La universidad es una comunidad académica multiforme que alberga múltiples perspectivas de saberes que se van agrupando en la aventura de conocer mientras modulan la vida institucional. Es en esa multiplicidad que habita su potencia. La producción de conocimiento en ciencias humanas no solo no es una excepción, sino que es cada vez más una necesidad. Si esperamos hacer frente a los desafíos del presente, el trabajo colaborativo e interdisciplinar se presenta tan urgente como importante. Es con esta inquietud que nace el proyecto que da origen a este libro: construir un ámbito de investigación que potencie el pensamiento colectivo. Es esto también lo que nos llevó a la aventura del Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas, unidad de doble dependencia de la Escuela de Humanidades de la UNSAM y el CONICET.1 Somos una política científica que nos ha ofrecido una forma de estar juntos en la marea de las humanidades inmersas en una época de transformaciones radicales de la condición humana. Somos un espacio de investigación que nace al calor de una época y busca modos de hacerse con y frente a ella.
La obra que presentamos se hizo en ese marco. Fue posible gracias a un subsidio específico del CONICET destinado a unidades ejecutoras: “Perspectivas y prospectivas de futuro, un atlas digital de lenguajes, categorías y experiencias”.2 En un mundo donde la distopía parece haber subsumido toda imaginación utópica, la interrogación sobre los lenguajes que estamos utilizando para referirnos al futuro se volvió un eje de investigación del que este léxico es resultado. Ello con la conciencia de que, mientras hacemos esto, estamos involucrados activamente en la futuridad que tejemos todos los días. ¿Qué estamos haciendo con los lenguajes y categorías que construimos para pensar futuro? ¿Han realmente caído todos los paradigmas de forma tal que solo nos queda sentarnos a imaginar distopías?
Siempre nos inspira la pregunta que formuló Kant: “¿qué es la Ilustración?” ¿Cómo se organiza un pensamiento sobre la hora actual y sus tribulaciones? Inclusive, ¿tiene sentido que pensemos en nuestra condición actual y cómo nos plantamos frente al porvenir?
Con estas preguntas en la mira, este proyecto nos permitió promover la investigación colectiva interdisciplinaria y la generación de lazos para dar vida común a un nuevo ámbito institucional. En tiempos de creciente individualismo, optamos por el trabajo conjunto. Los dos primeros años se desarrollaron en la pandemia, lo cual fue una oportunidad insospechada, dada la necesidad de estrechar lazos y poner a la comunidad en acción. El Léxico crítico del futuro comenzó a tomar forma en una serie de encuentros virtuales que fueron captando la atención de las y los integrantes del LICH-EH.
La obra es un espejo del conocimiento producido por las y los autores, pero el resultado conjunto es un espejo aumentado por múltiples facetas que reflejan el mundo de distintas maneras. El trabajo colectivo en investigación supera las fuerzas fragmentarias que se alojan en formas de saber hiper especializadas. Nos protege de la alienación. Nos fortalece institucionalmente en la renovación incansable de la promesa de la crítica como horizonte del pensamiento.
Son muchos los esfuerzos institucionales que convergen para que este tipo de obras sea posible.
Agradecemos al CONICET por fortalecer la investigación en las universidades.
Agradecemos las y los investigadores, becarios, personal de apoyo, técnico, administrativo y no-docente del LICH-EH por la firme labor realizada y por la confianza en la conducción que llevaría adelante este desafío.
Agradecemos a las y los autores, internos y externos a la UNSAM por la confianza y generosidad de sus aportes a la obra colectiva.
Agradecemos a UNSAM EDITA por el apoyo a la publicación de un libro con más de un centenar de autoras y autores.
Con la satisfacción de la misión cumplida, dado que el Léxico del futuro es un hito institucional que dedicamos a la Escuela de Humanidades de la Universidad Nacional de San Martín, en sus 25 años.
Silvia BERNATENÉ
Silvia GRINBERG
Marina FARINETTI
1 El LICH es una unidad ejecutora que depende al mismo tiempo de la Escuela de Humanidades de la Universidad Nacional de San Martín (EH-UNSAM) y del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Fue creada en 2018 y aloja un centenar de investigadores y becarios.
2 El Proyecto de Unidad Ejecutora (PUE) se titula “Perspectivas y prospectivas de futuro: un Atlas digital de lenguajes, categorías y experiencias”. Su directora es Silvia Grinberg y su responsable científico-técnico Andrés Kozel. El proyecto lleva el número 22920200100020CO. Inició en 2021 y concluye en 2025.
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0003-0898-2806
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0001-0001-9261-9035
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
ORCID: 0009-0002-7995-3375
Nos relacionamos con el enigma del tiempo a través, sobre todo, del lenguaje. Palabras, frases, figuras retóricas, tramas. Narraciones –como enseñó Paul Ricœur– históricas y ficcionales. Vivimos actualmente en una época turbulenta e inquietante; podría aducirse que todas lo han sido, y, sin embargo, hay buenas razones para argumentar sobre la singularidad de esta que ahora atravesamos: la crisis ambiental, los cambios tecnológicos, la reciente pandemia, las guerras en curso. El lenguaje con el que aspiramos a dar cuenta de la experiencia de la temporalidad no ha sido fijado de una vez y para siempre; por el contrario, va cambiando y lo hace, sobre todo, en épocas como esta que nos toca vivir.
Bajo las premisas que anteceden, pensamos que tiene pleno sentido abrir una interrogación franca y plural sobre las palabras con las cuales vamos diciendo, nosotros, hoy, la temporalidad y, más en particular, el futuro. Hacerlo, en principio, desde las Humanidades –que son nuestro hábitat natural y, por tanto, el locus a partir del cual se despliegan nuestros puntos de vista–, pero no exclusivamente desde ellas. Hablamos de una experiencia del tiempo, es decir, de memorias, fantasmas, temores, ansiedades, deseos y esperanzas, y en este terreno, quizá más que en otros, se vuelve imprescindible abrirse a múltiples perspectivas, registros y modalidades expresivas.
La impresionante profusión terminológica que, en relación con el futuro, viene teniendo lugar en las últimas décadas puede ser pensada de distintos modos. Por ejemplo, como mera hojarasca, asociada al hecho innegable de una saturación cultural vacía de significación genuina e, incluso, distorsionante. O, también, como un proceso indicativo de transformaciones socioculturales de gran calado, cuyo sentido e implicancias importaría sobremanera calibrar, aun cuando ello sea en extremo difícil, habida cuenta de que nos encontramos plenamente inmersos en ellas. Y es claro que habría otros modos, con sus posibles combinaciones, complementariedades, tensiones.
Como sea, es indudable que ciertas palabras parecen portar, de manera especial, futuro, y que lo hacen de distintos modos. No “trabaja” igual un término clásico remitido a su significado primordial para que nos siga diciendo algo sobre lo que vendrá, que otro resemantizado de alguna manera más o menos tortuosa para que pueda, así, seguir significando, que otro que ha dejado de portar futuridad cuando “hasta apenas ayer” pudo haberlo hecho, que un neologismo por medio del cual se procura nombrar un referente “nuevo” –actual o eventual– para el cual no parecía haber designación nítida en el vocabulario disponible. Aquí, claro, desempeñan también un papel de enorme relevancia las dinámicas asociadas a los usos y desusos de prefijos y adjetivos adosados a palabras que cuentan con espesor en lo que respecta a sus capacidades heurísticas, usos e interpretaciones. Y hay también palabras que se esfuman, sin que necesariamente se esfumen los referentes que procuraban designar.
Si es cierto que, en algún sentido, la profusión terminológica aludida puede considerarse el paraíso de las y los lingüistas, también lo es que va suscitando innumerables desorientaciones y confusiones, entre cuyos efectos se cuenta el enrarecimiento de los debates públicos hasta niveles que pueden resultar abisales. Se hace necesario, pero a la vez en extremo difícil, debatir cuando no están mínimamente claros los términos de los debates, y ello no necesariamente por falta de información, sino acaso por ser esta sobreabundante, o, también, por estar minada por graves falseamientos, que pueden tener distintas raíces.
De estas y otras conjeturas surgió entre nosotros la idea de que era necesario y de alguna manera posible adentrarnos en un esfuerzo colectivo de reflexión y sistematización lexicográfica y teórica, para así poder ofrecer, tras tres años de trabajo ininterrumpido, este Léxico crítico del futuro.
En términos metodológicos, la obra se vertebró a partir de dos grandes principios.
En primer lugar, nació como una empresa eminentemente colectiva. Dista mucho, por tanto, de pretender erigirse como un “diccionario de autor”, orientado a comunicar el enfoque particular que su responsable o responsables han acrisolado sobre determinada temática, en este caso, el futuro. Existen, por supuesto, excelentes diccionarios de autor. Sin embargo, no se trabajó así en este caso. Por el contrario, se partió de atender, de manera prioritaria, los intereses y recorridos de los distintos equipos de investigación que integran nuestro Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas (LICH). Es cierto que ya sabíamos que esos intereses y recorridos venían convergiendo en la “inquietud del futuro”; de hecho, no es otra la razón por la cual la dirección del LICH propuso la temática como objeto de estudio de su primer Proyecto de Unidad Ejecutora (2021-2025).
Como sea, si es cierto que cada equipo se aproxima a la cuestión desde legados particulares y desplegando acentos específicos, no lo es menos que la interrogación sobre la experiencia de la temporalidad y la inquietud del futuro constituyen denominadores comunes innegables de la sensibilidad de nuestro espacio de trabajo. A lo largo del proceso colectivo aludido, los intercambios y ajustes fueron numerosos, pero prácticamente no hubo “propuesta de entrada” que resultara descartada de plano. El diálogo fue en parte virtual (un tramo largo de los intercambios tuvo lugar todavía en tiempos del aislamiento social preventivo debido a la pandemia de Covid-19) y en parte presencial, y dio lugar a una rica experiencia de aprendizaje común, tras lo cual algunas propuestas emergieron precisadas y otras entrecruzadas o subsumidas, procurando así evitar superposiciones flagrantes y, también, que la extensión final de la obra resultase inmanejable. Asimismo, se fueron detectando vacancias, para cuya cobertura se procedió a buscar colaboradores tanto en otros espacios de nuestra universidad como fuera de ella. Este primer principio vertebrador –el que antepone la “dimensión colectiva” por sobre la “marca de autor”– tiene probablemente origen en una decisión más práctico-operativa que puramente teórica y le otorga a esta obra uno de sus rasgos distintivos y apreciables, a saber: su índole participativa y dialogada, su aire coral, polifónico, diverso.
No menos importante es recordar que desde el inicio ha habido en juego, y este es el segundo principio vertebrador al que hicimos referencia, un haz de “supuestos orientadores”. Conviene explicitarlos someramente. La noción de posmodernidad posee una historia específica que no vamos a reconstruir aquí. Pero no es excesivo sostener que, hace unas cuatro décadas, varios autores comenzaron, desde distintas disciplinas, a proponer categorías para dar cuenta de una nueva experiencia de la temporalidad, distinta a la moderna: Reinhart Koselleck percibía que algo fundamental se estaba modificando en la experiencia moderna del mundo; Paul Ricœur, que conocía los aportes de Koselleck, recomendó reducir la cesura entre horizonte de expectativas y espacio de experiencia, circunscribiendo el primero y enriqueciendo el segundo; Franҫois Hartog, lector de los dos autores precitados, sugirió que estábamos ingresando a un nuevo “régimen de historicidad” –el presentista–; desde un punto de vista sociológico, Manuel Castells introdujo la noción de “tiempo atemporal”; desde otra perspectiva, Mark Fisher mentó un “presente continuo” y una “distorsión del tiempo”; Hans Gumbrecht viene haciendo referencia a las nociones de presente lento, dilatado, amplio; Rüdiger Safranski habla de un ataque del presente al resto del tiempo, y así podría continuarse.
Es cierto que no conviene tomar los mencionados aportes como si fueran sumables de modo aproblemático. Por supuesto, no lo son. Sin embargo, con sus especificidades (y a veces dialogando o polemizando entre ellos), todos tematizan una alteración significativa en la experiencia de la temporalidad y, también, por supuesto, en los modos predominantes de vinculación con el futuro –al menos en lo que respecta al mundo occidental. Nuestro léxico asumió ese primer diagnóstico y se dejó orientar por la conjetura según la cual asistimos desde hace más de tres décadas a mutaciones lingüísticas que, lejos de ser mera hojarasca (aunque también pueden serlo), van siendo indicativas de transformaciones socioculturales de gran calado.
Desde luego, en estas transformaciones ocupa un lugar principal la (conciencia de la) crisis ambiental. Consideremos un ejemplo, seguramente familiar para los lectores. La célebre serie documental de divulgación científica Cosmos cuenta con tres entregas separadas en el tiempo, cada una integrada por trece episodios. La original, de circa 1980, cuyo guionista principal y presentador fue el astrofísico Carl Sagan, fallecido en 1996. La segunda, aparecida hacia 2014, presentada por el también astrofísico Neil DeGrasse Tyson. Y la tercera, aparecida en 2020, presentada igualmente por DeGrasse Tyson, y proyectada inicialmente por el canal de la National Geographic. Cada nueva entrega posee hilos de continuidad y novedades en relación con su precedente. En la tercera, la palabra “Antropoceno” ocupa un lugar centralísimo, y se muestra, incluso, el “salón de la extinción masiva del Antropoceno”. El calentamiento global de origen antropocéntrico es puesto de relieve. Y desempeñan papeles importantes imágenes y nociones que aluden a la interconexión: red neuronal; plantas, flores, polen e insectos; colmena; micelio (red subterránea oculta donde colaboran los cuatro reinos de la vida). También se hace presente una noción como biorremediación. No es que la serie original no contuviera llamados a tener presente la fragilidad de nuestra “morada cósmica” –en aquel entonces (¿tendremos que escribir “como ahora…”?) se pensaba sobre todo en un holocausto nuclear)–, pero es evidente que hay diferencias. En efecto, más allá de los antecedentes que puedan detectarse, la crisis ambiental –la conciencia de ella– es una de las dimensiones, quizá la principal, donde palpamos la solución de continuidad entre este tiempo nuestro y el precedente.
Algo semejante puede decirse de los avances tecnológicos, especialmente en microelectrónica y en ciencias biológicas. Hace cuatro décadas no había computadoras personales, ni smartphones, ni Internet. Tampoco sabíamos de la posibilidad de clonar organismos a partir de su ADN (la clonación de la oveja Dolly tuvo lugar en 1996) ni de las perspectivas que abre, por ejemplo, la edición génica. También en relación con estos planos van despuntando problemáticas y vocabularios novísimos, que afectan el núcleo mismo de nociones todavía venerables: humanidad, humanismo o humanidades. Es por lo demás ineludible preguntarse qué sucederá con las personas, con las sociedades, con la democracia, con la política, con el capitalismo, con las relaciones entre los géneros, con la educación, con el trabajo, con las artes, con los afectos y emociones en un mundo así. Preguntarse, también, cuál será, en el mundo por venir, el lugar de América Latina…
Nuestro léxico asumió el diagnóstico relativo al cambio de época, aunque no se propuso demostrarlo. Para ello se habría requerido otro tipo de investigación, otro diseño metodológico. Lo que sí ofrece el léxico es la apertura de una interrogación sobre palabras que, en este singular periodo (¿de crisis?, ¿de transición…?), son portadoras de futuro. Y presenta entonces un amplio espectro de encuadres posibles para abordar las problemáticas implicadas en lo antes dicho, encuadres que buscan ser plurales, esto es, invariablemente atentos a la existencia de puntos de vista y valoraciones diversas. Insistimos: el léxico es una investigación colectiva sobre palabras portadoras de futuro. Palabras que describen, imaginan y producen experiencias ubicadas entre la repetición y el cambio en distintos ámbitos del saber humanístico, aunque no sólo en él. El resultado es un copioso y polícromo acervo de aproximaciones especializadas y críticas sobre hechos característicos e imaginarios vigentes en las trastrocadas arcas del pensamiento circulante ahora. Entrada tras entrada, fragmento tras fragmento, la obra va ofreciendo hipótesis interpretativas específicas sobre nuestra relación con la temporalidad y con el futuro. Estos fragmentos podrían pensarse como ladrillos de una improbable construcción teórica más vasta. Como sea, constituyen un material sumamente valioso para avanzar en el delineamiento y ulterior comprobación de hipótesis más ambiciosas, precisas, rigurosas.
Cada entrada está conformada por un texto explicativo-argumentativo que, partiendo por lo general de consideraciones etimológicas y atendiendo a los deslizamientos de sentido, ofrece una definición del término, y hace referencias a su desarrollo histórico, enraizamiento disciplinar y eventual diversidad de perspectivas implicadas, buscando focalizar la atención en las conexiones con la temporalidad y en la cuestión del futuro. Fragmentos: cabe caracterizar a la serie resultante como liberada en lo que concierne a perspectivas teóricas, disciplinas y estilos de trabajo. Si bien las conjeturas relativas a la profusión terminológica como expresión de una transformación sociocultural significativa estuvieron presentes y jugaron un papel ab initio, los autores de las entradas no fueron convocados a adherir a ellas ni, tampoco, a rebatirlas. Un axioma, ligado al primer principio vertebrador, orientó nuestros esfuerzos, a saber: la valorización y el respeto por los modos de preguntar y responder específicos de las distintas perspectivas, disciplinas y estilos implicados –en otras palabras, el cuidado por la diversidad que distingue nuestro espacio.
Las entradas pueden agruparse siguiendo distintos criterios. El mayor o menor espesor histórico de las voces es una de las dimensiones en juego. Hay, desde luego, otras. Como la que alude a los distintos pesos relativos de los componentes descriptivo (más ligado a la identificación de tendencias detectables en el presente) y proyectivo-imaginativo (más relacionado con el perfilamiento de los rasgos de los mundos por venir) que pueden latir en un determinado término. O la dimensión que tiene que ver con la diversa pretensión teórica y hasta metateórica que cada término conlleva o puede conllevar. O la dimensión temática, ciertamente central en nuestro diseño original: además de las palabras omniabarcantes, o que remiten a problemáticas muy amplias, están las que se dejan agrupar en constelaciones o familias temáticas más o menos específicas –la ambiental, la tecnológica, la sociopolítica, la estética, la afectivo-emocional…
Una obra así no se concibe para ser leída de principio a fin, como suelen leerse las novelas; imaginamos otros usos. En la medida que todas las entradas finalizan con un conciso acápite titulado “Ver también”, donde se sugieren remisiones a otras entradas, la obra misma propone mapas para ir recorriéndola. Los lectores son invitados, así, a “dejarse llevar”. Por ejemplo, la revisión de cualquiera de las entradas referidas a vocablos que acuden al sufijo -ceno (Capitaloceno, Chthuleceno, Plantacionoceno, Tecnoceno), conducirá a otras entradas cuya lectura conjunta permitirá reconstruir los términos principales del debate sobre la crisis ambiental y, también, a ingresar, según el caso, a entradas que forman parte de las demás constelaciones. Algo análogo sucederá si se inicia por entradas a priori referidas a la dimensión tecnológica, como las que acuden, por ejemplo, al prefijo -ciber, o por entradas dedicadas a las conceptualizaciones del tiempo y del propio futuro. También cabe imaginar lectores que, guiados por la curiosidad, vuelvan sobre el Índice para ir produciendo sus propios agrupamientos, inventando itinerarios personales, no necesariamente previstos por nuestros mapas. De la convergencia entre las preguntas e intereses de los lectores y los recorridos de constelaciones propuestos por nosotros es que irán surgiendo los diversos usos de esta obra, que imaginamos fecundos.
