamentales para la nueva alternativa. La nueva alternativa es inconcebible a escala mundial sin una cultura universal de la tolerancia, del respeto al pluralismo religioso, ideológico, cultural, así como a las distintas razas, a los géneros, a las preferencias sexuales, a los espacios laicos, a los pensamientos críticos, a la equidad y la justicia social y a las variadas formas de la autonomía y la soberanía de las naciones y los pueblos. (([2002] 2015): 316)
Su consideración acerca de los nuevos movimientos sociales que se conforman a partir de finales del siglo XX señala que se pasa de luchas y reclamos particularistas a universalistas, al advertir estos las dificultades y aporías en que se encuentran frente a formas recicladas de dominación que se dan en la globalización neoliberal, que no deja de calificar con las categorías de “capitalismo”, “imperialismo” y “colonialismo”, tomando distancia de los prefijos “pos” en uso. De este modo, su carácter antisistémico se revela en el proceso de una praxis disidente, que requiere para una clarificación de la misma de una redefinición de determinados conceptos que prevalecen en el lenguaje de las ciencias sociales.
Dentro de esa renovación de las teorías críticas se plantea la necesidad de asumir el desafío que presentan las “nuevas ciencias” y las “tecnociencias” asociadas a los modos que reviste la dominación mundial encabezada por potencias y corporaciones que promueven el triunfo global del capitalismo. Ante esta situación se sostiene la necesidad de reconstruir un mundo que está en una profunda crisis, por lo que dice González Casanova:
La política por un mundo alternativo realmente democrático y realmente socialista obliga a repensar el mundo y la historia tras los fracasos colosales de la socialdemocracia, el comunismo y la liberación que se hicieron notorios a finales del siglo XX y principios del XXI. Entre las tareas principales de las fuerzas que se proponen construir un mundo nuevo se encuentra la necesidad de reestructurar el propio pensamiento alternativo. (([2004] 2015): 362)
Otra contribución importante con respecto al relevamiento y definiciones adoptadas por el pensamiento alternativo se encuentra en un proyecto de investigación que dirigen inicialmente Hugo Biagini y Arturo Roig, con la participación de un conjunto amplio de colaboradores argentinos y del exterior. Mediante este proyecto se lleva a cabo la publicación de tres tomos dedicados a ofrecer un panorama histórico contemporáneo del pensar alternativo en su irradiación a través de diferentes ámbitos sociales y culturales (Biagini y Roig, 2004; Biagini y Roig, 2006; Biagini y Oviedo, 2016), además de un diccionario y una adenda del mismo dedicados a esta temática (Biagini y Roig, 2008; Biagini, 2015). En la introducción al primer volumen histórico mencionado, Hugo Biagini confirma la extensión conceptual de este tipo de pensamiento:
Entre los alcances que encierra el concepto de pensamiento alternativo podemos figurarnos un glosario donde aquel aparece asimilado a una serie de acepciones de variada significación, entre muchas otras: pensamiento emergente, concientizador, incluyente, crítico, ecuménico, formativo, solidario, comprometido, ensamblador, principista, autogestionario, etc. (Biagini y Roig, 2004: 11)
La amplitud y riqueza teórica y práctica que engloba la noción de pensar alternativo quedan delineados igualmente desde su posibilidad de intervención en los procesos de cambio social.
Entre otras cuestiones fundamentales, Arturo Roig justifica la necesidad de ejercer un modo de pensar alternativo como un derecho, similar al que reviste la utopía asociada a la esperanza. Con ello pretende afirmar la intrínseca relación que guarda este pensamiento con la posibilidad de abrirnos a la construcción de otro mundo y a un futuro distinto. Como Roig lo expresa acertadamente:
Las alternativas que para los tiranos y los dogmáticos son heterodoxias o heréticas, constituyen para nosotros expresión de las inagotables exigencias de la vida humana en su cambiante y a veces imprevisto devenir; y todavía algo más, que hace directamente a la situación histórica que viven los pueblos, el pensar alternativo es un derecho. Tenemos en consecuencia el derecho a la alternativa, así como tenemos el derecho a la utopía de un mundo mejor. (Biagini y Roig, 2006: 12)
Desde esta perspectiva se promueve una idea de lo alternativo que sea realmente expresión de lo verdaderamente otro y no solo repetición de lo mismo. Para alentar ese cambio se requiere de una inclusión real de lo diferente y lo diverso en lo social y cultural; esto es, una apertura al reconocimiento efectivo logrado por los grupos humanos que luchan por su liberación. En palabras de Roig, lo que los anima es la esperanza en esos procesos de emergencia social. Dicha caracterización posee resonancias respecto de la obra El principio esperanza de Ernst Bloch (2004), quien ofrece una original indicación acerca de lo que significa lo “todavía-no” como futuro posible operando en el presente.
Con respecto al tema de la temporalidad, también resultan esclarecedoras las precisiones realizadas por Boaventura de Sousa Santos cuando sostiene la necesidad de fundar una epistemología del Sur, que se orienta a sostener un “pensamiento alternativo de las alternativas” (Santos, 2018). En el marco de una investigación acerca de lo que significa la globalización alternativa impulsada desde abajo, va a elaborar las nociones de “sociología de las ausencias” y “sociología de las emergencias” (cf. Santos, 2009: 98-159).
En relación con la primera –la sociología de las ausencias–, se refiere a la intención de mostrar que lo que no tiene existencia social es en realidad producido por el conocimiento hegemónico como no existente. De allí que el procedimiento seguido sea transformar objetos imposibles en posibles y, en consecuencia, transformar las ausencias en presencias, concentrándose en los fragmentos de la experiencia social no socializados dentro de una totalidad. Asimismo, la inexistencia producida en torno a esas ausencias implica un desperdicio y empobrecimiento de la experiencia social, que se da acompañada de una concepción del tiempo en que se produce una “contracción del presente”, concebido como un instante fugaz entre lo que ya no es y lo que todavía no es. Frente a esto, Boaventura de Sousa Santos propone efectuar una “dilatación del presente”, indicando que en él coexisten una multiplicidad de totalidades que son a su vez heterogéneas.
En este sentido, lo que denomina como “monocultura del tiempo lineal” supone una determinada idea del futuro que es infinitamente abundante e igual, tal como lo define Walter Benjamin con su idea de “tiempo homogéneo y vacío” cuando se refiere a las implicaciones que tiene la noción moderna de progreso. En consecuencia, la sociología de las emergencias se relaciona con la indagación de las alternativas que corresponden a un horizonte de posibilidades diversas y factibles, que se juegan igualmente entre la incertidumbre y el peligro.
Del recorrido realizado puede concluirse que existe una serie de concepciones que se proponen desde el pensamiento crítico actual acerca de la significación que poseen las distintas manifestaciones direccionadas a encontrar alternativas ante las formas de dominación vigentes en la globalización capitalista. Como núcleo común, tanto de las elaboraciones teóricas como de los movimientos sociales que impulsan variadas posibilidades de cambio respecto de la realidad existente, es posible reconocer al principio estructurador de la dignidad humana. En este último se encuentra una motivación de los reclamos y luchas que mueven a realizar una praxis de transformación ante los modos de opresión y sufrimiento que experimentan los distintos sujetos, tanto a nivel individual como colectivo.
Si bien se ha hecho referencia en su sentido amplio al pensar alternativo como modalidad del pensamiento crítico, cabe remarcar que incluye como expresión singular a la filosofía latinoamericana, desde la cual se han propuesto algunas categorías que sustentan este tipo de pensamiento, tal como podría señalarse en relación con la “moral de la emergencia” postulada por Arturo Roig (2002). De hecho, las proposiciones teóricas que ha elaborado el pensamiento filosófico latinoamericano tienen como supuesto la indicación de alternativas, tanto respecto de una forma tradicional de practicar la filosofía como en relación con la superación de formas de dominación que han pesado en la historia de nuestros países, por lo cual se asume como un saber orientado a la liberación. En tal sentido, la búsqueda de alternativas implica la apertura desde el pensamiento a la dimensión utópica en su sentido afirmativo respecto de la realización de lo ideal posible. Para llevar adelante esta praxis emancipatoria resulta relevante la adecuada comprensión de los desafíos enfrentados en el presente, que depende tanto del conocimiento crítico respecto del pasado como de las posibilidades que se visualicen acerca de un futuro otro.
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Ver también
Autonomía, Buen vivir, Crítica / poscrítica, Descolonialidad, Dignidad, Futuridad, Multitud, Transmodernidad, Ubuntu, Utopía/distopía, Utopía latinoamericana
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0009-0000-6552-0398
Hace apenas medio siglo los problemas ambientales se instalan como parte del repertorio estable de asuntos sociales con consideración en la atención pública, la investigación científica y la política internacional. Inicialmente, se establecen alrededor de una preocupación común: los efectos negativos del impacto humano sobre los ecosistemas y las consecuencias irreversibles para el futuro a largo plazo. Hoy, un creciente número de analistas y activistas consideran a un efecto agregado de las transformaciones ecológicas actuales: el cambio climático asociado al calentamiento global, el desafío civilizatorio más complejo y terminal que haya enfrentado la humanidad en su conjunto y en su historia.
Esta situación de estar en una relación particularmente nerviosa e incierta con el presente construido y el futuro que podemos construir ha llevado a caracterizar la época presente como una de crisis ambiental global. En su forma más genérica de comprensión, esta crisis se deriva del hecho de estar transgrediendo umbrales mínimos en la relación con un sistema externo que llamamos naturaleza. Esto tiene un correlato interno, el reflejo negativo que la conciencia histórica occidental recibe de sí misma en su tratamiento de aquello que exterioriza. Si bien esta conciencia ha experimentado múltiples crisis, se sostiene por la confianza en su capacidad inexorable de superación de obstáculos. Pero la crisis ambiental trae elementos que desestabilizan esa confianza. Primero, la idea de vivir en las inmediaciones de un “fin del mundo” caracterizado por el empobrecimiento radical –o incluso ausencia definitiva– de condiciones para crear opciones de futuro en la tierra. Segundo, que por primera vez esta escatología popular no tiene una base religiosa y trascendental, sino una experimental y formal –pilares epistemológicos de la promesa ilustrada— (Svampa y Viale, 2020). Tercero, que su desencadenante estaría en prácticas humanas en general consideradas racionales y progresivas. Un último elemento reconocible es que este final, como lo fue su origen, tiene algún margen de evitabilidad, y que lograrlo implica una responsabilidad inevitable (entendida como el establecimiento de relaciones “sostenibles” con la naturaleza).
Por encima de estas líneas gruesas, el significado de la crisis ambiental se vuelve disputado y confuso. Las precisiones sobre su origen, puntos neurálgicos y proyecciones están directamente vinculadas a las maniobras y responsabilidades en la transformación y, por lo tanto, a distintos conjuntos de valores, hipótesis e ideologías. Por eso, antes que como un discurso político puntual o como una señalización de un estado de cosas objetivo, la crisis ambiental aparece como una idea-fuerza: una que al circular “entre” las posiciones y las problemáticas reconfigura el campo de acción y teorización, alterando su economía de conjunto y obligando a redefinirse en un espectro que va desde sus distintas formas de afirmación hasta la negación misma de su autenticidad.
Una aproximación a la crisis ambiental como eje hermenéutico de comprensión y transformación histórica exige entonces evitar su reducción a un evento excluyentemente externo o interno, y abordarla más bien en su relación. Así como toda “historia del concepto de crisis refleja la historia de la conciencia de la crisis” (Wang, 2014), la crisis ambiental es el reflejo de una conciencia en acción en un mundo de cosas en interacción. Elucidar este vínculo implica hacer foco en la particular sinergia entre ambos conceptos: cómo logra afectar las relaciones medulares entre la acción colectiva y sus entornos, y a través de ellas, las formas de visualización y creación de futuros posibles.
Se puede iluminar la cuestión a partir de cómo se predica: cómo y a quién se le aparece esa realidad ambiental bajo el signo de su crisis. En la actualidad, sin embargo, el término “crisis” registra una hiperinflación de sentidos. Para avanzar hacia un contenido más sustantivo se pueden diferenciar dos, uno más débil y versátil y otro más fuerte y restrictivo. El primero se usa de manera intercambiable con toda situación de desequilibrio o padecimiento que no encuentra respuestas rápidas. Este uso corre el riesgo de hacer equivalente la crisis ambiental con la intensificación lineal de problemas, conflictos o cambios, cuando estos son también expresiones propias de cualquier práctica organizada y estable. Un uso más operativo de crisis apunta justamente a oponerla a la normalidad, por lo tanto, a ser más exigente con el nivel de ruptura que afecta la situación en su forma cualitativa de proyección hacia el futuro. Para este caso, puede definirse la crisis como una situación de creciente incapacidad de los esquemas dominantes en la búsqueda por superar los obstáculos que prometían resolver (O’Connor, 2001). De manera todavía más aguda, la acción bajo estos esquemas puede agravar las cosas en vez de mejorarlas.
Esta estructura mínima y genérica es aumentada con otras connotaciones tomadas del desarrollo histórico de la idea en Occidente. Ya Kosselleck (2007) señaló que las complejidades contemporáneas del término son procesos de recombinación y ampliación a partir de sus dos elementos originales, presentes en el uso griego antiguo. Allí crisis significa juicio y decisión (y en otra modulación, lucha); término que proviene a su vez del verbo krinein, separar, ya sea en el sentido de algo que se desintegra o de algo que se distingue. Es en sus ámbitos originales de aplicación, el médico y el jurídico-político, que estos sentidos distintos se conectan en una idea distinguible: la inminencia de una ruptura brusca que obliga la intervención, lo cual requiere distinción y evaluación (de ahí también se comprende una derivación crucial hacia “criterio” y “crítica”). En su forma más completa, entonces, crisis caracteriza una situación que 1) presupone el estado normal y objetivo de un orden (cuerpo biológico o político), al que sobreviene un trastorno profundo; 2) exige diagnóstico y acción terapéutica bajo un marco de riesgos e incertidumbre, lo que incluye un eventual conflicto de interpretaciones; 3) se desarrolla en el vértigo de un desenlace dramático: la disolución irreparable o la restitución. En estos ámbitos la crisis es potencialmente cíclica, pero antes del uso moderno el término registra otro momento formativo cuando es tomado por la escatología cristiana, relacionada con el juicio final. Este giro modifica el desenlace abierto de la situación en función del criterio e intervención humana por el de un juicio superior al conjunto que será definitivo e inapelable. El trastorno y la incertidumbre se introyectan a la conciencia o espíritu, la crisis caracteriza ahora un proceso subjetivo.
A partir de la modernidad europea, estos aspectos de diagnóstico y terapéutica, justicia y destino se irán alternando en énfasis para producir una escalada de extrapolaciones a todo tipo de ámbitos –económicos, políticos, psicológicos–, para finalmente reunirse y alcanzar intensidad máxima cuando la idea tome un sentido histórico-filosófico global. En el pensamiento iluminista y burgués del siglo XVIII, aquel que resitúa el imaginario utópico en el futuro y trae la consigna del progreso ilimitado, ya se habla de crisis de las instituciones, la filosofía y la civilización, lo que indica ineficacia o desconfianza en los sistemas de mediación heredados para organizar la comprensión y prospectiva del mundo. Esta tendencia hacia la negatividad y las crisis se asimila como un mecanismo positivo para el desarrollo histórico. Aparece la perspectiva de que las crisis ayudan al extrañamiento de las narrativas conservadoras de toda normalidad y a la renovación impetuosa de las corrientes de ideas, lo que permite liberar la conciencia a la experimentación con otros lazos entre lo individual y lo grupal, y entre lo grupal y el entorno. En su manifestación histórico-global, las crisis aparecen como el síntoma natural de un ideal de progreso que, sujeto a la crítica epistemológica como factor de superioridad racional, herramienta constructiva de comunidad y método terapéutico total, expulsa de su conciencia residuos irracionales profundos hasta alcanzar una autonomía final, un círculo virtuoso entre control irrestricto de la naturaleza y desarrollo material y civilizatorio. Esta dinámica constituye un mito de origen para la experiencia histórica que es la modernidad europea. Por ello, la crisis constituye un rasgo fenomenológico intrínseco de la cultura moderna, no solo experimentable en las distintas esferas de la vida, sino también, especialmente bajo su asociación con “ambiente”, como crisis de la propia modernidad.
Insignificante en la agenda internacional hasta la primera mitad del siglo XX, el concepto de “ambiente” se convierte en uno de los más recurrentes hacia la segunda mitad del siglo XX potenciado por su asociación con crisis. También ambiente registra una gran variedad de usos. En un sentido genérico (próximo al significado del latín ambiens, del verbo ambire, rodear) el término designa aquello que rodea a alguna cosa, con o sin intención. En las acepciones técnicas-científicas, designa relaciones ecosistémicas entre elementos bio-geo-físicos (incluyendo o no elementos artefactuales o culturales) que permiten el buen desarrollo de la vida local; en su extremo es la totalidad envolvente de esos ecosistemas que posibilitan el desarrollo de la vida global o la autorregulación planetaria (siendo equivalente a biósfera o a sistema-tierra). Cuando ambiente se asocia a crisis global, toma además otras connotaciones, provenientes de una transformación radical en la percepción del planeta como entorno de agencia humana dada en los últimos ciento cincuenta años.
Si antes del siglo XIX ambiente designa las constantes naturales externas que afectaban la variación cultural y social, a partir del nuevo milenio la noción sufrió el impacto del recambio teórico en el pensamiento biológico y económico-político, especialmente de un particular diálogo entre ambos. Este se puede ejemplificar a través de dos teorías. La de Malthus, quien sugiere con novedoso pesimismo que la naturaleza puede producir alimentos a una tasa máxima, que el crecimiento poblacional tendía a excederla y que no respetar los límites naturales al desarrollo social igualitario produciría miseria sistemática. Y la de Darwin, que erradica el finalismo de la historia natural, pasando de un orden necesario e inalterable a uno dinámico y contingente y de una aptitud humana potencialmente irrestricta a una restringida biológicamente. La innovación es que el proceso económico está globalmente atado al biológico bajo una lógica menos de abundancia que de escasez sistémica, y que el impacto humano en la naturaleza podía ser negativo, considerable e irreversible. “Ambiente” ya significa un sistema de interacciones más bidireccionales entre lo social y lo natural, sujeto a un balance frágil del que depende el desarrollo de una población. En este contexto aparece el principio de la ecología y del ecologismo, ya en vertientes más iluministas o romanticistas, ya orientadas a poner el foco en los parámetros naturales o en los sociales como limitantes del desarrollo.
Estas tendencias se acentúan hacia mitad del siglo XX e ingresan con otra fuerza en el imaginario popular. Hasta este momento la cronología y fuerza del cambio humano parecían insignificantes en comparación con la cronología y fuerza del cambio geológico. Los años que siguen a la Segunda Guerra Mundial alteran esta percepción: en el período llamado “La Gran Aceleración” se producen aumentos exponenciales en los niveles de uso de combustibles fósiles, de consumo y crecimiento poblacional, y de agotamiento, contaminación de recursos, y extinción de biodiversidad. En el proceso de mundialización económica y de escalada nuclear que siguen a la guerra mundial surgen los primeros organismos de regulación internacional, inaugurando una discursividad unificada sobre lo global y sobre “el” ambiente planetario. Se produce una inversión de escalas: la Tierra, antes pletórica y todopoderosa, se torna “pequeña, frágil, agotable y posible de ser destruida por las propias acciones humanas” (Estenssoro, 2014). Es recién cuando se percibe que la acumulación de transgresiones irreversibles y a escala global en la relación pueden comprometer la continuidad del desarrollo civilizatorio, que el concepto de “crisis ambiental” comienza a circular en el discurso. El término es inicialmente popularizado en el contexto geopolítico de la Guerra Fría, avivado por una ascendente corriente neomalthusiana de las élites capitalistas que cuestiona la política de estímulos económicos a los países “subdesarrollados”, luego contraargumentado desde el sur global, señalando que los límites percibidos eran menos “naturales” que “sociales”: la naturaleza alcanza, lo que es insostenible es la lógica mundial de distribución y “desarrollo”.
De este modo, ambiente se torna expresión de una relación de interdependencia metabólica entre agentes y entornos vista siempre desde algún parámetro de funcionalidad y control. Toda representación del ambiente es entonces, tácitamente, el reflejo de un proyecto previo y, por lo tanto, de la posicionalidad de un sujeto en relación con su entorno objetivado, sus líneas de acción, y el modo de regulación de esa relación que la estabiliza en el tiempo (Harvey, 2018). Por eso la crisis ambiental global no es un síntoma de la destrucción de la naturaleza externa, sino del “mundo” que creamos a través de ella. La fuerza de la crisis obliga a las posiciones en conflicto a asumir una mirada crítica y a largo plazo, donde un mundo proyectado se resuelve en dependencia metabólica con otros seres y cosas, y también al pasado a largo plazo, buscando entre los modos históricos de regulación de estas dependencias el “clavo dorado” que marque el origen de la ruptura.
Se puede caracterizar ahora la estructura hermenéutica básica de la “crisis ambiental”, según la encadenación de sus respectivos campos semánticos: a) de la percepción de empeoramiento en las condiciones bio-geo-fìsicas para el desarrollo de proyectos de vida, bienestar y justicia, y de falla en los mecanismos de regulación asociados, se define un estado de normalidad; b) de la representación de la Tierra como sistema escaso y relativamente cerrado, se interpretan límites o puntos de inflexión sistémicos desde los cuales se caracteriza la situación presente como una de transgresión; c) del enfoque epistemológico del sistema como uno interactivo, complejo y sujeto a incertidumbre, se presenta el desenlace como parcialmente abierto y evitable, exponiendo alternativas de futuro diametralmente opuestas y, por acción u omisión, la inevitabilidad de decisiones urgentes; d) de la situación de responsabilidad y posicionalidad respecto a la decisión se genera una imbricación entre el diagnóstico (relación social con la naturaleza) y el criterio terapéutico (enfoque de sostenibilidad).
Si a esto se agregan otras claves de interpretación, la crisis ambiental toma escala histórico-filosófica al formar entre las perspectivas dispersas o antagónicas un vector de convergencia hacia comunidades de destino. Esencial a esto es que e) los sistemas ecológicos terrestres, así como los epistémicos y decisionales que los representan, se interconectan y retroalimentan entre sí; f) entre los desenlaces posibles se encuentra el colapso de las redes de soporte de muchos “mundos” culturalmente existentes, o de la supervivencia humana en general; g) la intensificación de efectos negativos e incertidumbres en la relación con la naturaleza es un subproducto de la intensificación de una racionalidad social dominante dirigida a controlarlos y reducirlos (en el marco de la modernidad cultural, la crisis ambiental se expresa también como crisis socio-técnica).
Muchas inversiones sobre las categorías de normalidad marcan la creciente irrupción de esta estructura, lo que deja entrever el carácter del Antropoceno. Basten dos: una hermenéutica, cuando en la conversación mundial de alternativas el “ambiente” deja de ser la forma de designar relaciones locales y particulares con la naturaleza externa y la “naturaleza” occidental pasa a ser una forma particular de entender relaciones ambientales (mejor traducibles, por ejemplo, al ixofij mogen mapuche o al huanjing chino); otra ontológica y epistemológica, cuando los humanos (los ambientados) se vuelven simultáneamente ambiente (“ambientantes”), lo que genera “un cada vez más ambiguo ambiente, que ya no sabemos dónde está en relación con nosotros, ni nosotros con relación a él” (Danowski y de Castro, 2019: 43).
Danowski, D. y de Castro, V., (2019) [2014]. ¿Hay mundo por venir?: Ensayo sobre los miedos y los fines. Buenos Aires: Caja Negra.
Estenssoro Saavedra, F. (2014). Historia del debate ambiental en la política
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Svampa, M. & Viale, E. (2020). El colapso ecológico ya llegó: Una brújula para salir del (mal)desarrollo. Siglo XXI: Buenos Aires
Wang, T. (2014). “A Philosophical Analysis of the Concept of Crisis”. Frontiers of Philosophy in China, 9(2), 254-267.
Animalismos, Buen vivir, Capitaloceno, Cero neto para 2050, Chthuluceno, Cosmopolítica, Equidad intergeneracional, Extinción, Extractivismo, Futuro ancestral, Historia natural, Naturaleza (relaciones sociales con la), Neoliberalismo, Plantacionoceno, Poscapitalismo, Tecnoceno, Ubuntu, Violencia lenta
Universidad Nacional de San Juan
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0001-9260-3340
Desde fines del siglo XX irrumpe “la cuestión de la animalidad” en múltiples producciones teóricas, activistas y artísticas. El “giro animal” tiene su punto de partida en los movimientos de liberación animal desplegados desde los años setenta y en las posiciones antiespecistas de Richard Ryder, Peter Singer y Tom Regan, así como en los ecofeminismos vegetarianos de Carol Adams y Josephine Donovan. Asimismo, en la filosofía continental, la crítica a las nociones de “humano” y de “sujeto”, iniciada a fines del siglo XIX por Nietzsche, trajo como efecto la necesidad de desplazar las distribuciones jerárquicas sobre lo viviente. En este sentido, el descentramiento de lo humano ha supuesto que las reflexiones sobre lo animal se ubiquen en un lugar central. Los conceptos de animot de Jacques Derrida, de “devenir-animal” de Gilles Deleuze y Felix Guattari, de “especies compañeras” y “alianzas multiespecies”de Donna Haraway, entre otros, son apuestas por afirmar la variabilidad de los cuerpos, más allá de los umbrales entre lo humano y lo no humano. A este itinerario se suman intervenciones de América Latina, orientadas a denunciar los modos en que humanismo colonial implementó la animalización como recurso para delimitar fronteras entre vidas que merecen ser vividas (las humanas) y vidas que se condenan a muerte (las animales).
Además, las recientes discusiones en torno a la Sexta Extinción Masiva de Especies, el Antropoceno, el Capitaloceno y el Plantacionoceno, han llamado la atención sobre las nefastas consecuencias del cambio climático a nivel global, el cual arrasa con la vida de los animales “silvestres”, mientras la expansión de la frontera agrícola induce un proceso descomunal de producción de vida-para-la-muerte de los animales “domésticos”. Es precisamente la industria ganadera una de las principales causas de la deforestación, de la escasez de agua, del deterioro de la capa de ozono y de la pérdida de biodiversidad. Más aún, la escalofriante proliferación de incendios forestales en múltiples puntos del planeta es el resultado de necropolíticas que se han tornado un riesgo incalculable, hoy más que nunca, para las condiciones de habitabilidad y diversificación de las formas de vida. El “giro animal” es entonces el punto de articulación de una serie de interrogantes y desplazamientos que han puesto en crisis el modelo normativo del Hombre y con ello la violencia epistémica, política y ética que le es característica.
En este panorama, los animalismos constituyen una amplia variedad de discursos, prácticas y luchas ético-políticas dirigidas a combatir el especismo y a defender a los demás animales. El término “animalismos”, usado sobre todo en Latinoamérica y España, proviene de los activismos, a diferencia de lo que ocurre con el concepto de “antiespecismos”, que ha pasado del mundo intelectual anglosajón a los activismos y a la sociedad en general. El animalismo se ha escindido históricamente en dos grandes vertientes: abolicionista y bienestarista. La primera está asociada al Movimiento abolicionista de liberación animal y se distingue del bienestarismo en que su objetivo es suprimir, en lugar de reformar, la dominación animal, lo cual implicaría la constitución de formas de vida no especistas (González y Ávila, 2022). Por eso, los animalismos también nombran aquellas acciones y campañas que buscan liberar a los animales no humanos del cautiverio, así como denunciar, a través de acciones gráficas y manifestaciones, su situación de explotación. Algunas de estas acciones las llevan a cabo de forma anónima o a través de rescates abiertos. Sin embargo, esta definición tan general no hace justicia a las disputas internas que los animalismos, los antiespecismos y los movimientos por la defensa de los animales han experimentado en los últimos tiempos. Porque existen múltiples controversias acerca de cómo se entiende el especismo, la liberación animal, el veganismo y las relaciones que se pueden establecer con otras luchas políticas.
Inicialmente, la noción de especismo fue acuñada por Ryder en 1971 para describir un prejuicio injustificado contra los demás animales basado en la supuesta superioridad de la especie humana. Posteriormente, aparecieron los libros Animal Liberation (1975), de Singer, y The Case for Animal Rights (1983), de Regan, que defendieron varios de los objetivos de los activismos por la liberación animal. También se desarrollaron algunas organizaciones estadounidenses como PETA, In Defense of Animals y Farm Sanctuary. Paralelamente, surgieron organizaciones abolicionistas antiestatistas, como Animal Liberation Front (ALF), fundada en 1976. En Animal Liberation, Singer retomó la definición de especismo, al tiempo que sostuvo que la liberación animal es una extensión lógica de otras luchas políticas, como el feminismo y el antirracismo. Para ello, defendió la noción de sintiencia como criterio de consideración moral: cualquier individuo, humano o no, que pueda experimentar placer y dolor tiene interés en no sufrir y en acceder a eventos placenteros. El especismo sería entonces una forma de discriminación injustificada, porque favorece arbitrariamente los intereses de los miembros de la especie humana, en contra de los intereses de los demás animales. Esta perspectiva ha permeado a las luchas animalistas dominantes o hegemónicas (Ávila, 2022), las cuales buscan abolir el status de propiedad de los animales y defienden el veganismo, entendiéndolo como el rechazo a consumir productos de origen animal. Además, dicho enfoque ha tenido un gran impacto en agrupaciones latinoamericanas como Voicot, Animal Libre, Santuario Jaulas Vacías, Igualdad Animal (esta última de carácter internacional), entre muchas otras.
Ahora bien, desde su formulación, el término “especismo” ha sufrido una serie de desafíos y desplazamientos. Inicialmente, los feminismos antiespecistas cuestionaron la propuesta de Singer por su excesivo racionalismo (Adams, 1990), mientras que, más recientemente, desde la teoría crip y los estudios críticos de la raza, se ha denunciado su desconocimiento sobre el capacitismo (Taylor, 2017), el racismo y la colonialidad (Ko, 2023). El problema que ven dichas teorías es que, al concebir la noción de especismo de manera abstracta, la pretensión de construir alianzas con otros movimientos sociales se ha basado en la idea de que la violencia hacia los demás animales es el resultado de análogos “prejuicios irracionales” (Calarco, 2020). Frente a dicha concepción, los “animalismos situados” (Ávila, 2022) han detectado la insuficiencia de pensar al especismo como una forma de discriminación individual porque se omite su carácter estructural y los modos en que se conecta y refuerza con otros sistemas de opresión. En su lugar, algunas perspectivas han propuesto entender el especismo como un orden global de dominación, un dispositivo de precarización inducida (González y Ávila, 2022), una ideología (Nibert, 2002), una forma de opresión o violencia estructural (Oliveira, 2021; Cragnolini, 2021), e incluso se ha argumentado la necesidad de sustituir el término especismo por la noción de antropocentrismo (Calarco. 2020). En cualquier caso, estos enfoques dejan en claro que la opresión animal no puede entenderse desde una mera elección voluntarista, sino que se trata un orden sistemático de dominación que conjuga instituciones (zoológicos, granjas industriales, bioterios), campos de saber y técnicas que re-producen la dicotomía jerárquica humano-animal, legitimando la explotación, sujeción y subordinación de los demás animales.
Cabe precisar que, a diferencia del animalismo hegemónico, estos enfoques sostienen que el especismo nunca ha privilegiado a la “especie humana” en su conjunto, sino que el resultado de su distribución jerárquica ha sido la ubicación dominante de cierto modelo de lo Humano: el varón cisgénero blanco, adulto, heterosexual, del norte global, capaz y neurotípico. En este sentido, la dominación animal reproducida por el orden especista atañe también a los seres humanos históricamente animalizados y a lo considerado como animal en el ser humano. Porque la “animalidad” ha sido un lugar bajo el cual se han clasificado todos aquellos cuerpos y formas de vida definidas como apropiables y disponibles, a saber, mujeres (cis y trans), hombres trans, maricas, travestis, travas, personas negras, latinas, empobrecidas, campesinas, lesbianas, cuerpos no binarios, intersex, trabajadoras sexuales, cuerpos gordos, indígenas, personas crip, neurodivergentes, y a todos aquellos deseos y comportamientos que no responden a las normas hegemónicas definidas por la matriz moderno-colonial. De modo tal que el especismo sostiene la explotación, la exclusión, el exterminio y el usufructo sistemático de todos los cuerpos marcados como “animales”, es decir, de aquellas corporalidades que, al no responder a la normatividad humana, quedan excluidas de las protecciones legales, culturales y materiales que gozan quienes sí son reconocidos como sujetos legítimos, reales y valiosos. Por tanto, la pregunta por el especismo no puede disociarse de un abordaje crítico de los dispositivos cisheteropatriarcales, capitalistas, coloniales, racistas y capacitistas. Además, estos enfoques proponen que el especismo debe analizarse y desmantelarse de manera histórica y localizada: ¿cómo se ejerce?, ¿cómo se sostiene y legitima?, ¿cómo sería posible abolirlo?
Mostrar que el especismo es un orden de dominación, consistente en un conjunto de relaciones históricas y modificables, apunta a discernir grietas y zonas de resistencias, de modo tal que formas alternativas de vida se tornen posibles. Aquí emerge otro punto de distancia entre el animalismo hegemónico y los animalismos situados sobre cómo entienden los modos de enfrentarse a la dominación animal y, por ende, la forma en que conciben al veganismo. En el primer caso, el veganismo es entendido como una identidad o estilo de vida asociada al no consumo de productos de origen animal. No obstante, al entenderlo de este modo, los debates se limitan a reflexionar sobre la accesibilidad de productos veganos en las sociedades de consumo capitalistas. Tales narrativas son problemáticas porque desconocen las desigualdades estructurales y desplazan la responsabilidad ética hacia el individuo. En el segundo caso, los animalismos situados entienden a los veganismos (en plural), ya no como una forma de consumo, sino como un conjunto de prácticas, multisituadas y heterogéneas, orientadas a la configuración de formas de vida alternativas y antagónicas al especismo (Ávila, 2022). Para esta perspectiva, la liberación animal no supondría una forma de temporalidad lineal diseñada por un sujeto humano, sino que aludiría a las múltiples potencias que acechan el presente, que pueden desplazar y abolir las relaciones de dominación especistas. La cuestión no es, entonces, decretar un futuro “vegano” homogéneo a alcanzar, sino de pensar cómo las prácticas veganas apuntan a liberar a los demás animales de “un orden establecido que les ha impedido constituir sus propios mundos, sus propias relaciones, sus propios devenires, alegrías y pasiones” (Calarco y Caffo, 2012).
Siguiendo a Matthew Calarco (2012), las prácticas veganas definidas en este último sentido, no solo se orientan a reconfigurar los hábitos alimentarios, sino que deben implicar una reflexión sobre el transporte (piénsese en la fragmentación del hábitat y la muerte masiva de animales en rutas), la utilización de la energía (el uso de los combustibles fósiles es perjudicial para el hábitat de los animales), la arquitectura antropocéntrica de las ciudades, la producción de residuos, el uso del agua y las relaciones cotidianas con las llamadas “especies de compañía”, etc. Pero tales cambios a nivel estructural solo serán posibles si los antiespecismos establecen articulaciones y alianzas con otros movimientos antiopresión. Por esta razón, los animalismos situados además de hallarse comprometidos con defender al resto de los animales, deben cuestionar los procesos de animalización de múltiples cuerpos que no cumplen con el patrón de humanidad propuesto por el humanismo europeo. En este sentido, existen animalismos anticapitalistas, queer, trans*, anticapacitistas, decoloniales, indígenas, antirracistas y negros que proponen ópticas más amplias para abordar las tramas complejas que vinculan al especismo con la colonialidad, el racismo, el capacitismo, el capitalismo, el gordo-odio y el régimen heterocisexual. Tales veganismos y luchas antiespecistas acontecen dentro y fuera de la academia, en iniciativas como el “Movimiento Afro Vegano” de Brasil, en grupos vegananarquistas (Davidson, 2021), en algunas organizaciones argentinas como Feminismo Antiespecista Interseccional, Resistencia Antiespecista, Lo animal es político, Tortilleras por la extinción, entre muchas otras organizaciones, colectivos y movimientos. También se han desplegado en producciones académicas como la Revista Latinoamericana de Estudios Críticos Animales, la revista Animula y la publicación Animales & Sociedad del Centro de Estudios Abolicionistas por la Liberación Animal (CEALA).
Por último, es preciso notar que la reivindicación de “la animalidad” ha surgido en algunos activismos como un punto de encuentro no identitario para trazar alianzas entre minorías políticas. En efecto, si la animalidad ha sido objeto de disciplinamiento y de control por parte de la máquina humanista, y si además múltiples cuerpos no-normativos han sido ubicados del lado de lo animal, entonces, uno de los mayores desafíos es apostar por políticas (múltiples y heterogéneas) que se orienten a reivindicar esa vulnerabilidad animal como una instancia alternativa para pensar la articulación colectiva. El reconocimiento de esta vulnerabilidad quizá pueda devenir una potencia de encuentro afirmativa, para imaginar otras formas de espacios de lo común, en los que se desplace el dispositivo de lo humano: su producción especista, racista, capacitista y cisheteropatriarcal. Es en esas apuestas por alianzas multiespecies que tal vez sea posible configurar apuestas ético-políticas que enfrenten las jerarquías diferenciales sobre las formas de vida, abriéndose al porvenir de los animalismos.
Adams, C. (1990). The Sexual Politics of Meat. A Feminist-Vegetarian Critical Theory, Bloomsbury Academic.
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Ambiental (crisis), Capitaloceno, Chthuluceno, Cosmopolítica, Equidad intergeneracional, Extinción, Historia natural, Naturaleza (relaciones sociales con la), Plantacionoceno
Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe
Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0001-5187-104X
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0001-5867-7418
En años recientes, el concepto de archivo se ha transformado en una preocupación central de las ciencias sociales y las humanidades. Sin embargo, si miramos la profusa cantidad de diccionarios y léxicos publicados durante las dos últimas décadas, notaremos la ausencia de entradas dedicadas a la voz. La omisión no parece adecuada, dado que el término se ubica en el centro mismo de la actividad de investigación, en lo que respecta tanto al aspecto material del archivo (repositorio de datos a ser analizados), como al acto de archivar en tanto modo de dejar una marca hacia el futuro (y esto no solamente en el ámbito de la investigación sino también en el de la justicia restaurativa). El interés por el archivo como enlace inexorable entre pasado y futuro adquiere nuevas facetas y posibilidades con las múltiples maneras de archivar y de crear archivos personales y comunitarios que permiten las nuevas tecnologías. El recorrido de lo analógico a lo digital, así como las múltiples alternativas que se ofrecen y amplían día a día, han hecho del acto de archivar y de la reflexión sobre qué constituye un archivo áreas fundamentales de la investigación académica y de la gestión cultural y social.
Según Arthur Leavitt, el término archivo surge de la raíz indo-europea APX y, de acuerdo con Jacques Derrida, del término griego arkhé que “nombra a la vez comienzo y mandato” (1997: 6). En este origen ya se incluyen las dos interpretaciones más contemporáneas del término archivo: aquello que da origen a un campo (disciplinar, geográfico, simbólico) y la directiva de guardar, ordenar y crear jerarquía y linaje. El archivo produce un efecto de domiciliación, de ubicación espacial del conocimiento y de soporte. En la cultura occidental, la pulsión por archivar se puede rastrear hasta los pueblos más antiguos –egipcios, asirios, hebreos, fenicios– y aparece de modo más sistemático en Grecia y Roma. Sin embargo, el modo en que conceptualizamos actualmente el archivo está muy imbricado en los procesos de expansión imperial europea en los que surgen los paralelismos entre escritura y organización de información y empresas de cartografiado y colonización.
Desde fines del siglo XVIII, los archivos se desarrollan por impulso y decisión de los Estados que cuentan con la capacidad para custodiarlos, organizarlos y administrarlos. Así, los archivos de Estado se comprenden como “fuente de poder”. A partir de la caída del Antiguo Régimen y el inicio del siglo XIX, se da inicio a una etapa de creciente desarrollo de la práctica archivística en la que, además de la dimensión de poder, los archivos comienzan a tener una relevancia para la investigación histórica. En ese marco, se producen transformaciones en las formas de comprender los archivos que terminan por delimitar el surgimiento de la disciplina específica de saber, la archivística, con sus procedimientos sistematizados, sus técnicas y su teorización.
Para Michel Duchein, uno de los clásicos historiadores de esta “ciencia”, el principio teórico rector de la práctica es el del “respeto de los fondos”, elaborado por Natalis de Wailly en 1841. Este principio, conocido también como el “principio de proveniencia”, se basa en “reunir los documentos por fondos” –de allí, el concepto de “fondos de archivo”—. Esto implica “reunir todos los títulos, todos los documentos que provienen de un cuerpo, de un establecimiento, de una familia o de un individuo, y disponer según un cierto orden los diferentes fondos” (1976: 10). Los documentos, a diferencia de un “objeto de colección” o de “un legajo administrativo”, devienen tales en la medida en que se los somete a una operación específica: de interpretación, de orden y catalogación y, en consecuencia, adquiere una relación con un conjunto determinado. En síntesis, la clásica idea de archivo se vincula a la organización, serialización y conservación de documentos según este principio rector, pero también a la institución que los administra y a su localización física específica.
Durante el siglo XIX y principios del XX, estos archivos históricos adquieren cierta autonomía respecto de los clásicos repositorios estatales. Se convierten en espacios destinados a un oficio fuertemente atravesado por las normas generales de la institución y de su práctica y realizado por un pequeño número de personas provenientes de una élite ilustrada. A partir de los años treinta del siglo XX, en el contexto de la conformación de la sociedad de masas, los archivos comienzan a concentrar la atención de otras personas y saberes no vinculados al campo disciplinar. Desde el arte, la crítica cultural y la sociología se empieza a ver en la práctica un interés por sus fundamentos teóricos y epistemológicos, así como por sus procedimientos. De acuerdo con esta perspectiva, los archivos se consideran un elemento clave del ámbito de la cultura, o de la “acción cultural” (Duchein), y del patrimonio de una sociedad. Esto posibilita una ampliación en sus usos y una extensión en sus disciplinas, como el caso de El libro de los pasajes, de Walter Benjamin, o del Atlas Mnemosyne, de Aby Warburg. Este último precisamente pone en evidencia un modo singular de comprender el archivo a partir de la creación de un “dispositivo visual” que organiza y almacena una serie de imágenes asociadas a la historia del arte y la cultura global, no solo occidental (Guasch, 2011).
Hacia los años sesenta, el concepto de archivo experimenta una reapropiación novedosa que modifica el paradigma clásico señalado. Michel Foucault propone una noción que no se delimita por su localización ni por su procedimiento específico, sino por el conjunto de condiciones de posibilidad para que surjan los enunciados de una sociedad. En la Arqueología del saber, lo define como “la ley de lo que puede ser dicho, el sistema que rige la aparición de los enunciados como acontecimientos singulares” (2011: 170). Esta conceptualización no ignora las clásicas acepciones asociadas a la fuente de poder, a la institución que los resguarda o al oficio específico, sino que se orienta en una dirección que permite redefinir los límites y las formas de decibilidad, de conservación y de la memoria de una sociedad determinada (Castro, 2004). De esta manera, Foucault se aleja de una noción general, neutral o positivista para atender efectivamente lo que puede ser dicho y lo que no, lo que puede ser escuchado y recordado, y lo que no.
A partir de entonces, aparecen nuevos abordajes respecto a cómo considerar y trabajar con los archivos. Entre ellos, los abordajes propuestos por las historiadoras Arlette Farge (1989) y Carolyn Steedman (2002) o por Ann Cvetkovich (2003) y Sara Ahmed (2015). Estos nuevos enfoques permiten acercarse a la práctica de archivo y recuperar otras dimensiones relevantes –aunque desatendidas en las acepciones clásicas–, como las dimensiones afectivas, corporales y experienciales.
A partir de los años ochenta, con lo que se ha denominado el giro memorialístico, la noción de archivo comienza a vincularse fuertemente con los procesos de memoria y de elaboración de pasados violentos y traumáticos. La recuperación democrática luego de las dictaduras cívico-militares y el terrorismo de Estado en los países del Cono Sur y América Central ponen en evidencia la importante tarea de recuperar, organizar y conservar la documentación producida durante esos años para contribuir al esclarecimiento y juzgamiento de las violaciones a los derechos humanos. En ese marco, aparecen los “archivos de la memoria” y los “archivos de la represión”, vinculados al ejercicio de inteligencia de las fuerzas de seguridad durante los regímenes represivos (Kahan, 2007; Da Silva Catela, 2002). En ese contexto, también se construyen archivos impulsados por las comisiones encargadas de investigar los procesos de violencia estatal y aportar pruebas en los juicios por crímenes de lesa humanidad. Los organismos de derechos humanos y otras instituciones de la sociedad civil comprometidas con las demandas de memoria, verdad y justicia también conforman archivos a partir de la documentación producida durante los años de la represión, de la transición y durante los períodos democráticos. En algunos de estos casos, los archivos se conforman siguiendo los parámetros clásicos de la archivística, sobre todo, aquellos dispuestos principalmente para la consulta y la investigación histórica. En otros, los archivos se producen a partir de paradigmas contemporáneos que toman aportes de otras disciplinas, como las artes o la museística. En estos últimos, específicamente, la función principal es la de contribuir a la construcción de sentido sobre la memoria del pasado traumático. En general, se producen en articulación con el establecimiento de sitios de memoria.
En los últimos años, ha habido indagaciones originales sobre cómo el archivo presenta posibilidades de futuro. Javier Guerrero, por ejemplo, propone que a través del archivo “el cuerpo autoral escribe después de perecer” (2022: 9) por lo que la obra de un/a autor/a no termina con su muerte sino con posibles lecturas alternativas de los archivos personales. Por otro lado, el arte ha usado metodologías archivísticas para crear obras que pueden ser consideradas en sí mismas archivos, como es el caso de la artista chilena Voluspa Jarpa. En esta línea, Mónica Szurmuk y Alejandro Virue han propuesto que la literatura puede funcionar como archivo hospitalario que resguarda lo que todavía no se puede articular. El rol del crítico sería develar a través de una lectura eso que está latente en el texto. El archivo es el lugar privilegiado donde desde el presente se articula la relación entre el pasado y el futuro. Vivimos en un presente que produce archivo de manera inédita, a través no solo de la legitimación de los archivos oficiales e institucionales, sino también a través del flujo de información en redes sociales, la realidad aumentada y los archivos digitales de diferentes tipos. Como señala Gabriella Giannachi, “usamos el archivo para revisitar el pasado en el presente, y así reescribir nuestra presencia, como otrxs, acercándonos a lo aún no vivido en el presente, subvertir nuestro pasado, y a la vez, diseñar futuros posibles” (2016: 183).
Ahmed, S. (2015). La política cultural de las emociones. México: UNAM.
Castro, E. (2004). El vocabulario de Michel Foucault. Un recorrido alfabético por sus temas, conceptos y autores. Bernal: Universidad Nacional de Quilmes.
Cvetkovich, A. (2003). An Archive of Feelings: Trauma, Sexuality, and Lesbian Public Cultures. Durham: Duke University Press Books.
Da Silva Catela, L. (2002). Los archivos de la represión: Documentos, memoria y verdad. Buenos Aires: Siglo XXI.
Derrida, J. (1997). Mal de archivo. Una impresión freudiana. Valladolid: Trotta.
Duchein, M. (1976). “El respeto de los fondos en archivística”. Revista del Archivo General de la Nación. N°5, Año 5, pp. 7-32.
Farge, A. (1989) La seducción del archivo. Valencia: Editorial Institucio Alfons El Magnanim.
Foucault, M. (2011). La arqueología del saber. Buenos Aires: Siglo XXI.
Giannachi, G. (2016). Archive Everything. Cambridge: The MIT Press.
Guasch, A. M. (2011). Arte y archivo. Genealogías, tipologías y discontinuidades. Madrid: Akal.
Guerrero, J. (2022). Escribir después de morir. El archivo y el más allá. Santiago de Chile: Metales pesados.
Kahan, E. (2007). “¿Qué represión, qué memoria? El ‘archivo de la represión’ de la DIPBA: problemas y perspectivas”. Question, 1 (16). En Memoria Académica.
Steedman, C. (2002). Dust. The Archive and Cultural History. New Jersey: Rutgers.
Szurmuk, M. y Virue, A. (2020). “La literatura de mujeres como archivo hospitalario”. El taco en la brea. 7:1, 67-77.
Ver también
Crítica / poscrítica, Derechos humanos, Dignidad, Futuridad, No conocimiento, Presentismo, Transición digital
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0003-1724-1188
Arraigo alude al sentido de pertenencia a un lugar. Implica una relación específica entre pasado, presente y futuro, en la cual el sujeto percibe su pertenencia a un espacio a través del desarrollo de vínculos afectivos. De esta manera, evoca imágenes asociadas al tiempo y al espacio. En cuanto al tiempo, si bien lo que prevalece es el pasado –en tanto predomina lo ya conocido por sobre lo nuevo o lo desconocido– se apela también al presente, ya que el arraigo despierta un fuerte deseo de permanencia en el lugar que se habita, lo cual moviliza en varias ocasiones la acción colectiva para crear condiciones para el buen vivir. Así, el arraigo implica la proyección de la vida –futuro– en un espacio que aloja experiencias, vínculos, luchas. En tanto y en cuanto se trata de un término inherentemente geográfico, el arraigo apela también al espacio. De acuerdo con Yi Fu Tuan (2007), un espacio se convierte en lugar en la medida en que se establecen con él lazos afectivos basados en experiencias vividas que quedan guardadas en lo más profundo de la memoria y que, cada vez que son recordadas, producen una gran satisfacción. A este sentimiento agradable de pertenencia a un lugar, Tuan lo denomina “topofilia”. Construido de esta manera, el lugar se constituye como un verdadero hogar que se percibe al mismo tiempo como refugio, marco de referencia y contexto de identificación (Terkenli, 1995).
Etimológicamente, arraigar significa “echar raíces”. La raíz es lo que sustenta y nutre la posibilidad de continuidad de la vida que se encuentra aferrada a la tierra. Aquí entra otro elemento constitutivo del arraigo, que es la tierra. En el libro Desarraigo (2017), Pierre Bourdieu y Abdelmalek Sayad describen el vínculo de identificación que los campesinos argelinos desplazados y agrupados forzosamente durante la guerra de liberación tienen con su tierra, que se percibe como materia viva a la cual honrar. Independientemente de si se es o no propietario de esa tierra, la condición de su explotación tiene que ver con su proximidad. Así, para estos campesinos desplazados, el alejamiento de sus tierras se vive como una amputación física: “la forma esencial de vida del campesino es con raíces en su tierra, la tierra donde nació y a la que le ligan sus costumbres y recuerdos. Desenraizado, lo más probable es que muera en cuanto campesino, al morir en él la pasión que le hace campesino” (Bourdieu y Sayad, 2017: 146, destacado en el original).
En nuestro trabajo de campo realizado con pobladores rurales y campesinos de las provincias de Chaco y Buenos Aires, podemos percibir también la relación intrínseca entre arraigo/tierra/trabajo y vida.3 La tierra es percibida como el lugar en el cual y del cual se vive: “lo que crece en la tierra guarda la memoria de años de trabajo, es materia viva que retribuye el vínculo agónico pero vital entre el ser humano y la tierra” (Miano, Rotman, Heras, 2020: 395). El arraigo se constituye en la ligazón identitaria con la tierra que se habita. Al ser un vínculo afectivo amoroso entre el sujeto y su lugar, hay en esta relación un íntimo componente de fidelidad (Bachelard, 2000); se trata de un lugar que se distingue del resto. La percepción y valoración que se realiza sobre ese lugar requiere de una receptividad a la belleza del mundo circundante, al paisaje, a la exuberancia de la naturaleza.
Posterior a la Segunda Guerra Mundial, el término arraigo y su opuesto –desarraigo– tuvieron una gran relevancia en el campo de las ciencias sociales para describir el fenómeno de los desplazamientos poblacionales. A partir de la década de 1980, puede observarse que el término comienza a asociarse con diversos planes de desarrollo, con el objetivo de contrarrestar los movimientos poblacionales desde las zonas rurales hacia las grandes ciudades, como consecuencia de la concentración de la propiedad de la tierra, la libre movilidad del capital financiero y el despojo y acaparamiento de tierras. “En este camino éramos nueve familias, quedamos dos nomás” o “estas escuelas sirven para que por lo menos los chicos no se vayan tan pronto” son frases pronunciadas por la población con la que trabajamos que dan cuenta de la expulsión de los habitantes de las zonas rurales. Quienes se quedaron a vivir en el campo lo han hecho a través de una férrea elección y conociendo lo que se enfrentan: dificultades en el acceso a servicios básicos, incendios, inundaciones, fumigaciones con agrotóxicos, la rudeza del trabajo con la tierra, la falta de trabajo, la certeza de que quienes están hoy, mañana, posiblemente, no estarán porque habrán sido expulsados o se habrán visto forzados a dejar sus lugares.
Mientras que el desarraigo se relaciona con la nostalgia, definida como el dolor que genera la ignorancia de no saber más sobre un lugar añorado (Kundera, 2013), el arraigo se relaciona con la autodeterminación vinculada a la elección respecto de dónde y de qué modos vivir. La potencia del arraigo radica en esa ligazón afectiva e identitaria que lleva a cuidar el lugar habitado y a actuar junto a otros para crear mejores condiciones de vida. A estas alianzas, vínculos y articulaciones las hemos denominado “coaliciones”, interpretándolas como acciones políticas (Miano, Rotman y Heras, 2020) que buscan contrarrestar las condiciones de precariedad asociadas, sea al acaparamiento de tierras por parte de las clases hegemónicas, sea a conflictos ambientales generados por el avance de la agricultura predatoria, sea a otras modalidades de violencia de clase que también derivan en la expulsión de campesinos y trabajadores rurales de sus ámbitos de pertenencia.
Además de la geografía, el término ha sido trabajado por otras disciplinas tales como la psicología comunitaria, la sociología, la antropología y la filosofía. También ha sido referenciado en los estudios sobre refugiados, asilados y exiliados. En el marco del Programa Aprendizaje de y en Autogestión, específicamente en la línea de educación rural, trabajamos con escuelas de alternancia, y reflexionamos sobre el arraigo desde la perspectiva de la etnografía educativa. Para las familias que habitan en los ámbitos rurales, las posibilidades de dar continuidad educativa a las niñas y niños una vez finalizada su escolaridad primaria, se plantea como algo estrechamente relacionado con el arraigo. En la mayoría de los casos, el ámbito rural se presenta en un inicio como incompatible con las posibilidades de una trayectoria educativa completa (considerando que en nuestro país la escolarización obligatoria incluye tanto a la primaria como a la secundaria). En los territorios rurales, el par escolaridad/arraigo parece ser un dilema. Estas escuelas, al establecer la alternancia de los estudiantes en cuanto a la permanencia en la escuela y el hogar (por lo común, una semana en la escuela y dos en sus hogares), generan las condiciones para que las familias puedan permanecer en sus lugares, en vez de trasladarse a centros urbanos para poder acceder a la oferta de educación secundaria. Para estas escuelas, el arraigo no implica necesariamente quedarse a vivir en el campo, sino forjar ese sentido de pertenencia a lo rural y abrir las posibilidades para que el alumnado pueda elegir lo que quiere hacer en su futuro. Lo educativo se presenta así como una posibilidad de ir más allá de un destino prefijado para estas familias: “Mi papá tuvo que defender esta propuesta [educativa] en instancias provinciales, cosas que nosotros, en medio de donde estábamos, jamás habíamos ido tan lejos”. De esta manera, las escuelas de alternancia generan arraigo y también la posibilidad de “ir más lejos”, tal como lo expresan nuestros informantes, tanto en términos espaciales como vivenciales. De allí que la idea de arraigo no equivale necesariamente a quedarse a vivir en el campo, sino que puede forjar un sentido de pertenencia que permite una trascendencia. Arraigo no es solamente permanecer, es sobre todo pertenecer y abrir posibilidades, en este caso a través de lo educativo, para trascender un destino prefijado.
La manifestación del arraigo como vínculo que despierta nostalgia y melancolía cuando el sujeto se separa de ese lugar querido ha sido un tema recurrente en la literatura. En el cuento “Mi madre andaba en la luz”, de Haroldo Conti (1962), el personaje entra y sale de su casa natal imaginaria, reconstruida en el tiempo, unas mil veces durante el día estando frente a una máquina en una fábrica de papel, a cientos de kilómetros de su casa. A la distancia, el territorio natal es embellecido y se convierte en fuente de reminiscencias e imaginación. Sin embargo, el retorno a ese espacio atemporal es imposible porque el que vuelve ya no es el mismo, como tampoco lo son los espacios a los que se vuelve. Ahí está la trampa, según Sayad (1996), de la nostalgia que plantea el desarraigo: si bien es posible un retorno en el espacio, hay una imposibilidad de retorno en el tiempo. Siguiendo con ejemplos tomados del campo literario, en la novela La luna y las fogatas (Pavese, 1950), Anguila, el personaje central, regresa a su pueblo natal de las colinas del Piamonte en Italia luego de haber estado varios años en América y constata que familias enteras se encuentran mutiladas por la muerte asociada a la guerra partisana. La escritura de la novela está recorrida por una tensión constante entre el cambio y la permanencia. Anguila percibe que, al mismo tiempo que todo cambió, nada cambió. Esta imposibilidad de retorno al origen también está representada en la película de animación brasilera O menino e o mundo (El niño y el mundo) (2013), en la cual un niño parte de su entorno rural tras las huellas de su padre. La película genera un contraste de colores y ritmos entre la vida urbana e industrial a la cual se enfrenta el personaje y la calidez rememorada de su hogar natal.
En el contexto actual, una gran parte de la población es expulsada de su lugar de origen por motivos vinculados a la falta de trabajo, la guerra, el despojo, la violencia física, la degradación del ambiente, entre otros, como parte de una dinámica que algunos autores identifican como “desposesión continua” (Angus, 2014). Frente a esto, el arraigo, en cuanto proyección de la vida en un lugar y potencia colectiva para mejorar condiciones de vida, es un elemento para considerar en la construcción de futuros viables para la humanidad. Es una puerta de acceso para volver a un encantamiento de nuestro entorno que nos lleve a actuar y a cuidarlo conjuntamente. En tal sentido, la escuela puede ser –y lo es en algunos casos– un espacio de elaboración de la relación entre sujeto y entorno donde se fortalezcan los vínculos afectivos que ligan a las personas con los lugares que habitan.
Angus, I. (2014). “Continuing Dispossession: Clearances as Literary and Philosophical Themes”, Contours, núm. 4.
Bachelard, G. (2000). Poética del espacio. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
Bourdieu, P. y Sayad, A. (2017). Desarraigo. Buenos Aires: Siglo XXI Editores.
Conti, H. (1994). Cuentos completos. Buenos Aires: Emecé.
Kundera, M. (2013). La ignorancia. Buenos Aires: Tusquets.
Miano, A., Rotman, J. y Heras, A. I. (2020). “Vivir, educar y luchar en el campo. Acciones y coaliciones de pobladores rurales”. Revista Temas Sociológicos, núm. 27, 373-409.
Pavese, C. (2018). La luna y las fogatas. Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora.
Sayad, A. (1996). “El país al que nunca se llega”. El correo de la UNESCO, Vol. 49, 10-12.
Terkenli, T. S. (1995). “Home as a region”. Geographical Review, Vol. 85, núm. 3, 324-334.
Tuan, Y. F. (2007). Topofilia. España: Editorial Melusina.
Ver también
Alternativa, Autonomía, Buen vivir, Desterritorialización absoluta, Extractivismo, Frontera / límite, Hábitat, Resistencia, Violencia lenta, Ubuntu
3 Programa de Investigación Co(e)laborativa Aprendizaje de y en Autogestión:
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0002-0844-1682
La noción de autonomía se liga a autoras y autores que han producido investigaciones sobre procesos sociohistóricos donde se generan configuraciones y entramados políticos en relación con una fuerte lucha contra la dominación colonial (Rivera Cusicanqui, 1984; Gutiérrez Aguilar, 2011; Zibechi, 2007). Asimismo, y desde el pensamiento de Castoriadis (1993; 2007) definiremos aquí a la autonomía como proyecto.
Etimológicamente, el término autonomía proviene del griego (auto- lo que es propio de alguien o algo; nomos- la ley y, en sentido amplio, la organización que de esa ley se desprende). Vinculado a ese núcleo conceptual y también morfológico-lexical hay una serie de otros términos que –dentro del campo de la práctica filosófico-política de los referentes que hemos elegido (Francia y las Américas)– conservan una ligazón a la vez teórica y práctica. Nos referimos a procesos de autoafirmación, autodeterminación, autogobierno, autoeducación, autoorganización y autogestión documentados por Vieta y Heras (2022) en geografías distintas y diferentes temporalidades. Asimismo, en el mismo campo semántico, hay términos lexicalmente muy diferentes, pero conceptualmente afines a autonomía, tales como independencia y emancipación, los cuales se ligan, a su vez, con procesos de autodeterminación que, en su autoafirmación, construyen procesos autónomos: entre múltiples ejemplos posibles, podemos citar el estudio de Kenny (2018) sobre los quilombos y el de Gordon Nembrhard (2014) sobre las comunidades afroestadounidenses.
Además, el término tiene alcances en una variada gama de disciplinas académicas y prácticas humanas. En lo que respecta a disciplinas académicas, aparece con definiciones y usos diferentes entre sí en las áreas de psicología, historia, filosofía política, geografía, trabajo social, salud mental y economía. En cada disciplina, además, existe una genealogía específica del uso del término y algunos momentos históricos de redefiniciones, que no es posible detallar aquí. En lo que respecta a campos de práctica social, podemos indicar su uso en el cooperativismo de trabajo, en las cooperativas sociales, en las propuestas educativas comunitarias, en las posiciones de grupos etnolingüísticos específicos, entre otros campos de actuación, tal como lo hemos venido documentando e interpretando colectiva y colaborativamente en nuestro programa Aprendizaje de y en autogestión: la autonomía como proyecto.4 En todos esos campos y prácticas, el concepto cobra valor semántico singular de acuerdo con los contextos de uso, lo cual resulta importante de señalar. Sin embargo, un punto común es que pensar la autonomía como proyecto nos permite afirmar que todas las experiencias consideradas están en un ejercicio constante de cuestionamiento de los sentidos construidos (los instituidos). Un ejemplo: en varios de dichos procesos, el “sentido del trabajo” es puesto en discusión. En algunas cooperativas de la ciudad de Rosario, encontramos que esta interpelación los ha llevado a inventar prácticas que, dentro del sentido comúnmente naturalizado de lo que constituye el trabajo, no tienden a desarrollarse juntas (Heras, Burin y PRONOAR, 2022). Hemos interpretado que esos procesos se habilitan como posición intelectual, afectiva y discursiva, porque es posible poner de manifiesto y visibilizar los procesos instituyentes que esos colectivos van produciendo. Construyen así contenidos de filosofía política, que vinculan el trabajo y el goce de su fruto, con el disfrute y el buen humor, además de con el ejercicio de la equidad, la justicia, la libertad para pensar sin dogmas y la posibilidad también de volver a definir esos contenidos, tal como son elaborados situacionalmente en cada circunstancia y lugar. Dado que reconoce su posibilidad de autocreación y está en continuo movimiento, esta perspectiva de “proyecto” se define como inestable y reconoce su posible finitud. Desde esta posición, la autonomía no persigue un fin trascendente.
Con respecto a la conceptualización filosófico-política en distintos lugares de América, escrita en castellano, portugués e inglés, destacamos aquí el trabajo de activistas y pensadoras y pensadores políticos de vertientes distintas: pueblos originarios; criollos; europeos y afronorteamericanos, afro-luso americanos y afro-latinoamericanos. Estas vertientes tienen diferencias entre sí, pero también un punto común: el pensamiento se desarrolló en clave de lucha contra la opresión. Así, junto a la teoría, el cuerpo.
Esta tradición de pensamiento también se encuentra en lengua inglesa y portuguesa en situación de diáspora o en la escritura desde los márgenes. El eje central es el cuestionamiento de la “sociedad esclavócrata” (Ribeiro, 2017), aún vigente como estructura estructurante del pensamiento y la sociedad actuales. En esta tradición, la autonomía como proyecto político, epistémico y sociocultural es concebida como una continua lucha por identificar y además desterrar las dominaciones de género, lengua, percepción racial y de clase (Kilomba, 2010). En ese sentido, tomados todos juntos, estos cuerpos de literatura asumen un enfoque interseccional (Crenshaw, 1989), que da cuenta de las múltiples formas de dominación históricas y aún vigentes, y de las igualmente diversas y complejas resistencias a dicha dominación, que –como se viene explicando– vinculan con la noción de autonomía como proyecto, forma en que elegimos posicionarnos aquí. Decimos que estamos en presencia de autonomía en este sentido cuando se produce una transformación, que, sostenida por procesos de subjetivación política, conmueve las estructuras vigentes: sostiene una lucha política –singular en cada momento y lugar– para oponerse a algún proceso que es vivido como “dominante” y “de dominación” y a la vez propone un proyecto de sociedad distinta, con otros, colectivamente. Ribeiro, Kilomba y Crenshaw sostienen así una fuerte perspectiva decolonial.
Dado el estado de la política y la sociedad actuales, y dado que el mismo futuro de la vida en el planeta como lo conocemos hoy está bajo amenaza, resulta importante sostener una perspectiva acerca de la autonomía como proyecto que ponga de manifiesto sus relaciones con otros dos campos de práctica y conceptos, de modo que su definición semántica pueda enriquecerse al calificarse junto a ellos: interdependencia y cuidado del común y de los bienes comunes. De este modo, podemos afirmar que su teoría está enraizada en una práctica política que sostiene una crítica de la sociedad contemporánea para transformarla: autonomía como proyecto aquí quiere decir diferenciarse de lo heredado y naturalizado para dar lugar a una acción que sostenga la posibilidad de vivir de otro modo. A primera vista, puede parecer paradojal ligar la autonomía con la noción de interdependencia y el común: el matiz emancipatorio podría ser asociado más a un corte de los vínculos que a un establecimiento y promoción de los mismos. Sin embargo, argumentamos que, por el contrario, interdependencia, cuidado del común y autonomía como proyecto están ligados.
Para ello, ubicamos aquí un aporte de Silvia Rivera Cusicanqui (2015) acerca de la obra del cronista Waman Poma de Ayala (1534-1615) como un punto a considerar especialmente. Cusicanqui sostiene que la crónica es uno de los primeros documentos históricos donde la perspectiva de crítica a la dominación colonial se pone de manifiesto por escrito y en una relación con las imágenes que componen la obra, donde también se esbozan lineamientos teóricos con respecto a formas de vivir interdependientes y en el cuidado del bien común, que se distinguen, por oposición, de las formas inauguradas por la conquista y la colonización. Aquí, entonces, aparece una situación a destacar: en esta perspectiva el proyecto de autonomía es significado como independencia o emancipación de una dominación de muerte, y es así reconceptualizada como otra forma de vivir, no vinculada a la explotación, que precisa de la interdependencia y el sostén del común. En estos sentidos, el común es –ni más ni menos– que el planeta, y su cuidado exige pensarnos como humanos en relación con los más que humanos. Sin vida no hay proyecto posible.
Las posibilidades de vida del planeta como lo conocemos vienen poniéndose en entredicho desde hace muchas décadas. Lo que podría ser hoy diferente, de cara al futuro, es que ya no es posible asociar de modo acrítico nuestra forma cotidiana de vivir con un progreso sin fin. Por eso podemos aquí destacar otro aporte del pensamiento en clave de autonomía como proyecto vinculado al marco de la interdependencia y el sostén del común: es una posición definitivamente vital. Flórez y Olarte (2020) vienen estudiando el posicionamiento de distintas organizaciones en Colombia para mostrar que sus acciones y conceptualizaciones filosófico-políticas se dan en clave de reivindicación territorial (uso público, comunitario y cuidado del espacio) y socioambiental o socioecológica, según es conceptualizado por los distintos tipos de organizaciones. Las autoras señalan que –frente al avance de lo que la política estatal asociada con ciertos sectores privados suele presentar como “planeamiento territorial”, “riquezas naturales” o “regulación”– las organizaciones plantean la posibilidad de autodeterminación con respecto a dónde y cómo vivir. Por lo tanto, lo que aquí aparece como novedad y resultado de procesos de mediano tiempo histórico (entre 70 y 15 años, según las autoras y de acuerdo a cada organización) es la puesta en visibilidad de que el posicionamiento de explotación, dominación, extractivismo y muerte asociados, produce unos efectos de alteración de los ecosistemas tales que la vida está en peligro, y aquí la autodeterminación juega el papel de proyecto vital en común, con conciencia de la sostenibilidad de un conjunto de vidas.
Destacamos así que las reflexiones vertidas sobre el término autonomía ligadas a la posición decolonial y descolonizadora interseccional han sido desarrolladas en relación con construcciones políticas y, por lo tanto, son por definición, inestables, están en tensión y recuperan aspectos de lo concreto-situado en su fundamentación teórica. Sostenemos también que en tanto es significado como proyecto, este modo político está activo, es instituyente y construye futuro en su misma conceptualización y efectuación concretas. Nuestras referencias toman en cuenta la diferencia colonial (Walsh, 2007): el pensamiento que acercamos y los estudios de casos singulares que citamos aquí, fueron signados por procesos de diferenciación, continuamente, y están atravesados por siglos de dominación, genocidio, asesinato, secuestro de algunos pueblos por otros. De este modo, la acción y pensamiento en, sobre, y para la autonomía no puede disociarse de esta situación histórica como hecho consumado sobre el cual, precisamente, la posición de autonomía busca continuamente intervenir.
Aquí insistimos en la pregnancia del término, del concepto y de la acción política (performática) que esta posición asume. En este sentido, es una posición de presente-futuro: lo que se está haciendo hoy tiene un horizonte de posibilidad indeterminado (es proyecto) y a la vez “está siendo” en el sentido que Koselleck propone para pensar la historia del tiempo presente: “el punto de intersección en que el futuro se convierte en pasado, la intersección de tres dimensiones de tiempo, donde el presente está condenado a la desaparición. Sería entonces un punto cero, imaginario, sobre un eje temporal imaginario” (2001: 116). El autor argumenta así que, si no hubiera futuro y pasado, el ser humano estaría muerto; por lo tanto, el presente como punto cero es, en verdad, una abstracción desde la cual pensar, simultáneamente, en el pasado y en el futuro, y paradójicamente es, también, inmanencia pura. Aquí interesa resaltar la ligazón que el mismo Koselleck realiza entre tiempo y espacio: toda temporalidad se desenvuelve a la vez en espacios concretos (geográficos y geopolíticos) y ha sido construida en el espacio-mundo geológico, o lo que podemos denominar con el autor “la condición natural de toda historia humana” (2001: 98), incumbencia de geólogos y morfólogos. Pero en tanto todo proyecto humano se desenvuelve en espacios y tiempos concretos, singulares, es importante sostener que cada proyecto de autonomía tiene, concebido así, un carácter singular, único, irrepetible, a través del cual podemos tanto recuperar experiencia histórica pasada, como construir el futuro-pensado en clave de lo que aún puede venir.
Recapitulando:
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Zibechi, R. (2007). Autonomías y emancipaciones: América Latina en movimiento. La Vaca Ediciones.
Ver también
Alternativa, Arraigo, Buen vivir, Descolonialidad, Educar / educaere, Feminismos, Futuridad, Futuro, Futuro ancestral, Emancipación, Multitud, Resistencia, Ubuntu, Utopía / distopía
4 Programa de Investigación Co(e)laborativa Aprendizaje de y en Autogestión:
Buen vivir - Vivir bien / Sumak Kawsay - Suma Qamaña
Departamento de Historia
Universidad de Santiago de Chile
ORCID: 0000-0002-1355-0998
Sumak kawsay (aymara) y suma qamaña (kichwa, quechua) son conceptos cuyo origen se encuentra en las cosmovisiones andinas ancestrales.5 Al ser ideas propias de matrices indígenas de pensamiento, su comprensión exige un esfuerzo por abrir los esquemas epistemológicos de la tradición noroccidental hacia otras formas de conocer y de habitar.
En la matriz indígena el mundo está compuesto por una red de convivencialidad entre humanos y no humanos, relaciones vitales donde los modos de interacción o de “ser-con” (Jean-Luc Nancy, 2006) adquieren particular relevancia. Ello encuentra su explicación en las formas de racionalidad indígenas, que distan significativamente de la racionalidad europeo occidental en la que hemos sido mayormente cultivados/as. Para aclarar tal distinción, es preciso observar que en el pensamiento noroccidental dominan tres principios: el principio de identidad, donde cada cosa es igual a sí misma, el principio de no contradicción (por ejemplo: A es = B, entonces A no es ≠ B) y el principio de exclusión, en que existen dos afirmaciones, donde una es verdadera y la otra falsa, pero no hay lugar a una tercera (por ejemplo: mañana llueve o no llueve). Mientras que, en la matriz indígena, priman los principios de complementariedad de opuestos y del tercero incluido (Medina, 2011). El primer principio constata la existencia de una realidad habitada de contradicciones entre opuestos que se complementan, mientras que el segundo principio abre la existencia potencial de un tercero, más allá de la contradicción. Entender la realidad compuesta de relaciones contradictorias, aunque complementarias y creativas, es un quiebre epistemológico a superar para abrir la comprensión al sumak kawsay - suma qamaña.
Así también, es fundamental considerar un tercer principio de la cosmovisión andina: el ayni o reciprocidad. El ayni da cuenta de un mundo construido de relaciones entre seres vivos, humanos y no humanos, donde la Madre Tierra es el hogar común de todo lo vivo. Este principio del pensamiento indígena que instala la relacionalidad como elemento sustantivo para conocer el mundo, es otro factor de distancia respecto a las epistemologías occidentales, donde la unicidad y el “ser-en-sí” constituyen fundamentos ontológicos para la comprensión del mundo.
Considerando estos tres principios del pensamiento indígena y asumiendo el problema de la traductibilidad de otras lenguas al castellano, a continuación, es preciso indagar en los vocablos implicados en el concepto del Buen Vivir -Vivir Bien.
Varios autores, especialistas o nativos en lenguas aymara, kichwa, quechua (Medina, 2011; Albó, 2011; Mamani, 2011; Torrez, 2001), señalan la necesidad de distinguir la expresión qamaña de jakaña. Qamaña es habitar, vivir, en un lugar y tiempo compartido con otros; por tanto, “desde sus diversos ángulos, qamaña es vivir, morar, descansar, cobijarse y cuidar a otros. En un segundo uso, insinúa también la convivencia con la naturaleza, con la Madre Tierra o Pacha Mama, aunque sin explicitarlo” (Albó, 2011: 134). Qamaña expresa un espacio-tiempo de intercambios continuos entre las distintas formas de vida (orgánica, física y espiritual), es un entramado vital cuyo propósito es alcanzar niveles de bienestar y mantener equilibrios. “qamaña da cuenta de la coexistencia de distintos planos de la vida, integra el subsuelo, el suelo, el aire, el agua, las montañas, que conviven junto a los animales, las personas, sus familias y comunidades” (Ruiz Tarrés, 2023: 28).
Por su parte, jakaña refiere a la experiencia de la sobrevivencia, lo que puede ser traducido como un espacio de experiencia vital mínima (supervivencia) o como experiencia interna de vida (íntima). Según Albó (2011), jakaña expresa la experiencia mínima compartida por humanos, animales y vegetales, pero el desafío es vivir de buena manera como humanos, ir más allá del jakaña. Entonces, es cuando asoman relevantes las relaciones de reciprocidad y complementariedad, a pesar de las múltiples contradicciones y conflictos que se manifiestan en las convivencias. Ese tipo de existencia está en la línea de la idea qamaña, que conlleva la relación con otros, humanos y no humanos, la convivencialidad y la búsqueda de ciertos equilibrios en ello. Sin embargo, existen innumerables formas de llevar la convivencialidad en un mundo habitado por distintas vitalidades, ahí es cuando adquiere connotación la noción de suma.
Suma indica el énfasis por habitar bien el qamaña, implica un compromiso de bienestar colectivo compartido, cargado de fuertes principios éticos, así como también respeto y afecto, que se encuentran contenidos y reproducidos en distintas lógicas de organización social en las comunidades andinas (económicas, políticas, administrativas, culturales). “El suma qamaña implica un fuerte componente ético, una valoración y aprecio del otro distinto, y una espiritualidad” (Albó, 2011: 137).
Luis Macas (2011) plantea que el sumak kawsay es un estado de vida en plenitud, lo que da cuenta de una experiencia vital compartida más profunda que la traducción “Vivir Bien”, el autor señala que “es lo vital de la matriz civilizatoria de nuestros Pueblos, que aún tiene vigencia” (1). Por su parte, Fernando Huanacuni (2010) aporta: “Las muchas naciones indígenas originarias desde el norte hasta el sur del Abya Yala tenemos diversas formas de expresión cultural, pero todas emergen del mismo paradigma comunitario: concebimos la vida de forma comunitaria, no solo como relación social sino como profunda relación de vida” (8).
A modo de síntesis, se puede señalar que la idea de sumak kawsay - suma qamaña no puede eludir en su acepción dos asuntos fundamentales: su carácter colectivo/comunitario y su condición interrelacional/convivencial; sin esos dos elementos pierde tanto su contenido como su potencia.
Y es justamente desde estos principios indígenas y los contenidos sustantivos asociados, el sustrato desde donde el sumak kawsay - suma qamaña plantea una discusión de futuro para los pueblos latinoamericanos, cuyas raíces son ancestrales.
Existe un aforismo aymara que colabora a observar esta mirada de futuro, bajo la comprensión de una concepción indígena de la historia, que es el siguiente: “Qhip nayr uñtasis sarnaqapxañani”. Si bien es un aforismo que tiene múltiples traducciones, su núcleo de sentido es presentado al castellano por Silvia Rivera Cusicanqui (2010b) de la siguiente manera: “el pasado-futuro están contenidos en el presente: la regresión o la progresión, la repetición o la superación del pasado están en juego en cada coyuntura y dependen de nuestros actos más que de nuestras palabras” (55). Hay en el aforismo referencia a nayrapacha o “tiempos antiguos”, respecto de lo que Carlos Mamani hace una pertinente aclaración: “no son antiguos en tanto pasado muerto, carente de funciones de renovación. Implican que este mundo puede ser reversible, que el pasado también puede ser futuro” (citado en Rivera, 2010a: 40).
Para tal aforismo, hay una imagen que representa con claridad su sentido: un/a ser humano/a en movimiento, caminando con un “bulto” sobre su espalda. Al frente –hacia donde se dirige– está el pasado, no el futuro. A diferencia de la visión noroccidental, donde el futuro y el progreso están “adelante”, configurando el horizonte que motiva la realización del hoy, en la cosmovisión indígena el pasado está a la vista de quien anda en el presente, pues es a partir de no olvidarlo que las personas pueden construir, en cada paso, un futuro que llevan cargando en su espalda. Tal futuro es incierto, su potencia se despliega en cada acto y su destino está siempre en disputa.
Siendo así, la idea de sumak kawsay - suma qamaña remite a una práctica ancestral de comunidades indígenas andinas que han encontrado en el siglo XXI momentos para desplegar su potencial transformador del presente y configurador de otros futuros posibles. De hecho, a partir de su incorporación en dos constituciones de Sudamérica, el Buen Vivir - Vivir Bien se instala como una alternativa latinoamericana en varios ámbitos; por ejemplo, como fundamento para concebir otra economía política, al desafiar y complementar la idea de desarrollo tan bien asentada desde el período post guerras mundiales. Alberto Acosta (2009), quien fuera presidente de la Asamblea Nacional Constituyente en Ecuador (2007), plantea que para generar una organización económica orientada hacia el Buen Vivir, es necesario que “su reformulación y orientación deben basarse en principios de eficiencia, suficiencia y solidaridad, fortaleciendo las identidades culturales de las poblaciones locales, promoviendo la interacción e integración entre movimientos populares y la incorporación económica y social de las masas diferenciadas” (174). Para avanzar a la incorporación del Buen Vivir - Vivir Bien como filosofía que oriente el quehacer del Estado, además de propuestas económicas alternativas al desarrollo, se han elaborado reflexiones respecto a cómo incorporarlo en la gestión y ejecución de políticas públicas. Álvaro García Linera (2015) ha sido asociado a este ámbito con su planteamiento del “Socialismo Comunitario”.
Más allá de los proyectos concretos que ha despertado la revitalización de este concepto, así como las frustraciones del camino, hay que constatar que una de las principales idea fuerza que instala para el futuro la noción de sumak kawsay - suma qamaña dice relación con el cuidado y el respeto, por una parte, de los entornos naturales, los equilibrios ecosistémicos en cualquier lugar del mundo y, por otra parte, de las relaciones humanas a partir de los principios de reciprocidad y complementariedad. De manera sintética, Aníbal Quijano sostenía: “En estas condiciones, hoy, Bien Vivir solo puede tener sentido como una experiencia social alternativa, como una Des/Colonialidad del Poder” (Quijano, 2011: 78). Justamente, respecto de los caminos para transformar las estructuras de poder, Raúl Prada Alcoreza (2010) plantea la necesidad de alterar los órdenes hegemónicos, lo que significa: “potenciar las capacidades alternativas y alterativas, las otras lógicas, las otras racionalidades civilizatorias y culturales”; por ejemplo, “las formas comunitarias, las reciprocidades y complementariedades de estas formas que construyen lo común a partir de otro simbolismo, otros imaginarios, otras valoraciones, que no son las que conocemos relativas a la valorización del valor abstracto del tiempo socialmente necesario” (290).
Para alcanzar esos posibles, observando alternativas frente al neoliberalismo extractivista, Pablo Dávalos (2008) sostiene: “la noción de sumak kawsay es la posibilidad de vincular al hombre con la naturaleza desde una visión de respeto, porque es la oportunidad de devolverle la ética a la convivencia humana, porque es necesario un nuevo contrato social en el que puedan convivir la unidad en la diversidad, porque es la oportunidad de oponerse a la violencia del sistema” (6).
De esta manera, el sumak kawsay - suma qamaña se instala en el presente con una potencialidad abierta para la puesta en práctica de un futuro de mayor bienestar colectivo (humano y no humano), teniendo a la vista principios epistemológicos ancestrales.
Acosta, A. (2009). La maldición de la abundancia. Quito: Abya-Yala
Albó, X. (2011). “Suma Qamaña = convivir bien. ¿Cómo medirlo?”. En Farah, I, Vasapollo, L (Coord.). Vivir bien: ¿paradigma no capitalista? (pp.133-144) La Paz: CIDES-UMSA, Sapienza Università di Roma y Oxfam.
García Linera, A. (2015). Socialismo Comunitario. Un horizonte de época. La Paz: Vicepresidencia del Estado, Presidencia de la Asamblea Legislativa Plurinacional.
Huanacuni, F. (2010). Buen Vivir / Vivir Bien. Filosofía, políticas, estrategias y experiencias regionales andinas. Lima: Coordinadora Andina de Organizaciones Indígenas (CAOI). Recuperado de: http://www.dhl.hegoa.ehu.es/ficheros/0000/0535/Vivir_Bien_1_.pdf
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Medina, J. (2011). “Acerca del Suma Qamaña”. En Farah, I, Vasapollo, L (Coord.). Vivir bien: ¿paradigma no capitalista? (pp.39-64) La Paz: CIDES-UMSA, Sapienza Università di Roma y Oxfam.
Nancy, J.-L. (2006). Ser Singular Plural. Traducción de Antonio Tudela. Madrid: Arena Libros.
Rivera Cusicanqui, S. (2010a). Violencias (re)encubiertas en Bolivia. México: La Mirada Salvaje.
— (2010b). Ch’ixinakax Utxiwa. Reflexión sobre prácticas y discursos descolonizadores. Buenos Aires: Tinta Limón.
Ruiz Tarrés, A. (2023). “Buen Vivir - Sumak Kawsay / Vivir Bien - Suma Qamaña”. En Kozel, A., Rawicz, D., Devés, E. (eds). Problemáticas étnicas y sociales desde el pensamiento latinoamericano. Temas, conceptos, enfoques. (pp. 27-33). Santiago: Ariadna ediciones.
Ver también
Alternativa, Ambiental (crisis), Arraigo, Autonomía, Futuro ancestral, Naturaleza (relaciones sociales con la), Ubuntu, Utopía/Distopía, Utopía latinoamericana
5 Esta contribución es heredera directa de Ruiz Tarrés (2023); sin embargo, en esta ocasión coloco el énfasis en el vínculo íntimo entre la idea sumak kawsay-suma qamaña con las cuestiones de la temporalidad y el futuro.
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0003-3247-043X
El año 2008 trajo algunos sucesos que marcan una clara alteración de las relaciones sociales, como la profunda crisis financiera (y, sobre todo, el modo en el que se resolvió), la explosión de los smart phones y las redes sociales y la aparición de la primera criptomoneda: el bitcoin. Esta, y todas sus sucesoras, se apoyan en una nueva tecnología, la cadena de bloques, que augura profundos cambios en las concepciones de propiedad, transacción y contrato (pero también de los modos de registrarlas), que son cuestiones cardinales en la definición de las estructuras jurídicas, económicas y políticas, pues establecen los límites y posibilidades de uso e interacción social, que a su vez impactan en las subjetividades y potencias de los seres humanos. Como parte de la transformación que implicó la tecnología digital, estos sistemas y sus herramientas de inscripción se vieron cuestionados y reformulados, al punto de hablarse hoy de un capitalismo digital en el que la técnica y el tratamiento de datos han cobrado gran protagonismo. En ese sentido, la llamada cadena de bloques es la configuración más sobresaliente del siglo XXI. La fórmula, traducción del término inglés blockchain, refiere tanto a un protocolo informático que permite crear bases de datos digitales distribuidas, verificables, permanentes y seguras, como a cada una de esas bases. Esta tecnología habilita la creación de registros compartidos entre pares (P2P) de acontecimientos digitales, cuya información cuenta con la comprobación matemática mayoritaria de sus participantes (“consenso distribuido”). De modo esquemático, combinan dos niveles: una estructura de bloques de información criptográficamente organizada y un sistema reticular de nodos intercomunicados.
En cuanto a la administración de los datos, las características fundamentales que habilita esta tecnología son su conformación a partir de bloques de información verificada (que incluyen metadatos referentes a segmentos temporalmente anteriores), la distribución (cada nodo almacena el historial completo de trasferencias), la descentralización (no hay control central de la información), la combinación de transparencia y seudonimato (cada transacción y su valor asociado son visibles para cualquiera que tenga acceso al sistema, pero los nodos se muestran públicamente como direcciones alfanuméricas permanentes y están autorizados a ocultar sus identidades legales), la irreversibilidad (los registros no pueden alterarse ni borrarse) y la lógica computacional que las sustenta (se establecen sobre algoritmos y reglas automatizadas). Cada uno de estos rasgos toma formas particulares en cada red y, de hecho, existen casos de redes (generalmente, privadas) en las que algunos de ellos se encuentran menos expresados o directamente ausentes.
En términos de organización, las redes de cadenas de bloques se asientan sobre Internet y están formadas por nodos espacial o computacionalmente separados entre sí que actúan verificando la validez de cada transacción. Existen tanto redes de bloques públicas (cualquiera puede unirse y participar y sus transacciones son abiertamente visibles) como privadas (administradas por una organización que decide quién participa y bajo qué reglas automatizadas). Cada nodo es una unidad informática conectada a una red de la que ejecuta un software, almacena y comparte información y actúa concomitantemente como cliente y servidor de otros, lo que les da paridad funcional. Hay diferentes tipos de nodos, de acuerdo con sus usos y objetivos. Los dos principales son los nodos “completos” (almacenan una copia íntegra y actualizada de la red y contribuyen al cumplimiento general de las reglas del protocolo) y los “mineros” (poseen un programa extra para generar unidades). También existen nodos “livianos” para dispositivos móviles.
Cada red consta de protocolos de comportamiento, programados al momento de su creación, que se ejecutan automática y autónomamente. Sus registros son prácticamente inviolables debido al uso de la función criptológica SHA256 (Secure Hash Algorithm 256-bit). El hashing es un método que evita las terceras partes (bancos, estados), conecta los nodos entre sí, comprueba la integridad de los contenidos cifrados y permite detectar las alteraciones realizadas e impedir que la información se modifique unilateralmente. De modo que, para falsificar una entrada en la cadena, haría falta que más de la mitad de los nodos asumiera un dato falso como verdadero, lo cual hace al sistema prácticamente inviolable en la actualidad.
Sus orígenes datan de 1991, cuando los científicos W. Scott Stornetta y Stuart Haber crearon unos sellos temporales para organizar documentos digitales, con el fin de eludir modificaciones o manipulaciones malintencionadas. Un año después, Stornetta logró incorporar a su diseño los árboles Merkle (estructuras informacionales que facilitan la verificación de grandes cantidades de datos a través de técnicas criptográficas), logrando minimizar, en gran medida, los potenciales problemas de la arquitectura de bloques de información. Sin embargo, es preciso mencionar también la introducción, desde 1972, del protocolo TCP/IP, que posibilitó la mensajería bilateral (correo electrónico) utilizada en ARPAnet, la precursora de la Internet comercial del Departamento de Defensa de los Estados Unidos. El TCP/IP resolvió la comunicación entre dos nodos de una red con enorme eficacia y fue fundamental para la expansión de la tecnología digital. Una década más tarde, la popularización de las computadoras personales fue también cardinal para la configuración de redes de nodos vinculados digitalmente, pero separados en el tiempo y el espacio.
La primera vez que se utilizó la noción de nodo de una red P2P fue con el proyecto Napster de los empresarios Sean Parker y Shawn Fanning (año 1999 en los Estados Unidos). Su finalidad era habilitar el intercambio inter-nodal de archivos de música a través de una red distribuida (pero no descentralizada) que llegó a ser utilizada por uno de cada diez usuarios de Internet y fue luego cerrada por problemas con los derechos de autoría. Posteriormente, pero también creado en 1999, el proyecto SETI@Home (de la Universidad de California) implementó una composición reticular de nodos para usar el poder de cálculo de computadoras personales para analizar datos obtenidos por radiotelescopios orientados a encontrar vida e inteligencia extraterrestre. En 2020, sin resultados positivos, el proyecto se suspendió indefinidamente.
Además de los aspectos técnicos, la aparición de esta tecnología y sus múltiples aplicaciones apoyan transformaciones sociales profundas que merecen atención y análisis. Como marco general, la globalización del comercio y la aceleración de las comunicaciones han influido en la búsqueda de canales para agilizar el intercambio y la toma de decisiones por fuera de las vías tradicionales. Asimismo, estudios como Estados amurallados, soberanía en declive, de Wendy Brown, ayudan a comprender cómo el desmoronamiento de las políticas benefactoristas y el establecimiento de planteos neoliberales como posición estándar en Europa y los Estados Unidos redundó en un descrédito generalizado hacia los Estados por parte de sus ciudadanías, reforzando iniciativas de asociación para-institucionales en todos los niveles de las sociedades, desde las artes hasta la política. En ese sentido, la obra de Manuel Castells, con conceptualizaciones como “sociedad de la información” y “sociedad red”, analizó tempranamente estas transformaciones desde las ciencias sociales.
Adicionalmente, se pueden citar algunos antecedentes filosóficos, sobre todo respecto de la descentralización y dispersión de formas jerárquicas. El principal es el proyecto Capitalismo y esquizofrenia, de Gilles Deleuze y Félix Guattari quienes, desde 1972, utilizaron la figura botánica del rizoma para pensar un modelo de conexión y flujo heterogéneo, múltiple, abierto y asignificante. En ese modelo, la continuidad y la ruptura no dependen de un régimen centralizado, sino de la múltiple proliferación de sentidos. Asimismo, desde fines del siglo XIX, se pueden hallar reacciones y críticas a la lógica del silogismo aristotélico, que había favorecido la preeminencia de la deducción y la síntesis sobre la inducción y la extensión en el conocimiento científico occidental.
Sin embargo, dado que esta tecnología nació vinculada a las necesidades del universo financiero, como parte de su genealogía corresponde mencionar que desde la década de 1920 se han dado pasos hacia la economía electrónica, comenzando con las ventas a través de catálogos y la invención de las tarjetas de crédito. Eso se fue sofisticando con el desarrollo del comercio y la banca virtuales, junto con la creciente movilidad de los bienes y servicios a escala global. Uno de los problemas a los que se enfrentaban las formas de contabilidad digital es el llamado “doble gasto”, por el que una unidad virtual podría utilizarse más de una vez dada la facilidad y bajo costo de la duplicación de los archivos, cuestión que la red de bloques ha logrado superar. Por otra parte, el crecimiento exponencial de los volúmenes de las transacciones en las últimas décadas trajo nuevas complejidades (y vulnerabilidades) a los sistemas de intercambio. Asimismo, con el auge de la “Internet de las cosas” (IoT), la magnitud de la información circulante aumentó de manera inédita. Frente a eso, apareció una gran preocupación por crear mecanismos para establecer parámetros automatizados que no dependieran de decisiones o acciones puntuales.
En efecto, y aunque aún no existen grandes marcos teóricos sobre las redes de bloques, la descentralización reticular enlazada al desarrollo algorítmico propone nuevos modos de concebir la confianza, la legalidad y el intercambio a escala global. La participación (totalmente voluntaria) en estas redes gozó de un gran crecimiento en poco tiempo e implica un cambio de paradigma, incluso dentro del entorno digital y el contexto de Internet. Además de su capacidad de otorgar una identificación única, fija e inalterable a elementos virtuales, un rasgo que popularizó el uso de esta tecnología en ciertos ámbitos fue la posibilidad de obtener recompensas por verificar y almacenar el registro de las transacciones.
La red Bitcoin representó la primera aplicación de la tecnología blockchain que alcanzó gran celebridad. Fue anunciada en 2008 por Satoshi Nakamoto (seudónimo de una identidad desconocida), como parte de la creación de una criptomoneda (el bitcoin). Si bien no es el primer “dinero electrónico”, la administración digital de la información que aporta la cadena de bloques hizo de este sistema un hito que ocasionó grandes debates sobre las ideas de “dinero” y “valor”, por ser un activo económico creado por sus usuarios e independiente de cualquier institución pública o privada antes conocida. Bitcoin es un protocolo de intercambio de información y generación de unidades financieras validadas mediante pruebas objetivas caracterizado por ser hermético (los datos están encriptados con matemáticas avanzadas que involucran operaciones con números primos) e inviolable (la integridad de la cadena se verifica constantemente). A esta iniciativa le siguieron muchas otras y en la última década llegaron a desarrollarse más de 8500 criptomonedas (número que se actualiza permanentemente), con niveles muy dispares de popularidad y capitalización de mercado.
Las unidades de las criptomonedas se obtienen mayormente con un “minado virtual” y, más marginalmente, a través de unas pequeñas comisiones que se pagan por procesar y verificar las transacciones ajenas. Pero también se pueden comprar con monedas nacionales en una especie de mercado secundario, hoy muy extendido. La existencia y propiedad de cada unidad “minada” consiste en la adjudicación de una clave pública (que queda en la cadena de bloques) y una privada (solo accesible al nodo que la posee) que la representan. El “minado” consiste en descifrar problemas matemáticos aleatorios de dificultad creciente, solo solubles por ensayo y error. Esta “prueba de trabajo” (Proof of Work) requiere tiempo de procesamiento en una computadora e implica un gasto considerable de energía. Es un método de validación competitivo en el que los nodos con mayor capacidad de cálculo (ergo, de inversión) tienden a monopolizar las recompensas. Frente a eso, se han propuesto alternativas (aún no totalmente desarrolladas), como la “prueba de participación” (Proof of Stake), cuya estructura de compensación fomenta cierta paridad efectiva entre los nodos y menor gasto energético del sistema, o la “prueba de historial” (Proof of History), que reduce el tiempo de verificación al incorporar propiedades criptográficas que identifican el orden cronológico de las acciones sin necesidad de comunicación entre nodos. Es destacable que, entre quienes usan las cadenas de bloques, se utiliza el término “consenso” (consensus) para referirse a la aprobación algorítmica paralela y concordante sobre la legitimidad del contenido de una cadena de bloques de forma distribuida y sin confianza interpersonal.
Las criptomonedas son la aplicación actual más popular de las redes de bloques pero no la única. Más allá de su funcionalidad primaria de libro contable distribuido, las implementaciones particulares de la red de bloques poseen detalles técnicos y capacidades diferenciadas. Cada red presenta mecanismos de consenso criptográfico para capturar y almacenar las transacciones y sus metadatos. En algunos casos, suponen también lenguajes de programación propios para crear “contratos inteligentes” con diversas funcionalidades. Además, pueden implicar autorizaciones parciales a participar en la red o trabajar con alguna criptomoneda en particular.
Esta forma de propiedad e intercambio de bienes digitales sin un organismo central de administración tiene profundas implicaciones como medio de organización y distribución (y también como medio de exploración) en campos como las artes y los videojuegos, a través de la llamada “toquenización” de objetos digitales. Existen, asimismo, derivas que parecen tender a cerrar y monopolizar las condiciones potencialmente democráticas de esta tecnología, cosa que ha sucedido permanentemente con los protocolos de código y acceso abierto, de modo que quienes más pueden beneficiarse de su expansión, al menos en la matriz actual, son —en su mayoría— quienes ya se benefician del resto de las tecnologías y recursos del planeta. Entre los sectores en los que existe ya algún tipo de impacto, se destacan el bancario-financiero, los servicios de almacenamiento, las patentes y registros de propiedad, la llamada Internet de las cosas, el voto electrónico y las administraciones públicas o privadas (incluso en campos como la verificación de identidad). En todos los casos, se resaltan las ventajas de contar con una tecnología que deja marcas temporales inviolables y no depende de un solo actor para funcionar. En general, esto remite a la posibilidad de contar con “contratos inteligentes” que pueden aplicar medidas automáticamente bajo la premisa de establecer una comunicación no-mediada entre partes interesadas, lo cual invita a pensar una nueva perspectiva para concebir ideas como lo público, lo privado y la gestión de sus límites e interacciones.
Por otra parte, han cobrado celebridad los NFT (sigla de “token no fungible” en inglés), entidades virtuales cuya propiedad está validada a través de cadenas de bloques. Son copias “únicas”, de propiedad puramente simbólica, que son utilizadas como activos financieros. Permiten crear escasez, al asignar nombres o direcciones particulares a bienes que son, técnicamente, infinitamente reproducibles con un costo tendiente a cero.
En general, en cualquiera de sus aplicaciones, para lograr que no haya intermediaciones, que funcionen las automatizaciones y se puedan aplicar los protocolos de consenso distribuido, las redes de cadenas de bloques deben contar con una enorme cantidad de trabajo algorítmico y un inédito gasto de energía, al punto de causar, según algunos estudios, perjuicios ambientales. Al respecto, las críticas más comunes a esta tecnología son la centralización económica de facto que estas tecnologías descentralizadas han favorecido, la baja capacidad de procesamiento en comparación a otras formas de intercambio digital (varias empresas de tarjetas de crédito pueden concertar cientos o miles de transacciones en el mismo tiempo en el que se aprueba una sola dentro de la red de bloques) y el potencial daño ecológico debido al inédito gasto de energía que supone.
Del otro lado, hay voces que encumbran su potencial democratizante. Existen en la actualidad iniciativas para utilizar esta tecnología en procesos abiertos de tomas de decisiones colectivas. También hay quienes proponen el uso combinado de software libre, redes de cadenas de datos, dispositivos móviles y redes sociales, entre otras tecnologías de la información y la comunicación, en procesos sociotécnicos o tecnopolíticos de apropiación y socialización de la tecnología.
Más allá de la falta de estabilización actual, esta tecnología cobrará sin duda un protagonismo cada vez mayor en los intercambios y contratos, abriendo así las puertas a un futuro en el que la automatización de ciertas estructuras podrá afectar de modo sensible a varios ámbitos de la vida social, desde el espectro judicial a la circulación de las artes y de las concepciones de dinero y riqueza a la posibilidad de realizar contratos entre particulares, empresas u organismos públicos con prescindencia de encuentros formales, leyes nacionales o acuerdos internacionales que los respalden.
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Ver también
Ciberespacio, Deuda, Futuro ominoso, Imaginario sociotécnico, Innovación, Inteligencia artificial, Tecnoceno, Transición digital
Facultad de Ciencias Sociales
Universidad de Buenos Aires
La sociedad del cansancio es el orden que, en un texto de alto impacto, Byung- Chul Han propone, para superar en el futuro, la condición existencial de la actual sociedad, que denomina “del rendimiento”.
Filósofo coreano radicado en Alemania, especialista en Heidegger y profesor de la Universidad de las Artes de Berlín, Han considera que la sociedad contemporánea, que hemos dado en llamar de la modernidad tardía, es un orden global que está superando al paradigma inmunológico del siglo pasado, cuyo cénit se había alcanzado en el transcurso de la Guerra Fría y, para el cual, la construcción de “otro” –enemigo, extraño– fungía como núcleo de un orden normativo. Era, por tanto, posible analizar aquella sociedad bajo la forma de un paradigma de la negatividad. Un juego de opuestos hacía factible comprender y resolver el conjunto de problemas sociales. Hoy estamos ante un cambio de paradigma.
Han pone el mito de Prometeo al servicio de la idea central de su texto. Así presenta la figura originaria de la sociedad del cansancio: “la relación de Prometeo y el águila es una relación consigo mismo de autoexplotación. El dolor de hígado, que en sí es indoloro, es el cansancio. De esta manera, Prometeo, como sujeto de autoexplotación, se vuelve presa de un cansancio infinito” (Han, 2012: 9). El pasaje presenta varias ideas clave. Me refiero al concepto de autoexplotación y a la noción que funciona como título de la obra y de la presente entrada: “sociedad del cansancio”, prefigurada, en el mito prometeico, bajo la forma de un eterno dolor: “El dolor de hígado, que en sí es indoloro, es el cansancio”. Han también esboza su propuesta, a saber: la búsqueda de un “cansancio curativo”, en un “amable desarme del Yo” (Han, 2012: 10). Aclaro que “sociedad del cansancio” será equivalente, en el resto de la obra, a “sociedad del rendimiento”. Luego, logrado el cansancio curativo, la denominación mencionada –“sociedad del cansancio”– será la puesta en forma de la futura sociedad.
Según Han, toda época tiene sus enfermedades emblemáticas y, también, sus respectivas inmunidades. La violencia neuronal es lo que caracteriza al tiempo tardomoderno actual. Así, la patología que comienza en el siglo XXI no es bacterial sino neuronal, y pone en crisis las anteriores posibilidades curativas: “Las enfermedades neuronales como la depresión, el trastorno por déficit de atención con hiperactividad (…) definen el panorama patológico de comienzos de este siglo” (Han, 2012: 11). Al no tratarse de infecciones, sino de infartos que se ocasionan, no por la “negatividad del otro inmunológico”, sino por un “exceso de positividad”, las patologías de la positividad burlan cualquier “técnica inmunológica” para repeler “la negatividad de lo extraño” porque para el autor no hay extraño ni negatividad en estos días. La época inmunológica –el siglo pasado dominado por el lenguaje de la Guerra Fría– estaba en condiciones de llevar a cabo inclusiones y exclusiones “adecuadas”: el adentro y el afuera, el amigo y el enemigo, lo propio y lo extraño eran distinciones funcionales a la comprensión de lo social.
En síntesis, el ataque y la defensa determinaban la inmunología correspondiente a aquel viejo paradigma que se extendía desde la biología al orden social, donde lo extraño, en su otredad, debía ser eliminado como tal. La sociedad tendía a disolver la extrañeza y la otredad, a diferencia de la época “pos inmunológica posmoderna”, que ya “no genera ninguna enfermedad” (Han, 2012: 14); ahora, lo extraño se sustituye por lo exótico y el turista lo recorre. El paradigma inmunológico y su otredad ya no se corresponden con el nuevo orden mundial de disolución de fronteras, globalizado y promiscuo, que en lo cultural se caracteriza por la hibridación (opuesta a la inmunización) y, en lo filosófico, a la disolución de lo negativo en el marco de la desaparición de la otredad. En la sociedad actual, a las enfermedades neuronales se les reconoce una dialéctica, aunque ya no negativa sino positiva, puesto que se trata de estados patológicos “atribuibles a un exceso de positividad” (Han, 2012: 18). Este mundo positivo da lugar a formas de violencia desconocidas en el paradigma inmunológico. La violencia neuronal no es extraña al sistema, sino “inmanente al sistema mismo” (Han, 2012: 22). De acuerdo con Han, la depresión y la hiperactividad son expresión genuina de la “masificación de la positividad” (23).
Han considera que la sociedad disciplinaria presentada por Michel Foucault –munida de hospitales, psiquiátricos, cárceles, cuarteles y fábricas– ha sido superada por la sociedad del rendimiento –la de los gimnasios, bancos, centros comerciales, torres de oficinas y aviones—. Los sujetos ya no son de obediencia, sino de rendimiento. Sin nombrar a Deleuze, directamente afirma: “Tampoco el término frecuente ‘sociedad de control’ hace justicia a esa transformación. Aún contiene demasiada negatividad” (Han, 2012: 26). Si la sociedad disciplinaria generaba locos y criminales, la sociedad del rendimiento produce depresivos y fracasados. Sin embargo, Han sostiene que el objetivo sigue siendo el de maximizar la producción al haber encontrado la disciplina su límite: la negatividad de la prohibición frena y bloquea el crecimiento y resulta más eficiente el fomento del poder individual positivo “hiperneurótico” (45). Al decir que se ha pasado “del hombre encerrado al hombre endeudado”, Deleuze ya había anticipado en los años noventa la peculiaridad del dominio en el neoliberalismo (Deleuze, 1991: 4).
Afirma luego Han que la pérdida de creencias afecta hoy no solo a la creencia en dios, sino que actúa sobre la realidad misma y hace de la vida humana algo totalmente efímero; por lo tanto, “ante la falta de ser surgen el nerviosismo y la intranquilidad” (Han, 2012: 46). Se vive una vida desnuda, en la que cada uno porta “su campo de trabajos forzados” (48). Bajo el nombre de vita activa, Han alude a un capítulo de La condición humana, de Hannah Arendt, obra clave para la comprensión de la sociedad moderna que, en cuanto sociedad del trabajo, degrada al ser humano a la condición de animal laborans (Arendt, 2012: 101). Si para Arendt los seres humanos perdían así su individualidad, para Han el ser actual de la modernidad tardía “está dotado de tanto ego que está por explotar, y es cualquier cosa menos pasivo (…) El ser humano de hoy es hiperactivo e hiperneurótico” (Han, 2012: 45). Han explica la manía contemporánea de “estar en todo” –el multitasking– como una pérdida de humanización que acerca al ser a la condición animal.
Luego, bajo el título “Pedagogía del mirar”, Han reflexiona sobre la vita contemplativa, que supone precisamente una particular “pedagogía del mirar” (Han, 2012: 53). Sigue entonces los consejos de Nietzsche, siempre renovados en función de la tarea docente: “enseña a mirar, a pensar, a hablar y a escribir”, actividades que se realizan en la paciencia. En este sentido, piensa Han que el ser hiperactivo no es libre y que la forma de su acción le genera nuevas obligaciones: “Es una ilusión pensar que cuanto más activo uno se vuelva, más libre se es” (54). Siguiendo a Nietzsche, afirma que la pura actividad no produce nada distinto, porque la diferencia, productora de negatividad, solo es posible en la interrupción de lo mecánico, en el entre tiempo, en la vacilación; en fin: en el ocio. De manera rotunda, escribe: “En el marco de la positivación general del mundo, tanto el ser humano como la sociedad se transforman en una máquina de rendimiento autista” (58). Y reivindica la potencia del no hacer y al fin de decir “no” (59). Porque, dada su nulidad creativa, la hiperactividad es pasiva de actividad.
En el capítulo final, que lleva el mismo título que el libro, Han se refiere de manera descarnada a nuestro tiempo, para bautizarlo ahora con otro nombre: “sociedad del dopaje” (71). Introduce entonces un razonamiento “simple”: se trata de observar cómo es el uso de las drogas, lo que hace posible poner en forma al animal laborans y lograr el “alto rendimiento”. Pone el ejemplo del cirujano, quien para afrontar tareas complejas que exigen alta concentración, puede acudir a fármacos apropiados para ello, y concluye: “El exceso del aumento de rendimiento provoca el infarto del alma” (72).
En conclusión, la sociedad del cansancio es una reivindicación del no hacer y una crítica a la hiperactividad sistémica contemporánea que logra su inmunidad en sí misma, dado que su patología es imposible de ser atacada como si se tratara de un “otro”. La sociedad de rendimiento es una sociedad de atención animalizada que fomenta el doping. La utopía de Han es la sociedad del cansancio, donde el no hacer aparece como el nuevo paradigma, recogiendo así lo más profundo de la filosofía occidental.
Arendt, H. (2013). La condición humana (Traductor Gil Novales, R.). Buenos Aires: Paidós.
Han, B.-Ch. (2012). La sociedad del cansancio (Traductora: Saratxaga Arregi, A.). Barcelona: Herder.
Deleuze, G. (1991). “Posdata sobre las sociedades de control” (Traductor: Caparrós, M.). En Ferrer, Ch. (comp.), El lenguaje literario, Montevideo: Nordan, tomo 2.
Ver también
Capitalismo de plataformas, Capitalismo de vigilancia, Epicureísmo, Futuro ominoso, Individuación, Neoliberalismo, Resistencia, Trabajo, Trabajo (fin del), Transición digital, Utopía/Distopía
Instituto de Investigaciones Gino Germani
Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0002-0252-8920
A lo largo de los últimos años se ha vuelto hegemónico un modelo de producción, circulación y consumo de mercancías nacido en las redes sociales. Se trata de un modelo basado principalmente en plataformas digitales, es decir, estructuras digitales que posibilitan la interacción entre dos o más grupos (Srnicek, 2018), permiten el encuentro entre demanda y oferta a través del manejo de un flujo de datos (Helmond, 2015; Parker, Van Alstyne y Choudary, 2016) y habilitan el pasaje de un modelo de empresa basado en una jerarquía de funciones especializadas a una organización más sencilla, que depende de una red flexible de recursos y proveedores externos (Mandariaga et al., 2019).
La hegemonía de este modelo ha abierto un horizonte en el que se presentan un conjunto de problemas —algunos novedosos y otros que se reconfiguraron— que van desde las políticas tributarias hasta el derecho laboral y que han sido abordados desde diferentes disciplinas y prismas teóricos: sociología del trabajo, economía, teoría política, etcétera. Esta diversidad teórico-metodológica y disciplinaria se ha reflejado también en las distintas taxonomías y en los diversos léxicos surgidos para analizar y describir el fenómeno.
Hablar de capitalismo de plataformas, en vez de acudir a otras fórmulas que subrayan dimensiones diferentes del mismo horizonte —como platform economy (economía de plataforma), sharing economy (economía compartida), gig economy (economía de la changa), entre otras—, significa colocar el modelo centrado en las plataformas digitales en la senda de una historia más larga, la historia del modo de producción capitalista, y también asumir una mirada crítica al respecto. Dicho en otras palabras, significa pensar, en primer lugar, un modelo que mantiene los rasgos determinantes del modo de producción capitalista —de manera muy sintética: un régimen de acumulación fundado básicamente en la apropiación de plustrabajo y plusvalía— pero que presenta algunas novedades que lo caracterizan y que marcan una diferencia respecto de las etapas anteriores del capitalismo. La novedad más disruptiva del momento actual, aquella que le otorga el “apellido” al capitalismo, consiste justamente en el hecho de que las plataformas digitales se han convertido en una suerte de “medium ‘universal’ de la producción de mercancías” (Vecchi, 2017: 12). Además, si desde que surgió el modo de producción capitalista, el desarrollo y las innovaciones tecnológicas habían sido implementadas en primera instancia en el centro —o lo que llamamos hoy “Norte global”— para llegar en un segundo momento a la periferia (“Sur global”) siguiendo tiempos y geografías variables, el proceso de plataformización ha llegado a socavar este esquema. Diversos tipos de plataformas se han instalado de manera prácticamente simultánea en los cinco continentes, “aterrizando” en contextos profundamente diferentes desde el punto de vista social, cultural y económico (Koskinen, Bonina y Eaton, 2019).
En segunda instancia, usar “capitalismo” en vez de otros sintagmas más neutrales, implica reflexionar sobre el modo en que se reconfiguran la relación capital-trabajo y el problema de la explotación en el marco del presente dominado por las plataformas digitales, y pensar, paralelamente, el rompecabezas de la liberación y la posibilidad de darle un sentido alternativo al management algorítmico y a la captura de datos.
Uno de los primeros autores en usar la expresión capitalismo de plataformas en el sentido que se le asigna hoy en el debate a ese sintagma ha sido el economista Nick Srnicek, quien planteó que las plataformas digitales representan “un nuevo modelo de negocios, capaz de extraer y controlar una inmensa cantidad de datos” (Srnicek, 2018: 13). Desde este punto de vista, los datos son la materia prima del nuevo modelo, el elemento central que las plataformas permiten capturar, almacenar, limpiar y organizar de forma estandarizada, para que puedan ser utilizados.
Srnicek distingue las plataformas sobre la base de la manera en que usan los datos recolectados e identifica cinco tipos de plataformas —quizás sería más correcto hablar de cinco lógicas de funcionamiento diferentes de las plataformas, ya que algunas pueden ser incluidas en más de un tipo—: “plataformas publicitarias”, como Google o Facebook, que extraen y analizan datos para vender espacios publicitarios personalizados; “plataformas de la nube”, como Amazon Web Service o Salesforce, que poseen hardware y software necesario para negocios digitales y los alquilan; “plataformas industriales”, como General Electrics, Siemens o Microsoft, que producen hardware y software para transformar la manufactura tradicional, llevando así las plataformas al sistema industrial (en este sentido, en el debate mainstream se habla de “Cuarta revolución industrial” o “Industria 4.0” [World Economic Forum, 2016]); “plataformas de productos”, que transforman productos en servicios, extrayendo datos y sacando gracias a eso una ventaja competitiva. Es el caso de Rolls Royce, que, en vez que vender motores de aviones, alquila horas de vuelo, con lo que elimina así toda la competencia de quienes ofrecen mantenimiento; “plataformas austeras”, que son aquellas que más inmediatamente son identificadas con las plataformas, como Rappi y PedidosYa, Zolvers, Uber, Airbnb, entre otras. Se trata de plataformas-compañías que proveen un servicio sin ser poseedoras de las herramientas de trabajos o viviendas en alquiler —por esto “austeras”—, pero que poseen “el activo más importante: la plataforma de software y análisis de datos” (Srnicek, 2018: 72).
Lo más relevante de esta lectura es que considera la actividad de las personas usuarias la fuente natural de esa materia prima que son los datos. Esto permite abrir las reflexiones sobre la novedad del capitalismo de plataformas en dos direcciones principales. Por un lado, obviamente, hacia el análisis de la relación entre capital y trabajo digital; aquí cabe diferenciar, con Míguez (2020), entre el trabajo “dentro de las plataformas”, es decir el trabajo de desarrolladores que analizan datos y desarrollan algoritmos constituyendo una suerte de aristocracia de trabajadores de las plataformas, y el “trabajo comandado por las plataformas”, que va desde les turques mecániques de Amazon hasta las y los choferes de Uber. Por otro lado, hacia la relación entre la recolección de los datos y las diferentes interacciones humanas que son su fuente.
En el debate sobre el trabajo comandado por las plataformas también han surgido numerosas taxonomías. El sociólogo Antonio Casilli (2019) ha distinguido tres tipos de trabajos digitales —trabajo on-demand, microtrabajo y trabajo social en red— que logran dar cuenta de un amplio espectro de actividades que producen valor para las plataformas, algunas de las cuales posibles solo gracias a las plataformas mismas, otras que son modificadas por aquellas y otras con respecto a las cuales las plataformas modifican la forma de contratación y de pago. El trabajo on-demand se caracteriza por la articulación de un momento en línea —por ejemplo, el pedido en un restaurante, de un pasaje en auto, de una trabajadora doméstica vía aplicación— con un momento fuera de línea, que es cuando el servicio contratado se lleva a cabo. El microtrabajo es aquel que consiste en tareas en línea que requieren un bajo nivel de especialización, como poner tags (etiquetas) en fotos, videos, entre otros. El trabajo social en red —el único tipo de trabajo digital de la clasificación propuesta no necesariamente retribuido— es el trabajo en social network como Facebook o Instagram, del cual el trabajo de las y los influencers es el ejemplo más claro, aunque no el único.
Más allá de las diferentes taxonomías posibles, un problema crucial que emerge con el capitalismo de plataformas es la propia definición de trabajo y, sobre todo por lo que concierne a la reflexión sobre el trabajo social en red, las posiciones en el debate crítico son varias.
Tiziana Terranova (2000) hace más de veinte años (en un contexto muy diferente del de ahora) planteó que el trabajo gratis era fundamental para la creación de valor en el capitalismo digital. La teórica italiana se refería a la construcción de comunidades y espacios virtuales; hoy el debate sobre el trabajo gratis es central en la reflexión sobre capitalismo de plataformas, pero se deslizó parcialmente.
Desde un punto de vista que retoma al pie de la letra la teoría del valor tiempo de trabajo —el valor de una mercancía depende del tiempo necesario a su producción y el plusvalor es tiempo de trabajo no pagado a le trabajadore—, Christian Fuchs (2011) sostiene que en el marco de lo que llama “capitalismo informacional”, plataformas como Google o Facebook no explotan solo a les empleades —trabajo dentro de las plataformas, lo llamaríamos con el léxico usado más arriba—, sino también a les usuaries, para quienes la tasa de explotación es máxima, ya que no perciben ninguna compensación por el tiempo que pasan en red y que entrega preciosas informaciones a las plataformas. Este punto de vista, según el cual todo segmento de tiempo que se pasa en plataformas como Google o Facebook es plustrabajo apropiado por las empresas, ha sido criticado por no tener en debida cuenta la importancia crucial de la dimensión financiera del capitalismo de plataformas (Arvidsson y Colleoni, 2012). El hecho de que muchas de las plataformas austeras, solo para hacer el ejemplo más evidente, dependen más de los financiamientos que pueden atraer, dada su posición privilegiada en la acumulación de datos y la esperanza de ganancias futuras, que de los ingresos por los servicios que proveen en el momento actual, parece confirmar lo acertado de esa crítica.
Desde una perspectiva que se sitúa en el lado diametralmente opuesto de la crítica de la economía política, el economista italiano Carlo Vercellone (2020) plantea que lo que está en juego en el capitalismo de plataformas no es la simple suma de plusvalores individuales, sino el producto de la cooperación del trabajo, de la inteligencia colectiva de una multitud de prosumidores —concepto elaborado por Alvin Toffler (1980) para indicar personas que son a la vez productores y consumidores—. En este sentido, cualquier interacción entre usuarios o de un usuario con una plataforma que produce valor, aunque después de muchas mediaciones, se debe considerar trabajo. De esta manera, en el marco de un proceso de datificación, definido por Flavia Costa (2021) como la conversión de todo lo existente en dato, el simple hecho de existir se vuelve trabajo, en la medida en que es fuente de datos que son apropiables y vendibles.
Los debates teóricos sobre el trabajo digital cobran más relevancia a la luz de las traducciones que pueden llegar a encontrar y a alimentar en un modelo en pleno desarrollo: tanto en las experiencias de usos alternativos de las plataformas, incluyendo las llamadas “plataformas cooperativas” —aun chocando con el problema de la propiedad privada de la infraestructura material necesaria para que una economía de plataforma se desarrolle (cables submarinos y satélites de propiedad de Google)— como en las luchas que se están dando en todo el mundo, incluyendo a América Latina y a Argentina, por ahora sobre todo en las plataformas austeras, como aquellas de delivery, pero que podrían extenderse a otros tipos.
Arvidsson, A. y Colleoni, E. (2012). “Value in Informational Capitalism and on the Internet”. The Information Society: An International Journal, 28 (3), pp. 135-150. doi: 10.1080/01972243.2012.669449
Casilli, A. (2019). En attendant les robots. Enquête sur le travail du clic. Paris: Seuil.
Costa, F. (2021). Tecnoceno. Algoritmos, biohackers y nuevas formas de vida. Buenos Aires: Taurus.
Fuchs, C. (2011). “Labor in Informational Capitalism and on the Internet”. The Information Society: An International Journal, 26 (3), pp. 179-196. doi: 10.1080/01972241003712215
Helmond, A. (2015). “The Platformization of the Web: Making Web Data Platform Ready”. Social Media + Society, 1 (2). doi: 10.1177/2056305115603080
Koskinen, K., Bonina, C. y Eaton, B. (2019). “Digital Platforms in the Global South: Foundations and Research Agenda”. En P. Nielsen, H. C. Kimaro (Eds) Information and Communication Technologies for Development. Strengthening Southern-Driven Cooperation as a Catalyst for ICT4D. doi: 10.1007/978-3-030-18400
Mandariaga, J., Buenadicha, C., Molina, E. y Ernst, C. (2019). Economía de plataformas y empleo. ¿Cómo es trabajar para una App en Argentina?. Buenos Aires: CIPPEC-BID-OIT.
Míguez, P. (2020). Trabajo y valor en el capitalismo contemporáneo. Los Polvorines: UNGS.
Parker, G., Van Alstyne, M. y Choudary, S. (2016). Platform Revolution: How Networked Markets Are Transforming the Economy – and How to Make Them Work for You. New York: Newton.
Srnicek, N. (2018). Capitalismo de plataformas. Buenos Aires: Caja Negra.
Terranova, T. (2000). “Free Labor. Producing Culture for the Digital Economy”. Social Text, 18 (2), pp. 33-58. doi: 10.1215/01642472-18-2_63-33
Toffler, A. (1980). La tercera ola. Barcelona: Plaza & Janés.
Vecchi, B. (2017). Capitalismo delle piattaforme. Roma: Manifestolibri.
Vercellone, C. (2020). “Les plateformes de la gratuité marchande et la controverse autour du Free Digital Labor: une nouvelle forme d’exploitation?”. Information et Communication. Revue ouverte d’ingénierie des systèmes d’information, 2 (1).
Ver también
Cadena de bloques, Ciberespacio, Inteligencia artificial, Legalización, Resistencia, Tecnoceno, Trabajo, Trabajo (fin del), Transición digital
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
ORCID: 0009-0002-3144-6323
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
ORCID: 0009-0000-1476-6398
Capitalismo de vigilancia –Survailance Capitalism– es un concepto acuñado por Shoshana Zuboff, profesora emérita de la Harvard Business School. Para definirlo, Zuboff enumera los siguientes rasgos distintivos:
1. Un nuevo orden económico que reclama para sí la experiencia humana como materia prima gratuita aprovechable para una serie de prácticas comerciales ocultas de extracción, predicción y ventas.
2. Una lógica económica parasitaria donde la producción de bienes y servicios se subordina a una nueva arquitectura global de modificación conductual.
3. Una mutación inescrupulosa del capitalismo caracterizada por grandes concentraciones de riqueza, conocimiento y poder que no tienen precedente en la historia humana.
4. El marco fundante de una economía de la vigilancia.
5. Una amenaza tan importante para la naturaleza humana en el siglo XXI como lo fue el capitalismo industrial para el mundo natural en los siglos XIX y XX.
6. El origen de un nuevo poder instrumentalizador que impone su dominio sobre la sociedad y plantea alarmantes contradicciones para la democracia de mercado.
7. Un movimiento que aspira a imponer un nuevo orden colectivo basado en la certidumbre absoluta.
8. Una expropiación de derechos humanos críticos que perfectamente puede considerarse como un golpe desde arriba: un derrocamiento de la soberanía del pueblo. (Zuboff, 2020: 8)
En la sociedad en red, la comunicación fluye de manera incesante, diseminando las huellas de la vida de las personas por el tejido tecnológico. La exposición pública y la vida privada pueden ser grabadas y recopiladas como datos que se pueden interpretar para influir sobre los deseos, aspiraciones y necesidades de cada ser humano. Así, en la era digital, la información sobre y de las personas deviene en insumo estratégico para la creación de riqueza y de poder. Zuboff designa a este paradigma emergente como capitalismo de vigilancia, porque la manipulación de grandes volúmenes de datos (Big Data) pone en marcha una lógica de acumulación que monetiza la intimidad y habilita la manipulación de los comportamientos (Zuboff, 2015: 75-98).
¿Por qué “de vigilancia”? Porque el acceso a la intimidad de las personas a través de la extracción de su información privada y la posibilidad de manipularla para influir en sus comportamientos abren las puertas a formas novedosas, intrusivas y sofisticadas de control social. La entronización de este paradigma se produce en un contexto sociocultural que ha naturalizado la idea de seguridad y, a la par, la de vigilancia, como componentes centrales de nuestra cotidianeidad. Para describir esta realidad, David Lyon utiliza el concepto “cultura de vigilancia”. Lo explica así:
La vigilancia se está convirtiendo en un modo de vida. De allí que hablemos de cultura de vigilancia. Ya no es simplemente algo externo que incide en nuestras vidas. Es algo que los ciudadanos cotidianamente cultivan, gestionan –de buena gana o no, con intención o no–, incluso inician y desean. (Lyon, 2017: 824-842)
De acuerdo con Lyon, la cultura de la vigilancia es un producto de la modernidad digital. Sin embargo, ha dejado de representar un aspecto institucional o un modo mejorado del control social para pasar a ser “una realidad y una dinámica que se interioriza y que forma parte de nuestro estilo de vida cotidiano”. El factor determinante en la articulación de la “cultura de vigilancia” es la disposición de las personas a participar activamente de mecanismos y procedimientos que regulan su propia vigilancia como la de los demás y en su entorno. “La vigilancia se ha convertido en una forma de ver, una forma de ser”, sostiene Lyon, y agrega que las estrategias de vigilancia (corporativas y estatales), mediadas por tecnologías más rápidas y potentes cada vez, hacen foco en la vida cotidiana de las personas, aprovechando la “creciente dependencia de lo digital”.
Siva Vaidhyanathan (2011) describe el rol de Google –“nave nodriza” del capitalismo de vigilancia, según Zuboff– y propone el concepto de cryptopticon. Vaidhyanathan sugiere una analogía con el modelo foucaultiano del panopticon benthamiano: si en el panopticon la amenaza de una vigilancia constante impide que la gente actúe, en el cryptopticon se anima a la gente a expresarse “libremente” para producir así tantos datos confiables sobre sí mismos como sea posible. En concordancia, Byung-Chul Han (2014: 43) señala que, si a los reclusos del panóptico benthamiano se los mantenía aislados sin permitirles hablar entre ellos, a los residentes del panóptico digital se los estimula a comunicarse de manera intensa: “se desnudan por su propia voluntad” y, así, participan activa y libremente en la construcción del nuevo panóptico.
Según el prisma con el que se lo aborde, el capitalismo de la información puede conceptualizarse de distintos modos; por ejemplo: capitalismo de plataformas, economía de la atención, semiocapitalismo, capitalismo cognitivo. Sin embargo, ninguna de estas aproximaciones consigue dar cuenta de la potencialidad disruptiva y amenazadora de esta nueva forma de capitalismo en relación con la democracia y el orden liberal como sí lo hace la noción de capitalismo de vigilancia. En efecto, esta categoría pone de relieve que las tecnologías que hacen visible la intimidad y posibilitan la predicción del comportamiento humano conllevan severos efectos políticos, ya que abren paso a la instrumentación de nuevos y poderosos dispositivos de vigilancia, control y disciplinamiento social. Como advierte Zuboff:
El asalto sobre los datos, acerca de los modos y el comportamiento del día a día de las personas, es tan amplío que las dudas ya no se pueden circunscribir al concepto de privacidad y a sus efectos. Ahora estamos ante otro tipo de desafíos, que amenazan las bases mismas del orden liberal-moderno, definido a partir del principio de libre determinación de las personas, de los ideales de la igualdad social; del derecho a la identidad personal, la autonomía y el razonamiento moral. Son retos que impactan sobre la integridad política de las sociedades y el futuro de la democracia. (2015: 75-98)
Si los datos son la fuente de riqueza en la era de la revolución digital, el hecho de que los proveedores capacitados para obtenerlos, almacenarlos, manipularlos y distribuirlos sean un reducido grupo de corporaciones de los países centrales, señala la inminencia de una nueva dinámica de transferencia de riqueza desde el Sur al Norte. El capitalismo de vigilancia recrea y profundiza condiciones estructurales que provocan la subordinación política y económica de los países del Sur.
Como pusieron de manifiesto las filtraciones de información secreta de agencias gubernamentales de Estados Unidos que realizó Edward Snowden, las operaciones de ciberinteligencia que permiten las Tecnologías de la Comunicación y la Información que aplican recursos de Inteligencia artificial (TIC+IA) no solo persiguen objetivos políticos, sino también económicos e institucionales en función de los intereses de gobiernos y corporaciones del centro, operaciones que sirven para consolidar y acentuar sus ventajas en el marco de sus relaciones asimétricas con los países de la periferia (Greenwald, 2014).
Como sostiene Sadin, la vigilancia digital securitaria puesta en evidencia por las denuncias de Snowden convive con el uso de técnicas previstas para actuar sobre las personas, para incidir en sus emociones y afectar sus comportamientos, prácticas que representan una transición de la vigilancia a prácticas potenciales de administración automatizada de las conductas (Sadin, 2018: 98). De acuerdo con este autor: “La interpretación industrial de las conductas se convirtió en el pivote principal de la economía digital”. De la “administración robotizada de las cosas” emerge la “economía del comportamiento” (Sadin, 2018: 84).
La expansión global del “paradigma Silicon Valley” (la “siliconización del mundo”, según la fórmula de Sadin) internacionalizó este tipo de prácticas securitarias. El desarrollo del programa “crédito social” en China, un sistema de calificación crediticia financiera que opera examinando la huella digital de las personas, es un ejemplo elocuente de ello.
Como gran parte de la literatura sobre tecnopolítica, el concepto capitalismo de vigilancia proviene de los países centrales. Sin embargo, lleva implícita una dimensión geopolítica y, si bien describe una lógica de acumulación global, permite dar cuenta de un renovado mecanismo de asimetría de poder. El sustrato teórico y el andamiaje tecnológico que implica el tipo de vigilancia promovido por centros de conocimiento y corporaciones del Norte legitiman los sesgos que encubren sus intereses y objetivos económicos y políticos. Por un lado, la masiva captación de información de las sociedades del Sur permite un renovado, pormenorizado y muy eficiente mapeo de sus realidades. Una cartografía digital que las visibiliza y desnuda. Esa información, que es estratégica, circula por servidores de Estados Unidos y tiene domicilio físico en “nubes” situadas allí. Por otro lado, la dependencia tecnológica respecto a las grandes corporaciones de los países centrales genera una geopolítica de los proveedores que convierte a los gobiernos y empresas del Sur en consumidores-subordinados, que los lleva a reproducir un vigorizado ciclo de dependencia.
Esa geopolítica de los proveedores resignifica al Estado en los países periféricos como articulador de un tipo de capitalismo (de vigilancia) que promueve la privatización velada de servicios públicos, a través de un vínculo que lo transforma en garante y gestor del desembarco territorial de las grandes tecnológicas y de la puesta en marcha de un modelo de negocios que activa un proceso de transferencia masivo de datos, la nueva riqueza. Desde esta perspectiva, se habla de un nuevo tecnocolonialismo. Andrés Tello lo explica así:
El colonialismo siempre tuvo una dimensión tecnológica, pero el nuevo tecnocolonialismo se constituye principalmente a partir de la expansión global de tecnologías digitales mediante las cuales un puñado de empresas –mayoritariamente hoy en Silicon Valley–, despliegan al mismo tiempo un régimen de acumulación por desposesión de datos masivos y un oligopolio del creciente y lucrativo mercado de la gestión algorítmica de las conductas y la atención. En otras palabras, el carácter inédito del tecnocolonialismo se define por su empleo de tecnologías de Inteligencia Artificial para la intensificación del capitalismo. (Tello, 2020: párrafo 33)
A la luz de estas reflexiones, puede resultar productivo enfocar la noción capitalismo de vigilancia con el prisma de análisis que provee el concepto-categoría “conocimiento situado” de Donna Haraway (1995). Se trata de abordar este nuevo tipo de capitalismo desde las perspectivas políticas, económicas, sociales y culturales específicas del Sur para identificar sus resultados concretos y potenciales. Las tecnologías de vigilancia y el uso del Big Data programados por compañías del Norte deben interpretarse en función de nuestras realidades para evitar su incorporación acrítica, advirtiendo que representan estrategias que habilitan procedimientos que no solo profundizan las asimetrías entre los Estados, y entre estos y las grandes compañías tecnológicas, sino también entre los distintos grupos sociales.
Greenwald, G. (2014). Sin lugar dónde esconderse: Edward Snowden, la NSA, y el estado de vigilancia en Estados Unidos. Barcelona: Ediciones B.
Han, B-Ch. (2014). Psicopolítica. Barcelona: Herder.
Haraway, D. (1995). Saberes localizados: la cuestión de la ciencia para el feminismo y el privilegio de perspectiva parcial. Universidad Estadual de Campinas: Cuadernos Pagu.
Lyon, D. (2017). “Surveillance culture: engagement, exposure, and ethics in digital Modernity”. In International Journal of Communication, November.
Sadin, E. (2018). La siliconización del mundo. Buenos Aires: Caja Negra.
Tello, A. (2020). “Aceleración y desajuste. Un diálogo colectivo sobre técnica, algoritmo y digitalización de la vida cotidiana desde el Cono Sur”. En La Fuga, Chile. otoño de 2020. Recuperado el 21 de enero de 2021 de https://lafuga.cl/aceleracion-y-desajuste-un-dialogo-colectivo-sobre-tecnica-algoritmo-y-digitalizacion-de-la-vida-cotidiana-desde-el-cono-sur/1058
Vaidhyanathan, S. (2011). The googlization of everything (And why we should worry). Berkeley: University of California Press.
Zuboff, S. (2020). La era del capitalismo de vigilancia. Barcelona: Paidós.
— (2015). “Big Other: Surveillance Capitalism and the Prospects of an Information Civilization”. Journal of Information Technology, 30, 75-89. Disponible en https://ssrn.com/abstract=2594754
Ver también
Capitalismo de plataformas, Ciberespacio, Geopolítica de las redes, Guerra cognitiva, Inteligencia artificial, Transición digital
Capitaloceno6
Binghamton University
ORCID:0000-0002-7237-9895
Nos mintieron. Siempre que leemos, vemos o escuchamos la descripción típica de la crisis climática es algo parecido a: “La sociedad humana es la causante del cambio climático” (tomado del informe más reciente del IPCC). El cambio climático es antropogénico. La frase se repite hasta el hartazgo. La repiten académicos, periodistas, las principales organizaciones ambientalistas y las instituciones líderes de la burguesía transnacional, como el Foro Económico Mundial. ¿Qué persona, en su sano juicio, y habiendo examinado las pruebas, se atrevería a decir lo contrario?
Sin embargo, resulta que cada vez son más los que están dispuestos a alertar sobre este disparate. Para los activistas e intelectuales disidentes, hay un abismo de diferencia entre la idea de que “la humanidad” es la causante de la crisis climática (antropogénica) y la realidad: que algunos humanos la han causado. Empíricamente hablando, la realidad no está puesta en duda. Así como sabemos quiénes fueron responsables y se beneficiaron del comercio esclavista —en algunos casos, hasta conocemos el nombre de familias y firmas puntuales—, también sabemos quiénes son los responsables de la crisis climática, y quiénes han lucrado gracias a ese impulso letal hacia el infierno planetario. Como dijo el cantante de folk radical Utah Phillips: sabemos quiénes son los responsables, tienen nombre y dirección. Ese es el espíritu de la crítica radical al ambientalismo de los ricos y al superconcepto del Antropoceno. Para estos radicales, la crisis climática no es antropogénica, sino capitalogénica: “provocada por el capital”.
Por lo tanto, el Capitaloceno no es un simple juego de palabras como los que atraen a los intelectuales burgueses hace largo tiempo. Se trata de una geopoética —en sentido literal, una poética de la Tierra— que desnuda las “ideas dominantes” (para tomar una expresión de Marx y Engels) más poderosas del capitalismo. Desde sus orígenes en la conquista y mercantilización de las Américas a partir de 1492, la ideología imperial-burguesa ha forjado no uno, sino muchos proyectos civilizatorios. De Irlanda a Brasil y México, los nuevos imperios capitalistas inventaron un sistema ideológico que definiría épocas enteras. Se trató sencillamente (aunque la historia nunca es sencilla) de una nueva cosmología que reimaginó el cosmos como una colisión: del hombre contra la naturaleza. Hoy ese imaginario es el dominante en el ambientalismo de los ricos y su complejo industrial del Antropoceno. Fue tarea del imperio —y sus civilizadores iluminados— asumir la responsabilidad moral de la supervisión racional y la gestión activa de la naturaleza. Desde 1492, desde los “albores” de la ecología-mundo capitalista, cada gran era de imperialismo y acumulación necesitó de esta santa trinidad ideológica —y reinventó sus términos específicos—: civilización, hombre y naturaleza.
Una naturaleza que poco tenía que ver con nuestra comprensión de la trama de la vida en el sentido habitual. Podrían escribirse en mayúsculas: Civilización, Hombre y Naturaleza. La tesis del Capitaloceno insiste en que estas son las palabras más peligrosas del léxico burgués. No solo encubren, sino que legitiman y facilitan la violencia sangrienta del desarrollo capitalista y la acumulación militarizada; estas palabras clave del imperialismo ganaron terreno en la primera gran crisis climática del capitalismo y su consiguiente “solución climática” (1550-1700). Fueron principios emergentes de los proyectos civilizatorios que dieron origen al fetiche “Europa” y su antónimo funcional: la América “incivilizada” y “salvaje”.
En el centro de ese fetiche civilizatorio —precondición histórica del fetiche de la mercancía— se halló una estrategia de acumulación completamente nueva: la naturaleza barata.7* Sus prioridades fundamentales eran, y siguen siendo, dobles: reducir mediante la violencia el costo de la fuerza de trabajo, el alimento, la energía y las materias primas necesarias para aumentar la tasa de ganancia; devaluar violentamente la “valía” del trabajo humano y extrahumano y de los trabajadores. Así, la naturaleza no solo se volvió una “idea dominante”, sino también una abstracción dominante, hilo conductor de la praxis imperialista. Desde 1492, la naturaleza ha pasado a ser todo aquello que la burguesía imperial no quiere pagar: trabajo, vida, recursos, úteros, lo que se les ocurra (von Werlhof).
La lógica de la naturaleza barata nutre al naturalismo burgués. Banqueros y reyes, sacerdotes y hacendados, soldados y mercaderes capturaron y alentaron esta lógica de modo que se ha convertido en la premisa geocultural de la invención del racismo y el sexismo modernos después de mediados del siglo xvi. En la iluminadora formulación de Federici, las humanas se convirtieron en mujeres, las “salvajes de Europa”. Como consecuencia, el trabajo feminizado se convirtió en “trabajo de las mujeres” y el trabajo de las mujeres fue redefinido como “no trabajo”. Fueron encerradas en, y redefinidas a través de, “lo natural”: lo que no merece remuneración. En otras palabras, la naturaleza pasó a ser un proyecto de clase imperial, de superexplotación, que valora la ganancia por sobre todas las cosas: extender el día laboral para las humanas aprisionadas en la abstracción “mujer” devaluando su trabajo sociobiológico. Únicamente con la aceptación del proyecto civilizatorio —y su lógica de “domar” a la mujer “salvaje” (Shakespeare)— las mujeres se han podido redimir mediante el trabajo no pago, sobre todo a través del régimen de cuidado barato que garantizó el nacimiento y el cuidado devaluado de los trabajadores que hacen posible el capitalismo.
Por esto, la tesis del Capitaloceno no solo es una crítica de clase, antiimperialista y epistemológica de la cosmología hombre versus naturaleza del Antropoceno: es una crítica ideológica. Identifica al capitalismo como un modo de (re)producción que depende del capitalismo como “modo de pensamiento”, y a la vez le da forma. Este modo de pensamiento no solo produce dualismos creadores de mundos, como mente y cuerpo, humanidad y naturaleza, hombre y mujer, blanco y no blanco, civilizado y salvaje, sino que los entiende como una dialéctica de dominación geocultural (racismo, sexismo, etcétera) y explotación de clase.
El uno por ciento siempre supo cómo desenterrarse a sí mismo movilizando a sus tropas, sacerdotes (de la iglesia, del desarrollo) y financistas a las fronteras. Estas fronteras —al menos las suficientemente extensas como para establecer una nueva era dorada del capitalismo— ya no existen. Están cercadas, agotadas. Pero la estrategia de la frontera persiste, como un zombi. El impulso hacia la superexplotación, característico de las expansiones imperialistas del pasado, se repite hoy día (¿cómo farsa?). El permanente resurgimiento del etnonacionalismo y la militarización de las fronteras, por no mencionar la guerra interimperialista, es una respuesta al fin de la naturaleza barata. Ha comenzado una nueva fase de lo que Lenin llamó las “guerras de redivisión”.
Sin embargo, no es suficiente reafirmar las verdades eurocéntricas sobre la lucha de clases ni combinarlas con nociones reificadas de raza, combustibles fósiles, desechos o crecimiento. Claro que hay una lucha de clases, una lucha mundial sobre la forma que adoptará la transición poscapitalista en curso. Pero para dar cuenta del Capitaloceno será necesario conceptualizar y mapear estas y otras dinámicas tal como se manifiestan en sus relaciones “realmente existentes”. Para ello es fundamental una dialéctica de múltiples capas en la cual hay dos grandes momentos que cobran enorme trascendencia. Uno es la conexión entre las ideologías opresivas del capitalismo, las prácticas que estas habilitan, y la interminable acumulación del capital. El otro es la conexión entre el capitalismo como proyecto y el proceso ecohistórico de las tramas de la vida que incluyen a la sociedad de clases y la lucha de clases, pero que también, y cada vez más, dan forma a las trayectorias de la guerra interimperialista y la lucha de clases global.
Volvemos al principio. El Capitaloceno depende de sucesivos proyectos civilizatorios que buscan generar nuevas oportunidades para lucrar a costa de la naturaleza barata: una estrategia de valorización (económica) y devaluación (geocultural). Desde 1492, los proyectos civilizatorios han girado en torno a una naturaleza que incluye a la mayoría de los humanos. Esa naturaleza es una abstracción dominante que está en el núcleo de los proyectos cristianizantes, civilizatorios y desarrollistas. Expresa el naturalismo burgués-imperial —a menudo bajo el signo de la ley natural— que ha animado la contrainsurgencia y la contrarrevolución desde Thomas Malthus e incluso desde antes. La naturaleza es la materia prima conceptual que conforma los martillos ideológicos de la superexplotación racializada, de género y colonial. Esa superexplotación no es un choque de civilizaciones, sino una lucha de clases. Es una estrategia cuyo objetivo es aumentar la tasa de explotación (de la plusvalía), no solo mediante la restructuración sociotécnica, sino elevando la tasa de apropiación: la extracción del trabajo no pago de “las mujeres, la naturaleza y las colonias” (al decir de Maria Mies). Al mismo tiempo, esos proyectos civilizatorios se han visto cuestionados, alterados e incluso temporalmente revertidos por tramas de la vida desobedientes, revueltas y contenciosas, entre ellas, las grandes luchas de liberación, los movimientos de trabajadores y las revoluciones socialistas de la modernidad.
Hoy en día, el identitarianismo neoliberal, que nos dice que las fracturas del mundo son una mezcla caótica de opresiones autónomas —y no el resultado del “divide y reinarás”, “define y reinarás” de la burguesía mundial— está detonando y desgastándose al mismo tiempo. A medida que los movimientos etnonacionalistas de derecha ganan terreno, también lo hacen las posturas radicales que entienden que las desposesiones y los cercamientos “locales” nunca son localizados. Existe una conciencia emergente —a la que el Capitaloceno pretende contribuir— de que es necesario trascender el capitalismo, que su dictadura biosférica debe cuestionarse mediante nuevas formas de internacionalismo que unan a trabajadores pagos y no pagos, humanos y extrahumanos. Sólo una imaginación dialéctica, que valore la diferencia dentro de las unidades conectivas histórico-mundiales, puede brindar una base histórica real para la unidad diferenciada del proletariado, el femitariado y el biotariado.
En el cálculo final, los proyectos civilizatorios de la modernidad deben dar rédito. El genio de Marx consistió en vincular el análisis económico de la acumulación con la sociología de la formación de clases y la lucha de clases. Un hecho menos valorado pero igualmente importante es que Marx demostró que todo momento de la explotación de clase en el capitalismo —la lucha por la plusvalía— es irreductiblemente socioecológico. El metabolismo de la crisis climática es, siguiendo este razonamiento dialéctico, una lucha de clases en la trama de la vida. A esto agregaría: cada momento de “valorización” en su momento económico depende de momentos aún más expansivos de devaluación y de apropiación de trabajo no pago. Esa acumulación por apropiación es fundamental para la acumulación del capital. La devaluación es la lógica geocultural de la naturaleza barata. Es el campo de batalla ideológico del racismo, el sexismo y las múltiples dinámicas opresivas que se desprenden del proyecto civilizatorio. El proletariado mundial (en realidad, un semiproletariado que comprende diversos precariados y clases de trabajo agrarias) depende del femitariado y el biotariado global y se superpone a ellos. Una estrategia revolucionaria contra la crisis climática tendrá que vérselas seriamente con esta unidad contradictoria de vida y trabajo valorizados y devaluados. Tendrá que vincular las contradicciones del “tiempo de trabajo socialmente necesario” con las fuentes socialmente necesarias de trabajo no pago.
La división de clases del Capitaloceno depende del apartheid climático y el patriarcado climático. Estos forman una totalidad asimétrica, que se refuerza mutuamente. No están separados ni son autónomos: se hallan en relación dialéctica y son inconmensurables; sus diferencias materiales, biológicas e ideológicas forman una “rica totalidad con múltiples determinaciones” (Marx). Sin embargo, la actual crisis climática no es la causa, sino el resultado de esta rica totalidad y su trinidad histórico-mundial: la división climática de clases, el apartheid climático y el patriarcado climático. Sobre todas las cosas, esta trinidad es una estrategia de acumulación y, por ende, una estrategia de dominación de clase. Sin la acumulación continua y la hegemonía capitalista, no hay capitalismo; sin el apartheid climático y el patriarcado climático no hay acumulación ni hegemonía burguesa.
Y aquí podemos volver una vez más a nuestros viejos amigos, Marx y Engels. Con su ayuda podemos imaginar un materialismo histórico en la trama de la vida. Entre sus perdurables contribuciones está la insistencia en captar que la diversidad de la vida (de la que, nos recuerdan, “toda historiografía tiene necesariamente que partir”) está dentro, fuera y entre las expresiones específicas de la colectividad humana. Los humanos, como toda forma de vida, son una especie creadora de ambiente, al igual que lo son las organizaciones humanas como las familias o los centros financieros. La vida es el tejido conectivo que está dentro, fuera, entre: constituye la organización humana, y la organización humana —de forma despareja y modesta, pero hoy en día masiva— constituye la trama de la vida.
Invocar al Capitaloceno en el espíritu de Marx y Engels es implicar al internacionalismo socialista y a la justicia planetaria. Esta justicia es, a su vez, la liberación de todas las formas de vida de la tiranía del trabajo capitalista o no es nada. Es la visión de un socialismo del biotariado, por la construcción de un “Proletaroceno” (Salvage Collective). Exige la emancipación del proletariado, el femitariado y el biotariado, de modo que un ataque contra uno es un ataque contra todos (para tomar prestado un eslogan del movimiento obrero estadounidense). Soy muy consciente de que estas luchas emancipatorias han sido y seguirán siendo desiguales. Sin embargo, no podemos avanzar sin un internacionalismo de la clase trabajadora que enfrente la división de clases climática, el apartheid climático y el proletariado climático como una “rica totalidad”, siempre con y dentro de las tramas de la vida que han sido degradadas y alienadas. Recordemos que el corolario dialéctico afirmativo de la observación de Marx sobre la degradación capitalista del “suelo y el trabajador” es este: el “metabolismo social” es el terreno de la lucha de clases. La burguesía lo ignora. Ellos creen en la Gran Mentira. Nosotros no tenemos por qué hacerlo.
Moore, J. W. (2020). En H. Machado Aráoz y M. L. Navarro (comps.), La trama de la vida en los umbrales del Capitaloceno. México: Bajo Tierra Ediciones.
— (2020). El capitalismo en la trama de la vida: ecología y acumulación del capital (Trad. M. J. Castro Lage). Madrid: Traficantes de Sueños.
Ver también
Ambiental (crisis), Cero neto para 2050, Chthuluceno, Desarrollo, Equidad intergeneracional, Extinción, Extractivismo, Narcopolítica / necropolítica, Naturaleza (relaciones sociales con la), Neologismo, Plantacionoceno, Poscapitalismo, Tecnoceno
Western Sydney University
El cero neto para 2050 se presenta como la forma de solucionar el cambio climático y reducir las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI), con objetivos específicos, tal como lo es el “cero neto” para 2050 (Burke y Fishel, 2020). Esta entrada analiza críticamente el concepto de “cero neto” con el propósito de comprender la potencia, el origen y los efectos en la situación global, dada la urgencia de actuar con respecto al calentamiento global y el inicio del sexto gran evento de extinción.
En primer lugar, la expresión cero neto se utiliza principalmente como un sustantivo o concepto que demarca la igualación de los GEI entre emisiones y absorción, hasta llegar a cero (Allen et al., 2022). El CO₂ es el GEI más ampliamente discutido y tratado. La expresión también se usa para adjetivar unidades demarcadas como máquinas, casas, rascacielos, regiones urbanas, propiedades, ciudades, países y regiones. Por lo tanto, la noción está relacionada con la evaluación de dichas unidades y la demostración de cómo se ha logrado cero neto, tanto en términos de las emisiones iniciales de GEI como de su perfil de emisiones operativas continuas. La cantidad inicial de emisiones de CO₂ liberadas en la construcción de un edificio (por ejemplo, en materiales, transporte y sistemas de construcción) se conoce como “carbono incorporado” (Peters, 2010). La entrada divide el análisis del término cero neto en tres secciones, exponiendo las formas en que la expresión, tan importante para nuestra supervivencia en el planeta Tierra, es utilizada por diferentes partes, dada su creciente frecuencia en nuestro vocabulario global (Figura 1). Este análisis crítico pretende permitir a los lectores sacar sus propias conclusiones sobre el cero neto y contemplar la forma en que deba ser usado en las futuras teorizaciones sobre cambio climático y social.
Figura 1. Una línea de tiempo que muestra la frecuencia de artículos de investigación que utilizan los términos “neto cero” o “cero neto” en sus títulos, resúmenes o palabras clave, y eventos históricos relevantes. Usado con permiso (Loveday, Morison & Martin, 2022: 7).
Anti cero neto. Existe una coalición vagamente unida de activistas de derecha que suelen actuar como trolls y críticos en Internet (además de ser políticos populistas) y que se oponen por completo al cero neto, caracterizándolo como otra imposición del “gobierno global” y de las grandes organizaciones que interfieren en la vida de la gente común. Esta coalición de críticos anti cero neto viene de negar por años el cambio climático y de rechazar iniciativas oportunas en la materia, por ejemplo en mandatos de la ONU o en regulaciones de grandes entidades como la Unión Europea (Carter y Pearson, 2022). Uno de los argumentos de los populistas anti cero neto, que a menudo asocian el movimiento hacia el cero neto con otras políticas y mandatos gubernamentales como los impuestos para financiar cuestiones ambientales o el impuesto sobre los combustibles fósiles, es que los procesos naturales extendidos ya absorben dióxido de carbono, como la fotosíntesis de las plantas, la descomposición de la materia vegetal en el suelo y la conversión por las algas del dióxido de carbono en biomasa. Por lo tanto, los protagonistas anti cero neto argumentan que, en el contexto de tales procesos de absorción de dióxido de carbono generalizados y a gran escala, la imposición humana de un objetivo de cero neto para 2050 carece de sentido y utilidad. En resumen, el grupo anti cero neto niega los efectos del cambio climático antropogénico y apuesta a la naturaleza como fuerza de equilibrio para corregir la cantidad de GEI en la atmósfera a largo plazo.
Pro cero neto. La respuesta más simple a la coalición anti cero neto es que no es científicamente correcta. De hecho, según el estudio científico de los datos disponibles, estamos alcanzando niveles de dióxido de carbono que no se veían en la atmósfera en los últimos veinte millones de años (Inglis et al., 2015). Del mismo modo, las temperaturas globales están aumentando, y aunque es cierto que diversos factores pueden causar un aumento de la temperatura atmosférica (por ejemplo, actividad volcánica), una evidencia abrumadora apunta a que la actividad antropogénica provoca el calentamiento global. Dada esta situación, los defensores del pro cero neto utilizan la expresión “cero neto” para abordar la situación con seriedad, buscando evitar el nivel de calentamiento global que ocurrirá si no actuamos lo suficientemente rápido para reducir las emisiones de GEI; ver royecciones de calentamiento para 2100,: emisiones y calentamiento esperado basado en compromisos y políticas actuales del Climate Analytics y New Climate Institute. (CAT, 2020).