El asunto de las valoraciones solicita una mínima pero importante consideración final. Al tratarse de una obra colectiva y plural, es inevitable que contenga entradas con valoraciones más o menos explícitas o tácitas, que son, según los casos, más o menos optimistas, pesimistas o neutras. No se delinea un “único futuro” en estas páginas. Hay polifonía y tensiones; disonancias, si se acepta avanzar con la analogía musical. Nos hemos esmerado especialmente en que, considerada en conjunto, no destile algo parecido a una “valoración unilateral” sobre lo que ocurre o puede ocurrir. Ni optimismo desmesurado ni catastrofismo o decadentismo sombrío. Ni solucionismo tecnológico ni neoludismo. Ni acordes triunfales de grand finale ni sucesión, en morendo, de sonoridades irresolutas. Más bien, hemos trabajado en promover la coexistencia de, por un lado, la perspectiva crítica enunciada en el propio título de la obra y, por el otro, el cultivo de una disposición cuyo robustecimiento acaso sea más necesario que nunca, la de “desestabilizar” y “reabrir” el futuro –según las precisas y oportunas fórmulas propuestas por Nikolas Rose. En definitiva, acudir a expresiones así no es más que un modo de seguir evocando y nombrando la esperanza, virtud a la cual no cabe de ninguna manera renunciar. De este modo, nuestro léxico abre una interrogación plural sobre más de 130 vocablos que, a su modo, son portadores de futuro; invita, así, desde una disposición crítica a la vez que esperanzada, a seguir formulando preguntas y modalidades de aproximación que nos ayuden a erosionar la imagen de un futuro galvanizado y cerrado, para recuperarlo como horizonte abierto.
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Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
ORCID: 0000-0002-5102-4147
En física, la aceleración se define como la variación de la velocidad de un objeto por unidad de tiempo. Se trata de una magnitud derivada de otra: la velocidad, ella misma medida de variación de la distancia o longitud por unidad de tiempo (v=l/t). En las lenguas romances, y otras lenguas europeas, su etimología deriva precisamente de la voz latina accelerare con el sentido de “dar velocidad”.
La noción comprende entonces este estrato semántico del que puede hacerse una primera genealogía. Su formalización en la mecánica clásica está ligada al desarrollo del método científico-experimental, y a la ruptura con los modelos antiguos y medievales de las ciencias del movimiento de los cuerpos dominados por la física aristotélica. Especialmente relevante resulta el trabajo de observación de la caída de objetos en plano inclinado y del movimiento de proyectiles realizado por Galileo Galilei (1564-1642), tanto como la formulación de las ecuaciones de movimiento uniformemente acelerado en los Discorsi e dimostrazioni matematiche, intorno à due nuove scienze (1638). Pero es en los Philosophiae naturalis principia mathematica (1687) de Isaac Newton (1642-1727) donde la aceleración encuentra una modelización matemática de sus causas y alcanza su definición canónica, en relación con el surgimiento del concepto de tiempo absoluto y la transformación del paradigma de la mecánica operado por la noción de fuerza.
Más allá del terreno de la física, se delinea un segundo estrato semántico: la aceleración aparece como un término recurrente para nombrar la experiencia del neue zeit, o tiempo nuevo. En efecto, las transformaciones modernas no solo son experimentadas y nombradas como radicales, sino también como aceleradas. No se trata solo de la escala y profundidad de los cambios, también importa su particular relación con el tiempo.
Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) habla en su Émile ou De l’éducation (1762) de un “torbellino social” de transformaciones de las costumbres y los modos de vida. Desde entonces no harán más que multiplicarse las reflexiones teóricas, políticas, pictóricas y literarias sobre la vertiginosa sucesión de cambios técnicos y científicos, culturales y civilizatorios, económicos y políticos que atraviesan y transforman a tasas cada vez más veloces los contornos de la vida social. Para fines del siglo XIX, la experiencia de un cambio veloz y exponencial podía ser postulada como una verdadera ley de la sociedad moderna. Werner von Siemens (1816-1892), pionero de la ingeniería eléctrica, afirmaba, en 1886, que “esta ley, claramente reconocible, es la de la aceleración constante del actual desarrollo de nuestra civilización” (Koselleck, 2003: 39). Algunas décadas después, el historiador norteamericano Henry Brooks Adams (1838-1918) describirá, en un capítulo de su autobiografía póstuma, The Education of Henry Adams (1918), titulado precisamente “La Ley de la Aceleración”, su experiencia del cambio de siglo como la de una vida sometida a cambios frenéticos y múltiples, producidos por extrañas fuerzas impersonales.
Es este aspecto específicamente temporal del proceso de modernización el que, por su parte, es presentado también de forma recurrente como causa de ciertos malestares propiamente modernos, patologías del tiempo mismo, que afectan tanto a los individuos como a la ciudad. Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) nombra, en una carta de 1825, a su propio tiempo con el neologismo de “velociferino”. Lo moderno como época sometida al vértigo de una velocidad diabólica.
Un estudio de la aceleración como estructura temporal específica y patológica de la modernidad puede encontrarse en las obras de Reinhart Koselleck (1923-2006) y de Harmut Rosa (1965-).
Para Koselleck, la experiencia de la aceleración del tiempo se enlaza con el proceso moderno de secularización (2003: 37-71), con la temporalización misma de la historia operada por la ruptura moderna (1993: 21-40), con el moderno concepto de progreso (2012: 95-112), y con las transformaciones antropológicas del espacio de experiencia y del horizonte de expectativa (1993: 333-357).
Para pensar la genealogía de esta noción, Koselleck (2003: 37-71) se remonta a las formulaciones judeocristianas que postulaban un acortamiento escatológico del tiempo que precederá al fin del mundo. Si bien estas comparten una simetría formal con la experiencia moderna de abreviación de los intervalos temporales, las experiencias a las que refiere esta última resultan excedentes a una mera secularización del contenido religioso precedente.
La idea de un tiempo abreviado se postulaba como efecto de una acción divina: Dios, en cuanto creador, podía efectuar, como gracia, una compresión de la regularidad natural del discurrir. El objeto de esta transformación temporal es el tiempo en cuanto tal, del que Dios dispondría como su obra. Por el contrario, en la idea moderna de aceleración se trata de una operación producida por los hombres en la historia, y su objeto no es ya el tiempo mismo, sino el ritmo de los progresos –las innovaciones profanas de la ciencia y la cultura– que pueden medirse sobre el fondo de un tiempo natural siempre igual (el tiempo absoluto newtoniano), que ya no se concibe como obra ni sustancia disponible a ningún sujeto. Por último, si la idea apocalíptica suponía la existencia de dos temporalidades, la mundana y la celestial, y organizaba así su régimen argumentativo bajo la idea de una operación extramundana de mutación del tiempo intramundano, la moderna noción de aceleración supone una interiorización e inmanentización de esta mutación temporal en la historia misma. La oposición entre el “más-acá” y el “más-allá” es reemplazada por la oposición puramente histórica entre “pasado” y “futuro”. Ejemplo paradigmático de eso que Koselleck llama la temporalización de los conceptos modernos. Así, la doctrina cristiana de la perfectio y la salvatio se transforma en un concepto procesual y optimizante de perfectionement o improvement (Koselleck, 1993: 345-346; 351; 2012: 104-105, 108-109). Si la llegada de la perfección solo podía ser acortada por Dios, el perfeccionamiento se vuelve un vector acelerable por los hombres mismos.
El itinerario de esta transformación de la temporalidad está marcado para Koselleck por tres momentos que refieren, a su vez, a tres repertorios de experiencias contenidos en la noción de aceleración. En primer lugar, la experiencia de la Reforma protestante del siglo XVI que presentifica ciertas figuras apocalípticas como conflictos mundanos en las guerras de religión, sumada a los crecientes descubrimientos e innovaciones de las ciencias de la naturaleza durante el Renacimiento que transforman gradualmente la esperanza de salvación en máximas empíricas.
En segundo lugar, la Ilustración del siglo XVIII, que hace del perfeccionamiento moral y político una máxima profana que debía ser acelerada de forma consciente y deliberada. En Lessing, Kant o Robespierre, dice Koselleck, podemos encontrar este ethos aceleracionista. La meta del fin del mundo decadente o injusto se transforma así en un “concepto de expectativa puramente intramundano” (Koselleck: 2003: 59). Para entonces, “la tesis de la experiencia de la aceleración se ha [...] autonomizado” (2003: 63) de su origen cristiano.
En tercer lugar, luego del ciclo revolucionario de fines del XVIII, el siglo XIX agrega un vasto repertorio de experiencias de innovación y cambio político, social y cultural. La máquina de vapor, el ferrocarril, el telégrafo, y, luego, todo el conjunto sucesivo de innovaciones en los medios de transporte, producción y comunicación serán experimentados como particularmente acelerados y producen, a su vez, la declinación puramente técnica de la expectativa de salvación. Paul Virilio (1932-2018) se referirá, en Velocidad y política (2006), a estas transformaciones como una verdadera “revolución domocrática”, construyendo un neologismo derivado del griego dromos (“pista de carreras”). Para Koselleck, este “núcleo duro de la experiencia moderna de la aceleración”, “la transformación técnica e industrial de la sociedad humana”, “ya no es deducible [...] de premisas teológicas” (2003: 63).
La genealogía trazada por Koselleck delinea así campos diferenciados aunque interconectados de experiencia que sedimentan distintos estratos de sentido: la secularización o mundanización de la tradición judeo-cristiana del juicio final y la salvación; la experiencia de cambios en los modos de vida cada vez más radicales y contiguos; y la incremental velocidad de las innovaciones científicas y tecnológicas. Estas experiencias dan cuenta de la brecha entre el campo de la experiencia y el horizonte de expectativa que se abre, para Koselleck, en los tiempos modernos. Brecha que produce una orientación futurizada de la acción humana crecientemente desconectada de la lenta sedimentación de las experiencias históricas.
Este desarreglo “velociferino” entre el pasado, el presente y el futuro, que no se habría sino profundizado desde el siglo XX, hace preguntarse a Koselleck si la aceleración no ha alcanzado ya su “grado de saturación” (2003: 68). No solo porque los hombres y mujeres perderían crecientemente la capacidad de componer las experiencias, y de orientarse temporalmente de forma eficaz, sino porque el progreso mismo amenazaría con transgredir ciertos límites naturales que producen y anuncian profundas catástrofes sociales y ecológicas. En la cuestión de sus límites, el concepto moderno de aceleración reencontraría el fantasma teológico de un fin del mundo.
Por su parte, Rosa (2005) hace de la aceleración el tema fundamental de una reconstrucción de la teoría social por medio de un análisis y categorización sistemática de la aceleración moderna, así como una reconsideración en clave temporal de los debates sobre la modernización y sus derivas patológicas. La compilación editada por Rosa y Scheuerman (2009) resulta una contribución central para trazar una genealogía de la conciencia moderna de la aceleración y los sucesivos intentos de articular teóricamente sus fundamentos y sus consecuencias.
Rosa parte de una constatación: a diferencia de las otras características constitutivas del proceso de modernización –individualización (Simmel), racionalización (Weber), diferenciación (Durkheim), y domesticación instrumental de la naturaleza (Marx)– analizadas en detalle por la tradición sociológica, el concepto de aceleración todavía carece de un estudio sistemático.
Según Rosa, contra la idea corriente de una aceleración generalizada e indiferenciada resulta necesario, en primer lugar, reconocer las contratendencias que, en la forma de ralentizaciones, nichos territoriales o culturales no acelerados, desaceleraciones intencionales o límites naturales y antropológicos a la velocidad, acompañan a la modernización y sus oleadas de aceleración. Sin embargo, estos procesos resultan o bien reacciones, o bien consecuencias no deseadas de la propia aceleración social –imagínese, por ejemplo, la parálisis de un embotellamiento de tránsito como resultado patológico de la aceleración del automóvil– o bien frágiles bolsones de “lentitud” que la tendencia mayoritaria a la aceleración busca permanentemente superar. En este sentido, la aceleración puede postularse como proceso generalizado que contiene y pone su contrario.
En segundo lugar, Rosa propone distinguir tres tipos de aceleración: la tecnológica (el aumento deliberado de velocidad en procesos orientados a metas de transporte, comunicación y producción), la aceleración del cambio social (la transformación creciente en los patrones y estructuras de asociación) y la del ritmo de vida (el incremento de episodios de acción o experiencia por unidad de tiempo). Es su conjunción y su retroalimentación recíproca lo que permite pensar la aceleración social como un proceso estructural.
Sin embargo, este “círculo de la aceleración” no agota sus causas, para las cuales Rosa distingue tres factores primarios y analíticamente independientes que motorizan de forma externa cada proceso de aceleración. En primer lugar, un motor económico: el capitalismo. La lógica de la competencia, la compulsión al ahorro de tiempo de trabajo, y la necesidad de acortar los ciclos de realización de las mercancías constituyen una producción de aceleración. Sin embargo, este motor capitalista, más evidente en la aceleración técnica entendida como compulsión a desarrollar tecnologías ahorradoras de trabajo, no puede agotar las causas del triple proceso de aceleración social. En segundo lugar, entonces, Rosa postula un motor cultural de la aceleración, ligado a la promesa de una buena vida mundana, que se asocia a la secularización de la salvación cristiana ya analizada por Koselleck. Por último, un tercer motor estructural resulta de la presión a la innovación propia de la diferenciación funcional de las sociedades complejas.
Esta precisión categorial permite a Rosa (2016) repensar el concepto de alienación, tan caro a la teoría crítica, en clave temporal, como efecto de las consecuencias patológicas de la aceleración social moderna: la paradoja temporal entre posibilidad de abundancia y sensación de escasez temporales; la saturación del yo; el declive de los procesos políticos de decisión y construcción de consensos.
En años recientes, la idea de aceleración se ha declinado en lo que Koselleck llamaría un concepto de movimiento: el “aceleracionismo”. Este se presenta, desde la publicación en 2013 del Manifiesto aceleracionista de Alex Williams y Nick Srnicek, como una estrategia política que identifica tendencias potencialmente emancipatorias en el actual desarrollo capitalista y se propone acelerarlas como vía de transición a una sociedad poscapitalista. Avanessian y Mackay (2019) reconstruyen una genealogía del aceleracionismo en cuatro movimientos. Primero, ciertos antecedentes en la tradición marxista (especialmente el conocido “Fragmento sobre las máquinas” de los Grundrisse) y en los feminismos (en la obra de Shulamith Firestone). En segundo lugar, un particular desarrollo de la filosofía francesa de fines de los años setenta, donde la idea de aceleración toma forma como una peculiar politique du pire (política de lo peor) y se enlaza en los intentos de desentrañar la estructura libidinal y deseante de la sociedad capitalista en autores como Gilles Deleuze, Félix Guattari o Jean-François Lyotard. Un tercer momento, situado en el mundo anglosajón de los años noventa, donde la idea de aceleración aparece ligada a una expectativa tecnológica y ciberpunk de autodisolución de lo humano en el horizonte de las nuevas innovaciones digitales producidas por el capitalismo neoliberal. Los nombres principales de esta etapa son los de Nick Land, Sadie Plant y la constelación de investigadores y artistas nucleados en la Cybernetic Culture Research Unit de la Universidad de Warwick. Un cuarto y último movimiento comprende el relanzamiento contemporáneo del aceleracionismo como estrategia política poscapitalista al que nos referíamos previamente. Una compilación en español de este último debate puede encontrarse en Avanessian & Reis (2017).
Si la apuesta de Koselleck residía en recuperar un cierto saber del pasado contra el vertiginoso futurismo moderno para permitir reconstruir factores de estabilización de los procesos de cambio; la estrategia aceleracionista parece radicalizar ese horizonte de futuridad como forma de escapar a la parálisis frenética y opresiva de un presente capitalista perpetuamente reproducido. Tanto en uno como en otros, las políticas de la aceleración parecen jugarse en la cuestión de “saber quién acelera o retarda a quién o qué, dónde y cuándo” (Koselleck, 2003:71). Cuestión fundamental que implica la pregunta por cómo redistribuir, entonces, de forma no patológica ni desigual, las tasas de duración y de cambio de una sociedad.
Avanessian, A., & Mackay, R. (eds.) (2019). #ACCELERATE#, the accelerationist reader. Windsor: Urbanomic.
Avanessian, A., & Reis, M. (eds.) (2017). Aceleracionismo: Estrategias para una transición hacia el postcapitalismo. Buenos Aires: Caja Negra.
Koselleck, R. (1993). Futuro pasado: Para una semántica de los tiempos históricos. Buenos Aires: Paidós.
— (2003) Aceleración, prognosis y secularización. Madrid: Pre-textos.
— (2012) Historias de conceptos. Estudios sobre semántica y pragmática del lenguaje político y social. Madrid: Trotta.
Rosa, H. (2016). Alienación y aceleración: Hacia una teoría crítica de la temporalidad en la modernidad tardía. Buenos Aires: Katz.
— (2005). Beschleunigung. Die Veränderung der Zeitstrukturen in der Moderne. Frankfurt am Main: Suhrkamp [Hay traducción inglesa: (2013). Social acceleration: A new theory of modernity. Columbia University Press]
Rosa, H., & Scheuerman, W. E. (eds.). (2009). High-speed society: Social acceleration, power, and modernity. University Park, PA: Pennsylvania State University Press.
Virilio, P. (2006). Velocidad y política. Buenos Aires: La marca.
Ver también
Cadena de bloques, Ciberespacio, Futuro, Futuridad, Innovación, Inteligencia artificial, Poscapitalismo, Poshumanismo, Posmodernidad, Presentismo, Transhumanismo, Transición digital
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0001-6200-0821
La adivinación constituye uno de los fenómenos más relevantes a la hora de examinar las dinámicas religiosas, sociológicas e intelectuales de las primeras sociedades y es la parte de la religión que más interés suscitaba en época antigua (Nilsson 1940: 123). Cicerón la califica como una creencia antigua [vetus opinio] transmitida desde tiempos heroicos, a la que llama divinatio (De div. 1.1), aquello “quam Graeci μαντικέν apellant”, es decir, lo que los griegos llamaron mantiké: el “pre-sentimiento [praesensionem] y conocimiento [scientiam] de las cosas futuras [rerum futurarum]” (loc. cit.). Se trata, además, de un fenómeno que el orador romano, ya en su época (s. I a. C.), advierte firmemente establecido en todos los pueblos ex consensu.