Dadas las realidades científicas sobre los GEI y los probables resultados del calentamiento global no controlado, como incendios forestales, sequías generalizadas, fallos en los cultivos, inundaciones, aumentos del nivel del mar, extinciones masivas, migración humana causada por el cambio climático y las convulsiones económicas y sociales resultantes de estos factores, el grupo pro cero neto utiliza el término “cero neto” como eslogan o punto de referencia para hacer “algo” en relación con el cambio climático antropogénico. Ahora bien, ¿cómo podemos abordar de la mejor manera el cambio climático y el calentamiento global, una vez que comprendemos la gravedad del problema y la necesidad de alcanzar el cero neto como una cuestión urgente para evitar extinciones masivas, incluida la nuestra? Para responder a estas preguntas, haré referencia a las tres ecologías visionarias de Félix Guattari (1996); ello permitirá dividir la respuesta de los grupos a favor del “neto cero” en tres niveles interconectados:
i) Ecología existencial: Guattari (1996) se sintió fascinado por el existencialismo y la fenomenología y dedicó su tiempo a reconciliar perspectivas subjetivas con asuntos políticos, sociales y ecológicos. En este sentido, el concepto de cero neto debe formar parte del sistema de creencias de uno y ocupar un lugar central en su postura subjetiva en/sobre el mundo. Por lo tanto, uno debe conciliar su estilo de vida con el tema de la emisión de gases de efecto invernadero. Deberían considerarse opciones como el uso de innovaciones orientadas a la sostenibilidad (SOI) en la vivienda para reducir el consumo de electricidad, por ejemplo, mediante el uso de paneles solares en el techo o la implementación de un Sistema de Gestión de Edificios (BMS) que regule la cantidad de energía utilizada, para que el edificio sea lo más eficiente posible en términos de energía (Baghi et al., 2021). Debería disminuir la frecuencia de los viajes aéreos. Comprar un automóvil eléctrico, cuando se pueda, debería ser una prioridad. Sin embargo, más allá de las decisiones relativas al consumo, la ecología existencial que le corresponde al cero neto establece una perspectiva y conciencia distintas en el mundo, más bien asemejadas al budismo o a la ecología profunda (Cole, 2021). Este tipo de conciencia es la que debería impregnar la vida cotidiana y priorizar la integración con los sistemas y procesos naturales, en lugar de vivir apartado de la naturaleza en un mundo irreal o derivado únicamente de los humanos.
ii) Ecología social: Además de la necesidad de reconciliar las ecologías existenciales con el cero neto está la formación social necesaria para el mismo. Vivimos en un estado de capitalismo global, donde el desarrollo de comunidades a pequeña escala con los valores locales necesarios para hacer del cero neto una realidad suele ser superado por preocupaciones globales puramente orientadas al lucro. El protagonista más conocido de la ecología social fue Murray Bookchin (2006), quien dedicó su carrera a la formación e investigación de comunidades a pequeña escala que vivían el sistema de valores de la ecología social. El problema fundamental para conciliar la sociedad en la que vivimos con el cero neto es que los factores necesarios para hacer que nuestras vidas sociales sean cero neto escapan en muchos aspectos a nuestro control. Por lo tanto, Bookchin (2006) buscó asegurarse de que las decisiones se tomaran para el bien de las sociedades a nivel local, y no a través de estructuras estatales y corporativas. Sin embargo, la réplica pragmática a la ecología social de Bookchin es que su plan de ecología social no ha sucedido y que por ende sigue inalcanzable un modelo donde los controles cero neto sean posibles (Deng, Wang y Dai, 2014). La única región del mundo que trabajó en la dirección del programa de ecología social de Bookchin es la Administración Autónoma del Norte y Este de Siria, conocida como Rojava. En esta región asolada por la guerra e inestable, se han logrado parcialmente los principios de autogobierno y toma de decisiones locales, incluida la igualdad de género y la justicia social para todos. Sin embargo, esta región no trabaja intencionalmente hacia el cero neto ni tiene una perspectiva ecológica general como su modus operandi. Por lo tanto, debemos buscar en otro lugar la implementación de la ecología social de Bookchin. La investigación en este campo me ha llevado a la idea de casas impresas en 3D en planes de cohabitación (Cole y Baghi, 2022). Las casas impresas en 3D pueden fabricarse con cero emisiones e incluir un edificio compartido con toda la tecnología necesaria para ejecutar un complejo a pequeña escala, lo que garantizaría que las emisiones se mantengan en cero. Es un concepto que requiere equipos para imprimir las casas y tecnologías como paneles solares, baterías, unidades de reciclaje y cargadores de automóviles eléctricos, compartidos por la comunidad. Esta solución para la sociedad cero neto es todavía utópica y optimista en la situación actual, pero es la mejor solución que he encontrado en la literatura de investigación en esta área.
iii) Ecologías naturales: Por último, las tres ecologías de Guattari (1996) se extienden a la naturaleza misma y a nuestra relación con ella. La forma precisa en que esto sucede dependerá por completo de nuestros entornos, de su nivel de degradación y de cómo podemos ayudar a restaurar el orden natural de lo que nos rodea, sea plantando árboles o trabajando para restaurar la salud de la tierra, para devolverle posibilidades de crecer a la diversidad de flora y fauna (Cole y Somerville, 2022). Existen diversas sugerencias sobre cómo devolverle sus derechos a la naturaleza en marcos urbanos y suburbanos, así como sobre cómo cuidar los entornos rurales, mediante el desarrollo de prácticas de agricultura pro-ecológicas. Los procesos naturales tienden a equilibrarse: como hemos mencionado anteriormente, operaciones como la fotosíntesis eliminan dióxido de carbono de la atmósfera y liberan oxígeno. Por lo tanto, devolverle cobertura vegetal a áreas de habitación humana debe ser una prioridad para cualquiera que esté a favor del equilibrio neto, y debe formar parte de la solución para combatir el calentamiento global.
Cero neto pragmático. La realidad para la mayoría de nosotros es que vivimos en un mundo donde decisiones como la de adaptar nuestra vida al cero neto no está siquiera en nuestras manos. Así es que vivimos de manera pragmática, día a día, haciendo todo lo posible para sobrevivir y prosperar, pero sin estar muy activos en relación con el cero neto (o incluso negando su importancia). Además, debemos lidiar con un aluvión de consignas que buscan llamar nuestra atención. Esta situación fue descrita de manera elocuente y visionaria por Henri Lefebvre, quien anticipó a principios de los ochenta el impacto de la semiótica ilimitada en la vida diaria, y cómo eso volvería imposible la creación de significado o el accionar social:
La vida cotidiana informatizada corre el riesgo de asumir una forma que ciertos ideólogos encuentran interesante y seductora: el átomo individual o la molécula familiar dentro de una burbuja donde se cruzan los mensajes enviados y recibidos. Los usuarios, que han perdido la dignidad de ciudadanos, ahora que socialmente solo se les reconoce como partes de servicios, perderían así lo social en sí y la sociabilidad. Esto ya no sería el aislamiento existencial del antiguo individualismo, sino una soledad más profunda, originada en la avalancha de mensajes. (Lefebvre, 2014: 275)
Esta cita resume el enfoque pragmático hacia el objetivo de cero emisiones netas como otro mensaje y señal que inunda nuestra vida diaria. La supervivencia financiera, social, profesional y familiar tiene sus propios regímenes semióticos que nos afectan en una sociedad mediatizada, en la que hay poco respiro ante el abrumador llamado a que nos involucremos a toda costa, desde lo personal y lo emocional, en el mundo de la comunicación (Jackson y Valentine, 2014). En contraste, ser pro cero neto o hacer algo significativo respecto al cambio climático puede convertirse en una prioridad menor o de poca relevancia para nuestras vidas. No creo que nadie desee seriamente los efectos negativos del calentamiento global (eventos climáticos catastróficos, hambrunas y migraciones masiva) o que se produzca por completo el sexto gran evento de extinción de la mano de los humanos; sin embargo, unirse a Extinction Rebellion o a un grupo ecologista radical para tomar medidas reales a favor del medio ambiente aún parece ser un paso lejano para la mayoría de nosotros (Cole, 2020). Sugiero que un lugar para comenzar a cambiar el futuro, a abordar el cambio climático y avanzar hacia cero emisiones netas –la tecnología para lograrlo está disponible– es a través de la educación, asegurándonos de que se lo enseñemos a la próxima generación como una prioridad, ya que es el mundo que heredarán.
En conclusión, la expresión cero neto es un indicador político, social y en cierta medida cultural para el futuro de la acción contra el cambio climático y la forma en que la sociedad se organizará en referencia a plazos específicos, como 2050. Indudablemente, la mayoría de la población humana no está activamente involucrada en la designación de este indicador o en acciones relacionadas con el mismo, pero su influencia se siente de manera extensa y se irá intensificando a medida que crece la evidencia de lo urgente. La teoría crítica es útil en este contexto, ya que muchos de los actores principales en la carrera hacia la implementación de cero emisiones netas son los gobiernos y las grandes corporaciones, expertos a la hora de enmascarar sus verdaderas intenciones con el uso del lenguaje y de los conceptos, lo que en este caso se denomina greenwashing (de Freitas Netto et al., 2020). La realidad es que para que un término como cero neto se vuelva efectivo, debe aplicarse como mencionado a través de las tres ecologías de Guattari, es decir con fuerte arraigamiento en lo vivido, lo pensado, lo sentido, y no solo a través de soluciones tecnológicas estrechas.
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Ambiental (crisis), Capitaloceno, Chthuluceno, Desarrollo, Educar, Equidad intergeneracional, Extractivismo, Innovación, Naturaleza (relaciones sociales con la), Violencia lenta
Facultad de Matemática, Astronomía, Física y Computación
Universidad Nacional de Córdoba
ORCID: 0000-0003-4416-7892
A mediados de la década de 1970 comenzó un proceso de creciente interconexión entre computadoras, lo que dio lugar a redes tanto locales como globales, con Internet como caso paradigmático. Esta nueva infraestructura, constituida por diversas capas de hardware y software, permitió nuevas formas de intermediación, pero también se constituyó en un nuevo espacio habitado por enorme y creciente variedad de entidades digitales. Una de las características fundamentales que dieron forma a esta red fue que la centralización se volvió innecesaria, ya que está basada en protocolos de transferencia de datos punto a punto que no requiere un árbitro centralizado. Si bien esto por sí solo no garantiza la horizontalidad ni la igualdad en el acceso y uso, sí ofrece condiciones para que cualquier desarrollador(a) pueda construir y compartir todo tipo de herramientas, algo que viene ocurriendo de manera profusa desde sus orígenes.
A inicios de la década de 1990, Tim Berners-Lee desarrolló un sistema de organización, actualización y acceso para estas entidades digitales, dando nacimiento a la World Wide Web (WWW) que se volvió rápidamente un standard. Uno de los motivos que lo llevó a desarrollar el lenguaje HTML y la idea de hipertexto fue disponer de mejores herramientas de manejo de la memoria. Estas ideas permitieron construir sitios interconectados, y con ello, una topología novedosa y formas de “movimiento” en una red que crece aceleradamente desde entonces. La rápida evolución de estas redes globales conlleva una integración y transformación radical de diversas esferas de la sociedad.
La noción de ciberespacio remite, en algunas de sus interpretaciones, a esta articulación tecnológica, social y cultural que funciona hoy como el principal acervo de información del mundo, pero también como espacio relacional donde se dan muchas de las interacciones sociales. El término fue popularizado por William Gibson en su novela Neuromancer (1984), donde hablaba de una “Una alucinación consensual experimentada diariamente por miles de millones de legítimos operadores”, aunque él mismo dirá, décadas después, que solo se trataba de una palabra evocativa, sin una semántica real. En el presente parece conservarse cierta ambivalencia, posiblemente necesaria para dar cuenta de un concepto difuso. El prefijo “ciber” cobró relevancia a partir del desarrollo teórico de la cibernética, escuela de pensamiento encabezada por Norbert Wiener en la década de 1940, una de cuyas ideas centrales fue la noción de control. El término proviene del griego κυβερνητικης, el timonel del barco. Con la acelerada incorporación de las computadoras en todos los ámbitos sociales, el prefijo cyber o ciber quedó asociado a ellas.
La existencia concreta del software en el mundo permitió la construcción de una enorme cantidad de niveles de abstracción que constituyen una infraestructura de intermediación general de dimensiones inéditas, a la que Benjamin Bratton llama The Stack. Esta infraestructura continúa evolucionando aceleradamente y tiene múltiples interfaces con el resto del mundo. Las múltiples capas que la componen establecen regímenes de causalidad propios y ofrecen variadas formas de interacción. Podemos llamar ciberespacio a esta infraestructura, o incluso pensarlo como condición (material) de la experiencia digital o híbrida. Las formas de experimentar lo digital, sobre todo en tanto espacio colectivo de interacción, son variadas y evolucionan muy rápidamente.
En algunos usos, se asocia ciberespacio a la idea de realidad virtual, la cual a veces es pensada como ilusoria o directamente alucinatoria, como proponía Gibson. Hay cierto dualismo en esta concepción que no parece dar cuenta de las múltiples maneras de experimentar la realidad virtual, no solo como una alucinación o ilusión, lo cual puede ocurrir en ciertas ocasiones, sino como una realidad alternativa en la que se habita con plena conciencia de su modo de existencia. Esto lleva a David Chalmers a contradecir una idea bastante difundida de que los dispositivos de realidad virtual son máquinas productoras de ilusiones. Por el contrario, afirma, son máquinas productoras de realidades.
No es posible pensar al ciberespacio como un espacio físico, no sigue sus leyes ni habilita las intuiciones espaciales cotidianas. La noción de espacio está más cerca del uso que se le da en matemática (por ejemplo, en “espacio vectorial”), donde se establece un ámbito de existencia para entidades que siguen sus leyes específicas. Pero el ciberespacio es también un lugar para la creación y, gracias a la versatilidad de los programas, para su propia y continua redefinición.
Otra de las novedades que introdujo ya Turing en la noción de computación es que todo programa puede ser también un dato (para otro meta-programa), lo cual permite incluso que un programa se cambie a sí mismo. Esta capacidad reflexiva está poco aprovechada, aún, en los sistemas actuales, pero garantiza que siempre pueden alterarse las reglas, incluso las que estructuran el ciberespacio mismo o alguno de sus subespacios. En el presente, unas pocas corporaciones informacionales mantienen una posición de gran ventaja estratégica para configurar la estructura del ciberespacio, orientando para su propio provecho los flujos de información en los que participan millones de usuarios humanos. La idea de meta-verso como una forma inmersiva y ubicua de acceso al ciberespacio parece una iniciativa más para mantener o extender la posición privilegiada de estos actores globales. Sin embargo, nada impide que proliferen desarrollos alternativos, basados en otros principios rectores, abiertos, en el sentido de facilitar las transformaciones participativas. En cierto sentido, estas alternativas ya existen en las variadas comunidades de software libre, lo que da muestra de posibilidades concretas de bifurcaciones promisorias.
Bratton, B. (2016). The Stack: On Software and Sovereignty. MIT Press
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Wiener, N. (1948). Cybernetics: Or Control and Communication in the Animal and the Machine. Paris, (Hermann & Cie) & Camb. Mass. (MIT Press).
Ver también
Alfabetización digital, Capitalismo de plataformas, Capitalismo de vigilancia, Ciberliteraturas, Educación de plataforma, Futuridad, Futuro ominoso, Geopolítica de las redes, Imagen, Inteligencia artificial, Poshumanidades, Poshumanismo, Transición digital, Transhumanismo
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
ORCID: 0009-0000-0180-1887
El concepto de ciberliteraturas adquiere gran relevancia en los últimos años en virtud de su expansión como fenómeno y de su crecimiento como espacio de creación y transgresión. Unas estéticas nuevas, vinculadas con las tecnologías, generan otra forma de producción y circulación. Tal como lo anticipaba Josefina Ludmer (2021) a partir de lo que llamaba “Lo que viene después”, se trata de las literaturas que rompen con la literatura anterior, incluso con aquellas estéticas desarrolladas a partir de los sesenta y que se consideraron experimentales. Atender a “lo que viene después” implica reconocer a la ciberliteratura no solo en la dimensión presente, a partir de las producciones que estamos observando hoy, sino como forma de proyección hacia un devenir, hacia un espacio de construcción a futuro que pugna por el desarrollo de nuevas perspectivas conforme mute la tecnología y sus posibilidades permitan otras prácticas, otras acciones, otros modos: una mirada hacia lo ulterior, al más allá de lo contemporáneo.
El origen del vocablo se relaciona con “ciberespacio”. Se utilizó por primera vez en 1982 en un relato de William Gibson titulado “Quemado Cromo” (Cleger, 2015). Este autor del llamado cyberpunk pudo así definir un espacio que aún no tenía nombre y no resultaba tan comprensible para la época, en tanto no eran prácticas imaginables navegar en internet o crear un perfil en una red social. Ciberespacio era un concepto poco asequible, debieron pasar algunos años para que la globalización de Internet y su acceso más multitudinario provocara que el término deviniera claro y comprensible y que la sociedad lograra, como dice Claudia Kozak (2015: 34), “[…] identificar con cierta facilidad un lugar o mundo presente/ausente, cotidiano pero intangible, que ha convertido en la réplica fantasmática de nuestro mundo primero”. De esta forma, la ciberliteratura nace ligada a la cuestión espacial, principalmente, a esta idea de un espacio diferente del analógico, una réplica. En este sentido lo más relevante e inmediato es resaltar que la linealidad de la página impresa es distinta, en tanto espacialidad, de aquella que puede proponer una interfaz.
Una interfaz es una forma de conexión entre el usuario y la máquina (aunque también existe la interfaz entre sistemas o entre sistemas y hardware), una acción que para nosotros es “hacer un click en Aceptar” mientras que para la máquina es un impulso eléctrico que le permite una acción determinada y compleja; en algún punto es un “traductor” que nos facilita comunicarnos tanto con el hardware como con el software. Así, una lectura o escritura mediada por una interfaz nos permite ampliar su espacialidad, ya no en una progresión lineal como lo sería (generalmente) un libro papel, sino abriendo ventanas con sonidos, imágenes, conexiones con otros textos, diferentes colores, formas, animaciones, entre las muchas posibilidades. En ese sentido habría una transformación de la espacialidad en la que anida la concepción de ciberliteratura en tanto que el objeto virtual es diferente del analógico.
Ciberliteratura es, entonces, un término complejo, difícil de considerar por el movimiento constante e inmanente que la define y establece sus formas: aproximarse a una definición implica pensar su concepción en el ámbito digital, es decir, que su génesis está dada gracias a lenguajes de sistemas, entornos gráficos, algoritmos y cultura digital, sin excluir otros lenguajes.
Se trata de un campo de estudio complejo, que parece rehuir a toda conceptualización estática. Es, al decir de Kozak, una literatura “fuera de sí”, que sale de los márgenes de lo literario, que no ingresa al canon: “desaforada, irreconocible y, sin embargo, aún persistente como impulso y deseo de letra” (Kozak, 2017: 43).
El término se viene utilizando desde hace algunas décadas. Se refiere a textos amplios, es decir, que amalgaman distintos lenguajes digitales, que nacen en ellos, que se ven inspirados en sus formas y lógicas, que no se circunscriben al papel. Sería posible y hasta forzoso hablar de “ruptura”, pero a la vez sería ingenuo no comprender que históricamente esa ha sido una característica de la literatura; por ende, se torna elemental establecer la utilización de otro vocablo, porque este caso excede la ruptura con lo anterior: es una búsqueda distinta, quizás en los bordes o ecos de la literatura, pero no en sus formas, no con sus reglas. Quizás mantiene ciertas lógicas de la narrativa, la poética, la determinación estética, la exploración, la interpelación que procura la revisita a otros textos precedentes, la intertextualidad con respecto a una literatura universal, pero sin replicarlas en plenitud.
En cuanto a la experiencia de lectura, la ciberliteratura propondría una forma distinta a la del libro impreso que requiere de un lector acaso más activo, que establece unas conexiones diversas y divergentes al momento de leer. Landow (1995) ya lo señalaba cuando definió el concepto de “hipertexto”, que permitía dar cuenta de un texto que conjuga lenguajes heterogéneos, procedentes de campos variados, que se combinan y avienen para dar lugar a otros tipos de textos: “el hipertexto implica un lector más activo, uno que no solo selecciona su recorrido de lectura, sino que tiene la oportunidad de leer como un escritor; es decir en cualquier momento, la persona que lee puede asumir la función de autor y añadir nexos u otros texto al que está leyendo” (59).
Se trata entonces de lecturas que demandan del lector un recorrido más diligente, propio del ámbito multimedial, cargado de links de distinta índole. En este sentido, la lectura se presenta como una actividad diferente de aquella estipulada por la página impresa. Igualmente, no por ello se debe negar la infinidad de nexos que se pueden realizar desde la analogía, una narración que nos conecta con una pintura, con una melodía, incluso pensando en la particular lectura que puede hacerse en una enciclopedia, en la que una persona puede ir y venir por el libro en un merodeo a través conexiones tan infinitas como eclécticas e irrepetibles. Sin embargo, parece haber una diferencia entre las formas de lectura puestas en juego. La ciberliteratura supone un tipo específico de acción por parte del lector, quien es instado a amalgamar distintos lenguajes, algo no tan habitual en la literatura más tradicional/atávica. Walter Romero (2019: 193) habla de una lectura “cuya narrativa emana y circula ya no a través de vínculos sino de nodos […] el lector selecciona qué hipervínculos sigue y, en esos términos, con qué nodos establece conexión para su ‘transcurrir lector’.”
Cierto origen de la ciberliteratura podría hallarse en las experiencias surrealistas de principios del siglo XX. Los caligramas de Apollinaire, por mencionar un ejemplo, presentaban un desafío desde la representación gráfica, la espacialidad en la página impresa invitaba a una lectura distinta. Así, la poesía concreta, los cadáveres exquisitos, que ya planteaban una producción colaborativa, borrando las delimitaciones del concepto de autor; o las instalaciones performáticas de los setenta, que conjuntaban artes, tecnologías e interacción, en obras que ampliaban límites. Sin embargo, es en los años ochenta que la ciberliteratura comienza a vislumbrarse de manera más evidente. En nuestro país es entre mediados de los noventa y principios del nuevo milenio cuando se da el acceso masivo a la computadora, la internet, esa red que conectaba lo impensado. La potencia de hardware que hoy tiene un celular de gama media no lo vislumbraba una PC de escritorio de las más modernas de aquella época: ello configura otra forma de entender el presente. He allí una nueva interfaz/soporte que amplía las posibilidades de creación o las transforma.
Existen tres aspectos que caracterizan la ciberliteratura. En primer lugar, se debería mencionar lo hipertextual, que no solo radica en las múltiples direcciones que podría tomar el texto o sus lecturas, sino también en que su origen es un programa, en un sistema, como ya se mencionó: el hipertexto puede existir por fuera de los lenguajes de sistemas, pero en la ciberliteratura responde a algoritmos y códigos (Cleger, 2015): no existiría el videopoema sin un programa que edite vídeo, no existiría la poesía interactiva de Jorge AZ Ros(z)a, por nombrar un caso, que requiere una acción de parte del lector para formar las distintas frases que a su vez no se mantienen fijas; los distintos colores y la animación de la página permiten múltiples interpretaciones. Se constituye una lectura material particular, un objeto artístico que requiere un programa, una página, unos gráficos y conexión a internet. En esta misma línea cabe mencionar lo que Scolari llama narrativa transmedia (2013), es decir, las narrativas que se configuran desde las distintas plataformas, páginas, formatos, en definitiva, constituyendo un relato coral. Se puede iniciar con una película comercial, de audiencia masiva, pero luego se suceden, y/o yuxtaponen, relatos escritos en Wattpad, en páginas de fanáticos (las llamadas Fanfiction), videos en YouTube que modifican el final original, que continúan la historia en forma de Spin-off, comics, etc. Un gran cruce de soportes, narrativas, software, en comunidad que se agregan a una historia global, extensa, diversa. Esta expansión sería impensable o muy distinta sin la existencia del ciberespacio.
Otro aspecto para reconsiderar es la idea de autor, concepto ampliamente abordado por la teoría literaria, pero que en torno a la ciberliteratura adquiere otros visos. Desde el ámbito digital la noción de autoría se encuentra ligada a la idea de acceso libre, en tanto que un software libre, por ejemplo, genera un uso democrático, mientras que el pago, restringe. Cierta idea de la libre circulación de códigos implica una anarquía en clave antisistémica, una forma de romper con el acceso restringido. De esta forma, la construcción de software libre implica la cooperación de muchas personas que crean el código y/o lo reformulan para otras, sin costo monetario, una idea democratizadora del uso, inclusiva. Teniendo en cuenta ciertas resonancias de estos paradigmas, las ciberliteraturas plantean unos límites difusos en cuanto al autor, no solo en lo que concierne a los “derechos de autor”, sino también en los que respecta a la propiedad intelectual, que para el pensamiento capitalista y/o la industria del libro no es algo tan sencillo de resolver: que alguien escriba un relato o cree un video con un personaje de Harry Potter, por ejemplo, aún genera polémica. Sin embargo, autores como Keneth Goldsmith plantean ciertas tensiones en este sentido, comprendiendo la “escritura no-creativa” (un texto que abreva en uno anterior, es decir que lo copia, por fuera de lo absolutamente original) como parte fundamental de la escritura de este tiempo, un límite difuso que alberga otra percepción del término autoría, la escritura, el lector:
Cánones y trayectorias no se establecerán de formas tradicionales. […] Las obras literarias, a menudo sin autor ni firma, quizá funcionen como los memes en la red hoy en día, propagándose como incendios durante un periodo corto, sólo para ser suplantadas por la oleada que sigue. […] quizá los grandes autores del futuro serán aquellos que puedan escribir los mejores programas con los cuáles manipular, analizar y distribuir prácticas de lenguaje. Incluso cuando la poesía del futuro sea escrita por máquinas para ser leída por otras máquinas, […] Si la literatura se reducirá a puro código —una idea intrigante— las mentes más inteligentes detrás de éste serán nuestros más grandes autores. (Goldsmith, 2020: 35-36)
El concepto de autor tal como lo conocemos se ve transformado y afectado por una forma de producción diferente, la escritura colectiva, la colaboración ¿con? la máquina, etc. Elementos que dialogan con todo aquello que nos depare los próximos años y que dependerá en buena medida, de la transformación digital. Estrechamente ligado al concepto autor, aparece también la idea de prosumidor o prosumer. Los lectores leen multimedialmente (el abanico de géneros, tipos textuales, plataformas y poéticas es sumamente ecléctico), pero, en una operación paralela, producen, escriben, dibujan, grafican, programan. Esto hace que se vuelvan ellos mismos parte del objeto artístico. Sus producciones serán leídas por otros que luego quizás hagan lo propio, allí el objeto artístico se potencia y se multiplica. El arte se amplía en la narrativa transmedia. Si bien se podría objetar el término prosumidor por su connotación hacia el aspecto negativo de “consumo” como bien cuantificable, es importante mencionar el fenómeno, sobre todo reflexionando, ampliando la visión del autor, del arte, del acceso.
Otro eje a considerar es la noción de género. Históricamente la teoría literaria ha contemplado, reformulado y desarrollado múltiples ideas alrededor de este problema. Pero la ciberliteratura nos insta a pensar nuevas categorías que no agoten en una tríada clasificatoria del tipo “narrativo”, “lírico”, “dramático”, o similar. Entender las posibilidades constructivas en términos generativos, si son construidos automáticamente por una IA, si funcionan on line u off line, el soporte para el que han sido concebidos (celular, tablet, computadora) la interfaz (página en internet, aplicación, etc.) De alguna manera estas cuestiones llevan a repensar otras categorías de análisis que nos permitan observar nuevos artificios “ciberliterarios”.
Finalmente se deben mencionar las llamadas “tecnopoéticas”. Estas producciones presentan una confluencia entre la poesía y la tecnología, un desarrollo experimental que puede implicar un software ad hoc en una página web, un video que combina imagen, música y palabra, un algoritmo que devuelve unas palabras en colaboración con quien interviene, una muestra interactiva entre pantallas, códigos, apps para el celular, vínculos entre los participantes, entre muchas otras formas. La autoría de las tecnopoéticas parece repartirse entre programadores, algoritmos y quienes observan, consumen y producen, un ensamblaje que tensiona el concepto de autor, no solo borrando los límites entre personas, sino en convergencia y sociedad con la máquina, con el código.
¿Llegará el momento de pensar la ciberliteratura como parte de un continuum de la producción literaria, como parte de una evolución inspirada en las transformaciones de las tecnologías de la escritura, del mismo modo en que en otros tiempos la sociedad pasó de los relatos orales, a tallarlos en piedra, a inscribirlos en papiros, a escribirlos en papel, a imprimirlos en una imprenta, a tipearlos en su propia casa en una máquina de escribir o una computadora? Hacia mediados de la década del noventa, la aparición del Ebook parecía predecir, como efecto trágico, la muerte del libro; sin embargo, treinta años más tarde verificamos que el libro no solo no desapareció, sino que además mutó de un modo que no fuimos capaces de anticipar, de la misma manera en que hoy no podemos predecir las futuras mutaciones de ese continuum que liga el libro tradicional con los nuevos formatos en los que circulará la literatura-ciberliteratura.
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Ver también
Alfabetización digital, Ciberespacio, Ciencia ficción, Crítica / poscrítica, Educación de plataforma, Inteligencia artificial, Tecnoceno, Tecnopoéticas, Transición digital, Transmedia
Instituto de Literatura Hispanoamericana, Universidad de Buenos Aires
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0001-8989-2022
Tal vez pocos términos como el de ciencia ficción permiten asociar ideas vinculadas al futuro en productos culturales de consumo masivo y popular, así como también en formas estéticas de culto. Inicialmente, el término remite a un género literario, devenido luego en dispositivo genérico también para otras áreas (tempranamente en el cine y, más recientemente, en las series, el comic, e incluso en ciertas estéticas del rock, sobre todo en variantes vinculadas al heavy metal).
Daniel Link señala que “todo lo que la ciencia ficción tematiza debe ser pensado en relación con alguna forma de futuro” (1994: 8). El punto clave es observar, para cada caso singular, qué tipo de “forma de futuro” se hace presente, o de qué modo la imaginación se vuelve forma al trabajar sobre una línea temporal proyectada hacia un tiempo por venir. Si bien a priori la relación podría parecer simple —un presente que se postula en un marco ficcional como un futuro posible con base en cierto estado de la tecnología o a alguna hipótesis científica—, la temporalidad trabaja allí de modos no tan lineales. Esos futuros, continúa Link, implican, en efecto, una relación con un pasado (dada, en última instancia, por la diferencia entre el momento de la producción y el de la recepción) y maneras de construir futuros con base en tres maneras de aparición: ucronías, utopías y distopías. En síntesis, tal como señala Frederic Jameson, “la relación de esta forma de representación, de este aparato narrativo específico, con su supuesto contenido —el futuro— siempre ha sido más compleja” (2015: 341) de lo que puede anticiparse a simple vista.
Establecer un inicio para la ciencia ficción es un tema abierto a debate. ¿Dónde ubicarlo? ¿En la potencia que abre la lógica utópica con Utopía, de Thomas More (1516)? ¿En los primeros relatos de viajes a la luna del siglo XVIII (Capanna, 2007: 76-77)? ¿En Frankestein, de Mary Shelley (1818)? ¿En la escritura de Jules Verne o en la de H. G. Wells? Atendiendo a los estudios aquí considerados, resulta pertinente ubicar un punto clave de su emergencia en las obras de Verne y Wells, con un antecedente notable en la famosa obra de Shelley.
En ese sentido, si tomamos como punto de inflexión para la conformación del género a esa literatura nacida al calor del auge del progreso y el positivismo cientificista durante la segunda mitad del siglo XIX, es necesario atender a la contemporaneidad que se da respecto del surgimiento de la novela histórica la cual, por oposición a la forma paradigmática de la ciencia ficción, mira hacia el pasado. En este punto, no debe dejarse de lado que, como ha señalado Michel Foucault, el siglo XIX es el siglo de la Historia, que pasa a ser “el modo fundamental de ser de las empiricidades” (2007: 215). Frederic Jameson es quien destaca que el momento de aparición de la ciencia ficción —al cual ubica en Verne— coincide epocalmente con la emergencia de la novela histórica. Jameson propone completar el clásico estudio de Lukács sobre la novela histórica: “la emergencia del nuevo género de la ciencia ficción en cuanto forma que ahora registra una naciente percepción del futuro, […] lo hace en el espacio en el que en otro tiempo se había inscrito la percepción del pasado” (2015: 340). Ambas emergencias aparecen como “síntoma de una mutación en nuestra relación con el tiempo histórico” (Jameson, 2015: 338), mutación que habilita la proyección de futuros posibles de la mano de otro concepto central de ese momento: “progreso”, el cual “llegará a convertirse en un verdadero lugar común y una muletilla, pero será simultáneamente la expresión de una verdadera filosofía” (Weinberg, 1998: 50). Sin embargo, luego de abandonar su inicial impulso utópico y su conexión con la noción de progreso, la ciencia ficción resurgirá de la mano de la distopía. En ciertos casos extremos, como pueden ser la novela Quema (2015), de Ariadna Castellarnau, o la película Mad Max Fury Road (2015), de George Miller, la distopía representa un espacio en el cual se ha arrasado con toda posibilidad de desarrollar una forma de vida humana tal como se la concibe en la modernidad. Ahora, ¿en qué consiste esa mutación y de qué modo permite entender con mayor claridad la relación de la ciencia ficción con el futuro?
La hipótesis más destacada del trabajo de Jameson brinda una respuesta: “la ciencia ficción más característica no intenta en serio imaginar el futuro ‘real’ de nuestro sistema social” sino que, por el contrario, “sus múltiples futuros cumplen la función muy distinta de transformar nuestro propio presente en el pasado determinado de algo todavía por venir” (343). El giro es copernicano respecto de una mirada lineal del tiempo y de una perspectiva simplificadora del futuro y su relación con la ciencia ficción. Teniendo en cuenta lo afirmado por Foucault, podríamos decir que el peso de la Historia es tan potente que incluso invade toda posibilidad de proyectar un futuro: ese futuro será pensado a condición de considerar a nuestro presente como pasado, como forma de memoria. Desde esta perspectiva, el texto, en tanto realizado en un presente concreto, no sería sino el pasado arqueológico de un futuro aún no concretizado pero que, en su existencia potencial, determina la percepción temporal y des-automatiza la relación con el propio presente habilitando una distancia que se expresa como un cambio en la mirada. Es decir: la relación de la ciencia ficción con el futuro no resultaría de su mera condición proyectiva, o de alguna capacidad anticipatoria, sino que esa condición retroalimenta la mirada del presente en una especie de bucle temporal que repite, como en loop, una actualización de la mirada a medida que el futuro se imagina y el presente se percibe como el pasado de ese momento imaginado. En consecuencia, afirma Jameson, el futuro de la ciencia ficción no es más que la demostración de una imposibilidad: la de imaginar el futuro “para una meditación que, partiendo hacia lo desconocido, se encuentra irrevocablemente plagada de lo completamente familiar y, por lo tanto, se ve inesperadamente transformada en una contemplación de nuestros propios límites absolutos” (344). Por este motivo, podríamos agregar, cada vez que leemos a Ray Bradbury o vemos 2001: Odisea del espacio, lo que percibimos ya no es ningún futuro, sino el modo en que la historia permitió imaginar el futuro en un pasado, que es el nuestro. La ciencia ficción aparece, entonces, como un género que, mediante sus proyecciones temporales, permite “aprehender el presente como historia” (Jameson, 2015: 343). Y esto, paradójicamente, se logra imaginando el futuro.
Una de las definiciones más aceptadas y clásicas de la ciencia ficción es la que proporcionó Darko Suvin, para quien es “un género literario cuyas condiciones necesarias y suficientes son la presencia y la interacción del extrañamiento y la cognición, y cuyo recurso formal más importante es un marco imaginativo distinto del ambiente empírico del autor” (1984: 30). La alusión a la cognición remite a la otra “gran pata” del género: la ciencia y sus hipótesis.
Pablo Capanna insiste: “Más allá de toda la parafernalia futurística y galáctica, trata siempre acerca del presente […]. Baste fechar las historias más imaginativas del género y considerar el contexto cultural de sus autores para descubrir las vetas políticas y sociales” (2004: 6). Desde este punto de vista, entonces, podríamos agregar que esas proyecciones de futuro siempre vienen cargadas de una politicidad propia del género que consiste en construir versiones críticas de ese futuro como modo de des-automatizar la percepción del presente.
Luis Cano reúne los aspectos mencionados en una definición basada en tres criterios: 1) el diálogo establecido con el discurso de la ciencia; 2) una reflexión crítica sobre las repercusiones de los avances tecnológicos en la sociedad; 3) “la reflexión filosófica y la disección artística de la categoría temporal” (2006: 26). La relación del género con la temporalidad, señala Cano, “es el factor recurrente en la mayoría de los intentos de conceptualización” (2006: 60). Esa relación con el tiempo se da a partir de “dos instancias temporales: el presente histórico de la experiencia de producción o lectura de la obra, y la transposición ficcional de las condiciones predominantes en ese período a otro tiempo, usualmente (aunque no exclusivamente), el futuro” (Cano, 2006: 60).
Cabe recordar que “ciencia ficción” es un sintagma que logra consolidarse en 1926, cuando “un editor de publicaciones técnicas llamado Hugo Gernsback fundó la primera revista dedicada exclusivamente a ese género” (Capanna, 2007: 19). La revista era Amazing Stories. Sin embargo, vale la pena preguntarse no solo por el momento en que el término logra ser formulado, sino también por su propio devenir. Si bien es en 1926 cuando las condiciones de posibilidad están dadas para la formulación de un nombre aglutinante o nodal respecto de un conjunto de obras, previamente encontramos textos que ya trabajan con la matriz básica que combina el vínculo entre formas ficcionales e hipótesis científicas, alguna forma de crítica social y el trabajo sobre la temporalidad. Es decir que el concepto mismo, en su propio desarrollo y consolidación como género ficcional, nace, podría decirse, como proyección de futuro.
Si bien el género nace prioritariamente en Europa, resulta un ejercicio útil para la reflexión crítica observar que, en América Latina, durante el mismo periodo, se venían publicando textos que proyectaban futuros y reflexionaban en torno al lugar de la ciencia en la sociedad. En la Argentina, encontramos las novelas de Eduardo Holmberg, trabajadas dentro de la categoría de fantasías científicas por Sandra Gasparini (2012), pero también otros textos. Un caso sintomático de la relación con el futuro es Buenos Aires en el siglo XXX (1891), de Eduardo Ezcurra, texto que introduce una mirada sobre el progreso teñida de una perspectiva idealista que escapa del optimismo al sospechar que el materialismo de una época como la de la novela podía ser perjudicial para el futuro de la humanidad. La novela de Julio Ditrich, Buenos Aires en el año de 1950 bajo un régimen socialista (1908), introduce la utopía política. En el resto de Latinoamérica también encontramos literatura producida en este período que, desde el marco general de la ciencia ficción, problematiza al futuro desde perspectivas utópicas y también distópicas. Barranquilla 2132, de José A. Osorio Lizarazo, ya manifiesta una mirada fuertemente crítica del desarrollo científico y las posibilidades de concentración de poder que brindaban armas de destrucción masiva. No es el único. El mexicano Martín Luis Guzmán, autor de El águila y la serpiente, escribe un relato excepcional que opera sobre un imaginario de exterminio: “Cómo acabó la guerra en 1917” (1917). Guzmán articula un argumento donde la máquina se adueña del personaje: “Yo era esclavo de mi máquina” (1997: 83). El imaginario distópico emergió rápidamente, sin permitir que el optimismo por el progreso dominara a la ciencia ficción y su relación con el futuro. El resto del siglo XX y el siglo XXI encontrará en América Latina un desarrollo diverso y amplísimo de formas de futuro en la ciencia ficción (Ares y De Rosso, 2021; Pisano, 2021).
La utopía ha sido considerada el antecedente más inmediato de la ciencia ficción, tal como se señaló anteriormente. Cabe recordar, al mismo tiempo, que la primera ciencia ficción, principalmente la encabezada por Jules Verne, manifestó confianza en el progreso material y científico de la humanidad y en los alcances de desarrollo y conquista de la naturaleza que ese proceso pudiera adquirir. Pero la utopía también emergió en formas políticas de la ciencia ficción. El caso de Ditrich recién mencionado es solo un ejemplo, dentro del cual cabe incluir a la ciencia ficción soviética.
Durante el siglo XX, la distopía se ha vuelto la forma más emblemática de la ciencia ficción, y así permanece en lo que va del XXI. No resulta arriesgado imaginar hipótesis sobre la relación de este período histórico con sus imaginaciones de futuro, sobre todo si nos asentamos sobre la lectura de Frederic Jameson. En efecto, los mayores clásicos de la ciencia ficción para esa época son distopías: Brave new World (1932), de Aldous Huxley; 1984 (1949), de George Orwell; Fahrenheit 451 (1953), de Ray Bradbury. Así, la ciencia ficción, mediante sus distopías, no ha dejado de reflexionar sobre potenciales futuros en los que la humanidad viera coartada su libertad o padeciera formas de exterminio y totalitarismos. Eso, claro, habla sobre el presente de producción de esas ficciones. O, más puntualmente, sobre cómo el presente se des-automatiza y puede ser visto como pasado de un futuro ruinoso sobre la base de las condiciones de producción de una época dada. Jameson, en ese sentido, ha señalado que “si las imágenes soviéticas de la utopía son ideológicas, nuestras imágenes característicamente occidentales de la distopía no lo son menos” (2015: 347).
La ucronía es un género menos cultivado; sin embargo, es igualmente potente en su capacidad para historizar futuros como pasados: “se propone imaginar cómo sería el mundo actual si el pasado hubiese sido distinto” (Capanna, 2007: 187). Tal vez, el caso más emblemático de la literatura de ciencia ficción la haya escrito Philip Dick con El hombre en el castillo (1962), donde se imagina un futuro contrafáctico para el pasado del mundo occidental: que las fuerzas del Eje hubieran ganado la Segunda Guerra Mundial.
En la relación entre ciencia y ficción emerge la cuestión de la vida. No solo por la reflexión en torno a las consecuencias que tendrán los avances científicos sobre las formas de vida humanas, sino también por la interrogación sobre la posibilidad de crear vida. Esto último encuentra un antecedente fundamental en Frankenstein, de Mary Shelley, y de allí deriva en una amplia gama de posibilidades que abarcan al robot, al cyborg, a la inteligencia artificial y al zombi (este último, cabe aclarar, en la versión que lo vincula a algún desperfecto científico o a la creación de un virus, no al vudú), hasta llegar a la última década, donde han comenzado a emerger ficciones que piensan la posibilidad de mantener las funciones del sistema nervioso en un dispositivo informático. En América Latina, para recuperar la línea de ejemplificación ya abierta, Horacio Quiroga escribió una versión propia del clásico de Shelley: El hombre artificial (1910). Actualmente, cierta ciencia ficción gira en torno a la posibilidad, no de crear vida, sino de posibilitar su permanencia en un sistema informático o dentro de una realidad virtual. Un caso de la primera opción lo observamos en la novela Los cuerpos del verano (2012), de Martín F. Castagnet. De la vida siendo vivida en una realidad virtual es posible encontrar un caso ejemplar en el premiado capítulo “San Junípero”, de la serie inglesa Black Mirror (2011-2019).
Desde La máquina del tiempo, de Wells, la posibilidad del viaje en el tiempo es un tópico recurrente en la ciencia ficción. Podríamos decir que allí la ciencia ficción se vuelve sobre su propio elemento diferenciador en tanto género ficcional: el tiempo deviene no solo matriz estructural del relato, sino objeto mismo de representación.
Ares, S. (2017). “Entre la utopía y la distopía: política e ideología en el discurso crítico de la ciencia ficción”, en Revista Iberoamericana, Vol. LXXXIII, Núm. 259-260, Abril-Septiembre, págs. 401-417.
— y De Rosso, E. (eds.) (2021). La ciencia ficción en América Latina. Crítica. Teoría. Historia. New York: Peter Lang.
Cano, L. (2006). Intermitente recurrencia. La ciencia ficción y el canon literario hispanoamericano. Buenos Aires: Corregidor.
Capanna, P. (2007). Ciencia ficción. Utopía y mercado. Buenos Aires: Cántaro.
— (2004). El libro de las voces. Buenos Aires: Carlos Gardini.
Castellarnau, A. (2015). Quema. Buenos Aires: Gog y Magog.
De Rosso, E. (2017). “Una compulsiva fidelidad: sobre tres historias nacionales de la ciencia ficción”. Revista Iberoamericana, Vol. LXXXIII, Núm. 259-260, Abril-Septiembre, págs. 265-282.
Foucault, M. (2007). Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas. Buenos Aires: Siglo Veintiuno.
Gasparini, S. (2012). Espectros de la ciencia. Fantasías científicas de la Argentina del siglo XIX. Buenos Aires: Santiago Arcos.
Jameson, F. (2005). Arqueologías del futuro. El deseo llamado utopía y otras aproximaciones de ciencia ficción. Madrid: Akal.
Lukács, G. (1966). La novela histórica. México: Era.
Pisano, J. I. (2021). “Una selección no-natural: ciencia, progreso y ficción (1850-1930). En La ciencia ficción en América Latina. Crítica. Teoría. Historia (Kurlat Ares, S. y E. de Rosso (eds.). Nueva York: Peter Lang.
Suvin, D. (1984) Metamorfosis de la ciencia ficción. México: FCE.
Weinberg, G. (1997). La ciencia y la idea de progreso en América Latina, 1860-1930. Buenos Aires: FCE.
Ver también
Ciberliteraturas, Crítica / poscrítica, Imagen, Imaginario(s), Libro expandido / libro objeto, Ópera futurista, Prospectiva, Tecnopoéticas, Ucronía, Utopía/Distopía, Vanguardia
Centre for the Study of the Sciences and the Humanities
University of Bergen (Noruega)
ORCID: 0000-0003-0399-1471
Universidad de Buenos Aires
ORCID: 0000-0001-6875-4181
La ciencia posnormal (CPN o PNS por su sigla en inglés) forma parte de un movimiento más amplio de democratización de la ciencia y del conocimiento. No es un nuevo paradigma científico que busca transformarse en un método estandarizado, sino un conjunto de ideas y conceptos con consecuencias para la práctica de la investigación y la política en un sentido amplio. Es una perspectiva que deja en suspenso consideraciones acerca de la verdad del conocimiento científico para concentrarse en la calidad de los procesos, que siempre están en relación con un objetivo y un propósito, definidos fundamentalmente en el ámbito político-social de cada comunidad. El estado actual del conocimiento científico no es capaz de garantizar la predicción absoluta y el control sobre cualquier tipo de perturbación que podamos experimentar, de manera que para la CPN sería mucho más efectivo que nuestras sociedades fueran orientadas a actuar en búsqueda de resiliencia y no bajo el supuesto de que los recursos deberían asignarse de acuerdo con una estrategia de predicción y control.
A principios de los años ochenta, reflexionando acerca de una serie de cuestiones prácticas y políticas complejas que se traducen en problemas tecnocientíficos igualmente complejos y no simples o lineales, Silvio Funtowicz y Jerry Ravetz comenzaron a desarrollar lo que hoy se denomina CPN. En sus primeros trabajos elucidaron las dificultades que se plantean cuando la ciencia debe enfrentar el desafío de las cuestiones políticas atinentes al riesgo y el ambiente (Rayner y Sarewitz, 2021). Para ello, acuñaron el término “posnormal”, en claro contraste con la actividad científica ordinaria de las ciencias maduras descripta por Thomas Kuhn como “ciencia normal”. En sus análisis juegan un rol fundamental la crítica a: (a) la idea según la cual cuando se habla de la ciencia se habla de la verdad, de los hechos, mientras que cuando se habla de la sociedad se habla del bien, de valores e intereses (una idea presente en los Estados modernos desde su conformación), y (b) cómo se expresa y comunica la incertidumbre en el campo del análisis de riesgos, en particular, la incertidumbre que concierne a los resultados cuantitativos. Hacia 1990 crearon el sistema NUSAP y publicaron el libro Uncertainty and quality in science for policy (Funtowicz y Ravetz, 1990).
¿Cuáles son las características de los problemas que definen a la CPN? Los hechos son inciertos; existe una pluralidad de valores, usualmente en conflicto; es mucho lo que se pone en juego y las decisiones son urgentes. Es importante señalar que estas características son usualmente consideradas como externalidades a la ciencia. Incluso la primera puede ser interpretada irónicamente: ¿cómo es posible que un hecho sea incierto? Sin embargo, se advierte con facilidad que las cuatro características están presentes en las crisis atinentes al clima, la biodiversidad, la sostenibilidad y la pandemia de COVID-19, junto a la gran mayoría de las cuestiones políticas y prácticas que preocupan a la sociedad en el presente y que probablemente serán más acuciante en el futuro (Funtowicz y Ravetz, 1993, 2020).
Para dar cuenta de la trayectoria que lleva a la caracterización de la CPN, vale repasar en forma sucinta el papel atribuido a la ciencia desde el Estado moderno. La estrategia de resolución de problemas (simples), estrechamente vinculada al sistema de legitimación de la acción política del Estado moderno, toma como insumo privilegiado a la ciencia, a la que le atribuye la capacidad de proporcionar evidencia cuantitativa, objetiva y neutral. Ya no es Dios o el Monarca, sino la Ciencia quien define la acción política. Elocuente en este sentido es el desarrollo de la Estadística. La idea es sencilla: cualquier problema práctico-político se puede traducir como un problema técnico-científico y la resolución del problema técnico-científico resuelve el problema práctico-político. El modelo moderno de resolución de problemas parte de la estricta separación entre hechos (el territorio de la ciencia) y valores (el territorio de la gobernanza) e implica un proceso en el que, obtenida la verdad, se procede a la acción política para el bien común. Históricamente, este modelo funcionó muy bien: la ciencia y la tecnología se desarrollaron extraordinariamente y las instituciones de gobernanza maduraron; algunos Estados se convirtieron en potencias coloniales que conquistaron el mundo.
El triunfalismo y el optimismo sobre el desarrollo de la ciencia y el crecimiento económico comenzaron a ser matizados a inicios de la década de los sesenta. En Primavera Silenciosa, Rachel Carson (1962) revela la ambigüedad y las patologías ocultas del crecimiento y la tecnociencia; en el mismo año, en su libro clásico, Thomas Kuhn (1962) cuestiona el ideal de progreso científico de la modernidad; un año después Derek de Solla Price en Little Science Big Science cuestiona el crecimiento exponencial de la ciencia y anticipa serios problemas de control de calidad de la producción científica (De Solla Price, 1963). Unos años después, Alvin Weinberg (1972) introduce el término “trans-ciencia” para definir escenarios de riesgo que, aun cuando pueden expresarse en el lenguaje de la ciencia, no pueden ser resueltos científicamente.
La legitimidad de la acción política basada en la ciencia comienza a vacilar y tienen lugar distintos episodios que señalan un cambio importante en la conciencia colectiva acerca del rol de la ciencia. Como ejemplo, hacia fines de esa década emerge el movimiento conocido como epidemiología popular en reacción a casos de contaminación local y enfermedades que los expertos acreditados ignoran o no reconocen. En Latinoamérica, es emblemático el reclamo contra el uso extensivo del glifosato en la producción de soja que se generalizó en los años noventa con la expansión de la frontera agropecuaria, la liberalización de los transgénicos y el paquete tecnológico de siembra directa asociado.
Un hito en el proceso de concienciación corresponde a la Conferencia de Río de Janeiro de 1992, que confiere estatus internacional a la necesidad de dar solución a la crisis ambiental. La sostenibilidad se convierte en un objetivo público. En el capítulo denominado Agenda 21 se introduce lo que se conoce como “principio de precaución”, que posteriormente se extendería del ambiente a la salud. El principio se orienta a resolver la anomalía del modelo moderno extendiendo la legitimidad de la acción a casos en los cuales existe incertidumbre; a los fines de la protección del medio ambiente, el principio afirma, entre otras cosas, que, ante daño grave o irreversible, la falta de certeza científica absoluta no deberá utilizarse como razón para postergar la adopción de medidas (véase COMEST, 2005). Tal formulación del principio se entiende precisamente en relación con el régimen de legitimación de la acción política del Estado moderno, según el cual la acción política es legítima solo en caso de certeza científica. No debe subestimarse la importancia y la dificultad de aceptar un principio como este, cuya implementación plena implicaría cambios institucionales sustantivos, incluyendo reformas constitucionales.
La estrategia moderna de resolución de problemas práctico-políticos pierde sentido cuando los problemas ya no son concebidos como simples o meramente complicados (un conjunto de problemas simples organizados linealmente). Cuando un problema práctico-político es concebido como complejo, se lo reconoce como ambiguo y aquella estrategia deja de ser aplicable. A diferencia de otras formas de concebir el desarrollo actual de la ciencia, para la CPN la complejidad de los problemas y su ambigüedad son inherentes. Decir que un problema es ambiguo significa reconocer que se da la coexistencia de una pluralidad de perspectivas legítimas, irreducibles unas a otras (hablamos de ambigüedad y no de relativismo). Lejos de ser simples o meramente complicados, tales problemas se muestran malvados (wicked): son ambiguos e implican cuestiones decisionales. Para enfrentarlos se debe trabajar con una diversidad y pluralidad de perspectivas, con la incertidumbre y la indeterminación; incluso, con la ignorancia.
En Latinoamérica, los debates alrededor del papel de la ciencia ante la agroindustria, la minería, la agenda de investigación vacante y los cursos de acción a seguir para afrontar el cambio global ilustran el punto (Funtowicz e Hidalgo, 2008; Taddei e Hidalgo, 2016; Hidalgo, 2016). Reconocida la parcialidad de perspectiva tanto de los expertos científicos como de los administradores gubernamentales, y en consonancia con alegatos de larga data entre activistas civiles, movimientos sociales y voces de las ciencias humanas y la ética, hoy se reconocen en mayor medida la autonomía y el conocimiento de los agentes “legos”. Son cada vez más comunes las formas de organización de la investigación que se orientan a apoyar la toma de decisiones, a proporcionar estimaciones directas de la incertidumbre y a satisfacer las necesidades de los sectores más sensibles a los problemas en foco de estudio. Formas que instan a la coproducción del conocimiento e implican la colaboración entre investigadores, actores y funcionarios.
La Figura 1 representa la relación entre dos dimensiones, la incertidumbre del sistema y lo que se pone en juego en las decisiones. Ambas dimensiones no son independientes: la incertidumbre emerge de aquello que se está poniendo en juego.
Figura 1. Ciencia Posnormal (CPN)
¿Cuál es la originalidad de la CPN? Poner entre paréntesis el ideal de verdad, un lujo que no nos podemos permitir en tiempos de crisis, y concentrar los esfuerzos en la calidad. Evaluar la calidad de los procesos y productos que informan y dan legitimidad a la acción política en función de un propósito compartido. La cuestión por evaluar no es la verdad de la propuesta científica, sino si ella se ajusta y es pertinente a un propósito establecido socialmente. Se tornan centrales la identificación de distintos tipos de incertidumbre y la inclusión de diversos tipos de conocimiento, fundamentalmente el conocimiento práctico-local, el conocimiento de vivir y hacer. En este sentido, la CPN propone una extensión de la comunidad de evaluadores más allá de los de los expertos acreditados, subrayando que el conocimiento útil a la resolución de las cuestiones complejas, prácticas y políticas de una sociedad, es inclusivo y plural. La llamamos comunidad extendida o ampliada de pares para resaltar la especificidad de la CPN en relación con el modelo de resolución de problemas del Estado moderno.
La CPN no renuncia al conocimiento y la pericia de los expertos científicos o técnicos, sino que los sitúa en su contexto adecuado. No postula que todos debemos saber hacer una operación de corazón o volar un jet, o que hay que organizar un proceso participativo para establecer las leyes de la termodinámica. Pero sí destaca que las perturbaciones y desafíos tenderán a agravarse y que, aun cuando casi todos los gobiernos siguen legitimando decisiones alegando que “siguen los dictados de la ciencia” (follow the science), hoy los desacuerdos entre expertos no pueden ocultarse. Tómese el ejemplo de la BSE (o la enfermedad de la vaca loca) al final de la década de 1980, o los de la aftosa humana boca-manos-pies, el SARS, la gripe H1N1, la pandemia de COVID-19 y toda una serie de otros desastres que parecen ser exactamente el tipo de situaciones para cuyo abordaje ha sido diseñada la CPN.
Las crisis dan lugar a aspectos innovadores dignos de reflexión. En Latinoamérica, en casos como el uso de transgénicos o agroquímicos en la agricultura o los megaproyectos de ingeniería, las discusiones tienden a darse entre “expertos de partes”: una contienda entre dos o más certezas contradictorias (Thompson y Warburton, 1985). En relación con la pandemia, se produjo una situación novedosa: hemos visto expertos y autoridades que declaraban tanto conocimiento de lo que ignoraban como ignorancia de lo que ignoraban, y prácticamente no tuvieron lugar intentos de forzar el consenso científico. Parece que estamos aprendiendo que “la ciencia” no se expresa con una sola voz; sin embargo, todavía nos falta aprender que el conocimiento habla con muchas voces. Generalizando, la cautela se inserta en una estructura de asesoramiento científico muy conservadora. Los expertos que componen los comités suelen exhibir una falta de diversidad notable; otros tipos de conocimiento, incluido el local, práctico y experiencial, son raramente considerados. La situación empeora cuando por las pautas mismas de la profesión científico-académica actual se constata una carrera poco edificante por anunciar resultados incompletos, metodológicamente dudosos y no adecuadamente evaluados.
El modelo de resolución de problemas y de legitimación del Estado moderno es obsoleto. La estrategia que funcionó exitosamente y dio como resultado el crecimiento y el desarrollo en otras épocas no puede hacer frente a los retos del presente y del futuro. Pero las crisis han sido y son oportunidades.
La CPN plantea una reforma en la cual la extensión democrática al derecho al conocimiento es no solo éticamente justa y políticamente eficaz, sino que además potencia la calidad de la evidencia tecnocientífica en los procesos de decisión para la acción orientada al bien común. La CPN reconoce como paritario el conocimiento creado histórica y culturalmente fuera del ámbito científico: no basta solo con “saber qué”, también es preciso “saber cómo”. Los desafíos no tienen una resolución simple. Tendremos que convivir en complejidad y aprender cómo hacerlo.
Carson, R. L. (1962). Silent Spring. Boston, MA: Houghton Mifflin Company.
COMEST (World Commission on the Ethics of Scientific Knowledge and Technology) (2005). The Precautionary Principle. UNESCO. Disponible en: https://unesdoc.unesco.org/ark:/48223/pf0000139578
De Solla Price, D. J. (1963). Little Science, Big Science. Columbia University Press.
Funtowicz, S. & Hidalgo, C. (2008). “Ciencia y política con la gente en tiempos de incertidumbre, conflicto de intereses e indeterminación”, en J. A. López Cerezo y F. J. Gómez González (eds.), Apropiación social de la ciencia. Madrid: Biblioteca Nueva.
Funtowicz, S. & Ravetz, J. (1990). Uncertainty and quality in science for policy. Dordrecht: Kluwer Academic Publishers.
—(1993). “Science for the post-normal age”, Futures, 31 (7), 735-755. Disponible en: https://commonplace.knowledgefutures.org/pub/6qqfgms5/release/1
—(2020) La ciencia posnormal. Ciencia con la gente. Barcelona: Icaria (1ª ed. como Epistemología política. Ciencia con la gente. Buenos Aires: CEAL, 1993).
Hidalgo, C. (2016). “Interdisciplinarity and Knowledge Networking: Co-Production of Climate Authoritative Knowledge In Southern South America”. Issues in Interdisciplinary Studies. Association For Interdisciplinary Studies, 34.
Kuhn, Th. (1962). The Structure of Scientific Revolutions. Chicago: The University of Chicago Press.
Rayner, S. & Sarewitz, D. (2021). “Policy making in the post-truth world. On the limits of science and the rise of Inappropriate Expertise”. Breakthrough Journal, 13, winter.
Taddei, R. & Hidalgo, C. (2016). “Antropología posnormal”. Cuadernos de Antropología Social, 42, UBA.
Thompson, M. & Warburton, M. (1985). “Decision Making Under Contradictory Certainties: how to save the Himalayas when you can’t find what’s wrong with them”. J. Applied Systems Analysis, 12.
Weinberg, A. (1972). “Science and tran-science”. Minerva, 10, 209-222.
Ver también
Alternativa, Arraigo, Buen vivir, Derechos humanos, Dignidad, Extractivismo, Hábitat, Igualdad, Imaginario sociotécnico, Innovación, No conocimiento, Posdemocracia, Ubuntu, Violencia lenta
Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe
Universidad Nacional Autónoma de México
ORCID: 0000-0002-5769-693X
La Ilustración europea descubrió la sociedad y la situó en el centro de su explicación de la realidad humana, desplazando ingredientes metafísicos o religiosos. En esa operación creó o resignificó ciertos términos y abundó en neologismos: el mismo de “sociedad”, los de “progreso” y “revolución” y los de “cultura” y “civilización”. Todos ellos están interrelacionados y han tenido tanta presencia en el pensamiento moderno, especialmente los dos últimos, que su evolución semántica misma ha sido objeto de artículos y libros.
Dicha bibliografía revela que la palabra civilización apareció en su sentido moderno en francés e inglés hacia mediados del siglo XVIII. Su lejana etimología se halla en el vocablo latino civitas (ciudad); más inmediatamente derivó del vocabulario jurídico. Luego sufrió adaptaciones, migraciones y traducciones hasta convertirse en término omnipresente en Europa y el mundo desde el siglo XVIII. Era consecuencia de nuevas formas de interacción social, que llevaron a definirla como “la dulcificación de las costumbres, la urbanidad, la educación y el conocimiento de los buenos modales, el respeto generalizado por las reglas de la conveniencia”, para retomar una temprana formulación, obra de Mirabeau padre (1760).
Precisamente Mirabeau había escrito (1756) que tal conjunto de virtudes constituía una etapa transitoria en el movimiento circular y periódico entre la barbarie y la decadencia. Fue una etapa alcanzada en la Atenas de Pericles, la Roma de Augusto, la Florencia de Lorenzo el Magnífico y la Francia de Luis XIV, según la célebre enumeración con que inicia el Ensayo sobre las costumbres (del mismo año, 1756) de Voltaire. En otra vertiente, la civilización no era un fenómeno caprichosamente recurrente sino el resultado de una evolución ascendente, tal como argumentaban los teóricos del progreso social que en torno a 1770 consideraron la civilización como la etapa final a la que la humanidad llegaba tras pasar por las de la barbarie y el salvajismo.
Ya fuera fenómeno recurrente o término de una evolución, la civilización no parecía estar ligada a ningún territorio ni grupo humano en particular, sino que era uniforme en sus características y, por lo tanto, susceptible de ser exportada y con ello adaptada por todos: era una “noción absoluta, humana, coherente y unitaria” (Lucien Febvre) y por ende prevalecía su uso en singular.
Otros autores insistían, sin embargo, en las diferencias. Ello era resultado de la acumulación de material etnográfico e histórico y, también, fuera del eje franco-inglés, de una especial sensibilidad para notar las propias peculiaridades. En Alemania, en España y sus colonias, en Europa del este y más tarde en el resto del mundo, quedaba clara la contradicción entre la presunta civilización universal y las realidades locales. Se buscó en estas últimas la justificación, ya sea de reivindicaciones nacionales, ya sea de privilegios amenazados por las novedades democráticas y liberadoras de la Ilustración. Junto al uso en singular empezó a figurar el plural: las “civilizaciones”, en una acepción “pluralista, etnológica, relativista” (Starobinski, 1999).
Dicha acepción se difundió y dio lugar a títulos como Historia de la civilización en Europa (1828) de François Guizot y a la primera teoría de la variedad de civilizaciones por obra del ruso Nikolai Danilevski: Rusia y Europa (1869). Mayor influencia tuvo el francés Arthur de Gobineau con su Ensayo sobre la inferioridad de las razas humanas (1853-1855), que presentaba en la historia mundial el desfile de diez civilizaciones, donde cada una era producto de la benéfica acción de una minoría perteneciente a la raza aria.
Se fue asentando la idea de la civilización como estado social, independientemente de su alto o bajo nivel, por lo que podía hablar de “civilización primitiva”, “civilización inferior”. Ello dio pie a cierto relativismo, el cual se empezó a manifestar a fines del siglo xix y ponía en pie de igualdad las varias civilizaciones y culturas. Fue una evolución representada en Estados Unidos por el antropólogo Franz Boas y sus discípulos a partir de 1896 y en Francia a partir de 1902 con los trabajos de Émile Durkheim y Marcel Mauss. Ambos grupos negaban la existencia de pueblos “sin civilización” y la superioridad de una civilización sobre otra.
Era parte de cambios más generales. En Asia se adaptó el término civilización en diversas lenguas: bunka-bunmei (Japón), wen-hua (China), sanskriti (India), kalcar (varias lenguas asiáticas) tamaddun (área islámica), que implicaban ideas de purificación, refinamiento o mejoramiento, a veces se erigía como oposición a la civilización esgrimida por los colonizadores. En América Latina se reforzó la tendencia a hablar de la civilización de cada país en particular y se estrenó el término “civilización latinoamericana”.
Varias obras nacieron de este campo de preocupaciones. El libro de Oswald Spengler La decadencia de Occidente (1918) popularizó el rechazo del evolucionismo y la visión de la historia como una sucesión de civilizaciones, cada una con “sus propias posibilidades de expresión que germinan, maduran, se marchitan y no reviven jamás”. Entre ellas, el Occidente era una más y posiblemente había iniciado su decadencia. Menos conocida fue la obra del polaco Feliks Koneczny, Sobre la pluralidad de civilizaciones (1935). De mucho mayor éxito fue la del inglés Arnold J. Toynbee, Estudio de la historia (1934-1961). En el ambiente de entreguerras se trazó la historia de la evolución semántica de la palabra civilización, se hizo común aludir a la variedad de civilizaciones y a la posibilidad de su muerte, y sobre la base de ella comenzaron a organizarse colecciones históricas o cursos: las grandes civilizaciones, culturas de la humanidad, pueblos y civilizaciones.
La visión unilineal de la historia y unitaria de la civilización volvió a prevalecer en la segunda posguerra. El esquema de Toynbee sufrió críticas desde el materialismo histórico y los Annales de Francia. Las políticas y teorías modernizadoras privilegiaban la idea de una evolución dirigida al establecimiento de sociedades parecidas a las de Europa occidental y de Estados Unidos. La pluralidad de civilizaciones, en todo caso, pertenecía al pasado, era un rezago destinado a desaparecer en la corriente general de la modernidad. En las nuevas enciclopedias de sociología la palabra faltó. La abandonaron las escuelas históricas, que dieron más bien en enfatizar los encuentros en el espacio, las dinámicas de interacción. Lo mismo hicieron los estudiosos del sistema mundial a partir de la obra de Immanuel Wallerstein (1974); para ellos, la cultura no era un dato fundamental. En cuanto a las escuelas postestructuralistas, negadoras de los grandes relatos, les resultaba especialmente ajena la idea misma de unas macroentidades llamadas civilizaciones.
La taxonomía civilizatoria subsistió en obras como Las civilizaciones actuales (1963) de Fernand Braudel o, del mismo año, The rise of the West de William McNeill, pero, sobre todo, una vez más, en las periferias. En el pensamiento ruso la idea de variedad civilizacional había continuado entre los pensadores del exilio (Nikolai Trubetskoi, Petr N. Savizki, Pitirim Sorokin) y tras la caída del régimen soviético, volvió a ocupar un lugar central con ideólogos como Aleksándr Dugin. En América Latina, donde previamente había tenido gran prestigio Spengler, Toynbee influyó sobre Víctor Raúl Haya de la Torre, Leopoldo Zea, Darcy Ribeiro y Bolívar Echeverría. En Japón y en el Islam siguió teniendo Toynbee popularidad; a su zaga, se preguntaba el marroquí Mahdi Elmandjra, en ocasión de la primera Guerra del Golfo (1991), si no estábamos ante una guerra de civilizaciones.
Fue la pregunta que recogió, e hizo célebre, Samuel Huntington a comienzos de los años noventa en un artículo que devino en un libro muy difundido: El choque de civilizaciones (1996). Con ello el tema volvió al lenguaje de la academia, que lo usó para tematizar el ascenso de los países de Asia oriental y la globalización, las causas de la hegemonía occidental, las de su (supuesta) decadencia. Hoy día el tema de la variedad ha dado lugar a iniciativas políticas como la Alianza de Civilizaciones y a análisis de creciente calidad que ofrecen elementos para discernir tanto el pasado como las tendencias futuras de la civilización en singular y en plural.
Cabe hacer unas puntualizaciones finales. Como se ha visto, la idea de civilización en plural ha tenido momentos de auge y de declinación. Ha habido momentos ilusionados con un futuro de homogeneización: de manera análoga a los imperios y las iglesias universales, la modernidad insistió en la adopción universal de algo que era llamado la civilización europea u occidental. Desde hace unas décadas esta ilusión está en retirada con el fin de la hegemonía de los países noratlánticos. Como contraparte, según se ha apuntado antes, cobra un nuevo prestigio la idea de una pluralidad de civilizaciones. Coincide con las reivindicaciones nativistas y los fundamentalismos culturales que dominan en el mundo, a veces adoptando precisamente el rótulo civilizacional.
Hay quien insiste en este giro decisivo de nuestros días, pero conviene recordar que la dinámica entre confluencia y diversificación ha sido recurrente en la historia. Como en otros momentos, la actual afirmación identitaria coincide con una aceleración del movimiento de mundialización y consiguiente homogeneización cultural. Se ha hablado de reacciones defensivas frente al deterioro de referentes identitarios, frente a la cercanía simbólica y física de la otredad que es facilitada por los avances en las comunicaciones y los transportes, bajo la forma de migraciones humanas y prácticas ajenas.
De tales fenómenos, los discursos nativistas presentan el aspecto negativo. Contra ellos se insiste en las ventajas del multiculturalismo. En medio de la discusión queda olvidada la civilización en singular. Después de haber sido prestigiosa durante dos siglos, hoy es objeto de rechazo. Se la identifica con la propaganda hegemónica y, más profundamente, con una serie de males implantados en las sociedades humanas desde fines del Neolítico: la separación, dominio y destrucción de la naturaleza, el patriarcado, la división jerárquica, las distintas formas de discriminación y dominio.
Junto a esos males no podemos, sin embargo, dejar de rescatar en la civilización el conjunto de conquistas que la humanidad ha ido acumulando: la riqueza material, la tecnología, la experiencia empírica y la teorización sobre esta, la red ecuménica de contactos humanos y sobre todo las ideas de convivencia, empatía y tolerancia, de audacia y desinhibición para la exploración de la realidad. Tales conquistas se entremezclaron siempre con otros tantos males, y unos y otros se encuentran dispersos entre distintas tradiciones.
Para los discursos identitarios, cada paquete civilizacional es una unidad sin fisuras, y es incompatible con los otros. El proyecto de la modernidad pensaba transmitir el propio a todos los pueblos bajo la forma de una civilización universal —al principio concebida bajo la imagen de Europa; más tarde, de la modernidad estadounidense. La propuesta resultó poco atractiva para la mayoría. No careció, sin embargo, de resultados, y sin ellos no se entiende la actual reafirmación de la variedad. Esta puede ofrecer una alternativa: la de una constante interacción entre los varios paquetes civilizacionales, que elimine de cada uno los aspectos negativos y rescate los positivos.
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Ver también
Geopolítica de las redes, Guerra cognitiva, Igualdad, Ming, Neoliberalismo, Posdemocracia, Ubuntu, Utopía latinoamericana
Facultad de Ciencias Sociales
Universidad Nacional de Córdoba
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0003-3996-1856
La crisis ambiental es el problema central de nuestra época. La explotación de combustibles fósiles, el calentamiento global, la deforestación y la contaminación, el empobrecimiento de la biodiversidad y las extinciones masivas demuestran la actual destrucción del mundo. Si bien estrictamente estamos en la era del Holoceno, el impacto humano sobre el planeta es tan grande que puede compararse con un nuevo tiempo geológico llamado Antropoceno (Stoermer y Crutzen, 2000). Frente a esta denominación surgieron otras, como Capitaloceno (Moore, 2020), que pone el foco en el modo de producción capitalista y en quienes acumulan capital, o Plantacionoceno (Gilbert y Epel, 2015), que caracteriza la producción de alimentos de manera extractiva y cerrada en clara relación con el colonialismo pasado y actual. Haraway cuestiona el concepto de Antropoceno por considerarlo antropocéntrico y etnocéntrico –en continuidad con el excepcionalismo humano que también critica–, más bien prefiere el término Capitaloceno que visibiliza la racionalidad económica. En cualquier caso, para Haraway (2016a:17) son “más un evento-límite que una época”, por lo cual se trataría de hacerlos que duren lo menos posible.
Haraway propone llamar Chthuluceno a uno de “los mil nombres de Gaia”.8 De acuerdo con Haraway (2019: 20): “Chthuluceno es una palabra simple. Es un compuesto de dos raíces griegas (khthôn y kainos) que juntas nombran un tipo de espaciotiempo para aprender a seguir con el problema de vivir y morir con respons-habilidad en una tierra dañada”. Este neologismo se deriva de la palabra khthôn, que significa debajo de la tierra, subterráneo, y de kainos que refiere al ahora, con herencias y llegadas. El Chthuluceno invita a asumir las consecuencias de nuestro pasado y presente, pero también a imaginar un porvenir donde puedan florecer las múltiples especies que habitan la tierra. Es un espaciotiempo virtual en un doble sentido: virtuoso y potencial. Virtuoso en tanto no es antropocéntrico y asume la responsabilidad frente a la crisis ambiental; y potencial porque podría realizarse al tiempo que lo imaginamos (Araiza, 2021: 434).
Si bien el Chthuluceno parecería evocar al “pesadillesco, racista y misógino monstruo Cthulhu” (Haraway, 2016a: 19) de la ficción de H. P. Lovecraft que habitó en las profundidades de la Tierra antes que los humanos, el Chthulu de Haraway (escrito con “chth”) remite a los poderes y fuerzas tentaculares que habitan la tierra que son nombradas como Gaia, Pachamama, Raven, Medusa, Mujer-Araña. Haraway (2019: 61) toma el nombre de la pequeña araña Pimoa Cthulhu de largas patas que vive en los bosques y de las fuerzas chtónicas de la tierra (entidades antiguas, multibichos, seres diversos que hacen y deshacen y son hechos y desechos, vivos, muertos y otros) que se diseminan por todas partes, y realiza una sutil modificación en su ortografía. De esta manera, Chthulu ya no invoca a un monstruo (único) apocalíptico de los tiempos modernos, sino a divinidades femeninas en armonía con la tierra.
El Chthuluceno es “pasado, presente y lo que está por venir” (Haraway, 2016a: 19), es “un nombre para otro lugar y otro tiempo que fue, aún es y podría llegar a ser” (Haraway, 2019: 61). Es un entramado heterogéneo de temporalidades que no siguen el curso lineal del tiempo, sino que forman una temporalidad plural o una “promiscuidad temporal” (Dooren, 2018) que niega habitar único marco de referencia espacio-temporal. Por el contrario, el Chthuluceno es una abigarrada conexión de tiempos pasados, presentes y futuros: una “temporalidad del espeso, fibroso y vasto ‘ahora’” (Haraway, 2016b: 294), que (contraintuitivamente) proyecta el pasado en el presente y conserva el futuro en el presente. Pero, además, es un ensamblaje de temporalidades humanas y no humanas, esto es, de una temporalidad multiespecie y común. Podría decirse que es una temporalidad tentacular, compuesta por innumerables tentáculos que conectan “miríadas de temporalidades y espacialidades y miríadas de entidades intra-activas-en-ensamblajes- incluyendo más-que-humanos, otros-que-humanos, inhumanos y humanos-como-humus” (Haraway, 2018: 82).
El Chthuluceno se diferencia de los otros -cenos de nuestro tiempo por varias razones: no comienza en ningún momento histórico particular que podamos identificar, por el contrario, es mucho más amplio y antiguo que cualquiera de estas categorías de tiempo geológico y, a su vez, una posibilidad mucho más frágil e incierta (Dooren, 2018: 92). El Chthuluceno nos sitúa en el momento presente de ausencia de refugios, pero, al mismo tiempo, se presenta como un futuro posible, “evitando todo futurismo” (Haraway, 2019: 24). En este sentido, se puede advertir una tensión (Dooren, 2018: 92) entre un sentido expansivo del Chthuluceno como “aquí y aún por venir” (Haraway, 2019: 62) y un sentido más limitado en el que el término describe solo una posibilidad: un “florecimiento multiespecie” (Haraway, 2019: 179). El Chthuluceno es un proyecto del ahora donde se entrelaza futuro con posibilidad, es decir, que en el presente están contenidas las múltiples posibilidades futuras. Además, es un futuro en el que se asume la respons-habilidad, por lo cual se trataría de una futur-habilidad, la habilidad de dar respuestas también en un tiempo por venir.
Haraway (2019: 66-67) se pregunta “¿cómo podemos pensar en tiempos de urgencia sin los mitos autoindulgentes y autogratificantes del apocalipsis, cuando cada fibra de nuestro ser está entrelazada en, y hasta es cómplice de las redes de procesos en los que, de alguna manera, hay que involucrarse y volver a diseñar?”. Se trata de una urgencia de pensar-con (porque el pensar siempre es con otrxs) —que caracteriza también como pensamiento tentacular o juego de cuerdas— ante un mundo en ruinas que necesitamos, pero que no nos necesita. Para lo cual es necesario reconocer que “devenimos-con de manera recíproca o no devenimos en absoluto” (Haraway, 2019: 24), no un devenir a secas, sino siempre en relación. Asimismo, propone la noción de simpoiesis, “generar-con”, que contrapone a autopoiesis (autoproducción). Para Haraway hay co-producción, devenir-con y pensar-con otras especies. En el Chthuluceno, “el orden se ha retejido: los seres humanos son de y estén con la tierra, y los poderes bióticos y abióticos de esta tierra son la historia principal” (Haraway, 2019: 95).
Haraway nos convoca a “seguir con el problema”, que significa “aprender a estar verdaderamente presentes, no como un eje que se esfuma entre pasados horribles o edénicos y futuros apocalípticos o de salvación, sino como bichos mortales entrelazados en miríadas de configuraciones inacabadas de lugares, tiempos, materias, significados” (Haraway, 2019: 20). No se trata de encontrar soluciones definitivas y respuestas acabadas, sino de estar-en y -con el problema, y así evitar tanto el optimismo como el pesimismo en la mirada hacia el futuro. Seguir con el problema supone descartar tanto la “fe cómica” en las soluciones tecnológicas —aunque siguen siendo importantes los proyectos tecnológicos situados— como también el “cinismo amargo” de que es demasiado tarde y no hay nada más por hacer (Haraway, 2019: 22-23). La curación no puede ser total porque el daño es irreversible, pero aún es posible regenerar el mundo mediante modestas recuperaciones parciales que nos permitan continuar viviendo en conjunto al ritmo de los problemas en la tierra.
Para Haraway, se trata de con-figurar un mundo post-apocalítico, de contar historias que permitan imaginar otros mundos posibles. La “SF” (por sus siglas en inglés), una ciencia ficción ampliada, integrada por la ciencia ficción, la fabulación especulativa, el feminismo especulativo, las figuras de cuerdas y los hechos científicos (Haraway, 2019: 21), es fundamental para imaginar épocas por venir. En un taller de fabulación especulativa, Haraway concibe las Historias de Camille, una niña en proceso de simbiosis con una mariposa monarca en extinción durante cinco generaciones. Son historias que enseñan a vivir y a morir, a formar comunidades de compost9 y a imaginar una justicia multiespecie. En esta amplia visión del futuro, dos narraciones se entrelazan, una que se narra en detalle y otra que solo se insinúa: la convivencia multiespece y la demografía humana (Heise, 2018). En ambos casos se trataría de encarnar el eslogan “Generen parientes, no bebés” (Haraway, 2019: 210), esto es, generar múltiples formas de parentesco no sanguíneo. Frente a las profecías apocalípticas de devastación, la “escritura chthulucena” invoca historias de supervivencia y florecimiento multiespecie.
Araiza, A. (2021). “Reinventar la naturaleza para hacernos cargo del Capitaloceno: la propuesta de Donna Haraway”. Andamios, 18 (46), pp. 413-441. Doi: https://doi.org/10.29092/uacm.v18i46.851
— (2020). “El pensamiento crítico de Donna Haraway: complejidad, ecofeminismo y cosmopolítica”. Península, XV (2), pp. 147-164. Recuperado de: https://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S1870-57662020000200147 Última visita: 22/11/2022
Crutzen, P. y Stoermer, E. (2000). “The ‘Antropocene’”, Global Change News Letters, núm. 41, pp. 17-18. Recuperado de: https://inters.org/files/crutzenstoermer2000.pdf Última visita: 30/11/2022
Gilbert, S. F. y Epel, D. (2015). Ecological Developmental Biology. USA: Sinauer Associates.
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— (2016b). “Manifiesto Chthuluceno”, en Manifestly Haraway. Minneapolis: University of Minnesota Press, pp. 294-296 Traducción disponible en línea: https://laboratoryplanet.org/es/manifeste-chthulucene-de-santa-cruz/.
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Ver también
Ambiental (crisis), Animalismos, Capitaloceno, Cero neto para 2050, Cosmopolítica, Epigenética, Equidad intergeneracional, Extinción, Hábitat, Historia natural, Naturaleza (relaciones sociales con la), Neologismo, Plantacionoceno, Poscapitalismo, Poshumanismo, Tecnoceno
8 Así se denominó a la conferencia realizada en Río de Janeiro en 2014 organizada por Eduardo Viveiros de Castro, Déborah Danowski y Juliana Fausto, en la que participó Haraway y que según ella misma señala dio un nuevo enfoque a su pensamiento (Haraway, 2019: 15).
9 El compost refiere a la cualidad orgánica del abono, a partir del desecho orgánico se va regenerando la vida. Pero, también, el compostaje remite a la etimología latina compotus, que significa poner junto, hacer parentesco (Araiza, 2020: 158)
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0001-8310-6617
En el presente pareciera imperar una política de la prevención que busca canalizar los resultados inesperados de la acción social mediante el diseño de estrategias e instituciones por parte de las ciencias sociales y humanas. Una expresión como “plan de contingencia”, proveniente de la sociología empresarial de la década de 1950, ha pasado a formar parte de nuestro sentido común. Asimismo, “fortuna” como sinónimo de “azar” ha perdido vigencia y su sentido se vulgarizó al punto de convertirse en sinónimo de “éxito” en los negocios.
La omnipresencia de lo contingente y los límites de nuestro conocimiento para explicar los cambios impredecibles han intensificado la obsesión por un futuro planificado y controlable, que parece haber reducido el espacio de experiencia a lo aparentemente necesario para contener lo potencialmente posible, logrando exactamente lo contrario a lo que prometía el inicio de la Modernidad con un futuro abierto. Cabe preguntarnos entonces: ¿qué desplazamientos conceptuales operaron en estos términos para que se estabilizara el sentido que actualmente tienen? ¿Cómo se puede recuperar esa carga de futuro que originalmente tenían los términos de contingencia y fortuna? Para historizar ambos términos desde un análisis conceptual y cultural, nos concentraremos en la dinámica que adquieren durante la temprana modernidad europea occidental (siglos XV-XVII) con el propósito de recuperar sus matices de futuro, de lo posible y disponible para la acción humana.
Desde el punto de vista etimológico, “contingencia” y “fortuna” guardan similitudes. Contingencia deriva del verbo latino contingere, que denota lo accidental y fortuito, lo que sucede por casualidad; o bien, lo que denota indeterminación, es decir, refiere a algo que no es, pero que tiene la potencialidad de ser y no ser al mismo tiempo. Fortuna deriva de la raíz latina fors (azar) y del verbo ferre (llevar, producir, acarrear), lo que da cuenta del advenimiento o desarrollo de futuros posibles. La carga de futuro que se advierte en ambos términos también se evidencia en los desplazamientos semánticos que operan entre ellos, por ejemplo, el plural de fortuna en latín (fortunae/fortunarum) suele traducirse como contingencias (favorables o adversas) y tanto fortuna como contingencia han sido abordados desde la historia cultural como sinónimos del azar.
No obstante, los orígenes histórico-contextuales de fortuna y contingencia difieren. Fortuna es una diosa romana (que, con algunas diferencias, se corresponde a la griega tyché), mientras que contingencia, como término técnico heredado de la Física aristotélica, se utiliza para describir la naturaleza ontológica de la realidad en la Escolástica tardía y el Renacimiento. En la Física (II, 4-6), Aristóteles define a la suerte (tyché) y a la casualidad (casus) como causas accidentales e indeterminadas que suceden para algo en cuanto son efecto de la naturaleza o del pensamiento. Pero mientras la suerte se limita a los agentes libres (ob intellectu), capaces de hacer una elección racional y deliberada, la casualidad refiere a las cosas inanimadas, los animales y los niños, que no tienen capacidad de elegir. De este modo, establece la diferencia entre fortuna y casualidad, ligada a la espontaneidad, a lo que no es producto de una elección racional.
Entre los siglos XIII y XIV, la concepción aristotélica de casualidad se expresa en la tensión existente entre Dios como creador de un determinado orden natural y la observación de una absoluta irregularidad en los fenómenos naturales. Tensión que se resuelve a favor del providencialismo divino: Dios sabe lo que pasará y ello servirá a sus propósitos. Para los cristianos ortodoxos, Dios tenía conocimiento de los hechos futuros en su totalidad, por ende, el futuro era siempre necesario, nunca contingente. Un proceso similar sucede con la fortuna. A pesar de que Aristóteles le había quitado el carácter de deidad (que tenía para Platón y los trágicos), al convertirla en causa accidental, la diosa siguió gozando de una extraordinaria vigencia entre los moralistas e historiadores romanos. Para Tito Livio, Cicerón y Séneca, los buenos políticos, a partir de su virtus debían aprender a granjearse los favores de la diosa (una mujer), para alcanzar el honor y la gloria.
La imagen romana –positiva– de la fortuna cambia con el triunfo del cristianismo. Boecio pinta a la diosa como un poder ciego, indiferente e indiscriminado en el reparto de sus dones y, si bien no resuelve las contradicciones planteadas por la omnipresencia de Dios y las acciones arbitrarias de la fortuna, la convierte en una ancilla Dei, un agente de la providencia divina. De este modo, al representar la voluntad oculta de Dios, la fortuna es mediada teológicamente y superada: muestra que el deseo de honor y gloria mundanos no significa nada en comparación con la fe y la alegría de los cielos. El símbolo de la cornucopia es reemplazado por la rueda, que da cuenta del actuar inexorable y caprichoso de la fortuna y de una cierta repetibilidad de todo acontecer (el ascenso y ocaso de los reinados, la suerte o miseria humanas) hasta el día del Juicio Final. Repitiendo los argumentos de San Agustín (De civ. Dei XI, 21) y Boecio (De Consol. V 2-6), Tomás de Aquino verá la contingencia y la fortuna como aspectos del mundo, porque Dios así lo ha deseado. La asociación entre fortuna y providencia establecida por Boecio tuvo gran influencia en la literatura italiana, especialmente en la Divina Comedia, de Dante, y el Remedio contra la próspera y adversa Fortuna, de Petrarca, donde la fortuna aparece como un poder cuasi divino y se advierte la incapacidad del hombre para predecir y planificar sus cursos de acción.
Hacia el siglo XV, la experiencia de las repúblicas itálicas abre paso a una nueva concepción del tiempo y de un sujeto actuante y autoconsciente. En este marco se abandona la idea de que la fortuna sea un agente de la providencia y se rescata la versión clásica romana, particularmente en el opúsculo Sueño de la Fortuna, de Eneas Silvio Piccolomini. El escritor sueña que se encuentra con la diosa y ella responde sus preguntas, mostrándose sensible al mérito humano y diciéndole que favorece a los hombres audaces. En el capítulo XXV de El Príncipe, Maquiavelo se hace eco de esta lectura al afirmar que, aunque la mitad de nuestras acciones están en manos de la diosa, la otra mitad, queda bajo nuestro control. El humanista florentino repite la idea, con cierto sesgo erótico, de que la fortuna es una mujer y se siente fácilmente atraída por los hombres viriles y audaces. Asimismo, Maquiavelo establece una analogía entre los embates de la fortuna y las inundaciones, que no impiden al político tomar medidas o pensar estrategias (como construir diques y espigones) para contenerla y minimizar sus efectos.
La recuperación de la concepción clásica de fortuna y la libertad humana frente a la providencia se observa en la influencia iconográfica que adquiere el tema virtu vince fortuna, derivado de Terencio y Cicerón. El mensaje del fresco Occasio y Paenitentia (1500-1505) del taller de Andrea Mantegna es claro: se pide a la juventud impetuosa que no se deje seducir por los halagos de la fortuna, es decir, que la audacia y la tentación deben ser moderadas con virtud, prudencia y diligencia. Asimismo, el atributo de la rueda, que daba cuenta de la predeterminación de la fortuna como instrumento de Dios, es reemplazado por un globo o esfera, asimilando la fortuna a la contingencia.
La conversión de la fortuna en ocasión ilustra así la percepción que las sociedades europeas tenían de sí mismas en el siglo XVI, producto de la revolución náutica y comercial que había acelerado el proceso de expansión ultramarina y la importancia adquirida por los negocios mercantiles. Nicoletto da Modena forja una representación influyente de la fortuna contingente, el grabado Mujer desnuda representando a la fortuna. Además de pararse sobre una esfera, la fortuna está en el mar y aparece con los atributos náuticos de la vela y el timón. Pero ella no solo refiere a la prosperidad, a esos bienes que se espera arriben de allende el océano, sino que se divide: por un lado, aparece la oportunidad y la suerte; por otro, los riesgos y la desgracia. El cambio semántico se vincula con el auge de las ciudades mercantiles, sus formas específicas de inversión y el desarrollo de diversas pólizas de seguros, según el tipo de riesgo a afrontar.
Entre 1580 y 1650 se observa un auge de la fortuna en textos y representaciones visuales, que ya no se vincula con el lema virtu vince fortuna del primer Renacimiento, sino con el mundo de las cortes de las monarquías europeas centralizadas, sus facciones e intrigas, al tiempo que muestra el entrecruzamiento de diversas tradiciones culturales: francesa, holandesa, inglesa, española (de Cervantes a Quevedo y Gracián) y alemana (en la poesía de Gyphius, Fleming y Hofmannswaldau). En este nuevo contexto se evidencian dos tendencias. Por un lado, la tratadística de razón de Estado pone el acento en las tácticas que deben emplear los gobernantes y sus consejeros frente a la adversidad. Por otro lado, se intensifica la asociación entre fortuna y comercio, ligado al éxito o fracaso económico. Un ejemplo interesante es la alegoría del comercio (1585) de Jost Amman que tiene como escenario el puerto de Amberes en el contexto de la invasión española y la rendición de la ciudad, que había provocado una crisis económica. Debajo de la balanza que sostiene Mercurio, se encuentra la fortuna con su cabellera hacia delante y parada sobre una esfera, en referencia a las contingencias del comercio.
A medida que avanza el siglo XVII, la experiencia de los conflictos religiosos, sociales y políticos y las guerras europeas, que culminan con la paz de Westfalia (1648), hacen que el concepto de contingencia predomine sobre el de fortuna y se instale decididamente en los asuntos humanos. En sus Pensamientos diversos sobre el cometa (1680), el hugonote francés Pierre Bayle discute la idea de los cometas como portentos de efectos desastrosos (plagas, guerras, terremotos) y afirma que la coincidencia entre este fenómeno celeste y los desastres naturales no es milagrosa, sino accidental, ya que estos, al igual que las guerras, no surgen según un patrón determinado e invariable, sino de modo impredecible. De este modo, Bayle abrió el camino para que la providencia sea suplantada por la contingencia en los asuntos humanos, permitiendo una comprensión totalmente secular de la naturaleza y la historia.
Hacia 1660, en un contexto de búsqueda de certezas en los planos religioso e intelectual y de disciplinamiento por parte de las monarquías europeas centralizadas, el azar deja de identificarse con la fortuna que gobierna caprichosamente los asuntos humanos y, desde una perspectiva más práctica e inmanente, se busca gestionar racionalmente, a partir del cálculo de probabilidades. La lógica de Port-Royal, publicada en 1662 por Pierre Nicole y Antoine Arnauld, aborda en su capítulo decimosexto (sobre cómo juzgar los accidentes futuros) las nociones de iteración y repetición, haciendo referencia a la posibilidad e importancia de establecer el grado de probabilidad de que algo suceda, a partir de contrastar la frecuencia de los aciertos con la de las derrotas.
En el siglo XVIII el rechazo de la providencia y el cálculo de probabilidades son resistidos. Historiadores de la Ilustración como David Hume, Montesquieu y Edward Gibbon absorben lo contingente dentro de las causas generales o profundas de los hechos históricos y se interesan por la noción de recurrencia: las mismas causas siempre producen los mismos efectos. Paralelamente, durante la Revolución industrial (1760-1840) se acentúa la creencia en mecanismos de retroalimentación que hacen que hechos aparentemente caóticos y heterogéneos tengan coherencia, ya que, aunque los individuos persigan sus objetivos, hay principios subyacentes que permiten predecir resultados. Adam Smith utiliza en su Riqueza de las naciones (1776) la metáfora de “la mano invisible” para referir a la autorregulación del mercado y los precios, a través de las leyes de demanda y oferta, aunque cada homo economicus actúe persiguiendo su beneficio. Asimismo, con el positivismo avanza la tendencia a creer que, así como los sistemas políticos y económicos son autorregulables, también es posible establecer leyes para explicar el funcionamiento de las sociedades.
La historiografía del siglo XIX elimina lo accidental, que había sido marginado por los historiadores a un aspecto residual de explicación de lo novedoso. En sus Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, Hegel (1830) afirma que la voluntad no está a merced de la contingencia, en relación con una concepción moderna de Historia entendida como una unidad. Los hombres se conciben capaces de manipular la historia, al absolutizar lo contingente que, despojado de la impredecibilidad de la fortuna, refiere a la realización o no de un plan a futuro, esto es, a la idea de que acontezca “más o menos” de lo que estaba planeado, poniendo así de manifiesto la inconmensurabilidad entre el propósito de la acción humana y sus resultados. El poder de la fortuna y el azar se ha perdido a favor de un análisis situacional de la acción humana (en el sentido weberiano de “chance”), que busca comprenderla, aunque produzca resultados inesperados.
Frente a la omnipresencia que hoy tiene lo contingente, el excesivo presentismo que parecería anular toda proyección hacia el futuro y las visiones en exceso pesimistas u optimistas del desarrollo de los acontecimientos, la historia nos muestra su riqueza y presenta el desafío de reflexionar críticamente sobre la responsabilidad política que no solo cabe a los gobernantes, sino también a nosotros como ciudadanos y educadores para construir una sociedad mejor, más solidaria y esperanzada.
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Ver también
Adivinación, Escatología, Futuridad, Futuro, Presentismo, Prospectiva, Secularización
Universidad de Buenos Aires
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0002-6284-4052
Si bien algunas de sus ideas asociadas al término cosmopolítica pueden asociarse a filósofos del siglo XX como William James o Gilles Deleuze, el ámbito en el cual se expandió principalmente es el de la antropología del siglo XXI. Se origina en la serie de libros Cosmopolíticas (1997), de la filósofa y química Isabelle Stengers, pero cobra especial relevancia en lo que se ha dado en llamar el “giro ontológico” de la antropología. Un probable motivo de ello es que la antropología se hizo cargo de la pregunta filosófica por el “punto de vista”, pero de un modo empírico y situado, a veces ausente en la propia filosofía. De hecho, podría decirse que la cosmopolítica es un campo anfibio, en el cual la filosofía y la antropología se vuelven indiscernibles.
No solo no existe consenso en cuanto al significado atribuible al término (Shaffner y Wardle, 2017), sino que incluso hay autores que rechazan explícitamente una definición en aras de mantener su apertura (Martínez Ramírez y Neurath, 2021). Dicho esto, es importante distinguir la cosmopolítica del “cosmopolitismo” (o “cosmopolitanismo”). Si el cosmopolitismo, que puede retrotraerse a la “idea para una historia universal en clave cosmopolita” (1784) de Kant, y cuyo proyecto es sostenido actualmente por autores como Beck (2004) o Appiah (2006), se basa en una noción de ciudadanía que trasciende los límites de los Estados nación, reivindicando una pertenencia a un mundo común para toda la especie humana, el concepto de cosmopolítica –en un movimiento anti-intuitivo que requiere de un gran esfuerzo para salir del sentido común– pone en cuestión dos presupuestos básicos tanto del cosmopolitismo como de la cosmología “occidental” en general: (1) que el mundo sea uno; (2) que sea el nuestro, es decir, que sea el que nuestro grupo más o menos amplio de pertenencia piensa que es. Podemos llamar a las tesis correspondientes a estas dos negaciones (1) “multinaturalismo” y (2) “perspectivismo”, respectivamente.
Dependiendo del autor y del contexto, la puesta en cuestión de la unidad del mundo (1) puede ser (1a) una operación provisoria y pragmática, en el sentido de una epojé que nos permita relacionarnos con otros pueblos de un modo menos violento, pero que no reniegue de un horizonte común como télos, o bien puede implicar (1b) la afirmación ontológica de una multiplicidad irreductible de mundos divergentes. En cualquiera de los casos, la unidad del cosmos no está dada de antemano; ahora bien, mientras que en el primer caso ella debe ser construida a partir de traducciones y conexiones parciales (Strathern 2005), en el segundo hay implicada una ontología pluralista donde las diferentes realidades son irreconciliables. Si bien estos dos sentidos no siempre son fácilmente distinguibles (y podría argumentarse que, incluso cuando lo son, la diferencia es solo de grado), se puede asociar el primero a Stengers y Latour y el segundo a Viveiros de Castro o Blaser, quien sostiene que la orientación hacia la composición de un mundo común “limita la capacidad de la cosmopolítica” (2018: 121) para hacer frente a diferentes conflictos y “podría terminar pareciéndose” (2018: 139) a una versión reconfigurada de lo que denomina “política razonable” (politics as usual), cuya premisa básica es precisamente la de “un mundo factual ya existente” (2018: 126). Ambos sentidos, no obstante, toman como punto de partida la idea de un “espacio cosmopolítico” (Stengers 1997) donde las distintas realidades no pueden reducirse unas a otras y deben ser afirmadas simultáneamente.
Que el mundo no necesariamente sea el nuestro (2) es una tesis estrechamente ligada al problema epistemológico fundamental de la etnología: ¿cómo tomar el pensamiento de los pueblos estudiados en relación con el pensamiento –igualmente situado, pero científico– del observador? Este problema conduce a una serie de preguntas clásicas de la antropología, de la teoría del conocimiento y, en definitiva, de la metafísica: ¿por qué tendría prioridad el punto de vista del científico en lo que se refiere al punto de vista del grupo humano relevado? ¿Qué diferencia y relación hay entre mito y logos? ¿Son realmente dos cosas distintas? ¿En qué sentido? Esto hace que la cuestión de la hasta entonces supuesta “excepcionalidad europea” en cuanto a su modo de conocer el mundo en relación con otros pueblos se vuelva central y, por ende, que la cosmopolítica necesite redescribir y redefinir el funcionamiento de las ciencias modernas de un modo que se sustraiga a la belicosidad de la oposición tajante entre saber y creencia –es lo que se propone hacer Stengers en los siete tomos de Cosmopolíticas—. En definitiva, se trata de cuestionar la violencia epistémica con la cual las humanidades occidentales han acompañado durante siglos la violencia colonialista.
Un hito para la problemática se sitúa en 2004, cuando la revista Common Knowledge organiza un simposio cuyo punto de partida son las intervenciones de Ulrich Beck, por un lado, quien defiende una concepción cosmopolita de raigambre kantiano, y la de Bruno Latour, por el otro, quien retoma la concepción stengeriana del término y se vale tanto de su propia antropología de los modernos como de los aportes de colegas como Viveiros de Castro para articular un sentido de “cosmopolítica” que sistematiza varios puntos en común, correspondientes al sentido asumido por esta nueva escena teórica. Si, para Beck, es cosmopolita cualquiera que sea “ciudadano del cosmos” más que ciudadano de algún Estado particular o adherente a alguna religión o grupo particular, Latour sostiene que Stengers reinventa la palabra como un compuesto del sentido más fuerte de “cosmos” y de “política”, de tal modo que “la presencia de cosmos en cosmopolítica resiste a la tendencia de que ‘política’ signifique el toma-y-daca en un club exclusivamente humano”, mientras que “la presencia de política en cosmopolítica resiste a la tendencia de que ‘cosmos’ signifique una lista finita de entidades que considerar” (Latour 2014: 48). Las dos partes del término se afectan, pues, mutuamente, de tal manera que “cosmos” impide limitar el terreno político a actores humanos, mientras que “política” previene contra la clausura del cosmos. Son, pues, dos las tesis importantes: por un lado, la política no se limita a los humanos y, por el otro, el cosmos no está dado, sino que en todo caso hay que negociarlo.
Los actores no humanos pueden ser pensados desde un punto de vista occidental científico-naturalista e incluso humanista (las consecuencias sociales de la pandemia de COVID-19, la disrupción que una represa puede provocar en la ecología en la que se inserta, la necesidad de disminuir la emisión de gases de efecto invernadero, etc.), pero estas consideraciones serían limitadas si no tuvieran en cuenta (a) la existencia, insistencia o irrupción de entidades correlativas a puntos de vista no occidentalizados, ni (b) los modos mismos de organizar la realidad propios de comunidades no-modernas. Como sostiene Tola, en las así llamadas “sociedades indígenas”, “las relaciones con los seres del cosmos son relaciones políticas” (2016: 137). En este sentido, Viveiros de Castro señala que los chamanes amazónicos son capaces de cruzar entre mundos, pudiendo viajar al punto de vista de otras especies (jaguares, pecaríes, etc.) y que, por esta razón, “desempeñan el papel de diplomáticos cosmopolíticos en una arena en la que se enfrentan los diversos intereses socionaturales” (2010: 153).
Veamos un ejemplo de cada una de estas dos ausencias. En cuanto a las entidades no-humanas cuya existencia no es habitualmente tenida en cuenta en política (a), De la Cadena trae a colación los tirakuna de pueblos andinos quechua-hablantes, que traduce como “seres-tierra”. Tomemos un escenario político de conflicto en torno a la implementación de minería a cielo abierto en una montaña. Para los impulsores de la mina (autoridades oficiales, empresa, corporaciones financieras), la montaña es un recurso; para la militancia de izquierda y los movimientos ambientalistas, es una fuente de trabajo para la población local que se perdería de ser destruida por la explotación minera, y un sitio a ser resguardado de las brutales consecuencias ecológicas del extractivismo; para la población local, es evidentemente esto último, pero es también y ante todo una persona que merece respeto. El problema cosmopolítico radica en cómo articular estas diferentes entidades de tal modo que todas participen igualmente en la contienda, sin que la última sea descartada como “creencia”, como “excesiva” o como meramente “cultural”. En este sentido, “el problema analítico que las políticas indígenas presentan es que generalmente exceden la política tal como nosotros la conocemos” (De la Cadena 2009: 111). Así, se trata de abogar por “una política pluriversal”, donde por “pluriverso” se entiende la existencia de “mundos sociales heterogéneos, parcialmente conectados, que negocian sus desacuerdos ontológicos políticamente” (De la Cadena 2020: 303-304).
En cuanto a los modos de organizar el cosmos (b), volvamos a la famosa Controversia de Valladolid (1550-1551). Mientras que Bartolomé de las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda discutían si los indios tenían o no alma, había una discusión entre los amerindios sobre si los españoles tenían o no cuerpo. Mientras los españoles discutían de teología, los antillanos sumergían conquistadores prisioneros para ver si se ahogaban, y, en caso de que sí, si sus cuerpos se pudrían. Al comentar el episodio en Tristes trópicos, Lévi-Strauss señala que, mientras que los españoles confiaban más en las ciencias sociales, los amerindios eran más proclives a las ciencias naturales. Viveiros de Castro recoge el incisivo comentario, sosteniendo que, si el etnocentrismo de los europeos “consistía en dudar de que los cuerpos de los otros contuvieran un alma formalmente similar a las que habitaban sus propios cuerpos”, el etnocentrismo amerindio “consistía en dudar de que otras almas o espíritus pudieran estar dotadas de un cuerpo materialmente similar a los cuerpos indígenas” (2010: 29). Para los amerindios, en efecto, lo que podríamos llamar alma, humanidad o cultura correspondería al modo de ser de todos los entes, siendo las diferencias corporales las que darían lugar a perspectivas divergentes: habría para ellos, según Viveiros de Castro, una sola cultura –la humana– y muchas naturalezas. Latour retoma esta idea en su discusión con el cosmopolitismo de Beck, subrayando que en ningún momento se les preguntó a los amerindios qué era lo que ellos estimaban que estaba en disputa, lo cual sería el primer paso en el camino hacia una comprensión de la complejidad de la situación. Ahora bien, asumir que los enemigos están de acuerdo sobre los principios básicos (por ejemplo, que todos los seres humanos tienen cuerpo) no es cosmopolita, sino etnocéntrico. En este sentido, Latour recalca que “Beck supone que solamente había dos soluciones para el problema planteado en Valladolid (tienen alma, no tienen alma), e ignora el otro problema, que surgía en Sudamérica, sobre los cuerpos de los conquistadores (tienen cuerpo, no tienen cuerpo)”; por esta razón, “como mínimo, una negociación entre europeos y amerindios tendría que tener cuatro partes” (2014: 46). Es por ello que una posición cosmopolítica no se basa en la “tolerancia”, sino en tomarse en serio el mundo del otro.
Podemos ahora volver a la cuestión de la violencia epistémica antes mencionada. Autores como Stengers y Latour, en este sentido, establecen una estrecha relación entre la capacidad de imaginar un orden político y una cierta definición de la ciencia. Latour señala así que el cosmopolitismo, aun con su humanitarismo, olvida un punto importante, a saber: que existen otras maneras de organizar la multiplicidad de lo real o de unificar el cosmos –según Descola (2012), existen cuatro modos en que los pueblos organizan la repartición de humanos y no humanos a partir la relación entre fisicalidad e interioridad, de los cuales el naturalismo occidental (para el cual todos los entes tienen cuerpo, pero solo algunos tienen alma) es solo uno—. Ahora bien, para que haya paz entre distintos colectivos, hay que empezar por no presuponer que el mundo es el mismo para todos. La ontología, cosmología o cosmografía sería así el resultado de la política entendida como diplomacia: la realidad no debe ser un punto de partida, sino el final de una negociación. Como sostiene Di Bernardino, “allí donde el cosmopolitismo supone lo común, la cosmopolítica apuesta por la posibilidad de lo común” (2020: 35).
El mayor desafío para ello es el problema de la traducción. ¿Es posible traducir puntos de vista en apariencia inconmensurables? ¿Cómo hacerlo sin traicionar a ninguna de las partes? Cañedo Rodríguez afirma en este sentido que el reto de la propuesta cosmopolítica es “cómo articular una (mejor) traducción como una práctica, precaria y continuamente renovada, de la coexistencia, sin que ello implique hacer converger las diferencias en una homogeneidad que es la otra cara de la hegemonía” (2013: 11). Si la convergencia absoluta de los mundos es un ideal autoritario, se trata entonces de producir “equivocaciones controladas” (Viveiros de Castro, 2004), dando lugar a un tipo de entidad que sea “más que una, pero menos que dos” (De la Cadena 2020: 290). Como sostiene Briones, “nuestra política de traducción de las diferencias culturales pasa por encontrar equivalencias”; de este modo, traducimos “el concepto mapuche de ixofil mognen como biodiversidad, el de wallmapu como territorio, el de tajil como canto sagrado ejecutado por mujeres y así sucesivamente”, pero “lo que no se pone en duda es que hay una única y misma realidad a ser diferencialmente representada, y que algunos más que otros tienen la clave para dirimir cuál es la mejor representación” (2014: 55). Puesto que se trata de no reducir disensos epistemológicos y ontológicos a jerarquías, Briones recurre a las imágenes de Escher, donde –como en el famoso ejemplo filosófico del pato-conejo– distintos puntos de vista sobre una misma imagen pueden ser igualmente legítimos. Una posición cosmopolítica no diría “es un pato” o “es un conejo”, sino “es un patonejo”, una entidad más que una pero menos que dos. Tal vez sea una buena manera de imaginar la tarea que nos propone Stengers: “cómo honrar una verdad sin que ella necesite marcar el error, he ahí un buen problema” (2004: 19).
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Ver también
Ambiental (crisis), Animalismos, Buen vivir, Capitaloceno, Chthuluceno, Descolonialidad, Epigenética, Frontera / límite, Futuridad, Futuro ancestral, Naturaleza (relaciones sociales con la), Neologismo, Poshumanismo, Poshumanidades, Tecnoceno, Transmodernidad, Ubuntu
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0002-3551-9190
La noción de crítica posee una extensa tradición dentro de las humanidades y ha generado prácticas heterogéneas consecuentes con los diversos usos asociados a ella. Es necesario, de modo inicial, diferenciar por lo menos dos grandes acepciones. Por un lado, la apelación al uso de la razón para interrogar a los diferentes poderes y a las disposiciones que ellos establecen. Por el otro, el ejercicio de ponderación y valoración de la producción de las artes y de la literatura. La primera de las acepciones, si bien reconocible en buena parte del pensamiento moderno, está ligada al programa iluminista europeo del siglo XVIII, y en particular con Immanuel Kant. En su célebre artículo de 1784 “Contestación a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?”, el filósofo señalaba la necesidad de que el hombre se sirviera de su propio discernimiento para llegar a la verdad con el fin de desprenderse de la sujeción de los saberes políticos y sociales establecidos. Esta apelación ética estaba acompañada por una línea temporal precisa: el pasaje de la niñez (de la tutela, de un saber y un proceder guiados) a la adultez, etapa en la que se asume la libertad de pensar y actuar autónomos (y de los riesgos que esto implica). De modo que el gesto ilustrado suponía una interrogación sobre el presente, una idea evolutiva y una proyección de futuro. El coraje de formular un pensamiento propio y de intervenir públicamente apostaba por un porvenir de emancipación y más libertades. Junto con ello, la propuesta kantiana asumía una confianza en las posibilidades de la razón humana en la construcción ética del sujeto y en el efecto virtuoso que el gesto crítico tendría sobre la Historia.
La puesta en cuestión de los valores de la razón ilustrada durante las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX, junto a la crisis del sujeto –de uno universal, progresivo y transparente–, disociaron la empresa iluminista de la crítica. Entre otros, esa escisión problemática fue capitalizada por el pensamiento de Fráncfort, conocido, justamente, como “teoría crítica”. Theodor Adorno, Max Horkheimer, Herbert Marcuse y otros filósofos construyeron entre las décadas de 1930 y 1960 argumentos contra el positivismo, el cientificismo y la razón instrumental (que podían considerarse facetas iniciadas por la razón iluminista), poniendo de relieve sus lazos con formas de dominación en las sociedades modernas. Así, la crítica implicaba no un uso clarificante del juicio, sino el estudio de las racionalidades presentes en el mundo fragmentado del capitalismo de masas, que, en su operativa alienante, ha mermado, precisamente, cualquier posibilidad de formación de individuos autónomos e independientes. Esta dirección orientó los usos de la noción de crítica en las humanidades durante la segunda mitad del siglo XX.
En 1978 Michel Foucault realizó una intervención capital respecto de este debate que atraviesa la filosofía alemana. En su conferencia “¿Qué es la crítica?”, el filósofo francés recupera la “actitud crítica” desarrollada a partir del siglo XVI (y, por supuesto, aquella blandida por el Iluminismo) opuesta al “arte de gobernar a los hombres” (2018, 48), desplazadas desde las prácticas religiosas hacia redes sociales y políticas. De acuerdo con esto, la crítica significa, en primer lugar, “el arte de no ser tan gobernado” (50), “el arte de la indocilidad reflexiva” (52), y, en consecuencia, diversas formas de limitar, recusar o desobedecer la pauta gobernante. Más aún, la crítica es una relación del sujeto con la verdad; esto es, la interrogación por los discursos dotados de verdad y por los efectos de poder que esa verdad produce.
En este punto, Foucault realiza una torsión significativa del debate y ofrece una nueva dimensión de la actitud crítica. Para Kant, el uso de la razón estaba ligado a una voluntad de conocer la verdad y con los límites del saber respecto de las autoridades. Para Foucault, el referente de la crítica ya no se limita a las disposiciones de la autoridad soberana, sino que se ubica la red de dispositivos productivos de saber que intervienen continuamente sobre los sujetos, en relación con las categorías que el filósofo había propuesto en el volumen inaugural de la Historia de la sexualidad, publicado poco antes de esta conferencia. Por consiguiente, el ejercicio crítico supone preguntarse por los mecanismos que nos instituyen como sujetos, y por las prácticas reticulares que establecen una verdad acerca de nosotros mismos. La filósofa estadounidense Judith Butler (2002) señala que, desde la perspectiva de Foucault, la posibilidad de la crítica emerge tanto en la detección acontecimental de las operativas múltiples del saber (que jugarían entre la coerción colectiva y las maniobras singulares) como en una puesta en cuestión de la propia subjetividad y de las categorías que nos constituyen, lo que podría ser planteado como una interrogación de las relaciones con uno mismo; esto es, el cultivo de la desujeción.
Así, a la vez que desvía, Michel Foucault actualiza el proyecto iluminista. Al redefinir los conceptos de poder y de saber, ofrece a la crítica una tarea mucho más compleja que lleva al límite las relaciones del sujeto con la verdad. La voluntad de conocer (en lugar del sapere aude kantiano) requiere examinar los límites del lenguaje y del conocimiento, poner en duda las categorías de los saberes, cuestionar los órdenes de inteligibilidad, en fin, formular una política crítica de la verdad. Sin la imagen evolutiva iluminista y sin una temporalidad lineal, Foucault, en cambio, amplía de forma considerable el horizonte de la crítica; su futuro corresponde a una considerable tarea por hacer.
La segunda acepción de crítica –la apreciación de piezas artísticas y, contiguamente, el conjunto de prácticas, posiciones y espacios determinados en el campo cultural– comparte con la propuesta de Kant la interrogación por el presente y el gesto intelectual, pero su sentido es mucho más específico. En su ejercicio de ponderación, los agentes especializados (los críticos), valorizan la producción cultural y los marcos estéticos en los que ellos se insertan. Desde esta perspectiva, la crítica ordenaría (y en un sentido enfático, elegiría) lo que se expone en los museos y en las galerías, lo que se lee y escucha, lo que se ve en las pantallas y en los escenarios. Según Raymond Williams (2003), el término fue utilizado desde fines del siglo XVII en lengua inglesa en el sentido general de juzgar una obra literaria, pero sus acepciones eran ambivalentes: podían significar un comentario negativo, una valoración o una censura (y con esto se pone de manifiesto la relación que la crítica tuvo con las restricciones institucionales). Un atributo clave –apunta Williams– es el carácter informado (y por lo tanto autorizado) de la crítica y los críticos respecto de cualquier otro juicio y, por ende, su contorno tutelar respecto de la formación de los gustos y consumos culturales.
Durante los años 1960 y 1970, los teóricos europeos de raíz estructuralista (Gerard Genette, Tzvetan Todorov, Roland Barthes, Jacques Derrida, entre otros) enfrentaron virulentamente la idea de crítica como control. Lo hicieron disputando el lugar que adquiere el lenguaje como herramienta fundamental del ejercicio crítico. En Crítica y verdad (publicado en 1966), Roland Barthes rechaza la idea de la crítica como un metatexto. En el continuum del lenguaje, señala, no hay códigos por encima de otros; no hay, en este sentido, juicios autorizados que establezcan el significado definitivo de una obra. Los comentarios sobre una obra no están en posición jerárquica sino lindante. Exploran y nunca cierran las posibilidades de sentido. El lugar del crítico (de uno que no asume una posición tutorial) es cercano al del escritor: “el escritor y el crítico se reúnen en la misma difícil condición, frente al mismo objeto: el lenguaje” (48). De hecho, la literatura moderna, en su trabajo autorreflexivo, congrega las funciones poética y crítica en la escritura. El crítico no juzga ni conduce a los lectores. Su acción se suma a la pluralidad productiva del texto, por eso la crítica “no es una traducción, sino una perífrasis” (2014, 74). En 1968, en el célebre artículo “La muerte del autor”, nuevamente Barthes impugna la dimensión y los alcances de la crítica tradicional. Si el autor, como fuente de los sentidos del texto, no tiene ya lugar, tampoco su figura adjunta, el crítico, que se asume como mediador o intérprete dilecto de la obra. Desarmados estos dos bastiones de control, la acción crítica se desplaza hacia el lector; es éste quien, ya sin restricciones, recorre las tramas inagotables del texto. La propuesta de Barthes sintonizaba ciertamente con el marco de las protestas y el clima insurgente de la Francia de 1968. En una homología entre las revueltas estudiantiles y obreras, el semiólogo francés observa que, sin las vigilancias del autor y del crítico, los sentidos del texto circularían en libertad. Hay una promesa de futuro y un impulso utópico en este nacimiento del lector productivo (lector y crítico, lector y escritor al mismo tiempo), ya que “para devolverle su porvenir a la escritura hay que darle la vuelta al mito.” (2009, 71).
Los planteos posestructuralistas y los cambios en la producción artística dieron lugar a que entre fines de los años 1970 y principios de la década siguiente, se comenzara a hablar de poscrítica como correlato de la noción de posmodernidad (Ulmer, 1985). El arte y la literatura modernos arrastraban, en términos generales, una idea de progresividad en tanto estaban montados en una plataforma de novedad y ruptura, y a partir de esto, establecían una posición crítica relativamente estable (la de interpretar las transgresiones, la de establecer un sentido de la novedad, la de educar). Las artes contemporáneas, renuentes a esta formulación temporal y a muchas de las categorías tradicionales, han puesto en crisis aquella posición y han dificultado la perspectiva de la crítica. Poscrítica es, entonces, el nombre de un conjunto de prácticas de apreciación y de lectura en los que los poderes de la crítica están puestos en cuestión. Dicho de otro modo, la poscrítica es una crítica en estado de crisis.
En los últimos años, surgieron nuevos pensamientos sobre la poscrítica, atados no ya a la problemática de la posmodernidad, sino a debates sobre la cultura y la temporalidad contemporáneas. Surgidas principalmente en Alemania, Bélgica y Francia en la década de 2010, las intervenciones de numerosos filósofos y ensayistas (Armen Avanessian, Johan Faerber, Laurent de Sutter y Emmanelle Coccia y otros) han renovado las interrogaciones sobre la función de la crítica (De Sutter, 2021). En términos generales, estas voces objetan el lugar institucionalizado, asimilado y conformista alcanzado por la crítica en el presente. Los programas educativos y culturales y los medios de comunicación apelan continuamente al ideal de pensamiento crítico para cooptar sus poderes legitimadores, aunque solo proveen de formas atenuadas o vacías de la crítica. Junto con esto, la aparición de Internet y la cultura digital transformó de forma radical las condiciones de circulación y recepción de los bienes artísticos. Muchos de los productores se relacionan directamente a través de las plataformas con el público, que responde –interviene, opina, reproduce– a los contenidos sin mediaciones. De modo que el lugar del crítico como intermediario de la obra se debilita. Según estos planteamientos, la responsabilidad de este desdibujamiento no puede adjudicarse a los cambios que introdujeron las tecnologías digitales, sino a las incapacidades de la crítica para actualizarse. Además de la circulación de valoraciones ligadas al mercado, una porción considerable del ejercicio crítico –ya académico, ya mediático– reitera categorías obsoletas o acuden a comentarios superficiales. La nueva ola poscrítica, así, invoca a una metamorfosis crítica, o mejor aún, a una aceleración del impulso crítico. Ante todo, se requiere recuperar la pregunta, de raíz kantiana, por el presente. La crítica está atada a su contemporaneidad: lee lo contemporáneo y, en relación con ello, reinventa las categorías que ayudan a pensar este plano. Antes que ubicar corrientes, géneros o influencias, la crítica debe escudriñar en aquello “impensado” en las artes, problematizar las tramas temporales en las que ellas se ubican, mostrar y reflexionar sobre su desfase conceptual. Sin la promesa de un futuro progresivo y sin el gesto prescriptivo, la poscrítica (o, acaso, una nueva posición de la crítica) no solo está atenta al presente, sino que es activamente consecuente con la complejidad del mundo contemporáneo.
Barthes, R. (2014 [1966]). Crítica y verdad. México: Siglo XXI.
— (2009). “La muerte del autor”. En El susurro del lenguaje (pp. 67- 71). Barcelona: Paidós.
Butler, J. (2002). “What is Critique? An Essay on Foucault’s Virtue”. En David Ingram (ed.), The Political: Readings in Continental Philosophy (pp. 212-226). Londres: Basil Blackwell.
De Sutter, L. (ed.) (2021). Poscrítica. Buenos Aires: Isla Desierta.
Foucault, M. (1986 [1976]). Historia de la sexualidad. 1- La voluntad de saber. México: Siglo XXI.
— (2018). ¿Qué es la crítica?, seguido de La cultura de sí. Buenos Aires: Siglo XXI.
Kant, I. (2013). Contestación a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración? Buenos Aires: Taurus.
Ulmer, G. (1985). “El objeto de la poscrítica”. En Foster, H. (ed.), La posmodernidad (pp. 125- 163). Barcelona: Kairós.
Williams, R. (2003). Palabras clave. Un vocabulario de la cultura y la sociedad. Buenos Aires: Nueva Visión.
Ver también
Ciberliteraturas, Individuación, Libro expandido / libro objeto, Música fragmentaria, Poéticas de los márgenes urbanos, Poscolonial (literatura), Poshumanidades, Posmodernidad, Tecnopoéticas, Transmedia, Vanguardia
Investigador independiente
Los derechos humanos representan una categoría discursiva jurídico-política de defensa de valores. Está vinculada a series de prácticas organizacionales caracterizadas por su propensión a la universalidad y la ocupación del máximo rango jerárquico posible en las fuentes de derecho aplicables. Esto ocurre al contrastarse con otras formas y discursos de defensa de valores por medios jurídicos institucionalizados dentro de ámbitos estatales o interestatales, o mediante prácticas de confrontación política en otros espacios sociales (Soltonovich, 2012).
Derivados de la situación geopolítica de posguerra en la segunda mitad del siglo XX, los derechos humanos se articularon en un catálogo de compromiso entre formaciones políticas formalmente diferentes, pero aspiraban a representar los máximos valores de la modernidad occidental orientados por los principios generales de igualdad formal y bienestar económico. De estas condiciones iniciales se sucede una evolución histórica en dos ámbitos vinculados pero diferenciados. En primer plano, se instaló en los ámbitos nacionales de manera irregular, en la vinculación de este catálogo con el derecho interno, por una parte, y también en los internacionales, por otra parte, en su condición de sustrato para la evaluación de las prácticas geopolíticas (Soltonovich, 2017). En un segundo plano, no necesariamente menos significativo, la noción de derechos humanos adquirió paulatinamente cierta capacidad de legitimación discursiva para prácticas sociopolíticas de reclamo y confrontación de intereses ajenas a los usos específicos de la categoría en el orden jurídico-político (Restrepo Domínguez, 2006).
En esta doble evolución se presenta la relevancia de la categoría como un eje importante para la comprensión tanto de las prácticas jurídico-políticas nacionales y geopolíticas como de su necesaria crítica. Porque de su matriz se desprenden tanto condicionamientos hacia las formas en que se defienden los valores contenidos en los catálogos normativos como limitaciones en cuanto a sus alcances temáticos y formales. Por esta razón se captarán como aspectos centrales la crítica de las prácticas y las limitaciones en la aplicación efectiva de los contenidos de esta categoría (Fariñas Dulce, 2004).
Dos demarcaciones fundamentales subyacen en la propia formulación nominal de la categoría. En primer lugar, se trata de “derechos” por cuanto responden a un modelo de asignación de cualidades, prerrogativas y responsabilidades que se asignan a título personal. Construyen una serie de figuras jurídicas de las cuales pueden predicarse tanto aspiraciones legítimas como obligaciones irrenunciables. En este sentido, se presentan en términos de una relación recíproca, aunque asimétrica, entre personas jurídicas, individuales o colectivas, con un determinado conjunto de organizaciones reunidas en torno al estado y al gobierno. A través del análisis de su exposición y praxis, se constata que el estado nacional, comprendido en la forma moderna del control territorial y de la gestión poblacional, es el sujeto principal aludido por la categoría. Esta condición es importante por cuanto los derechos humanos, una vez introducidos en las fuentes del derecho práctico, no solo contribuyen a determinar reacciones jurídicas, sino que también tienden a orientar y dan marco a series amplias de políticas públicas, como así también a las prácticas sociales resultantes de la aplicación de cualquier política de amplio alcance, sea estatal, gubernamental o corporativa (Monnier, 1995). En segundo lugar, esa caracterización como derechos “humanos” hace referencia a la pretensión de universalidad y horizonte último de cualquier catálogo o sistema de derechos admisible en el ámbito internacional (Herrera Flores, 2000). En términos genéricos e inespecíficos, supone que es aplicable a cualquier persona jurídica compuesta por un ser humano o un conjunto de ellos, lo cual incluye a personas de cualquier condición social, étnica o jurídica sin excepción. Puede expresarse, en forma adicional, que en las formulaciones históricas originales el término “derecho” (Ius) en tanto ejercicio de justicia (Iustitia), se expresaba cabalmente en una defensa ideológica de la desigualdad, por cuanto era comprendido como la asignación de privilegios y obligaciones que “correspondieran” a cada persona según su condición social o natural asignada (Soltonovich, 2012).
Al margen de esta relocalización ideológico-política del concepto de derecho, la condición adaptada de universalidad de los derechos humanos deriva en la primera limitación en las prácticas jurídico-políticas asociadas a la categoría. Porque, en la práctica efectiva de los sistemas jurídicos, los derechos asignados a las personas jurídicas permiten a los operadores habilitados resolver los conflictos mediante la confrontación de sus contenidos, a partir de la cual se toman decisiones autoritativas en términos de prácticas obligatorias subsiguientes, amparadas y reforzadas por la legitimidad atribuida al monopolio de la violencia concentrado en los aparatos estatales (Fariñas Dulce, 2004; Pérez Royo, 1996). Pero de la colisión de dos derechos que no pueden jerarquizarse recíprocamente, como ocurre con dos derechos humanos cualesquiera, no puede extraerse ninguna resolución que no pueda considerarse lesiva para una o ambas partes. Esta es la razón principal por la cual los derechos humanos muestran escasa eficacia en el desarrollo efectivo de las prácticas jurídicas en el ámbito interno, en donde los procedimientos judiciales resuelven de una u otra forma los conflictos de manera más o menos consistente, pero tendiendo primero a preservar la integridad y eficacia relativa del propio sistema judicial. Esta limitación se comprende mejor al analizar el contexto histórico de aparición y difusión de la categoría. Por otro lado, y esta es una limitación que sufre el sistema legislativo-judicial en su conjunto cuando se basa en un sistema jerárquico de derechos, la resolución de conflictos como confrontación de partes reduce indebidamente la consideración de los alcances sociales o estructurales de los mismos, deteriorando la capacidad general del sistema de responder a demandas o problemas sociales de mayores dimensiones (Soltonovich, 2012).
La salida de la Segunda Guerra Mundial hacia un sistema internacional signado por la bipolaridad de las potencias vencedoras dejó al descubierto aspectos importantes que afectaron a las instituciones a escala global, aunque de manera incompleta. Al mismo tiempo, reveló las insuficiencias del sistema pretérito y sus instituciones, como la Liga de las Naciones o los Convenios de Ginebra, signado por la desintegración paulatina del imperialismo decimonónico.
De estas condiciones surgieron organizaciones e instituciones internacionales orientadas a ordenar las relaciones entre naciones y bloques de naciones, cuyas principales expresiones jurídico-políticas fueron la creación de la Organización de las Naciones Unidas y la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Estas instituciones se orientaron, en consecuencia, a las prácticas estatales e interestatales, más que a la regulación de las condiciones de vida de poblaciones concretas. Por eso podían permitirse, en su catálogo de valores y en sus prescripciones generales, presunciones de funcionamiento sociopolítico que en la práctica eran difíciles de alcanzar en las condiciones efectivas que se presentaban en cada país y región.
A eso se adiciona que, por causa de la debilidad y labilidad de los acuerdos alcanzados, en ningún momento se intentó prescribir un modo específico de adaptación del derecho interno, dejando un amplio espectro de acción a los estados nacionales al respecto, lo cual redundó en una debilidad permanente de la categoría en su aplicación práctica, por cuanto cada estado, en especial aquellos que ocupaban posiciones dominantes en el plano internacional, adaptaron el uso de la categoría a sus propios intereses geopolíticos antes que intentar utilizarlos como parámetros para su funcionamiento interno. En consecuencia, el conjunto de las instituciones ligadas posteriormente a la aplicación de la categoría (organismos regionales de apelación, tribunales especiales, cuerpos de investigación e información), a pesar de su presunta prelación jurídica y legislativa, se vieron igualmente debilitadas en su capacidad práctica porque el derecho interno y las organizaciones locales continuaron mostrando prevalencia y supremacía de acción (Soltonovich, 2017).
Entre los aspectos que pueden destacarse para explicar los límites a las pretensiones generales de las instituciones vinculadas exclusivamente a los derechos humanos se encuentran, en primer lugar, su marcado etnocentrismo, circunscripto a las prácticas, expresiones formales y expectativas de funcionamiento de los estados europeos modernos. Esto incluye una jerarquía de valores centrada en la experiencia individual y modos organizacionales reglados por la existencia de una administración estatal centralizada. A su vez, esto supuso la imposición hegemónica a escala global de prácticas políticas e ideológicas que terminaron por reforzar la ya predominante cultura política eurocéntrica, que continuó y acentuó el proceso de expansión política y demográfica iniciado en el siglo XVI. En segundo lugar, debe considerarse su centro axiológico en la igualdad jurídica formal, omitiendo las singularidades sociales derivadas de las asimetrías económicas y políticas efectivas. La principal consecuencia es la inexistencia, en la práctica, de previsiones para avanzar en términos de igualdad económica o política real lo cual, ciertamente, los sistemas sociales predominantes no podían permitirse sin atacar sus principios generales de funcionamiento, fueran estos los del estado centralizado de orientación socialista o los del estado articulado con una estrategia expansiva de libre mercado, sustentado en la asimetría de la propiedad de los medios de producción. En tercer lugar, hay que mencionar el marcado aunque silente androcentrismo que se encuentra imbuido en los discursos y las prácticas de estas instituciones. En este aspecto, el carácter “universal” de las instituciones propuestas persistieron en ignorar la asimetría fundamental de los sistemas jurídico-políticos hegemónicos en relación con el sexo y el género, incluso omitiendo la crítica contemporánea a estas categorías. Por último, el eje pragmático general de estas instituciones se orientó por la posibilidad de establecer bases para un sostenido crecimiento económico en un contexto de confrontación relativamente pacífico. Este aspecto tuvo dos consecuencias importantes: por una parte, al restringir a las grandes potencias militares y económicas la posibilidad de enfrentarse entre sí de manera directa –lo cual dio nacimiento, por ejemplo, a los conceptos de “bipolaridad” y de “Guerra Fría”– tendió a la difusión de conflictos bélicos de variada intensidad en toda la periferia del sistema. Mientras Europa, Norteamérica y los países agrupados por el Pacto de Varsovia vivían en relativa calma, el resto del mundo se vio agitado por recurrentes conflictos que terminaron por acentuar las asimetrías sociales, políticas y económicas respecto de las potencias centrales. En este aspecto es claro el papel cumplido por un organismo estratégico: el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Por otra parte, el eje puesto en la expansión económica relegó toda posibilidad de regular los vínculos entre el creciente sistema económico mundial y la diversidad de los ecosistemas sobre los cuales el sistema se sustenta, agudizando y profundizando el problema de la sustentabilidad de ese mismo sistema mundial y generando crecientes problemas de inestabilidad ambiental.
Estos cuatro aspectos redundaron en la necesidad de crear organizaciones e instituciones derivadas referidas a derechos, por ejemplo, del trabajo, la mujer, la cultura, el medioambiente o la niñez, cuyos contenidos no complementan en forma pacífica y ordenada la Declaración Universal de Derechos Humanos, puesto que resultan frecuentemente antagónicas tanto en jerarquía jurídica como en términos de competencia por los recursos y las políticas públicas, lo cual, a su vez, tiende a limitar recíprocamente su eficacia jurídico-política (Rabossi, 1998). Esto incide en un beneficio inequívoco para el mantenimiento del statu quo y la defensa de los intereses predominantes en espacios sociales, políticos y económicos, sometiendo a las intenciones progresivas que pueda tener cada convenio o resolución a la mera declaración o a una lentitud que permite a los intereses predominantes adaptarse a nuevas condiciones, antes que a debilitar poder o limitar su intervención lesiva en los procesos sociales.
Como consecuencia de este modo general de funcionamiento, tanto desde los organismos centrales y originales como desde los subsidiarios y regionales, el ámbito de aplicación del concepto de derechos humanos quedó, por una parte, restringido a la periferia de los sistemas jurídicos nacionales en muchos casos, a la vez que, por otra parte, trascendió del ámbito meramente jurídico cuando se trató de establecer ciertos intereses de confrontación con prácticas jurídico-políticas que impactaban sobre el modo en que las políticas públicas afectaban y afectan a procesos poblacionales de amplio alcance (Restrepo Domínguez, 2006). De esta manera, la categoría de derechos humanos ganó utilidad para la confrontación en términos de ocupación de espacios significativos en la agenda política y social de los gobiernos cuando los reclamos sociales eran de dimensiones considerables y llegaron a representar una amenaza para la estabilidad del sistema. Es en este sentido que la categoría posee cierta capacidad de ofrecer legitimidad a los discursos con indiferencia de que los valores defendidos se encuentren o no en el catálogo original, que es en sí mismo amplio y sumamente poroso, de manera que sus conceptos presentan una amplia variedad de interpretaciones posibles. Como consecuencia, dos posiciones políticas completamente antagónicas pueden recurrir con idénticas pretensiones de validez al mismo “derecho humano” lo cual, en última instancia, deja librada la resolución del conflicto a una relación histórica de fuerzas que refleja muy poco del presunto carácter universal y general de los derechos humanos (Habermas, 2000).
Por estas razones también los derechos humanos no se circunscriben en su dominio o disciplina únicamente al derecho, sino que atraviesan territorios disciplinares propios de la sociología, la politología o la antropología en el terreno analítico, pero también a algunos como la educación o la salud en sus ámbitos de aplicación. Por esta razón se encuentran reflexiones al respecto desde un amplio espectro de perspectivas: cualquier avance técnico, cualquier nueva perspectiva o práctica tecnológica de cualquier campo es pasible de ser considerada según su capacidad efectiva o presunta de afectación de derechos humanos (Herrera Flores, 2000).
Con el desarrollo del proceso de transnacionalización productiva y globalización, estas condiciones se acentuaron, pero, paradójicamente, esto no supuso una expansión generalizada del uso de la categoría. Por una parte, la capacidad jurisdiccional y facultativa de las organizaciones de derechos humanos no ha ganado capacidad de intervención o siquiera de condicionamiento frente a los estados nacionales (Santos, 1998). Las resoluciones de los tribunales o comisiones internacionales de derechos humanos tienen generalmente menos impacto en la vida de las poblaciones que las de organizaciones económico-políticas, como las de la Organización Mundial del Comercio (OMC), el Fondo Monetario Internacional (FMI) o las sanciones impuestas por países o bloques de países, en donde no necesariamente es la declaración universal de derechos humanos la plataforma discursiva de acción (Herrera Flores, 2000). Desde de la ruptura del orden bipolar al menos, en la década de 1990, otros discursos de legitimación de valores han venido compitiendo con bastante éxito con el de los derechos humanos: el discurso nacionalista o el de la seguridad han sido con frecuencia más eficientes a la hora de determinar políticas exteriores de los estados, mientras que discursos específicos sectoriales, económicos o culturales se han esgrimido con mayor eficacia que el de los derechos humanos en los conflictos internos por la configuración de la agenda política o de las políticas públicas (Fariñas Dulce, 2004).
El caso es que la debilidad relativa del discurso de los derechos humanos se sostiene todavía en su dependencia de los intereses geopolíticos predominantes, por una parte, y sus dificultades para integrarse a las fuentes legales y procedimientos jurídicos estatales, por otra parte (Herrera flores, 2000; Pérez Royo, 1986). Respecto de la primera debilidad puede destacarse que ni siquiera ha competido con clara ventaja con discursos y prácticas como las del derecho internacional humanitario ni se ha instalado como principio rector en la totalidad de la agenda de la propia organización de naciones unidas y sus instituciones subsidiarias en materia de salud, educación, alimentación, lucha contra la desigualdad étnica o de género, acceso a la justicia o sustentabilidad ecológica y viabilidad medioambiental. Respecto de la segunda, debe destacarse también la desigual capacidad de los sistemas jurídicos para incorporar la categoría. Mientras que en algunos, como los derivados del constitucionalismo francés, puede incorporarse a las fuentes del derecho con facilidad, en otros muchos casos, como cuando rigen constituciones abiertas o leyes orgánicas, es mucho más difícil esta asociación y, en ambos casos, se presentan las dificultades en el terreno jurisprudencial al llegar al punto de resolver cuestiones concretas, tanto por la necesidad de resolver de manera eficaz como por la intervención de intereses corporativos en relaciones de fuerza altamente asimétricas.
Transcurridos setenta años desde su instalación en el panorama internacional e incluso considerando éxitos puntuales, el futuro de la categoría, tal como se encuentra formulada y aplicada, no es particularmente claro ni auspicioso. Tampoco es indiscutible que, en su forma presente, su hegemonía fuera deseable. Ciertamente que la incapacidad de la categoría para robustecerse y afianzarse es un reflejo de la inestabilidad subsistente en el conjunto de los sistemas internacionales de regulación y control de conflictos, de tal modo que una mera revisión de su letra, orden y contenidos axiológicos no redundaría en una mejora de sus condiciones y perspectivas. Como producto de una determinada articulación histórica, su pretensión de universalidad es patentemente ideológica, de modo que nada indica de sus posibilidades reales de expansión, ni tan siquiera de subsistencia. Toda perspectiva crítica debe, en consecuencia, continuar observando y anotando los límites y condicionamientos del discurso y sus prácticas asociadas, de tal manera que pueda servir a los objetivos de alcanzar y conservar un estado de justicia sustentado en la igualdad real, a riesgo de ser reemplazado por otra fuente de legitimación de intereses. Si los derechos humanos, los actores y organizaciones que con ellos operan, no comienzan a dar respuesta a los problemas persistentes, emergentes y concurrentes que en materia de problemas sociales y ambientales son parte de nuestro tiempo, se enfrentarán seguramente con su propio fracaso, el olvido y la desaparición.
Fariñas Dulce, M. J. (2004). Globalización, Ciudadanía y Derechos Humanos. Madrid: Dikynson.
Habermas, J. (2000). Facticidad y validez. Trad. M. Jiménez Redondo. Valladolid: Trotta.
Herrera Flores, J. (2000). “Hacia una visión compleja de los derechos humanos”. En VV.AA. El Vuelo de Anteo. Bilbao: Desclée de Brower.
Monnier, E. (1995). Evaluación de la acción de los poderes públicos. Trad. Ma. V. López Paños. Madrid: IEF/MEH.
Pérez Royo, J. (1986). Las fuentes del derecho. Madrid: Tecnos.
Rabossi, E. (1998). “Las generaciones de derechos humanos: la teoría y el cliché”. Dossier: protección internacional de los derechos humanos. Lecciones y ensayos. Nº 69-71.
Restrepo Domínguez, M. H. (2006). Teoría de los derechos humanos y políticas públicas. Colombia: UPTC.
Santos, B. de Sousa (1998). La globalización del derecho. Trad. César Rodríguez. Colombia: ILSA.
Soltonovich, A. (2012). Café para todos: valores, derechos y democracia. Saarbrücken: Editorial académica española.
— (2017) Oscura trinidad: crítica general de la democracia formal. Buenos Aires: Entalpía.
Ver también
Autonomía, Cosmopolítica, Dignidad, Emancipación, Individuación, Feminismos, Legalización, Multitud, Poshumanismo, Seguridad jurídica
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0003-0898-2806
La palabra desarrollo deriva de desenrollo/desenrollar; rollo, del latín rota (rueda) (Corominas, 1987: 515, 610-611). En otras lenguas europeas, el morfema sustantivo remite a envoltura; en castellano existe, por cierto, la voz desenvolvimiento (se aprecia el nexo con la voz latina evolutio). Desenrollar, desenvolver y desarrollar, son verbos que pueden implicar una faceta teleológica, aludiendo a algo que se despliega hacia su supuesta plenitud. Dicho rasgo acerca al término a otros como maduración, crecimiento, progreso y, por supuesto, evolución.
Cabe detectar antecedentes de la idea del despliegue hacia una plenitud o perfección en el pensamiento de la antigua Grecia. Por ejemplo, en Aristóteles, en su distinción entre lo actual y lo potencial, o en la acuñación de un término como entelequia (ἐντελέχεια), forjado al parecer sobre la base de la expresión “poseer perfección”, lo que remite más al “acto en tanto que cumplido” que a “la actividad implicada” (Ferrater Mora, 1994 II: 1025ss.). Seguramente existen nociones análogas en otras culturas.
Considerar el debate sobre el carácter transitivo del verbo “desarrollar”, y sobre si dicha característica se modificó en algún momento y de qué manera, es estimulante. ¿Es el desarrollo, a diferencia de la evolución o del progreso, algo “hecho activamente” por los seres humanos? ¿Siempre se lo concibió así, o comenzó a suceder a partir de cierto momento? (cf. Koponen, 2019).
Más que a la condición o al estado, el sustantivo desarrollo parece aludir al proceso, a la distancia recorrida, al esfuerzo realizado. Para hacer referencia a la condición o al estado, suele acudirse al participio: desarrollado/a. Una entidad, una sociedad o un individuo desarrollado sería más pleno que uno/a que todavía no lo está y esto se acerca bastante a la acepción original de entelequia. Por lo demás, al menos en castellano, resulta posible decir: desarrollarse (también es aceptable decir modernizarse). Más difícil es aceptar variantes como evolucionarse, crecerse o progresarse. En cuanto al participio, funciona con desarrollo y evolución, no así con progreso. Los matices y flexiones poseen significación política: ¿los avances son pensados como lineales o como discontinuos?, ¿cuál es el papel de la voluntad de la entidad implicada?, ¿se puede “desarrollar” a otros? Por supuesto, las respuestas a estas cuestiones están menos en la etimología de las palabras que en sus usos histórico-concretos.
En la Introducción al Diccionario histórico de conceptos político-sociales básicos, que dirigió junto con Werner Conze y Otto Brunner, Reinhart Koselleck sitúa al término desarrollo entre las expresiones que, a partir del “periodo bisagra” [Sattelzeit], pasaron a “articular el tiempo histórico mismo”. De acuerdo con Koselleck, entre mediados del siglo XVIII y mediados del siglo XIX no solamente aparecieron conceptos nuevos, sino que algunos preexistentes se transformaron. “Revolución”, “progreso ilimitado”, “historia por antonomasia” y “desarrollo” (entendido “reflexivamente”) se cuentan entre ellos. Son conceptos caracterizados por determinaciones temporales: vinculan “experiencias y “significados procesuales”, “articulando” el “tiempo histórico mismo”.
Inspirado en la propuesta de Koselleck, Cristophe Bouton (2019) examina la historia del concepto de desarrollo como un ejemplo de “transferencia” del tiempo biológico al tiempo histórico. Centrándose en el caso alemán, detecta un “primer uso” como traducción del latín evolutio. De acuerdo con este autor, hasta el siglo XVIII el término no recibe, al menos en lengua alemana, un significado abstracto, sino que denota la actividad de descomponer cierto contenido en varios puntos (un poema desarrolla un personaje; se desarrolla un pensamiento, etcétera). Michael Inwood (1992: 79ss.) recuerda que, además de aplicarse a la actividad lógica de desplegar o explicar un concepto (su contenido, alcances, relaciones), el término se empleaba para expresar la concepción neoplatónica del universo, en la cual el mundo era considerado autodespliegue o autodesarrollo de dios.
Bouton recuerda que, a mediados del siglo XVIII, el concepto comenzó a emplearse en el ámbito de la biología, todavía en el contexto de la teoría de la preformación, que entonces gozaba del favor de la Iglesia (antes de la conclusión del siglo, esa teoría empezó a ser sustituida por el enfoque epigenético). Recién hacia 1770 el término comenzó a aplicarse a la esfera política y social y, en particular, a la filosofía de la historia. Siguiendo a Wieland, Bouton indica que, en esos años, predominaban dos rasgos clave: continuidad (desarrollo/evolución contrapuestos a revolución) y automaticidad (desarrollo como algo que “sucede” y no como algo “factible” de “ser producido”).
Inwood recuerda el rechazo por Hegel de la teoría de la preformación, antes defendida por Leibniz y otros. En Hegel, lo potencial involucra una contradicción y un impulso de desarrollo, aspectos estos que se vinculan con su concepción de la dialéctica y el proceso triádico. Pero, para Hegel, el desarrollo es un asunto que concierne a la mente o al espíritu (tanto en sentido general como individual) y no a la naturaleza, que a su juicio no evoluciona ni se desarrolla. Es el desarrollo del espíritu el que está marcado por una “dura y obstinada lucha” consigo mismo, mediada por la conciencia y la voluntad libre. Bouton destaca que, al aplicar la categoría de desarrollo a la historia, Hegel le dio un significado diferente al que tenía en el ámbito de la biología, y abrió el espacio para tematizar la acción colectiva y la revolución con su “discontinuidad creativa”. Bastante de esto pervivió en Marx: de acuerdo con Bouton, en su obra, el desarrollo, antes que contraponerse a la revolución, aparece como su condición. Entre los varios empleos del término identificables en Marx, destaca aquel que alude al “desarrollo histórico”: cambios graduales e inevitables que desembocan en el conflicto entre fuerzas productivas y relaciones de producción y, así, en situaciones de crisis y revolución –de ahí que se hable de desarrollo capitalista o desarrollo del capitalismo—.
También inspirado en el enfoque koselleckiano, Juhani Koponen (2019) llama la atención sobre tres cuestiones importantes. En primer lugar, la contribución crucial del colonialismo europeo a la historia del término y sus modulaciones. Refiriéndose no a la experiencia ibérica sino a la inglesa, la francesa y a la (más tardía) alemana, Koponen consigna que en la experiencia colonialista hubo prácticas que podrían ubicarse bajo el paraguas del desarrollo. Aunque no se pronunciara la palabra, había otras parecidas: improvement, en inglés; mise en valeur, en francés; en su momento, los alemanes llegaron a enmarcar sus actividades en África en términos de Entwicklung. Para Koponen, la explotación y el desarrollo coloniales constituyen una “unidad dialéctica”. En segundo lugar, los antecedentes del desarrollo en la Europa decimonónica. Siguiendo a Cowen y Shenton, recuerda que el concepto enraizó en las angustias asociadas a las consecuencias del temprano capitalismo industrial (en un amplio arco que va desde el positivismo francés hasta los socialistas fabianos, pasando por el intervencionismo económico de un Friedrich List). Desde esta perspectiva, el desarrollo se concibe como un cambio evolucionario pacífico guiado por la acción humana consciente y, por tanto, como un concepto distinto y contrapuesto a la revolución y al progreso. En tercer lugar, el alcance del “momento Truman”. Koponen admite que, a partir del discurso de 1949, el desarrollo fue tan remodelado que de alguna manera “nació de nuevo”. Sin embargo –prosigue–, esa sola intervención no habría sido capaz de llevar las cosas hasta ese punto; el hecho clave fue el compromiso de los líderes afroasiáticos –también, cabe agregar, de los latinoamericanos, ausentes en la argumentación del autor–, quienes, silenciando a los vacilantes, se apoderaron del término para sus propios fines, asociándolo con el progreso. En función de esta convergencia, el desarrollo quedó eventualmente desvinculado del colonialismo y de la explotación para volverse un ideal en sí mismo, una suerte de “fe global” (Rist, apud Koponen), lo que dio lugar al “complejo desarrollista”.
Como es sabido, el origen de las ciencias sociales está indisolublemente ligado al afán de dar cuenta de las causas, características y consecuencias de la gigantesca transformación abierta por la doble Revolución –industrial y política—. A lo largo de dicho proceso, fueron apareciendo términos muy próximos a desarrollo que enriquecieron el campo semántico de la reflexión sobre el cambio: industrialización, innovación, racionalización, modernización, entre otros. Cualquier aproximación rigurosa a la historia del concepto debe atender, pues, tanto a la semasiología como a la onomasiología. La pregunta sobre los “orígenes” (y el desarrollo) del capitalismo es central aquí. A este respecto no puede dejar de mencionarse a Werner Sombart y, por supuesto, a Max Weber, en cuyo horizonte de reflexión despuntó la interrogación sobre la “peculiaridad” social y económica de Occidente, de su específico racionalismo. Un hito en la historia de la reflexión contemporánea sobre el desarrollo es el libro Teoría del desenvolvimiento económico, de Joseph Schumpeter, donde se presenta el concepto de “innovación” como clave explicativa “endógena” de los cambios en la vida económica; también, la idea según la cual el desarrollo tiene que ver menos con un proceso gradual de alteraciones infinitesimales que con perturbaciones que alteran cualitativamente los equilibrios establecidos: “Agreguemos sucesivamente todas las diligencias que queramos, y no formarán nunca un ferrocarril”, escribió. En los años previos a la Primera Guerra Mundial, Schumpeter concibió el “gran proceso social y económico” como una sucesión de mundos que “se hunden y desaparecen” mientras nuevas formas “emergen de continuo”, sin que puedan mentarse fin trascendente alguno.
La comparación histórica sobre los procesos de industrialización, modernización y desarrollo, con sus vocabularios específicos pletóricos de flexiones articuladoras de la temporalidad (entre los cuales destacan transición y revolución), está jalonada por aportes notables a lo largo del siglo XX. Además de los ya indicados, y en conexión más o menos estrecha con ellos, destacan temas como el atraso, las experiencias tardías (Alemania, Japón, la Unión Soviética), las etapas, los brotes, despegues y puntos nodales, el papel del Estado, el lugar del autoritarismo y la democracia.
En América Latina el concepto de desarrollo irrumpió con fuerza en los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial. Existe un consenso pleno entre los especialistas en destacar el papel protagónico de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL): entre otros, los nombres de Raúl Prebisch, Celso Furtado, Osvaldo Sunkel destacan aquí. También Ernesto Guevara habló el idioma del desarrollo; basta recordar su conferencia del 8 de agosto de 1961 en Punta del Este. Otro autor clave es Albert Hirschman: su obra La estrategia del desarrollo económico, publicada en 1958, debe mucho a su experiencia en Colombia. Hirschman abordó con solvencia y creatividad los complejísimos asuntos de las condiciones, recursos, circunstancias, (pre)requisitos, agentes y obstáculos del desarrollo económico.
Eduardo Devés (2003) ha señalado que desarrollo es probablemente el concepto más utilizado dentro del pensamiento latinoamericano desde mediados del siglo XX, siendo acaso el primero cultivado más en conexión con el mundo estadounidense que con el europeo; señaló, también, que poseía un grado bajo de elaboración cuando fue recibido entre nosotros: aquí se reelaboró y se complejizó. Ana Grondona (2020) ha mostrado hasta qué punto y de qué maneras los debates latinoamericanos en torno al desarrollo implicaron una problematización de la relación entre tiempo, política e historia. Más que como algo espontáneo, el desarrollo es algo que requiere diferimiento, intervención activa y estrategia, asumiendo “temporalidades que colisionan”.
La emergencia del enfoque dependentista a mediados de la década de los sesenta no afectó la centralidad del concepto. El debate entre críticos y científicos, entre revolucionarios y reformistas, puso en discusión no tanto la deseabilidad del desarrollo –al que se entendía mayormente como industrialización– como los pasos necesarios para alcanzar esa condición (cf. Solari, Franco y Jutkowitz, 1981). Despuntaron fórmulas orientadas a condensar esas complejidades, acudiendo a alguna conjunción, disyunción o preposición: desarrollo del subdesarrollo; subdesarrollo o revolución (André Gunder Frank); dependencia y desarrollo; desarrollo en el subdesarrollo (Fernando H. Cardoso y Enzo Faletto).
Tras el golpe de Estado que tuvo lugar en 1973 en Chile, el horizonte revolucionario fue dejando el centro de la escena. Pero el término desarrollo, lejos de difuminarse, siguió su camino. A nivel global, inició la senda que conduciría a la acuñación, circa 1990, de las fórmulas “desarrollo sostenible” y “desarrollo humano”, enunciadas desde Naciones Unidas y hoy vigentes. En América Latina circularon fórmulas como “estilos de desarrollo”, “etnodesarrollo”, “transformación productiva con equidad” y otras, cada una con flexiones de interés. Sobre el desarrollo sostenible, los debates sobre la crisis ambiental que despuntaron a nivel global en torno a 1970 cristalizaron en 1987 el documento titulado Nuestro futuro común (conocido también como Informe Bruntland); la sección que abre su primera parte se titula elocuentemente A Threatened Future (“Un futuro amenazado”). Sobre el desarrollo humano ha sido central la obra de Amartya Sen. Más recientemente, Manuel Castells y Pekka Himanen (2014) han trabajado la articulación entre desarrollo "informacional" y desarrollo "humano", colocando en el centro de la reflexión la noción de dignidad ("dignidad como desarrollo").
Desde fines del siglo pasado, se abrió paso una fuerte crítica a la noción de desarrollo. Cabe recordar la entrada “Desarrollo”, firmada por Gustavo Esteva en el Diccionario editado por Wolfgang Sachs (Esteva, 1996), así como el libro de Arturo Escobar (1998). Inspirado en aportes de autores como Michel Foucault y Edward Said, Escobar argumenta que el desarrollo es una formación discursiva consolidada en torno a 1950 y que dio origen a un “aparato eficiente”, capaz de vincular formas de conocimiento y técnicas de poder: “su existencia constituye más un signo de dominio sobre el Tercer Mundo que una verdad acerca de él”. Este autor denuncia el eurocentrismo de la formación discursiva del desarrollo y llama a construir modelos sociales y culturales propios. Quienes no acuerdan con esta crítica aducen que el desarrollo sigue siendo un imperativo insoslayable para nuestros países y que la insistencia en abandonar la noción posee implicaciones cuestionables. Existe también en nuestra historia ideológico-política una importante modulación que invita a desarrollarse con base en el “propio” modo de ser (valores, cultura) (Zea, 2000).
En lo que va del siglo XXI coexisten en América Latina distintas orientaciones ideológico-políticas o configuraciones discursivas acerca del desarrollo (ver Calderón, 2015; Katz, 2016; Svampa, 2016). Esquematizando, cabe distinguir el desarrollo en el neoliberalismo (a), el neodesarrollismo (b) y el pos/alterdesarrollo (c), sin descartar el desarrollo en el socialismo (d), tanto en la vertiente del “socialismo del siglo XXI” (d’), como en la del “ecosocialismo” (d’’). De acuerdo con Kozel y Sili (2021), cada una de esas configuraciones porta una imagen más o menos específica de futuro que, a su modo, contrapuntea con las demás, sin dejar de remitir al par conceptual desarrollo sostenible/desarrollo humano. Aun si es cierto que el horizonte de la industrialización fue perdiendo centralidad en los últimos lustros, las configuraciones a, b y d’ convergen en delinear un horizonte deseable de opulencia generalizada, difiriendo en los acentos colocados en temas como la distribución y la soberanía (incluida la tecnológica) y en las estrategias para acceder al referido horizonte (desregulación; regulación estatal; participación social); por su parte, las configuraciones c y d’’ no se presentan en principio como neoluditas sin más, aunque ponen el énfasis en el principio precautorio y, en general, tematizan la transición hacia un mundo articulado sobre otros principios, en cuya construcción la participación social sería protagonista (Gudynas, 2012; Svampa, 2016).