Platón indica que, según los antiguos, “la mantiké es más perfecta y más digna que la oiōnistikē”, pues la primera “la envían los dioses” mientras que la otra es “cosa de hombres” (Fedro 244d), motivo por el que el filósofo advierte en la manía —término al que atribuye el origen etimológico de mantiké— un conocimiento primordial que conecta con su teoría de la reminiscencia (249d), apelando a la noción de “entusiasmo”, la cual ya había sido tematizada por los filósofos presocráticos —fundamentalmente, por Heráclito, Empédocles y Demócrito (véase Delatte 1934: 5-79)—, y que Platón refiere en otros diálogos (Men. 99c), mientras que Aristóteles la señala como una de las posibles formas de la felicidad (E. eud. 1214a20). Para Platón, hay dos maneras de arribar al conocimiento adivinatorio: por un lado, aquel que se obtiene por medio del estudio de los signos, en el que no se produce la participación directa de un dios. Aquí, en la oiōnistikē, no hay inspiración ni posesión, sino scientia de los presagios, los cuales se interpretan, como el vuelo de los pájaros, a los que el término refiere especialmente (oiōnoí=aves). Muy distinto es el caso de la mantiké, donde el conocimiento ingresa en el individuo por medio de la voluntad divina, no ya mediante interpretación, sino en cuanto revelación. Aquí se advierte la mise-en-scène de un conocimiento atribuido a la irracionalidad, pues “nadie entra en contacto con la adivinación inspirada y verdadera en estado racional” (Tim. 71e).
El referido Cicerón se hará eco del diagnóstico platónico: “dos son los tipos de adivinación: uno el del arte, el otro el de la naturaleza [Duo sunt enim divinandi genera, quorum alterum artis est, alterum naturae]” (De div. 1.11), división a la que aludirá críticamente Horacio (Ars poet. 408) en torno a la poesía y que ya había sido planteada por Aristóteles en relación con Homero (Poet. 1425a). Cicerón, aunque con otros términos, está replicando la clasificación platónica entre oiōnistikē y mantiké, donde la primera es vinculada a cierto tipo especial de ars (técnica o arte), y la segunda a la natura deorum. En este caso, ambas confluyen en una sola palabra: divinatio, expresión latina que Cicerón considera más adecuada que la griega debido a su transparencia en lo relativo a la divinidad (De div. 1.1). De este modo, el orador concluirá que existe cierto tipo de poder que, “por medio de una larga y continua observación de los signos”, o “por medio de cierta excitación e inspiración divina”, anuncia el futuro [futura praenuntiat]” (1.12). Platón, por su parte, resumía la relación entre mantiké y oiōnistikē por medio de los sacerdotes, quienes arriban al conocimiento del futuro a través de la interpretación del discurso enigmático y de las visiones de las adivinas inspiradas (Tim. 72b).
La práctica oracular poseía en la Antigüedad una importancia decisiva tanto en la esfera privada como en la pública. Constituía un fenómeno medular en la religión popular griega. Tucídides da cuenta de la relevancia de los oficios oraculares en situaciones críticas como la Guerra del Peloponeso (Tuc. Hist. II 54, 17, 21; VIII 1), aunque él mismo no creía en ellos. Aristófanes remite en varias oportunidades a la práctica adivinatoria y oracular (v.g. Aves), y se ha afirmado que “el testimonio aristofánico se vuelve fundamental para el estudio de la adivinación en la pólis ateniense de fines del siglo V” (Bartoletti, 2022: 15 y passim).
Plutarco (s. I-II d. C.) ofició como sacerdote en el oráculo del dios Apolo en Delfos (omfalós kósmou, ombligo del mundo), por lo que tuvo contacto directo y privilegiado con la prâxis adivinatoria mediante el sacerdocio (véase Dignas y Trampedach 2008). En ese sitio, se encargaba de interpretar los vaticinios de las pitonisas del dios, del cual, según el propio queronense refiere, Heráclito había afirmado: “no dice ni oculta, sino que da signos [sēmaínei]” (De Pythiae or. 404d = DK 22 B 93). En un pasaje de su trabajo Sobre la inteligencia de los animales, nos da una explicación de la relación entre la referida oiōnistikē como arte adivinatoria y las aves. Allí afirma que existe “una rama de la adivinación que no es menor ni oscura, sino importante y antiquísima, que recibe el nombre de ‘auspicio’” (De soller. anim. 22, 975A). La palabra griega que utiliza Plutarco para “auspicio” es, precisamente, oiōnistikē, adoptada en su forma clásica. La traducción no es inexacta si tenemos en cuenta que auspicium se forma de auis (ave) y –spicio, variante de specio (mirar, contemplar), con lo que nos queda que los “auspicios” refieren a la observación del vuelo de las aves, práctica a la que Plutarco se está refiriendo especialmente (véase «specio» en Ernout y Meillet 2001: 639). Más allá de la infinidad de ejemplos de esta práctica que podemos encontrar ya en la épica arcaica (Hom. Il. VIII, 245-252 y Od. II, 150-185; Hes. Trab. y días 800, 827), lo cual revela el especial predicamento que poseía este tipo de indagación, los dioses se servían también de otros seres o fenómenos para manifestar indicios futurológicos; a ello se debe que la adivinación haya recurrido a más de una fuente de significación: los sueños (oniromancia), las entrañas de los animales (hieroscopia), e incluso los fenómenos climatológicos como la lluvia y el trueno, diosēméiai, “signos de Zeus”—el poeta trágico Esquilo hace un resumen de las prácticas de esta clase más importantes en su época (Prom. enc. 490)—. La jerarquía de las aves, sin embargo, tiene una explicación precisa, que radica en su ámbito de manifestación: los cielos. Es por ello que, según Plutarco, “los [animales] marinos son […] mudos y ciegos para predecir el futuro” (De soller. anim. 22, 975B-C), debido a su connatural distancia respecto de la morada de los dioses. Esta afirmación contrastará con la de Fédimo, personaje que hará una defensa de los animales marinos dando ejemplos de su uso adivinatorio en regiones como Egipto y Licia (23, 976C), lo que nos revela lo extendida y versátil que era la práctica adivinatoria en la Antigüedad, además de la visión que se tenía de los cultos foráneos de esta clase.
La adivinación constituyó un tema de profunda preocupación en la cultura hebraica. En el Antiguo Testamento se exhorta a evadir cualquier tipo de vinculación con la práctica adivinatoria, la cual podría ser castigada hasta con la propia muerte (Lv 19, 26 y 31; 20, 27). La adivinación era una práctica mayoritaria en Egipto, Babilonia, Grecia y Persia, “pero el Levítico solo la menciona en la mitad del libro, y exclusivamente para condenarla” (Douglas, 2006: 134). Los alcances de esta condenación tienen connotaciones de honda relevancia para el credo judeocristiano, y la cuestión constituyó un asunto de importancia para los padres cristianos de los primeros siglos de nuestra era. Agustín de Hipona debió enfrentarse con este asunto en un pasaje de su célebre debate interior sobre la naturaleza del tiempo, en que vuelven a considerarse, aunque de un modo singular, las dos formas de adivinación ya tematizadas en la tradición pagana (Conf. XI 18, 24). El obispo acepta la posibilidad hermenéutica de la adivinación, cuyos signos son, esencialmente, de naturaleza presente. El futuro atribuido a estos signa se concibe en la mente [animo concepta] pero, tal y como sucede en aquella práctica que Platón denomina oiōnistikē, no se da aquí una visión directa de las rerum futurarum. Los alcances de esta restricción constituyen un problema, pues limitan la posibilidad del conocimiento profético, presente en las Escrituras. De ahí que el Hiponense considere la posibilidad de que exista un conocimiento del futuro al que se accede directamente gracias a la intercesión divina, fenómeno que colinda con la concepción griega de la mantiké, pero ante la cual Agustín elige callar aduciendo su incapacidad para tratar el tema: “no podré estar a la altura” (Conf. XI 19, 25). Durante la Edad Media, la adivinación continuará siendo una práctica en uso, aunque de maneras muy variadas y siempre bajo polémicas tensiones. Uno de los rasgos más importantes de este período será la discusión acerca del rol de la adivinación dentro del ordo scientiarum. Será durante los siglos XII y XIII que comenzarán a establecerse los criterios epistemológicos que distinguirán a la adivinación supersticiosa del pronóstico científico (véase Fidora 2013: 517-535), a la que también se opondrá la fe providencial, cuya más paradigmática pronunciación literaria podemos hallar en Dante, quien ridiculiza a los astrólogos y adivinos (Div. Com. Inf. XX) siguiendo, presumiblemente, el parecer de Tomás de Aquino sobre esta cuestión (Sum. Theo. II-II q. 95 a. 1 c.).
Si concebimos la amplia gama de abordajes futurológicos que permanecen vigentes en nuestra cultura occidental, un comentario especial merece la vinculada a los sueños, por su adecuación a un marco presuntamente científico como el establecido por el psicoanálisis durante los siglos XIX y XX. Con la publicación en 1899 de Die Traumdeutung [La interpretación de los sueños], siguiendo en su época el gesto que Artemidoro había puesto de manifiesto en la suya —al redactar, en el siglo II d. C., una Oneirokritiká, obra dedicada a la interpretación de los sueños mediante su simbolismo—, Freud sentó las bases para una nueva concepción de la actividad onírica. Mientras que para la mentalidad antigua los sueños constituían la fuente de la que brotaban señales del futuro— v. g. en Platón (Tim. 71e), aunque ya en Homero se manifiestan algunas dudas respecto de su veracidad (Od. XIX 560-565)—, para el psicoanálisis el mundo de los sueños representaba un amplio y complejo universo de significaciones que, por medio de una determinada dirección clínica, podían ser decodificadas y revelar, fundamentalmente, aspectos del pasado. Antes de la publicación de esta obra, existían teorías próximas en el tiempo en las que subsistía la idea de que los sueños podían revelar indicios del futuro, como nos lo indica, entre otros trabajos, El simbolismo del sueño de Gotthilf Heinrich von Schubert (1814), quien “estaba convencido de la cualidad profética de los sueños” (Shamdasani 2018: 183). La importancia de este enfoque, apoyado por una extensa y prolífica tradición, se vio contrarrestada por lecturas cuyo “intento de establecer los mecanismos fisiológicos de los sueños los desacralizó, en contra de la creencia popular de que tenían poderes proféticos y simbólicos” (181). Entre los principales autores de referencia del psiquiatra suizo Carl Gustav Jung se encontraba el filósofo alemán Arthur Schopenhauer, en quien rastreamos, en lo que respecta al tema de los sueños, la siguiente afirmación: “hemos de imputar los sueños proféticos al hecho de que al dormir profundamente el soñar se eleva hasta una clarividencia sonámbula” (cit. en Shamdasani, 2018: 184). Evidentemente, en el siglo XIX, no solo en el campo de la psicología, sino también en el de la filosofía, “los sueños desempeñaban […] una función diagnóstica y pronóstica” (185), pero su naturaleza adivinatoria fue levemente matizada: ya no se trataba de una pura manifestación del futuro, sino de la revelación de indicios pretéritos por los que “el ser humano adivina como un profeta que contempla el pasado” (von Feuchtersleben 1845: 315). Así será como esta tendencia, atravesando distintos períodos de renovación, encontrará voz en la figura del referido Jung, quien en una oportunidad llegó a afirmar: “Lo que sueña una persona es algo que ocurrió en el pasado o que sucederá en el futuro” (cit. en Shamdasani, 2018: 171).
Persisten infinidad de técnicas adivinatorias que ostentan la promesa de revelar el futuro, tales como el tarot, el horóscopo y la quiromancia, cuya práctica no exige filiación confesional unívoca. Abundan las creencias en profecías y sortilegios que anticiparían catástrofes, tragedias e, incluso, el fin de los tiempos. La larga tradición de estos usos encuentra asidero en muchas de las experiencias contemporáneas por las que hombres y mujeres, en momentos de llana curiosidad o marcada desazón, deciden transitar en busca de respuestas. La indagación de las condiciones sociales y culturales por las que esta inclinación aún persiste se encuentra fuera del alcance de este escrito, pero la permanencia de sus metodologías y, fundamentalmente, del ánimo que las impulsa, revela la constancia de lo irracional en el mundo.
Bartoletti, T. (2022). Poíesis y cosmopolítica de los oráculos griegos. Otra historia de la adivinación Antigua y su recepción moderna. Buenos Aires : Miño y Dávila.
Bouché-Leclercq, A. (1882). Histoire de la divination dans l’Antiquité, I-IV. Paris : Ernest Leroux.
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Dignas, B. y Trampedach, K. (Eds). (2008). Practitioners of de Divine. Greek Priests and Religious Officials from Homer to Heliodorus. Cambridge and London: Harvard University Press.
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Shamdasani, S. (2018). Jung y la creación de la psicología moderna (trad. de Borrajo, F.). Girona: Atalanta.
Ver también
Ciencia ficción, Contingencia / fortuna, Epicureísmo, Escatología, Futuridad, No conocimiento, Prospectiva, Secularización
Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires
ORCID: 0000-0002-8754-8022
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
ORCID: 0000-0002-9917-9586
Alfabetización digital es un concepto difuso, cambiante y controversial. Estas características se relacionan con los dos componentes del término: “alfabetización” y “digital”. Por un lado, la alfabetización remite a los saberes que la población debe poseer para participar en forma plena en las distintas instancias de la sociedad, como el mercado laboral, el ocio y la participación ciudadana. Sin olvidar que, en su variante crítica, alfabetización y emancipación constituyen una unidad indisoluble. Por otro lado, lo digital se relaciona con las tecnologías disponibles, cuya presencia es cada vez más ubicua en las distintas esferas de la vida social. De este modo, la alfabetización digital se incluye en el ámbito de la alfabetización general, esto es, el de las habilidades y los conocimientos necesarios para el desarrollo pleno en el medio social y laboral en pos de la consolidación de una sociedad democrática y plural (Landau et al., 2007).
Más allá de estas consideraciones, la alfabetización digital es un concepto de amplia circulación y utilización en el discurso público. Diversas perspectivas teóricas, organizaciones y autores lo han utilizado y definido. Esta entrada aborda su historización y definición desde un enfoque sociocultural, que recupera las aproximaciones sobre la literacidad y la cultura escrita desarrolladas por los “nuevos estudios sobre el alfabetismo” (New Literacy Studies) (New London Group, 1999), entendiendo que su abordaje no solo involucra a individuos y tecnologías, sino particularmente a los contextos sociales en los que emerge.
Los primeros debates académicos en torno a la cultura escrita se relacionaron con la escritura alfabética. El sistema de escritura en el que a “cada letra corresponde un sonido” ha sido descrito por Walter Ong y Eric Havelock, entre otros, como el más económico y el posibilitador del pensamiento abstracto. Estos autores establecen una estrecha relación entre escritura y civilización.
En colaboración con Vygotsky, Luria estudió los impactos de la alfabetización en los programas gubernamentales de colectivización que, a consecuencia de la revolución bolchevique, se estaban llevando a cabo en Asia Central. En dicho trabajo, administraron tests psicológicos de razonamiento y clasificación donde compararon tres grupos, a saber: personas no alfabetizadas, otras que habían estado expuestas a la escritura y un tercer grupo con gente que había atravesado instancias de escolarización. Mientras las respuestas de los no alfabetizados eran más concretas y tenían mayor vinculación con el contexto, los grupos alfabetizados enfocaban los ejercicios de manera más abstracta y formal. El grupo menos alfabetizado se distribuía entre las dos categorías anteriores. Estos resultados permitieron a sus realizadores concluir que los avances técnicos y la urbanización que trae aparejada la colectivización posibilitan a los sujetos razonar más formalmente.
La investigación de Scribner y Cole –The psychology of literacy (La psicología de la alfabetización)– parecería refutar la afirmación tradicional acerca de la escritura como motor del desarrollo de los procesos psicológicos superiores. Estos autores afirman que la introducción de la escritura en una sociedad tradicional por sí misma no producía modificaciones en los procesos cognitivos generales como la memorización, la clasificación y el razonamiento lógico. Sin embargo, sostienen que la adquisición de un conocimiento metalingüístico acerca de las propiedades de las proposiciones está relacionada con el aprendizaje de un tipo de discurso propio de la escolarización (Olson, 1998).
El sistema educativo se conformó durante la Modernidad como la agencia privilegiada en la transmisión del saber legítimo. En la República Argentina, entre fines del siglo XIX y principios del XX, la educación pública fue un elemento estructurante del proceso de organización nacional. El sistema educativo asumió la responsabilidad de asegurar y fortalecer una mirada que permitiera la construcción de una identidad nacional homogénea.
En la actualidad, la legitimidad de la escuela como única institución encargada de alfabetizar a la población está en entredicho. Gee (2003) formula la hipótesis según la cual jugar videojuegos es un tipo de alfabetismo. Al analizar el ámbito semiótico de los videojuegos, Gee se propone construir una perspectiva en torno al aprendizaje, el alfabetismo y a los ámbitos semióticos que trascienda los videojuegos. Así, la alfabetización: 1) se relaciona directamente con la práctica social en la que está inmersa; 2) es parte de distintas prácticas sociales que se encuentran vinculadas entre sí; y 3) refiere a un ámbito semiótico entendido como “cualquier conjunto de prácticas que utilice una o más modalidades (por ejemplo, lenguaje oral o escrito, imágenes, ecuaciones, símbolos, sonidos, gestos, gráficos, artefactos, etc.) para comunicar tipos característicos de significados” (p. 22).
Cuando se aprende un ámbito semiótico de forma activa, se ponen en juego los siguientes aspectos: 1) actuamos, vemos y sentimos el mundo de un modo diferente; 2) participamos de una nueva comunidad o grupo social; y 3) nos apropiamos de estrategias que nos disponen para nuevos aprendizajes.
En síntesis, al igual que en otros momentos sociohistóricos, asistimos a una disputa por los sentidos, contenidos, habilidades y saberes de la alfabetización que, entre otros aspectos, aunque de un modo destacado, se encuentra atravesada por los cambios en las formas de producir significado a partir de la emergencia de los nuevos medios de comunicación. Inmersas en estas controversias se encuentran las tensiones en torno a la agencia legítima encargada de alfabetizar a la población.
En primer lugar, la caracterización de la alfabetización como una práctica múltiple, situada y vinculada a los contextos en los que se despliega, dio lugar a la proliferación de adjetivaciones sobre lo sustantivo de la alfabetización. De este modo, es posible reconocer ámbitos específicos tan variados como la alfabetización económica, financiera, científica, académica, entre otros.
En segundo lugar, la vinculación de la alfabetización con las formas de construcción de significados ha hecho cuestionar la primacía de la escritura y la lectura, y ampliar el espectro de actuación a la naturaleza de la comunicación multimodal, considerando una variedad de modos y fuentes: lingüística, visual, auditiva, espacial y gestual (Cope y Kalatzis, 2000).