Atractora de numerosos prefijos y adjetivos, sometida a múltiples presiones y portadora de una rara y exuberante polisemia, desarrollo es una palabra que está lejos de haber perdido centralidad: pese a su saturación –o quizá por ella–, continúa siendo una categoría clave en la articulación de nuestra experiencia de la temporalidad.
Bouton, C. (2019). “From Biological Time to Historical Time: the Category of ‘Development’ (Entwicklung) in the Historical Thought of Herder, Kant, Hegel and Marx”. In Bender, N. & Séginger, G., Biological Time, Historical Time. Transfers and Transformations in 19th Century Literature. Leiden: Brill, pp. 61-76.
Calderón, F. (2015). “Navegar contra el viento… O las perspectivas de América Latina en la era de la información”, en Antología esencial. La Paz: OEP-CLACSO, pp. 57-82 (Tomo I).
Castells, M. y Himanen, P. (eds.) (2014). Reconceptualizing Development in the Global Information Age. Oxford: OUP.
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Kozel, A. y Sili, M. (2021). “New discourses on development in Latin America”, in Bourqia, R. y Sili, M. (eds.) New Paths of Development. Perspectives from the Global South. Basilea: Springer.
Solari, A.; Franco, R. y Jutkowitz, J. (1981). Teoría, acción social y desarrollo en América Latina. México: Siglo Veintiuno/ILPES.
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Zea, L. (2000). Fin de milenio. Emergencia de los marginados. México: FCE.
Ver también
Buen vivir, Dialéctica, Dignidad, Educación para el desarrollo, Equidad intergeneracional, Evolución, Extractivismo, Futuro, Futuro ancestral, Innovación, Revolución, Utopía/distopía, Utopía latinoamericana
Facultad de Derecho, Universidad de Buenos Aires
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
ORCID: 0009-0007-0186-4221
La teoría descolonial es una teoría crítica nacida a fines del siglo XX y a comienzos del XXI en América Latina al calor de las movilizaciones populares y el giro progresista que vivió la región. Fue esbozada inicialmente por una pléyade de pensadores y pensadoras que constituyeron lo que se conoció como el grupo modernidad/colonialidad: Aníbal Quijano, Enrique Dussel, Walter Mignolo, Santiago Castro-Gómez, Catherine Walsh, María Lugones, Zulma Palermo, Nelson Maldonado Torres, Ramón Grosfoguel, Eduardo Restrepo; Agustín Lao Montes, Edgardo Lander, Arturo Escobar y otros (Castro-Gómez y Grosfoguel: 2007: 9-12).
Tal como señalan Eduardo Restrepo y Axel Rojas, el grupo conformó una colectividad de argumentación que plasmó sus elaboraciones en simposios, congresos, encuentros y libros. Construcción coral, las voces que componen la perspectiva descolonial coinciden en ciertos núcleos conceptuales elaborados en un intenso diálogo, aunque también presentan divergencias (Restrepo y Rojas, 2010: 30-36).
A pesar de su novedad, la teoría se nutrió de múltiples antecedentes intelectuales de América Latina y de otras partes del planeta. Entre los más importantes vale la pena destacar: a) la teoría de la dependencia, b) la teoría del sistema mundo de Immanuel Wallerstein, c) el anticolonialismo, d) el pensamiento crítico afrocaribeño, e) la filosofía de la liberación, f) el poscolonialismo y g) el feminismo negro. La perspectiva descolonial abrevó de todas estas vertientes, asumiendo y reelaborando conceptualizaciones previas (Mignolo, 2001: 9-16; Castro-Gómez y Grosfoguel: 2007: 14-19). Figuras como Aníbal Quijano y Enrique Dussel habían sido protagonistas de la teoría de la dependencia y la filosofía de liberación.
Otras corrientes provenientes del mundo occidental también influyeron en el desarrollo del giro descolonial, pero lo hicieron de forma un tanto más compleja. El marxismo, la teoría crítica de Adorno y Horkheimer y el posmodernismo han tenido impacto; sin embargo, muchos autores descoloniales han asumido estas vertientes con “beneficio de inventario”, ya que, a pesar de reconocer sus aportes, han tendido a verlas como críticas internas a la modernidad, ciegas a la problemática colonial. El marxismo en particular ha dividido aguas. Aunque todos rechazan la vulgata dogmática y economicista, algunos –como Walter Mignolo– consideran que el marxismo constituye una filosofía radicalmente eurocéntrica, mientras que otros –como Enrique Dussel y Aníbal Quijano– rescatan la obra de Marx, entendiendo que a pesar de ciertas limitaciones iniciales hizo enormes aportes al pensamiento crítico del Sur global.
Una serie de conceptos fundamentales estructuran la teoría descolonial. El primero de ellos es modernidad colonialidad (M/C). Para estos autores la modernidad no es una etapa histórica que comienza en la Europa del siglo XVIII y que implica un proceso de creciente emancipación social, política, cultural y económica, concretada a través de sucesos como la Revolución industrial, la Revolución estadounidense, la Revolución francesa, etc., ni, mucho menos, un proceso iniciado en Europa que se expandió positiva y progresivamente por el mundo. A su juicio, esta es una lectura hegemónica, eurocéntrica y falaz. Siguiendo las propuestas de Enrique Dussel, consideran a la modernidad como un proceso global que comenzó en el siglo XV con la expansión ultramarina europea y la conquista de América y que implicó la conformación de un sistema mundo moderno/colonial, en el cual Europa fue el centro; y el resto de los pueblos, sus colonias o semicolonias (Dussel, 2000: 27-28).
Asimismo, los autores descoloniales destacan la existencia de dos modernidades. La primera, hegemonizada por España y Portugal, se extendió del siglo XV al XVII. La segunda, liderada inicialmente por Inglaterra y Francia y luego por Estados Unidos, comenzó en el siglo XVIII. Más allá de sus diferencias, ambas modernidades se basan en una lógica común: la dominación de Europa y Estados Unidos en el sistema mundo moderno/colonial (Restrepo y Rojas, 2010: 84). De acuerdo con Aníbal Quijano:
La modernidad como categoría se acuña (…) en Europa y particularmente en el siglo XVIII. Empero fue una resultante de un conjunto de cambios que ocurrían a la totalidad del mundo que estaba sometido al dominio europeo, desde finales del siglo XV en adelante. Si la elaboración intelectual de estos cambios tuvo en Europa como su sede central, eso corresponde a la centralidad en esa totalidad, a su dominio. Esa nueva totalidad histórica en cuyo contexto se produce la modernidad, se constituye a partir de la conquista e incorporación de lo que será América Latina al mundo dominado por Europa. Es decir, el proceso de producción de la modernidad tiene una relación directa y entrañable con la constitución histórica de América Latina. (1988: 10-11)
Discutiendo con la interpretación tradicional, los autores descoloniales advierten que, lejos de ser un proceso de emancipación creciente, la modernidad tuvo y tiene un lado oculto, de dominación, al que denominan colonialidad. De allí que se refieran a ella como M/C, siendo la barra la representación gráfica con la que buscan visibilizar el aspecto ocluido de la modernidad (Mignolo, 2000: 35; Restrepo, Rojas, 2010: 17). Así, como el dios Jano, la modernidad es bifronte: posee una dimensión emancipatoria para una minoría (europeos y europeodescendientes) y otra de dominación para la mayoría global (pueblos periféricos y racializados). Enrique Dussel ha planteado de manera pionera las bases de esta conceptualización con su crítica a lo que ha llamado el mito de la modernidad:
Si la Modernidad tiene un núcleo racional ad intra fuerte, como “salida” de la Humanidad de un estado de inmadurez regional, provinciana, no planetaria; dicha Modernidad, por otra parte ad extra, realiza un proceso irracional que se oculta a sus propios ojos. Es decir, por su contenido secundario y negativo mítico, la “Modernidad” es justificación de una praxis irracional de violencia. (Dussel: 2000: 29)
Es preciso distinguir entre colonialismo y colonialidad. Si el primero implica la simple dominación de un pueblo por sobre otro, el segundo busca dar cuenta de un fenómeno más complejo y profundo. La colonización sienta las bases de la colonialidad, pero, una vez que el colonialismo concluye, la colonialidad continúa en el tiempo: es un fenómeno de carácter estructural, una lógica de dominación que excede al colonialismo. Por ello, según el grupo M/C, a pesar de que América Latina, África y Asia alcanzaron su independencia en los siglos XIX y XX, la colonialidad persiste hasta el día de hoy. Asimismo, advierten que la colonialidad no es algo accesorio ni transitorio, sino constitutivo de la modernidad (Mignolo, 2000: 37).
A partir de esta conceptualización, Aníbal Quijano plantea la noción de “colonialidad del poder”:
El poder es un espacio y una malla de relaciones sociales de explotación/dominación/conflicto articuladas, básicamente, en función y en torno de la disputa por el control de los siguientes ámbitos de existencia social: 1) el trabajo y sus productos; 2) […] la naturaleza y sus recursos de producción; 3) el sexo, sus productos y la reproducción de la especie; 4) la subjetividad y sus productos materiales e íntersubjetivos, incluido el conocimiento; 5) la autoridad y sus instrumentos, de coerción en particular, para asegurar la reproducción de ese patrón de relaciones sociales y regular sus cambios. (Quijano, 2007: 96)
Esquemáticamente, la colonialidad del poder implica la existencia de un patrón global surgido a partir de la conquista de América, donde Europa ocupa el lugar central y las otras partes del globo se integran de manera subalternizada, a partir de la hegemonía del capitalismo por sobre otras formas de explotación económica (que no desaparecen, sino que se entrelazan con aquel) y del racismo (forma de dominación y jerarquización entre los pueblos). Capitalismo y racismo son dos de los ejes centrales de la colonialidad del poder y constituyen el núcleo del sistema mundo moderno/colonial (Quijano, 2007).
Otros autores han planteado conceptos derivados de la colonialidad del poder. “Colonialidad del saber” es una noción elaborada por Walter Mignolo y Santiago Castro-Gómez, haciendo referencia a la dimensión epistémica de la colonialidad. En su opinión, el patrón global del poder también ha establecido jerarquías culturales y epistemológicas. Si en la primera modernidad la medida estaba dada por la religión cristiana, en la segunda lo estaría por la ilustración y el pensamiento científico (Mignolo, 2010). Para Castro-Gómez, la segunda forma de subalternización inicia en el siglo XVII, con René Descartes; cuando Descartes postula su concepción de la ciencia y la filosofía como un conocimiento objetivo, abstracto, matemático, metódico y universal, fundado en la existencia de un ego cogito puro, des-corporalizado y des-territorializado, sienta las bases de la nueva colonialidad del saber, ya que niega la condición de saber a toda forma de conocimiento desprovista de tales características. De esta manera, los pueblos occidentales cayeron en lo que Castro-Gómez llama la “Hybris del punto cero”, o el pecado de la desmesura, cuando no habrían hecho más que universalizar falsamente su particular punto de vista (Castro-Gómez, 2008).
“Colonialidad del ser” es un concepto desarrollado por autores como Walter Mignolo y Nelson Maldonado Torres. Se refiere a la dimensión ontológica de la colonialidad e implicaría, básicamente, la división y jerarquización de los grupos humanos en diferentes razas, superiores e inferiores. El patrón de poder global establece una gradación ontológica, signado por lo que Maldonado Torres ha llamado un “maniqueísmo misántropico”, donde los blancos europeos y europeo-descendientes ocupan el sitio más alto en la escala, mientras que los demás pueblos son racializados y subalternizados, y definidos como subhombres. Este proceso cosificador habilitaría la explotación, violación, exclusión y hasta genocidio de tales poblaciones (Maldonado Torres, 2007).
A estas definiciones iniciales, la filósofa argentina María Lugones aportó el concepto de “colonialidad de género”, continuado por autoras como Yuderkys Espinosa Miñoso y Ochy Curiel. Retomando las contribuciones del feminismo negro y los feminismos críticos del Tercer Mundo estas pensadoras han planteado que la colonialidad ha tenido y tiene una dimensión de género, aspecto no elaborado por Quijano, quien no solo había identificado erróneamente género con sexo, sino que además le había restado importancia a la cuestión. La M/C implicó la absoluta negación de las lógicas de género previamente existentes en el mundo extraeuropeo y la imposición de un nuevo patrón global, asociado al rechazo de la diversidad sexual, del igualitarismo ginecrático, de la existencia de un tercer género y ciertas lógicas de complementariedad que eran propias de la América pre-colonial. Se impuso un patrón patriarcal colonial, signado asimismo por el racismo que derivó en una lógica machista con especificidades deshumanizantes (Lugones, 2014).
A partir de estos conceptos críticos, los autores de la red M/C han postulado un nuevo proyecto emancipatorio global. Concretamente, han planteado la necesidad de llevar adelante un proceso que ellos denominan descolonialidad –o giro descolonial–, entendido como
la apertura y la libertad del pensamiento y de formas de vida-otras (economías otras, teorías políticas otras), la limpieza de la colonialidad del ser y del saber, el desprendimiento de la retórica de la modernidad y de su imaginario imperial articulado en la retórica de la democracia. El pensamiento descolonial tiene como razón de ser y objetivo la descolonialidad del poder. (Mignolo: 2007: 29-30)
Según Maldonado Torres, se trataría de
un giro humanístico, que aspira en parte a completar aquello que Europa pudo haber hecho, pero que el ego conquiro hizo imposible: el reconocimiento de todo ser humano como miembro real de una misma especie, más allá de todo escepticismo misantrópico. (Maldonado Torres, 2007: 161)
Este proceso llevaría a lo que Enrique Dussel ha llamado “transmodernidad”, definida como “co-realización de solidaridad” (2000: 50). De esta manera, el grupo M/C postula un proyecto de liberación profundo signado por la interculturalidad y, sobre todo, por lo que llaman “pluriversidad”, que implicaría trascender la universalidad eurocéntrica, buscando realizar la bandera del EZLN que invita a crear “un mundo en el que quepan muchos mundos”.
Sólida en su dimensión crítica y analítica, la teoría descolonial se presenta más débil en su formulación propositiva. A pesar de ser sugerente y atractiva, su propuesta de futuro resulta demasiado utópica y escasísimamente programática. Otras tradiciones de América Latina y del Tercer Mundo habían cultivado propuestas como la liberación nacional o el socialismo como sueños a alcanzar. Más allá del carácter siempre etéreo de este tipo de formulaciones, aquellas tradiciones plantearon con mayor claridad relativa quiénes serían los protagonistas de los procesos y cuáles los medios para alcanzar los objetivos. Poco de esto se encuentra en la teoría descolonial, en parte, debido a que ha roto de manera expresa con muchos de los “mitos esencialistas” de las tradiciones previas (por ejemplo, las ideas de nación, pueblo, unidad regional, reivindicando la multiplicidad de los actores subalternos y la diversidad radical de la región) y a que ha sido muy crítica de una noción como desarrollo. Ha planteado una definición de la colonialidad cuyas profundidad y alcances vuelven difícil imaginar caminos concretos hacia la descolonialidad, algo así como un callejón sin salida programático.
Castro-Gómez, S. (2008). “El lado oscuro de la época clásica: Filosofía, ilustración y colonialidad en el siglo XVIII”. En Chukwudi Eze, E.; Paget, H.; Castro-Gómez, S. y Mignolo, W., El color de la razón: racismo epistemológico y razón imperial. Buenos Aires: Ediciones del Signo, 119-150.
Castro-Gómez, S. y Grosfoguel R. (eds.) (2007). El giro decolonial. Bogotá: Siglo del Hombre Editores / Universidad Central: Instituto de Estudios Sociales Contemporáneos / Pontificia Universidad Javeriana: Instituto Pensar.
Dussel, E. (2000). “Europa, Modernidad y Eurocentrismo”. En Lander, E. (comp.). La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas. Buenos Aires: CLACSO.
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Maldonado Torres, N. (2007). “Sobre la colonialidad del Ser: contribuciones al desarrollo de un concepto” En Castro-Gómez, S. y Grosfoguel, R., El giro decolonial. Bogotá: Siglo del Hombre Editores / Universidad Central: Instituto de Estudios Sociales Contemporáneos / Pontificia Universidad Javeriana: Instituto Pensar.
Mignolo, Walter (2000). “La modernidad a lo largo y a lo ancho: el hemisferio occidental en el horizonte colonial de la modernidad”. En Lander, E. (comp.). La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas. Buenos Aires: CLACSO.
— (2007). “El pensamiento decolonial: desprendimiento y apertura. Un manifiesto”. En Castro-Gómez, S. y Grosfoguel, R., El giro decolonial. Bogotá: Siglo del Hombre Editores / Universidad Central: Instituto de Estudios Sociales Contemporáneos / Pontificia Universidad Javeriana: Instituto Pensar.
— (2010). Desobediencia epistémica. Buenos Aires: Ediciones del Signo.
Quijano, A. (2007). “Colonialidad del poder y clasificación social”. En Castro-Gómez, S. y Grosfoguel, R., El giro decolonial. Bogotá: Siglo del Hombre Editores / Universidad Central: Instituto de Estudios Sociales Contemporáneos / Pontificia Universidad Javeriana: Instituto Pensar.
— (1988). Modernidad, identidad y utopía en América Latina. Lima: Sociedad y Política.
Restrepo, E. y Rojas, A. (2010). La inflexión decolonial: fuentes, conceptos y cuestionamientos. Popayán: Universidad del Cauca.
Ver también
Autonomía, Cosmopolítica, Feminismos, Multiliteracidades, Neohablante, Poscolonial (literatura), Posmodernidad, Utopía/distopía, Utopía latinoamericana, Transmodernidad
Desterritorialización absoluta10
Universidad de Teikyo (Tokio, Japón)
Cuando Deleuze y Guattari dicen que “utopía” no es la mejor palabra para nombrar la conjunción de la filosofía con la política, ¿qué quieren decir? ¿Qué puede reemplazar a la palabra un tanto gastada –utopía? ¿Por qué sigue siendo llamativo que la utopía sea introducida en ¿Qué es la filosofía?? ¿Significa esto que la utopía es esencial para responder a la pregunta sobre la tarea primordial de la filosofía? ¿Creen Deleuze y Guattari que la filosofía puede realmente cambiar el mundo? ¿De ser así, de qué modo?
Si el deber de la filosofía es ser utópica, como insiste Simon Critchley, o si como dice Michel Foucault el fin de la política consiste realmente en silenciar la pregunta de la revolución, ¿debe considerarse siempre utópico el pensamiento de Deleuze (en el sentido negativo que le atribuye la doxa)? De ser así, ¿cómo podemos explicarlo?
En la búsqueda de un reemplazo para la palabra utopía, intento evaluar cómo la noción de desterritorialización absoluta (y sus correlatos fabulación, filosofía-ficción, filosofía como sistema abierto) podría ofrecer una nueva imagen del pensamiento (l’image de la pensée) para pensar en la filosofía como un léxico crítico más allá de la estupidez del momento contemporáneo.
Deleuze y Guattari crean un nuevo concepto de filosofía. La filosofía es considerada un sistema creativo y abierto. Y dentro de este sistema abierto está la figura de la espiral.11 Sugiero que la espiral representa el movimiento de la desterritorialización absoluta y la desterritorialización relativa. ¿Qué es la desterritorialización absoluta y por qué es crucial para pensar en el futuro? En ¿Qué es la filosofía? Deleuze y Guattari escriben contra “el desastre absoluto para el pensamiento” al que equivale el lenguaje comercial cibernético del capitalismo universal:
La respuesta según la cual la grandeza de la filosofía consistiría precisamente en que no sirve para nada contiene un nivel de frivolidad que ya no divierte ni a los jóvenes. En todo caso, ni la muerte de la metafísica ni la superación de la filosofía han sido un problema para nosotros: no son más que futilidades inútiles y fastidiosas. Se habla de la ruina de los sistemas en la actualidad, cuando solo es el concepto de sistema el que ha cambiado. Mientras haya tiempo y lugar para crear conceptos, la operación correspondiente siempre se llamará filosofía, o no se diferenciará de la filosofía por más que se le dé otro nombre. (Deleuze & Guattari, 1994: 9)
Al cuestionar la insolvencia del concepto de sistema, Deleuze y Guattari redefinen el concepto de lo abierto y del mismísimo sistema abierto de una manera nueva. Es su gesto abierto para un pensamiento nuevo. Lo abierto es en sí mismo un nuevo concepto de las dinámicas del sistema.
El sistema es abierto. El sistema es abierto porque está en movimiento constante, constante heterogénesis, un gesto de apertura, al que Guattari llama heterogénesis maquínica. El concepto de sistema abierto incorpora un elemento de caos y el sentido de desterritorialización absoluta.
El sistema es inherentemente abierto y lúdico. En este sentido, debe más a los presocráticos que al idealismo alemán, y hay más de Heráclito y menos de Hegel en el relevo entre la desterritorialización absoluta y relativa.
La filosofía es un sistema, un sistema abierto, pero el concepto de apertura está abierto al cambio, al movimiento, al caos. El pensamiento rizomático es de hecho un sistema abierto. Para mí, esto es un gesto abierto para pensar de manera diferente el statu quo cargado de crisis. Encuentro que hay una “caosmosis” operando en la idea de la filosofía como sistema abierto. En mi consideración, la “caosmosis” integra la idea de lo abierto.
La filosofía es sistémica, por un lado, pero constantemente en variación o movimiento. Gira en espiral dentro y fuera del caos, se arremolina dentro y fuera del territorio, gira dentro y fuera del infinito, gira en el interior y el exterior de la involución y revolución. Esto significa que los elementos integrales de ese sistema están siempre en movimiento, siempre reconfigurándose, siempre retroalimentándose y redirigiéndose, siempre convolucionando y en movimiento perpetuo de transformación. Entonces podemos pensar en el sistema abierto como una totalidad que preserva la multiplicidad y la diversidad. Aquí, Deleuze y Guattari se acercan a Edouard Glissant al cuestionar cualquier sistema que busque ser sistemático. El pensamiento rizomático o el sistema abierto es, por lo tanto, el pensamiento de la totalidad no totalitaria y del sistema no sistemático, el sistema de movimiento y realineación constante.
El concepto de desterritorialización absoluta hace su aparición más completa en el último libro de Deleuze y Guattari, ¿Qué es la filosofía? En busca de una respuesta a la pregunta, ¿qué es la filosofía?, piensan en la idea de territorio y el relevo entre lo que sale y lo que vuelve. Piensan que el concepto de desterritorialización absoluta tiene algo que decir sobre la tarea de la filosofía. En cierto sentido, el lenguaje que antes encajó ya no es adecuado para la tarea que tenemos por delante. La misma utopía no encaja. Cuando nos quedamos desorientados, invocamos la utopía, ya que siempre estamos buscando una figura del “no lugar” para orientarnos, para reorientarnos. La utopía se basa en el pasado, en la religión y en lo trascendental. Se basa en escapar del sistema sin transformar el sistema en sí, por eso es que no puede dar cuenta de los nuevos problemas. Entonces, en cierto sentido, la utopía no es la mejor palabra para describir la tarea de forjar un léxico crítico. En su lugar, se plantea la sugerente noción de desterritorialización absoluta. Deleuze y Guattari reemplazan la utopía con la idea de que la filosofía es el movimiento infinito de desterritorialización absoluta, un movimiento siempre crítico y transgresor del entorno presente y de las fuerzas allí sofocadas. La absoluta desterritorialización requiere un nuevo pueblo y una nueva tierra, así como requiere todos los que aún están “por venir”. En este sentido, la desterritorialización absoluta es futurista, siempre es prospectiva. Deleuze y Guattari creen que la tarea de pensar en lo que está por venir no pertenece al plano de la imaginación como tal, sino al plano de la fabulación.
Pensar la filosofía como sistema abierto significa que debe haber una línea de fuga, una línea de creación, una línea de fabulación. La línea de fuga o línea de escape es también una línea de filtración. La ligne de fuite, como se dice en francés, expresa la idea de huir, fluir, desaparecer o desvanecerse: una evasión, pero, también, lo cual es más importante, una filtración. La filtración, la infiltración o el goteo son importantes para garantizar que las dinámicas del sistema permanezcan abiertas y no cerradas.
Esto no es para invocar la esperanza como tal, ya que eso inspiraría las pasiones tristes (Spinoza). La línea de fuga es un arma, una herramienta creativa, un pasaje de desterritorialización absoluta. De esta manera, pensar en el hermoso concepto de la línea de fuga no pretende ser un himno al capitalismo universal como tal, lo cual sería un desastre para el pensamiento, sino que la línea de fuga introduce la noción de bifurcación. Esto significa que podemos invocar conceptos que son no entrópicos, que son neguentrópicos, que exceden el sistema (Stiegler, 2017). Así es que podemos dirigirnos al sistema abierto, al caos del sistema abierto. Nuestra tarea en tiempos de cierre y muerte del sistema es pensar el sistema abierto como tal. Como tal, debemos exigir una nueva forma de glásnost, una nueva forma de sistema abierto, porque el cierre limita el intercambio de información y la afirmación de la diferencia. Sin lo abierto, nada se mueve, nada se agita, nada gira, ni remolina, ni retuerce ni espirala. Todos estos conceptos quedan en estasis y crisis. En cierto modo, la fabulación de la desterritorialización absoluta (en el sentido bergsoniano) nos ayuda a explorar la noción de crisis planetaria. En la crisis siempre está la posibilidad de una línea de fuga. De hecho, Deleuze describe el pensamiento planetario como encapsulador de la diferencia como tal: es la “apertura de nuestro sistema”, una “ficción-filosofía” (Deleuze, 2004: 157).
En la crisis del presente, lo planetario es la imagen que debe repensarse, reconfigurarse, remodelarse. No es meramente una imagen catastrófica, sino un punto de crisis fecundo en posibilidades, para pensar nuevos paradigmas, horizontes y formas de hacer filosofía. ¿Cuál es la desterritorialización absoluta de lo planetario? ¿En qué sentido la crisis de la filosofía contemporánea en sí misma es productiva de nuevas imágenes del pensamiento? ¿Qué imágenes futuras de política y sociedad podemos encontrar en Deleuze y Guattari? Es en este sitio de kairos (καιρός) donde podemos comenzar de nuevo a construir ideas y soluciones para las crisis endémicas del capitalismo. Es en este pensamiento abierto y anticipatorio donde podemos tomar una decisión sobre qué hacer.
La figura de la espiral sugiere el constante revolucionar del sistema de pensamiento en sí, pero no con cualquier propósito absurdo, porque eso equivaldría a perseguir el caos en una caída espiralada hacia el nihilismo, la pasión por la abolición. Ese constante revolucionar debe enmarcarse en alguna tierra, algún lugar, algún territorio. Para Deleuze y Guattari, la “tarea modesta” de una pedagogía del concepto consistiría en analizar las condiciones de creación como “factores de momentos siempre singulares” (Deleuze y Guattari, 1994: 12). Y tal modesta tarea protegería el pensamiento puro del “desastre absoluto” del capitalismo universal:
Si las tres edades del concepto son la enciclopedia, la pedagogía y la formación profesional comercial, solo la segunda puede protegernos de caer desde las alturas de la primera al desastre de la tercera, un desastre absoluto para el pensamiento, cualquiera que sean sus beneficios, por supuesto, desde el punto de vista del capitalismo universal. (Deleuze y Guattari, 1994: 12)
Por lo tanto, debemos comprometernos a pensar en la pedagogía del concepto más allá de la muerte térmica, más allá del cierre del sistema, porque el pensamiento es movimiento, el concepto es movimiento, y debemos tener en cuenta el movimiento del pensamiento y el movimiento del concepto. Debemos pensar en la desterritorialización absoluta en términos de lo planetario, es decir, dar cuenta de lo itinerante y errante, del movimiento rotativo errante, de la “errancia del mundo abierto”, nuevamente la espiral del movimiento como tal. Esto es explorar la totalidad fragmentaria y fragmentada del mundo multidimensional y abierto, afirmar el proceso abierto de formación del mundo como una forma de mundialización que responde a la “angustia del mundo” (Axelos). Como dice Axelos: “Falta la apertura en el mundo” (Axelos y Elden, 2005: 27). Aquí debemos apreciar que, aunque Axelos critique la trayectoria capitalista del mundo y que el curso errante del planeta se esté volviendo “aberrante” (aberración), la errancia sugiere que lo planetario no se puede predecir ni calcular según la lógica del cálculo global. Lo aberrante es un alejamiento o una desviación de un camino definido, una divergencia o desviación de un conjunto impuesto de normas. Sugiere corrupción o decadencia. Lo aberrante se desvía de la norma y, por lo tanto, es anormal. Lo aberrante es lo inmundo. En otras palabras, más allá de la “aberrancia” del mundo, está la verdadera errancia del devenir planetario.
El sistema abierto captura la fecundidad y la intensidad puras del pensamiento de Deleuze y Guattari. El sistema abierto transmite el entusiasmo de que el pensamiento puede comenzar de nuevo. Sirve como un léxico crítico para explicar por qué sufrimos el desastre del pensamiento en el momento presente. El sistema abierto como un léxico crítico nos permite pensar el mundo a través de la “inmanencia” (mundano) y la “coexistencia” (mundial) y lo virtual, que es un tipo de pensamiento abierto, como una glásnost filosófica. Es un devenir del mundo, un caos-mundo que, en su expresión política, significa pensar en la posibilidad de otro mundo, invocar la posibilidad de una tercera revolución o lo que hemos llamado desterritorialización absoluta.
La filosofía del sistema abierto es inherentemente política. De hecho, en nuestro tiempo, ¿qué puede ser más político que permanecer en el caos, experimentar, practicar una forma de constructivismo? Lo político es este compromiso con la redefinición constante de conceptos y dinámicas del sistema. En ¿Qué es la filosofía?, Deleuze y Guattari escriben más allá del momento utópico, porque la filosofía es política y lleva lo utópico más allá de sí misma. Al hacerlo, monta una crítica del tiempo de su creación, precisamente a través del caos y la desterritorialización absoluta del sistema abierto.
Axelos, K., & Elden, S. (2005). “Interview: Kostas Axelos: Mondialization without the world”. Radical Philosophy. 130.
Deleuze, G., & Guattari, F. (1994). What is philosophy? New York: Columbia University Press.
Stiegler, B. (2017). “Escaping the anthropocene. In the crisis conundrum” (pp. 149-163). Palgrave Macmillan, Cham.
— (2018, November, 12). “Éviter l’apocalypse! entretien avec Bernard Stiegler”. https://www.les-crises.fr/eviter-lapocalypse-bernard-stiegler/
Aceleración / aceleracionismo, Capitaloceno, Cosmopolítica, Frontera / límite, Futuridad, Futuro ominoso, Poscapitalismo, Tiempo (Spinoza), Utopía / distopía
10 Traducción de Nicolas Bohler.
11 “Cuando es trascendente, vertical, celeste, producida por la unidad imperial, el elemento trascendente tiene que inclinarse o someterse a una especie de rotación para inscribirse en el plano del pensamiento / naturaleza siempre inmanente. La vertical celeste se reclina sobre la horizontal del plano de pensamiento siguiendo una espiral.” (Deleuze y Guattari, 1994: 89).
Universidad de Buenos Aires
Escuela Interdisciplinaria de Altos Estudios en Ciencias Sociales, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0002-7009-1468
La deuda es un artefacto temporal por excelencia. Haciendo justicia a eso, el antropólogo David Graeber tituló su monumental trabajo Deuda: los primeros 5000 años, donde la perspectiva de longue-durée es la puerta de entrada a una historia “alternativa” de la economía. En todo caso, que quede claro: se puede hacer historia del mundo contando la historia de la deuda. Más allá del pasado, las palabras finales del libro de Graeber traen la cuestión del tiempo futuro. Dice: “Una deuda es tan solo la perversión de una promesa. Una promesa corrompida por la matemática y por la violencia”. La confiscación del acto de prometer produce deuda. La mediación entre una cosa y la otra –lo que incita a la mutación– es la violencia.
En esta saga, una referencia ineludible es Friedrich Nietzsche, quien en su Genealogía de la moral [1887] revela el mecanismo de la deuda como infinita e impagable y, de allí, su traducción cristiana en términos de culpa. Maurizio Lazzarato (2013, 2015) ha retomado a Nietszche para argumentar cómo la fábrica del trabajador asalariado –escena predilecta del capitalismo industrial– ha dejado lugar a la “fábrica del hombre endeudado”, donde la deuda impone un “trabajo sobre sí” que la vincula directamente a una “moralidad” deudora. La relación acreedor-deudor se convierte en una pieza clave de producción de subjetividad en el capitalismo porque singulariza un modo de explotación donde la transacción fuerza de trabajo por dinero se altera. Esta cuestión se generaliza en el momento de la aceleración neoliberal financiera. Deber supone una moral del cumplimiento, un modo de cultivar la obligación de algo que aún no sucedió y que, sin embargo, ordena lo que hacemos aquí y ahora. ¿Qué es lo que no sucedió? El tiempo por venir, lo cual implica trabajo aún no realizado.
En Dar (el) tiempo, el filósofo francés Jacques Derrida explora justamente la noción de tiempo que se entrega con la deuda, la temporalidad misma del crédito y del plazo, como andamiajes fundamentales de una institución social que, como vemos, no es puramente económica. Al punto que si Derrida sostiene –leyendo la obra de Marcel Mauss– que el don es el tiempo, que lo que se trata de dar es tiempo, la deuda es su sustracción, una fórmula para imposibilitar la tenencia y entrega de tiempo como donación.
En una torsión radical, la idea de deuda impagable ha sido trabajada recientemente por la filósofa brasileña Denise Ferreira da Silva para mostrar cómo lo colonial participa de la acumulación capitalista a través de expropiaciones violentas que no se recortan en el pasado, en un tiempo “originario” o “primitivo” (discute así con las lecturas de Marx, e incluso de Luxemburgo, del valor). La deuda impagable –argumenta– es una “rememoración” de la expropiación. Dicho de otra manera: se hace posible el no pago cuando se recuerda la violencia de la deuda. La dimensión del tiempo, como vemos, es central aquí también: hace que la filósofa introduzca en la escena marxiana del valor el tiempo de la violencia colonial como actualidad. Esto explica la temporalidad que permite que la deuda hipotecaria de 2018 en Estados Unidos haya sido una estafa perpetrada contra las familias afroamericanas, ya que su “incapacidad para pagar” se convirtió en un activo financiero.
Ferreira da Silva conecta esta temporalidad de la deuda con otras dos preguntas: una, sobre la “herencia” de la deuda, la otra, sobre la posibilidad de su desobediencia. En este sentido, la deuda ha producido también manuales políticos de acción: Strike Debt!, por ejemplo. Un esfuerzo militante surgido de la experiencia de Occupy Wall Street, en Estados Unidos, que enseña cómo subvertir de modo colectivo la deuda estudiantil, entre otras. Esto ha dado lugar al Debt Collective, una iniciativa que cuestiona la deuda y, sobre todo, busca transformarla en un problema colectivo, ya que una de sus premisas es la individualidad de la responsabilidad de quien debe.
En Argentina, la deuda ha forjado consignas políticas sobre su no pago, señalando al Fondo Monetario Internacional como institución responsable (la historia de Noemí Brenta al respecto es ineludible). Se trata de una batalla política que conecta, también, con la clave tercermundista y colonial en la que la deuda nos sitúa. Más recientemente, consignas ligadas a la movilización feminista –como “Vivas, libres y desendeudadas nos queremos!”, del colectivo Ni Una Menos– han señalizado un conjunto de vínculos entre violencias machistas, libertades concretas y endeudamiento. Estamos ante otra torsión radical. Aquí hay que destacar el trabajo de la filósofa italiana Silvia Federici que, en años de investigación y militancia, ha construido una perspectiva metodológica feminista para entender el dinero y la deuda como formas de gobierno del trabajo no pago de las mujeres. Siguiendo esta línea escribimos, junto con Luci Cavallero, Una lectura feminista de la deuda, análisis de cómo la llamada deuda privada o deuda de los hogares es, en verdad, una forma de explotación del trabajo más precario, en general feminizado y migrante. Investigamos cómo las mujeres, lesbianas, travestis y trans no caben como sujeto universal deudor, sino que se explota de modo diferencial la precariedad de sus empleos, la carga de trabajo no remunerado obligatorio, así como la violencia machista que se anuda frecuentemente con la falta de autonomía económica. A la división sexual y racial del trabajo, se le agrega un diferencial de “explotación financiera” (Chena y Roig, 2017), que se traduce en fuentes de deuda, tasas de interés y destinos disímiles. Este enfoque nos permitió, además, concretar la noción de deuda doméstica en relación con configuraciones específicas de los hogares, ya no organizados de modo mayoritario, bajo estructura familiar heteropatriarcal. En lo doméstico ya funciona una “división sexual del endeudamiento”, que queda encubierto cuando solo se habla de hogares, para convocar el trabajo reciente de Isabelle Guérin et al. Luego, lanzamos la pregunta ¿Quién le debe a quién?, en una compilación colectiva para mapear los ensayos de desobediencia financiera y lo que podemos aprender de ellos.
Federici plantea entender el endeudamiento como mecanismo de captura de la plusvalía política de los países tras sus procesos de descolonización. Podemos extender su razonamiento: el endeudamiento es una respuesta a una secuencia de luchas. También se extiende como mecanismo de extracción de tiempo de vida y de trabajo, reconfigurando la noción misma de clase. El endeudamiento funciona entonces en una doble secuencia temporal: como máquina de captura de invenciones sociales dedicadas a la autogestión del trabajo y a procesos de liberación colonial (va por detrás) y como codificación tanto de los deseos de consumo como del empobrecimiento de la reproducción social (va por delante).
Michel Foucault (2016) en su curso titulado La sociedad punitiva traza una analogía entre la aparición de la prisión y la forma salario: ambas se basan en un sistema de equivalencias donde el tiempo es la medida intercambiable, con lo que se paga. Salario y prisión se conectan como fórmulas históricamente específicas de apropiación de tiempo. Sin embargo, el salario funciona explotando un trabajo ya acontecido; la prisión, un tiempo por venir. En este sentido, la forma prisión se parece más a la forma-deuda. Ambos –prisión y deuda– trabajan sobre el tiempo futuro. Pero si la prisión fija y disciplina, la deuda pone a trabajar, moviliza, comanda. La relación con la temporalidad a futuro que supone la obligación financiera es un elemento fundamental para entender la importancia que adquiere tanto su dimensión jurídica como la moralización del incumplimiento, especialmente direccionado a jóvenes, mujeres, lesbianas, travestis y trans. Eso que Foucault pensaba como transcripción permanente entre moralidad y ley abarca la relación de la deuda con sus condicionamientos morales sobre los que opera la penalidad.
Como todo concepto, ya lo vemos, no puede recortarse; remite a otros, a una o más constelaciones y montajes posibles, ya que se pueden rastrear comprensiones de la deuda a partir de su combate.
Como sostiene el filósofo George Caffentzis, analizar la deuda en el capitalismo financierizado debe servir también para entender el cambio en la dinámica de lucha de clases: ¿cómo y por qué los trabajadores se endeudan? De hecho, parafraseando el análisis de la mercancía, podemos constatar hoy un “inmenso cúmulo de deudas”, como expresión contemporánea de la pobreza. Si Marx se refería en los Grundrisse al mando del capital sobre el “trabajo futuro” como sustancia del “intercambio” entre capital y trabajo, en el tercer volumen de El capital destaca la misma temporalidad —de forma ampliada, multiplicada y acelerada— en su análisis del “capital portador de interés”, o sea, del capital financiero. Subrayando su naturaleza de acumulación de “derechos o títulos” para la “producción futura” (Marx, 1981: 599, 641), Marx nos permite descubrir detrás de las dinámicas financieras la reproducción ampliada del mando sobre el trabajo por venir (lo que significa el trabajo necesario para producir “riqueza futura”). Claro que, sobre Marx y como ya señalamos, enfoques feministas y anticoloniales han practicado una ampliación radical de la escena temporal y espacial del valor.
Una vez que los países y luego sus poblaciones son empobrecidas y sus estados endeudados, la deuda se derrama como deuda doméstica. A esto le hemos llamado capilaridad financiera. La deuda que toman las personas no se queda solo en una cuestión de consumos. La deuda estructura una compulsión a aceptar trabajos de cualquier tipo para pagar tal obligación a futuro. Esta captura de trabajo aún no realizado es clave: se diferencia del salario que retribuye un trabajo ya hecho. Esta disyunción temporal la analiza muy bien Caffentzis: la deuda es lo que nos pone a trabajar cuando el dinero ya se nos ha adelantado y, por tanto, la necesidad de reforzar la obligación de cumplimiento a futuro requiere de suplementos tanto morales como de violencia directa. La dinámica precaria, informal e incluso ilegal de los empleos (o formas de ingreso) se revela cada vez más intermitente, mientras que la deuda funciona como continuum estable. En ese desfase temporal hay también un aprovechamiento: la deuda deviene mecanismo de coacción para aceptar cualquier condición de empleo, debido a que la obligación financiera termina “comandando” la obligación a trabajar en tiempo presente. La deuda, entonces, vehiculiza una difusión molecular de esta dinámica de explotación que, aunque es a futuro, condiciona el aquí y ahora, sobre el que imprime mayor velocidad y violencia. Se configura, de modo cada vez más nítido, el dibujo de una suerte de “línea-de-la-deuda” en las poblaciones, si evocamos la noción “línea-de-color” de la investigación pionera del sociólogo W.E.B. Du Bois sobre la sociedad norteamericana, evidenciando la variable colonial del capitalismo financiero y que Paula Chakravarty y Denise Ferreira da Silva (2012) denominan “la lógica racial del capitalismo global”.
Volvamos al tiempo. La acumulación de deuda es índice de la pérdida de poder colectivo de los trabajadores, remunerados y no remunerados, de la definición colectiva de quienes producen la riqueza social, de allí su funcionamiento como dispositivo de pacificación. Pero esa pacificación se realiza por un modo de activación para el cual la deuda aparece como dispositivo de explotación privilegiado.
La deuda, en relación con la especificidad que aquí estamos pensando, sujeta y activa a una fuerza de trabajo que no está confinada al salario (no hay sujeto de contrato laboral), trazando vínculos estrechos con el trabajo no remunerado, racializado, subalternizado. Esto inaugura dinámicas de lo que he llamado extractivismo financiero. Al mismo tiempo, la obligación financiera les convierte en sujetos contractuales bajo nuevas tecnologías digitales de deuda. Gilles Deleuze animalizó la moneda para pensar el pasaje de la sociedad disciplinaria a la sociedad de control. Dijo que “el viejo topo monetario es el animal de los centros de encierro, mientras que la serpiente monetaria es el de las sociedades de control”. ¿Qué podemos decir de la billetera virtual, del crédito a golpe de algoritmo y la deuda como moneda popular? ¿Qué tipo de animal estaría a su altura, a su modo de moverse?
No sabemos. Lo que sí sabemos es que desendeudarse es el movimiento para la reapropiación del tiempo, para hacer espacio a un proceso político capaz de devolvernos la especulación sobre el porvenir.
Brenta, N. (2014). Historia de las relaciones entre Argentina y el FMI. Buenos Aires: Eudeba.
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Chena, P. y Roig, A. (2017): “L’exploitation financière des secteurs populaires argentins”. Revue de la régulation. Paris: Association Recherche & Régulation.
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Federici, S., Gago, V. y Cavallero, L. (2019). ¿Quién le debe a quién? Ensayos de desobediencia financiera. Buenos Aires: Tinta Limón / F. Rosa Luxemburgo.
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Marx, K. (2014). El capital. Crítica de la economía política (trad. W. Roces). México: FCE.
Aceleración / aceleracionismo, Cadena de bloques, Descolonialidad, Desterritorialización absoluta, Dignidad, Emancipación, Feminismos, Igualdad, Narcopolítica / necropolítica, Neoliberalismo, Posdemocracia
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
ORCID: 0000-0003-2365-6179
El término griego dialéctica (διαλεκτική) es concebido en principio como arte (τέχνη) y luego también como ciencia (ἐπιστήμη). De allí surge su doble significación, retórica, que alude al arte de la conversación y a la lógica, y que la comprende, además, como el modo de pensar el ser en devenir. El primer ejemplo al respecto lo encontramos en Zenón de Elea, quien con su concepción aporética de la relación entre el ser y el no ser, es decir, del devenir, introdujo la dialéctica en la filosofía.
De allí en adelante, “dialéctica” es un concepto que recorre toda la historia de la filosofía, desde su tratamiento en la obra de Platón como camino de ascenso a las ideas, hasta nuestros días. Ella surge de la necesidad de comprender, en devenir, la distinción y la unidad de los opuestos.
Una consideración de la dialéctica en su relación con el futuro nos remite al modo como ella ha sido tratada por los pensadores modernos. Los cambios introducidos por la química y la física modernas, en especial por la cinemática de Newton, en la concepción del movimiento, abrieron un nuevo campo de aplicación y concepción de la dialéctica.
Fue Kant quien, con su inclusión de la dialéctica transcendental en la Lógica, la reintrodujo en la filosofía moderna y, con ello, restableció a la dialéctica en lo que respecta al uso de la razón. Después de Kant fue Hegel quien la comprendió como el método propio de la razón. Se amplió de este modo el campo de acción de la dialéctica no solo en lo que respecta a las ciencias de la naturaleza, sino también a las del espíritu, y con ellas a la historia.
En su lectura de la modernidad, Hegel plantea que “el prejuicio fundamental” contra la dialéctica consiste en sostener que ella “tiene solo un resultado negativo”. Como indicáramos, tal prejuicio, de raíz escéptica, comienza a ser superado gracias a la filosofía crítica de Kant. De lo que se trata, según Hegel, es de comprender que toda negación presupone la existencia positiva de algo, tanto sea para ejercer la acción subjetiva de negar como la objetiva de admitir la negación. El método dialéctico es comprendido de este modo como un proceso de mediación. Para Hegel, el punto principal de la dialéctica consiste en: “Mantener firmemente lo positivo dentro de su negativo, el contenido de la presuposición dentro del resultado: eso es lo más importante dentro del conocimiento racional…”. (CL 2 p. 394. GW 12 245).
A partir de Hegel, la relación de la dialéctica con el futuro es una de las dos cuestiones principales en lo referente a la consideración del concepto de dialéctica. La otra cuestión, que no decrece en importancia y de hecho se encuentra vinculada a la primera, radica en definir si la dialéctica cumple tan solo una función negativa o si es capaz de alcanzar además un resultado positivo.
Permitiéndonos cierta simplificación puesta en vías de nuestra concentración en el tema, podríamos plantear que ambas cuestiones tienen su centro en una confrontación entre Marx y Hegel. En su análisis sobre los modelos de revolución entre la sociedad capitalista y la sociedad sin clases, Albrecht Welmer (1989: 193ss.) señala que, como es sabido, el concepto marxiano de revolución está basado en “la idea de un progreso de la historia”. Lo que ignora Marx –completa Welmer– es que “una construcción dialéctica de la historia solo puede llegar hasta el punto anticipatorio hacia el reino de la libertad, mas no puede internarse en este”. La idea de que la superación dialéctica de una etapa histórica constituya un progreso conlleva de suyo una “perversión naturalista de la dialéctica”.
Este cuestionamiento, que decanta y surge del derrotero histórico del marxismo, no solamente ha abierto un debate en torno al materialismo dialéctico, sino que también ha conducido a una revisión del concepto hegeliano de dialéctica. En el primer caso, nos remite a saber si es posible obtener una significación histórica de la dialéctica que no derive en una superación absoluta de todas las contradicciones de la historia, en la cual se basó la fundamentación marxiana de la lucha de clases. El segundo se dirige hacia una relectura de Hegel que no se centra en una comprensión de la dialéctica basada en sus Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, sino en la comprensión del método dialéctico, tal cual es expuesto en la Ciencia de la lógica.
De todos modos, en este contexto problemático, también se pueden distinguir dos funciones de la dialéctica. La primera, propiamente negativa, remite al camino de formación de la conciencia a través de su conocimiento de las cosas y de su vínculo con los demás. En el caso de Hegel nos referimos a la Fenomenología del espíritu, donde el sujeto recorre su camino de formación hasta alcanzar la conciencia de su mundo que comprende tanto la conciencia del yo tanto como la del nosotros, la comunidad. En el caso de Marx, el materialismo histórico es comprendido a su vez como medio de formación de la conciencia de clase. La segunda función, la positiva, consiste en la transformación real efectiva alcanzada por la ciencia, la exposición del sistema en el caso de Hegel, la realización del comunismo en el de Marx.
En el centro de la cuestión entre ambos pensadores cabe revisar la crítica de Marx a Hegel. Como es sabido, Marx se diferencia claramente de Hegel y su dialéctica; recordemos por ejemplo lo que escribe en el postfacio a la segunda edición de El capital: “Lo que ocurre es que la dialéctica aparece, en él [Hegel], invertida, puesta de cabeza. No hay más que darle la vuelta, mejor dicho, ponerla de pie, y enseguida se descubre bajo la corteza mística la semilla racional”. No obstante, la operación crítica y de diferenciación, la influencia de la Ciencia de la lógica de Hegel en la trama terminológica y formal de El capital sigue siendo notoria.
A pesar de encontrarse afectada por esta contrariedad, en lo referente a su determinación del futuro, la dialéctica no pudo ser y no ha sido ignorada por los filósofos de los siglos XX y XXI. Los más pujantes intentos de recuperación de la dialéctica los encontramos en la Crítica de la razón dialéctica de Jean-Paul Sartre y en la Dialéctica negativa de Theodor Adorno. Sartre plantea una dialéctica realista para pensar el pasaje del grupo a la historia. En lo que respecta a la dialéctica negativa de Adorno, consiste en la reformulación de la función crítica de la dialéctica, partiendo de la renuncia a toda meta o finalidad positiva que la justifique. En virtud de que la mayoría de las propuestas surgidas de la Escuela de Frankfurt tienen a los conceptos de alienación y emancipación como supuestos teóricos de las ciencias sociales, transitan por la que podríamos comprender como la franja dialéctica de la teoría crítica.
También en la tradición hermenéutica nos encontramos con un rescate de la dialéctica. Hacia el final de Verdad y método, Hans-Georg Gadamer (1977 II: 557) escribe: “También en la experiencia hermenéutica se encuentra algo parecido a una dialéctica, un hacer de la cosa misma, un hacer que a diferencia de la metodología de la ciencia moderna es un padecer, un comprender, un acontecer”.
Finalmente, podemos agregar que la atención actual sobre la dialéctica no obedece tan solo a la necesidad de una aclaración terminológica, sino que se trata de un concepto pujante en el pensamiento contemporáneo. En este sentido, entendiéndolo como un tópico que reúne la mayoría de las cuestiones sobre la dialéctica expuestas en este artículo, cabe mencionar la obra de Fredric Jameson: Valencias de la dialéctica.
Gadamer, H.-G. (1977) [1960]. Verdad y método. Fundamentos de una hermenéutica filosófica. Trad. A. Agud Aparicio y R. de Agapito. Salamanca: Sígueme. Dos tomos.
Jameson, Frederic (2013). Valencias de la dialéctica. Buenos Aires: Eterna Cadencia.
Welmer, A. (1989). “Sobre razón, emancipación y utopía. Acerca de la fundamentación teórico-comunicacional de la una teoría crítica de la sociedad”, en Ética y diálogo. Barcelona, Anthropos.
Ver también
Desarrollo, Evolución, Futuridad, Tiempo (Sartre), Utopía / distopía
Universidad Nacional de San Martín (doctor Honoris Causa)
La crisis multidimensional pone en tela de juicio los fundamentos del modelo capitalista informacional global. Es por ello que hablamos de una crisis que no es solo socioeconómica y financiera, sino también política y cultural. Es una crisis sustantiva, pues cuestiona una ética, los valores mismos según los cuales las sociedades “eligen” vivir.
La pandemia de COVID-19 profundizó este cuestionamiento al colocar como un tema clave la responsabilidad de los Estados en un asunto de interés público como la salud, incluso por encima de la economía y los intereses privados. La guerra en Ucrania ha complicado todavía más el panorama, repercutiendo en un malestar subjetivo global.
Frente a la crisis multidimensional, las respuestas desde la sociedad no se hicieron esperar. Fueron millones los que protestaron contra los problemas dejados al descubierto por la crisis económica y son millones los que continúan haciéndolo, a lo largo y ancho del mundo, frente a las consecuencias y fundamentos del “modelo” de la sociedad de mercado global. Las protestas se dirigen contra el consumo desmedido, la falta de solidaridad, la impunidad de los poderes económicos, la discriminación de los migrantes y las mujeres, el medio ambiente contaminado, y a favor de una mejor calidad de vida, una mayor equidad, una educación que permita el desarrollo individual y colectivo, un sistema representativo y democrático plural y legítimo, la paz.
Como decía Kant hace más de dos siglos: “Todo tiene un precio o una dignidad. Lo que tiene precio puede ser sustituido por otra cosa como equivalente; en cambio, lo que se halla por encima de todo precio y, por tanto, no admite equivalente, posee dignidad” (referido en Habermas, 2010).
Habermas desarrolla el concepto de dignidad como utopía de los derechos humanos. La autonomía y la dignidad se plantean como la conjugación de diversos campos: no se trata solamente de alcanzar un mejor pasar económico, aunque por supuesto esto también importa; se trata de convivir mejor en todos los planos, los cuales están vinculados entre sí. Así, el cuidado del medioambiente no solamente supone protegerse de la contaminación que en el presente puede afectar a una población local determinada, sino que implica además una consideración sobre la ecología y la relación de las personas y las sociedades con la naturaleza; el reconocimiento cultural de un grupo particular no supone tan solo el goce efectivo de un derecho, sino que habla de la capacidad de vivir entre diferentes; la ampliación de la representación política no significa apenas la inclusión de un grupo específico postergado, sino la profundización de la democracia en todos los niveles.
Crisis, pandemia y guerra ponen en evidencia el carácter indisociable del vínculo entre individuo y sociedad, entre acción individual y responsabilidad y compromiso social. Cabe insistir, pues, que la dignidad es un valor clave desde el cual es posible contribuir a una relectura de la vida misma, caracterizada hoy por el peso del conocimiento y su relación con la tecno-economía de la información y las redes de comunicación.
Actores cada vez más globales, como las transnacionales financieras, las inteligencias científico-tecnológicas, los Estados, las redes de comunicación y poder global y los nuevos movimientos y protestas en red, redefinen las situaciones y los horizontes históricos de nuestras sociedades. Como han demostrado varios estudios, en los primeros treinta años de cambio global, el capital financiero ha sido el sector más dinámico y avanzado en la red, pero también el factor que precipitó la crisis de la globalización. La situación crea límites fuertes a las democracias republicanas y coloca nuevamente en primer plano el tema del riesgo global abordado por Ulrich Beck.
Frente a esta situación, se expandieron, casi a nivel global y de diferentes maneras, nuevas protestas y movimientos. Funcionan entre la red y las calles y espacios públicos, con fuerte contenido ético y subjetivo. Colocan en el centro del debate la cuestión de la dignidad. Se trata de movimientos que tienden a ser espontáneos, horizontales, deliberativos, prácticos; también virales (alternan en diferentes espacios), multiculturales, policéntricos, rizomáticos (viven y se reproducen en la red). Manifiestan una crítica al poder y demandan canales de participación. Ubican en el centro de la vida social la dignidad de las personas, entendidas no solamente como “objeto” del desarrollo sino, además, como “sujetos” del mismo. ¿Cómo se traduce todo esto en términos de poder y en opciones concretas y posibles de desarrollo?
El desarrollo humano es un paradigma que busca expandir con un sentido universal la dignidad de las personas. Esto está vinculado con una nueva subjetividad asociada a la indivisibilidad de los derechos humanos. Cabe distinguir y repensar tres conceptos básicos del enfoque:
Por otra parte, sobresalen cuatro temas estratégicos que exigen una renovación del enfoque del desarrollo: el informacionalismo, el ecologismo, la desigualdad compleja y la nueva gramática de los conflictos.
El informacionalismo es la combinación entre “productividad, competitividad, eficiencia, comunicación y poder a partir de la capacidad tecnológica de procesar información y generar conocimiento.” (Castells, 1997: 19). La economía internacional se ha globalizado mediante las transformaciones de los sistemas productivos, organizacionales, culturales e institucionales, a partir de una revolución tecnológica sustentada en la creación de nuevas formas de información y comunicación. El mundo se ha articulado como una unidad en tiempo real y ello ha modificado todos los ámbitos de la actividad humana.
En relación con el ecologismo, la sostenibilidad del desarrollo plantea desafíos cruciales. Los últimos Informes de Desarrollo Humano globales han insistido en una suerte de paradoja entre los avances en el desarrollo humano, particularmente en los países con mayor índice, y el enorme impacto que estos mismos países provocan en la degradación ambiental en el resto del mundo. En el largo plazo la insostenibilidad es evidente para todos, aunque el impacto sería mayor entre los países con menores niveles de desarrollo humano. Ya en el Informe Mundial de Desarrollo Humano 2007-2008 se calculó que, si todos los habitantes de la tierra generaran la misma cantidad de gases de efecto invernadero de algunos países desarrollados, se necesitarían nueve planetas (PNUD, 2008). Existiría, según estos estudios, una correlación positiva entre equidad y sostenibilidad del desarrollo. Así, a mayor equidad global, mayor sostenibilidad ambiental para todos. Y la equidad está asociada no solo con mejores logros de bienestar, sino con el empoderamiento de los actores del desarrollo y la búsqueda de dignidad de las personas. La cuestión es si se enfrenta el problema con políticas enmarcadas dentro de la lógica actual del desarrollo mundial o si se exploran opciones de patrones de vida y desarrollo alternativos. Todo parece indicar que se está optando por el primer camino.
La desigualdad compleja alude a la superposición de diferencias y al crecimiento vergonzoso de nuevas formas de concentración de poder en la producción y en la reproducción social. Para Amartya Sen, la exclusión debe comprenderse dentro del contexto más amplio de las relaciones sociales y de la pobreza entendida en términos de privación de capacidades. La pobreza no puede considerarse únicamente como carencia de ingresos; desde una perspectiva relacional que tome en consideración sus múltiples dimensiones, se revela como “vida empobrecida”. Si la exclusión es parte de la pobreza, entonces se vuelve central poder participar de la vida social e interactuar con otros; la imposibilidad de hacerlo constituye, así, una privación en sí misma. La exclusión, además, puede ser vista desde una perspectiva cultural y política como la imposibilidad o los límites para optar por un modo de vida. Es preciso considerar además el dinamismo que adquiere la exclusión –y la inclusión desigual– en un mundo que cambia velozmente. Además de ser un derecho básico, el trabajo otorga reconocimiento social y es el núcleo en torno al cual se construye la dignidad social asociada a un sistema de valores inclusivo: quienes tienen empleo son miembros de una comunidad social y cultural, son reconocidos como ciudadanos plenos. Por ello, como sostiene Sen (2000), la carencia de ingresos no es el único efecto desfavorable de la pérdida de empleo: el trabajo genera identidad, refuerza la dignidad de las personas y puede elevar las capacidades de agencia o acción social.
La gramática de los conflictos sociales constituye el referente de los cambios y de la dignidad posible como forma de vida. Los conflictos sociales han sido redefinidos por los impactos de la globalización y actualmente continúan en proceso de redefinición en el marco de la crisis multidimensional. En general, los informes y la teoría del desarrollo humano le han asignado poco espacio al abordaje del papel estratégico de los conflictos en el desarrollo. La misma teoría de la agencia social hace escasa referencia al peso de los conflictos en la viabilidad de las estrategias de desarrollo y cambio.
Es necesario subrayar la importancia de las capacidades de agencia en los conflictos y en la búsqueda de opciones de vida digna. La capacidad de agencia se relaciona directamente con la habilidad de un actor para combinar sus metas (orientadas por valores) con sus identidades y con los problemas o conflictos implicados.
Los actores, como ciudadanos y como personas, buscan alcanzar y construir su dignidad colectivamente. Amartya Sen ha definido las condiciones para constituirse en agente y la relación entre agencia, libertad personal y compromisos colectivos. Mientras que la libertad de bienestar es aquella que permite conseguir algo en particular, la libertad de agencia del actor es más general: es la libertad para conseguir cualquier cosa que la persona, en tanto actor responsable, decida conseguir.
La libertad supone el reconocimiento de la pluralidad constitutiva de las sociedades modernas y se comprende tomando en cuenta dos aspectos diferenciados: poder y control. En cuanto al primero, la libertad de una persona puede ser valorada en función del poder que tenga para lograr lo que desea, sin considerar los procedimientos de control que pueden afectar el logro de sus metas. El control, en cambio, se refiere a la capacidad de gestionar los procedimientos y mecanismos utilizados. En democracia ello supone el ejercicio de los derechos y obligaciones del ciudadano. Supone, en suma, una cultura de solidaridad en los procedimientos. Un fin no puede estar separado de los medios para obtenerlo (Sen: 2000; 2007).
Vale la pena detenerse en la idea ética de los derechos y la dignidad como fuerza histórica del cambio y como “lugar” de construcción de sentidos. Para poder constituirse como tales, los actores deben luchar contra fuerzas que limitan su subjetividad (el mercado y la publicidad, lógicas fundamentalistas o esencialistas, restricciones a la expresión de identidades diversas, etc.). Como grupo o como persona, el actor puede convertirse en sujeto al cuestionar una lógica alienante que tiende a reproducir su posición subordinada en las relaciones de poder. Cuando se cumplen esas condiciones ampliamente y existe el deseo de transformar (tanto a la sociedad como a sí mismos) puede hablarse de la capacidad de una sociedad para la emancipación. Por lo demás, el reconocimiento político de la igualdad entre diferentes supone una sociedad de comunicación intercultural.
La subjetividad, los derechos y la dignidad cobran especial importancia como contraparte de los procesos de transformación tecno-económica y globalización. Las múltiples manifestaciones culturales y subjetivas constituyen hoy una fuerza que se opone y entra en tensión con las nuevas lógicas del poder global, instrumentales y cosificadoras, disputándoles el sentido de la vida. La subjetividad como “espacio” productor de sentido y las diversas demandas de dignidad son la mejor garantía para una renovación de la política y de la ciudadanía.
Hoy los nuevos movimientos socioculturales, entre los cuales destaca por todo lo dicho la juventud y su búsqueda de una nueva politicidad, se construyen en relación con la expansión de sus propias subjetividades, donde los nuevos dominios de la ciencia, la tecnología, el conocimiento y la sociedad red, tienen un rol clave.
La dignidad es un principio valorado por todas las culturas. Desde el punto de vista ético, se vincula con la libertad, la justicia y la vida digna. De acuerdo con Himanen (2014), la libertad se asocia a las capacidades que tengan las personas y sus colectividades para lograr cada vez mayor dignidad, la justicia se asocia a la equidad y el logro de una vida digna se asocia a la sostenibilidad humana y ecológica. En esta perspectiva, la dignidad está asociada además a una cultura de creatividad y de solidaridad que requiere de un entorno sustentable que permita lograr un bienestar sostenible. Desde el punto de vista de las culturas, la dignidad supone autorrealización, solidaridad y una cultura de vida. Como filosofía de vida, se “compone” de objetivos de bienestar (felicidad), prosperidad (realización individual) y sentido para la experiencia humana.
Calderón, F. (2018). “La cultura, el sujeto y el desarrollo humano informacional”. En Navegar contra el viento. San Martín: UNSAM Edita.
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Sen, A. (2007). “Multiculturalismo y libertad”. En Identidad y violencia. La ilusión del destino. Buenos Aires: Katz.
— (2000). Desarrollo y libertad. Buenos Aires: Planeta.
Ver también
Alternativa, Derechos humanos, Desarrollo, Educación para el desarrollo, Feminismos, Igualdad, Legalización, Multitud, Posdemocracia, Posmodernidad, Seguridad jurídica, Utopía / distopía
Macquarie School of Education
Macquarie University (Australia)
ORCID: 0000-0001-7924-6262
School of Health Science
University of New South Wales (Australia)
ORCID: 0000-0001-7686-9421
La educación biosocial es un campo de investigación transdisciplinar que implica nuevos enfoques conceptuales, metodológicos y empíricos. Promete nuevas formas de entender a los alumnos y el aprendizaje, nuevas pedagogías y nuevos modelos políticos y sistemas educativos.
La educación biosocial parte de la premisa de que “somos biosociales” (Youdell, 2017): los aspectos sociales y biológicos de los cuerpos humanos, las experiencias y las trayectorias vitales son indivisibles, envueltos en una intraacción productiva (Barad, 2009). Desde este punto de partida, los enfoques biosociales en la educación tratan de entender cómo los estudiantes y el aprendizaje están hechos e influenciados por factores sociales y biológicos multiescalares, desde las moléculas de los cuerpos y la mundanidad de la experiencia cotidiana hasta las fuerzas corporales brutas de la actividad física y la macroinfluencia de la política y la economía (Youdell y Lindley, 2018).
Esta comprensión inicial del entrelazamiento de lo social y lo biológico significa que el desarrollo de comprensiones ricas y expansivas en la educación debe implicar toda una gama de conocimientos disciplinarios y los enfoques en los que estos se basan. Así, además de los enfoques “biosociales”, también encontramos enfoques bioculturales (Frost, 2016) y biopsicosociales (Roberts, 2015), que se sustentan en un reconocimiento complementario del entrelazamiento de la biología, la sociedad, la cultura, la psique y la psicología.
La educación biosocial, por tanto, intenta desarrollar nuevos enfoques para problemas educativos duraderos reuniendo disciplinas educativas fundamentales –sociología de la educación, sociología política, psicología de la educación, currículo, pedagogía y evaluación, estudios de ciencia y tecnología– con conocimientos emergentes de las ciencias biológicas –neurociencia, ciencia cognitiva, epigenética, química analítica, biología molecular—. A veces, estos se mantienen dentro de la disciplina, por ejemplo, los sociólogos políticos interrogan el alcance de la literatura de investigación de la neurociencia (Pykett, 2017) o los geógrafos culturales adoptan métodos de la ciencia del ejercicio (Osbourne y Jones, 2017). Y otras veces implican colaboraciones interdisciplinarias, por ejemplo, sociólogos de la educación que trabajan con biólogos moleculares y neurocientíficos (Youdell et al., 2020).
Los investigadores de la educación entienden que la colaboración entre disciplinas educativas –por ejemplo, entre sociólogos y psicólogos o entre sociólogos de la política y expertos en pedagogía– puede llegar a ser tensa, ya que surgen conflictos entre los fundamentos epistemológicos y ontológicos, así como entre los valores. Estas tensiones pueden ser aún más evidentes y actuar como una barrera aún mayor a la colaboración cuando se intenta trabajar con colaboradores ajenos a las ciencias sociales, donde los conceptos y los métodos son aún menos directamente compatibles. Las cosas que los investigadores de la educación podrían querer saber y los conceptos que utilizan para enmarcar sus preguntas y comprensiones pueden tener poca resonancia con los problemas, métodos y pruebas que tienen sentido y son valorados por los científicos biológicos, o que atraen la financiación de la investigación, la reputación y la promoción en diferentes campos.
La educación biosicosocial es transdisciplinar. Se nutre de las disciplinas y establece un diálogo entre ellas, pero el enfoque y sus efectos no quedan plenamente reflejados en las nociones de multidisciplinariedad, interdisciplinariedad o interdisciplinariedad. Esto se debe a que estos últimos conceptos sugieren un acercamiento de conceptos y prácticas de investigación que mejoran la creación de conocimiento, pero dejan las disciplinas originales diferenciadas y prácticamente sin cambios. La educación biosocial pretende ir más allá de los estudios interdisciplinares y de métodos mixtos, en los que las cuestiones y los enfoques de las disciplinas que contribuyen a la investigación coexisten como estudios más o menos diferenciados, o en los que los enfoques de las ciencias sociales proporcionan el contexto o los antecedentes de un estudio científico principal. En lugar de ello, y a medida que reúne a colaboradores de distintas disciplinas para trabajar colectivamente en la resolución de “problemas complejos” que no han podido resolverse desde una única perspectiva disciplinaria, las disciplinas participantes intentan beneficiarse de un intercambio profundo y sostenido que podría poner en tela de juicio los conocimientos establecidos. A medida que las disciplinas dialogan, afloran tensiones e impugnaciones, los conocimientos y enfoques disciplinarios se ven sometidos a presión y se desarrollan nuevos tipos de preguntas y enfoques para la generación y el análisis de datos: esta es la transformación que implica la transdisciplinariedad.
La transdisciplinariedad es un elemento apasionante de la educación biosocial y es la razón por la que ella tiene el potencial de hacer nuevas e importantes contribuciones que podrían transformar las trayectorias educativas de los niños y transformar sus oportunidades en la vida. Una parte fundamental son los nuevos métodos biosociales que se están desarrollando a través de la interfaz entre lo social y lo biológico, con prometedores desarrollos en curso.
Ha habido un gran interés en el potencial de la neurociencia para informar la educación, con la política, la abogacía y la actividad comercial tomando la ciencia cognitiva de la atención y la memoria, en particular la memoria de trabajo, como un enfoque particular para apoyar la política, la pedagogía y los servicios educativos. Otros ámbitos de la ciencia cognitiva y la neurociencia han tenido menor tracción política y han visto menos traslación de la investigación. La electroencefalografía (EEG) inalámbrica de la actividad cerebral superficial ha empezado a utilizarse con niños en las aulas para controlar las respuestas cerebrales al aprendizaje (Froud et al., en revisión). La EEG puede integrarse en estudios educativos más amplios para medir: el efecto de estímulos específicos relacionados con el aprendizaje, por ejemplo, a través de intervenciones de potenciales relacionados con eventos (ERP) (Gerholm et al., 2019); la oscilación de las ondas cerebrales durante las tareas de aprendizaje en el aula y la sincronía cerebro-cerebro entre los alumnos (Youdell et al., 2020; Davidesco et al., 2017, 2023); o la activación de las redes neuronales durante el compromiso naturalista en el aula (Youdell & Lindley, 2018). Estos métodos tienen el potencial de proporcionar nuevos conocimientos sobre las formas de actividad cerebral asociadas con las experiencias de aprendizaje, lo que significa aprender y, a su vez, informar sobre las prácticas que apoyan y permiten el aprendizaje.
Los sensores de actividad electrodérmica (AED), desarrollados en las ciencias de la salud y el ejercicio, controlan los cambios fisiológicos de la actividad electrodérmica. Estos cambios en la conductividad de la piel debidos a la sudoración, como respuesta de la rama simpática del sistema nervioso autónomo, son indicativos de estrés/excitación. Aunque existen algunos problemas de traslación relacionados con el uso del AED con niños que no sudan como los adultos, en diálogo con los relatos sociales y psicológicos de los sentimientos en las aulas y los relatos pedagógicos de las relaciones para el aprendizaje, la detección del AED tiene el potencial de establecer asociaciones entre los marcadores fisiológicos de calma/estrés y los relatos sociológicos y psicológicos de las experiencias en el aula (Romine et al., 2022).
Los efectos de la dieta y los suplementos alimenticios (especialmente los ácidos grasos Omega 3 EPA y DHA del aceite de pescado) pueden controlarse mediante muestras de sangre obtenidas por punción y asociarse a variables relacionadas con el rendimiento. Desarrollado en la fisiología del ejercicio y la ciencia de la nutrición, esto puede integrarse en estudios alimentarios con escuelas y comunidades y tiene el potencial de mostrar tanto el significado de las prácticas alimentarias (Leahy & Wright, 2016) como el impacto del estado nutricional en la capacidad de aprendizaje (Kirby et al., 2010; Roach et al., 2021). Esto nos permite prever intervenciones nutricionales que sean sensibles y coherentes con las prácticas alimentarias de los niños y sus comunidades y que, al mismo tiempo, puedan mejorar las capacidades de aprendizaje. Dado que los beneficios de la suplementación con Omega 3 se observan especialmente entre los estudiantes que tienen dificultades en el aula y obtienen peores resultados en los exámenes, la investigación alimentaria biosicosocial podría sustentar la reforma de la alimentación escolar, combinando prácticas alimentarias inclusivas con la reducción del aceite vegetal Omega 6 y la suplementación con Omega 3, que mejoran tanto las exclusiones sociales como las desigualdades fisiológicas en las capacidades neuronales para el aprendizaje (Youdell y Lindley, 2018).
La captura y el análisis de la respiración exhalada (EB), desarrollada en medicina, salud y ciencias del ejercicio, identifica biomarcadores en forma de compuestos orgánicos volátiles (COV) que se transportan de la sangre a los pulmones y luego salen en la respiración, lo que nos permite perfilar los procesos metabólicos dentro del cuerpo. La integración de estos métodos en estudios naturalistas en el aula ofrece la posibilidad de identificar biomarcadores relacionados con el aprendizaje, las relaciones de aprendizaje y la pertenencia y el bienestar en el aula. Ya existe una serie de biomarcadores de los estados emocionales, como la angustia, el placer y la exposición o ingestión de nutrientes o toxinas (Turner, 2013; Weber et al., 2022). Estos biomarcadores pueden ampliarse para incluir las respuestas a los entornos de aprendizaje, las experiencias y los modos de interacción y proporcionar información no explotada sobre cómo los factores biosociales inhiben, median y permiten el aprendizaje.
La epigenética, que deriva de la genética y que implica el análisis de la plasticidad del código genético (por ejemplo, el estado de metilación o las modificaciones de las histonas) a partir de células sanguíneas o bucales (mejillas), identifica el impacto de los factores ambientales, relacionales y experienciales en la forma en que se regulan y expresan los genes. Esto ha sido de particular interés para los investigadores preocupados por el impacto del apego, incluso en el aprendizaje (Champagne, 2016; van Ijzendoorn et al., 2011). El análisis epigenético de los efectos de las relaciones en el aula y las experiencias de aprendizaje, y potencialmente del entorno fuera de la escuela (por ejemplo, las respuestas epigenéticas conservadas a la adversidad temprana), puede integrarse en una rica comprensión de la práctica en el aula y la pedagogía, lo que ofrece la posibilidad de aportar nuevos conocimientos sobre las capacidades de aprendizaje de los niños. Los marcadores epigenéticos pueden medirse mediante un pinchazo en la sangre o en las células bucales, combinarse con biomarcadores EB VOC e integrarse en el relato social y psicológico de la clase y de las relaciones en el aula. Esto podría ofrecer una nueva comprensión transformadora de cómo los vínculos dentro del aula se combinan con la pedagogía para mejorar los impactos de múltiples formas de desventaja fuera de la escuela en el ámbito de la regulación y la expresión génica.
Los enfoques biosociales no están exentos de riesgos: el de sobrepasar los límites de la ciencia; de sobreescribir lo que ya está bien demostrado por las ciencias sociales; el de suplantar a las ciencias sociales en lugar de elaborarlas; y el de exponer la educación y otros ámbitos de lo público a la especulación, ya que las empresas venden “soluciones” a servicios que se sienten fuera de su alcance o de tiempo.
En la política educativa de muchos países, hemos asistido a la adopción y aplicación entusiasta de determinadas áreas de la ciencia cognitiva, concretamente la memoria de trabajo y la carga cognitiva. Si bien estas ideas de la ciencia cognitiva están establecidas y son reconocidas por los educadores, la forma en que se imponen en la práctica en el aula corre el riesgo de limitar las posibilidades de que los educadores trabajen con una comprensión amplia de los alumnos y el aprendizaje. El asesoramiento de expertos y la revisión sistemática han sugerido que estos movimientos políticos no están bien fundamentados, destacando en su lugar la promesa de la neurociencia básica y la ciencia cognitiva para la educación y abogando por estudios traslacionales desarrollados en colaboración con educadores y con una fuerte validez ecológica (ACDE, 2023; Perry et al., 2020). Sin una investigación rigurosa que se integre en el conocimiento, las prácticas y los entornos educativos, la transferencia de los avances de la neurociencia básica o la ciencia cognitiva a la práctica educativa no quedan bien documentados, y corren el riesgo de suplantar en lugar de ampliar el conocimiento educativo y, en última instancia, de perjudicar a los sistemas educativos y a los niños a los que se dirigen.
A pesar de estos riesgos, y con la advertencia de que los enfoques biosociales deben ser verdaderamente colaborativos y transdisciplinarios, existe un profundo potencial para la investigación y la práctica de la educación biosocial. Un aspecto crucial de la educación biosocial es la forma en que la transdisciplinariedad transforma las preguntas que nos planteamos y, por tanto, nuestra capacidad de responder a problemas complejos de formas nuevas y más impactantes. Esto promete un futuro biosocial para la educación que podría suponer un cambio radical a la hora de comprender y abordar los complejos factores multifactoriales y transescalares que impulsan la desigualdad y, de este modo, transformar las trayectorias educativas de los niños y transformar sus oportunidades en la vida.
De cara al futuro, la educación biosocial tiene el potencial de replantear las aulas y las relaciones en ellas, permitiéndonos comprender las conexiones biosociales entre cómo nos sentimos y nuestra capacidad de aprender. Tiene también el potencial de reconocer y comprender la diversidad y las distintas necesidades de aprendizaje de formas radicalmente nuevas, generando un aprendizaje dirigido e incluso personalizado que no refuerce las prácticas y los relatos construidos en torno a concepciones normativas y deficitarias implícitas de los alumnos y el aprendizaje. Y tiene igualmente el potencial de establecer mecanismos desde los niveles moleculares a los macroscópicos, haciendo que la educación “basada en pruebas” y las ciencias sociales cuantitativas dejen de depender de las asociaciones estadísticas.
Algunos sociólogos de la educación críticos han expresado su preocupación por el hecho de que un giro biosocial ponga a trabajar la nueva ciencia de forma que potencie y amplíe las viejas desigualdades: por ejemplo, la genética evolutiva que defiende la inteligencia general y racialmente diferenciada. Sin embargo, si los estudiosos críticos la ponen en práctica de manera intencionada, la investigación sobre la educación biosocial puede generar nuevos conocimientos radicales sobre los factores que impulsan las desigualdades intransigentes en la educación: cómo las escuelas exigen y excluyen formas de identificación y reconocimiento; cómo las relaciones y prácticas en el aula y la gestión de la clase pueden bloquear el aprendizaje; cómo las desventajas estructurales y ambientales se integran en el cuerpo de manera que afectan a las capacidades de aprendizaje; cómo los procesos sistémicos, políticos e institucionales crean y exacerban las desigualdades generalizadas. Por lo tanto, el futuro de la educación biosocial podría ser más igualitario: si se comprenden las complejas causas multifactoriales de las desigualdades en la educación y se utilizan para desarrollar respuestas biosociales, se podrán identificar, abordar y dar respuesta a las causas de desigualdad más crudas (por ejemplo, la desigualdad nutricional) y más sutiles (la desigualdad relacional). La educación biosocial también puede ser más sostenible en el futuro: al llamar la atención sobre la interacción entre la persona, su biología y su entorno, y al desarrollar sofisticados relatos multiescalares al respecto, la educación biosocial puede desestabilizar la división mente/cuerpo que sigue dominando la educación, sintonizándonos y exigiéndonos una relación mutua con la naturaleza.
En última instancia, la educación biosocial tiene el potencial de influir en los gobiernos para que creen políticas y procesos educativos que estén en sintonía con la evidencia biosocial, allanando el camino para cambios en el sistema que puedan intervenir profundamente en las desigualdades arraigadas al mismo tiempo que permiten intervenciones educativas personalizadas. Somos biosociales y, por tanto, los mejores futuros educativos son, sin duda, también biosociales.
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Alfabetización digital, Educación de plataforma, Educación para el desarrollo, Epigenética, Generación, Igualdad, Infancia, Reproducción, Universidad
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0002-2401-0321
En términos generales, el concepto de “plataforma” remite a una superficie que se monta sobre otra más amplia y que sirve de apoyo o base para algo. En los últimos años, sin embargo, el término adquirió una densidad específica asociada con el creciente proceso de digitalización de la experiencia cotidiana (Costa, 2021), que se vio agudizado durante la pandemia, y que instaló progresivamente el uso de plataformas digitales, con lo que se convirtieron en un vector clave para distintos órdenes de la vida diaria. Como advierte Sadin (2018), estamos ante un crecimiento progresivo de la digitalización del mundo sobre superficies cada vez más extensas y variadas de lo real. Según Van Dijck, Poell y de Waal (2018), casi todas las áreas de la vida pública y privada han sido penetradas por plataformas online, lo que tiene efectos profundos sobre el modo en que las sociedades se organizan. La vida en común se transforma. Se trata, en rigor, de un ecosistema de plataformas que modula nuestro mundo –incluso el más mínimo, el más cotidiano, el más íntimo– a través de un ensamble de plataformas en red mayormente operado por grandes compañías conocidas como big five o GAFAM (Alphabet-Google, Apple, Facebook, Amazon y Microsoft).
Aquello que se afianza con el desarrollo de un modelo de acumulación capitalista basado en los datos como materia prima (Touza, 2022) opera sobre algunas de las características de la Web 2.0, que resonaban con fuerza a inicios del siglo XXI, asociadas con la “cultura participativa” y la posibilidad que se abría en términos de “trabajo colaborativo” e “intercambio” y producción de contenidos por parte de los usuarios. Sin embargo, en un período muy breve de tiempo, advierte Van Dijck (2016), esos conceptos mutaron. El de economía compartida (sharing economy) pasó a designar básicamente el intercambio de bienes o servicios por datos del usuario. Así, “intercambio” se volvió equivalente a una “transacción económica” que tiene a los datos como una mercancía.
Según Srnicek (2018), una plataforma online es una infraestructura digital que permite que dos o más grupos interactúen, posicionándose como intermediaria que reúne a diversos usuarios, no solo a los finales, sino también entidades corporativas y organismos públicos. En vez de construir un mercado desde cero, una plataforma proporciona la infraestructura básica para mediar entre diferentes grupos. Esta es la clave de su ventaja sobre los modelos de negocios tradicionales en lo que se refiere a datos, ya que se posiciona a sí misma (1) entre usuarios, y (2) como el terreno sobre el que tienen lugar sus actividades, lo que le confiere acceso privilegiado para registrarlas y monetarizarlas (Srnicek, 2018: 46).
Srnicek identifica cinco tipos de plataformas: a) Publicitarias, las más antiguas de esta nueva forma empresarial, son aquellas que extraen datos de los usuarios, los analizan y los usan luego para vender espacio publicitario. Los ejemplos que encontramos son, entre otros, Facebook o Google cuya principal fuente de ingresos es el uso de los datos generados por sus usuarios para vender publicidad personalizada; b) De la nube, como Amazon Web Services, son propietarias del hardware y software de negocios y ofrecen servicios informáticos por suscripción, como almacenamiento, herramientas, aplicaciones, sistemas operativos; c) Industriales, que producen el hardware y el software que se necesita para transformar la manufactura tradicional en procesos conectados por Internet que bajan los costos de producción y transforman bienes en servicios (GE o Siemens); resultan de la progresiva inserción de sensores y computadoras en los procesos de producción y logística; d) De productos, que generan renta a partir del uso de otras plataformas para transformar un bien tradicional en un servicio por el que se cobra un alquiler o tasa de suscripción. Se encuentran aquí Spotify y Rolls Royce; este último, por ejemplo, toma datos que emiten sus productos para ofrecer un servicio superior al que podría ofrecer otra empresa y e) Austeras, como Uber y Airbnb, que buscan reducir al mínimo los activos de los que son propietarias, además de datos y software necesarios, y obtener ganancias con la mayor reducción de costos posible. Por supuesto, se trata de divisiones analíticas que pueden convivir –y de hecho en general lo hacen– dentro de una misma empresa.
El diseño de estas plataformas supone un complejo entrecruzamiento de arquitecturas técnicas, modelos de negocios y actividad masiva de usuarios. Tal como advierten Van Dijck et al. (2018), su funcionamiento implica, al menos, tres mecanismos: datificación, esto es, el proceso mediante el cual cada actividad en línea, individual o colectiva, es transformada en datos; mercantilización, lo que supone la creación de valor a partir de esos datos (una vez que los datos son analizados y curados se arman perfiles de usuarios a partir de las huellas que dejamos en función de nuestros gustos o consumos y se constituyen en novedosas mercancías que se venden y se utilizan en las plataformas para orientar nuestros comportamientos); selección automatizada, que implica que son los algoritmos los que definen aquello que se presenta de manera personalizada para ver, leer, escuchar o comprar.
La “plataformización” es un proceso que implica el progresivo alcance de distintos tipos de plataformas digitales a diversos niveles de la vida social con una incidencia cada vez mayor en sectores que han sido tradicionalmente parte de la esfera pública como la salud y la educación. Lo que se pone en juego allí es, entre otras cosas, quién controla la cosa pública, bajo qué lógicas y operando cuáles sentidos.
Educación de plataforma (Grinberg y Armella, 2023) designa, así, un proceso que se inscribe en esta serie más amplia asociada con las formas de vida infotecnológicas (Costa, 2021) y la digitalización de la experiencia. En esta línea, algunos autores proponen pensar a las plataformas educativas desde una mirada que no las considere como meras herramientas digitales aisladas y neutrales, en un sentido técnico-instrumental, sino como parte de un dispositivo sociotécnico más amplio (Decuypere, Grimaldi y Landri, 2021; Robertson, 2019).
La plataformización de la educación está afectando la idea misma de la educación como bien común, entre otras cosas, porque la mayor parte de las plataformas educativas están en manos de corporaciones y propulsadas por arquitecturas algorítmicas y modelos de negocios (Van Dijck et al., 2018).12 Se trata de un proceso que, sobre todo, cristaliza un modo tecnocrático de reforma educativa (Williamson, 2018) que va mucho más allá de la incorporación de tecnología en las escuelas; en su lugar, lleva a la educación a manos privadas y la convierte en una suerte de laboratorio que progresivamente desenlaza al aprendizaje de la enseñanza y de la escuela tal como los conocimos hasta ahora (Armella y Grinberg, 2023) y que, en algunos casos, parece reeditar el sueño tecno-pedagógico perfilado por Skinner y su máquina de enseñar en la década del cincuenta.
Para Decuypere et al. (2021), es necesario estudiar las características específicas de las plataformas educativas y detenerse en su particularidad, ya que no son enteramente reducibles a los mecanismos por los que actúan las plataformas big tech.
Según Grimaldi y Ball (2023), la plataformización de la educación implica al menos tres procesos, imbricados entre sí, de orden económico, político y educativo, asociados con el crecimiento a nivel mundial de tecnologías educativas (EdTech), que actúan como fuerzas líderes en este campo; la problematización de la escolarización tradicional basada en el aula, que ve a las tecnologías digitales como “soluciones” a sus defectos y el establecimiento simultáneo de plataformas educativas online (EP) como elementos constitutivos de la experiencia educativa contemporánea. Así –señalan–, las EP se presentan como alternativas para abordar diversos problemas vinculados con el aprendizaje online, la gestión del aprendizaje en entornos mixtos, el aprendizaje en el hogar, la participación, el diseño de escuelas innovadoras, la realización de tareas de administración escolar y el análisis estadístico de los aprendizajes. En este sentido –advierten–, se trata de un proceso que está reelaborando la misma idea de educación, su organización, los sentidos sobre ella y el modo en que vivimos la experiencia educativa como docentes, estudiantes, padres, analistas, investigadores y ciudadanos.
Las plataformas educativas están tensando –con concreciones más o menos firmes de acuerdo al contexto y al nivel educativo– el modo de entender los procesos de aprendizaje y las prácticas de enseñanza, los cuales están cambiando gradualmente de forma (Ducuypere y Vanden Broek, 2020) y van quedando progresivamente desarraigados de los sentidos asociados con la educación pública como un currículum basado en el conocimiento, cierta autonomía de los docentes en relación con aquello que se enseña, cómo se enseña y los tiempos para hacerlo, la asequibilidad colectiva y los vínculos entre la educación e igualdad (Grimaldi y Ball, 2023). Lejos del ideal pansófico del “todo a todos”, parece configurarse la búsqueda de una educación personalizada o “a la carta”, que toma el “modelo Netflix” y que supone un sistema online adaptado según las necesidades o demandas de cada estudiante que opera, a la vez, anticipando y modulando los comportamientos futuros (Webb, Sellar y Gulson, 2023).
A través del tipo de interfaces (GUI y API, ver Grimaldi y Ball, 2023; Kelkar, 2018) que utilizan y de los algoritmos y protocolos involucrados, las plataformas modelan los tipos de usos, de usuarios y de interacciones al tiempo que desalientan otros. Investigar y precisar qué habilitan y qué se pone en acto parecen ser algunos de los desafíos que debemos asumir, ya que, a pesar de su creciente incidencia en el campo de la educación, hay aún un área de vacancia en la investigación crítica en torno a la plataformización de la educación que interpele sus efectos performativos (Ducuypere et al. 2021; Robertson, 2019).
Quizás, entre las tareas cardinales de la investigación pedagógica por venir, se cuenten tanto mapear lo que está siendo la educación en su vínculo con las tecnologías como proyectar otros usos, tipos de apropiaciones y de relación cuerpos-máquinas no modeladas según imaginarios sociotécnicos (Williamson, 2018) prefigurados de acuerdo con patrones corporativos. Quizás la educación y la escuela puedan volverse sitios para el despliegue de una desobediencia que escape al individualismo caprichoso del tecnocapitalismo –y sus ofertas infinitas de recorridos personalizados– y asuman el riesgo de tratar con lo múltiple y desconocido del pensamiento y de la presencia de los otros.
Costa, F. (2021). Tecnoceno. Algoritmos, biohackers y nuevas formas de vida. Taurus.
Decuypere, M., y Vanden Broeck, P. (2020). “Time and educational (re-)forms-Inquiring the temporal dimension of education”. Educational Philosophy and Theory, 52(6), 602-612. https://doi.org/10.1080/00131857.2020.1716449
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Grimaldi, E. y Ball, S. (2023). “Paradojas de la libertad. Un análisis arqueológico de las interfaces de plataformas educativas online”. En Grinberg, S. y Armella, J. (Eds.), Educación de plataforma. Sociedad posmedia y pedagogías por-venir. Miño y Dávila.
Grinberg, S. y Armella, J. (2023) “Educar (entre) las máquinas”. En Grinberg, S. y Armella, J. (Eds.), Educación de plataforma. Sociedad posmedia y pedagogías por-venir. Miño y Dávila.
Kelkar, S. (2018). “Engineering a platform: The construction of interfaces, users, organizational roles, and the division of labor”. New Media and Society, 20(7), 2629–2646. https://doi.org/10.1177/1461444817728682
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Ver también
Alfabetización digital, Capitalismo de plataformas, Ciberespacio, Ciberliteraturas, Educación biosocial, Educación para el desarrollo, Educar / educaere, Infancia, Inteligencia artificial, No conocimiento, Tecnoceno, Transición digital, Universidad
12 Se pueden revisar, entre otros, los siguientes sitios: https://www.ticmas.com/; http://es.coursera.org;
https://edu.google.com/intl/ALL_ar/ y https://www.blackboard.com/, así como también la nota: https://www.bbc.com/mundo/media-40590361
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0002-5766-1593
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0001-6776-728X
“Educación para el desarrollo” es un término alrededor del cual se organiza buena parte de los debates globales sobre las funciones de la educación y el futuro de los sistemas educativos. Sin ignorar los cuestionamientos y los múltiples enfoques con los que se ha abordado la noción de “educación para el desarrollo (internacional)” o la más amplia díada de “educación y desarrollo” (véase McCowan y Unterhalter, 2022), esta entrada se restringe al campo de debates y acciones liderados por los organismos internacionales (OI), considerados como espacios donde los Estados y otros actores “construyen un orden mundial ‘imaginado’, a través de procesos de negociación, difusión y (ocasionalmente) cuestionamiento” (Mundy, 1999: 28, nuestra traducción). El objetivo de esta entrada es presentar las principales perspectivas promovidas por estas agencias sobre el rol de la educación frente a la sociedad en términos de desarrollo, en especial en su proyección hacia el futuro. En estas visiones, la educación es abordada principalmente en su organización formal mediante los sistemas administrados por los Estados nacionales, mientras que “desarrollo” es un término que condensa de diferentes maneras la relación entre estos sistemas y sus ambientes sociales (también pensados, mayormente, en términos nacionales).
En su enunciación más básica, “educación para el desarrollo” es un campo de ideas y acciones en el que participan actores nacionales, internacionales y transnacionales. Está asentado en dos nociones: 1) una sociedad desarrollada supone, como uno de sus elementos fundamentales, la provisión de una escolarización masiva y de otros dispositivos educativos que habilitan la realización individual y colectiva de su población; 2) la educación formal contribuye decisivamente al desarrollo de otros ámbitos sociales (Chabbott y Ramirez, 2006; McCowan y Unterhalter, 2022). Chabbott y Ramirez (2006) y King (2016) identifican una variedad de enfoques dentro de los discursos de la educación para el desarrollo, asociados a los cambios que la noción de desarrollo fue sufriendo desde la segunda mitad del siglo XX. En las últimas tres décadas se han mantenido en tensión diversas perspectivas, no necesariamente excluyentes, al interior de la comunidad de agencias internacionales (McCowan y Unterhalter, 2022). La principal disputa es la que se da entre identificar a la educación con el progreso económico (desde la teoría del capital humano y su reformulación alrededor de la idea de la economía del conocimiento) o con el avance hacia un mundo más justo o más sustentable (desde las perspectivas de derechos humanos y de desarrollo sostenible). Otras tensiones no menores han atravesado a la educación para el desarrollo desde sus orígenes, incluidas las inconsistencias entre las aspiraciones igualitarias y las desigualdades estructurales a nivel global, o entre los ideales universalistas y los diversos intereses geopolíticos y económicos que intervienen en el direccionamiento de la cooperación internacional.
El uso del término educación para el desarrollo comenzó a ocupar un lugar de relevancia en la agenda pública hacia mediados del siglo XX, en el contexto del fin de la Segunda Guerra Mundial, el posterior proceso de descolonización y el inicio de la confrontación entre los bloques occidental y soviético (Chabbott y Ramirez, 2006; McCowan y Unterhalter, 2022). Un hito fundamental fue la inclusión de la educación en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU. El régimen de cooperación internacional dentro del cual se insertó la noción de educación para el desarrollo tuvo como principal propósito asegurar la expansión de un orden estable identificado con el Estado keynesiano (Mundy, 1999). En ese marco, la misión educativa de la Unesco como agencia especializada de la ONU se orientó a la preservación de un mundo sin guerras, pero también a contribuir al progreso económico de los países del Tercer Mundo. Ello se tradujo en la promoción universal de la educación primaria gratuita y obligatoria y, en forma articulada con otros OI, en el apoyo a la expansión de otros niveles y modalidades que se concebían más directamente ligados al desarrollo económico (King, 2016; Mundy, 1999).
En América Latina, identificada como una de las regiones del mundo “subdesarrolladas”, se desplegaron iniciativas internacionales para el desarrollo educativo desde la década de 1950. La visión sobre el rol de la educación para el desarrollo económico, en particular, impulsó la propagación del planeamiento educativo y su enfoque técnico-racional de moldeamiento del futuro. Más adelante, el “Proyecto Principal de Educación 1980-2000”, liderado por la OREALC-Unesco, plantearía una ambiciosa agenda articulando propósitos de justicia social y desarrollo autónomo, aunque en un contexto de dictaduras y de crisis económica. Al mismo tiempo, comenzarían a cuestionarse desde organismos como la CEPAL los supuestos más optimistas y el paradigma modernizador de la agenda hasta entonces dominante de educación para el desarrollo.
A nivel mundial, los esfuerzos de la Unesco por generar una visión que guiara de manera unificada las iniciativas de asistencia internacional para la educación se materializaron en la publicación en 1972 del reporte Learning to be: The world of education today and tomorrow, que articulaba un enfoque humanista y democrático de la educación y convocaba a la “solidaridad entre los gobiernos y los pueblos” en aras de la construcción común de una “sociedad del aprendizaje” (Elfert, 2018). Partiendo de la idea de que la plena realización de las personas es el principal objetivo del desarrollo, se proponía un proceso permanente de “aprender a ser” que habría de conducir a la “emancipación individual y colectiva”. Sin embargo, la recepción del documento mostró las divergencias existentes dentro de la comunidad de OI, en particular frente a las perspectivas más instrumentales de la OCDE y el Banco Mundial (BM) (Mundy, 1999).
A partir de la década de 1990 se intensificó la configuración de una agenda global de política educativa, en el marco del fin de la Guerra Fría y la consolidación de la hegemonía neoliberal. La Conferencia Mundial de la Educación para Todos (EPT) celebrada en 1990 y patrocinada por los principales OI definió metas educativas a ser alcanzadas en los siguientes diez años con el foco puesto en la universalización de la “educación básica”, metas que serían redefinidas en el 2000 para los próximos 15 años. Los acuerdos alcanzados en la conferencia expresaban tanto el interés del BM por la universalización de la educación primaria, en cuanto inversión educativa más rentable, como el de la Unesco y organizaciones no gubernamentales en la definición de la educación como un derecho humano.
A pesar del aparente consenso alcanzado alrededor de la EPT, las disputas sobre las concepciones de la educación para el desarrollo se hicieron evidentes a través de sendas publicaciones del BM y de la Unesco, que tuvieron una importante repercusión. En el primer caso, el documento de Prioridades y Estrategias para la Educación, de 1995, al expandir la definición de “países en desarrollo” a los miembros del recientemente disuelto bloque comunista de Europa del Este, defendía de manera categórica la tasa de retorno como mecanismo para definir opciones de política, a la vez que enfatizaba el rol de la educación para la mejora de la productividad individual y el crecimiento económico. Por su parte, el informe La educación encierra un tesoro, de la Comisión Internacional de la Educación para el Siglo 21, de 1996, confirmaba el compromiso de la Unesco con un enfoque humanista y reclamaba que la agenda global abandonara el foco en el crecimiento económico y lo colocara en el desarrollo humano (Elfert, 2018; Mundy, 1999).
América Latina fue objeto durante las décadas de 1990 y 2000 de numerosos diagnósticos, recomendaciones y compromisos educativos motorizados por los OI que implicaron la reformulación del rol de la educación en términos de un nuevo modelo de desarrollo en respuesta al escenario de intensificación de la globalización, aunque con enfoques divergentes e incluso interpretaciones diferentes de la EPT. El de la educación superior fue uno de los ámbitos en el que se manifestaron mayores disputas y en el que la región adoptó una posición de liderazgo en defensa de una perspectiva de derecho y de garantía estatal.
Durante la década de 2000, tanto el BM como la OCDE extendieron sus argumentos sobre el lugar de la educación formal en un mundo donde el crecimiento económico dependería cada vez más de la generación y utilización de conocimiento. En el marco del programa “La escuela del mañana”, la OCDE promovió una discusión sobre seis escenarios de escolarización proyectables hasta el año 2020 sobre la base de una serie de tendencias identificadas por la propia organización. La propuesta del BM, por su parte, consistió en una apropiación del término “aprendizaje a lo largo de la vida” en clave de un individualismo competitivo. Ambas organizaciones coincidían en un diagnóstico que subrayaba la desactualización y la falta de flexibilidad de docentes y escuelas para responder a los nuevos retos sociales, aunque diferían respecto a si era preferible avanzar hacia un modelo educativo basado en el mercado (BM) o hacia un sistema que mantuviera un grado considerable de integración institucional y social (OCDE) (Robertson, 2005). En clara oposición a esas perspectivas centradas en la formación de capital humano, la Unesco comenzó a articular una visión de educación sustentable que unía la preocupación por el cuidado del medio ambiente con las de la viabilidad económica y la justicia social. En la Conferencia Mundial sobre Educación para el Desarrollo Sostenible, de 2014, se propuso que esta visión se integrase como un componente central a la noción de una educación inclusiva y de calidad (Sprague, 2015).
En 2015 se inaugura una nueva etapa alineada con la Agenda de Desarrollo Sostenible aprobada por la ONU ese mismo año. La Agenda de Educación 2030 asume el desafío de concretar el Objetivo de Desarrollo Sostenible (ODS) número 4: “garantizar una educación inclusiva, equitativa y de calidad y promover oportunidades de aprendizaje a lo largo de la vida para todos”. Con una concepción más integral y dirigida a todos los países del globo (no solo a los “menos desarrollados”), esta agenda plantea una serie de metas asociadas a la educación de la primera infancia, la educación secundaria, la educación técnica y la formación profesional, la educación superior, la educación de adultos, la ampliación de la infraestructura escolar y la formación docente. En la articulación conceptual del ODS4 se estrechan los lazos entre “inclusión” y “equidad” —en tanto se suponen mutuamente— así como la asociación de este binomio con el logro de una “educación de calidad” (Sayed et al., 2018). A su vez, el foco en la educación básica es reemplazado por la idea de educación a lo largo de la vida, noción clave en la tradición humanista de la Unesco.
Durante los últimos años, ha crecido la influencia de la OCDE, desplazando a un segundo plano al BM en el liderazgo de los actores internacionales identificados con la agenda educativa para el desarrollo económico y generando una propuesta ambiciosa de restructuración de la escolaridad con el horizonte del año 2030. La OCDE se ha propuesto diseñar un sistema de evaluación global del cumplimiento de las metas establecidas en el ODS sobre educación y que se legitima en la idea del “valor humanístico” de la evaluación, movimiento que incluye un cambio acerca de cuáles serían las competencias consideradas clave para el futuro que los sistemas educativos deben inculcar —con énfasis en el área socioemocional— para la formación integral de las personas (Xiaomin y Auld, 2020). En contraste, la Comisión Internacional sobre los Futuros de la Educación convocada por la Unesco ha expresado una visión crítica del desarrollo desigual y antiecológico, avizorando futuros insostenibles en caso de mantenerse esta senda (Unesco, 2021). El informe cuestiona de forma explícita las perspectivas que han asociado a la educación con el éxito individual, la competitividad y el desarrollo económico en detrimento de la solidaridad, la fraternidad y el cuidado de las personas y del planeta. Contra este escenario, reivindica la concepción de la educación como un bien común, público y global, y postula la necesidad de refundar el “contrato social” educativo a fines de propiciar el desarrollo de “futuros educativos sustentables” (en plural).
Los planteos críticos articulados por las iniciativas de la Unesco —y, en particular, la nueva y expandida visión de la educación contenida en el ODS4— pueden ser considerados como una plataforma potencial de acción a favor de sociedades más justas, inclusivas y sustentables, aunque no exenta de cuestionamientos desde perspectivas que abogan por transformaciones sociales profundas (Sayed et al., 2018). También en el proceso de recontextualización de la Agenda Educativa 2030 al espacio latinoamericano se actualizan las tensiones en los procesos de construcción de futuros deseables y alcanzables, ante la coexistencia de concepciones divergentes sobre los contenidos y formas apropiadas de la educación y sus vinculaciones con el desarrollo (IIPE-Unesco, 2017).
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Ver también
Alfabetización digital, Desarrollo, Derechos humanos, Dignidad, Educación biosocial, Educación de plataformas, Educar / educaere, Prácticas de enseñanza, Transición digital, Universidad
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0001-9261-9032
Educamos en el presente con el material del pasado de cara a producir efectos en un futuro que esperamos sea mejor. En ello radica la esperanza que se yergue todos los días en las aulas, en la paradoja que supone actuar simultáneamente en estas tres coordenadas de tiempo: las fuerzas del pasado, el legado, la memoria y su transmisión en un presente que solo hace sentido de cara al futuro. La etimología de “educar” condensa esa paradoja: del latín educare –nutrir, criar–, y educere –hacer salir y poner en el mundo (Mársico y Castello, 1995). Es parte de la condición humana, señala Arendt, que cada generación crezca en un mundo viejo. Nutrir y poner en el mundo es el modo que tenemos de hacer salir lo nuevo. La noción de “alumno” –cuya etimología ligada a la idea de educar se relaciona con alumnus, “alimentar”– ha quedado atada a la moderna noción de infancia (Varela y Álvarez Uría, 1991; Carli, 2002). Es así como educare y educere se encuentran. Poner en el mundo, transmitir cuya raíz mittere supone “dejar ir”, “lanzar”, transmittere hacer “llegar de un contenido a otro” y, promittere declarar un contenido por adelantado. “Educar” se vuelve encontrarse con un contenido que al hacerlo llegar lo dejamos ir como promesa de futuro. Un contenido que corresponde al mundo viejo y debe ser lanzado como modo de nutrir y poner en el mundo, de modo que alguien más lo tome y lo dirija en otra dirección. Sin esa transmisión, parafraseando a Arendt, cada generación debería empezar siempre de cero.
La promesa de futuro, la formación como instancia en la que las nuevas generaciones pasan de un estado a otro y se les brinda la oportunidad de forjar su destino, se convierte paradojalmente en la posibilidad de que el futuro traiga consigo algo diferente, al tiempo que solo es posible gracias al legado que habremos de transmitir. Una temporalidad que al moverse simultáneamente en tres coordenadas se vuelve una práctica tan asociada a transformar como a conservar. Una escena tan inevitable como deseable en un mundo donde cada vez más lo sólido se desvanece en el aire, de acuerdo con la expresión de Marx y Engels retomada por Marshall Berman (1988). De modo que, la inscripción del Yo en la historia, la identidad, se conjuga y solo se hace posible en el hilo conductor de una memoria que, mientras no le pertenece a nadie, nos pertenece a todos y que en su pasaje de un estado a otra porta su transformación. En la tarea de educar resuena la pregunta que Derrida (2011) retoma respecto de Robinson Crusoe: ¿De quién es esa huella?, ¿es la propia? La educación se hace entre esas huellas y nos empuja a unas nuevas, a las que dejaremos a nuestro paso.
La memoria y su transmisión, el material del pasado que habremos de legar, aparece directamente ligado con la esperanza de futuro. Ello explica por qué depositamos tanto en la educación, por qué esperamos que grandes problemas sociales, como la desigualdad, la violencia o el racismo, sean sino revertidos al menos aminorados por el sistema escolar. Cada sociedad se hace, y le hace a los recién llegados, algún tipo de promesa asociada a la formación. La paideia para los griegos refería a la educación en tanto ideal de la cultura; una noción que en Roma quedaría ligada a humanitas, a las cualidades que hacen a un verdadero hombre. De aquí se sigue la pregunta sobre qué cualidades son verdaderas, cuál es el ideal que somos llamados a alcanzar.
La respuesta a esos interrogantes supone otro aspecto de la temporalidad cruzada que porta la educación, en tanto su respuesta es por definición política y solo puede ser respondida históricamente. Cada sociedad se da a sí misma una definición de aquello que entiende es ese ideal; se trata de una definición que no puede más que ser agonística. Qué es aquello que vale la pena ser enseñado, qué es considerado mejor futuro. Cada época se define por aquello que define qué es cultura y, por tanto, debe ser transmitido a las nuevas generaciones. Cada vez que un docente entra en un aula, prepara su clase o define los contenidos de la evaluación, responde a esa pregunta. He allí el carácter histórico de esa pregunta que a la vez es político. Esto es, las respuestas a la pregunta por el ideal o por lo que es verdaderamente humano no pueden, sino ser objeto de disputa, lo cual nos recuerda que cuando educamos lo hacemos en el presente y en las luchas del presente. De otro modo, caeríamos en la falacia de creer que la educación por moverse entre pasado y futuro puede escapar a las “trampas” del presente. Nada del presente le es ajeno al educador, ni al educando, ni a las instituciones educativas. La educación nos forma en el presente, pero, por suerte, lo hace para el futuro: no para lo que somos, sino para quiénes queremos ser.
En el fragor de las revoluciones burguesas, el sistema educativo se volvió la institución que nos volvería libres, iguales y fraternos. Nada de ello ocurría sino como promesa. Los ideales pansóficos13 –enseñar todo a todos– se volvieron eje de la conformación del sistema escolar moderno mientras portan la promesa de una educación que, asentada en la distribución de las Luces (Condorcet, 1986, Sarmiento, 1848) –entre crisis, reclamos y reformas–, pone el foco en la formación del ciudadano y del trabajador. Si es cierto que la educación ha hecho mucho para que algo de la trilogía igualdad, libertad y fraternidad se realice a diario en las aulas, también lo es que no deja de ser una institución que solo puede ocurrir en el presente, realizarse en el barro de la historia. Entre estas tensiones, transitamos aún nuestra escolaridad, esperando que algo de la desigualdad se dirima en el sistema educativo.
La investigación educativa viene dando cuenta de esos debates hace ya más de un siglo. Por un lado, las denominadas corrientes funcionalistas –especialmente desde Parsons (1975) y luego con la teoría del capital humano (Schultz, 1972)– han hecho eje en las lecturas que colocan la explicación de éxitos y fracasos en el individuo, quien gracias a su esfuerzo o inteligencia consigue progresar bajo la idea de que es el mérito el que explica la movilidad social ascendente. La imagen “Mi hijo el doctor” condensa ese espíritu y, en tiempos de movilidad social ascendente –como ha sido buena parte del siglo XX–, se vuelve promesa hecha realidad. Cada día que abrimos las aulas para enseñar o aprender esperamos que algo de ello vuelva a ocurrir. Y cuando no sucede, le reclamamos a la escuela por nuestros fracasos como si la desigualdad creciente –la movilidad social descendente o el desempleo– fuera causada por la educación. Por otro lado, las corrientes del reproductivismo han reaccionado a esos planteos meritocráticos mostrando que se trata de lecturas que reifican dinámicas sociales. Esto es, si bien el sistema escolar puede torcer algo de la desigualdad estructural que hace a nuestras sociedades, las estadísticas educativas muestran que existe una correlación muy difícil de torcer entre nivel socioeconómico y educación. De hecho, las políticas compensatorias –desde becas hasta tutorías de apoyo– suelen dirigirse a contrarrestar esas desigualdades que la escuela per se no puede paliar. En otras palabras, si ponemos en marcha políticas de inclusión educativa es porque vivimos en medio de una creciente exclusión social. Las preguntas sobre cuáles podrán ser las políticas capaces de acercarnos al ideal de la inclusión, o sobre si puede la inteligencia artificial educar, conforman algunas de las tensiones de nuestro presente convulsionado.
Más ampliamente, la pregunta sobre en qué medida los ideales que sentaron las bases de los sistemas educativos modernos siguen vigentes en el siglo XXI es parte clave de la llamada crisis de la educación (Lyotard, 1993; Peters, 1996). Desde fines del siglo XX, la noción de sociedad de aprendizaje fue ganando terreno y la enseñanza parece pasar de moda, desplazada por el autoaprendizaje. Mientras enseñar se iba volviendo algo demodé, se llamaba a los docentes a volverse coachs –facilitadores de oportunidades o experiencias de aprendizaje—. En la sociedad del conocimiento, la educación se ve enfrentada a la extravagante tarea de no enseñarlo y, cada vez más, parece que esa faena puede ser desarrollada por tecnologías donde la búsqueda de información se vuelve sinónimo de enseñar y aprender. Con ello se confunde información con conocimiento, y a Google, los tutoriales o al Chatgpt, con enseñar. Promediando el tercer decenio del siglo XXI, cual crónica anunciada, nos lamentamos por la baja de la calidad educativa. Luego, organismos como el Banco Mundial decretan la crisis de los aprendizajes (Banerji y Murthi, 2023) y, después de veinte años, la Unesco desaconseja el uso de los celulares en las aulas. Devolver a la educación su paradojal misión, disolviendo la falaz antinomia entre transmitir y transformar, quizá nos ayude a encontrar algún hilo que le devuelva su contenido específicamente educativo (Biesta, 2005; Biesta y Säfström, 2018; Di Paolantonio, 2023).
Si, como señalara Arendt (1996a), la modernidad confundió autoridad y autoritarismo, la educación ha quedado presa de una crítica que, escapando del aprendizaje memorístico y muchas veces carente de sentido, tiro al bebé con la canasta. De muy diversas maneras, la escuela ha quedado capturada por las imágenes que películas como The Wall han graficado. Aquella maquinaria escolar homogeneizante ha dado paso a un conjunto de nuevas realidades, cada vez más fragmentadas. Ya no vivimos esos tiempos. Nuestros ya no tan nuevos tiempos están cada vez más alejados de aquellas lógicas y racionalidades. Ni los docentes ni la escuela son ya máquinas picadoras. Ello no implica que los problemas de la educación y de la desigualdad se hayan disipado, sino que, dado que es una acción que únicamente puede realizarse en el presente, necesitamos reposicionar la pregunta y sin duda la comprensión crítica de la educación. ¿Se puede aprender a leer y escribir, a sumar y restar sin que medie enseñanza? Es posible, sí. Pero nuevamente, estaríamos condenados a empezar siempre de cero. La educación supone legar, transmitir, enseñar y necesitamos de alguien que se ocupe de ello. No hacerlo, dejarlo en manos del homeschooling, de las plataformas, de la inteligencia artificial, no haría más que profundizar la crisis y sin duda la desigualdad.
Lejos de los supuestos que nos llevaron creer que a los alumnos no les importa la escuela y aún menos si viven en contextos de pobreza urbana (Grinberg et al., 2022), la investigación da cuenta de la valoración para con los docentes que enseñan: “A mí me gusta que me expliquen, no que nos manden a googlear o mirar videos”, me decía una estudiante de secundaria. La pandemia del COVID-19 nos recordó, de modos traumáticos, que necesitamos escuelas; los resultados de las pruebas de evaluación de calidad muestran que enseñar es una tarea indelegable.
Vivimos en el mundo tan juntos como fragmentados. La urbanización de la vida nos arroja a compartir y depender cada vez más los unos de los otros, mientras la fragmentación urbana y la de las redes nos enreda con quienes piensan, sienten y desean como nosotros. No es algo tan nuevo, la necesidad de crear algo así como un ser social ocupó al pensamiento social y pedagógico en los albores de la modernidad: Comenio, Condorcet, Durkheim o Sarmiento tienen en esa preocupación un denominador común. Adorno, en su pregunta acerca de la educación después de Auschwitz y, sin duda, Freire, vieron en la educación tanto la explicación de la opresión como la posibilidad de su transformación. Si la educación se volvió cosa pública es justamente por ello. En su seno radica gran parte de la posibilidad de dar forma a un mundo común y ese es probablemente uno de los desafíos más importante que enfrenta la escolaridad contemporánea. Un mundo que es proceso construir entre diferentes y donde la variedad de perspectivas se traduce en el interés por ese objeto común. Cuando perdemos la capacidad de ver y oír a los demás, así como de ser vistos y oídos, quedamos atados a una experiencia personal, a la futilidad de buscar la admiración pública. ¿Le pedimos a la escuela que resuelva lo que nosotros no podemos resolver? Probablemente, pero, si no es a ella, ¿a quién? Google no enseña y las redes tienden a reducir toda equivalencia de la diferencia a cero, conformando un mundo donde solo nos queda anular y negar al otro. No hay allí ninguna naturaleza común de los hombres, nada que pueda evitar la destrucción del mundo común (ver Arendt, 1996a: 66-67). Un mundo común que nos junta y evita que nos encerremos y hundamos en la epidemia de la ansiedad, la depresión o las fobias, o lo que es peor que nos caigamos unos sobre otros. Mientras parecemos condenados al aislamiento, la escuela de carne y hueso se vuelve el espacio donde estamos obligados a encontrarnos con otros, a que nuestros cuerpos se rocen, a escuchar diferentes tonos de voz, a que nuestras emociones, pensamientos e ideas entren en relación con los de los demás.
Si cada sociedad se da a sí misma una promesa de la formación, proteger el carácter público de la educación pública (aquella que el siglo XIX no solo peleó, sino que imaginó y puso en marcha) sigue siendo más que una promesa, es una necesidad. Nos queda a nosotros el desafío de su actualización. Las cosas han cambiado un poco. Sin duda. La idea de que vivimos en un mundo distópico, que no perdurará, a veces parece que puede dispensarnos de la responsabilidad que tenemos de trans-mittere. Esto se pone en juego todos los días en nuestras aulas. Si queremos que como promesa el futuro nos traiga algo nuevo, no podemos más que –parafraseando a Nietzsche– educar contra nuestro tiempo, pero en nuestro tiempo. Como supo plantear Benjamin todo documento de cultura es a la vez un documento de barbarie y así son también los procesos de su transmisión: la educación nada con la corriente mientras necesitamos que nos lleve contracorriente. Así las cosas, la pregunta que debemos hacernos no es qué hace o puede hacer la escuela por nosotros, sino qué podemos hacer por ella, cómo podemos transformarla mientras la protegemos de nosotros mismos.
La educación en la historia ha asumido múltiples formas y ha portado los ideales y los problemas de cada sociedad. La educación que tenemos es resultado de ello. La frase “la educación no prepara para la sociedad que tenemos” porta esa tan necesaria como esperanzadora condición. Es así tanto porque no deja de ocurrir entre los problemas del presente que se espera resuelva como porque educamos pensando, no en lo que es, sino en lo que podrá ser, en lo que esperamos que otros hagan con el material que dejamos ir. Sabiendo que esos otros harán con ese material lo que puedan, crean y creen, pero nuevamente, por suerte, será algo que no podemos, aunque así lo queramos, definir de antemano. En ello radica la crítica, el pensamiento crítico que tanto abrazamos cuando educamos. La máxima kantiana del atrévete a pensar, el cuestionamiento radical, como señalara Foucault, de las condiciones históricas que nos hacen ser quienes somos, involucra la transmisión de los conceptos con los que hemos pensado/pensamos el mundo. Las letras, la matemática, la física, la historia, la filosofía, tanto como la biotecnología, la informática, la ética, etc., son todos órdenes del discurso que es responsabilidad de los que estamos en el mundo transmitir. Pero que en ese mismo acto ya no nos pertenece porque lo dejamos ir, lo lanzamos hacia adelante, deseando que otros se atrevan a pensar y, sobre ello, no podemos hacer nada más que preguntarnos por el mundo que legamos, por el que habremos de conservar –qué saberes, qué memorias, qué letras, y cada vez más qué Tierra– y esperar que quienes nos sigan hagan algo mejor con él. He allí la magia de educar.
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Alfabetización digital, Educación biosocial, Educación de plataforma, Educación para el desarrollo, Emancipación, Futuridad, Generación, Individuación, Infancia, No conocimiento, Posmodernidad, Reproducción, Transición digital, Universidad
13 En su Didáctica magna, publicada en pleno siglo XVII, Comenio escribió: “Pansofía significa sabiduría universal, es decir, el conocimiento de todas las cosas que son, según el modo y la manera en que son, y el saber acerca del fin y el uso para el que están allí. Tres cosas son necesarias entonces: 1. que se sepa todo según su esencia; 2. que se reconozca todo según sus formas y, finalmente, 3. que a través de su finalidad todo muestre de un modo claro su aplicación”.
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
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Emancipación, del lat., emancipātio,-onis; (ingl., emancipation, enfranchisement), (al., Emanzipation, Mündigsprechung); fr., émancipation); (it., emancipazione). El prefijo e- expresa el movimiento de salir de una situación (ex) de enajenación, de estar bajo el tutelaje o la servidumbre de un otro. El verbo mancipo, que compone la palabra, tiene el significado de apropiarse de una cosa por compra-venta, y junto con el verbo capere mienta el agarrar o tomar, en donde manus refuerza el sentido de propiedad, refiere al hecho de tomar con la mano una cosa que se compra y de la que se es dueño e implica el derecho a transferir o vender una posesión. Un esclavo era considerado una res mancipii, una cosa de propiedad. La mujer, los esclavos y los hijos eran propiedad del pater familiae, porque se los consideraba como estados de incapacidad constitutiva o pasajera, estados de minoría de edad.
El término se encuentra, en primer lugar, en el derecho romano y ha sido acuñado con sentido jurídico para indicar la liberación de la patria potestad. Significa la salida de una situación de sujeción a la autoridad de otro y del poder de determinación de otro, que dispone y decide por la persona y los bienes, sea el marido, el padre, el tutor o el señor. En su origen, es una categoría jurídica e indica la potestad de bastarse a sí mismo en todos los ámbitos: jurídico, social, político, económico y privado y, por ende, de ser reconocido como persona jurídica, persona de derechos y deberes.
Con la modernidad el término adquiere un sentido político (además de jurídico) e impregna la vida política, social y cultural de los siglos XVII y XVIII. Con la Ilustración, se produce esta ampliación semántica que influirá decisivamente en los siglos siguientes, dado que el término emancipación quedará vinculado a la crítica de la razón y de los saberes, a la revolución y a la formación cultural-educación (Bildung).
En el contexto de la discusión acerca de la Ilustración, la idea de emancipación se encuentra de manera paradigmática en el texto de Kant: “Respuesta a la pregunta: ¿qué es ilustración?”, publicado en 1784 en el Berlinische Monatsschrift. Allí el filósofo expone su propia concepción de ilustración, cuyo eje es el pensar por sí mismo, es la emancipación de toda tutoría, no solo en el ámbito teórico sino también en el de la praxis ético-política. En este contexto, la emancipación es la mayoría de edad jurídica, en cambio, “la minoría de edad (Unmündigkeit) es la incapacidad para servirse de su entendimiento sin la conducción de otro”. No dice infancia o niñez (Kindheit), dice Unmündigkeit, “minoría de edad”, en el sentido jurídico, no psicológico-evolutivo. El menor de edad es el que no puede hablar por sí mismo, necesita que otro hable por él. Esa es la tarea del Vor-mund, del tutor, que es quien habla en lugar del menor, se anticipa a su palabra (vor), porque el menor no puede responder por sí mismo, ni por su palabra ni por sus acciones. La mayoría de edad (Mündigkeit) es la capacidad jurídica de hablar y de actuar por sí mismo. En este campo semántico emancipación se dice Mündigsprechung e indica la liberación de la conducción de otro: el tutor. Tutores pueden ser un libro, un médico, un sacerdote y situados en el ámbito político y religioso también pueden serlo los gobernantes o la dirigencia eclesiástica cuando consideran al pueblo como menor de edad y cuando la legislación amparada en su majestad y la religión en su santidad, pretenden sustraerse a toda crítica (Kant, 1900ss.). Los tutores ejercen la sujeción generando la conciencia del peligro que implica la emancipación. Ellos se representan a los individuos como ganado, rebaño (Hausvieh) o niños llevados en andadores, y a la vez que siembran inseguridad les hacen notar los peligros de caminar solo. Conducen a los tutelados según se los representan y esto trae consecuencias para el modo de hacer política. Por esto, el lema de la ilustración es atrévete a saber (Sapere aude) e indica el coraje para conducirse a sí mismo, sin la tutela de otros, tanto en el conocimiento como en la praxis.
Emancipado es quien es capaz de pensar por sí mismo y expresar públicamente los pensamientos, y también de determinar por sí mismo la regla de sus acciones. La emancipación es la meta de un tránsito que va desde la minoría de edad hasta la mayoría de edad. Kant usa términos jurídicos para pensar una situación no jurídica, sino de decisión y autodeterminación de los seres humanos. Se puede ser un erudito, tener una cabeza llena de reglas, de conceptos y, sin embargo, no pensar de manera autónoma. Pensar por sí mismo refiere directamente al pensar como capacidad crítica.
Atendiendo al rol paradigmático que ha tenido la Revolución francesa para los ilustrados del siglo XVIII, se ha vinculado la revolución con la ilustración y este binomio generó discusiones de interés. La revolución es la forma que encuentra un pueblo, mediante el uso de la fuerza, de salir de la minoría de edad, de adquirir los derechos de la mayoría de edad y de suprimir la diferencia jurídica entre el súbdito común y la nobleza. Johann Benjamin Erhard, en Sobre el derecho de un pueblo a una revolución y otros escritos (1795) retoma la idea kantiana de ilustración como salida de la culpable minoría de edad y la aplica a los pueblos. A medida que los pueblos avanzan hacia la mayoría de edad, es posible adaptar gradualmente la constitución de modo tal que “poco a poco y de manera imperceptible la constitución recibe su forma moral”. Para Kant, Erhard o Tieftrunk, la ilustración y no la revolución sería el camino de los pueblos hacia la emancipación. El proyecto emancipador de esta razón ilustrada se basa en el carácter ético-político de la razón humana, y de ahí, su capacidad de proyectar una convivencia basada en el derecho. Para Kant, la Revolución francesa –a la que, si bien admira, pero no quiere para Alemania– es encomiable por su carácter de signo, que se revela en el entusiasmo de los espectadores. La Revolución francesa es signo del derecho que tienen los pueblos a darse a sí mismos la constitución que consideren mejor y para ello no deben ser obstaculizados; y es signo de la meta que persiguen los seres humanos en cuanto ese fin es su deber, porque solo la constitución que un pueblo se dé a sí mismo puede ser justa y moralmente buena. Manteniendo estos dos registros de la revolución como signo de la disposición moral de la humanidad, Kant busca lograr ese fin por otro medio, el cual es el derecho constitucional, la modificación progresiva de la constitución hasta que ella alcance la forma jurídica adecuada para esa comunidad. Así, las transformaciones políticas se llevan a cabo como modificaciones graduales, siempre dentro de un Estado de derecho. Emancipación en este contexto sigue ligado a autonomía jurídica, al derecho de los pueblos a darse su propia constitución y a gobernarse a sí mismos sin injerencias externas. Esta relación entre emancipación y autonomía jurídica también tiene consecuencias que se manifiestan en las discusiones acerca del colonialismo, con posiciones enfrentadas justificadoras, por un lado, y condenatorias, por otro.
En cuanto a las relaciones entre los Estados, el proyecto emancipador de la Ilustración consiste, según Kant, en avanzar hacia la realización de una sociedad internacional basada en acuerdos jurídicos, que alejen a la humanidad de cualquier ejercicio de la fuerza para resolver sus conflictos. Que un Estado se considere con derecho para la guerra equivale a “determinar lo que es justo conforme a la violencia de unas máximas unilaterales y no según leyes externas con validez universal que limitan la libertad de cada cual”. Si, no obstante, optara por la guerra, los Estados en conflicto alcanzarán la paz perpetua de los cementerios al aniquilarse unos a otros, unos y otros en una fosa común. La idea de una confederación internacional de Estados a la que estos vayan ingresando libremente y regida por principios jurídicos establecidos en común es la figura que el siglo XVIII proyecta hacia el futuro, y se expresa en la idea de la paz perpetua sustentada en un federalismo de Estados libres. Este proyecto emancipatorio de la razón se realiza, para Kant, en la historia, cuyo carácter es teleológico y será problematizado en la idea de progreso, es decir, si la humanidad progresa hacia lo mejor. Para abordarlo, considera cuáles son los modelos para pensar ese progreso y dónde basar las expectativas del mismo. Son relevantes al respecto los siguientes textos de Kant: tercer apartado de Acerca del dicho corriente: eso puede estar bien en la teoría, pero no sirve para la praxis (que es su discusión con Mendelsohnn), Conflicto de la facultad de filosofía con la de derecho y Hacia la Paz perpetua.
Si bien el romanticismo alemán significó una reacción a la Ilustración, recuperó la idea de emancipación y la resignificó desde su propuesta estética. En la belleza se manifiesta el proyecto emancipador de la razón misma. Los pensadores del romanticismo buscaron, a través de la dimensión estética, rescatar al mundo moderno de las escisiones que el entendimiento había abierto: razón-sentimiento; naturaleza-libertad; razón teórica-razón práctica. Tal unidad se busca a partir del desarrollo de una poética de la razón. En la belleza se reúne lo inteligible y lo sensible, el espíritu y la materia, la acción libre y las reglas, la idea y la forma sensible. La poesía es el lenguaje de esta unidad originaria que quedó oculta tras el pensar mecánico del entendimiento consistente en separar, especificar, abstraer. Es así que los individuos, en sí mismos y también en referencia a los otros y al mundo, se articularon como partes de un engranaje y se concibieron como máquinas dentro de la máquina del mundo. El proyecto emancipador estético del romanticismo apuntó a recuperar mediante la belleza al género humano de esas escisiones que históricamente se han ido trazando. La nostalgia es el sentimiento de esa unidad originaria, capturado en la poesía no como agotamiento del presente en las formas del pasado, sino como anhelo de un futuro posible para la humanidad. La propuesta de Schiller en La educación estética de los seres humanos es un proyecto emancipatorio de la humanidad cuya realización es histórica y solo posible a través del arte; de ahí su convocatoria: “a la libertad por la belleza” (Schiller, 2018). Esta idea de emancipación por el arte está, también, en la base del proyecto filosófico de Schlegel, Herder, Novalis y Rilke, entre otros de ese momento. Es un proyecto emancipador moderno desde una crítica a una forma de concepción de la modernidad ilustrada. La figura del alma bella, presentada por Kant en el § 42 de la Crítica de la facultad de Juzgar, ha sido asumida y reelaborada por Goethe y por Schiller, porque en ella se ha producido la unidad de la ley moral y la pulsión; del deber y el deseo. Esta figura es la manifestación de la libertad, que ha superado su confrontación con la naturaleza y se muestra en armonía con ella; aunque al precio de renunciar al mundo, dirá Hegel en una crítica tanto a Kant como al proyecto romántico. La propuesta estética del romanticismo es un proyecto filosófico, que propone la emancipación ético-político del género humano por la vía de la belleza, pues ella reúne en su unidad las confrontaciones abiertas por el pensamiento moderno: razón y sensibilidad, naturaleza y libertad, teoría y praxis.
El siglo XVIII pensó la idea de emancipación como “mayoría de edad”, esto es, como autonomía: es salir de una situación de dependencia con respecto a la autoridad de otro, para pensar por sí mismo y darse a sí mismo la propia ley; ya se trate del vínculo mujer-varón, padre-hijo, amo-esclavo o monarca-súbdito, para autodeterminarse libremente. El binomio emancipación-autonomía tiene como consecuencia la igualdad en las relaciones con los otros seres humanos y la fraternidad como figura del vínculo entre pares, porque implica la liberación de toda autoridad patriarcal, familiar o político-económica. El siglo XIX asoció emancipación con liberación y la pensó en oposición a enajenación (Entäußerung) y extrañamiento (Entfremdung). La filosofía de Hegel marca un hito en la transformación del término. Los textos clave son los siguientes: el capítulo cuarto de la Fenomenología del Espíritu: La dialéctica del amo y el esclavo; la Enciclopedia de las Ciencias Filosóficas y los Principios de la Filosofía del derecho. Esta idea de emancipación será reelaborada también por Fichte y Schelling.
En la segunda mitad del siglo XIX el término emancipación seguirá vinculado a la idea de liberación de la enajenación, alcanzando su mayor relevancia en el pensamiento de Karl Marx. Su filosofía va a profundizar y a extender la idea de emancipación a la relación entre el ser humano y el trabajo. El punto de partida de los Manuscritos económico filosóficos, de 1844, es el análisis de los presupuestos de la economía política, que como tales operan sin ser advertidos, comenzando por la idea de propiedad privada como factum y las consecuencias que se derivan de allí para el concepto de trabajo: la noción trabajo enajenado. En la filosofía de Marx, la emancipación es principalmente un proyecto del género humano con respecto a las condiciones de vida determinadas por los principios económico-políticos del capitalismo. Y se vincula de manera directa con la superación de la propiedad privada y de la alineación que ella produce. La idea de emancipación confronta con la alienación producida por la idea de posesión inherente a la propiedad privada. La superación de esta última lleva a la emancipación de todos los sentidos (sensoriales y espirituales), capacidades y fuerzas humanas. Dicha emancipación se convierte en una herramienta crítica para interpretar la realidad (Ricœur, 2001). La emancipación es el retorno del ser humano hacia sí y la reapropiación de la esencia humana por y para sí. El comunismo es la superación positiva de la propiedad privada y por eso es el momento real de la emancipación y el principio impulsor del futuro próximo. La relación entre emancipación y revolución en el pensamiento de Marx ha sido y es objeto de encarnizadas discusiones (Benjamin, 2007). La idea de emancipación, presentada en los manuscritos con un carácter antropológico, irá dejando lugar a la idea de liberación inherente a la crítica histórica en la formulación del materialismo dialéctico. Se pueden consultar los Lineamientos fundamentales para la crítica de la economía política (borrador) [Grundrisse der Kritik der politischen Ökonomie (Rohentwurf)] 1857-1858; emancipación del proletariado en el escrito de Marx Luchas de clases en Francia de 1848 a 1850 y emancipación de la clase obrera en: Estatutos provisionales de la Asociación Internacional de Trabajadores y en el Manifiesto Comunista (Marx, 1989; 2013). La crítica histórica es una herramienta de interpretación de la praxis humana frente al dominio de un pensamiento homogéneo.
En el siglo XX Theodor Adorno y la Escuela de Frankfurt, en la llamada teoría crítica, reelaboran la idea de emancipación retomando elementos de las filosofías de Kant, Hegel y Marx y en discusión con ellos (Adorno, 2005 y 2009; Adorno y Horkheimer, 2014; Horkheimer, 1973). En Adorno, la emancipación está en relación con el concepto de dialéctica negativa, en cuanto reflexión del pensamiento sobre sí y contra sí, es el ejercicio de la crítica desarrollada mediante la negación dialéctica. Se realiza como reflexión crítica sobre la sociedad y la forma de la racionalidad que la articula. Esta crítica a la forma vigente de racionalidad es praxis emancipadora. En este sentido, es relevante la relación entre educación y emancipación, como educación para la emancipación (Adorno, 1920).
En la segunda mitad del siglo XX la idea de emancipación adquiere el sentido de liberación de las representaciones culturales, sociales, políticas, religiosas, sexuales. Resultaron paradigmáticos los movimientos emancipatorios de la mujer; la Filosofía de la liberación y la Pedagogía de la liberación.
En el siglo XXI y en perspectiva de nuestro futuro, se impone pensar la pertinencia o ya no de la idea de emancipación en relación con la inserción decisiva de la inteligencia artificial, que ya se ha integrado y seguirá ampliando su esfera de eficacia y control en todos los ámbitos de la vida humana.
Adorno, T. (2005). Dialéctica negativa. La jerga de la autenticidad. Madrid: Akal.
Adorno, T. (2009). Crítica de la cultura y sociedad, vol. 2. Madrid: Akal.
Adorno, T. (1920). Educación para la emancipación. Conferencias y conversaciones con Hellmut Becker (1959-1969). Edición de Gerd Kadelbach. Madrid: Morata.
Adorno, T. y Horkheimer, M. (2014). Hacia un nuevo Manifiesto. Buenos Aires: Eterna Cadencia.
Benjamin, W. (2007) Sobre el concepto de historia. Tesis y fragmentos. Buenos Aires: Piedras de Papel.
Horkheimer, M. (1973). Crítica de la razón instrumental. Buenos Aires : Sur.
Kant, I. (1900 ss.). Gesammelte Schriften. Hrsg.: Bd. 1-22 Preussische Akademie der Wissenschaften, Bd. 23 Deutsche Akademie der Wissenschaften zu Berlin, ab Bd. 24 Akademie der Wissenschaften zu Göttingen. Crítica de la razón pura, A11, Nota.
Marx, K. (1989). “Provisorische Statuten der Internationalen Arbeiter-Assoziation”, en: MEW, Karl Dietz Verlag, Vol. Bd. 18, Berlín.
Marx, K. (2013). Manuscritos sobre economía y filosofía. Madrid: Alianza.
Ricoeur P. (2001). Ideología y utopía. Barcelona: Gedisa.
Schiller, F., Cartas sobre la educación estética de la humanidad. Barcelona: Acantilado, 2018.
Ver también
Alternativa, Autonomía, Derechos humanos, Dignidad, Individuación, Inteligencia artificial, Multitud, Poshumanidades, Transhumanismo, Transición digital
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0009-0002-4635-988X
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
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La reciente pandemia de COVID-19 ha colocado en el foco del debate científico la concepción de enfermedad y, en relación con ella, la comprensión y valoración de la salud, los límites y alcances de la medicina y más importante aún las posibilidades mismas de la supervivencia humana. En otros términos, el acontecimiento de la globalización de una enfermedad puso en cuestión nuestro futuro. En el ámbito de la filosofía, pensadores como Giorgio Agamben, Roberto Esposito, Slavoj Žižek, Jean-Luc Nancy realizaron importantes aportes al respecto. Para esta entrada, recurriremos a los trabajos de Georges Canguilhem y de Michel Foucault, quienes supieron dar cuenta del concepto de enfermedad en perspectiva histórico-filosófica.
Aunque el término castellano proviene del latín infirmitas que significa “falta de firmeza/fortaleza” (prefijo latino “in” que implica negación y el lexema latino “firm” del adjetivo firmus (fuerte) y el sufijo latino “-itat” (abstracción o cualidad) y, por ende, induce a pensar la enfermedad como debilidad, una de las primeras concepciones históricas procede de Hipócrates, médico griego del siglo V a. C., para quien el cuerpo humano estaría compuesto de cuatro humores o fluidos –sangre, bilis negra, bilis amarilla y flema– que, en estado saludable, se encontrarían en perfecta proporción, pero cuyo desequilibrio enfermaría al individuo hasta que la propia naturaleza (vis medicatrix naturae) se encargara de restablecer la armonía. Se trataba de una concepción dinámica y, en cierto sentido, optimista de la enfermedad, por cuanto presumía que el propio organismo era portador de las condiciones para la cura. Lejos de extinguirse totalmente, esta matriz conceptual siguió operando, con variantes, hasta nuestros días, como lo reflejan aquellas enfermedades cuya denominación incluye el prefijo “dis”.
En Egipto, en cambio –según hizo constar Canguilhem en su tesis sobre Lo normal y lo patológico, presentada en 1943 para la obtención del doctorado en medicina–, predominó una concepción ontológica, según la cual la enfermedad consistiría en el agregado o en la sustracción de algo. El individuo enfermaría como consecuencia de la intromisión de una entidad externa que, al entrar en el cuerpo, provocaría un mal cuya curación dependería de la medicina. A pesar de su desconfianza acerca del rol “curativo” de la naturaleza, esta concepción también puede ser considerada optimista, puesto que proyecta en la intervención terapéutica expectativas promisorias de restablecimiento de la salud. En esta matriz conceptual, se inscriben todavía actualmente las enfermedades de carencia, las infecciosas y las parasitarias.
El optimismo y la proyección en la historia no son las únicas coincidencias entre estas dos concepciones: ambas comparten también la consideración de la enfermedad como una situación polémica instaurada, ya sea por el desequilibrio entre los humores, ya sea por la injerencia de un organismo extraño. No obstante, mientras que los partidarios de la concepción naturalista desde el principio sostuvieron que la enfermedad difiere cualitativamente de la salud, quienes pretendían que la intervención médica sometería a la naturaleza a sus pretensiones normativas fueron orientándose hacia una teoría según la cual la diferencia entre ambos estados sería de carácter cuantitativo.
Precisamente, la intención de Canguilhem no era tanto hacer una minuciosa crónica de las diferentes concepciones de enfermedad habidas en la historia como tomar posición en el debate entre estas dos formas de concebir la diferencia entre lo normal y lo patológico.
Difundida en el siglo XIX por pensadores como Auguste Comte y médicos como Claude Bernard, la concepción cuantitativa afirmaba la identidad real de los fenómenos normales y patológicos. Desde este punto de vista, las enfermedades consistirían esencialmente en un fenómeno de exceso –que semánticamente se expresaría con el prefijo “hiper”– o de defecto –expresado a través del prefijo “hipo”—. De esta suerte, entre salud y enfermedad solo habría una diferencia de intensidad. De allí que, al momento de referirse a un fenómeno patológico, Bernard prefiriera utilizar términos como desorden y desproporción que se ajustan perfectamente a su abordaje de la diabetes en términos de variación estrictamente cuantitativa de la glucemia. En las antípodas de Louis Pasteur –quien había establecido que las infecciones son causadas por gérmenes–, los partidarios de esta concepción no solo impugnaban la noción ontológica de enfermedad, sino que también se negaban a reconocer el mal entendido, no ya como una entidad sino como un valor negativo.
De esta manera, como bien puntualiza Canguilhem, el concepto de enfermedad pierde especificidad y, más importante aún, se tiende a anonadar la situación del enfermo quien no experimenta su malestar como una simple variación cuantitativa (en más o en menos), sino que lo padece como una alteración cualitativa de su situación. Además de reivindicar la diferencia cualitativa entre normal y patológico, sus apreciaciones buscaban relativizar los aportes de las estadísticas, que ya a mediados del siglo XX constituían una referencia obligada de cualquier abordaje científico del fenómeno patológico: un promedio obtenido estadísticamente no permite decidir respecto del estado de un individuo particular. Apoyándose en este punto en las observaciones del neurólogo alemán Kurt Goldstein, Canguilhem sostiene que el fenómeno patológico revela una estructura individual modificada: si la enfermedad es conmoción y puesta en peligro de la existencia, su definición requiere partir de la noción de ser individual.
Veinte años más tarde, en ocasión de abordar las implicaciones de la adopción de la noción de error para identificar a las enfermedades bioquímicas hereditarias, Canguilhem extremó este requerimiento a la instancia individual. Para dar cuenta de estas enfermedades que se manifiestan como un error en la transmisión genética, la bioquímica comenzó a servirse de conceptos tomados de la teoría de la información, como los de código o mensaje. Y aunque la efectiva manifestación de algunas de estas enfermedades depende de condiciones específicas, en la medida en que residen en las raíces mismas de la organización del ser vivo, representan la expresión de una suerte de mal radical del que el enfermo no es responsable ni individual ni colectivamente. En todo caso, estas enfermedades genéticas transmisibles como parte del legado familiar nos colocan frente a la evidencia de que somos efectos del azar y de las leyes de multiplicación de la vida y ello, a decir de Canguilhem, nos hace únicos.
A la luz de los resultados de las investigaciones posteriores de Michel Foucault, se comprende la prédica de Canguilhem en favor de un abordaje en perspectiva individual del fenómeno patológico. Efectivamente, tanto en El nacimiento de la clínica como en algunos de sus artículos sobre la medicina y, fundamentalmente, en sus indagaciones sobre biopolítica, Foucault dejó testimonio de la tendencia a enfocar en términos globales dicho fenómeno ya sea que se trate de enfermedades endémicas o, como es el caso actualmente, de pandemias. En uno y otro caso, a veces para bien y otras para mal, la enfermedad ha dejado de ser un asunto individual para pasar a ser un problema poblacional.
Centrando sus análisis del libro de 1963 en la conformación hacia los últimos años del siglo XVIII de la medicina clínica, Foucault dio cuenta de una mutación en la mirada médica de la que resultó toda una nueva concepción de la espacialización, especificidad y tratamiento de la enfermedad. Ciertamente, la clínica abandona el fuerte regionalismo de la medicina clásica, que localizaba en los órganos el fenómeno patológico en beneficio de una concepción que lo expandía a través de los tejidos. Gracias a esto, comenzó a detectarse un sistema de comunicación de los fenómenos mórbidos que se extiende a lo largo de la configuración profunda del cuerpo. De allí que, a partir de ese momento, la enfermedad haya sido concebida como un proceso. Ahora bien, estos hallazgos fueron obtenidos por la incorporación de los resultados de las indagaciones de Xavier Bichat en el campo de la anatomía patológica. Ocurre que, al “abrir algunos cadáveres”, no solo se pudo establecer el derrotero que sigue la enfermedad, sino además captar la sede de la lesión más allá de su manifestación a través de los síntomas. Por esta vía, entonces, la muerte se convirtió en el punto de mira desde el cual fue posible formular otra concepción de la enfermedad e incluso de la vida misma. Efectivamente, visto desde esa mira, el fenómeno patológico deja de ser considerado como un desequilibrio del organismo o como la intromisión de una entidad externa, para pasar a ser explicado como un indicio de la amenaza continua de la muerte y, en correlación con esto, la vida pasa a ser concebida como el conjunto de funciones que resisten a la muerte.
No obstante, el impulso de la clínica no provino solamente del ámbito del saber. Según hizo constar Foucault, en los albores de la Revolución francesa, fue emergiendo una conciencia política respecto de la importancia de la salud de la población. De esa conciencia, derivaron dos grandes sueños: uno que apuntaba a nacionalizar la profesión médica mediante la conversión del médico en un funcionario de Estado con poderes que excedían largamente los alcances de su saber, puesto que lo instaban a indagar y dejar registro de las conductas, las costumbres, los gustos de la población a su cargo, y otro que aspiraba a lograr la desaparición social de la enfermedad, devolviendo a la población a una suerte de salud originaria en un medio social supuestamente despojado de trastornos y pasiones. En apariencia contrapuestos, ambos sueños propendían a un mismo objetivo: la medicalización de la sociedad, ya sea vía la conversión de la medicina en una suerte de religión ineludible, ya sea vía la disolución de la enfermedad en un medio expurgado de cualquier amenaza gracias a un control médico ejercido férreamente, aunque su éxito pusiera en peligro la vigencia misma de la profesión médica.
Aunque el propio Foucault aún no lo sabía, estos análisis constituirían uno de los antecedentes de sus indagaciones sobre la biopolítica. En efecto, sus consideraciones sobre el rol del médico, los alcances atribuidos a la medicina, la ponderación de la salud y el abordaje de la enfermedad están plagadas de intuiciones genealógicas sobre este dispositivo. De hecho, con claridad supo advertir ya en su arqueología de la clínica que, dados aquellos sueños, la primera tarea del médico debía ser política. También pudo captar que la enfermedad se fue convirtiendo en objeto de observación, de medición, de registro, en suma, de estadística.
En clave genealógica y en camino a iniciar sus investigaciones sobre biopolítica, en una serie de artículos y conferencias de los años 70, Foucault amplió sus consideraciones sobre la clínica haciendo constar la conversión –a partir del siglo XVIII– de la medicina, de la salud y, por ende, de la enfermedad en un problema económico. De esta conversión resultan varios de los fenómenos entre los que se cuentan: otra versión de la medicalización (que, a la ampliación del campo de intervención de la medicina a ámbitos ajenos a su incumbencia, añade la farmacologización extrema incluso de aquellas patologías que podrían ser objeto de otros abordajes terapéuticos), la incorporación de los servicios médicos al mercado de consumo (economía de la salud), la inauguración de una bio-historia gracias al desarrollo de tecnologías que permiten modificar la estructura genética de las células afectando no solo a los individuos o a su descendencia, sino a la especie humana en su conjunto. De donde se infiere que, en la década de 1970 –al igual que ahora–, el saber médico tomaba como objeto de estudio a la enfermedad abordada en clave poblacional y, por esta vía, continuaba incidiendo en el cuerpo social en su totalidad.
No por casualidad, la medicina acabó convirtiéndose en una técnica política de intervención con efectos de poder propios tan potentes como para incidir sobre el nivel de la vida y sus acontecimientos fundamentales. En todo caso, para dilucidar la concepción actual de enfermedad y sus probables derivas futuras, es menester indagar tanto el dispositivo de poder en que se inscribe la medicina como referir algunos de los recientes avances de las investigaciones biomédicas.
Por las investigaciones de Foucault sabemos que esta potenciación de la medicina contemporánea acontece en el marco de un dispositivo como el biopolítico, incurso en el marco de gubernamentalidades de matriz economicista como el liberalismo y el neoliberalismo. Precisamente, Foucault volvió a considerar los alcances de un saber médico incidido por los objetivos de la economía política y añadió a la lista de fenómenos ya considerados la descripción de la función normalizadora que, por ejemplo, en ocasión del tratamiento de las pandemias o de las enfermedades endémicas, viene ejerciendo la medicina. En ambos casos, la eficacia y la garantía de sus intervenciones aún hoy está ligada a la aplicación de recursos metodológicos como el cálculo y la estadística y a la incorporación de un tipo de razonamiento de oscilación cuantitativa como el empleado por los economistas. De este enfoque de las emergencias sanitarias, se derivan las categorías de caso, riesgo, peligro, crisis, curva, etc., actualizadas con motivo de la reciente pandemia de COVID-19 y de enorme potencial ontológico, puesto que, a fuerza de privilegiar los datos cuantitativos, tienden a anonadar las singularidades afectadas.
Incursos en este dispositivo, el advenimiento de la noción de información genética, los avances en la inmunología, el desarrollo de nuevas técnicas de visualización clínica y las formas de intervención médica como la estética o la ortopedia cambian la mirada del enfermo sobre su propio cuerpo. Por un lado, estas prácticas representan nuevas formas de medicalización que no buscan restablecer cierto equilibrio de lo corpóreo, sino poder modificarlo, mejorarlo. Como resultado, toda vida adquiere un carácter imperfecto, ella es portadora o bien de enfermedades asintomáticas, o bien de potenciales enfermedades que pueden ser evitadas mediante un consumo atento y permanente de la salud. Al adquirirse la capacidad de intervenir sobre la disposición biológica de los seres humanos, la biología deja de pensarse como un destino inmodificable. Por otro lado, esto evidencia cómo el saber médico, al ampliar su capacidad productiva y mejorar sus técnicas de intervención sobre la vida, se transforma en una actividad ligada al mercado económico. La salud se vuelve un objeto de consumo, un deseo que transforma a los pacientes en consumidores que eligen y usan activamente la medicina para maximizar sus vidas. La enfermedad empieza a pensarse como una falta de inversión en el consumo de la salud, como desatención y falta de cuidado del individuo sobre sí.
Ante este avance vertiginoso de las prácticas biomédicas, resulta complejo poder dilucidar las significaciones que adquirirá la noción de enfermedad en el futuro. No obstante, si adscribimos a la hipótesis de Foucault que sostiene que la medicina continúa el modelo de desarrollo iniciado en el siglo XVIII, podremos llegar a identificar algunas tendencias. Por una parte, el mercado económico de la salud seguirá ampliándose en la medida en que se incorporen dentro de él nuevas técnicas de medicalización, generadoras de modificaciones en las formas de vida y de muerte en términos poblacionales. Por otra parte, la enfermedad se diversificará en sus manifestaciones: como efecto secundario de estas nuevas prácticas terapéuticas, como presencia asintomática, como pre-enfermedad en su concepción hereditaria, como imperfección capaz de ser mejorada, como falta de inversión en el consumo de la salud.
Canguilhem, G. (2005). Lo normal y lo patológico. México: Siglo XXI.
Foucault, M. (2008). Nacimiento de la clínica. Buenos Aires: Siglo XXI.
Foucault, M.(2014). Defender la sociedad. Curso en el Collège de France 1976. Buenos Aires: Siglo XXI.
Foucault, M.(1976). “La crisis de la medicina o la crisis de la antimedicina”. Educación médica y salud. Vol. 10 (2), pp. 152-170.
Foucault, M.(2000) “Clase del 17 de marzo de 1976”. En Defender la sociedad. Curso en el Collège de France 1976. Buenos Aires: FCE, pp. 217-237.
Foucault, M.(2006) “Clase del 25 de enero de 1978”. En Seguridad, Territorio, Población. Curso en el Collège de France 1977-1978. Buenos Aires: FCE, pp. 73-106.
Ver también
Ambiental (crisis), Epigenética, Extinción, Individuación, Naturaleza (relaciones sociales con la), Neoliberalismo, No conocimiento
Universidad de Buenos Aires (profesor consulto)
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (investigador emérito)
0000-0002-1187-7276
Si a un man on foot –“un hombre de a pie, un hombre común”– se le preguntara qué es un epicúreo, seguramente respondería “un gozador, un amante de los placeres, alguien que gusta de la buena bebida, de ricos manjares y, si fuera posible, de una vida regalada”. Pero sucede que, en sentido filosófico, el término alude exactamente a lo contrario: un epicúreo es alguien que persigue el placer no sensual, sino el que corresponde al espíritu. Es quien busca la ataraxia –en griego, ἀταραξία– es decir, la imperturbabilidad (cf. Epicuro, apud D. Laercio, X 96; Cicerón, Fam., XV 19). Es el hombre recatado que aspira a liberarse de los problemas que nos abruman y a atender fundamentalmente a las preocupaciones de su interior, en pro de resolverlas. Es alguien que, despreocupado de lo intrascendente y fugaz, va tras la eudaimonía, entendiendo por tal la búsqueda de la felicidad, lo que los griegos caracterizaron como la hedoné katastematiké, una suerte de placer en reposo (cf. Heródoto, Hist., I 5; Platón, Fedro, 115d). Para los epicúreos de pensamiento extremo, pasiones como la política, la poesía y el amor producían turbación y desasosiego; por eso sugerían que, a fin de lograr la paz interior, era menester apartarse de ellas. Así pues, vivían de manera recoleta, cultivando un jardín –kêpos–, al que no debemos entender de manera versallesca, sino como un simple huerto donde cuidaban las plantas que les eran necesarias. Su lema: apartándose del lujo, vivir con poco. Como entre sus consignas estaba “no matar”, incluso animales, podemos pensar que eran vegetarianos.
¿Cuáles son los rasgos del epicureísmo que, en nuestros días, lo ubican como una filosofía válida para el presente y en la que, eventualmente, puedan advertirse consejos para los tiempos por venir?
Hoy, que nos toca vivir momentos convulsos en que el mundo bascula entre dos fuerzas abiertamente antagónicas –léase estado liberal versus estado socialista, con su diversidad de denominaciones–, en que sobre el horizonte aletea el fantasma de una tercera conflagración mundial, en que el hambre cunde por doquier sin que la humanidad tenga firme voluntad de erradicarla, en que la civilización hipertecnificada atenta contra la vida natural, con deriva a un quiebre de la ecología, cabe preguntarnos en qué medida pueden venir en nuestro auxilio las antiguas –pero siempre oportunas– reflexiones de los epicúreos. En este sentido, cabe recordar el luminoso parecer de Unamuno: “Para novedades, los clásicos”, entendiendo por tal no un saber obsoleto, sino uno perpetuamente renovado, que mantiene una vigencia sine die.
Comienzo por definir la voz epicúreo. Esta hace referencia a Epicuro, filósofo griego, natural de la isla de Samos que vivió entre los años 341 y 270 antes de nuestra era. Los aspectos clave de su doctrina apuntan a una suerte de hedonismo racional y a la concepción atomista del universo. Respecto de lo primero, sugiere reducir al máximo el dolor y las preocupaciones, para acercarse lo más posible al placer; en ese orden, procura apartar al hombre tanto del temor a los dioses, cuanto del temor a la muerte. Sobre las deidades, entiende que estas, si es que existen, estarían situadas en los intermundia sin ocuparse de los mortales, por lo que nosotros, mortales, tampoco deberíamos ocuparnos de ellas. Del mismo modo, no tendríamos que inquietarnos por la muerte, pues, en su concepción, el alma fenece junto con el cuerpo, circunstancia por la cual los filósofos “espiritualistas”, es decir, lo que creen en la inmortalidad del alma, censuraron severamente a los epicúreos. Así lo hicieron, por ejemplo, desde Cicerón –quien los fustiga en el De finibus– hasta cualquiera de los pensadores cristianos que, con ahínco, se han ocupado siempre en desbaratar los fundamentos de esa doctrina. Para los epicúreos, “el alma por sí sola no vive ni siente ni piensa, sino solo realiza estas funciones en el conjunto psicosomático, que es el organismo vivo”, como con razón señala Carlos García Gual (1981: 115). En ese orden, recordemos que se atribuye al maestro de Samos el silogismo que dice: “La muerte es una quimera porque, mientras yo existo, la muerte no existe; y cuando existe la muerte, yo ya no existo”.