En tercer lugar, el acceso a los saberes vinculados con los modos de comunicación, es decir, el conocimiento de la norma, no alcanza para el desenvolvimiento pleno de la ciudadanía. En este sentido, los abordajes actuales enfatizan la necesidad de fomentar las habilidades vinculadas no solo con la recepción, sino también con la producción efectiva de textos multimodales en los distintos espacios de actuación.
Por último, en lo atinente a los medios de comunicación y a las tecnologías digitales, ha emergido una diversidad de conceptualizaciones orientadas a dar cuenta de los saberes requeridos para su apropiación. Mientras que en sus inicios la alfabetización mediática (Buckingham, 2003) y la alfabetización digital caminaron por vías paralelas, merced a la convergencia tecnológica las reflexiones tienden a confluir. El acento colocado en la comprensión de las dinámicas contextuales y específicas de apropiación, participación y articulación ha dado lugar a la “alfabetización transmedia”, la “transliteracidad”, la “alfabetización mediática e informacional”, por mencionar algunas de las propuestas relevantes vigentes.
Interesa señalar los sentidos y trayectorias diferenciadas del término alfabetización en los contextos de la lengua inglesa (literacy) y las lenguas latinas como el francés y el castellano para nuestro caso. En el caso de la lengua inglesa, el término que se utiliza es literate, que etimológicamente se vincula con la persona relacionada con la literatura o que recibió una buena educación. A partir del siglo XIX se la asocia al dominio de la lectura y la escritura. Tanto en el francés como en el español, el término que se utiliza es “alfabetización”, derivado de alfabeto y que remite a un tipo particular de escritura (correspondencia entre grafema y fonema). Sin embargo, existen otros modos de escritura no alfabética, como la silábica, por ejemplo. En español, la alfabetización se encuentra fuertemente connotada con el acceso a las primeras letras. Cultura escrita y literacidad son algunos de los términos que intentan dar cuenta de esta complejidad.
Hasta la década de 1970, “alfabetización” era un término que se asociaba a la educación no formal y, en particular, a los adultos que no sabían leer y escribir. En los países anglosajones, literacy teaching era la forma que asumían los programas educativos orientados a brindar una “segunda oportunidad” a las personas atravesadas por condiciones vulnerables como el desempleo, el encierro, las adicciones, entre otros (Lankshear y Knobel, 2011). En los países de América Latina y otros lugares del Tercer Mundo, el dominio de la lectura y la escritura por parte de toda la población se constituía en un objetivo fundamental. Por un lado, en el marco de los discursos desarrollistas vigentes en la región, la educación aparecía como un vector fundamental del desarrollo económico y social. Por otro lado, en los procesos de transformación social de corte emancipatorio, al calor de los postulados del pedagogo brasileño Paulo Freire, se desarrollaron intensas campañas de alfabetización orientadas a enseñar y a concientizar a la población más vulnerable.
A partir de la década de 1970, la alfabetización comienza a articularse fuertemente con el sistema educativo formal. Diversos motivos explican este cambio. Por un lado, debido a las transformaciones socioeconómicas en las sociedades industriales empiezan a emerger demandas de saberes vinculados a las sociedades posindustriales que los sistemas educativos no estaban asegurando. Por otro lado, los enfoques socioculturales y el legado de Paulo Freire comienzan a tener pregnancia en los espacios académicos.
En el marco de los nuevos estudios sobre el alfabetismo se sostiene una mirada sociocultural de la alfabetización. Estos abordajes reconocen que las prácticas de alfabetización varían de un contexto y de una cultura a otra. Consideran que las creencias sobre la cultura escrita influyen sobre las prácticas de la lectura y la escritura, sobre la enseñanza y las expectativas de logro de los aprendizajes. Parten del supuesto según el cual la cultura escrita es una construcción múltiple; que leer y escribir se logra mediante formas diversas y heterogéneas; que las prácticas del lenguaje escrito están inmersas en la comunicación oral; y que los hechos de la cultura escrita ocurren en escenarios institucionales y sociales específicos, en el contexto de relaciones de poder que involucran la circulación de distintas tradiciones discursivas. Por lo tanto, problematizan los contenidos de la alfabetización en cada tiempo y espacio con el fin de analizar qué alfabetizaciones son dominantes y cuáles son marginalizadas o resistentes.
Los Nuevos Estudios sobre el Alfabetismo constituyen una perspectiva teórica que se opone al enfoque que considera a la alfabetización como un fenómeno cognitivo. Entienden que un sujeto alfabetizado es aquella persona que utiliza la cultura escrita para participar del mundo social (Kalman, 2003). Enfatizan la actividad de los sujetos en la apropiación de las herramientas culturales. En las sociedades contemporáneas, las formas de representación son cada vez más importantes en el entorno global de comunicación, como las imágenes visuales y su relación con la palabra escrita.
La puesta en escena del término alfabetización se lleva a cabo de la mano de declaraciones y acuerdos de organismos internacionales. Un primer puntapié se instaura con la Declaración Universal de Derechos Humanos, que establece que la educación es un derecho inalienable de toda persona (Art. 26). Asimismo, en 1958 la Unesco define que “una persona está alfabetizada cuando puede leer y escribir, comprendiéndolo, un enunciado sencillo y conciso relacionado con su vida diaria” (Declaración Mundial de Educación para Todos, 1990). Mientras que tradicionalmente la lectura y la escritura estaban reservadas a una élite, en la actualidad son cada vez más crecientes las demandas que se ciernen sobre la población para adquirir y hacer uso de habilidades vinculadas a la cultura escrita.
Al igual que en el pasado respecto de la lectura y la escritura, en la actualidad la “alfabetización digital” en muchas ocasiones es caracterizada como el acceso a una serie de herramientas descontextualizadas. En esta perspectiva, la alfabetización per se aparece connotada positivamente al vinculársela con el desarrollo cognitivo de las personas, el progreso económico de la población y el mejoramiento de la ciudadanía. Esto es lo que se ha denominado el mito de la alfabetización (Graff, 1999: 8). Esta perspectiva encubre las relaciones de la alfabetización con el poder, la identidad social y las ideologías. Las categorías dicotómicas entre quienes poseen un capital simbólico y quienes no acceden a él son propias de esta representación: “alfabetizados y analfabetos”, “nativos e inmigrantes” e “info-ricos e info-pobres”, entre otras distinciones. Así, la alfabetización es caracterizada como presencia o ausencia de propiedad, es decir, como un producto o resultado final y no como un proceso que adquiere distintos significados a lo largo de la vida de los sujetos.
La alfabetización digital es un concepto que generalmente se encuentra asociado al futuro, ya que alude a los saberes que las nuevas generaciones deberían adquirir para poder conocer las regulaciones y hacer valer sus derechos de la vida social. Asimismo, es probable que la articulación entre alfabetización digital y futuro esté atravesada por la ciencia ficción. Tanto en la literatura como el cine, este género se ha destacado por construir imágenes de la vida futura altamente atravesadas por los dispositivos computacionales. Sin embargo, la velocidad con la que las tecnologías digitales asumen nuevas formas hace que rápidamente esos futuros se transformen en pasado.
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Ver también
Ciberespacio, Ciberliteraturas, Eduación biosocial, Educación de plataforma, Educación para el desarrollo, Educar / educaere, Inteligencia artificial, No conocimiento, Prácticas de enseñanza, Tecnoceno, Transición digital, Transmedia
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Departamento de Derecho y Ciencia Política, Universidad Nacional de La Matanza
ORCID: 0009-0007-2798-5363
Alimentación hace referencia a todo aquello que está relacionado con el alimento, lo que comemos para vivir. Originado del latín alimentum, deriva del verbo alo, que se puede traducir como nutrir, sustentar, hacer crecer, educar, criar o cultivar, y el sufijo -mentum que aporta el valor de acción y efecto. Por lo tanto, aunque lo vinculamos con la comida, el término puede utilizarse también en otros sentidos, refiriéndose por ejemplo a un libro como el alimento de la mente, o para cualquier cosa que haga crecer o dé sustento. Aun cuando este segundo uso está emparentado metafóricamente con el primero, en tanto y en cuanto la potencia de algo tan cotidiano permite explicar fenómenos que escapan a la comida, aquí nos abocaremos a su primer significado: la comida. Tal vez esta cotidianeidad sea lo que explica que la palabra haya cambiado tan poco en su tránsito del latín a las lenguas romances, diferenciándose de otras palabras que se han perdido al quedar en desuso, y destacando su lugar central en cualquier visión de futuro, no solo por su función biológica, sino también por todo lo que implica para cualquier grupo humano.
Además del placer inmediato y la saciedad que puede otorgar el alimento, su temporalidad ha suscitado interés y todo tipo de reflexiones a lo largo de la historia, cumpliendo siempre una función irremplazable orientada al futuro, esto es, producir y garantizar la permanencia en el tiempo gracias a miles de años de experiencia colectiva acumulada generación tras generación, hoy más amenazada que nunca. Reconocido como un derecho humano en 1948, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura [FAO] (2003: 125) define al término alimentación como el “proceso consciente y voluntario que consiste en el acto de ingerir alimentos para satisfacer la necesidad de comer”. Antes, distingue entre distintos tipos de alimento: sano, adulterado, contaminado, seguro y por último, transgénico. En consecuencia, define alimentación saludable como “aquella que aporta todos los nutrientes esenciales y la energía que cada persona necesita para mantenerse sano”. Entonces, la definición de alimentación, incorpora la noción de salud mediante la correcta nutrición. Esta relación entre salud y alimentación no es algo propio de la modernidad, y quedó perfectamente expresada hace unos 2500 años en la conocida frase que se le atribuye a Hipócrates: “Que tu medicina sea tu alimento; y el alimento, tu medicina”.
La filosofía política moderna tampoco ignoró la cuestión. Esta ocupó en su seno un lugar central, en tanto y en cuanto le procura a la población las condiciones necesarias para la vida, el crecimiento y la salud de la población, íntimamente ligadas a la formación y supervivencia del poder soberano, y a las relaciones políticas y económicas, internas y externas, dada la relevancia de la existencia de alimentos aptos y suficientes, y del comercio local e internacional de materias primas agrícolas y alimenticias. Un claro ejemplo de esta doble preocupación es el capítulo 24 del Leviatán titulado “La nutrición del Estado” (Hobbes, 2014 [1651]).
Desde otro punto de vista, el vínculo entre los seres humanos y el alimento fue sintetizado por Ludwig Feuerbach con toda su carga en una frase que sería recogida infinitas veces: “El hombre es lo que come” (Feuerbach, 2022 [1850]). El contexto en el que enunció esas palabras fue la reseña de Doctrina de la alimentación para el pueblo, del químico Moleschott, quien le encomendó que revisara su obra desde su importancia ética. Aunque el ser humano es mucho más que lo que come, la frase sin duda ha tenido la potencia necesaria para dejar marcado que los alimentos que ingerimos pasan a ser parte nuestra en todo sentido, y no da lo mismo con qué se alimenta el pueblo. Feuerbach, junto a Moleschott apuntaba a establecer una relación entre la energía mental de un pueblo y su dieta.
Claude Fischler (1995: 11) hace referencia a la misma frase, pero se la atribuye a “la sabiduría de los pueblos”, un conocimiento común a toda la humanidad, dado el carácter vital e íntimo del comer que todo pueblo ha experimentado. Al alimentarnos, lo que comemos pasa a ser parte de nuestra interioridad hasta ser algo indistinguible de nosotros mismos que nos permite subsistir. Por ello, dice que desde la antigüedad esta ha sido la preocupación más absorbente de la existencia humana, ya que la vida solía estar marcada por períodos de incertidumbre en lo alimentario, y se trataba de reducirlos por todos los medios posibles.
Desde hace un siglo aproximadamente, para el mundo desarrollado esta incertidumbre no es un problema de escasez, sino de dinero. Las grandes hambrunas han quedado en el pasado, la distribución moderna, la industrialización y las técnicas de conservación nos brindan una sobreabundancia de opciones que ya no se limita a la estacionalidad, pero otros problemas relacionados hacen que lo que comemos –y sus consecuencias– sea una de las grandes problemáticas de nuestro presente y de nuestro futuro.
La alimentación se ha convertido en objeto no solo de la medicina; también los medios de comunicación, la literatura y los Estados producen constantemente discursos sobre ella. Esto ha llevado en Occidente al nacimiento de una disciplina especializada: la nutrición, encargada de decir, con rigor científico, cuál es la buena alimentación. Ante esta abundancia, la inquietud de nuestros días –para quienes sí pueden comer– es doble: los excesos y venenos, y por consiguiente, la elección y sus criterios. Debemos aprender a elegir entre todos estos discursos, en un contexto donde la noción durkheimiana de anomia explica perfectamente la situación en la que se encuentra el individuo consumidor ante la crisis de los criterios de elección, de los valores alimentarios y su simbología. Por ello, según Fischler (2010: 13) se ha pasado de una gastro-nomía a una gastro-anomia.
Esto explica, en parte, la sanción de leyes como la de etiquetado frontal de alimentos, o la aparición de libros recientes, como Malcomidos (Barruti, 2013), que han despertado un gran interés en el público, en general. La otra parte de la explicación está en el resto del título del libro: la industria alimentaria argentina y cómo nos está matando. La frase hace referencia a los grandes cambios que ha experimentado la alimentación en lo que ha sido llamado “Modernidad alimentaria” (Hernández, 2005) y particularmente en la actual fase del modo de producción transgénico de alimentos y sus consecuencias más nocivas, como se muestra en El campo como alternativa infernal (Gárgano, 2022).
Una profunda irracionalidad sistémica en el modo de producción y comercialización de alimentos ocasiona que, a pesar de una enorme sobreproducción, millones de toneladas de comida se desperdicien al mismo tiempo que millones de personas aún se encuentran en déficit alimentario. En una región que bate récords de exportaciones, con países que se proclaman a sí mismos como agricultores, también se baten récords de desmonte, de consumo de gaseosas y bebidas excesivamente azucaradas, y los médicos denuncian cada vez más enfermedades asociadas a una mala alimentación, como la obesidad, la diabetes tipo 2, la hipertensión, cardiopatías y variedades de cáncer. En un país como la Argentina, que se dice productor de alimentos, casi un 10% de la población sufre inseguridad alimentaria severa según el último informe del Observatorio de la Deuda Social Argentina [ODSA] (2022: 15).
Continuamente aparecen las mismas palabras en su campo semántico: salud, comida, nutrición, escasez, subsistencia, futuro, y ahora “inseguridad” por la imposibilidad de acceder a alimentos. Esto tiene que ver con la forma escogida por la FAO para referirse a los problemas alimentarios. El término “seguridad alimentaria” fue señalado como insuficiente en 1996 por organizaciones campesinas y condujo al surgimiento de un nuevo concepto, el de “soberanía alimentaria”. En esencia, la seguridad alimentaria solo se preocupa por el acceso físico y monetario a los alimentos, pero no por su origen ni por la forma en que se los produjo, elementos centrales para la alimentación. Anticipándose a los peligros del modo transgénico, el nuevo paradigma quedó expresado en un documento titulado “Soberanía alimentaria: un futuro sin hambre” (La Vía Campesina [LVC], 1996), donde se asocia el agronegocio con la pobreza y el hambre, y se declara por primera vez el derecho de los pueblos, comunidades y países a producir sus propios alimentos en su propio territorio y de manera autónoma, lo que convierte a la soberanía alimentaria en una precondición para una seguridad alimentaria genuina. Luego sería ampliado el concepto como el derecho a definir sus propias políticas agrícolas, pesqueras, alimentarias y de tierra que sean ecológica, social, económica y culturalmente apropiadas a sus circunstancias únicas, y a la defensa del agua y las semillas nativas ante la mercantilización de los sistemas alimentarios. “Quiénes” producen, “dónde”, “cómo” y “qué” son aspectos centrales para lograr esa seguridad alimentaria.
La historia de la agricultura dio un salto dramático con la rápida expansión de la agricultura transgénica, implantada también en 1996 en Latinoamérica. Centrada en un paquete tecnológico basado en el monocultivo a gran escala, las semillas genéticamente modificadas y los agroquímicos, tuvo consecuencias destructoras como nunca antes sobre las zonas rurales, la biodiversidad y para las comunidades que allí habitan. No terminó con el hambre en el mundo, como prometía, y aceleró, en cambio, el éxodo rural y el desmonte, a la vez que aumentó la concentración de la tierra, reforzando un sistema agroalimentario dirigido por unas pocas corporaciones transnacionales, más dependiente que nunca del mercado global. Todo ello acarrea consecuencias enormes y, en parte, aún desconocidas para nuestra alimentación, la salud de las personas y del ambiente, que ponen en crisis la capacidad de imaginar un futuro optimista y nos sumerge en un presente incierto que convive con la urgencia de un cambio de rumbo inmediato. Esto aplica incluso más para los países en desarrollo, cuya economía se ha vuelto enormemente dependiente de esta forma de acumulación que se vende a sí misma como la única forma posible (Gárgano, 2022).
Entonces, el concepto de soberanía alimentaria sería índice y factor, por un lado, de la crisis actual de la soberanía estatal, y por otro, de la construcción en curso de una nueva lógica política de todo lo alimentario. La particularidad del concepto, es que introduce una cuña que antes no era posible observar en conjunto, haciendo emerger la pregunta: ¿Quién y cómo decide sobre todo esto?
Pero la disputa abierta no se agota en la pregunta, sino que reclama el derecho a ejercer ese poder de decisión; ese gobierno sobre lo alimentario en un sentido cada vez más amplio, pero que al mismo tiempo se delimita en su objetivo. Es decir, el horizonte de expectativas futuras se construye a la vez que se reclama soberanía como una necesidad común e interconectada desde el campo a la ciudad, y que interesa tanto a campesinos y comunidades rurales como a organizaciones políticas, de consumidores, y ambientalistas e investigadores. Según esta visión, no hay futuro posible sin soberanía alimentaria.
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Ver también
Ambiental (crisis), Animalismos, Derechos humanos, Dignidad, Igualdad, Naturaleza (relaciones sociales con la)
Instituto de Filosofía Argentina y Americana
Instituto de Filosofía Argentina y Americana
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Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
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Con la referencia a este término se trata de caracterizar una forma de pensamiento crítico que resulta denominado como pensamiento alternativo. Interesa destacar, además del componente crítico de este último modo de pensar, su significación con respecto a la temporalidad y, en particular, su asociación a la dimensión de futuro que implica.
Según la definición del Diccionario de la Real Academia Española, las palabras alternativo/a se refieren, entre algunos de sus significados, a la “opción entre dos o más cosas” y por extensión a “cada una de las cosas entre las cuales se opta”, incluyendo asimismo la siguiente acepción que resulta relevante para la perspectiva del enfoque aquí propuesto: “Acción o derecho que tiene cualquier persona o comunidad para ejecutar algo o gozar de ello alternando con otra” (DRAE, en línea). Visto desde esta perspectiva, es posible considerar que la disposición a elegir entre diferentes opciones es un modo de actuar y un derecho ineludible, propios de la condición humana.