“Sabemos, por Diógenes Laercio (X 19), que Epicuro escribió unos cincuenta tratados que abarcaban unos trescientos rollos papiráceos” (Bauzá, 1994: 155), de los que apenas han llegado hasta nosotros tres cartas, un exiguo conjunto de sentencias y algunas páginas, pocas, pero luminosas, halladas en las excavaciones arqueológicas de la ciudad de Herculano, sepultada por el Vesubio en el año 79, como es sabido. En una lujosa villa que perteneció al político y militar Pisón se encontraron restos de una biblioteca de textos griegos, conocida como la “Biblioteca de Filodemo”. En ella, un grupo de arqueólogos halló los referidos rollos de papiro, calcinados por la erupción, pero a los que, mediante un sofisticado método químico –el llamado método de Oslo–, fue posible desplegar sin que se dañaran, y luego leerlos. Esa acción permitió descubrir numerosos textos, fundamentalmente filosóficos, de la cultura helénica, los cuales están siendo recuperados por científicos de la escuela papirológica napolitana, fundada por el profesor Marcello Gigante. Entre esos textos constan las citadas páginas de Epicuro.
A modo de mera muestra respecto de la importancia de este hallazgo, refiero el texto El buen rey según Homero, del citado filósofo epicúreo y bibliotecario de la villa, Filodemo de Gádara, editado por el Istituto Italiano per gli Studi Filosofici. En él se hace un elogio de la monarquía, entendiendo por tal una forma de gobierno como la de la época homérica, cuando el soberano conocía individualmente a cada uno sus súbditos. Sobre tal cuestión, destaco que a las lecciones que allí impartía este filósofo asistió Julio César durante su juventud, y que las ideas epicúreas de ese pensador deben haber permeado en la mente del futuro dictador respecto de su concepción imperial del poder. Filodemo, atento al ideario de los epicúreos, propone un arte de bien vivir fundado en la templanza de ánimo como clave del verdadero placer; para alcanzarla –sostiene– es preciso llevar una vida prudente, honorable y justa. Esta no se logra “si se vive sin valentía, templanza y magnanimidad, si no se tienen amigos ni una actitud filantrópica” (cf. Greenblatt, 2012: 74).
En cuanto a la idea de Epicuro sobre el universo, lo entiende, siguiendo a Demócrito de Abdera, discípulo de Leucipo, constituido por átomos y vacío. De ese modo, el filósofo, fiel al dictado de sus maestros, desarrolla la teoría atomista de amplio alcance en el mundo moderno. Entre otros hechos significativos que demuestran la vigencia de ese pensamiento, recordemos, por ejemplo, que la tesis doctoral de Karl Marx versó sobre La diferencia entre la filosofía de la naturaleza de Demócrito y la de Epicuro. Sería ocioso, por obvio, destacar la importancia de esas ideas en la contemporaneidad.
En el mundo latino fue el poeta Lucrecio –y, tras sus pasos, el Virgilio de las Geórgicas– quien expuso esas ideas en un extenso poema en hexámetros dactílicos de 7415 versos conocido como De rerum natura, traducción al latín de la fórmula clásica Perì phýseos de los griegos.
Es altamente significativo estudiar el decurso histórico de este poema fundamental para la poética virgiliana. Sin duda de manera deliberada, estuvo silenciado durante la Edad Media: el cristianismo le aplicó una rigurosa censura de carácter religioso, ya que preconizaba que el espíritu sucumbe con la muerte del cuerpo. Su redescubrimiento fue mérito del filólogo Poggio Bracciolini quien, en 1417, halló una copia de esta composición oculta en una abadía próxima a Constanza. No especificó en cuál, aunque se presume que fuera el monasterio de Fulda, en el estado federado de Hesse. Mandó copiar el poema y lo envió a Florencia, con destino a su protector, el humanista y coleccionista Niccolò Niccoli.
La difusión de este poema en la corte medicea –donde había pensadores de prestigio como Marsilio Ficino, Pico della Mirandola, Nicolás de Cusa o artistas de alta jerarquía como Sandro Botticelli– suscitó una honda reflexión, que dio lugar a un “giro copernicano” en el pensamiento occidental. En opinión del académico de Harvard Stephen Greenblat, significó el inicio del mundo moderno. Greenblat describe la búsqueda incansable del humanista Poggio Bracciolini, una suerte de pesquisa detectivesca, hasta dar con el manuscrito de esa composición. Bracciolini, que conocía bien la vida vaticana, ya que había servido como secretario a ocho papas, imbuido de conceptos del poema de Lucrecio, compuso el tratado De infelicitate principum (Acerca de la infelicidad de los príncipes). Concebido al amparo de ideas epicúreas, el pequeño tratado de Bracciolini es de valía porque nos habla de lo vacuo y pernicioso que es el poder: a la postre, produce infelicidad.
El poema lucreciano donde, reitero, se difunden ideas epicúreas, es valorado principalmente por su alta calidad artística, ya que está vertido en incomparables hexámetros dactílicos, algunos verdaderamente memorables. Como ha indicado George Santayana: “Acaso no hay ningún poema importante cuyos antecedentes puedan determinarse de un modo tan completo como los que corresponden a la obra de Lucrecio” (Santayana, 2009: 35). El poema es valorado también en lo que compete al campo de las ideas: tradicionalmente ha sido considerado un texto de metafísica o de filosofía moral, descuidándose que, además de ser una excelsa obra de arte, se trata de una reflexión sobre la física no en el sentido experiencial y aplicado como lo interpretaron Galilei o Newton, sino en la línea de Einstein, Heisenberg o de las estructuras disipativas esbozadas por Ilya Prigogine, como ha señalado lúcidamente el filósofo y físico Michel Serres (1994).
En la Antigüedad los epicúreos solían vivir al amparo de las enseñanzas de un maestro al que veneraban, hermanados en una suerte de sodalitas (camaradería). Se deduce que permanecían solteros, pues no deseaban atarse a lazos que los privaran del goce de la interioridad personal. Saltando siglos podríamos imaginar que en el mundo antiguo un epicúreo sería, ya por su comportamiento, ya por sus austeros hábitos de vida, semejante a un monje medieval, más específicamente, a un benedictino, en tanto adscrito a un tipo de vida básicamente contemplativa. Horas de trabajo en el campo, también de meditación, en las que late, como modelo de vida, la idea virgiliana de la iustissima tellus (justísima tierra), ya que en la natura uno recoge lo que siembra, mientras que entre los hombres uno puede sembrar bien y recibir discordia. Y es precisamente por esa circunstancia que el poeta de Mantua, en las laudes agricolae (Geórg., II 458-542), alaba al agricultor como una de las profesiones más entrañables. Son memorables y muy citadas sus palabras: O fortunatus nimium, sua si bona norint, / agrícolas! Quibus ipsa, procul discordibus armis, / fundit humo facilem uictum iustissima tellus (“¡Oh, demasiado felices los agricultores si conocieran / todo el bien que es suyo! Para ellos, lejos de la discordia de las armas, / la tierra misma ha derramado por el suelo, muy justa, el fácil alimento”) (ib., II 458-60).14 Se sabe que este poeta, en medio de los conflictos políticos que sacudían a la Roma de fines de la República, se refugió durante cinco años en la pequeña villa epicúrea de Sirón, en Possilipo (en la bahía napolitana), la que abandonó unos cinco años después tras la muerte de su venerado maestro.
En este conflictivo siglo XXI, en que diversos episodios bélicos sacuden al Viejo Mundo y donde comienzan a faltar alimentos –debido a la devastación de tierras en las que no se puede sembrar, a la interrupción del comercio en determinadas regiones y a otros dislates propios de la sinrazón de la guerra–, las ideas de los epicúreos vuelven a presentársenos con inveterada vigencia. Recordemos algunas de ellas: épin mísei “odia la discordia”, thýmou krátei “domina tu carácter”, sophían tzétei “busca la sabiduría”, kakías apéjou “aléjate del mal”, gnôthi seautón “conócete a ti mismo”, méden ágan “nada en demasía”, que son también algunos de los consejos sugeridos por el oráculo de Delfos, hechos suyos por Epicuro y sus seguidores, y que, reitero, en momentos de crisis, es preciso tener presentes. Se deduce de tales conceptos la idea de que la prudencia es el más excelso de todos los bienes. De estos sanos preceptos me permito destacar, muy especialmente, aisjúmen sébou “ten sentimiento del pudor” del que parecen carecer los políticos que nos aherrojan con sus soberbias y disparatadas megalomanías.
Bauzá, H. (1994). “Notas al epicureísmo romano”. Historia y Crítica. Santiago de Compostela, 1994, vol. IV.
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Ver también
Alimentación, Alternativa, Ambiental (crisis), Animalismos, Humanidad / humanismo, Naturaleza (relaciones sociales con la), Poshumanismo, Posmodernidad, Transhumanismo
14 Traducción propia (HFB).
Institut National de la Santé et de la Recherche Médicale
PSL University, Institut Curie (Francia)
ORCID: 0000-0002-6943-6916
Institut National de la Santé et de la Recherche Médicale
PSL University, Institut Curie (Francia)
ORCID: 0000-0003-1563-4420
La epigenética es un campo de investigación de las ciencias biológicas contemporáneas abocado al “estudio de las moléculas y los mecanismos que pueden perpetuar estados de actividad genética alternativos en el contexto de una misma secuencia de ADN” (Cavalli y Heard, 2019: 489). En otras palabras, atiende a los procesos que establecen, mantienen y transforman la actividad de los genes a través del tiempo y que, sin embargo, no forman parte de la secuencia de nucleótidos.
Al descubrir e investigar mecanismos biológicos de la impronta del ambiente y del organismo en su conjunto sobre el ADN y la herencia, la epigenética ha puesto en cuestión el llamado “determinismo genético”, configurando una imagen de la vida mucho más plástica y, sobre todo, no totalmente programática. Esta potencia de la epigenética para transformar estructuras disciplinares y vislumbrar nuevas configuraciones de la realidad de lo viviente adquiere hoy, más allá de las fronteras de las dos culturas, una creciente relevancia en las discusiones de las (pos)humanidades, la filosofía y las ciencias sociales contemporáneas.
En términos históricos, la noción fue acuñada por el embriólogo C. H. Waddington en la década de 1940. Se trata de un neologismo derivado del concepto aristotélico de epigénesis, que designa todos los procesos del desarrollo que conectan el genotipo (el material genético heredado) con el fenotipo (las características o rasgos observables). En el sentido postulado por Waddington, la epigenética recurre a la epigénesis (teoría que opone al preformismo la imagen del desarrollo gradual y acumulativo de los seres vivientes) y manifiesta, a su vez, la necesidad de estudiar aquello que ocurre por sobre (epi-) los genes (Jablonka y Lamb, 2006). Así, su programa científico se enfocó con particular interés en los desacoples entre genotipo y fenotipo, que evidenciaban la complejidad de esa interacción (Jablonka y Lamb, 2006). Un ejemplo paradigmático de este desacople son los procesos de diferenciación durante el desarrollo de los cuerpos multicelulares, es decir, los procesos que llevan a que las células que forman la piel, el sistema nervioso o el sistema muscular, presenten severas diferencias funcionales y de forma, a pesar de compartir, en la mayoría de los casos, la totalidad del genotipo.
Debido a su naturaleza innovadora e interdisciplinaria, la epigenética fue recibida con escepticismo por la academia dominada por las instituciones que fundaron la genética molecular (Meloni, 2019). De hecho, durante sus primeros treinta años de existencia el término fue escasamente utilizado (Jablonka y Lamb, 2006). Más recientemente, la biología molecular redefinió a la epigenética, de manera más acotada, como una enmienda a los mecanismos moleculares que controlan la expresión de los genes (Meloni, 2019). De esta manera, a principios de la década de 1990, el término comenzó a utilizarse en un sentido más similar al de su uso contemporáneo: para definir los cambios moleculares que controlan la actividad de los genes y la herencia de los fenotipos celulares (Jablonka y Lamb, 2006).
La epigenética abarca hoy el estudio de aquellas modificaciones químicas o estructuras moleculares que se unen a los genes sin cambiar su secuencia. Los genes son cadenas de desoxi-nucleótidos (ADN) situados en un locus específico del genoma (conjunto completo de ADN de un organismo que comprende genes, secuencias regulatorias, etc.), que codifican la síntesis de un producto génico, ya sea ARN o proteína. El concepto de gen fue esbozado en las leyes de herencia o patrones de transmisión de rasgos entre generaciones propuestas por Gregor Mendel en 1866, y se acuñó como tal en 1909 en los trabajos sobre teoría hereditaria del botánico danés Wilhelm Johannsen, quien propuso también las nociones concomitantes de genotipo y fenotipo. Por su parte, el ADN como entidad estructural material de los genes fue célebremente descripto en 1953 por Franklin, Watson y Crick. La genética surgió así como el campo específico de la biología dedicado al estudio de los genes, con particular foco en los patrones de salud y enfermedad. En su seno, el gen se consagró como base molecular de la herencia, y abrió también las puertas a una intervención en el código mismo de la vida. En la ilusión de hackear la vida y la muerte, el relato del gen como llave maestra de la sustancia misma de lo viviente tomó gran protagonismo y llegó a su máximo esplendor en contexto del proyecto “genoma humano” de fines del siglo XX (Keller, 2002).
La genética moderna contribuyó a una cierta evanescencia o prescindencia del cuerpo material de las ciencias biológicas (Meloni, 2019), al establecer una separación entre el genotipo o el gen (como lo que constituye el ser interior, ahistórico, agencial y determinante de la herencia) y todo lo que aparece como subproducto de él, el fenotipo o el cuerpo orgánico en su conjunto. Asimismo, la noción informacional del gen instauró una concepción antropomorfizada del mismo: en un claro paralelo entre las relaciones humanas y moleculares, se dotó al gen de capacidades de liderazgo y agencia por sobre las demás moléculas (Meloni, 2019).
En contraposición a esta visión moderna del cuerpo como mero subproducto del código genético que constituye la base de la visión informacional dominante desde la década de 1960, la epigenética puede leerse como una suerte de rematerialización del genoma (y por extensión, del cuerpo en su conjunto): un giro posgenómico hacía un nuevo “materialismo holístico” en las ciencias de la vida (Meloni, 2019: 106).
En el mismo sentido, un amplio conjunto de descubrimientos relativamente recientes las demostraciones erosionaron el relato del gen como “protagonista heroico de la vida”: se ha demostrado que la técnica condiciona el estudio de los genes, que gran parte del ADN no codifica proteínas, que el genoma humano no es más grande o extremadamente diferente al de otras especies, y que patrones complejos de estructuración interna, regulación e interacciones con otros organismos y el medio ambiente son tanto o más importantes que el propio gen para comprender el funcionamiento de los organismos. De la mano de esta nueva herida narcisista producida por la ciencia moderna se abrieron las puertas a la era de la posgenómica, donde se sitúa la epigenética. Es en este nuevo contexto que aparecen intentos de redefinir el gen desde una posición situada. Haraway, por ejemplo, contrapone a las teorías puramente biológicas una de estas definiciones: “la palabra gen define un conjunto multifacético de interacciones entre personas humanas y no humanas en el trabajo histórico contingente y práctico del hacer-conocimiento” (2021: 281). Para ella el gen no es una cosa, mucho menos una molécula maestra o un código autocontenido. Por el contrario, designa un nodo de acción duradera donde se encuentran muchos actores, humanos y no humanos. Rastrear en las definiciones biológicas, aparentemente despojadas de subjetividad, la situacionalidad del gen y sus limitaciones, habilita también a repensar la biología como campo de disputas y redefiniciones.
Los mecanismos epigenéticos establecen y sostienen un patrón de expresión génica específico a través de la modificación topológica del ADN y la coordinación de factores de transcripción que limitan/habilitan la potencialidad de expresar determinados conjuntos de genes. Estas modificaciones regulatorias se sostienen en el tiempo y están en relación con el sistema biológico (células y organismos) que las contiene. Las modificaciones epigenéticas, entre las que se encuentran la metilación del ADN, las variantes y modificaciones de histonas y el ARN no codificante, se rigen por una serie de escritores (que las depositan), lectores (que las interpretan) y borradores (que las eliminan). Al igual que los genes, estas marcas moleculares pueden heredarse de célula a célula y de generación en generación, pero, al contrario de lo que ocurre con la rigidez del gen, las modificaciones epigenéticas son reversibles y pueden ser modificadas por el ambiente.
De hecho, se cree que la mayoría de las señales regulatorias se pierden rápidamente sin los sistemas de refuerzo positivo que mantienen la memoria de los estados de la cromatina, por ejemplo, en el contexto de la replicación del genoma durante la división celular. En este sentido, se ha propuesto que la estructura tridimensional del genoma ayuda a organizar la heredabilidad de estos estados. De hecho, muy recientemente se sabe que el genoma está jerárquicamente organizado en estructuras tridimensionales que forman dominios estructurales que estabilizan los estados funcionales y guían su propia herencia. En definitiva, la herencia epigenética involucra varias capas que agregan, cada una, estabilidad y reversibilidad, lo que permite grados de plasticidad ante estímulos regulatorios.
Más allá de la herencia celular de las modificaciones epigenéticas, mucho se discute respecto de la heredabilidad transgeneracional de estas marcas. La dominante síntesis evolutiva moderna postula que la evolución actúa principalmente a través de la selección natural sobre los fenotipos, lo que afecta en última instancia las secuencias de ADN. Existen evidencias de que puede existir una herencia transgeneracional de los cambios epigenéticos, lo que constituye una demostración directa de que otras moléculas, además del ADN, pueden portar información heredable sustancial, lo que representa un potencial giro conceptual en la biología evolutiva. Queda por determinar la relevancia y frecuencia de estos procesos en los cambios evolutivos reales.
Por otro lado, el rol del ambiente en los cambios epigenéticos es un campo de investigación muy activo en la actualidad que explora cómo individuos con los mismos o diferentes genotipos pueden reaccionar a cambios ambientales. Un ejemplo de esta interacción es la determinación del sexo en muchos reptiles a través de cambios en la temperatura. Este proceso está controlado por un conjunto de modificadores epigenéticos pertenecientes a la categoría de histonas demetilasas que cambian su expresión en función de la temperatura y regulan a su vez la expresión de genes determinantes del sexo. La influencia del medio en el control génico, a través de los cambios epigenéticos, se observa también en la influencia que los cambios metabólicos inducidos por cambios en la dieta pueden tener sobre cambios epigenéticos estables que regulan la expresión de genes de manera coordinada y adaptada.
Los estudios epigenéticos, a su vez, transforman de manera profunda nuestro entendimiento de la relación biología-sociedad. El paradigma epigenético habilita una concepción de la biología donde las estructuras sociales ya no son irrelevantes al funcionamiento de los genes, sino una posible fuente causal de regulación génica. En oposición a la visión centrada de forma exclusiva en el gen, esta perspectiva permitiría repensar los procesos biológicos como moldeados socialmente y describir los mecanismos materiales y moleculares que producen tal conexión entre organismo y sociedad (Meloni, 2019).
Weasel (2020) remarca como los estudios biológicos epigenéticos volvieron tangibles las causas sociomateriales de asociaciones reconocidas entre condiciones de base social y la predisposición a ciertas enfermedades crónicas como diabetes, hipertensión y obesidad. En oposición a los prejuicios de predisposición genética, los estudios epigenéticos muestran asociaciones compatibles con causas vivenciales, donde las experiencias desiguales del cuerpo, atravesadas por sus condiciones de raza, género y clase, construyen las predisposiciones desiguales a la enfermedad. Al mismo tiempo, el planteo epigenético permite configurar la corporización material de esas vivencias, las cuales se niegan en una visión de la clase, el género y la raza como meras construcciones sociales.
Asimismo, existe un paralelismo posible entre estas problemáticas epigenéticas y las preguntas sobre el futuro planetario que se nos plantean en el Antropoceno (Meloni, Wakefield-Rann y Mansfield, 2022). En efecto, la concepción epigenética del cuerpo en continua formación y diálogo con el ambiente, en contraposición al cuerpo rígido, impermeable, ahistórico y definitivo que suponía el paradigma genético, plantea la pregunta sobre los efectos que las posibles exposiciones antropogénicas (a tóxicos, estrés, etc.) tendrán sobre los organismos a nivel epigenético e incluso sobre las generaciones futuras.
En un sentido complementario, como contracara de la permeabilidad biológica, Malabou (2018) ve en la plasticidad epigenética un sitio de agencia y posible resistencia de la vida en cuanto tal al biopoder. La capacidad de la vida de diferenciarse de sí misma, propuesta por el paradigma epigenético, rompe con la idea de lo viviente como programa realizado, a la vez que borra, según Malabou, la “frontera estricta entre necesidad natural e invención de sí” (2018: 257).
En definitiva, la epigenética parece configurarse como un campo teórico que nos permite repensar la relación entre la sociedad y lo viviente, la naturaleza y la cultura, más allá de la oposición dualista, para describir los múltiples mecanismos de co-construcción de la materialidad viviente en interacción tanto con otras materialidades orgánicas e inorgánicas como con el campo de lo simbólico. La epigenética introduce así una dimensión profundamente histórica en la biología molecular. Lo interesante es que se trata de una historia sobre cómo se imprimen en la memoria molecular las experiencias tanto materiales como sociales. La epigenética permite una historia de la vida en la cual el contexto deja de ser irrelevante para hacerse materialmente cuerpo. El relato epigenético nos habilita a repensar, de este modo, la materialidad de la vida en el contexto complejo de la interconexión de genes, células, órganos, individuos, especies y condiciones locales y globales de existencia (que incluyen las sociales o culturales).
La epigenética abre la puerta, en la biología, a la contingencia y al ambiente como alternativa a la secreta esperanza de los biólogos modernos de descifrar de forma definitiva el código de la vida. Más aún, hace este ejercicio sin la promesa de una total disponibilidad. La imbricación entre el ADN y sus marcas epigenéticas configuran una semántica material de la vida en la cual los procesos son extremadamente más complejos de lo esperado y la plasticidad y maleabilidad encuentra sus condiciones de posibilidad tanto como sus límites.
Por último, si recordamos que el concepto de parentesco parecía clausurarse en su asociación exclusiva con la herencia genética, la posibilidad epigenética de modificar el gen de forma colectiva y en íntima relación con el ambiente abre también la oportunidad para imaginar, incluso en clave biológica, nuevas formas de parentescos y herencias.
Referencias
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Keller, E. F. (2002). El siglo del gen: Cien años de pensamiento genético. Barcelona: Península.
Haraway, D. (2021) [1997]. Testigo_Modesto@Segundo_Milenio.HombreHembra© _Conoce_OncoRata®. Buenos Aires: Rara Avis.
Malabou, C. (2018). “Una sola vida. Resistencia biológica, resistencia política”, Traducción de Cristobal Durán, Revista de Humanidades, Nº 38 (julio-diciembre), 245-261.
Meloni, M. (2019). Impressionable biologies: From the archaeology of plasticity to the sociology of epigenetics. Nueva York: Routledge.
Meloni, M.; Wakefield-Rann, R. & Mansfield, B. (2022). “Bodies of the Anthropocene: On the interactive plasticity of earth systems and biological organisms”. The Anthropocene Review, 473-493.
Weasel, L. H. (2020). “Embodying Intersectionality: The Promise (and Peril) of Epigenetics for Feminist Science Studies”. In Pitts-Taylor (ed.) (2014) Mattering: Feminism, Science, and Materialism. Nueva York: New York University Press, 104-121.
Ver también
Chthuluceno, Cosmopolítica, Desarrollo, Evolución, Historia natural, Innovación, Poshumanidades, Poshumanismo, Tecnoceno
Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0003-0775-107X
Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0002-6989-1150
En las últimas décadas, el principio de equidad intergeneracional ha permeado con fuerza distintos debates y generado interesantes reflexiones sobre su alcance, aplicabilidad y desafíos asociados. Particularmente, ha ido ganando densidad conceptual y centralidad analítica dentro de las discusiones ambientales, ubicándose como un componente clave en la ideación de futuros colectivos. Se trata de un principio sin fronteras conceptuales claras, sobre el cual cabe señalar que, con el correr del tiempo, ha ido experimentando una condensación de sentidos correlacionados con la especificidad de las discusiones temáticas. En un sentido muy genérico, reconoce la responsabilidad de las generaciones actuales para preservar o mejorar el bienestar de las generaciones futuras primando el imaginario de solidaridad e igualdad.
Al historiar las discusiones sobre equidad intergeneracional es posible identificar tres grandes momentos. Primero, una preocupación inicial respecto de la idea de la equidad ambiental en términos intergeneracionales, pero sin mayores precisiones conceptuales. Segundo, una progresiva tendencia a la conceptualización del término y a la delimitación de sus alcances, tarea fuertemente relacionada con el quehacer de los organismos multilaterales. Tercero, una tarea de traslación del concepto a los marcos normativos nacionales y un creciente debate en torno a la urgencia del término y los múltiples desafíos asociados a su puesta en práctica como principio orientador de las decisiones y políticas del presente.
Un punto de inicio de las preocupaciones ambientales y la problemática intergeneracional fue la ruptura de la ilusión del crecimiento económico ilimitado. Dicha ilusión, central en el desarrollo del capitalismo y de las sociedades modernas, comenzó a ser puesta en cuestión a partir de la constatación de las consecuencias ambientales de determinadas industrias y formas de producción y del uso indiscriminado y a gran escala de pesticidas y productos químicos. Es en este contexto que comienza a manifestarse una preocupación por el largo plazo de la humanidad y el planeta Tierra, y se identifica de manera expresa el vínculo entre la crisis ecológica y el impacto negativo en las generaciones futuras (Carson, 1962; Hardin, 1968).
Estas discusiones iniciales impulsaron preguntas claves que moldearon los debates subsiguientes. El núcleo de estas preocupaciones giró en torno a cómo y en qué medida nuestras decisiones y acciones imponen costos a las generaciones futuras y, también, sobre las posibilidades de compatibilizar la supervivencia de la vida humana futura con el sostenimiento de los niveles de consumo entonces imperantes.
Un trabajo basal para la problematización de la cuestión intergeneracional fue Los límites del crecimiento, publicado en 1972. Ante el creciente debate sobre los límites ambientales y productivos del planeta, el Club de Roma encargó a un grupo de científicos del Massachusetts Institute of Technology, liderado por Donella Meadows, que indagase sobre la problemática. En dicha obra, los científicos calcularon mediante modelos matemáticos la interrelación entre diversas variables –crecimiento demográfico, contaminación, dotación de recursos naturales, producción industrial y disponibilidad de alimentos– y concluyeron que la humanidad se encontraba en camino a sobrepasar los límites físicos del planeta, extralimitando la capacidad de carga del mismo y poniendo en riesgo a las generaciones futuras. El trabajo, de forma concluyente, afirma que “si se mantienen las tendencias actuales este planeta alcanzará los límites de su crecimiento en el curso de los próximos cien años. El resultado más probable sería un súbito e incontrolable descenso, tanto de la población como de la capacidad industrial” (Meadows et al., 1972).
En aquel mismo año, tuvo lugar la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Humano, celebrada en Estocolmo, Suecia. En esa primera cumbre, donde se sentaron las bases para la discusión ambiental a nivel multilateral, la preocupación por el bienestar de las generaciones futuras continuó ganando centralidad, pese a guardar, aún, un espíritu declarativo. En la Declaración de la Conferencia, puntualmente en los principios 1 y 2, se proclamó que el hombre tiene la “solemne obligación de proteger y mejorar el medio para las generaciones presentes y futuras” y que los recursos naturales deben ser preservados en “beneficio de las generaciones presentes y futuras mediante una cuidadosa planificación u ordenación” (Naciones Unidas, 1972).
Si bien no se trata de discusiones del campo ambiental, no puede dejar de señalarse que los debates sobre la equidad intergeneracional se vieron impulsados por la irrupción de trabajos fundamentales, particularmente abocados a las dimensiones de la justicia y la ética y las problemáticas económicas. Por un lado, en su obra Teoría de la justicia, John Rawls (1971) exploró las dimensiones éticas de las problemáticas generacionales e introdujo el concepto de “principio de ahorro”, que sugiere que las generaciones presentes deben organizar sus instituciones y políticas de manera que preserven o mejoren las perspectivas de vida de las generaciones futuras dado que somos un todo colectivo. Como parte de estos aportes, ganó peso una noción como “reciprocidad descendiente”: cada generación recibe algo de la que la antecedió y, por tanto, a cambio debe transferir algo a la siguiente. Por otro lado, el economista y ganador del premio Nobel James Tobin (1974) propuso la idea del “impuesto sobre las transacciones financieras” como forma de estabilizar los mercados y generar ingresos que podrían utilizarse para abordar problemas intergeneracionales. De acuerdo con Tobin, los problemas de las generaciones futuras pueden resolverse mediante acuerdos o instituciones económicas.
Las voces latinoamericanas también se sumaron a este creciente debate durante la década de los setenta. Como respuesta al informe de Meadows et al., la Fundación Bariloche elaboró el Modelo Mundial Latinoamericano, mediante el cual complejizó la discusión sobre la cuestión intergeneracional al denunciar que el desafío ambiental es intergeneracional e intrageneracional al unísono, dado ya que los problemas ambientales y la desigualdad social se producen simultáneamente y son en definitiva un problema político. En este documento, se rechazó la idea de que la destrucción de la tierra sea un problema que afecte únicamente a las generaciones futuras y se denunció que no hace falta esperar el colapso para comprender los impactos del sistema productivo en el ambiente y las personas, dado que el desafío era contemporáneo y se ubicaba en los países del hemisferio sur. El Modelo Bariloche fue muy enfático en denunciar la profunda desigualdad del sistema productivo y subrayar los vínculos estrechos entre pobreza y degradación ambiental. Se trata de un aporte fundamental en lo que respecta a la incorporación de la problemática de la satisfacción de las necesidades de las generaciones presentes a los debates sobre el bienestar de las generaciones futuras.
Hacia finales de la década de los ochenta, se produjeron avances sustantivos en cuanto la sistematización y la conceptualización del concepto de equidad intergeneracional. A partir de la recuperación de varios debates internacionales sobre los desafíos ambientales globales y múltiples encuentros con distintos actores políticos, económicos y sociales, una comisión encabezada por Gro Harlem Brundtland, por entonces primera ministra de Noruega, presentó Nuestro Futuro Común en 1987. El trabajo, también conocido Informe Brundtland, propuso un giro en torno al desarrollo a partir de la compatibilización entre el crecimiento económico y la protección ambiental. De acuerdo con la comisión, el cuidado ambiental y el crecimiento de la economía no pueden abordarse de forma separada, pues son parte de una misma ecuación. En ese marco fue acuñada la noción de “desarrollo sostenible”, definido como aquel que permite satisfacer las necesidades de las generaciones presentes sin comprometer las posibilidades de las del futuro buscando proteger el ambiente y asegurar el desarrollo de los países (Nuestro Futuro Común, 1987). Más allá de las variadas críticas que esta conceptualización ha recibido por parte de sectores ambientalistas, la propuesta de la Comisión hizo foco en una equidad intergeneracional capaz de compatibilizar el crecimiento económico –necesario para la reducción de la pobreza del presente– con la protección ambiental sostenida en el tiempo.
En 1989, Edith Brown Weiss propuso una operacionalización de la equidad intergeneracional (fairness en su versión original) a partir de tres principios básicos: opciones, calidad y acceso. Siguiendo su planteo, la “conservación de opciones” implica que cada generación deberá resguardar la diversidad de recursos naturales y culturales con vistas a no limitar indebidamente las alternativas de las generaciones futuras y, adicionalmente, posee el derecho al disfrute de una diversidad similar a la generación previa. Por su parte, la “conservación de calidad” implica la preocupación y el cuidado de una calidad general de la tierra en pos de que no sea inferior a lo que recibió de la generación anterior. Por último, la “conservación de acceso” indica que cada generación es responsable de entregar a sus miembros derechos equitativos que favorezcan el acceso al legado de la generación anterior y a la conservación de tal acceso para las generaciones posteriores. Profundizando tales ideas, Brown Weiss entiende que, “como beneficiarios del legado de las generaciones pasadas, hemos heredado ciertos derechos a gozar los frutos de este legado, tal como lo harán las futuras generaciones. Podemos ver esto como obligaciones y derechos planetarios” (Brown Weiss, 1989: 21).
Al compás de estas discusiones, el concepto de desarrollo sostenible y la noción de equidad intergeneracional a él asociada fueron ganando centralidad en los debates multilaterales, así como también en las políticas económicas y ambientales emprendidas por los estados nacionales y actores productivos. Por ejemplo, en la Cumbre de la Tierra, celebrada en Río de Janeiro en 1992, se insistió sobre la necesidad de asegurar un desarrollo económico socialmente responsable y, al mismo tiempo, de trabajar para la protección de los recursos y el medio ambiente para beneficio de generaciones futuras. Asimismo, la Agenda 21, plan de ruta que emergió de dicha conferencia, instó expresamente a los estados partes a adoptar estrategias nacionales de desarrollo basados en los preceptos y decisiones tomadas en la Cumbre.
En la Argentina, por ejemplo, esto se vio reflejado en la reforma constitucional de 1994 o en la sanción de la Ley General de Ambiente (2002). Puntualmente, el artículo 41 incorpora el derecho al ambiente sano y, de forma expresa, refiere a la equidad intergeneracional en estrecha relación con el desarrollo sostenible al afirmar que “todos los habitantes gozan del derecho a un ambiente sano, equilibrado, apto para el desarrollo humano y para que las actividades productivas satisfagan las necesidades presentes sin comprometer las de las generaciones futuras; y tienen el deber de preservarlo”. La consagración constitucional de los derechos ambientales y la alusión a la equidad intergeneracional se vinculan estrechamente fortalecen el sentido de comunidad: como indica Hiskes (2009), la incorporación constitucional de determinado derecho, además de otorgar carácter de inalienable al derecho tutelado, refuerza el sentido de conexión de los ciudadanos a través de las distintas generaciones y contribuye a la construcción de una comunidad.
El concepto de equidad intergeneracional se ha consolidado mayormente en torno a su interpretación estrecha en términos de sustentabilidad. Sin embargo, en los últimos tiempos se han ido sucediendo una serie de planteamientos y desafíos que vuelven a poner en cuestión el modo de concebir el vínculo intergeneracional, el cuidado ambiental y la(s) noción(es) de futuro. Por un lado, la crisis ambiental global plantea complejas cuestiones de equidad entre las generaciones actuales y las futuras. El nivel de amenaza que enfrenta la humanidad y la urgencia de la misma involucra fuertes controversias en términos de equidad tanto intergeneracional como intrageneracional.
Existe una creciente movilización climática juvenil –Friday for Future, Extinction Rebellion, entre otros–, que argumenta que las infancias y juventudes son más vulnerables y menos responsables por la crisis climática que la generación adulta de líderes y decisores globales. La apelación a la equidad entre generaciones se vuelve parte central del marco interpretativo de la contienda e incluso como parte de una argumentación jurídica que busca hacer exigible y concreto el principio de equidad intergeneracional, dando lugar a nuevos posicionamientos y narrativas. Un ejemplo es la significativa demanda “Kelsey Cascade Rose Juliana contra Estados Unidos de América”, donde adolescentes acusan al estado por no tomar las acciones necesarias para mitigar el cambio climático.
A la vez, los actuales debates ambientales –fundamentalmente, los referidos al cambio climático– ponen en discusión una arista muy significativa de la toma de decisiones que involucra, indefectiblemente, a las generaciones venideras y al futuro: la cuestión de la legitimidad. Gonzalez-Ricoy y Gosseries (2016) reflexionan sobre la importancia de la legitimidad intergeneracional, dada la ausencia de los ciudadanos del futuro en las decisiones actuales. Asimismo, señalan que la legitimidad intrageneracional debe ser incorporada al análisis, ya que, entre los contemporáneos, hay grupos específicos que tienen más poder para decidir sobre el futuro que otros. Tomando como referencia el dilema trabajado por Parfit (1984) entre conservación y agotamiento, se puede señalar que, en un contexto actual de crisis civilizatoria y colapso ambiental, las decisiones del presente pueden implicar, en su cariz más extremo, la no existencia de las generaciones futuras. Por tanto, la búsqueda tanto de la legitimidad intergeneracional como de la legitimidad intrageneracional en las decisiones que atañen el futuro resulta aún un desafío clave por conquistar.
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Ver también
Ambiental (crisis), Capitaloceno, Cero neto para 2050, Desarrollo, Extractivismo, Generación, Heterocronía, Naturaleza (relaciones sociales con la), Poscapitalismo, Violencia lenta
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0002-2626-3808
(Del griego ἔσχατος, éskhatos, último, y λόγος, lógos, palabra). El término ἔσχατος (éskhatos) aparece ya en Homero significando “en los extremos”, “en los límites”, referido, como indicación de finitud, al límite más allá del cual no hay nada, a luchar en el borde o extremo de la batalla (Ilíada: XI, 524; XX, 328, 434), a los lugares más lejanos; siempre como indicación de limitación espacial, al extremo del campo en el que se desarrolla la acción (Il. X, 206; Xl, 8; Odisea: V, 238). En Heródoto (3. 106) se emplea para indicar los bordes o las fronteras de un determinado lugar, para referirse, al igual que en Homero, a aquellos que, como los etíopes, los postreros de los hombres, habitan en los extremos del mundo (Od. I, 23). El Nuevo Testamento mantendrá aún, ocasionalmente, restos de la acepción original, como en Mc 5.23, donde se alude con dicho término a estar en una situación extrema, la más grave que quepa imaginar, estar en las últimas o agonizando.
También en Platón puede hablarse de una escatología. Habida cuenta de que para él la esencia del hombre es el alma y que ella es inmortal, cabe expresar su escatología en tres características doctrinales: a) el hombre vive en la tierra como si estuviera de viaje (homo viator); la verdadera vida, por tanto, no es la terrena, que es solo un preámbulo, sino la del más allá, el invisible Hades; b) al ingresar en él más allá tras la muerte, el alma es juzgada únicamente según las leyes de la justicia, la templanza y la virtud: a ninguna otra cosa atienden los jueces del Hades; es irrelevante si el alma juzgada ha sido en la tierra la de un poderoso o la de un súbdito, únicamente cuentan las señales de justicia o injusticia que el alma lleva grabadas sobre sí; c) concluido el juicio definitivo, el destino del alma puede ser alguno de los siguientes: de salvación, si ha vivido plenamente en la justicia, por lo cual recibirá como premio una morada en la isla de los bienaventurados o en lugares incluso superiores e indescriptibles; de castigo perpetuo, si ha vivido continuamente en la injusticia y ha convertido su alma en insanable, y sufrirá el castigo eterno del Tártaro; de punición purificadora, si ha vivido en parte según la justicia y la injusticia y esta última admite sanación (entonces —habiéndose arrepentido— es solo temporalmente castigada y, tras la expiación de las injusticias cometidas, recibe el premio que merece).
A lo largo de su desarrollo, la cultura judía elabora dos corrientes escatológicas coexistentes. Una, con la que trabajan los profetas, habla de la esperanza de futuro venturoso, propia de campesinos pacifistas de carácter no militar (Is 51.3 y 2.4; Os 2.18). La otra, asociada a las esperanzas de futuro de los guerreros, alude al día en que Yahvé, “Dios de los ejércitos”, pondrá en manos de Israel a los enemigos, a las que se sumaban ciertas predicciones monárquicas de salvación.
El término escatología denota una doctrina sobre aquello que ha de suceder al final del acontecer de todas las cosas. Fue acuñado por el teólogo protestante Karl Bretschneider a principios del siglo XIX, aunque su utilización se ha generalizado con el mismo significado también a la teología del cristianismo, para designar lo que tradicionalmente se denominaba novissima res (las cosas últimas).
En general, suele distinguirse entre una escatología personal (que atañe al fin del hombre como individuo), otra colectiva (concerniente al fin de la humanidad) y una tercera cósmica (que abarca las teorías acerca del fin del mundo). Se trata de un saber (lógos) acerca de una instancia última, de índole ontológica, que concierne al ser mismo independientemente de su condición personal, colectiva o cósmica. Su contexto es la temporalidad histórica, el acaecer histórico y por ello el futuro, dado que los acaecimientos históricos siguen en curso, no llegan a su fin; supuesto, claro está, que ese sea su destino último, es decir, supuesto un final.
Esta instancia ontológica final puede ser pensada desde una perspectiva kairológica o bien catastrófica. Se tratará, entonces, del fin en el sentido de una consumación, de una ocasión propicia (καιρός) para el final de los acontecimientos de la historia ya consumada, o bien de un final catastrófico (καταστροφή), esto es, simplemente destructivo, apocalíptico. En ambas perspectivas caben tanto un abordaje sagrado como uno profano.
En un contexto sagrado la expresión “final de los tiempos” adquiere diversas acepciones, aunque siempre incluyendo el significado de una “consumación”, de algo ya acontecido que otorga sentido, inclusive, a un escenario catastrófico individual como la muerte, colectivo como la desaparición de la humanidad, o cósmico como la destrucción o catástrofe última universal.
En el Antiguo Testamento, “final de los tiempos” se refiere, en los textos de los profetas, a los tiempos denominados también mesiánicos y que el cristianismo aplicó luego a Cristo (Χριστός), nombre que significa “ungido” y, en su caso, “el ungido”. En el Nuevo Testamento, ambas expresiones refieren a una segunda venida de Cristo, como juez o como rey universal, según sean las interpretaciones, lo que ha de significar la instauración definitiva del Reino de Dios o de su voluntad salvífica. En el cristianismo primitivo se creyó que esta segunda venida era inminente, pero la difusión creciente de la fe cristiana en un territorio cada vez más extenso hizo que se aplazara la noción de la venida definitiva de Cristo al final de los tiempos, esto es, a un período histórico indeterminado, el final de la historia que conocemos y habitamos, no determinable humanamente en forma directa, en el que habrá “un cielo nuevo y una nueva tierra”, y que representa el inicio del “día de Dios”, su presentación o presencia (παρουσία) definitiva. Estas verdades tienen que ver con los denominados “novísimos”, es decir, “las últimas cosas”, lo que acontece después de nuestra muerte. Los “novísimos” son cuatro: muerte, juicio, infierno y cielo; a veces hay un quinto, purgatorio. En la teología cristiana esta doctrina recibe el nombre de “escatología”. De entre los más importantes sucesos del fin de los tiempos en el sentido de su plenitud, la religión cristiana destaca la idea del “juicio final” y la de la “resurrección de los cuerpos”. A la teología incumbe la tarea de explicar el contenido y el sentido de las afirmaciones escatológicas.
En la base de la escatología cristiana subyace la noción de un tiempo único, según la cual las cosas tienen un comienzo, un devenir y un final. El comienzo lo representan la creación y la redención (primera venida de Cristo); el devenir es el tiempo de la permanencia de la Iglesia y de su historia, y el final es la consumación de todo y la forma definitiva que ha de adoptar el conjunto de lo creado.
Desde la perspectiva profana —del latín profanus, compuesta por pro (fuera o delante del) y fanum (templo), es decir, lo no consagrado—, puede señalarse ya en Platón cierta escatología. En el Gorgias (467c-508c), expone su doctrina ético-escatológica. Después de mostrar que la retórica es una forma de adulación que cultiva las apariencias, pero no lo que es propio de la naturaleza humana porque ignora el verdadero conocimiento del bien, y de probar que la injusticia es el mayor de los males, que un hombre injusto no puede ser feliz y que es mayor mal cometer injusticia que sufrirla, así como que las tesis de su interlocutor —el sofista Calicles— son contrarias la naturaleza humana, porque el bien no es el placer ni el mal el dolor, finalmente concluye que el alma buena y temperante es feliz, porque realiza la dimensión cósmica del orden (κόσμος), mientras que el hombre injusto no puede ser amigo ni de los hombres ni de los dioses. Su planteamiento ético prepara la conclusión escatológica del diálogo: la conducta en esta vida prepara el destino del alma en la vida del más allá: “(…) [existe] una ley acerca de los hombres, según la cual el que ha pasado la vida justa y piadosamente debe ir, después de muerto, a las Islas de los Bienaventurados y residir allí en la mayor felicidad, libre de todo mal. Pero el que ha sido injusto e impío debe ir a la cárcel de la expiación y del castigo, que llaman Tártaro” (523 a-b).
Los mitos milenaristas integraban varias ideas antiguas: una, la del eterno retorno y renovación cíclica de la realidad histórica, a través de sucesivos mundos que eran catastróficamente aniquilados. Otra, la creencia en una edad de oro primitiva, a partir de la cual el mundo se degradaría a través del tiempo. Sobre ellas actúa la fe apocalíptica que espera el retorno del Mesías y el comienzo de un nuevo cielo y una nueva tierra perfectos, tras una efímera instauración del mal.
Hacia finales del siglo XIX y los umbrales del XX, es Walter Benjamin (1871-1918) el autor de una escatología no teológica secular, influenciado por el pensamiento de Gershom Scholem, quien define el mesianismo judío a partir de la visión apocalíptica. Esta visión, en palabras de Scholem, contiene “por una parte, a la naturaleza catastrófica y destructiva de la salvación, y, por otra, a la utopía del contenido del mesianismo consumado”. Scholem señala la relación entre la idea mesiánica en sentido trascendente e inmanente: “la idea mesiánica no se ha generado solo como revelación de un principio abstracto de esperanza de salvación para la humanidad, sino respondiendo cada vez a circunstancias históricas muy concretas” (Scholem, 1998).
Bajo la influencia de Scholem, elabora Benjamin una peculiar noción: Jetztzeit (ahora del tiempo) que mienta plenitud del tiempo, aun cuando a la vez miente destrucción del continuum de la historia en tanto que tiempo vacío y homogéneo. Efectivamente, se les prohibía a los judíos atisbar el futuro, dirigir su mirada hacia él, y en tal sentido la Torá aleccionaba en la rememoración, lo que producía cierto desencanto del futuro anunciado por augures y adivinos. El futuro, en consecuencia, no se torna en tiempo vacío y homogéneo: “(…) en él cada segundo constituía la pequeña puerta por la que el Mesías podía penetrar” (Cfr. Benjamin, 2007).
Atendiendo entonces al aspecto catastrófico y destructivo, se ve allí un exceso de lo meramente conceptual. Esa destrucción no se da en los términos de una refutación efectuada desde el concepto de Jetztzeit y hacia el concepto de tiempo vacío y homogéneo propio del historicismo. Ya no se trata de interpretar el mundo o la historia: el materialista histórico solo podrá articular este concepto de Jetztzeit haciendo “saltar el continuum de la historia” (Benjamin, 2002: tesis XVI). Esto permite ver que Jetztzeit presupone el tiempo vacío y homogéneo.
El mesianismo es eje de la concepción política benjaminiana y constituye una estructura del tiempo, de su ritmo. Es preciso enfatizar la relación establecida por Benjamin entre política y temporalidad. La política es un modo de estructurar el tiempo y la historia. Tiempo, historia y política conforman una unidad, un tejido de relaciones y es escatológica la índole de su estructura. Benjamin, a la luz de su mesianismo, muestra que la estructura del tiempo es equiparable con el devenir de la naturaleza: ambas tienden hacia la desintegración. El tiempo histórico, para Benjamin, es un transcurrir sin fin hacia la desintegración, ya que la eternidad no tiene más consistencia que lo efímero de un detalle: “lo eterno es el volado de un vestido, más que una idea” (Benjamin, 2005).
La desintegración enraíza íntimamente en el tiempo histórico y le impone un ritmo, un modo de su acontecer que lo acompasa hacia su desintegración. El ritmo es más que la totalidad del mundo y está más allá del tiempo-espacio. En el mesianismo no teológico de Benjamin lo único que está más allá es el ritmo. No hay trascendencia alguna.
El final del mundo, noción mesiánica que funciona como su clave, forma parte del mundo, no adviene a él. La escatología de Benjamin es una escatología de lo que está aquí. Lo mesiánico habita en el mundo, acontece en una eternidad inmanente a él, en su tiempo y ritmo. A su vez, la futilidad del mundo consuma su totalidad, constituye la eternidad de su aquí.
Ya hacia fin del siglo XX, un claro bosquejo del milenarismo como fenómeno —aunque no el único— que auguraba el fin de los tiempos hacia el final del siglo X, queda expresado en algunos textos de Umberto Eco (1982; 1989). Con base en un análisis iconográfico de las miniaturas de Beato de Liébana, Eco traza la historia del milenarismo occidental, desde la controversia de Agustín de Hipona y los donatistas hasta el Manifiesto comunista, de Marx.
Dentro de los cánones de la ficción, un clásico sobre los debates medievales y el milenarismo es su novela El nombre de la rosa (1980), ambientada hacia 1327 en una abadía benedictina poblada de frailes inquisidores y monjes imbuidos en la herejía dolciniana. Jean-Claude Milner (n. 1941), francés, discípulo de Roland Barthes y Jacques Lacan, y autor de L’arrogance du présent. Regards sur une décennie. 1965-1975, entrevió la condición de “novela en clave” de la obra de Eco, su directa relación con los sucesos de mayo de 1968 y la incorporación del milenarismo medieval a la mitología de las vanguardias estudiantiles.
Benjamin, W. (2002). Tesis sobre la filosofía de la historia. Madrid: Editora Nacional.
— (2005). El libro de los Pasajes. Madrid: Akal.
— (2007). “Sobre el concepto de historia”, en Obras I. Madrid: Abada.
Eco, U. (1982). “Beato de Liébana, el Apocalipsis y el Milenio”. Los Cuadernos del Norte: Revista cultural de la Caja de Ahorros de Asturias, año 3, núm. 14, pp. 2-20).
— (1989). Palimpsesto sobre Beatos (Beato de Liébana. Miniaturas del “Beato” de Fernando I y Sancha, Manuscrito Bibl. Nac. Madrid Vit. 14-2. Milano: Franco Maria Rizzi, editor).
Milner, J.C. (2009). L’arrogance du présent. Regards sur une décennie. 1965-1975. Paris : Grasset.
Scholem, G. (1998). “Para comprender la idea mesiánica en el judaísmo”. En Conceptos básicos del judaísmo. Madrid: Trotta.
Ver también
Contingencia / fortuna, Desarrollo, Evolución, Extinción, Frontera / límite, Futuro ominoso, Futuridad, Imagen, Imaginario(s), Infinito
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
ORCID: 0000-0002-4113-3382
Etimológicamente, proviene del latín evolutio (forma verbal infinitiva: evolvere). Indica la acción o efecto de desenvolverse, desplegarse, desarrollarse gradualmente algo que estaba envuelto, plegado o arrollado. A la misma familia de palabras, en cuya raíz aparece la idea de rodar, correr o dar vueltas, pertenece “involución”, utilizado con frecuencia como lo opuesto a “evolución”; también “revolución”, que en su versión original significa “vuelta al principio” o “giro”, aunque luego también significó cambio súbito, irrupción de algo nuevo.
Históricamente, evolución se aplicó a sistemas sociales y biológicos, desde dos tradiciones distintas. La primera surge en el siglo XVII de los estudios biológicos que intentaban explicar cómo se forman los nuevos seres individuales: por un lado, los epigenistas y, por el otro, los preformacionistas. A partir del siglo XIX, comenzó a usarse, principalmente, para explicar los procesos biológicos de diversidad de las especies. La otra tradición surge de la reflexión acerca de las sociedades, las culturas y la historia en la Modernidad (a partir de la Ilustración), ligada principalmente a la idea de progreso. Aunque hoy los científicos sociales suelen avergonzarse de su pasado evolucionista, en esta línea se ubican filósofos, sociólogos y antropólogos del siglo XIX, incluso muchos que no se autodenominaban evolucionistas y cuyas ideas acerca de los procesos sociohistóricos se ajustan estructuralmente al significado original de “evolución”: Hegel, Comte, Marx, Spencer, los antropólogos Tylor, Morgan, y otros menos conspicuos. La idea de evolución se convirtió en la metáfora articuladora de las explicaciones sobre lo social.
Conceptualmente, implica tiempo y cambio, pero no cualquier cambio ni el mero paso del tiempo alcanzan, sino que deben articularse según condiciones particulares.
Con respecto al tiempo, deben señalarse algunas características. Aunque es obvio que todos los procesos cósmicos (naturales, sociales, fisiológicos o mentales) ocurren en el tiempo, en una explicación evolucionista este adquiere centralidad epistémica, se transforma en condición de posibilidad, incluso en casos en que no puede ser cuantificado o conocido con exactitud. Segundo, el tiempo evolutivo es lineal y la historia (personal, biológica, social, paleontológica) resulta una concatenación de sucesos irrepetibles en una secuencia causal irreversible. Tercero, el abanico de teorías evolucionistas presenta una enorme variabilidad de rangos temporales. El desarrollo ontogenético puede ir desde algunos minutos u horas hasta varios cientos de años en algunas especies vegetales, pero la evolución de las especies puede abarcar rangos de cientos de miles o millones de años. Por su parte, los tiempos de los procesos sociales considerados evolutivamente varían entre decenas, centurias o a lo sumo, algunos pocos milenios. También hay notorias diferencias en las posibilidades y formas de medirlo. Los procesos de evolución de las especies pueden medirse siempre ex post, es decir como reconstrucción histórica (con los márgenes de error y dificultades propias de la paleontología y la biología evolutiva) en la cual no hay tiempos fijos para determinados cambios; pero los procesos ontogenéticos se dan en tiempos fijos y previsibles, y su incumplimiento, por las circunstancias que fueran, deriva en problemas serios para el organismo o, lisa y llanamente, en la muerte. Los tiempos histórico-sociológicos en ocasiones pueden medirse, pero habitualmente en las versiones evolucionistas se trata de tiempos ficcionales, hipotéticos o incluso tiempos atemporales –o coexistentes–, ya que etapas supuestamente anteriores del proceso conviven con momentos posteriores y permiten un uso normativo de la teoría, como por ejemplo cuando se califica de salvaje a un grupo humano que convive con otro que estaría en el estadio civilizado. Se trata de teorías que, bajo la apariencia de estar diciendo algo sobre el futuro o el pasado, solo normatizan el presente.
Con respecto a los cambios evolutivos, también es necesario hacer algunas precisiones. No cualquier cambio es evolutivo, sino solo aquellos que se constituyen en la constatación misma de esa evolución en un proceso ordenado que se da en el tiempo. El cambio evolutivo es inmanente, y ello implica varias cuestiones. Primero, y lo más obvio, funciona según la lógica propia de las estructuras que evolucionan y no por interferencias o causas sobrenaturales. Ciertas partes del sistema evolucionan y traccionan al conjunto, es decir que no todos los elementos operan con el mismo protagonismo evolutivo. En el caso de la evolución social, y según los autores, ciertas instituciones (familia, propiedad o gobierno), el conocimiento, la tecnología, la economía, la religión, etc., son las que definen o promueven la evolución del todo. En el caso de la biología, la genética explica en buena medida los desarrollos ontogenéticos en interfase con las biografías de los organismos individuales sometidos a la selección natural, a la que se ha agregado en los últimos tiempos la teoría de la EVO-DEVO. Lo que evoluciona transita por etapas que se van cumpliendo en un orden determinado. Esta idea lleva con mucha facilidad a homologar evolución y progreso, lo cual es típico de los evolucionismos sociales (las etapas posteriores son mejores que las anteriores en algún sentido relevante y definido). Por ejemplo, para Comte, el estadio metafísico supera al religioso, y el positivo o científico a ambos; y para Marx, y aunque sobre esto hay muchos debates, puede decirse que el capitalismo es mejor que el comunismo primitivo y que los modos de producción esclavista y feudal, porque permitirá el paso a una futura sociedad sin clases; para los antropólogos evolucionistas del siglo XIX (E. Tylor y L. Morgan) las culturas pasan sucesivamente por las etapas de salvajismo, barbarie y civilización. El pasaje de etapas implica también que los momentos –inicial e intermedios– tienen déficits o incompletitudes en función de la totalidad del proceso, lo cual lleva a su abandono y superación, pero también la recuperación, en cada paso, de características positivas y necesarias.
En biología es clara la presencia de etapas que se van sucediendo en un orden determinado en las teorías ontogenéticas, incluidas las preformacionistas y las epigenistas (también en las distintas versiones recapitulacionistas, en las cuales etapas ancestrales filogenéticas se van haciendo presentes en la ontogenia). Ernst Haeckel, por ejemplo, sugería que, a lo largo de su crecimiento, cada individuo atraviesa una serie de etapas que se corresponden, en ese mismo orden, con las diferentes formas adultas de sus antepasados; Lombroso (otro ejemplo, entre muchos posibles, de recapitulacionismo) pensaba que el delincuente nato es un individuo en el que se manifiestan rasgos atávicos de ancestros no humanos.
Vale aquí una breve digresión. Si es cierto que progreso implica direccionalidad, la afirmación inversa no siempre es válida, pues la historia humana puede pensarse como dirigida en otros sentidos, incluso decadentes o degeneracionistas. En la biología el tema es aún más complejo. El embrión tiene un desarrollo direccional claro y único, pero es difícil decir que “progresa”, pues solo cumple con los pasos previstos según formas naturales de funcionar. Por otra parte, si bien estaría clara la direccionalidad del proceso en la versión lamarckiana de la evolución, lo mismo que en las teorías recapitulacionistas, resulta notoria la aversión de los biólogos posdarwinianos a hablar de progreso en la historia de la vida en el planeta. De todos modos, se sigue discutiendo sobre la direccionalidad (véase Wagensberg y Agustí, 1998).
Otro elemento relevante es el lugar que la decadencia o la degeneración pueden tener dentro de las teorías evolucionistas. En el caso de la evolución social, la apelación a la decadencia, casi siempre asimilada con estadios previos negativos, le otorga potencia normativa a la argumentación política o ideológica. En efecto, permite evaluar como inferiores a las culturas o sociedades que, no habiendo cumplido con las etapas previstas, se encuentran en estadios anteriores. El llamado de atención sobre la decadencia o degeneración, es decir, de una inversión, estancamiento o una alteración anómala del proceso esperado –claro resultado de la acción degenerativa de la libertad humana– no reproduce una historia empírica, sino que, por el contrario, construye una historia ficcional, legitimante de un presente efectivo o un futuro deseado. En el caso de Comte, por ejemplo, se trataría de un anuncio optimista de la incipiente era positiva y científica que se vislumbra; en el de Marx, de una impugnación del presente en pos de un proceso que aún falta completarse; para los antropólogos, sirve no solo para anunciar o dar por completado un proceso evolutivo, sino también para valorar contemporánea y diferencialmente las culturas en diversos estadios de desarrollo.
En algunas versiones recapitulacionistas, las etapas pasadas son las causantes de las conductas negativas actuales (el criminal lombrosiano, por ejemplo) o de atavismos conductuales (como el complejo de Edipo en Freud). Lo negativo está en el pasado, pero un pasado que se hace presente, que se actualiza o amenaza con volver y que también permitiría decidir acciones preventivas sobre el futuro, por ejemplo, con los considerados “criminales natos”.
El cambio evolutivo también es continuo. Ello no significa que sea constante (sin ningún momento estático), sino que las causas y mecanismos que lo producen están siempre presentes en una gradación de pasos dentro de una serie única. Por ello, los evolucionistas sociales tenían que buscar una adecuada conciliación entre lo estático y lo dinámico, para identificar periodos de supuesto estancamiento, sin afectar la idea de continuidad que refiere a periodos completos. En el caso de los evolucionismos biológicos, también el cambio es continuo, lo cual tampoco implica ausencia de estadios de (aparente) estancamiento o inmovilidad. En la evolución de las especies se discute sobre la secuencia y ritmos de los cambios de la vida en el planeta; hay linajes que permanecen estables o con muy pocos cambios durante millones de años, pero también hay otros que presentan cambios en tiempos relativamente cortos. En la ontogenia, los periodos de cierta estabilidad estructural o el inicio de procesos nuevos en algún momento relativamente preciso (por ejemplo, la aparición de los dientes o alguna enfermedad hereditaria) están determinados genéticamente y, con frecuencia, en interacción con el medioambiente.
Un sistema que evoluciona produce novedades, es decir situaciones, relaciones o hechos nuevos que, justamente, manifiestan que hay evolución. Sin embargo, como ya se ha señalado, la acepción más corriente (y original) de evolución implica el des-arrollo, el des-pliegue en el tiempo de lo que ya está en el principio. Esta suerte de paradoja o tensión entre lo des-plegado y la emergencia conlleva la pregunta: ¿lo novedoso solo es tal en la medida en que desconocemos los procesos que lo tienen como resultado (un problema gnoseológico) o se trata de novedades genuinas (un problema ontológico)? Aunque no es posible relevar esta discusión aquí, cabe indicar que esta tensión entre lo novedoso y lo desplegado puede encontrarse con matices bastante diferentes en las distintas versiones evolucionistas. Lo que las distintas versiones evolucionistas puedan decir sobre el futuro está en relación directa con este problema.
La teoría darwiniana de la evolución merece un tratamiento aparte porque resulta una verdadera anomalía en cuanto a sus rasgos estructurales. Los usos corrientes de evolución llevaron a Darwin a ser muy prudente en su uso y prefería hablar de “descendencia con modificación”. En las primeras cuatro ediciones de El origen de las especies, el término no aparece nunca; en cambio, utilizó evolved una vez y, curiosamente, como la última palabra del libro. En la quinta la utiliza una vez, aunque refiriéndose a G. H. Lewes. Recién en la sexta edición, utiliza ocho veces evolution y cinco veces evolved. La precaución de Darwin tiene un sentido claro, y es que su teoría diverge en grado sumo en los aspectos relevados en los párrafos precedentes: etapas a priori, progreso, direccionalidad del cambio, potencia normativa, despliegue de lo que ya está, son conceptos ausentes en la teoría darwiniana. De hecho, una de sus consecuencias más importantes ha sido la supresión del pensamiento teleológico en el mundo de lo viviente, es decir, el abandono de la creencia de lo que el ya clásico trabajo de Lovejoy denominó la scala naturae o escala de la perfección que reflejaba una progresión ascendente en la disposición y funcionamiento de los entes naturales. En biología no hay camino hacia lo mejor; la aptitud en cada generación solo permite a los individuos sobrevivir y transmitir sus características mediante la reproducción; o morir sin descendencia; mucho menos pueden postularse a priori las etapas que deban recorrerse. Únicamente la reconstrucción retrospectiva (a cargo del paleontólogo) de los distintos linajes y especies mediante un relato histórico unificador del registro fósil y otros datos puede generar la ilusión de que hay cierta direccionalidad. La teoría de la evolución es incapaz de predecir en un sentido relevante el futuro de las distintas especies o familias de especies: la novedad es un elemento central, emergente en sentido ontológico pleno.
En la actualidad, los evolucionismos que pretendían predecir y controlar el futuro de la Humanidad han caído en descrédito y desuso, lo mismo que buena parte de las teorías biológicas recapitulacionistas. Hoy solamente se encuentra vigente en el campo científico la teoría evolutiva de las especies; teoría que, en sentido estricto y como se ha señalado, no puede decirnos nada sobre el futuro biológico. Paradójicamente, el futuro de la humanidad como especie está en jaque por el deterioro planetario. La posible incidencia de nuestras acciones en la vida de las generaciones futuras ha dejado de ser un problema meramente ético o abstracto para transformarse en algo acuciante y dramático. Al mismo tiempo, la aparición de nuevas tecnologías genéticas y reproductivas alienta la fantasía tecnocrática de controlar la evolución y, por tanto, el futuro. Pero, si nuestra actual teoría biológica de la evolución está en lo cierto, el futuro evolutivo de nuestra especie a mediano y largo plazo no es predecible ni controlable. Las perspectivas de eliminar enfermedades genéticas e, incluso, del biomejoramiento humano, posibilidades azuzadas por los transhumanistas científico-tecnológicos, navega entre innegables logros reales e hiperbólicas fantasías sin fundamento; los sueños y utopías individualistas podrán encandilarnos con horizontes de satisfacción de deseos elementales como vivir más y mejor, pero no solo permanecerán a considerable distancia de saldar las enormes deudas colectivas que la Humanidad tiene consigo misma, sino que la sorpresa evolutiva no dejará de estar presente. Es la biología.
Gould, S. (1987). Time’s Arrow. Time’s Cycle. Myth and Metaphor in the Discovery of Geological Time. Cambridge: Harvard University Press.
— (1977). Ontogeny and Phylogeny. Cambridge: Harvard University Press
Herman, A. (1997). The Idea of Decline in Western History. N.Y.: The Free Press.
Nisbet, R. (1976). Social Change and History. N.Y.: Oxford University Press.
Wagensberg, J. y Agustí, J. (ed.) (1998). El progreso. Barcelona: Tusquets.
Ver también
Desarrollo, Epigenética, Escatología, Extinción, Futuro, Heterocronía, Innovación, Poshumanismo, Transhumanismo
Centro de Investigaciones y Estudios sobre Cultura y Sociedad
Universidad Nacional de Córdoba
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0003-0149-5175
En el libro X-Risk, del año 2020, Thomas Moynihan realiza un rastreo histórico de cómo la humanidad ha pensado su propia extinción. Su tesis es triple: primero, que la idea de extinción humana es comparativamente novedosa (dos siglos en el marco de una historia de más de 200.000 años, la del sapiens); segundo, que esta novedad se entiende mejor si se distingue entre extinción y apocalipsis; tercero, si bien la novedad no asegura la importancia, la perspectiva de la propia extinción es de excepcional importancia para la humanidad.
Interesa la distinción respecto del apocalipsis. De acuerdo con Moynihan (2020: 13): “Apocalipsis y extinción no son simplemente ideas diferentes, sino incompatibles y contradictorias. En breve, donde el apocalipsis asegura el sentido de un final, la extinción anticipa el final del sentido”. La extinción es el final de una especie biológica en un cosmos desacralizado. No revela ningún sentido del final, muestra nuestro estatuto menor como una especie entre otras cuya desaparición no afecta a la tierra como tal. Extinción nombra el paso de la carencia de sentido a su absoluta imposibilidad: “La extinción se basa en la apreciación de que el universo no responde en absoluto a nuestros deseos morales ni a nuestro sentido de justicia” (Moynihan, 2020: 31). La extinción no es una posibilidad futura, sino una realidad actual. Esta realidad es precisamente el final del sentido, no como crisis, no como nihilismo, no como imposibilidad de la experiencia, sencilla y radicalmente cosmos sin humanos.
En 2018, Richard Grusin edita desde el Center for 21st Century Studies la compilación titulada After extinction. El volumen se entiende desde la discusión sobre el Antropoceno, que es, al mismo tiempo, la anticipación de la extinción humana y la imaginación de las huellas de la misma en la corteza terrestre. Indica que uno de los desafíos de la teoría crítica actual radica en que ciertas distinciones, como aquellas entre humanos y no humanos o entre naturaleza y cultura, ya no son sostenibles. Grusin sostiene que algo como la extinción refiere a dos áreas de indagación: por un lado, la extinción como acontecimiento, y para ello se pregunta si la extinción debe ser pensada en singular, como un único y masivo acontecimiento, o si hay que pensarla en plural, como una serie de acontecimientos locales; por otro lado, la extinción como concepto, esto es, indagar sobre qué le sucede a la escritura, a la teoría, a la filosofía, después de pensar la extinción. Preguntas que implican ahondar en las escalas –temporales y espaciales– de tal extinción. En la indagación propuesta por Grusin, aparece como cuestión central el vínculo entre la extinción pensada en singular y una especie viva llamada humanidad. Este vínculo es central, porque precisamente hace de la extinción un singular, desconociendo la multiplicidad de extinciones de otras especies, varias en curso.
Para pensar la pluralidad de las extinciones en curso, resulta central el aporte de Deborah Bird Rose, Thom Van Dooren y Matthew Chrulew, que han delimitado un enfoque general llamado extinction studies. Este enfoque parte, por un lado, de una definición de extinción masiva a partir de tres rasgos: la pérdida de un número radicalmente elevado de especies, la pérdida de una amplia gama de formas de vida y el marco temporal comprimido en que se produce. Por otro lado, es de señalar que, si bien la responsabilidad del ser humano es central en lo que se ha denominado sexta extinción, participa de ella de formas variadas y ambivalentes. Al mismo tiempo que parece primar un sentimiento de inevitabilidad y finalidad angustiante, se desarrollan formas de esperanza y resistencia. Conviven la imposibilidad de detener la extinción, una impasibilidad radical, y un llamado a la acción, una multiplicidad de compromisos efectivos. Preguntan: “¿Qué formas de vida humana están impulsando estos procesos catastróficos de pérdida, y de qué otras formas diversas los humanos se ven arrastrados e implicados en la extinción –y en su resistencia–?” (Rose, Van Dooren y Chrulew, 2017: 6).
Los extinction studies constituyen un enfoque particular para abordar la extinción: “Se basa en la comprensión de que no hay fenómeno singular de extinción; más bien, la extinción se experimenta, se resiste, se mide, se enuncia, se realiza y se narra en una variedad de formas a las que debemos prestar atención” (Rose, Van Dooren y Chrulew, 2017: 2). La apuesta es también una apuesta formal –un método– y para ello recuperan la necesidad de contar historias propuesta por Donna Haraway. Se trata entonces de contar historias de la extinción de múltiples especies, esto es, pensar qué historias utilizamos para contar y pensar otras historias.
De modo que la apuesta teórica y política de los extinction studies radica en acentuar la especificidad: lo que se juega en cada especie que desaparece, pero también en la desigualdad y el posicionamiento diferencial de los humanos en esto. Por ello, se trata de la responsabilidad misma que surge en cada narración de una extinción en cuanto respuesta ética de la “teoría”. Tres conceptos definen los extinction studies: mortalidad, temporalidad y generación. En primer lugar, la extinción es una referencia a la muerte, a un tipo particular de ella, la desaparición de un colectivo, el final de un tipo de vida. En segundo lugar, para entender la extinción es necesario atender a cómo las especies suponen herencias intergeneracionales, es decir, el fin de una forma de vida es el final de un linaje cultivado por miles de años (la extinción es el fin de la “generatividad” de las generaciones). En tercer lugar, todo esto supone múltiples temporalidades, desde el tiempo profundo de la evolución y la especiación hasta la velocidad con la que desaparecen formas de vida en la actualidad. En este último caso, se trata del entrelazamiento de temporalidades entre formas de vida y formas de narrar: formas de medir, relacionarse con, narrar, tomar, el tiempo. Esto conlleva un problema señalado por Grusin: “Además de la extinción masiva de especies, hoy pensamos también en la extinción de formas culturales: lenguas, costumbres y tradiciones; oficios y habilidades artesanales; medios de comunicación, tecnologías y sistemas operativos; instituciones públicas” (Grusin, 2018: viii).
Desde una perspectiva crítica, Claire Colebrook (s.f.) hace de la extinción una posibilidad de la teoría. Si la extinción es, por principio, la extinción de las formas culturales: ¿qué puede significar una teoría de la extinción? ¿No es la extinción, como concepto, la misma imposibilidad de toda teoría? Para Colebrook, se trata de precisar el concepto de extinción en relación con lo humano, esto es, con la paradoja que aloja: la extinción señala el fin de la especie humana producida por sí misma, al mismo tiempo que el Antropoceno parece mostrar la fuerza geológica de una especie que puede revertir esta extinción. Extinción es un concepto, a la vez, radicalmente humanista y radicalmente poshumanista.
Para Colebrook, existen tres articulaciones del concepto de extinción. Primero, extinción refiere a la sexta gran extinción en masa, donde los seres humanos son la primera especie que podrá presenciarla y que ha contribuido a producirla. Esta primera definición depende de la constitución de un “nosotros” humano que surge del concepto de “especie”, es decir, la posibilidad de pensar la extinción es correlativa a la emergencia de un modo cultural e históricamente específico de configurar un universal llamado “especie humana”. Segundo, existe un sentido de extinción forjado por pensadores como Bostrom, Kurzweil o Moynihan, para quienes el problema es una idea de razón asociada a la vida singular de una especie que puede extinguirse. Tercero, la extinción es un concepto que es precisamente la posibilidad del no-ser del pensamiento: un pensamiento de su propia eliminación. La extinción es, entonces, la sexta gran extinción de masas (que el humano puede imaginar y presenciar); el humano como agente de destrucción de otras especies (precisamente aquella lista de especies en peligro de extinción); y la autoextinción (la extinción no solo de la especie, sino en un sentido abstracto la destrucción de aquello que nos haría humanos).
Una perspectiva crítica no puede dejar de notar cómo el concepto de extinción depende de aquel de especie, esto es, de una cierta forma de universalismo biológico. No es sino el discurso de la biología emancipado de una razón teológica finalista el que posibilita pensar la extinción. Por ello, pregunta Colebrook: “¿Y si, en lugar de centrarse en la extinción, o en cuántas especies estamos perdiendo y cómo podemos perdernos a nosotros mismos, uno se fijara en todas las formas en que lo que ha llegado a reconocerse como especie humana ya requería la extinción de otras formas de ser humano?” (Colebrook, s.f.: 12). Tres o cuatro indicios para pensar: la dependencia del concepto de extinción respecto del de especie, la pregunta por la posibilidad del pensamiento, y cuál es aquel que tiene sentido, y, por último, cómo escapar de un pensamiento de la salvación que reinscribe la excepcionalidad del agente humano. Estos tres aspectos pueden pensarse respecto de la teoría como forma cultural, es decir, pensar el pliegue entre teoría de la extinción y extinción de la teoría. Si la extinción muestra radicalmente la finitud de un nosotros como especie que forma y destruye mundos, se trata de dar lugar a una teoría no confinada por esa finitud. La extinción supone el desafío de una teoría que acepta la distancia respecto de un mundo que puede ser sin nosotros: que hubo un tiempo y habrá un tiempo sin seres humanos. La extinción es, entonces, un lento trabajo de destrucción de los imaginarios que incorporan ese afuera.
Ray Brassier se inscribe entre aquellos autores que, al reinventar el realismo, han pensado lo que aloja en el concepto de extinción –un mundo sin nosotros– y muestran en qué sentido la extinción pone en crisis los discursos de la Ilustración y de la crítica (entendiendo la mutua dependencia entre Ilustración y crítica). En una lectura que va de Nietzsche a Meillassoux, pasando por la Escuela de Frankfurt, se dedica a pensar precisamente el vínculo entre extinción e Ilustración. Lo que significa, por lo menos: primero, pensar la extinción por fuera del ordenamiento teleológico de la temporalidad propia del progreso ilustrado; segundo, que ya no se trata de la teoría después de la teoría, sino de “cómo pensar el pensamiento en un mundo sin pensamiento”; tercero, que esto radicaliza la posibilidad de pensar un mundo sin nosotros desde la datación cierta de la extinción a la desaparición del planeta tierra.
La extinción es la posibilidad de datar la desaparición del sol, y con ello borrar el horizonte terrenal que orienta la existencia humana. De hecho, la idea de extinción desarticula el modo en que la filosofía está preocupada, o lo ha estado, con la muerte. Brassier, leyendo a Lyotard, sostiene que “todo ya está muerto”, esto significa que la catástrofe solar es anterior y posterior a la existencia de la tierra: la muerte estelar que precede y sucede inicia y termina todo lo que puede ser pensado. Al mismo tiempo, la extinción destituye una idea de muerte humana demasiado humana, la concepción existencial que hace de la muerte algo exclusivamente humano. La pregunta es, para Brassier, cómo dar lugar a un pensamiento desenganchado de su hogar terrestre, independiente de las condiciones de vida en la tierra: una tecnología que habilite la posibilidad de pensamiento más allá de la entropía que conduce a la extinción. Contra las narrativas vitalistas que encuentran que la vida, su devenir, siempre encuentra nuevas formas, se puede señalar en la actualidad que la expansión del universo conduce a la desintegración de la materia. Para Brassier, la extinción es un concepto que pone en cuestión el horizonte vitalista o materialista de la teoría actual: la extinción como aniquilación física borra la diferencia entre mente y mundo, vuelve al pensamiento algo tan perecedero como la materia: “La extinción indexa la idea de la ausencia de pensamiento” (Brassier, 2017: 421).
Para Brassier, la extinción aloja en sí la posibilidad de otro pensar. En este sentido, por un lado, la extinción no es empírica, no es un fenómeno que pertenezca al orden de la experiencia, pero, por otro lado, no es ideal, puesto que es una objetividad externa cuya inteligibilidad surge cuando el léxico de la idealidad es puesto en cuestión. Ni empírica ni ideal; sin embargo, es un trascendental. Esto aloja una oposición: entre significado e inteligibilidad. O si se quiere: la extinción es la posibilidad de darle inteligibilidad a algo que carece de sentido. La extinción del sentido posibilita la inteligibilidad de la extinción: “La falta de sentido y de finalidad no tienen un carácter meramente privativo: representa más bien una ganancia en inteligibilidad. La anulación del sentido, del propósito y de la posibilidad señala el punto en el que el ‘horror’ concomitante tanto con la imposibilidad de ser como de no-ser se vuelve inteligible” (Brassier, 2017: 435). Esto hace de la filosofía un “órganon de la extinción”, es decir, un pensamiento entendido como la “adecuación sin correspondencia entre la realidad objetiva de la extinción y el conocimiento subjetivo del trauma al que da lugar” (Brassier, 2017: 436).
Extinción: posibilidad de un pensamiento que da su estocada final al espíritu, o si se quiere, al espiritualismo supuesto en una noción de cultura, incluso defendida en la tradición materialista. Invita a una doble tarea: por un lado, desactivar el modo en que la retórica de la cultura se transformó en un sentido común y abandonar el sentido común de las humanidades que se han articulado en torno a un significante privilegiado (la crítica); por otro, activar un pensamiento, aquella inteligibilidad sin significado, que prescinde de lo central de la retórica de la cultura: el repliegue sobre sí mismo en una discusión sobre los procesos de significación que acentúa ante todo la forma. La extinción de la cultura es, al mismo tiempo: el abandono de la crítica, el cierre del sentido y la clausura de la forma.
Brassier, R. (2017). Nihil desencadenado. Segovia: Materia Oscura.
Cohen, T., Colebrook, C. y Hillis Miller, J. (2016). Twilight of the Anthropocene Idols. London: Open Humanities Press.
Colebrook, C. (2019) “Dossier Extinción”, Revista de Filosofía, Universidad Iberoamericana, 51, enero-junio.
Colebrook, C. (s. f.). “Extinction”. https://www.academia.edu/20059934/extinction
Colebrook, C. (2014). Death of the posthuman. London: Open Humanities Press.
Danowski, D. y Viveiros de Castro, E. (2019) ¿Hay mundo por venir? Buenos Aires: Caja Negra.
Grusin, R. (ed.). (2018). After extinction. Minneapolis: University of Minnesotta Press.
Moynihan, T. (2020). X-Risk. How humanity discovered its own extinction. Falmouth: Urbanomic.
Rose, D. B., Van Dooren, T. y Chrulew, M. (ed.). (2017). Extinction Studies, New York: Columbia University Press.
Ver también
Ambiental (crisis), Crítica / poscrítica, Futuro ominoso, Humanidad / humanismo, Naturaleza (relaciones sociales con), Poshumanismo
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0002-9594-0075
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0002-6197-3522
El extractivismo ha tenido gran relevancia en la conformación histórica de las periferias del mundo. En el pasado reciente, sus rasgos se han articulado a nuevas problemáticas, que en la actualidad resultan ineludibles para pensar los futuros y sus alternativas posibles, especialmente en el marco de la crisis climática-socioambiental que se registra a escala global. En términos generales, la noción remite a la extracción de los denominados “recursos” naturales, mayormente con fines de exportación. Se asocia así la estructuración de matrices productivas escasamente diversificadas. Sin embargo, su definición no se agota en la expansión de determinadas actividades productivas extractivas, entre las que se han destacado históricamente aquellas vinculadas con la minería y obtención de hidrocarburos, como el petróleo y el gas natural. Contiene también una articulación directa con los mecanismos estatales normativos y (des)regulatorios que lo sostienen, con discursos de legitimación y de resistencia, así como con dinámicas territoriales, efectos sociales y ambientales, prácticas políticas y procesos de creación de desigualdades. Desde el enfoque de las humanidades y las ciencias sociales, se ha señalado que el extractivismo supone una trayectoria histórica:
El extractivismo no es apenas una “etapa” o fase del capitalismo circunscripta a un cierto período histórico; ni tampoco se trata de un “problema” (específico y “solucionable”) de determinadas economías, sino que constituye, más bien, un rasgo estructural del capitalismo como economía-mundo. El extractivismo es un fenómeno indisociable del capitalismo; como este, a su vez, lo es de la organización colonial del mundo. No solo está en las raíces ecológicas, geoeconómicas y geopolíticas del capitalismo, sino que es un efecto y una condición necesaria para el funcionamiento de la acumulación a escala global. (Machado Aráoz y Paz, 2016: 146)
En un sentido similar, Galafassi y Riffo (2018) plantean que es necesario comprender el concepto de extractivismo en el marco de los procesos de acumulación. Siguiendo a Svampa (2013), estas matrices productivas combinan la dinámica de enclave y la fragmentación territorial (escasa producción de encadenamientos endógenos relevantes), con la dinámica del desplazamiento. Si bien, como señala Gudynas (2009), el término extractivismo ha estado asociado en la región al de industria (especialmente durante comienzos y mediados del siglo XX, promovido por instituciones como el Banco Mundial) e incluso en países como Brasil se ha asociado a prácticas de conservación, en las discusiones actuales se utiliza para remitir a “un caso particular de extracción de recursos naturales” (p. 14) que ha ganado protagonismo durante los últimos años.
Como reconstruye Wagner (2021), fue a fines de la década de 2000 que comenzó a problematizarse la noción de extractivismo en América Latina. Mientras que varios gobiernos se manifestaron alternativos al orden neoliberal, el llamado a incrementar el gasto público en función de los sectores más vulnerables fue simultáneo a la expansión de patrones extractivos, que multiplicaron la conflictividad socioambiental. Esta “paradoja” puso de relieve que gobiernos denominados progresistas avalaran y promovieran “el extractivismo –en particular, la minería a gran escala, los hidrocarburos, el agronegocio y los agrocombustibles– como modelo base de desarrollo de sus economías” (Wagner, 2021: 474). Prestando especial atención a las particularidades de estas dinámicas, que registraron un notable crecimiento en la región durante el nuevo milenio, autores como Gudynas (2009) proponen referirse a estos procesos como “neoextractivismos”, en cuanto se apoyan en prácticas históricas, aunque con renovados matices que implican, entre otras cuestiones, un rol más activo del Estado. En palabras del autor, se trata de “un estilo de desarrollo basado en la apropiación de la Naturaleza, que alimenta un entramado productivo escasamente diversificado y muy dependiente de una inserción internacional como proveedores de materias primas, y que si bien el Estado juega un papel más activo, y logra una mayor legitimación por medio de la redistribución de algunos de los excedentes generados por ese extractivismo, de todos modos se repiten los impactos sociales y ambientales negativos” (2009: 188).
En ese sentido, si la historia de América Latina es, en gran medida, la historia de un patrón de producción intensivo en la explotación de sus bienes comunes naturales, el carácter del neoextractivismo del siglo XXI (Burchardt, 2016) se encuentra directamente asociado a la expansión de los patrones de “acumulación por despojo” (Harvey, 2004). Bajo este concepto, Harvey alude a la reactualización de prácticas predatorias de acumulación que habrían crecido aún más que la reproducción ampliada del capital, mediante diversos mecanismos que mercantilizan bienes comunes naturales que permanecían sin enajenar: aguas, semillas, energía. Nuevos cercamientos en los que resuenan los procesos de mercantilización de las tierras comunales en la Europa de los siglos XV y XVI y, también, los de expropiación a las comunidades latinoamericanas campesinas y originarias.
Así, con sus heterogeneidades y particularidades, las matrices productivas de la región han reforzado en las últimas décadas esta impronta histórica extractivista a partir de la extensión de dinámicas predatorias. Tales dinámicas, en primer lugar, han configurado nuevas problemáticas ambientales y sanitarias: contaminación de aguas, suelos y aires, extensión de desmontes, procesos de desertificación y salinización, proliferación de enfermedades en humanos. En segundo lugar, han estado asociadas a la intensificación de procesos de concentración de la riqueza y de la desigualdad social directamente vinculados a las fallidas narrativas del “desarrollo”. Como ha analizado Manzanal (2012), estas narrativas se han articulado sobre la base de un binomio constituido entre poderes financieros transnacionales y gobiernos locales, que ha dado como resultado un patrón concentrador y excluyente, con altos costos sociales y ambientales. En tercer lugar, han implicado un ordenamiento vertical del territorio dominado por actores transnacionales, en articulación con las demandas del mercado global, materializado en grandes obras de infraestructura con un alto impacto en la morfología del espacio, que viabilizan la extracción y circulación de bienes comunes naturales (Álvarez, 2021): la noción “infraestructura extractivista”, aportada por Álvarez (2021), alude a las mega obras diseñadas, financiadas y ejecutadas con el objetivo de generar condiciones de oportunidad para la extracción de naturaleza, que es mercantilizada y comercializada a partir de las demandas y necesidades de los principales centros de producción del sistema internacional.
La lógica extractivista asume rasgos comunes y, al mismo tiempo, incluye actividades productivas diversas que presentan características particulares. Dentro de las distintas prácticas productivas, encontramos a la megaminería a cielo abierto, la expansión de la frontera petrolera y energética (a través de la explotación de hidrocarburos no convencionales, sea off shore o mediante fractura hidráulica o fracking), la construcción de grandes represas hidroeléctricas, la expansión de la frontera pesquera y la agrícola, enmarcada esta última en el modelo de agronegocios. Según Merlinsky (2021), un esquema de acumulación extractivista
gira alrededor de la extracción intensiva, masiva y monopólica de recursos naturales (a través de prácticas como la agricultura, ganadería, silvicultura, pesca y sistemas de explotación de la biota y de minerales-metales), y recurre a la aplicación de tecnologías que permiten convertir la naturaleza en mercancías de exportación con bajo nivel agregado. (Merlinsky: 2021: 42)
Expresiones más actuales del extractivismo incluyen al extractivismo urbano, que Pintos (2012) propone denominar “extractivismo inmobiliario”, en tanto y en cuanto su lógica excede al escenario urbano. Todos estos criterios productivos suponen una privatización simultánea de los bienes comunes naturales y de las relaciones sociales que los atraviesan. Se encuentran asociados a procesos de despojo material y, también, a la apropiación y desestructuración de identidades, memorias sobre los territorios y formas de vida.
En consonancia con las crecientes prácticas extractivistas que se sucedieron en América Latina y la relevancia que adquirió en este milenio la cuestión ambiental, emergieron en la región múltiples resistencias y conflictos socioambientales asociados a procesos extractivos de bienes comunes naturales, que pusieron el foco en aquellos con fines de exportación (aunque no necesariamente se limitaron a estos). Según se indicó, entre estos conflictos se han destacado aquellos vinculados con la megaminería a cielo y la extracción de metales como oro, plata, cobre y, más recientemente, litio –componente fundamental y en creciente utilización para la fabricación de baterías–, con la obtención de hidrocarburos como el petróleo y gas –ya sea por métodos extractivos convencionales o que implican nuevas tecnologías como la fractura hidráulica–, y con la expansión de los agronegocios y sus múltiples impactos sociales y ambientales –utilización masiva de agrotóxicos, corrimiento de frontera agrícola, tendencia al monocultivo, etc. Asimismo, se ha cuestionado la expansión de la frontera pesquera y la instalación de criaderos de peces (como el caso de la salmonicultura), la exportación de insumos para la fabricación de papel, entre otros conflictos. Las estrategias de movilización social han incluido y transitan diversos ámbitos en forma simultánea: la manifestación en el espacio público, la judicialización y, también, la incursión en prácticas productivas que se distancian de las extractivistas, como en el caso de la agroecología. De esta forma, a la vez que establecen alianzas con diversos sujetos sociales, habitan y construyen como territorios de resistencia las calles, los tribunales, los campos o el espacio urbano. Por detrás del rechazo al extractivismo emergen cuestionamientos diversos, muchos de ellos estructurales, a las formas dominantes de producir y habitar.
En otro orden de ideas, se registró la emergencia y consolidación de marcos interpretativos que tuvieron un rol central en conflictos regionales, impulsando su visibilidad en la esfera pública, medios de comunicación masiva, alentando formas de participación y también contribuyendo a su explicación. En este sentido, nociones como las de “zonas de sacrificio” se difundieron junto a otras como “deuda ecológica” o “justicia hídrica” para dar cuenta de problemáticas que cruzan desigualdades sociales, económicas, geopolíticas, con conflictos ambientales, sanitarios y territoriales a las que están asociados (Martínez Alier, 2016). En términos más generales, las nociones emergentes y los lenguajes de valoración que se registran en los conflictos se encuentran vinculados, en mayor o menor medida, al marco interpretativo de la justicia ambiental, el cual remite a una trama de injusticia que pone el acento en la inequitativa distribución de riesgos y beneficios atribuidos a las actividades extractivas. Sin embargo, no se limitan a cuestionar prácticas o emprendimientos específicos, sino que, por el contrario, se inscriben en el marco de discusiones más amplias sobre modelos productivos y alternativas posibles para la sustentabilidad.
Una de las dimensiones más presentes en las dinámicas extractivistas es, como mencionamos, el cercamiento de los bienes comunes de la naturaleza. Junto a esta mercantilización material se extiende otra: la de los conocimientos que están involucrados en estas prácticas productivas. Por un lado, desde sus orígenes, estas formas de producción han estado ligadas a la negación y a la expropiación de los saberes propios de los mundos que desestructuran: conocimientos tradicionales, prácticas nativas, competencias locales. Por otro lado, en paralelo a la creciente mercantilización de lo vivo, los conocimientos científicos y tecnológicos han pasado a ocupar un rol fundamental en los extractivismos en una triple dimensión. En primer lugar, como insumos fundamentales para las prácticas productivas y las transformaciones materiales que suponen. En segundo, como elementos centrales en los discursos de legitimación implicados. En tercero, jugando un rol singular en la articulación entre la “acumulación por desposesión” descrita por David Harvey (2004) y el “consenso de las commodities”, señalado por Maristella Svampa (2013). La manipulación de la naturaleza es intensiva en conocimiento tecnocientífico y, a la vez, las ganancias derivadas de resultados de investigación producidos con fondos estatales son apropiados frecuentemente por grandes corporaciones transnacionales y en menor medida locales, un verdadero “extractivismo del conocimiento” (Rikap et al., 2020). De este modo, junto a la división internacional del trabajo y de la naturaleza, interviene una división internacional del saber que opera como un insumo fundamental en los procesos de acumulación extractivistas y en los sentidos que configuran.
El extractivismo y su crítica también se encuentran estrechamente vinculados a nociones como “Antropoceno”, “Capitaloceno” y “Tecnoceno”, términos que ponen de relieve la existencia de una fase en la que la presión de las actividades productivas sobre la naturaleza convertida en mercancía ha configurado un estado de crisis permanente.
Álvarez, Á. (2021). Infraestructuras de transporte y disputas territoriales: La IIRSA en Santa Fe. Buenos Aires: CLACSO; Tandil: UniCen.
Burchardt, H.-J. (2016). “El neo-extractivismo en el siglo XXI. Qué podemos aprender del ciclo de desarrollo más reciente en América Latina”, en Burchardt, H.-J.; Domínguez, R.; Larrea, C.; Peters, S. (eds.): Nada dura para siempre: Neo-extractivismo tras el boom de los commodities. Quito: ICDD-UASB, pp. 55-89. https://kassel-global.de/wp-content/uploads/2021/02/Nada-dura-para-siempre-15_septiembre_2016.pdf
Gudynas, E. (2009). “Diez tesis urgentes sobre el nuevo extractivismo”. En: AAVV Extractivismo, política y sociedad. Quito: CAAP (Centro Andino de Acción Popular) y CLAES (Centro Latino Americano de Ecología Social), pp. 187-225.
Harvey, D. (2004). “El nuevo imperialismo: Acumulación por desposesión”. En Panitch, L. y Layes, C. (eds.) El nuevo desafío imperial, Socialist Register, Vol. 40, 99-129.
Machado Aráoz, H. y Paz, F. (2016). “Extractivismo: metabolismo necroeconómico del capital y fagocitosis de las agro-culturas. Reflexiones y aprendizajes desde las re-existencias campesinas en el Valle del Conlara (Argentina)”. En Porto-Gonçalves, C. W. y Hocsman, L. D. (orgs.) Despojos y resistencias en América Latina / Abya Yala, pp. 145-176. Disponible en: http://estudiosociologicos.org/-descargas/eseditora/despojos-y-resistencias/despojos-y-resistencias-en-america-latina_porto-goncalves.pdf
Manzanal, M. (2012). “Poder y desarrollo. Dilemas y desafíos frente a un futuro ¿cada vez más desigual?”, en La desigualdad ¿del desarrollo? Controversias y disyuntivas del desarrollo rural en el norte argentino. Buenos Aires: CICCUS, pp. 17-49.
Martínez Alier, J. (2016). “La ecología política y el movimiento global de justicia ambiental”, Ecología Política (enero). https://www.ecologiapolitica.info/?p=3594
Merlinsky, M. G. (2021). Toda ecología es política. Las luchas por el derecho al ambiente en busca de alternativas de mundos. Buenos Aires: Siglo XXI.
Pintos, P. (2012). “Paisajes que ya no serán. Acumulación por desposesión e hibridación pseudourbana de humedales en la cuenca baja del río Luján, Argentina”. En Barrera Lobatón, S. y Monroy Fernández, J. (eds.) Perspectivas sobre el paisaje. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, pp. 189-217.
Rikap, C. A.; Garelli, F. M.; García Carrillo, M.; Fernández Larrosa, P. N.; Blaustein, M. (2020). “Lucro empresarial, extractivismo y pandemia: el rol del modelo científico hegemónico en la acumulación de capital basada en la monopolización de conocimiento”, Antagónica, 1-2, UNQui, pp. 67-100.
Svampa, M. (2013). “Consenso de los Commodities y lenguajes de valoración en América Latina”, Nueva Sociedad, 244, 30-46.
Wagner, L. (2020). Extractivismo. En Muzlera, José y Salomón, Alejandra (eds.) Diccionario del agro iberoamericano. Disponible en: https://www.teseopress.com/diccionarioagro/chapter/extractivismo/
Ver también
Ambiental (crisis), Buen vivir, Capitaloceno, Cero neto para 2050, Cosmopolítica, Desarrollo, Equidad intergeneracional, Geopolítica de las redes, Narcopolítica / necropolítica, Naturaleza (relaciones sociales con la), Plantacionoceno, Tecnoceno, Violencia lenta
Universidad Nacional de San Martín (doctora Honoris Causa)
Los feminismos confrontan al orden patriarcal y a toda otra forma de dominación. Sus teorías y prácticas políticas se caracterizan por sus contenidos emancipatorios, enmarcados en el pensamiento crítico y contrahegemónico. De allí se derivan alternativas superadoras en lo político, en lo económico y en todas las esferas de la vida social.
Presentes y vivas desde hace por lo menos tres siglos, las teorías feministas son múltiples, y varían según los contextos históricos y lugares de enunciación. Es imprescindible partir de reconocer sus complejidades y diferencias, y renunciar a la pretensión de encerrarlas en tipologías canónicas elaboradas en Occidente. Las complejidades se hacen todavía mayores si se consideran sus prácticas políticas, que amplían las demandas y las reflexiones teóricas.
Existe una nutrida bibliografía, mayormente elaborada por los feminismos occidentales del norte global, acerca de las corrientes del pensamiento y acción feministas, entre estas, feminismo radical, socialista y derivas, como el feminismo cultural (De Miguel Álvarez y Amorós Puente, 2019). En las últimas décadas, los estudios y prácticas de los movimientos afrodescendientes y LGBTTI y de las feministas decoloniales visibilizaron y criticaron la visión hegemónica heterosexual, racista y colonial implícita en los feminismos occidentales.
En algunos países y regiones, y con base en diversas estrategias, los feminismos se han extendido en forma interseccional a otros sectores sociales: se relacionan cada vez más entre sí y con otros movimientos, y disputan la hegemonía del orden patriarcal y neoliberal. Simultáneamente, afrontan desafíos y retrocesos y muchas veces ataques violentos, en un contexto transnacional de avance de las derechas. Basadas en las prácticas y teorías de la globalización, la globalización alternativa, las epistemologías del sur y la sororidad global (Gandarias Gokoetxea, 2015), las relaciones transnacionales feministas se han intensificado exponencialmente con la emergencia de nuevas demandas y, también, gracias a las posibilidades abiertas por las redes sociales.
Las teorías feministas han conducido a la reconsideración de una serie de subestimaciones arraigadas: de la cotidianeidad como germen de la historia (en el sentido de Ágnes Heller), del cuidado, de las relaciones de subordinación que pesan sobre mujeres, niñxs y diversidades. Han contribuido de manera decisiva al replanteamiento de los vínculos entre las esferas privada y pública y en consecuencia, dislocan todos los campos del poder patriarcal, Se elaboraron categorías como las de la democratización de las relaciones sociales (de lo micro a lo macro y lo global). Se reconceptualizaron otras, como ciudadanía, prácticas políticas, democracia y trabajo, en este último caso para incluir los múltiples trabajos de cuidados y comunitarios, antes invisibilizados. Las estrategias que se elaboran frente a las violencias hacia las mujeres y personas feminizadas, el reclamo acerca de una vida sin violencias ni femicidios, a otra política y a otra economía, así como las luchas en torno al derecho al aborto, sobrepasan las vías institucionales y las típicas agendas de género propuestas por los organismos internacionales, de rol protagónico durante los años ochenta y noventa mediante las Conferencias de la Mujeres y la creación de diversos mecanismos institucionales.
Haciendo carne la teoría de la interseccionalidad, definida por Kimberlé Crenshaw (1991) como “el fenómeno por el cual cada individuo sufre opresión u ostenta privilegio sobre la base de su pertenencia a múltiples categorías sociales”, y las propuestas decoloniales, las feministas produjeron en algunas regiones articulaciones conceptuales y estratégicas novedosas, con lo que ampliaron así el sujeto de sus luchas. Un ejemplo es el cambio “de abajo hacia arriba” de la denominación de los encuentros nacionales de mujeres en la Argentina: desde 2018, pasaron a llamarse Encuentros plurinacionales, de mujeres, lesbianas, travestis, trans, bisexuales y no binaries.
También, en esta trama inescindible entre teoría y acción, emergen algunas nociones de los setenta que han sido revisitadas en la actualidad: empoderamiento, popular, producción/reproducción, público/privado, sororidad, cuidado/ética del cuidado, derechos sexuales, lenguaje inclusivo, categorías que fueron resignificadas especialmente en América Latina en las luchas actuales.
En lo que sigue se mencionan algunos hitos expresivos del entrelazamiento entre teoría y acción en las luchas de este siglo; enseguida, se analizan dos categorías –feminismo popular y empoderamiento– que vinculan el pasado y el presente; finalmente, se enuncian sospechas sobre un futuro que aparece como problemático, dado el impacto negativo que el avance de los sectores neoconservadores puede estar teniendo sobre los logros alcanzados.
En 2015, diez años después del lanzamiento de la campaña por el derecho al aborto, emergió en la Argentina el colectivo Ni Una Menos (NUM). Las consignas “Ni Una Menos” y “Ni Una Muerta Más”, que fueron lemas de varias de las movilizaciones, se inspiraron en una frase atribuida a la poeta mexicana Susana Chávez Castillo, asesinada en 2011, y presente en las denuncias públicas de los femicidios en Ciudad Juárez (México) en la década de 1990. Al principio, las estrategias del NUM se dirigieron a visibilizar, denunciar y responsabilizar al Estado y la sociedad por la violencia contra las mujeres. Corporizada en marchas multitudinarias, a estos primeros reclamos le siguió una expansión de demandas. Varias de esas marchas tuvieron resonancias en América Latina y otros continentes: Paro Nacional de Mujeres contra los femicidios (19 de octubre de 2016); movilizaciones masivas del 25 de noviembre de 2016; primer Paro Internacional de las Mujeres #NosotrasParamos (8 de marzo de 2017); perfomances del colectivo artístico Las Tesis sobre el telón de fondo del estallido social en Chile (2019-2020), etcétera. El paro de octubre de 2016 fue también nombrado como #miércolesnegro, denominación de una movilización de mujeres que había tenido lugar pocos días antes en Polonia: Czarny Protest (protesta negra), debido al color de la vestimenta que se utilizó (negro luto), inspirada, a su vez, en una huelga de mujeres declarada en Islandia el 24 de octubre de 1975.
A estas realidades, se suman los conflictos armados que vienen desarrollándose históricamente en varias regiones, que aumentan el abuso y explotación al que están expuestas las mujeres y niñeces (Yemen, Siria, Myanmar, Ucrania, entre otros). Existen resistencias y construcciones alternativas, por ejemplo, la Revolución de las Mujeres de Kurdistán con la modalidad basada en el Confederalismo Democrático y en un sistema de ideas (Jineolojî, ciencia de las mujeres). En 2022, en Irán las mujeres se quitaron el velo durante el funeral de Mahsa Amini, de 22 años, detenida por la “policía de la moral” y luego agredida hasta la muerte por no llevarlo. Hubo manifestaciones en diversos sitios y marchas en la Universidad de Teherán.
En el norte, organizaciones feministas como Million Women Rise o Slutwalk (La marcha de las putas), se han revitalizado y expandido en estos años. La demostración multitudinaria de la Women’s March tuvo lugar el día siguiente a la asunción presidencial de Donald Trump y pavimentó el camino para el #MeToo. La campaña #MeToo surgió dos años después del Ni Una Menos, y se desplegó especialmente en Estados Unidos y en Gran Bretaña. Tiene como antecedente la campaña iniciada en 2006 por la activista Tarana Burke en el sitio MySpace para que las mujeres pudieran manifestar haber sido acosadas o violadas. En octubre de 2017, la consigna #MeToo se volvió viral en 85 países, y difundió en medios masivos y redes sociales términos y prácticas considerados feministas.
En los últimos tiempos, mujeres que ocupan posiciones de privilegio en el mundo empresarial y del espectáculo se identificaron como feministas; aparentemente, esto aumentaría su prestigio y sus ingresos. De Benedictis, Orgad y Rottenberg (2019) aluden a la “popularidad” del este tipo de feminismo centrado en la valoración de los logros individuales y desconectado de las críticas al patriarcado, al neoliberalismo y a las estructuras de desigualdad por géneros, sexualidades y raza. Banet-Weiser (2018) argumenta que es un tipo de feminismo que puede coexistir sin mayores problemas con la misoginia: es “liberal individual” y “popular”, en el sentido de “a la moda”. Según bell hooks (2000: 26), al alejarse del desafío a la opresión sexista, esta concepción fue vaciando lentamente de contenido político a los feminismos del norte global.
La orientación del feminismo asociado al #MeToo es muy diferente al que alimenta las estrategias del NUM en América Latina; en este último caso, como en los de los feminismos de Europa del Este, Kurdistán e Irán, se identifican fuertes contenidos de lucha contra el sistema patriarcal y neoliberal.
Es claro que, en América Latina, “feminismo popular” no significa “a la moda”, sino algo muy diferente. En cuanto categoría analítica, la noción de feminismo popular surgió en la década de 1980, en el marco de las acciones colectivas de grupos de mujeres de sectores populares contra los regímenes dictatoriales, los ajustes estructurales, la pobreza y diversas formas de violencias (Conway, 2016; Lebon, 2016).
Janet Conway considera varios significados de la categoría. Uno se refiere a la dimensión sociológica: lo popular como clase trabajadora. Otro alude al activismo de las feministas en los territorios y comunidades de base (Maier, 2010). Otra acepción, que abreva en la teoría del discurso, es la noción de pueblo feminista (Di Marco, 2011, 2017). No se refiere a características sociológicas o demográficas, sino a la plebs que reclama por el daño percibido y que demanda ser pueblo. Ese es el punto central del pueblo feminista: hay pueblo cuando la plebs –las subalternidades– reclama ser incluida en la cuenta de la democracia, en el sentido de Jacques Rancière (1996). Esto se vincula a la articulación de demandas que pretenden una nueva hegemonía, como ha insistido Ernesto Laclau (2005).
Otra noción clave es empoderamiento. No pensada desde los discursos neoliberales del feminismo popular del norte, que son, “en realidad, nuevas retóricas disciplinarias para la domesticación patriarcal, esta vez, además, con nuestro aparente consentimiento” (Medina-Bravo, 2021), sino desde el enfoque que considera las transformaciones en relación con el ejercicio del poder por parte de las mujeres. Esta perspectiva tiene una larga historia, desde los movimientos sociales de base en los Estados Unidos, especialmente de aquellos vinculados con las luchas por los derechos de las personas afroamericanas, hasta su recuperación en la Conferencia Mundial de las Mujeres en Beijing (1995), pasando por la concepción de Paulo Freire acerca de la educación liberadora y la noción de concientización, así como por las formulaciones en los ochenta de las feministas de la India y las conceptualizaciones elaboradas en el Instituto para Estudios de Desarrollo (Sussex, Gran Bretaña).
La noción de empoderamiento alude al poder y a la desigualdad. Dado el carácter relacional del poder, una perspectiva que pone foco en su ejercicio parte de los grupos subordinados tiene simultáneamente que dar cuenta del poder y de la resistencia, de formas conflictivas, tanto positivas como negativas, de producción del poder. Como muchos conceptos, con el paso de los años, este fue perdiendo parte de sus connotaciones originales. Surgieron usos descontextualizados, distantes del cuestionamiento de las relaciones de poder y autoridad patriarcales. Los feminismos “liberal-populares”, antes aludidos, hacen referencia a aquel, pero en un sentido individual y alejado de las luchas concretas. El carácter relacional del poder, una perspectiva que focaliza sobre su ejercicio por parte de los grupos subordinados, debería, simultáneamente, dar cuenta del poder, de la resistencia y de las formas conflictivas de producción de aquel. Es en la experiencia colectiva donde se puede generar una conciencia social crítica, capaz de conducir a un proceso político-transformador, relacionado con el pasaje de una “conciencia en sí” –“reproducción del ser individual”, según la terminología ya clásica propuesta por Ágnes Heller, vinculada con la satisfacción de necesidades personales– a una “conciencia para sí”. En este proceso, las mujeres y otros colectivos subordinados pueden constituirse en autoridad. Quizá convenga considerar, como lo hemos hecho en distintos estudios, los procesos de reconocimiento del poder de las mujeres y de otros colectivos subordinados.
En suma, los movimientos feministas y de las diversidades desafían simbólicamente los códigos y sentidos dominantes, confrontándolos, resignificándolos y proponiendo nuevos sentidos. Al hacerlo, amplían las potencialidades democráticas y contraculturales en las sociedades, expresivas de una creciente politización: de la vida privada, las sexualidades, las relaciones entre los géneros, las relaciones laborales, el lenguaje. La Iglesia católica, especialmente en los países donde se profesa mayoritariamente esta religión, ve dislocarse su hegemonía frente a estos avances. Algo similar sucede con las alas tradicionalistas de otras religiones. En muchos casos, la prédica contra los feminismos y movimientos LGBTTIQ+ es apoyada por asociaciones laicas. La contraofensiva se reactiva y tiende a volverse más agresiva. En general, se trata de sectores que luchan por recuperar hegemonías perdidas, recurriendo a todo tipo de estrategias descalificadoras; incluso, pueden apoyarse en un discurso secular y de derechos humanos y, a veces, pseudocientífico. En la actualidad, son múltiples las voces que indagan sobre estos aspectos cruciales (Vaggione, 2022; Morán Faúndes y Peñas Defago, 2020; Pedrido, 2020). Se puede pensar estas dinámicas como parte de un retorno (neo)conservador, aunque enseguida hay que agregar que no se trata de una sensibilidad homogénea, ni de un mero reflejo de disposiciones identificables en etapas previas.
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Ver también
Alternativa, Autonomía, Derechos humanos, Descolonialidad, Dignidad, Emancipación, Lenguaje inclusivo / incisivo, Multitud, Poscolonial (literatura), Posmodernidad, Queer (tiempo), Queer / cuír, Resistencia
Centro de Estudios Filosóficos “Eugenio Pucciarelli”, Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0003-4436-0617
Frontera y límite en español son cuasisinónimos (Moliner, 1990). Describen el punto o momento en el que dos espacios (físicos o ideales) se tocan y se distinguen. Designan, por lo tanto, un lugar donde una instancia finaliza y otra comienza.
Desde el punto de vista etimológico, ambos términos provienen del latín. Límite viene de limes, mientras que frontera deriva de frons (Corominas y Pascual, 1984). Limes expresa la idea de un camino o sendero entre dos campos. Se trata de algo (el campo, el bosque, el cielo, el mar, etc.) que se cruza o atraviesa (Schallmayer, 2011). En cambio, frons designa el frente, lo que está adelante, la fachada. Se trata de algo que se presenta de frente y que cumple la función de un obstáculo o barrera.
Al campo semántico de límite corresponden en español los términos “dintel”, “limen”, “linde”, “alindar”, “colindar”, “delimitar”, “eliminar”, “extralimitar”, “ilimitado”, “preliminar”, etc. Al de frente, los términos “afrentar”, “afrontar”, “confrontar”, “enfrentar”, “enfrente”, “frontispicio”, “frontal”, “frontero”, “frontera” (Moliner, 1990).
A partir de esta primera aproximación, se puede concluir que la experiencia del límite tiene que ver con una encrucijada, con una intermediación que reúne espacios diferentes. Por eso, se puede decir que el límite es un “entre”. En cambio, la experiencia de la frontera está vinculada a una instancia que detiene el paso, que interrumpe el tránsito y que, por lo tanto, se presenta como una barrera que no se puede atravesar e ir más allá de ella. Sin embargo, no se puede establecer en español una distinción semántica tajante de modo tal que límite exprese solo una encrucijada y frontera solo una barrera. En las múltiples situaciones comunicativas, estas dos palabras pueden expresar ambos significados. Lo importante es distinguir en cada caso a qué experiencia significativa se están refiriendo.
A lo largo de toda la historia de la filosofía, se puede documentar un constante uso de límite y frontera en ambos sentidos (Fulda, 2007; Gatzemeier, 2007). Al campo semántico del uso filosófico pertenecen, entre otros, los términos péras (límite), ápeiron (ilimitado), hóros (frontera, límite), horismós (acción de limitar, definición), horízein (delimitar), horízon (horizonte), finis (fin o límite), definitio (definición), limes (límite, frontera), Grenze (límite, frontera), Schranke (barrera, límite), Grenzbegriff (concepto límite), Grenzsituation (situación límite), Zwischen (entre), Welt (mundo), Zugang (acceso), Nichthintergehbarkeit (irrebasabilidad), etc. Así, por ejemplo, el noúmeno en Immanuel Kant es un concepto límite en el sentido de que se trata de una barrera más allá de la cual la sensibilidad no puede ir (Kant, 2009, B310-B311). En cambio, la idea del límite como una encrucijada aparece en lo que Quentin Meillassoux llama las filosofías de la correlación, a saber, en aquel modelo filosófico que se sitúa en el espacio de mediación entre el hombre y las cosas (Meillassoux, 2015: 29). La intencionalidad, el mundo y el acceso son un ejemplo de este segundo sentido de la frontera.
El presente artículo se ciñe solo a algunos hitos fundamentales del siglo XX. Aborda, en primer lugar, la dimensión ontológica del límite. En segundo lugar, alude brevemente a las dimensiones antropológicas, semiótica, estética y política del concepto.
En 1921, Ludwig Wittgenstein publica el Tractatus lógico-philosophicus. En las primeras proposiciones expone lo que serían los principios fundamentales de su ontología. El concepto de mundo ocupa un lugar central. El mundo está compuesto de hechos simples (Tatsachen) que, a su vez, están compuestos de objetos. Esta manera de concebir al mundo únicamente es posible dentro del espacio lógico: “Los hechos son el mundo en el espacio lógico” (Wittgenstein, 1973, 1.13). Wittgenstein toma el concepto de espacio lógico de la física de Stefan Boltzmann (Glock, 2000). Se trata de una transposición metafórica del espacio a las posibilidades lógicas. El espacio lógico da cuenta de una estructura posible en donde se configura (bilden) el modelo de la realidad (Wittgenstein, 1973, 2.11-2.12). El mundo configurado dentro del espacio lógico posee un límite en el sentido de una barrera más allá de la cual no se puede traspasar. Wittgenstein lo dice así: “Los límites (Grenze) de mi lenguaje significan los límites de mi mundo” (Wittgenstein, 1973, 5.6; destacado en el original).
De esta manera, el espacio lógico se presenta como un ámbito delimitado por una frontera irrebasable. Dentro de él, se circunscribe lo real, lo pensable y lo decible. A esta zona delimitada le corresponde el sentido. Lo que está más allá de su frontera es justamente el sinsentido. Así lo dice explícitamente Wittgenstein cuando en el prólogo precisa la finalidad del Tractatus: “Este libro quiere, por lo tanto, trazar un límite al pensamiento, o mejor dicho, no al pensamiento, sino a la expresión de los pensamientos: pues para trazar un límite al pensamiento, deberíamos poder pensar ambos lados de este límite (deberíamos poder pensar lo que no se puede pensar). El límite puede ser trazado solo en el lenguaje y lo que está más allá del límite (jenseits der Grenze), será simplemente un sinsentido (Unsinn)”15 (Wittgenstein, 1973: 30).
En 1927 Martin Heidegger publica Sein und Zeit. El mundo es una determinación constitutiva del ser del Dasein humano. Es una totalidad de significados que posibilita el trato comprensivo, afectivo y discursivo con los entes. Al igual que en Wittgenstein, el mundo es un espacio de sentido (Crowell, 2001) fuera del cual solamente existe el sinsentido. Así lo dice cuando se afirma que nada más que el Dasein posee sentido. El ente es un sinsentido: “Sentido es aquello dentro de lo cual se mantiene la comprensibilidad de algo. Llamamos sentido a lo que se articula en la apertura comprensora […] Solo «tiene» sentido el Dasein […] Por ello solo el Dasein puede estar plenamente dotado de sentido (sinnvoll) o carecer de sentido (sinnlos)16 […] todo ente que tiene un modo de ser distinto del modo de ser del Dasein debe ser comprendido como sin sentido (unsinniges), absoluta y esencialmente carente de sentido” (Heidegger, 1977: 201-202; destacado en el original). Sin embargo, la frontera que distingue sentido y sinsentido no es un límite infranqueable e inaccesible. La diferencia ontológica entre el espacio de sentido y el ente es relativa. El ente tiene sentido en la medida en que se inserta en el espacio del mundo. Por ello, Heidegger habla siempre del ente intramundano para indicar que toda experiencia significativa con las cosas se da siempre en el interior de un espacio de sentido, que es el marco de inteligilibidad desde donde los entes adquieren sentido. Esta manera de concebir el mundo tiene como consecuencia que la experiencia del límite que está en la base de Sein und Zeit sea la de una encrucijada, un entre, un espacio significativo (prelingüístico) que media tensivamente entre el hombre y las cosas.
Esta misma concepción de la frontera como un entre aparece desarrollada en su máxima radicalidad cuando Heidegger hace del ser como Ereignis (acontecimiento apropiador) la clave central de su pensamiento. En efecto, el Ereignis describe el proceso de fundamentación histórica de la experiencia de la verdad. La clave fundamental de la historia de occidente radica en la apertura de un espacio de manifestación (verdad) en donde los hombres descubren y experimentan el sentido del ente (Heidegger, 1992: 152). Este acontecimiento es el entre que posibilita la reunión entre los hombres y las cosas. La reunión no es una mera fusión entre ambas instancias, sino más bien un vínculo tensivo de intimidad y diferencia (Heidegger, 1997: 24 y ss.).
En la segunda mitad del siglo XX, la concepción del ser como una frontera que reúne instancias heterogéneas continúa, entre muchos otros, en la fenomenología de Maurice Merleau-Ponty y en el pensamiento de Eugenio Trías. Ambos se apropian y recrean la reflexión sobre el límite de las tradiciones a las que pertenecen Wittgenstein y Heidegger.
En el caso de Merleau-Ponty, la idea del entre aparece claramente definida en su filosofía del quiasmo. En el manuscrito editado por Claude Lefort como Le visible et l´invisible (1959-1960) elabora una manera de pensar la relación entre el hombre y el mundo que se sitúa en un punto de vista que pretende superar cualquier tipo de dicotomía (ontológica, gnoseológica, o antropológica). Para ello introduce la noción de quiasmo como un concepto metodológico clave que describe una zona en donde las dos instancias se reúnen y se entrelazan. El quiasmo es una manera de concebir la dualidad en todas sus dimensiones que piensa los dos términos de la relación no como separados e independientes, sino como “el ser de un par como tal. Una relación productiva entre dos. La potencia de un entrelazo. La fuerza de una composición: dos que hacen uno, uno que es dos” (Ramírez, 2008: 46). A la noción de quiasmo le corresponde íntimamente el concepto ontológico de la carne. Se trata de un concepto que describe el ser no como materia, ni como espíritu, o sustancia, sino como elemento “a medio camino entre el individuo espacio temporal y la idea, suerte de principio encarnado que importa un estilo de ser por todas partes donde se encuentra una parcela […] inauguración del dónde y del cuándo, posibilidad y exigencia del hecho, en una palabra facticidad, lo que hace que el hecho sea hecho” (Merleau-Ponty, 1964: 184).
En la filosofía en idioma español se destaca la figura de Eugenio Trías como un pensador que hizo de la noción de límite el motivo fundamental de su pensamiento. Trías se sitúa dentro de la tradición de Kant y Wittgenstein. En Los límites del mundo (1985) es donde por primera vez plantea y desarrolla la idea. En el título resuena el eco del Tractatus. Trías establece una relación de conjución y disyunción entre dos instancias: el mundo y el sinmundo. El mundo expresa el espacio de lo que puede conocerse y decirse. El sinmundo, por el contrario, es aquello que la modernidad dejó afuera del sentido, a saber, el campo de lo ético, de la religión, de lo estético. El límite o la frontera se sitúa en ese espacio que articula y opone las dos instancias recién mencionadas. Mientras que en el Tractatus no se puede decir nada de aquello que está por fuera del mundo, para Trías es posible acceder al sinmundo y articular un discurso simbólico. Por eso, el límite no es una barrera más allá de la cual no se puede ir, sino más bien se presenta como un gozne o bisagra cuya significación es la de establecer la diferencia.
Hasta aquí se aludió a las dos experiencias del límite como barrera y como encrucijada en la reflexión ontológica de cuatro autores del siglo XX. En este último apartado, se hará una breve indicación sobre algunos ámbitos particulares donde la noción de frontera cumple una función metodológica relevante.
El primero de esos ámbitos es el de la antropología filosófica. Ya en el inicio de este movimiento, a finales de los años veinte en Alemania, el concepto de frontera (Grenze) como un entre ocupa un lugar destacado en la biología filosófica de Helmuth Plessner. A diferencia de una cosa sin vida, en donde el cuerpo es una barrera que da cuenta de un fin que limita con otra cosa, el viviente es un tránsito hacia el medio. Es una frontera en la que se produce un intercambio entre dos espacios (Plessner, 1975: 99 y ss.). Al finalizar el siglo, vuelve aparecer la centralidad de la frontera (boundary) para una antropología filosófica, ahora de corte posthumanista, en la figura híbrida del Cyborg de Donna Haraway. En efecto, el Cyborg se presenta como una miniatura para pensar los conflictos ontológicos que surgen cuando las barreras entre el hombre y los animales, los organismos y las máquinas, lo físico y no físico se transforman en fronteras porosas (Haraway, 2016: 9 y ss.).
En la semiótica de la cultura, la frontera tiene un lugar central en la explicación de la producción de sentido. En Yuri Lotman, la frontera aparece como uno de los principios semióticos centrales de la generación de mensajes. La semiosfera (espacio semiótico) produce sentido a partir de un conflicto fronterizo entre dos espacios textuales que guardan relaciones de simetría y asimetría. La frontera es un traductor-filtro bilingüe que genera mensajes (Lotman, 1996: 24-25).
La ontología de la obra de arte de Gerard Genette también incorpora el concepto de frontera o límite cuando describe los dos regímenes fundamentales en los que se divide el ser de la obra de arte: la inmanencia y la trascendencia. Las obras de arte pueden existir en los límites físicos de un único objeto como, por ejemplo, la Gioconda. O pueden traspasar esos límites para existir en distintos objetos como, por ejemplo, en las traducciones, transcripciones, versiones o en su recepción. Al primer modo de ser Genette lo llama inmanencia. Al segundo, trascendencia. La idea del régimen ontológico de la trascendencia consiste en que una obra puede desbordar y traspasar los límites de su inmanencia (Genette, 1994: 17, nota 16).
Por último, el problema del límite está presente en las diversas tradiciones teóricas de la reflexión política. Conceptos tales como estado, soberanía, territorialidad, guerra, etc. llevan siempre una referencia al concepto de frontera. Hay un caso particular donde las implicancias políticas de la frontera asumen la figura del entrelazo, cruce, mestizaje e hibridación. Se trata de la reflexión feminista y poscolonial de Gloria Anzaldúa (1987), quien introduce la metáfora de la herida abierta y sangrante para pensar las relaciones de dominación colonial y patriarcal: aquí, la frontera se presenta como zona de choque, del conflicto que surge de la herida. Es el espacio donde habitan los extraños, los queer, los atravesados.
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Ver también
Arraigo, Cosmopolítica, Desterritorialización absoluta, Feminismos, Hábitat, Infinito, Mestizaje, Metáfora, Poshumanismo, Queer (tiempo), Queer / cuír, Tiempo (Heidegger)
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0002-7630-9499
En teoría social y en filosofía, futuridad se utiliza al menos en cuatro sentidos: para indicar el futuro de un ente, como sinónimo de representación de un futuro, para definir un acontecimiento imprevisible y como condición del devenir. Este último sentido será el privilegiado aquí; sin embargo, para llegar a él, resultará útil haber presentado antes ciertas características de los otros tres.
El primer uso se encuentra, por ejemplo, en el reciente libro Xenofeminismo. Tecnologías de género y políticas de reproducción, de la filósofa Helen Hester (2018). Allí, especialmente en el segundo capítulo (titulado: “Futuridades Xenofeministas”), la noción de futuridad refiere a la posibilidad de que ciertas tendencias del feminismo contemporáneo se prolonguen, potencien y produzcan efectos en el futuro. Y que esos efectos se den in crescendo. Futuridad, aquí, conlleva pensar en una mayor intensidad que se va desplegando en la flecha del tiempo. Hester utiliza la noción –en inglés, futurity– para indagar sobre las posibilidades de que “algo” determinado (una cierta cosa, un proceso, un fenómeno, un individuo actual; en su caso, el xenofeminismo), y actualmente embrionario, tenga futuro o pueda dotarse (o ser dotado) de tal. En esta acepción, la futuridad es un fenómeno que podría sucederle a cierta cosa como no, es un fenómeno contingente y local. En esta declinación óntica y disyuntiva (tener futuridad/no tener futuridad) que algo tenga futuridad significa que esté en condiciones de prosperar. Casi podría homologarse a prosperidad. Ese futuro, por lo tanto, difiere del presente de la cosa como un buen (o mal) augurio lo hace de una situación actual en la que lo augurado no se ha cumplido (además del augurio y el mal augurio, existe el augurio de que cierta cosa no tenga futuro, un contraaugurio). En este registro, futuridad es un futuro augurado a un ente actual. Un subgrupo dentro de esta acepción es el de la propia futuridad del futuro: el futuro es, simultáneamente, el ente y aquello de lo que se piensa su futuro (véase, de Bruyn, 2020). Un caso específico de este subgrupo es el del “no futuro”.
El segundo sentido entiende a la futuridad como resultado de un acto de representación. Es posible ejemplificarlo recurriendo a otra idea de Hester, cuando indica que, al ocuparse de las futuridades, se interesa por “la necesidad de desarrollar representaciones de futuro no gobernadas por biologicismos” (2018: 16), o cuando se preocupa por el hecho de que la futuridad sea “reducida a una duplicación de lo mismo por medio de la reproducción social de los valores hegemónicos”. La futuridad aquí es adjetivada como reproductiva, dando a entender que se construyen discursos, imágenes, mandatos y proyectos cuyo rasgo es imponer una orientación determinada de las prácticas sociales. Ya sea como planteo sobre la generación de futuridades no hegemónicas, o como advertencia sobre la repetición de formas asimétricas consolidadas, en este segundo sentido de la noción lo que se expresa es su funcionamiento en el campo de las relaciones entre imagen de futuro, dominación y resistencias. En esta acepción, futuridad resulta ser una imagen de futuro. Si en la primera acepción, un ente podía o no tener futuridad, en esta segunda, futuridad da precisiones sobre la manera en que cierto ente estará en el futuro, o bien orienta el presente para alcanzar cierto futuro. Futuridad se utiliza aquí de modo prescriptivo; y, si se quiere, moral o, en todo caso, estratégico.
El tercer sentido, por un lado, sostiene y amplía la idea de futuridad como actualidad futura, pero, por otro, se contrapone a la de futuridad como imagen de futuro al acercarla a imprevisibilidad. De acuerdo con Tracy Colony (2009), este es el sentido que utiliza Heidegger en Aportes a la filosofía: acerca del evento. Allí, futuridad aparece no tanto como un atributo puramente humano sino como la mediación entre lo humano y lo divino, entendiendo aquí el encuentro con algo que no se puede prever, como un tiempo totalmente diferente. En línea con esta reflexión, Avelino de la Pienda (1982: 321) concluye que la noción heideggeriana implica que “la actual presencia del futuro tiene que ser en la aceptación de ser-dispuesto por lo indisponible e incalculable del futuro”. La futuridad es un encuentro con la alteridad que todo lo altera. No es un futuro programable, proyectable. Es precisamente lo contrario, no hay imagen posible. “No es del orden de la visión” (Colony 2009, 288). En lugar de ser la posibilidad de un ente (primera acepción), o la representación de un futuro (segunda acepción), aquí futuridad es un acontecimiento-regalo. Se recibe, no se construye –un argumento similar encontramos en Derrida– (1998: 35-36).
El cuarto sentido, que es el que deseo desplegar por resultar, a mi juicio, el más interesante, también puede encontrarse en la obra de Heidegger. En concreto, en el artículo El concepto de tiempo (1924) y en Aportes a la filosofía: acerca del evento. Allí, la noción de futuridad se entiende no como un atributo o un accidente del Ser, ni tampoco como una imagen, una prescripción o un acontecimiento por venir, sino como la condición que hace posible la existencia –que es siempre temporal– y su apertura. Si trazamos un mapa temporal, en la primera acepción, la futuridad se ubica como actualidad futura, en la segunda se localiza en el presente de la representación del futuro; en la tercera, se localiza en un futuro que es acontecimental. En esta cuarta acepción, la futuridad es un pasado-futuro no cronológico. No se tiene futuro, se está abierto al futuro. Y futuridad es el nombre de esa apertura.
En 1924, Heidegger escribió:
El ser futuro (…) da tiempo, porque es el tiempo mismo. Así se hace visible a la vez que la pregunta por el cuánto del tiempo, el cuán largo y el cuándo, en tanto que la futuridad (Zukünftigkeit) es propiamente el tiempo, es una pregunta que tiene que permanecer inadecuada al tiempo. Solo si digo que el tiempo no tiene propiamente tiempo para calcular el tiempo, [profiero], entonces, un enunciado adecuado.
La futuridad, de acuerdo con Heidegger, es otro modo de decir tiempo, y lo que permite al tiempo sus modos, y no hay posibilidad de diseccionarla, medirla, limitarla o imputarla a una cosa particular porque es la futuridad en tanto tal la que funciona como condición de los tiempos que podríamos llamar discretos, medibles y locales (el cuánto, el cuán largo, el cuándo). Tampoco es representación, o no tiene su origen en la representación, ni es homologable a una prescripción, a lo que se espera en y del futuro. En palabras de Tracy Colony, “la futuridad no es un tiempo que puede ser esperado, sino más bien un tiempo que debe entenderse en relación con un evento dispensatorio que sucede más allá del suelo abismal del espacio-tiempo en sí mismo” (2009: 289).
En lo que sigue intentaré, partiendo de estos rastros heideggerianos y de otros pensadores que han recorrido caminos afines, precisar un poco más el concepto de futuridad. Pero, en lugar de situarlo “más allá del suelo abismal”, buscaré ubicarlo “más acá”.
El ser futuro da tiempo porque “es” el tiempo, dice Heidegger, no “está” en el tiempo. Esa afirmación resuena con otra, de Alfred North Whitehead, quien tal vez sin haber leído a Heidegger, escribió: “si se quita al futuro, el presente colapsa, se vacía de su contenido propio. La existencia inmediata requiere la inserción del futuro en las grietas del presente” (1961: 35). Con esa existencia en las grietas, que Whitehead definirá un poco más adelante, en el mismo texto, como “la inmanencia del futuro en el presente” (1961: 45), el futuro deja de estar “por fuera” del ahora, o “más adelante”, o ser “un aspecto” entre otros, para pasar a ser una “condición”. Años antes, en 1919, Whitehead había escrito: “El futuro y el pasado se mezclan en un presente mal definido”. Y algo más adelante, “Lo que percibimos como presente es la franja vivida de memoria teñida de anticipación” (2021: 63). La inmanencia del futuro en el presente, la necesidad de futuro en el presente para que el presente sea, conlleva la consideración de la tendencialidad. La futuridad es esa tendencialidad del mundo, la flecha del tiempo de Prigoyine y Stengers, el “hacia adelante” del que habló el filósofo inglés, que permite –y resulta del encuentro entre– actualidades y virtualidades.
En este sentido, la tesis de esta entrada es que la futuridad ha de estar relacionada simultáneamente con la actualidad y con la virtualidad o potencialidad. De acuerdo a Brian Massumi (2014), virtualidad y potencialidad comparten raíz: “Como concepto filosófico, lo virtual tiene que ver con la fuerza. Derivado de la palabra latina (virtus) para fuerza o potencia, la definición de base de lo virtual en filosofía es ‘potencialidad’”.17 Si, como afirmó Deleuze en 1995, lo actual se ve rodeado de “una niebla18 de imágenes virtuales” (2021), lo virtual es el modo de presencia de lo que, no siendo actual, condiciona lo actual, esa virtualidad no es un futuro simple: para Deleuze, “es también en lo virtual donde el pasado se conserva”, como posibilidad virtual. Esa niebla, que oscila entre una inquietud febril y lo que podríamos llamar, siguiendo al filósofo Pablo Rodriguez (2009: 8), “la calma propia de lo inactual”, de lo que no tiene forma, es “la potencialidad de la naturaleza, el fundamento de la modalidad de la posibilidad” (Simondon 2009: 218). La noción de futuridad sirve para entender que lo que sucede es siempre una relación entre actualidades y virtualidades o potencialidades sobre la flecha del tiempo. Un linaje que se remonta, en la filosofía china, al Tao Te King, y en la filosofía occidental, a Anaximadro y Aristóteles (Simondon 2018: 214).
En Metafísica, Aristóteles dio los ejemplos de la semilla y el niño –como árbol y adulto en potencia– para mostrar que lo potencial es fundamental para la definición de lo que algo es. Para definir lo que algo es, es necesario saber a lo que tiende, su telos. En la semilla o el niño, el futuro está inscripto de un modo tal que es ese futuro, el roble y el adulto, el que permite entender lo que es en el presente. Pero quizá sea útil recurrir a ejemplos en los que potencia y acto sean menos lineales, es decir, en los que las posibilidades que permite la potencia sean más de un acto concreto y las contingencias, mayores. En este nivel, que el filósofo Paolo Virno denomina de los “actos potenciales” (2021: 72), las finalidades ya no son tan claras ni es, por ende, tan sencilla la definición de lo presente. Para abordar este problema, Virno (2003; 2021) piensa el par acto/potencia a partir del lenguaje humano. Si el acto es el despliegue de una capacidad (una frase dicha que actualiza la capacidad de hablar), la potencia es la existencia latente de actos de habla. A diferencia de la semilla y el árbol aristotélicos, en el caso del lenguaje, las frases posibles –los actos potenciales– se multiplican. Esto equivale a decir que en torno a la frase dicha flotan frases virtuales (y la capacidad de decirlas), que sin haber sido dichas condicionan lo dicho de un modo no determinista. Una suerte de momento indeterminado o indefinido, en el que las palabras que diremos no solo no han sido dichas, sino que apenas se van delineando, al tiempo que compiten con otras posibilidades. En la experiencia más cotidiana, ese momento en que nuestras palabras van saliendo de la niebla para volverse frases es tan veloz que no se llega a percibirlo. Pero en la creación literaria, en una improvisación de rap, en una conversación en la que se exige precisión, se puede detectar ese proceso por el cual un cúmulo de posibilidades más o menos bocetadas son barajadas, combinadas, descartadas o seleccionadas para producir un resultado que acabará siendo la frase dicha, que siempre podría haber sido otra, y que nunca es la última. De manera que lo potencial es el modo de presencia de lo que, no siendo actualizado, condiciona lo actualizado. Siguiendo con ejemplo del lenguaje, la futuridad no estaría ni las frases dichas en un futuro ni en las frases que hablan del futuro, sino en la distancia, entre las frases dichas y las virtuales, que configura el devenir del lenguaje.
Porque la futuridad no es del orden de lo actual (ni actualidad presente, ni actualidad futura), tampoco es del orden de lo virtual: es el nombre de la relación que los vuelve existencias, la temporalidad de la existencia del par actual/virtual. Puesto que, en la medida en que la realidad de lo virtual (Deleuze, 2021) requiere de lo actual, y viceversa, la futuridad es definible como el tiempo que brota de la existencia actual de lo virtual y lo actual, de la relación actual/virtual. Si, de nuevo Deleuze, “la distinción de lo actual y lo virtual corresponde a la escisión más fundamental del Tiempo”, y si, como ya vimos en Heidegger, “la futuridad es propiamente el tiempo”, entonces se puede decir que actual/virtual es la escisión fundamental de la futuridad. Temporal sin ser cronológica, futuridad es, parafraseando a Whitehead, un hecho general sin suceso actual. Si “hay tiempo porque hay sucesos, y más allá de los sucesos no hay nada” (1961: 54), la futuridad es la posibilidad del tiempo y los sucesos, posibilidad del suceder, realidad de la articulación entre actualidades y virtualidades, realidad de que hay actualidades y virtualidades, un entremedio frágil, un intervalo productivo, la condición para el devenir.
La idea de futuridad, así planteada, deja expuesta su diferencia con la primera acepción (posibilidad de algo de tener un futuro), de la segunda (representación de un futuro) y de la tercera acepción (acontecimiento-regalo), así como se desengancha del orden de la voluntad y la representación.
¿Qué detendría el devenir? La inexistencia de potenciales. ¿Qué imposibilitaría los potenciales? O, mejor dicho, ¿cómo podría expresarse la imposibilidad de potenciales? Como pura actualidad; como eternidad. Escribió Aristóteles, en Metafísica: “Los seres eternos son anteriores a los corruptibles en cuanto a la sustancia, y nada de lo que es en potencia es eterno. La razón es la siguiente. Toda potencia es, en conjunto, potencia de ambos contrarios […]. Por lo tanto, lo que tiene potencia de ser puede ser y también puede no ser” (Aristóteles 1982, 1050b 6-12). La eternidad es la eliminación de la contingencia, la im-posibilidad.
Devenir se opone a eternidad, no solo porque las cosas cambian, sino porque pueden cambiar, porque existe la relación actual/virtual. A ese “ser del devenir”, que Gilbert Simondon postula como pregunta filosófica –y que diferencia de la pregunta, antigua y moderna, por el “devenir del ser”– es posible pensarlo como procesos de individuación, recursividades entre actualizaciones y virtualidades (Massumi, 2014). Por ello, la futuridad remite a la individuación y no a los individuos (que vendrían a ser los entes de las dos primeras acepciones de futuridad con que se abrió la entrada). Tal vez en ese sentido sea entendible la afirmación de Heidegger, en Ser y tiempo, según la cual “la posibilidad está antes de la realidad”. Para que algo sea actualizable, antes debe ser posible, virtual. La futuridad –y en buena medida esta es la razón por la que no es sinónimo de futuro– no es algo que “podrá ser” (un acto potencial) sino que es algo que “ya es” de un cierto modo. ¿De qué modo? Se diría: como una actualidad de segundo grado, en la medida en que es la actualidad de una relación entre actualidad y virtualidad, que es como decir que la posibilidad está antes de la realidad. Es la posibilidad de que haya un paso y después otro y después otro y después otro. Tiene que existir lo potencial para que el devenir sea posible y tiene que existir lo actual para que el devenir sea posible. Tiene que existir la futuridad.
Aristóteles (1982). Metafísica. Madrid: Gredos.
Avelino de la Pienda, J. (1982). Antropología transcendental de Karl Rahner. Una teoría del conocimiento, de la evolución y de la historia. Oviedo: Universidad de Oviedo.
de Bruyn, Eric and Lütticken, Sven (2020). Futurity Report. Eindhoven: Sternberg Press.
Colony, T. (2009). “Given Time: The Question of Futurity in Heidegger’s Contribution to Philosophy”, en The HeyThrop Journal vol. 50 issue 2, pp. 284-292.
Deleuze, G. (2021). “Actual y virtual”. Disponible en https://lobosuelto.com/actual-y-virtual-gilles-deleuze/
Derrida, J. (1998). Ecografías de la televisión. Entrevistas filmadas. Buenos Aires: Eudeba.
Heidegger, M. (2003). Aportes a la filosofía: acerca del evento. Buenos Aires: Biblos.
— (2011). El concepto de tiempo. Madrid: Trotta.
Hester, H. (2018). Xenofeminismo. Tecnologías de género y políticas de reproducción. Buenos Aires: Caja Negra.
Massumi, B. (2014). “Envisioning the virtual”. In Grimshaw, Mark (ed.) The Oxford Handbook of Virtuality. New York: Oxford University Press.
Rodríguez, P. (2009). “Introducción”. En Simondon, G. La individuación a la luz de las nociones de materia e información. Buenos Aires: Cactus.
Simondon, G. (2009) La individuación a la luz de las nociones de materia e información. Buenos Aires: Cactus.
— (2018) Sobre la Filosofía. Buenos Aires: Cactus.
Virno, P. (2003). Recuerdo del presente: ensayo sobre el tiempo histórico. Buenos Aires: Paidós.
— (2021). Sobre la impotencia. La vida en la era de su parálisis frenética. Buenos Aires: Tinta Limón.
Whitehead, A. N. (1961). Aventura de las ideas. Buenos Aires: Compañía Fabril Editora.
— (2021) [1ª ed. 1919]. El concepto de naturaleza. Buenos Aires: Cactus.
Ver también
Escatología, Futuro, Futuro ancestral, Futuro ominoso, Heterocronía, Ming 命, Presentismo, Tiempo (Heidegger), Tiempo (Nietzsche)
17 Vale aquí un agregado: según Aristóteles, la impotencia solo se puede afirmar de un ente privado de cierta potencia. Una piedra no es impotente para volar; un pájaro al que le faltan las alas sí, en la medida que entre sus capacidades estaba volar y no la puede desplegar. La impotencia es la imposibilidad de actuar la potencia, no la carencia absoluta de la capacidad. Imposibilidad e impotencia aparecen como el reverso de la potencia y los actos, y son tan importantes como estos para comprender la relación entre actualidad y virtualidad y, por ende, el vínculo de futuridad.
18 La figura de la niebla permite considerar lo virtual no solo como una capa más ligera y rápidamente dispersable de acontecimientos en torno a lo actual (que supondremos sólido), sino que también remite a la baja nitidez de dichas imágenes y objetos, al punto de que lo indiferente –o indiferenciable– también participa de lo virtual.
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Centre national de la recherche scientifique (Francia)
ORCID: 0000-0003-4162-2853
Futuro es hoy una de las palabras más empleadas en textos y conversaciones. Filósofos, historiadores, psicólogos han investigado su contenido, los poetas la han rimado y está presente en cualquier novela. Existen bibliotecas sobre esta noción. En las páginas que siguen me referiré a ella desde una perspectiva histórica y en el marco de las culturas llamadas occidentales.
El pasado es el objeto de quien investiga la historia. Sin ser inexacta, esta aserción deja de lado la articulación del pasado con el futuro y el presente, que conduce al historiador a tomar en consideración la estructura tri-temporal de los acontecimientos y del lenguaje. En la investigación, el centro de la atención se sitúa en el futuro de ese pasado. El ser humano es un ser temporal, marcado indeleblemente desde su nacimiento por su finitud. Un ser proyectado hacia adelante. El prever o el desear algo que lo impulsa hacia el futuro determina su acción. A su vez, esta es comprensible si se esclarece su objetivo. Los proyectos de cada individuo se apoyan en sus experiencias: cuando aquellos se encuentran con estas nace y se define la conducta en el presente. De ahí que un estudio histórico comience por la interrogación sobre que se podía esperar, imaginar o querer en cada situación particular del pasado.
De “futura” al Futuro. Pero este abordaje supone, antes que nada, comprender qué imagen o noción del porvenir imperaba en cada época. Los seres humanos siempre tuvieron que pensar en lo que podría suceder más allá del momento presente. Sin embargo, la noción de futuro como la entendemos hoy no siempre existió. Al contrario, es relativamente nueva. Eso explica una acertada expresión que sirvió de título en un libro importante que detalla la génesis y el desarrollo de la noción: El descubrimiento del futuro, de Lucian Hölscher.
En el mundo medieval latino, cuando se mencionaba el futurum, se refería a acontecimientos aislados que podrían acaecer el día de mañana. Si, como lo señala Hölscher, se usaba muy frecuentemente el plural futura, era precisamente porque se trataba de acontecimientos singulares y no de una época como tal de la historia. No se contaba, destaca el historiador alemán, con los conceptos modernos que definen espacios de tiempos históricos. Lo que cambiará radicalmente con la entrada en la Modernidad es justamente el significado del término. Este pasará a designar una época de la historia, un espacio de tiempo colectivo y homogéneo. Estamos ante una discontinuidad semántica que le atribuye al significante futuro la capacidad, desconocida anteriormente, de conceptualizar el tiempo y la historia. Ahora bien, la relación entre la temporalidad del lenguaje y la historia factual es el objeto mismo de la Historia conceptual o Begriffsgeschichte. No es de extrañar entonces que Reinhart Koselleck se haya detenido en varios de sus ensayos para analizar dicha discontinuidad y que Hölscher, uno de sus discípulos, le haya consagrado un libro. Es en la estela abierta por ellos que se sitúan las líneas que siguen.
En el mundo cristiano, durante el Medioevo, lo que se esperaba era el fin de los tiempos y solo variaba la fecha del juicio final, que conforme pasaban los años se iba postergando. El presente se distinguía del pasado, pero nada radicalmente nuevo podía esperarse y, en ese sentido, no se diferenciaba de lo que vendría. Las expectativas estaban limitadas por el retorno del Mesías y el Juicio. En la Europa rural, el tiempo se dividía en estaciones que, al igual que la forma de trabajar la tierra, se repetían incansablemente, impidiendo una previsión que no fuese la de reiterar la experiencia.
Cuando procedemos a tales generalizaciones acerca de una determinada época, es porque estamos teniendo en cuenta las representaciones colectivas dominantes, en este caso las del tiempo. Claro que había ideas, esperanzas, utopías y rebeliones, acciones, individuales o institucionales que, coetáneas de esas representaciones, estaban ya perforándolas y anticipando su superación. Son espléndidos momentos excepcionales que existen en cada época y que solo pueden realizarse cuando el paradigma dominante y la estructura histórica fáctica cambian.
En el Medioevo, el tiempo de los humanos estaba concebido como finito: se extendía hasta el fin del mundo previsto por los textos sagrados. Se explicaba en ellos que Dios decidiría acortarlo para que dure menos el sufrimiento humano antes de la victoria del Salvador sobre el Anticristo. Era una gracia acordada por Él a los humanos. Adelantar el fin del mundo, o sea, acortar el tiempo, implicaba que se trataba de un tiempo a la vez natural y determinado por una instancia transcendente, suprahistórica del tiempo: si el Señor creó el tiempo, Él puede acortarlo.
Sin embargo, por un lado, las guerras religiosas que habían azotado el continente entre mediados del siglo XVI y mediados del XVII desgastaron la confianza en el fin de los tiempos, que paulatinamente dejó de ser la única perspectiva. Por el otro lado, ocurrió algo similar con el avance de las técnicas agrícolas y los desarrollos científicos en general: abrieron el mundo dando lugar a perspectivas no previstas.
Se modificó entonces la percepción del tiempo. En el siglo XVII, particularmente desde Newton, el tiempo fue concebido como absoluto, su fluir como continuo y regular. Según la feliz fórmula de Koselleck, el tiempo ya no se oponía a la eternidad, sino que la reclamaba para sí mismo.
Es difícil imaginar la dimensión del cambio que significó para cada persona descubrir el futuro, es decir, un tiempo no predeterminado y a la vez inmodificable en sí. Anteriormente, por futura se consideraban los posibles acontecimientos singulares que aparecerían en el tiempo. La Modernidad aportó la posibilidad de pensar esos mismos acontecimientos en una relación espacial y temporal que suponía concebir el futuro, en singular, como un tiempo global, coherente. Así, el poder pensar una sucesión tri-temporal –pasado, presente, futuro– hizo de este último una época de la historia.
El progreso. Antes del siglo XVIII, el término progreso se usaba, sobre todo, como metáfora, cuyo significado, en acuerdo con una concepción naturalista del tiempo, aludía prioritariamente al crecimiento: subir un peldaño, ir hacia adelante. La consolidación de la noción de futuro, en cuanto bloque homogéneo de tiempo y componente de una historia abierta, hizo posible la transformación de la antigua palabra progreso en un concepto moderno con el que toda una época de la historia se autoidentificó. Es decir que el tiempo natural adquirió y se definió a partir de entonces por su significación histórica.
Así, con los descubrimientos científico-técnicos y el debilitamiento de la espera del fin del tiempo y del juicio final, nació la idea de progreso.
Reinhart Koselleck distinguió algunos de los rasgos esenciales del moderno significado del significante “futuro”. Es un concepto que hace de la humanidad el sujeto de su propia historia. A una escala menor sirve para marcar la superación de situaciones a través de la acción de partidos o de grupos. Al mismo tiempo, el progreso se convirtió en actor de la historia con su propia ideología, resultado de lo cual fue y sigue siendo objeto de debate. Por ejemplo, las consecuencias del desarrollo científico-técnico sobre la vida cotidiana, la salud, la guerra, el cambio climático y otros alimentan el debate a la vez sobre la ética, el uso y los límites del progreso.
“Progreso” implica la idea de un desarrollo lineal a pesar de las discontinuidades que puedan surgir. Es un concepto de perspectiva y planificación, ya que su meta, por definición inalcanzable, consiste en objetivos susceptibles ellos mismos de perfeccionamiento. En repetidas ocasiones, indica una aceleración que solo pueden garantizar fuerzas sociales y políticas –caracterizadas así como progresivas–, por lo que, de rebote, progreso es un concepto de legitimación histórica. En resumen, “progreso” es el indicador de una época de la historia, la Modernidad tardía y la Contemporaneidad, que validó por su experiencia misma la noción de futuro. Al mismo tiempo, el progreso fue factor de las impresionantes transformaciones vividas en los siglos XIX y XX. “La modernidad –concluye Koselleck– concebida como progreso, parece alejarse de sus presupuestos naturales y proyectarse hacia un futuro abierto”.
En cada época, la longitud temporal puede no ser la misma para todas las esferas de la vida humana. Por ejemplo, aunque la concepción de un mundo abierto a los cambios pueda ser común a los dominios científico-técnico, político o societal, las expectativas en cada caso se inscriben en temporalidades diferentes. Si observamos el siglo XIX, en el campo sociopolítico, esa diversidad es flagrante. Después de la Revolución francesa surgieron interpretaciones de la historia, como el marxismo, que al concebir el comunismo como inevitable y último estadio del devenir de las sociedades humanas, reactualizaba la idea de un telos de la historia.
Aceleración del tiempo. Importa distinguir lo que hoy se llama comúnmente aceleración del tiempo de su acortamiento. Entre esas expresiones hay dos diferencias radicales. La primera es que ya en los siglos XVI-XVII, grandes mentes como Bacon o Leibniz hablaron de aceleración, pero refiriéndose a los descubrimientos científicos. No concebían el acortamiento del tiempo natural. En su lugar, la secularización impuso la idea de la aceleración a propósito de los lapsos de tempo cada vez más cortos que separan aquellos acontecimientos que marcan un progreso científico o un avance de otro orden. Segunda diferencia: el ser humano y no el designio divino es el sujeto del movimiento.
¿Tenemos futuro? La Modernidad nació en la distanciación entre las experiencias vividas y las perspectivas en un futuro abierto. Estas ya no se deducían de aquellas. La Revolución francesa es el ejemplo clásico en la historia política: la democracia moderna se conquistó contra el Antiguo régimen y no por evolución de este. Hoy, sin embargo, se ha revertido la situación. Luego de los fracasos políticos y económicos de los llamados países socialistas y el triunfo del neoliberalismo, la plurisecular perspectiva de la emancipación del ser humano de la explotación y de la opresión se ha considerablemente reducido, tanto teórica como prácticamente. La superación del sistema capitalista cedió ampliamente la escena a la reforma y perfeccionamiento de dicho sistema. Pero ¿hasta dónde es reformable? Las reformas neoliberales profundizan el sometimiento y cuando se inscriben en contra del liberalismo clásico es para negar el aspecto más emancipador que este tuvo: el protagonismo del homo politicus y el combate contra el despotismo de su época. Por el momento entonces, lo que se ha acortado nuevamente es el espacio entre el campo de experiencias común de la humanidad y su horizonte de expectativas. ¿Puede significar el fin de la Modernidad? ¿Podemos preguntarnos si acaso no son ya indelebles las trazas dejadas por el capitalismo? Quizás sea un prolegómeno: el de la realización de la capacidad humana para auto-aniquilarse, por guerras o por menosprecio de la ecología y del cambio climático.
El futuro existe como concepto y comprensión de la temporalidad, pero, una vez más, la tarea urgente es la de imaginarle un contenido.
Hölscher, L. (2014). El Descubrimiento del futuro. Madrid: Siglo XXI.
Koselleck, R. (2021). “Progreso”. En R. Koselleck, Hors Stuke, Hans Ulrich Gumbrecht. Ilustración, Progreso, Modernidad, Estudio introductorio de Faustino Oncina Coves. Traducción de José Monter Pérez. Madrid: Trotta, pp. 166-167.
— (2003) [1989]. “Acortamiento del tiempo y aceleración. Un estudio sobre la secularización”. En Koselleck, R. Aceleración. Prognosis y Secularización, traducción, introducción y notas de Faustino Oncina Coves. Valencia: Pre-Textos.
Rosa, H. (2016). Alienación y aceleración. Hacia una teoría crítica de la temporalidad en la modernidad tardía. Buenos Aires: Katz.
Aceleración / aceleracionismo, Emancipación, Escatología, Evolución, Futuridad, Futuro ancestral, Futuro ominoso, Heterocronía, Ming 命, Secularización, Utopía / distopía
Université de Genève (Suiza)
ORCID: 0000-0002-0414-9887
El futuro no existe. Según Ailton Krenak, es imaginación, utopía, mentira, ilusión. En vez de correr detrás de una idea abstracta, con el concepto de futuro ancestral, Krenak propone valorar la presencia en el tiempo y el espacio actual, pero no de manera ahistórica, sino con una conciencia de los valores ancestrales, universales. Describiendo su inspiración, el autor cuenta la escena de cómo unos niños Yudjá remaron sobre el río Xingu: al apreciar el hecho de que sus antepasados les habían enseñado a remar, estos niños valorizan el tiempo ancestral y el presente a la vez. El concepto de futuro ancestral se basa en los ríos. Más que el flujo de la vida, los ríos representan la simultaneidad de todos los tiempos. Igual que los Yudjá se relacionan con el Xingu y los Mojave con el Colorado, el pueblo Krenak se relaciona con el río Watu, nombre original del río Doce en Brasil. Con su saludo a los ríos, Krenak ofrece una cartografía basada en las aguas en vez de en las fronteras nacionales: una cartografía de alianzas afectivas entre comunidades con historias, cuerpos, saberes y mitologías diversas.
En esta cosmovisión, esse nosso rio-avô personifica la sabiduría de un ancestro: “Los ríos, esos seres que siempre han habitado los mundos de diferentes formas, son los que me sugieren que, si hay un futuro que considerar, es un futuro ancestral, porque ya estaba aquí.” (2022: 8). Aparte de la conexión intrínseca entre pasado y futuro, el río también enseña la simultaneidad de linearidad y circularidad: no solamente fluye del manantial a la embocadura, sino que el agua también evapora, llueve y surte en nuevos manantiales, creando un “ciclo maravilloso” entre el agua del río y el agua del cielo. Así, el futuro ancestral evoca la simultaneidad de lo no simultaneo, de Ernst Bloch, “die Gleichzeitigkeit des Ungleichzeitigen” (1973: 104), o los “Principios de la Simultaneidad”, de Ursula K. Le Guin (2019: 183-187). El concepto temporal de Silvia Rivera Cusicanqui, filósofa aymara, se parece mucho al futuro ancestral, y la autora también observa los paralelismos entre Bloch y el pensamiento indígena, en este caso andino:
Quisiera [destacar] el nivel de la temporalidad que se concibe como simultaneidad. Vivir en tiempo presente tanto el pasado inscrito en el futuro (“principio esperanza”) como el futuro inscrito en el pasado (qhipnayra) supone un cambio en la percepción de la temporalidad y la eclosión de tiempos mixtos en la conciencia y en la praxis. Pensando en Bloch, podríamos hablar de una conciencia anticipatoria que no es solo conciencia del deseo, sino también anticipación del peligro. En momentos de crisis e intensificación temporal, ocurren simultáneamente la promesa de la renovación y el riesgo de la catástrofe. (Rivera 2018: 109 y ss.)
Rivera Cusicanqui reactualiza la filosofía de la teoría crítica en el contexto de la posibilidad de un mundo ch’ixi, contradictorio, dialéctico, reencantado. Mientras Kopenawa se concentra más en La caída del cielo (2015), o sea en la anticipación del peligro, con la conciencia anticipatoria del futuro ancestral, Krenak se enfoca en la presencia de los sedimentos de historia, en el ritmo ancestral del remo, en la repetición como elemento musical y, por lo tanto, en la promesa de la renovación. Escuchando al río, Krenak explica la confluencia de tiempos y conciencias:
Esse nosso rio-avô, […] canta. Nas noites silenciosas ouvimos sua voz e falamos com nosso rio-música. Gostamos de agradecê-lo, porque ele nos dá comida e essa água maravilhosa, amplia nossas visões de mundo e confere sentido à nossa existência. À noite, […] a pedra e a água nos implicam de maneira tão maravilhosa que nos permitem conjugar o nós: nós-rio, nós-montanhas, nós-terra. Nos sentimos tão profundamente imersos nesses seres que nos permitimos sair de nossos corpos, dessa mesmice da antropomorfia, e experimentar outras formas de existir. Por exemplo, ser água e viver essa incrível potência que ela tem de tomar diferentes caminhos. (2022: 9)