De hecho, cuando se hace referencia a su relación con el pensar, se plantea que es una forma de situarnos en la realidad que vivimos; ante lo dado se trata de imaginar otras variantes que superan esa misma facticidad de lo existente o las limitaciones de lo que se cree imposible. En esto consiste la trayectoria que ha seguido la humanidad frente a las circunstancias que se han presentado en cada momento histórico, a partir de las condiciones que ha ofrecido el medio natural o cultural en que ha desenvuelto sus posibilidades y ha creado lo nuevo. En el terreno específico del desarrollo de la filosofía, que ha tenido sus orígenes en las formas de sabiduría que han acontecido en distintos pueblos y culturas, la actitud crítica que supone se ha expresado como un modo de reflexionar sobre lo existente y de postular otras maneras de pensar o actuar frente a lo establecido o lo que ha conformado generalmente el sentido común.
En un contexto más próximo y contemporáneo, la necesidad de encontrar alternativas mediante el ejercicio del pensamiento crítico se ha manifestado ante la negación acerca de esta misma posibilidad. Los sucesos que desencadenaron la caída del muro de Berlín y que propiciaron la hegemonía mundial de gobiernos neoconservadores y neoliberales en las décadas de los ochenta y noventa del siglo pasado van a promover la proliferación de consignas e ideas que acompañaron y justificaron esa coyuntura histórica, a través de expresiones tales como la frase “no hay alternativa”, la afirmación del “pensamiento único”, las tesis sobre el “fin de la historia”, el “agotamiento de las utopías”, el “ocaso de los grandes relatos emancipatorios” y otras nociones similares. Aparte de las enunciaciones que provenían del mismo centro constituido por poderes fácticos mundiales que luego confluirían en el fenómeno de la globalización, debe destacarse el núcleo de sentido ofrecido por los discursos posmodernos, que en sus variantes principales contribuyeron a concentrarse en el tiempo presente en relevo de la proyección a un futuro diferente, lo cual cancelaba cualquier forma de disidencia y confirmaba el conformismo político y social dominante.
Con el inicio del nuevo siglo se marcaría una inflexión significativa ante la globalización hegemónica, hecho que no se explica sin tener en cuenta las formas de resistencia y de organización social y política que provenían de momentos precedentes y conformaron los movimientos “alterglobalizadores”. Asimismo, los llamados nuevos movimientos sociales entraron en escena con reivindicaciones y reclamos renovadores frente a la expansión del “capitalismo salvaje”, denunciando las discriminaciones de mujeres y minorías étnicas y sexuales, el agravamiento de los problemas ecológicos, la pobreza y las desigualdades sociales que multiplicaron la exclusión, el deterioro creciente de condiciones laborales y previsionales, entre otros temas de la agenda mundial. Las iniciativas y propuestas surgidas de estos encuentros y movilizaciones sociales que promueven una mundialización contrahegemónica pueden considerarse como formas de pensamiento alternativo que se traducen en discursos y prácticas concretas.
En cuanto a su articulación desde las teorizaciones elaboradas por parte de representantes del pensamiento crítico latinoamericano, es preciso considerar algunos de sus antecedentes y principales expresiones contemporáneas. Un lúcido diagnóstico y proposiciones iniciales dirigidas a reafirmar la significación que revisten los movimientos alternativos se encuentran en algunos trabajos realizados por el sociólogo mexicano Pablo González Casanova ([2002] 2015; [2004] 2015). En uno de ellos, donde reflexiona sobre los posibles aportes de los intelectuales críticos a las organizaciones emergentes, cuestiona que el socialismo realmente existente se confunda con el socialismo que subsiste como proceso de larga duración y que la democracia realmente existente no pueda ser mejorada en función de algunos de sus ideales que no han sido alcanzados todavía. De allí que afirma González Casanova:
Las luchas por la democracia han creado una alternativa compleja que incluye las luchas por la justicia social, por la independencia y la soberanía de las naciones; por la tolerancia y la representación y participación política. Todas esas luchas son fundamentales para la nueva alternativa. La nueva alternativa es inconcebible a escala mundial sin una cultura universal de la tolerancia, del respeto al pluralismo religioso, ideológico, cultural, así como a las distintas razas, a los géneros, a las preferencias sexuales, a los espacios laicos, a los pensamientos críticos, a la equidad y la justicia social y a las variadas formas de la autonomía y la soberanía de las naciones y los pueblos. (([2002] 2015): 316)
Su consideración acerca de los nuevos movimientos sociales que se conforman a partir de finales del siglo XX señala que se pasa de luchas y reclamos particularistas a universalistas, al advertir estos las dificultades y aporías en que se encuentran frente a formas recicladas de dominación que se dan en la globalización neoliberal, que no deja de calificar con las categorías de “capitalismo”, “imperialismo” y “colonialismo”, tomando distancia de los prefijos “pos” en uso. De este modo, su carácter antisistémico se revela en el proceso de una praxis disidente, que requiere para una clarificación de la misma de una redefinición de determinados conceptos que prevalecen en el lenguaje de las ciencias sociales.
Dentro de esa renovación de las teorías críticas se plantea la necesidad de asumir el desafío que presentan las “nuevas ciencias” y las “tecnociencias” asociadas a los modos que reviste la dominación mundial encabezada por potencias y corporaciones que promueven el triunfo global del capitalismo. Ante esta situación se sostiene la necesidad de reconstruir un mundo que está en una profunda crisis, por lo que dice González Casanova:
La política por un mundo alternativo realmente democrático y realmente socialista obliga a repensar el mundo y la historia tras los fracasos colosales de la socialdemocracia, el comunismo y la liberación que se hicieron notorios a finales del siglo XX y principios del XXI. Entre las tareas principales de las fuerzas que se proponen construir un mundo nuevo se encuentra la necesidad de reestructurar el propio pensamiento alternativo. (([2004] 2015): 362)
Otra contribución importante con respecto al relevamiento y definiciones adoptadas por el pensamiento alternativo se encuentra en un proyecto de investigación que dirigen inicialmente Hugo Biagini y Arturo Roig, con la participación de un conjunto amplio de colaboradores argentinos y del exterior. Mediante este proyecto se lleva a cabo la publicación de tres tomos dedicados a ofrecer un panorama histórico contemporáneo del pensar alternativo en su irradiación a través de diferentes ámbitos sociales y culturales (Biagini y Roig, 2004; Biagini y Roig, 2006; Biagini y Oviedo, 2016), además de un diccionario y una adenda del mismo dedicados a esta temática (Biagini y Roig, 2008; Biagini, 2015). En la introducción al primer volumen histórico mencionado, Hugo Biagini confirma la extensión conceptual de este tipo de pensamiento:
Entre los alcances que encierra el concepto de pensamiento alternativo podemos figurarnos un glosario donde aquel aparece asimilado a una serie de acepciones de variada significación, entre muchas otras: pensamiento emergente, concientizador, incluyente, crítico, ecuménico, formativo, solidario, comprometido, ensamblador, principista, autogestionario, etc. (Biagini y Roig, 2004: 11)
La amplitud y riqueza teórica y práctica que engloba la noción de pensar alternativo quedan delineados igualmente desde su posibilidad de intervención en los procesos de cambio social.
Entre otras cuestiones fundamentales, Arturo Roig justifica la necesidad de ejercer un modo de pensar alternativo como un derecho, similar al que reviste la utopía asociada a la esperanza. Con ello pretende afirmar la intrínseca relación que guarda este pensamiento con la posibilidad de abrirnos a la construcción de otro mundo y a un futuro distinto. Como Roig lo expresa acertadamente:
Las alternativas que para los tiranos y los dogmáticos son heterodoxias o heréticas, constituyen para nosotros expresión de las inagotables exigencias de la vida humana en su cambiante y a veces imprevisto devenir; y todavía algo más, que hace directamente a la situación histórica que viven los pueblos, el pensar alternativo es un derecho. Tenemos en consecuencia el derecho a la alternativa, así como tenemos el derecho a la utopía de un mundo mejor. (Biagini y Roig, 2006: 12)
Desde esta perspectiva se promueve una idea de lo alternativo que sea realmente expresión de lo verdaderamente otro y no solo repetición de lo mismo. Para alentar ese cambio se requiere de una inclusión real de lo diferente y lo diverso en lo social y cultural; esto es, una apertura al reconocimiento efectivo logrado por los grupos humanos que luchan por su liberación. En palabras de Roig, lo que los anima es la esperanza en esos procesos de emergencia social. Dicha caracterización posee resonancias respecto de la obra El principio esperanza de Ernst Bloch (2004), quien ofrece una original indicación acerca de lo que significa lo “todavía-no” como futuro posible operando en el presente.
Con respecto al tema de la temporalidad, también resultan esclarecedoras las precisiones realizadas por Boaventura de Sousa Santos cuando sostiene la necesidad de fundar una epistemología del Sur, que se orienta a sostener un “pensamiento alternativo de las alternativas” (Santos, 2018). En el marco de una investigación acerca de lo que significa la globalización alternativa impulsada desde abajo, va a elaborar las nociones de “sociología de las ausencias” y “sociología de las emergencias” (cf. Santos, 2009: 98-159).
En relación con la primera –la sociología de las ausencias–, se refiere a la intención de mostrar que lo que no tiene existencia social es en realidad producido por el conocimiento hegemónico como no existente. De allí que el procedimiento seguido sea transformar objetos imposibles en posibles y, en consecuencia, transformar las ausencias en presencias, concentrándose en los fragmentos de la experiencia social no socializados dentro de una totalidad. Asimismo, la inexistencia producida en torno a esas ausencias implica un desperdicio y empobrecimiento de la experiencia social, que se da acompañada de una concepción del tiempo en que se produce una “contracción del presente”, concebido como un instante fugaz entre lo que ya no es y lo que todavía no es. Frente a esto, Boaventura de Sousa Santos propone efectuar una “dilatación del presente”, indicando que en él coexisten una multiplicidad de totalidades que son a su vez heterogéneas.
En este sentido, lo que denomina como “monocultura del tiempo lineal” supone una determinada idea del futuro que es infinitamente abundante e igual, tal como lo define Walter Benjamin con su idea de “tiempo homogéneo y vacío” cuando se refiere a las implicaciones que tiene la noción moderna de progreso. En consecuencia, la sociología de las emergencias se relaciona con la indagación de las alternativas que corresponden a un horizonte de posibilidades diversas y factibles, que se juegan igualmente entre la incertidumbre y el peligro.
Del recorrido realizado puede concluirse que existe una serie de concepciones que se proponen desde el pensamiento crítico actual acerca de la significación que poseen las distintas manifestaciones direccionadas a encontrar alternativas ante las formas de dominación vigentes en la globalización capitalista. Como núcleo común, tanto de las elaboraciones teóricas como de los movimientos sociales que impulsan variadas posibilidades de cambio respecto de la realidad existente, es posible reconocer al principio estructurador de la dignidad humana. En este último se encuentra una motivación de los reclamos y luchas que mueven a realizar una praxis de transformación ante los modos de opresión y sufrimiento que experimentan los distintos sujetos, tanto a nivel individual como colectivo.
Si bien se ha hecho referencia en su sentido amplio al pensar alternativo como modalidad del pensamiento crítico, cabe remarcar que incluye como expresión singular a la filosofía latinoamericana, desde la cual se han propuesto algunas categorías que sustentan este tipo de pensamiento, tal como podría señalarse en relación con la “moral de la emergencia” postulada por Arturo Roig (2002). De hecho, las proposiciones teóricas que ha elaborado el pensamiento filosófico latinoamericano tienen como supuesto la indicación de alternativas, tanto respecto de una forma tradicional de practicar la filosofía como en relación con la superación de formas de dominación que han pesado en la historia de nuestros países, por lo cual se asume como un saber orientado a la liberación. En tal sentido, la búsqueda de alternativas implica la apertura desde el pensamiento a la dimensión utópica en su sentido afirmativo respecto de la realización de lo ideal posible. Para llevar adelante esta praxis emancipatoria resulta relevante la adecuada comprensión de los desafíos enfrentados en el presente, que depende tanto del conocimiento crítico respecto del pasado como de las posibilidades que se visualicen acerca de un futuro otro.
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Ver también
Autonomía, Buen vivir, Crítica / poscrítica, Descolonialidad, Dignidad, Futuridad, Multitud, Transmodernidad, Ubuntu, Utopía/distopía, Utopía latinoamericana
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0009-0000-6552-0398
Hace apenas medio siglo los problemas ambientales se instalan como parte del repertorio estable de asuntos sociales con consideración en la atención pública, la investigación científica y la política internacional. Inicialmente, se establecen alrededor de una preocupación común: los efectos negativos del impacto humano sobre los ecosistemas y las consecuencias irreversibles para el futuro a largo plazo. Hoy, un creciente número de analistas y activistas consideran a un efecto agregado de las transformaciones ecológicas actuales: el cambio climático asociado al calentamiento global, el desafío civilizatorio más complejo y terminal que haya enfrentado la humanidad en su conjunto y en su historia.
Esta situación de estar en una relación particularmente nerviosa e incierta con el presente construido y el futuro que podemos construir ha llevado a caracterizar la época presente como una de crisis ambiental global. En su forma más genérica de comprensión, esta crisis se deriva del hecho de estar transgrediendo umbrales mínimos en la relación con un sistema externo que llamamos naturaleza. Esto tiene un correlato interno, el reflejo negativo que la conciencia histórica occidental recibe de sí misma en su tratamiento de aquello que exterioriza. Si bien esta conciencia ha experimentado múltiples crisis, se sostiene por la confianza en su capacidad inexorable de superación de obstáculos. Pero la crisis ambiental trae elementos que desestabilizan esa confianza. Primero, la idea de vivir en las inmediaciones de un “fin del mundo” caracterizado por el empobrecimiento radical –o incluso ausencia definitiva– de condiciones para crear opciones de futuro en la tierra. Segundo, que por primera vez esta escatología popular no tiene una base religiosa y trascendental, sino una experimental y formal –pilares epistemológicos de la promesa ilustrada— (Svampa y Viale, 2020). Tercero, que su desencadenante estaría en prácticas humanas en general consideradas racionales y progresivas. Un último elemento reconocible es que este final, como lo fue su origen, tiene algún margen de evitabilidad, y que lograrlo implica una responsabilidad inevitable (entendida como el establecimiento de relaciones “sostenibles” con la naturaleza).
Por encima de estas líneas gruesas, el significado de la crisis ambiental se vuelve disputado y confuso. Las precisiones sobre su origen, puntos neurálgicos y proyecciones están directamente vinculadas a las maniobras y responsabilidades en la transformación y, por lo tanto, a distintos conjuntos de valores, hipótesis e ideologías. Por eso, antes que como un discurso político puntual o como una señalización de un estado de cosas objetivo, la crisis ambiental aparece como una idea-fuerza: una que al circular “entre” las posiciones y las problemáticas reconfigura el campo de acción y teorización, alterando su economía de conjunto y obligando a redefinirse en un espectro que va desde sus distintas formas de afirmación hasta la negación misma de su autenticidad.
Una aproximación a la crisis ambiental como eje hermenéutico de comprensión y transformación histórica exige entonces evitar su reducción a un evento excluyentemente externo o interno, y abordarla más bien en su relación. Así como toda “historia del concepto de crisis refleja la historia de la conciencia de la crisis” (Wang, 2014), la crisis ambiental es el reflejo de una conciencia en acción en un mundo de cosas en interacción. Elucidar este vínculo implica hacer foco en la particular sinergia entre ambos conceptos: cómo logra afectar las relaciones medulares entre la acción colectiva y sus entornos, y a través de ellas, las formas de visualización y creación de futuros posibles.
Se puede iluminar la cuestión a partir de cómo se predica: cómo y a quién se le aparece esa realidad ambiental bajo el signo de su crisis. En la actualidad, sin embargo, el término “crisis” registra una hiperinflación de sentidos. Para avanzar hacia un contenido más sustantivo se pueden diferenciar dos, uno más débil y versátil y otro más fuerte y restrictivo. El primero se usa de manera intercambiable con toda situación de desequilibrio o padecimiento que no encuentra respuestas rápidas. Este uso corre el riesgo de hacer equivalente la crisis ambiental con la intensificación lineal de problemas, conflictos o cambios, cuando estos son también expresiones propias de cualquier práctica organizada y estable. Un uso más operativo de crisis apunta justamente a oponerla a la normalidad, por lo tanto, a ser más exigente con el nivel de ruptura que afecta la situación en su forma cualitativa de proyección hacia el futuro. Para este caso, puede definirse la crisis como una situación de creciente incapacidad de los esquemas dominantes en la búsqueda por superar los obstáculos que prometían resolver (O’Connor, 2001). De manera todavía más aguda, la acción bajo estos esquemas puede agravar las cosas en vez de mejorarlas.
Esta estructura mínima y genérica es aumentada con otras connotaciones tomadas del desarrollo histórico de la idea en Occidente. Ya Kosselleck (2007) señaló que las complejidades contemporáneas del término son procesos de recombinación y ampliación a partir de sus dos elementos originales, presentes en el uso griego antiguo. Allí crisis significa juicio y decisión (y en otra modulación, lucha); término que proviene a su vez del verbo krinein, separar, ya sea en el sentido de algo que se desintegra o de algo que se distingue. Es en sus ámbitos originales de aplicación, el médico y el jurídico-político, que estos sentidos distintos se conectan en una idea distinguible: la inminencia de una ruptura brusca que obliga la intervención, lo cual requiere distinción y evaluación (de ahí también se comprende una derivación crucial hacia “criterio” y “crítica”). En su forma más completa, entonces, crisis caracteriza una situación que 1) presupone el estado normal y objetivo de un orden (cuerpo biológico o político), al que sobreviene un trastorno profundo; 2) exige diagnóstico y acción terapéutica bajo un marco de riesgos e incertidumbre, lo que incluye un eventual conflicto de interpretaciones; 3) se desarrolla en el vértigo de un desenlace dramático: la disolución irreparable o la restitución. En estos ámbitos la crisis es potencialmente cíclica, pero antes del uso moderno el término registra otro momento formativo cuando es tomado por la escatología cristiana, relacionada con el juicio final. Este giro modifica el desenlace abierto de la situación en función del criterio e intervención humana por el de un juicio superior al conjunto que será definitivo e inapelable. El trastorno y la incertidumbre se introyectan a la conciencia o espíritu, la crisis caracteriza ahora un proceso subjetivo.
A partir de la modernidad europea, estos aspectos de diagnóstico y terapéutica, justicia y destino se irán alternando en énfasis para producir una escalada de extrapolaciones a todo tipo de ámbitos –económicos, políticos, psicológicos–, para finalmente reunirse y alcanzar intensidad máxima cuando la idea tome un sentido histórico-filosófico global. En el pensamiento iluminista y burgués del siglo XVIII, aquel que resitúa el imaginario utópico en el futuro y trae la consigna del progreso ilimitado, ya se habla de crisis de las instituciones, la filosofía y la civilización, lo que indica ineficacia o desconfianza en los sistemas de mediación heredados para organizar la comprensión y prospectiva del mundo. Esta tendencia hacia la negatividad y las crisis se asimila como un mecanismo positivo para el desarrollo histórico. Aparece la perspectiva de que las crisis ayudan al extrañamiento de las narrativas conservadoras de toda normalidad y a la renovación impetuosa de las corrientes de ideas, lo que permite liberar la conciencia a la experimentación con otros lazos entre lo individual y lo grupal, y entre lo grupal y el entorno. En su manifestación histórico-global, las crisis aparecen como el síntoma natural de un ideal de progreso que, sujeto a la crítica epistemológica como factor de superioridad racional, herramienta constructiva de comunidad y método terapéutico total, expulsa de su conciencia residuos irracionales profundos hasta alcanzar una autonomía final, un círculo virtuoso entre control irrestricto de la naturaleza y desarrollo material y civilizatorio. Esta dinámica constituye un mito de origen para la experiencia histórica que es la modernidad europea. Por ello, la crisis constituye un rasgo fenomenológico intrínseco de la cultura moderna, no solo experimentable en las distintas esferas de la vida, sino también, especialmente bajo su asociación con “ambiente”, como crisis de la propia modernidad.
Insignificante en la agenda internacional hasta la primera mitad del siglo XX, el concepto de “ambiente” se convierte en uno de los más recurrentes hacia la segunda mitad del siglo XX potenciado por su asociación con crisis. También ambiente registra una gran variedad de usos. En un sentido genérico (próximo al significado del latín ambiens, del verbo ambire, rodear) el término designa aquello que rodea a alguna cosa, con o sin intención. En las acepciones técnicas-científicas, designa relaciones ecosistémicas entre elementos bio-geo-físicos (incluyendo o no elementos artefactuales o culturales) que permiten el buen desarrollo de la vida local; en su extremo es la totalidad envolvente de esos ecosistemas que posibilitan el desarrollo de la vida global o la autorregulación planetaria (siendo equivalente a biósfera o a sistema-tierra). Cuando ambiente se asocia a crisis global, toma además otras connotaciones, provenientes de una transformación radical en la percepción del planeta como entorno de agencia humana dada en los últimos ciento cincuenta años.
Si antes del siglo XIX ambiente designa las constantes naturales externas que afectaban la variación cultural y social, a partir del nuevo milenio la noción sufrió el impacto del recambio teórico en el pensamiento biológico y económico-político, especialmente de un particular diálogo entre ambos. Este se puede ejemplificar a través de dos teorías. La de Malthus, quien sugiere con novedoso pesimismo que la naturaleza puede producir alimentos a una tasa máxima, que el crecimiento poblacional tendía a excederla y que no respetar los límites naturales al desarrollo social igualitario produciría miseria sistemática. Y la de Darwin, que erradica el finalismo de la historia natural, pasando de un orden necesario e inalterable a uno dinámico y contingente y de una aptitud humana potencialmente irrestricta a una restringida biológicamente. La innovación es que el proceso económico está globalmente atado al biológico bajo una lógica menos de abundancia que de escasez sistémica, y que el impacto humano en la naturaleza podía ser negativo, considerable e irreversible. “Ambiente” ya significa un sistema de interacciones más bidireccionales entre lo social y lo natural, sujeto a un balance frágil del que depende el desarrollo de una población. En este contexto aparece el principio de la ecología y del ecologismo, ya en vertientes más iluministas o romanticistas, ya orientadas a poner el foco en los parámetros naturales o en los sociales como limitantes del desarrollo.
Estas tendencias se acentúan hacia mitad del siglo XX e ingresan con otra fuerza en el imaginario popular. Hasta este momento la cronología y fuerza del cambio humano parecían insignificantes en comparación con la cronología y fuerza del cambio geológico. Los años que siguen a la Segunda Guerra Mundial alteran esta percepción: en el período llamado “La Gran Aceleración” se producen aumentos exponenciales en los niveles de uso de combustibles fósiles, de consumo y crecimiento poblacional, y de agotamiento, contaminación de recursos, y extinción de biodiversidad. En el proceso de mundialización económica y de escalada nuclear que siguen a la guerra mundial surgen los primeros organismos de regulación internacional, inaugurando una discursividad unificada sobre lo global y sobre “el” ambiente planetario. Se produce una inversión de escalas: la Tierra, antes pletórica y todopoderosa, se torna “pequeña, frágil, agotable y posible de ser destruida por las propias acciones humanas” (Estenssoro, 2014). Es recién cuando se percibe que la acumulación de transgresiones irreversibles y a escala global en la relación pueden comprometer la continuidad del desarrollo civilizatorio, que el concepto de “crisis ambiental” comienza a circular en el discurso. El término es inicialmente popularizado en el contexto geopolítico de la Guerra Fría, avivado por una ascendente corriente neomalthusiana de las élites capitalistas que cuestiona la política de estímulos económicos a los países “subdesarrollados”, luego contraargumentado desde el sur global, señalando que los límites percibidos eran menos “naturales” que “sociales”: la naturaleza alcanza, lo que es insostenible es la lógica mundial de distribución y “desarrollo”.
De este modo, ambiente se torna expresión de una relación de interdependencia metabólica entre agentes y entornos vista siempre desde algún parámetro de funcionalidad y control. Toda representación del ambiente es entonces, tácitamente, el reflejo de un proyecto previo y, por lo tanto, de la posicionalidad de un sujeto en relación con su entorno objetivado, sus líneas de acción, y el modo de regulación de esa relación que la estabiliza en el tiempo (Harvey, 2018). Por eso la crisis ambiental global no es un síntoma de la destrucción de la naturaleza externa, sino del “mundo” que creamos a través de ella. La fuerza de la crisis obliga a las posiciones en conflicto a asumir una mirada crítica y a largo plazo, donde un mundo proyectado se resuelve en dependencia metabólica con otros seres y cosas, y también al pasado a largo plazo, buscando entre los modos históricos de regulación de estas dependencias el “clavo dorado” que marque el origen de la ruptura.
Se puede caracterizar ahora la estructura hermenéutica básica de la “crisis ambiental”, según la encadenación de sus respectivos campos semánticos: a) de la percepción de empeoramiento en las condiciones bio-geo-fìsicas para el desarrollo de proyectos de vida, bienestar y justicia, y de falla en los mecanismos de regulación asociados, se define un estado de normalidad; b) de la representación de la Tierra como sistema escaso y relativamente cerrado, se interpretan límites o puntos de inflexión sistémicos desde los cuales se caracteriza la situación presente como una de transgresión; c) del enfoque epistemológico del sistema como uno interactivo, complejo y sujeto a incertidumbre, se presenta el desenlace como parcialmente abierto y evitable, exponiendo alternativas de futuro diametralmente opuestas y, por acción u omisión, la inevitabilidad de decisiones urgentes; d) de la situación de responsabilidad y posicionalidad respecto a la decisión se genera una imbricación entre el diagnóstico (relación social con la naturaleza) y el criterio terapéutico (enfoque de sostenibilidad).
Si a esto se agregan otras claves de interpretación, la crisis ambiental toma escala histórico-filosófica al formar entre las perspectivas dispersas o antagónicas un vector de convergencia hacia comunidades de destino. Esencial a esto es que e) los sistemas ecológicos terrestres, así como los epistémicos y decisionales que los representan, se interconectan y retroalimentan entre sí; f) entre los desenlaces posibles se encuentra el colapso de las redes de soporte de muchos “mundos” culturalmente existentes, o de la supervivencia humana en general; g) la intensificación de efectos negativos e incertidumbres en la relación con la naturaleza es un subproducto de la intensificación de una racionalidad social dominante dirigida a controlarlos y reducirlos (en el marco de la modernidad cultural, la crisis ambiental se expresa también como crisis socio-técnica).
Muchas inversiones sobre las categorías de normalidad marcan la creciente irrupción de esta estructura, lo que deja entrever el carácter del Antropoceno. Basten dos: una hermenéutica, cuando en la conversación mundial de alternativas el “ambiente” deja de ser la forma de designar relaciones locales y particulares con la naturaleza externa y la “naturaleza” occidental pasa a ser una forma particular de entender relaciones ambientales (mejor traducibles, por ejemplo, al ixofij mogen mapuche o al huanjing chino); otra ontológica y epistemológica, cuando los humanos (los ambientados) se vuelven simultáneamente ambiente (“ambientantes”), lo que genera “un cada vez más ambiguo ambiente, que ya no sabemos dónde está en relación con nosotros, ni nosotros con relación a él” (Danowski y de Castro, 2019: 43).
Danowski, D. y de Castro, V., (2019) [2014]. ¿Hay mundo por venir?: Ensayo sobre los miedos y los fines. Buenos Aires: Caja Negra.
Estenssoro Saavedra, F. (2014). Historia del debate ambiental en la política
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Svampa, M. & Viale, E. (2020). El colapso ecológico ya llegó: Una brújula para salir del (mal)desarrollo. Siglo XXI: Buenos Aires
Wang, T. (2014). “A Philosophical Analysis of the Concept of Crisis”. Frontiers of Philosophy in China, 9(2), 254-267.
Animalismos, Buen vivir, Capitaloceno, Cero neto para 2050, Chthuluceno, Cosmopolítica, Equidad intergeneracional, Extinción, Extractivismo, Futuro ancestral, Historia natural, Naturaleza (relaciones sociales con la), Neoliberalismo, Plantacionoceno, Poscapitalismo, Tecnoceno, Ubuntu, Violencia lenta
Universidad Nacional de San Juan
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0001-9260-3340
Desde fines del siglo XX irrumpe “la cuestión de la animalidad” en múltiples producciones teóricas, activistas y artísticas. El “giro animal” tiene su punto de partida en los movimientos de liberación animal desplegados desde los años setenta y en las posiciones antiespecistas de Richard Ryder, Peter Singer y Tom Regan, así como en los ecofeminismos vegetarianos de Carol Adams y Josephine Donovan. Asimismo, en la filosofía continental, la crítica a las nociones de “humano” y de “sujeto”, iniciada a fines del siglo XIX por Nietzsche, trajo como efecto la necesidad de desplazar las distribuciones jerárquicas sobre lo viviente. En este sentido, el descentramiento de lo humano ha supuesto que las reflexiones sobre lo animal se ubiquen en un lugar central. Los conceptos de animot de Jacques Derrida, de “devenir-animal” de Gilles Deleuze y Felix Guattari, de “especies compañeras” y “alianzas multiespecies”de Donna Haraway, entre otros, son apuestas por afirmar la variabilidad de los cuerpos, más allá de los umbrales entre lo humano y lo no humano. A este itinerario se suman intervenciones de América Latina, orientadas a denunciar los modos en que humanismo colonial implementó la animalización como recurso para delimitar fronteras entre vidas que merecen ser vividas (las humanas) y vidas que se condenan a muerte (las animales).
Además, las recientes discusiones en torno a la Sexta Extinción Masiva de Especies, el Antropoceno, el Capitaloceno y el Plantacionoceno, han llamado la atención sobre las nefastas consecuencias del cambio climático a nivel global, el cual arrasa con la vida de los animales “silvestres”, mientras la expansión de la frontera agrícola induce un proceso descomunal de producción de vida-para-la-muerte de los animales “domésticos”. Es precisamente la industria ganadera una de las principales causas de la deforestación, de la escasez de agua, del deterioro de la capa de ozono y de la pérdida de biodiversidad. Más aún, la escalofriante proliferación de incendios forestales en múltiples puntos del planeta es el resultado de necropolíticas que se han tornado un riesgo incalculable, hoy más que nunca, para las condiciones de habitabilidad y diversificación de las formas de vida. El “giro animal” es entonces el punto de articulación de una serie de interrogantes y desplazamientos que han puesto en crisis el modelo normativo del Hombre y con ello la violencia epistémica, política y ética que le es característica.
En este panorama, los animalismos constituyen una amplia variedad de discursos, prácticas y luchas ético-políticas dirigidas a combatir el especismo y a defender a los demás animales. El término “animalismos”, usado sobre todo en Latinoamérica y España, proviene de los activismos, a diferencia de lo que ocurre con el concepto de “antiespecismos”, que ha pasado del mundo intelectual anglosajón a los activismos y a la sociedad en general. El animalismo se ha escindido históricamente en dos grandes vertientes: abolicionista y bienestarista. La primera está asociada al Movimiento abolicionista de liberación animal y se distingue del bienestarismo en que su objetivo es suprimir, en lugar de reformar, la dominación animal, lo cual implicaría la constitución de formas de vida no especistas (González y Ávila, 2022). Por eso, los animalismos también nombran aquellas acciones y campañas que buscan liberar a los animales no humanos del cautiverio, así como denunciar, a través de acciones gráficas y manifestaciones, su situación de explotación. Algunas de estas acciones las llevan a cabo de forma anónima o a través de rescates abiertos. Sin embargo, esta definición tan general no hace justicia a las disputas internas que los animalismos, los antiespecismos y los movimientos por la defensa de los animales han experimentado en los últimos tiempos. Porque existen múltiples controversias acerca de cómo se entiende el especismo, la liberación animal, el veganismo y las relaciones que se pueden establecer con otras luchas políticas.
Inicialmente, la noción de especismo fue acuñada por Ryder en 1971 para describir un prejuicio injustificado contra los demás animales basado en la supuesta superioridad de la especie humana. Posteriormente, aparecieron los libros Animal Liberation (1975), de Singer, y The Case for Animal Rights (1983), de Regan, que defendieron varios de los objetivos de los activismos por la liberación animal. También se desarrollaron algunas organizaciones estadounidenses como PETA, In Defense of Animals y Farm Sanctuary. Paralelamente, surgieron organizaciones abolicionistas antiestatistas, como Animal Liberation Front (ALF), fundada en 1976. En Animal Liberation, Singer retomó la definición de especismo, al tiempo que sostuvo que la liberación animal es una extensión lógica de otras luchas políticas, como el feminismo y el antirracismo. Para ello, defendió la noción de sintiencia como criterio de consideración moral: cualquier individuo, humano o no, que pueda experimentar placer y dolor tiene interés en no sufrir y en acceder a eventos placenteros. El especismo sería entonces una forma de discriminación injustificada, porque favorece arbitrariamente los intereses de los miembros de la especie humana, en contra de los intereses de los demás animales. Esta perspectiva ha permeado a las luchas animalistas dominantes o hegemónicas (Ávila, 2022), las cuales buscan abolir el status de propiedad de los animales y defienden el veganismo, entendiéndolo como el rechazo a consumir productos de origen animal. Además, dicho enfoque ha tenido un gran impacto en agrupaciones latinoamericanas como Voicot, Animal Libre, Santuario Jaulas Vacías, Igualdad Animal (esta última de carácter internacional), entre muchas otras.
Ahora bien, desde su formulación, el término “especismo” ha sufrido una serie de desafíos y desplazamientos. Inicialmente, los feminismos antiespecistas cuestionaron la propuesta de Singer por su excesivo racionalismo (Adams, 1990), mientras que, más recientemente, desde la teoría crip y los estudios críticos de la raza, se ha denunciado su desconocimiento sobre el capacitismo (Taylor, 2017), el racismo y la colonialidad (Ko, 2023). El problema que ven dichas teorías es que, al concebir la noción de especismo de manera abstracta, la pretensión de construir alianzas con otros movimientos sociales se ha basado en la idea de que la violencia hacia los demás animales es el resultado de análogos “prejuicios irracionales” (Calarco, 2020). Frente a dicha concepción, los “animalismos situados” (Ávila, 2022) han detectado la insuficiencia de pensar al especismo como una forma de discriminación individual porque se omite su carácter estructural y los modos en que se conecta y refuerza con otros sistemas de opresión. En su lugar, algunas perspectivas han propuesto entender el especismo como un orden global de dominación, un dispositivo de precarización inducida (González y Ávila, 2022), una ideología (Nibert, 2002), una forma de opresión o violencia estructural (Oliveira, 2021; Cragnolini, 2021), e incluso se ha argumentado la necesidad de sustituir el término especismo por la noción de antropocentrismo (Calarco. 2020). En cualquier caso, estos enfoques dejan en claro que la opresión animal no puede entenderse desde una mera elección voluntarista, sino que se trata un orden sistemático de dominación que conjuga instituciones (zoológicos, granjas industriales, bioterios), campos de saber y técnicas que re-producen la dicotomía jerárquica humano-animal, legitimando la explotación, sujeción y subordinación de los demás animales.
Cabe precisar que, a diferencia del animalismo hegemónico, estos enfoques sostienen que el especismo nunca ha privilegiado a la “especie humana” en su conjunto, sino que el resultado de su distribución jerárquica ha sido la ubicación dominante de cierto modelo de lo Humano: el varón cisgénero blanco, adulto, heterosexual, del norte global, capaz y neurotípico. En este sentido, la dominación animal reproducida por el orden especista atañe también a los seres humanos históricamente animalizados y a lo considerado como animal en el ser humano. Porque la “animalidad” ha sido un lugar bajo el cual se han clasificado todos aquellos cuerpos y formas de vida definidas como apropiables y disponibles, a saber, mujeres (cis y trans), hombres trans, maricas, travestis, travas, personas negras, latinas, empobrecidas, campesinas, lesbianas, cuerpos no binarios, intersex, trabajadoras sexuales, cuerpos gordos, indígenas, personas crip, neurodivergentes, y a todos aquellos deseos y comportamientos que no responden a las normas hegemónicas definidas por la matriz moderno-colonial. De modo tal que el especismo sostiene la explotación, la exclusión, el exterminio y el usufructo sistemático de todos los cuerpos marcados como “animales”, es decir, de aquellas corporalidades que, al no responder a la normatividad humana, quedan excluidas de las protecciones legales, culturales y materiales que gozan quienes sí son reconocidos como sujetos legítimos, reales y valiosos. Por tanto, la pregunta por el especismo no puede disociarse de un abordaje crítico de los dispositivos cisheteropatriarcales, capitalistas, coloniales, racistas y capacitistas. Además, estos enfoques proponen que el especismo debe analizarse y desmantelarse de manera histórica y localizada: ¿cómo se ejerce?, ¿cómo se sostiene y legitima?, ¿cómo sería posible abolirlo?
Mostrar que el especismo es un orden de dominación, consistente en un conjunto de relaciones históricas y modificables, apunta a discernir grietas y zonas de resistencias, de modo tal que formas alternativas de vida se tornen posibles. Aquí emerge otro punto de distancia entre el animalismo hegemónico y los animalismos situados sobre cómo entienden los modos de enfrentarse a la dominación animal y, por ende, la forma en que conciben al veganismo. En el primer caso, el veganismo es entendido como una identidad o estilo de vida asociada al no consumo de productos de origen animal. No obstante, al entenderlo de este modo, los debates se limitan a reflexionar sobre la accesibilidad de productos veganos en las sociedades de consumo capitalistas. Tales narrativas son problemáticas porque desconocen las desigualdades estructurales y desplazan la responsabilidad ética hacia el individuo. En el segundo caso, los animalismos situados entienden a los veganismos (en plural), ya no como una forma de consumo, sino como un conjunto de prácticas, multisituadas y heterogéneas, orientadas a la configuración de formas de vida alternativas y antagónicas al especismo (Ávila, 2022). Para esta perspectiva, la liberación animal no supondría una forma de temporalidad lineal diseñada por un sujeto humano, sino que aludiría a las múltiples potencias que acechan el presente, que pueden desplazar y abolir las relaciones de dominación especistas. La cuestión no es, entonces, decretar un futuro “vegano” homogéneo a alcanzar, sino de pensar cómo las prácticas veganas apuntan a liberar a los demás animales de “un orden establecido que les ha impedido constituir sus propios mundos, sus propias relaciones, sus propios devenires, alegrías y pasiones” (Calarco y Caffo, 2012).
Siguiendo a Matthew Calarco (2012), las prácticas veganas definidas en este último sentido, no solo se orientan a reconfigurar los hábitos alimentarios, sino que deben implicar una reflexión sobre el transporte (piénsese en la fragmentación del hábitat y la muerte masiva de animales en rutas), la utilización de la energía (el uso de los combustibles fósiles es perjudicial para el hábitat de los animales), la arquitectura antropocéntrica de las ciudades, la producción de residuos, el uso del agua y las relaciones cotidianas con las llamadas “especies de compañía”, etc. Pero tales cambios a nivel estructural solo serán posibles si los antiespecismos establecen articulaciones y alianzas con otros movimientos antiopresión. Por esta razón, los animalismos situados además de hallarse comprometidos con defender al resto de los animales, deben cuestionar los procesos de animalización de múltiples cuerpos que no cumplen con el patrón de humanidad propuesto por el humanismo europeo. En este sentido, existen animalismos anticapitalistas, queer, trans*, anticapacitistas, decoloniales, indígenas, antirracistas y negros que proponen ópticas más amplias para abordar las tramas complejas que vinculan al especismo con la colonialidad, el racismo, el capacitismo, el capitalismo, el gordo-odio y el régimen heterocisexual. Tales veganismos y luchas antiespecistas acontecen dentro y fuera de la academia, en iniciativas como el “Movimiento Afro Vegano” de Brasil, en grupos vegananarquistas (Davidson, 2021), en algunas organizaciones argentinas como Feminismo Antiespecista Interseccional, Resistencia Antiespecista, Lo animal es político, Tortilleras por la extinción, entre muchas otras organizaciones, colectivos y movimientos. También se han desplegado en producciones académicas como la Revista Latinoamericana de Estudios Críticos Animales, la revista Animula y la publicación Animales & Sociedad del Centro de Estudios Abolicionistas por la Liberación Animal (CEALA).
Por último, es preciso notar que la reivindicación de “la animalidad” ha surgido en algunos activismos como un punto de encuentro no identitario para trazar alianzas entre minorías políticas. En efecto, si la animalidad ha sido objeto de disciplinamiento y de control por parte de la máquina humanista, y si además múltiples cuerpos no-normativos han sido ubicados del lado de lo animal, entonces, uno de los mayores desafíos es apostar por políticas (múltiples y heterogéneas) que se orienten a reivindicar esa vulnerabilidad animal como una instancia alternativa para pensar la articulación colectiva. El reconocimiento de esta vulnerabilidad quizá pueda devenir una potencia de encuentro afirmativa, para imaginar otras formas de espacios de lo común, en los que se desplace el dispositivo de lo humano: su producción especista, racista, capacitista y cisheteropatriarcal. Es en esas apuestas por alianzas multiespecies que tal vez sea posible configurar apuestas ético-políticas que enfrenten las jerarquías diferenciales sobre las formas de vida, abriéndose al porvenir de los animalismos.
Adams, C. (1990). The Sexual Politics of Meat. A Feminist-Vegetarian Critical Theory, Bloomsbury Academic.
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Ambiental (crisis), Capitaloceno, Chthuluceno, Cosmopolítica, Equidad intergeneracional, Extinción, Historia natural, Naturaleza (relaciones sociales con la), Plantacionoceno
Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe
Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0001-5187-104X
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0001-5867-7418
En años recientes, el concepto de archivo se ha transformado en una preocupación central de las ciencias sociales y las humanidades. Sin embargo, si miramos la profusa cantidad de diccionarios y léxicos publicados durante las dos últimas décadas, notaremos la ausencia de entradas dedicadas a la voz. La omisión no parece adecuada, dado que el término se ubica en el centro mismo de la actividad de investigación, en lo que respecta tanto al aspecto material del archivo (repositorio de datos a ser analizados), como al acto de archivar en tanto modo de dejar una marca hacia el futuro (y esto no solamente en el ámbito de la investigación sino también en el de la justicia restaurativa). El interés por el archivo como enlace inexorable entre pasado y futuro adquiere nuevas facetas y posibilidades con las múltiples maneras de archivar y de crear archivos personales y comunitarios que permiten las nuevas tecnologías. El recorrido de lo analógico a lo digital, así como las múltiples alternativas que se ofrecen y amplían día a día, han hecho del acto de archivar y de la reflexión sobre qué constituye un archivo áreas fundamentales de la investigación académica y de la gestión cultural y social.
Según Arthur Leavitt, el término archivo surge de la raíz indo-europea APX y, de acuerdo con Jacques Derrida, del término griego arkhé que “nombra a la vez comienzo y mandato” (1997: 6). En este origen ya se incluyen las dos interpretaciones más contemporáneas del término archivo: aquello que da origen a un campo (disciplinar, geográfico, simbólico) y la directiva de guardar, ordenar y crear jerarquía y linaje. El archivo produce un efecto de domiciliación, de ubicación espacial del conocimiento y de soporte. En la cultura occidental, la pulsión por archivar se puede rastrear hasta los pueblos más antiguos –egipcios, asirios, hebreos, fenicios– y aparece de modo más sistemático en Grecia y Roma. Sin embargo, el modo en que conceptualizamos actualmente el archivo está muy imbricado en los procesos de expansión imperial europea en los que surgen los paralelismos entre escritura y organización de información y empresas de cartografiado y colonización.
Desde fines del siglo XVIII, los archivos se desarrollan por impulso y decisión de los Estados que cuentan con la capacidad para custodiarlos, organizarlos y administrarlos. Así, los archivos de Estado se comprenden como “fuente de poder”. A partir de la caída del Antiguo Régimen y el inicio del siglo XIX, se da inicio a una etapa de creciente desarrollo de la práctica archivística en la que, además de la dimensión de poder, los archivos comienzan a tener una relevancia para la investigación histórica. En ese marco, se producen transformaciones en las formas de comprender los archivos que terminan por delimitar el surgimiento de la disciplina específica de saber, la archivística, con sus procedimientos sistematizados, sus técnicas y su teorización.
Para Michel Duchein, uno de los clásicos historiadores de esta “ciencia”, el principio teórico rector de la práctica es el del “respeto de los fondos”, elaborado por Natalis de Wailly en 1841. Este principio, conocido también como el “principio de proveniencia”, se basa en “reunir los documentos por fondos” –de allí, el concepto de “fondos de archivo”—. Esto implica “reunir todos los títulos, todos los documentos que provienen de un cuerpo, de un establecimiento, de una familia o de un individuo, y disponer según un cierto orden los diferentes fondos” (1976: 10). Los documentos, a diferencia de un “objeto de colección” o de “un legajo administrativo”, devienen tales en la medida en que se los somete a una operación específica: de interpretación, de orden y catalogación y, en consecuencia, adquiere una relación con un conjunto determinado. En síntesis, la clásica idea de archivo se vincula a la organización, serialización y conservación de documentos según este principio rector, pero también a la institución que los administra y a su localización física específica.
Durante el siglo XIX y principios del XX, estos archivos históricos adquieren cierta autonomía respecto de los clásicos repositorios estatales. Se convierten en espacios destinados a un oficio fuertemente atravesado por las normas generales de la institución y de su práctica y realizado por un pequeño número de personas provenientes de una élite ilustrada. A partir de los años treinta del siglo XX, en el contexto de la conformación de la sociedad de masas, los archivos comienzan a concentrar la atención de otras personas y saberes no vinculados al campo disciplinar. Desde el arte, la crítica cultural y la sociología se empieza a ver en la práctica un interés por sus fundamentos teóricos y epistemológicos, así como por sus procedimientos. De acuerdo con esta perspectiva, los archivos se consideran un elemento clave del ámbito de la cultura, o de la “acción cultural” (Duchein), y del patrimonio de una sociedad. Esto posibilita una ampliación en sus usos y una extensión en sus disciplinas, como el caso de El libro de los pasajes, de Walter Benjamin, o del Atlas Mnemosyne, de Aby Warburg. Este último precisamente pone en evidencia un modo singular de comprender el archivo a partir de la creación de un “dispositivo visual” que organiza y almacena una serie de imágenes asociadas a la historia del arte y la cultura global, no solo occidental (Guasch, 2011).
Hacia los años sesenta, el concepto de archivo experimenta una reapropiación novedosa que modifica el paradigma clásico señalado. Michel Foucault propone una noción que no se delimita por su localización ni por su procedimiento específico, sino por el conjunto de condiciones de posibilidad para que surjan los enunciados de una sociedad. En la Arqueología del saber, lo define como “la ley de lo que puede ser dicho, el sistema que rige la aparición de los enunciados como acontecimientos singulares” (2011: 170). Esta conceptualización no ignora las clásicas acepciones asociadas a la fuente de poder, a la institución que los resguarda o al oficio específico, sino que se orienta en una dirección que permite redefinir los límites y las formas de decibilidad, de conservación y de la memoria de una sociedad determinada (Castro, 2004). De esta manera, Foucault se aleja de una noción general, neutral o positivista para atender efectivamente lo que puede ser dicho y lo que no, lo que puede ser escuchado y recordado, y lo que no.
A partir de entonces, aparecen nuevos abordajes respecto a cómo considerar y trabajar con los archivos. Entre ellos, los abordajes propuestos por las historiadoras Arlette Farge (1989) y Carolyn Steedman (2002) o por Ann Cvetkovich (2003) y Sara Ahmed (2015). Estos nuevos enfoques permiten acercarse a la práctica de archivo y recuperar otras dimensiones relevantes –aunque desatendidas en las acepciones clásicas–, como las dimensiones afectivas, corporales y experienciales.
A partir de los años ochenta, con lo que se ha denominado el giro memorialístico, la noción de archivo comienza a vincularse fuertemente con los procesos de memoria y de elaboración de pasados violentos y traumáticos. La recuperación democrática luego de las dictaduras cívico-militares y el terrorismo de Estado en los países del Cono Sur y América Central ponen en evidencia la importante tarea de recuperar, organizar y conservar la documentación producida durante esos años para contribuir al esclarecimiento y juzgamiento de las violaciones a los derechos humanos. En ese marco, aparecen los “archivos de la memoria” y los “archivos de la represión”, vinculados al ejercicio de inteligencia de las fuerzas de seguridad durante los regímenes represivos (Kahan, 2007; Da Silva Catela, 2002). En ese contexto, también se construyen archivos impulsados por las comisiones encargadas de investigar los procesos de violencia estatal y aportar pruebas en los juicios por crímenes de lesa humanidad. Los organismos de derechos humanos y otras instituciones de la sociedad civil comprometidas con las demandas de memoria, verdad y justicia también conforman archivos a partir de la documentación producida durante los años de la represión, de la transición y durante los períodos democráticos. En algunos de estos casos, los archivos se conforman siguiendo los parámetros clásicos de la archivística, sobre todo, aquellos dispuestos principalmente para la consulta y la investigación histórica. En otros, los archivos se producen a partir de paradigmas contemporáneos que toman aportes de otras disciplinas, como las artes o la museística. En estos últimos, específicamente, la función principal es la de contribuir a la construcción de sentido sobre la memoria del pasado traumático. En general, se producen en articulación con el establecimiento de sitios de memoria.
En los últimos años, ha habido indagaciones originales sobre cómo el archivo presenta posibilidades de futuro. Javier Guerrero, por ejemplo, propone que a través del archivo “el cuerpo autoral escribe después de perecer” (2022: 9) por lo que la obra de un/a autor/a no termina con su muerte sino con posibles lecturas alternativas de los archivos personales. Por otro lado, el arte ha usado metodologías archivísticas para crear obras que pueden ser consideradas en sí mismas archivos, como es el caso de la artista chilena Voluspa Jarpa. En esta línea, Mónica Szurmuk y Alejandro Virue han propuesto que la literatura puede funcionar como archivo hospitalario que resguarda lo que todavía no se puede articular. El rol del crítico sería develar a través de una lectura eso que está latente en el texto. El archivo es el lugar privilegiado donde desde el presente se articula la relación entre el pasado y el futuro. Vivimos en un presente que produce archivo de manera inédita, a través no solo de la legitimación de los archivos oficiales e institucionales, sino también a través del flujo de información en redes sociales, la realidad aumentada y los archivos digitales de diferentes tipos. Como señala Gabriella Giannachi, “usamos el archivo para revisitar el pasado en el presente, y así reescribir nuestra presencia, como otrxs, acercándonos a lo aún no vivido en el presente, subvertir nuestro pasado, y a la vez, diseñar futuros posibles” (2016: 183).
Ahmed, S. (2015). La política cultural de las emociones. México: UNAM.
Castro, E. (2004). El vocabulario de Michel Foucault. Un recorrido alfabético por sus temas, conceptos y autores. Bernal: Universidad Nacional de Quilmes.
Cvetkovich, A. (2003). An Archive of Feelings: Trauma, Sexuality, and Lesbian Public Cultures. Durham: Duke University Press Books.
Da Silva Catela, L. (2002). Los archivos de la represión: Documentos, memoria y verdad. Buenos Aires: Siglo XXI.
Derrida, J. (1997). Mal de archivo. Una impresión freudiana. Valladolid: Trotta.
Duchein, M. (1976). “El respeto de los fondos en archivística”. Revista del Archivo General de la Nación. N°5, Año 5, pp. 7-32.
Farge, A. (1989) La seducción del archivo. Valencia: Editorial Institucio Alfons El Magnanim.
Foucault, M. (2011). La arqueología del saber. Buenos Aires: Siglo XXI.
Giannachi, G. (2016). Archive Everything. Cambridge: The MIT Press.
Guasch, A. M. (2011). Arte y archivo. Genealogías, tipologías y discontinuidades. Madrid: Akal.
Guerrero, J. (2022). Escribir después de morir. El archivo y el más allá. Santiago de Chile: Metales pesados.
Kahan, E. (2007). “¿Qué represión, qué memoria? El ‘archivo de la represión’ de la DIPBA: problemas y perspectivas”. Question, 1 (16). En Memoria Académica.
Steedman, C. (2002). Dust. The Archive and Cultural History. New Jersey: Rutgers.
Szurmuk, M. y Virue, A. (2020). “La literatura de mujeres como archivo hospitalario”. El taco en la brea. 7:1, 67-77.
Ver también
Crítica / poscrítica, Derechos humanos, Dignidad, Futuridad, No conocimiento, Presentismo, Transición digital
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0003-1724-1188
Arraigo alude al sentido de pertenencia a un lugar. Implica una relación específica entre pasado, presente y futuro, en la cual el sujeto percibe su pertenencia a un espacio a través del desarrollo de vínculos afectivos. De esta manera, evoca imágenes asociadas al tiempo y al espacio. En cuanto al tiempo, si bien lo que prevalece es el pasado –en tanto predomina lo ya conocido por sobre lo nuevo o lo desconocido– se apela también al presente, ya que el arraigo despierta un fuerte deseo de permanencia en el lugar que se habita, lo cual moviliza en varias ocasiones la acción colectiva para crear condiciones para el buen vivir. Así, el arraigo implica la proyección de la vida –futuro– en un espacio que aloja experiencias, vínculos, luchas. En tanto y en cuanto se trata de un término inherentemente geográfico, el arraigo apela también al espacio. De acuerdo con Yi Fu Tuan (2007), un espacio se convierte en lugar en la medida en que se establecen con él lazos afectivos basados en experiencias vividas que quedan guardadas en lo más profundo de la memoria y que, cada vez que son recordadas, producen una gran satisfacción. A este sentimiento agradable de pertenencia a un lugar, Tuan lo denomina “topofilia”. Construido de esta manera, el lugar se constituye como un verdadero hogar que se percibe al mismo tiempo como refugio, marco de referencia y contexto de identificación (Terkenli, 1995).
Etimológicamente, arraigar significa “echar raíces”. La raíz es lo que sustenta y nutre la posibilidad de continuidad de la vida que se encuentra aferrada a la tierra. Aquí entra otro elemento constitutivo del arraigo, que es la tierra. En el libro Desarraigo (2017), Pierre Bourdieu y Abdelmalek Sayad describen el vínculo de identificación que los campesinos argelinos desplazados y agrupados forzosamente durante la guerra de liberación tienen con su tierra, que se percibe como materia viva a la cual honrar. Independientemente de si se es o no propietario de esa tierra, la condición de su explotación tiene que ver con su proximidad. Así, para estos campesinos desplazados, el alejamiento de sus tierras se vive como una amputación física: “la forma esencial de vida del campesino es con raíces en su tierra, la tierra donde nació y a la que le ligan sus costumbres y recuerdos. Desenraizado, lo más probable es que muera en cuanto campesino, al morir en él la pasión que le hace campesino” (Bourdieu y Sayad, 2017: 146, destacado en el original).
En nuestro trabajo de campo realizado con pobladores rurales y campesinos de las provincias de Chaco y Buenos Aires, podemos percibir también la relación intrínseca entre arraigo/tierra/trabajo y vida.3 La tierra es percibida como el lugar en el cual y del cual se vive: “lo que crece en la tierra guarda la memoria de años de trabajo, es materia viva que retribuye el vínculo agónico pero vital entre el ser humano y la tierra” (Miano, Rotman, Heras, 2020: 395). El arraigo se constituye en la ligazón identitaria con la tierra que se habita. Al ser un vínculo afectivo amoroso entre el sujeto y su lugar, hay en esta relación un íntimo componente de fidelidad (Bachelard, 2000); se trata de un lugar que se distingue del resto. La percepción y valoración que se realiza sobre ese lugar requiere de una receptividad a la belleza del mundo circundante, al paisaje, a la exuberancia de la naturaleza.
Posterior a la Segunda Guerra Mundial, el término arraigo y su opuesto –desarraigo– tuvieron una gran relevancia en el campo de las ciencias sociales para describir el fenómeno de los desplazamientos poblacionales. A partir de la década de 1980, puede observarse que el término comienza a asociarse con diversos planes de desarrollo, con el objetivo de contrarrestar los movimientos poblacionales desde las zonas rurales hacia las grandes ciudades, como consecuencia de la concentración de la propiedad de la tierra, la libre movilidad del capital financiero y el despojo y acaparamiento de tierras. “En este camino éramos nueve familias, quedamos dos nomás” o “estas escuelas sirven para que por lo menos los chicos no se vayan tan pronto” son frases pronunciadas por la población con la que trabajamos que dan cuenta de la expulsión de los habitantes de las zonas rurales. Quienes se quedaron a vivir en el campo lo han hecho a través de una férrea elección y conociendo lo que se enfrentan: dificultades en el acceso a servicios básicos, incendios, inundaciones, fumigaciones con agrotóxicos, la rudeza del trabajo con la tierra, la falta de trabajo, la certeza de que quienes están hoy, mañana, posiblemente, no estarán porque habrán sido expulsados o se habrán visto forzados a dejar sus lugares.
Mientras que el desarraigo se relaciona con la nostalgia, definida como el dolor que genera la ignorancia de no saber más sobre un lugar añorado (Kundera, 2013), el arraigo se relaciona con la autodeterminación vinculada a la elección respecto de dónde y de qué modos vivir. La potencia del arraigo radica en esa ligazón afectiva e identitaria que lleva a cuidar el lugar habitado y a actuar junto a otros para crear mejores condiciones de vida. A estas alianzas, vínculos y articulaciones las hemos denominado “coaliciones”, interpretándolas como acciones políticas (Miano, Rotman y Heras, 2020) que buscan contrarrestar las condiciones de precariedad asociadas, sea al acaparamiento de tierras por parte de las clases hegemónicas, sea a conflictos ambientales generados por el avance de la agricultura predatoria, sea a otras modalidades de violencia de clase que también derivan en la expulsión de campesinos y trabajadores rurales de sus ámbitos de pertenencia.
Además de la geografía, el término ha sido trabajado por otras disciplinas tales como la psicología comunitaria, la sociología, la antropología y la filosofía. También ha sido referenciado en los estudios sobre refugiados, asilados y exiliados. En el marco del Programa Aprendizaje de y en Autogestión, específicamente en la línea de educación rural, trabajamos con escuelas de alternancia, y reflexionamos sobre el arraigo desde la perspectiva de la etnografía educativa. Para las familias que habitan en los ámbitos rurales, las posibilidades de dar continuidad educativa a las niñas y niños una vez finalizada su escolaridad primaria, se plantea como algo estrechamente relacionado con el arraigo. En la mayoría de los casos, el ámbito rural se presenta en un inicio como incompatible con las posibilidades de una trayectoria educativa completa (considerando que en nuestro país la escolarización obligatoria incluye tanto a la primaria como a la secundaria). En los territorios rurales, el par escolaridad/arraigo parece ser un dilema. Estas escuelas, al establecer la alternancia de los estudiantes en cuanto a la permanencia en la escuela y el hogar (por lo común, una semana en la escuela y dos en sus hogares), generan las condiciones para que las familias puedan permanecer en sus lugares, en vez de trasladarse a centros urbanos para poder acceder a la oferta de educación secundaria. Para estas escuelas, el arraigo no implica necesariamente quedarse a vivir en el campo, sino forjar ese sentido de pertenencia a lo rural y abrir las posibilidades para que el alumnado pueda elegir lo que quiere hacer en su futuro. Lo educativo se presenta así como una posibilidad de ir más allá de un destino prefijado para estas familias: “Mi papá tuvo que defender esta propuesta [educativa] en instancias provinciales, cosas que nosotros, en medio de donde estábamos, jamás habíamos ido tan lejos”. De esta manera, las escuelas de alternancia generan arraigo y también la posibilidad de “ir más lejos”, tal como lo expresan nuestros informantes, tanto en términos espaciales como vivenciales. De allí que la idea de arraigo no equivale necesariamente a quedarse a vivir en el campo, sino que puede forjar un sentido de pertenencia que permite una trascendencia. Arraigo no es solamente permanecer, es sobre todo pertenecer y abrir posibilidades, en este caso a través de lo educativo, para trascender un destino prefijado.
La manifestación del arraigo como vínculo que despierta nostalgia y melancolía cuando el sujeto se separa de ese lugar querido ha sido un tema recurrente en la literatura. En el cuento “Mi madre andaba en la luz”, de Haroldo Conti (1962), el personaje entra y sale de su casa natal imaginaria, reconstruida en el tiempo, unas mil veces durante el día estando frente a una máquina en una fábrica de papel, a cientos de kilómetros de su casa. A la distancia, el territorio natal es embellecido y se convierte en fuente de reminiscencias e imaginación. Sin embargo, el retorno a ese espacio atemporal es imposible porque el que vuelve ya no es el mismo, como tampoco lo son los espacios a los que se vuelve. Ahí está la trampa, según Sayad (1996), de la nostalgia que plantea el desarraigo: si bien es posible un retorno en el espacio, hay una imposibilidad de retorno en el tiempo. Siguiendo con ejemplos tomados del campo literario, en la novela La luna y las fogatas (Pavese, 1950), Anguila, el personaje central, regresa a su pueblo natal de las colinas del Piamonte en Italia luego de haber estado varios años en América y constata que familias enteras se encuentran mutiladas por la muerte asociada a la guerra partisana. La escritura de la novela está recorrida por una tensión constante entre el cambio y la permanencia. Anguila percibe que, al mismo tiempo que todo cambió, nada cambió. Esta imposibilidad de retorno al origen también está representada en la película de animación brasilera O menino e o mundo (El niño y el mundo) (2013), en la cual un niño parte de su entorno rural tras las huellas de su padre. La película genera un contraste de colores y ritmos entre la vida urbana e industrial a la cual se enfrenta el personaje y la calidez rememorada de su hogar natal.
En el contexto actual, una gran parte de la población es expulsada de su lugar de origen por motivos vinculados a la falta de trabajo, la guerra, el despojo, la violencia física, la degradación del ambiente, entre otros, como parte de una dinámica que algunos autores identifican como “desposesión continua” (Angus, 2014). Frente a esto, el arraigo, en cuanto proyección de la vida en un lugar y potencia colectiva para mejorar condiciones de vida, es un elemento para considerar en la construcción de futuros viables para la humanidad. Es una puerta de acceso para volver a un encantamiento de nuestro entorno que nos lleve a actuar y a cuidarlo conjuntamente. En tal sentido, la escuela puede ser –y lo es en algunos casos– un espacio de elaboración de la relación entre sujeto y entorno donde se fortalezcan los vínculos afectivos que ligan a las personas con los lugares que habitan.
Angus, I. (2014). “Continuing Dispossession: Clearances as Literary and Philosophical Themes”, Contours, núm. 4.
Bachelard, G. (2000). Poética del espacio. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
Bourdieu, P. y Sayad, A. (2017). Desarraigo. Buenos Aires: Siglo XXI Editores.
Conti, H. (1994). Cuentos completos. Buenos Aires: Emecé.
Kundera, M. (2013). La ignorancia. Buenos Aires: Tusquets.
Miano, A., Rotman, J. y Heras, A. I. (2020). “Vivir, educar y luchar en el campo. Acciones y coaliciones de pobladores rurales”. Revista Temas Sociológicos, núm. 27, 373-409.
Pavese, C. (2018). La luna y las fogatas. Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora.
Sayad, A. (1996). “El país al que nunca se llega”. El correo de la UNESCO, Vol. 49, 10-12.
Terkenli, T. S. (1995). “Home as a region”. Geographical Review, Vol. 85, núm. 3, 324-334.
Tuan, Y. F. (2007). Topofilia. España: Editorial Melusina.
Ver también
Alternativa, Autonomía, Buen vivir, Desterritorialización absoluta, Extractivismo, Frontera / límite, Hábitat, Resistencia, Violencia lenta, Ubuntu
3 Programa de Investigación Co(e)laborativa Aprendizaje de y en Autogestión:
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0002-0844-1682
La noción de autonomía se liga a autoras y autores que han producido investigaciones sobre procesos sociohistóricos donde se generan configuraciones y entramados políticos en relación con una fuerte lucha contra la dominación colonial (Rivera Cusicanqui, 1984; Gutiérrez Aguilar, 2011; Zibechi, 2007). Asimismo, y desde el pensamiento de Castoriadis (1993; 2007) definiremos aquí a la autonomía como proyecto.
Etimológicamente, el término autonomía proviene del griego (auto- lo que es propio de alguien o algo; nomos- la ley y, en sentido amplio, la organización que de esa ley se desprende). Vinculado a ese núcleo conceptual y también morfológico-lexical hay una serie de otros términos que –dentro del campo de la práctica filosófico-política de los referentes que hemos elegido (Francia y las Américas)– conservan una ligazón a la vez teórica y práctica. Nos referimos a procesos de autoafirmación, autodeterminación, autogobierno, autoeducación, autoorganización y autogestión documentados por Vieta y Heras (2022) en geografías distintas y diferentes temporalidades. Asimismo, en el mismo campo semántico, hay términos lexicalmente muy diferentes, pero conceptualmente afines a autonomía, tales como independencia y emancipación, los cuales se ligan, a su vez, con procesos de autodeterminación que, en su autoafirmación, construyen procesos autónomos: entre múltiples ejemplos posibles, podemos citar el estudio de Kenny (2018) sobre los quilombos y el de Gordon Nembrhard (2014) sobre las comunidades afroestadounidenses.
Además, el término tiene alcances en una variada gama de disciplinas académicas y prácticas humanas. En lo que respecta a disciplinas académicas, aparece con definiciones y usos diferentes entre sí en las áreas de psicología, historia, filosofía política, geografía, trabajo social, salud mental y economía. En cada disciplina, además, existe una genealogía específica del uso del término y algunos momentos históricos de redefiniciones, que no es posible detallar aquí. En lo que respecta a campos de práctica social, podemos indicar su uso en el cooperativismo de trabajo, en las cooperativas sociales, en las propuestas educativas comunitarias, en las posiciones de grupos etnolingüísticos específicos, entre otros campos de actuación, tal como lo hemos venido documentando e interpretando colectiva y colaborativamente en nuestro programa Aprendizaje de y en autogestión: la autonomía como proyecto.4 En todos esos campos y prácticas, el concepto cobra valor semántico singular de acuerdo con los contextos de uso, lo cual resulta importante de señalar. Sin embargo, un punto común es que pensar la autonomía como proyecto nos permite afirmar que todas las experiencias consideradas están en un ejercicio constante de cuestionamiento de los sentidos construidos (los instituidos). Un ejemplo: en varios de dichos procesos, el “sentido del trabajo” es puesto en discusión. En algunas cooperativas de la ciudad de Rosario, encontramos que esta interpelación los ha llevado a inventar prácticas que, dentro del sentido comúnmente naturalizado de lo que constituye el trabajo, no tienden a desarrollarse juntas (Heras, Burin y PRONOAR, 2022). Hemos interpretado que esos procesos se habilitan como posición intelectual, afectiva y discursiva, porque es posible poner de manifiesto y visibilizar los procesos instituyentes que esos colectivos van produciendo. Construyen así contenidos de filosofía política, que vinculan el trabajo y el goce de su fruto, con el disfrute y el buen humor, además de con el ejercicio de la equidad, la justicia, la libertad para pensar sin dogmas y la posibilidad también de volver a definir esos contenidos, tal como son elaborados situacionalmente en cada circunstancia y lugar. Dado que reconoce su posibilidad de autocreación y está en continuo movimiento, esta perspectiva de “proyecto” se define como inestable y reconoce su posible finitud. Desde esta posición, la autonomía no persigue un fin trascendente.
Con respecto a la conceptualización filosófico-política en distintos lugares de América, escrita en castellano, portugués e inglés, destacamos aquí el trabajo de activistas y pensadoras y pensadores políticos de vertientes distintas: pueblos originarios; criollos; europeos y afronorteamericanos, afro-luso americanos y afro-latinoamericanos. Estas vertientes tienen diferencias entre sí, pero también un punto común: el pensamiento se desarrolló en clave de lucha contra la opresión. Así, junto a la teoría, el cuerpo.
Esta tradición de pensamiento también se encuentra en lengua inglesa y portuguesa en situación de diáspora o en la escritura desde los márgenes. El eje central es el cuestionamiento de la “sociedad esclavócrata” (Ribeiro, 2017), aún vigente como estructura estructurante del pensamiento y la sociedad actuales. En esta tradición, la autonomía como proyecto político, epistémico y sociocultural es concebida como una continua lucha por identificar y además desterrar las dominaciones de género, lengua, percepción racial y de clase (Kilomba, 2010). En ese sentido, tomados todos juntos, estos cuerpos de literatura asumen un enfoque interseccional (Crenshaw, 1989), que da cuenta de las múltiples formas de dominación históricas y aún vigentes, y de las igualmente diversas y complejas resistencias a dicha dominación, que –como se viene explicando– vinculan con la noción de autonomía como proyecto, forma en que elegimos posicionarnos aquí. Decimos que estamos en presencia de autonomía en este sentido cuando se produce una transformación, que, sostenida por procesos de subjetivación política, conmueve las estructuras vigentes: sostiene una lucha política –singular en cada momento y lugar– para oponerse a algún proceso que es vivido como “dominante” y “de dominación” y a la vez propone un proyecto de sociedad distinta, con otros, colectivamente. Ribeiro, Kilomba y Crenshaw sostienen así una fuerte perspectiva decolonial.
Dado el estado de la política y la sociedad actuales, y dado que el mismo futuro de la vida en el planeta como lo conocemos hoy está bajo amenaza, resulta importante sostener una perspectiva acerca de la autonomía como proyecto que ponga de manifiesto sus relaciones con otros dos campos de práctica y conceptos, de modo que su definición semántica pueda enriquecerse al calificarse junto a ellos: interdependencia y cuidado del común y de los bienes comunes. De este modo, podemos afirmar que su teoría está enraizada en una práctica política que sostiene una crítica de la sociedad contemporánea para transformarla: autonomía como proyecto aquí quiere decir diferenciarse de lo heredado y naturalizado para dar lugar a una acción que sostenga la posibilidad de vivir de otro modo. A primera vista, puede parecer paradojal ligar la autonomía con la noción de interdependencia y el común: el matiz emancipatorio podría ser asociado más a un corte de los vínculos que a un establecimiento y promoción de los mismos. Sin embargo, argumentamos que, por el contrario, interdependencia, cuidado del común y autonomía como proyecto están ligados.
Para ello, ubicamos aquí un aporte de Silvia Rivera Cusicanqui (2015) acerca de la obra del cronista Waman Poma de Ayala (1534-1615) como un punto a considerar especialmente. Cusicanqui sostiene que la crónica es uno de los primeros documentos históricos donde la perspectiva de crítica a la dominación colonial se pone de manifiesto por escrito y en una relación con las imágenes que componen la obra, donde también se esbozan lineamientos teóricos con respecto a formas de vivir interdependientes y en el cuidado del bien común, que se distinguen, por oposición, de las formas inauguradas por la conquista y la colonización. Aquí, entonces, aparece una situación a destacar: en esta perspectiva el proyecto de autonomía es significado como independencia o emancipación de una dominación de muerte, y es así reconceptualizada como otra forma de vivir, no vinculada a la explotación, que precisa de la interdependencia y el sostén del común. En estos sentidos, el común es –ni más ni menos– que el planeta, y su cuidado exige pensarnos como humanos en relación con los más que humanos. Sin vida no hay proyecto posible.
Las posibilidades de vida del planeta como lo conocemos vienen poniéndose en entredicho desde hace muchas décadas. Lo que podría ser hoy diferente, de cara al futuro, es que ya no es posible asociar de modo acrítico nuestra forma cotidiana de vivir con un progreso sin fin. Por eso podemos aquí destacar otro aporte del pensamiento en clave de autonomía como proyecto vinculado al marco de la interdependencia y el sostén del común: es una posición definitivamente vital. Flórez y Olarte (2020) vienen estudiando el posicionamiento de distintas organizaciones en Colombia para mostrar que sus acciones y conceptualizaciones filosófico-políticas se dan en clave de reivindicación territorial (uso público, comunitario y cuidado del espacio) y socioambiental o socioecológica, según es conceptualizado por los distintos tipos de organizaciones. Las autoras señalan que –frente al avance de lo que la política estatal asociada con ciertos sectores privados suele presentar como “planeamiento territorial”, “riquezas naturales” o “regulación”– las organizaciones plantean la posibilidad de autodeterminación con respecto a dónde y cómo vivir. Por lo tanto, lo que aquí aparece como novedad y resultado de procesos de mediano tiempo histórico (entre 70 y 15 años, según las autoras y de acuerdo a cada organización) es la puesta en visibilidad de que el posicionamiento de explotación, dominación, extractivismo y muerte asociados, produce unos efectos de alteración de los ecosistemas tales que la vida está en peligro, y aquí la autodeterminación juega el papel de proyecto vital en común, con conciencia de la sostenibilidad de un conjunto de vidas.
Destacamos así que las reflexiones vertidas sobre el término autonomía ligadas a la posición decolonial y descolonizadora interseccional han sido desarrolladas en relación con construcciones políticas y, por lo tanto, son por definición, inestables, están en tensión y recuperan aspectos de lo concreto-situado en su fundamentación teórica. Sostenemos también que en tanto es significado como proyecto, este modo político está activo, es instituyente y construye futuro en su misma conceptualización y efectuación concretas. Nuestras referencias toman en cuenta la diferencia colonial (Walsh, 2007): el pensamiento que acercamos y los estudios de casos singulares que citamos aquí, fueron signados por procesos de diferenciación, continuamente, y están atravesados por siglos de dominación, genocidio, asesinato, secuestro de algunos pueblos por otros. De este modo, la acción y pensamiento en, sobre, y para la autonomía no puede disociarse de esta situación histórica como hecho consumado sobre el cual, precisamente, la posición de autonomía busca continuamente intervenir.
Aquí insistimos en la pregnancia del término, del concepto y de la acción política (performática) que esta posición asume. En este sentido, es una posición de presente-futuro: lo que se está haciendo hoy tiene un horizonte de posibilidad indeterminado (es proyecto) y a la vez “está siendo” en el sentido que Koselleck propone para pensar la historia del tiempo presente: “el punto de intersección en que el futuro se convierte en pasado, la intersección de tres dimensiones de tiempo, donde el presente está condenado a la desaparición. Sería entonces un punto cero, imaginario, sobre un eje temporal imaginario” (2001: 116). El autor argumenta así que, si no hubiera futuro y pasado, el ser humano estaría muerto; por lo tanto, el presente como punto cero es, en verdad, una abstracción desde la cual pensar, simultáneamente, en el pasado y en el futuro, y paradójicamente es, también, inmanencia pura. Aquí interesa resaltar la ligazón que el mismo Koselleck realiza entre tiempo y espacio: toda temporalidad se desenvuelve a la vez en espacios concretos (geográficos y geopolíticos) y ha sido construida en el espacio-mundo geológico, o lo que podemos denominar con el autor “la condición natural de toda historia humana” (2001: 98), incumbencia de geólogos y morfólogos. Pero en tanto todo proyecto humano se desenvuelve en espacios y tiempos concretos, singulares, es importante sostener que cada proyecto de autonomía tiene, concebido así, un carácter singular, único, irrepetible, a través del cual podemos tanto recuperar experiencia histórica pasada, como construir el futuro-pensado en clave de lo que aún puede venir.
Recapitulando:
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Zibechi, R. (2007). Autonomías y emancipaciones: América Latina en movimiento. La Vaca Ediciones.
Ver también
Alternativa, Arraigo, Buen vivir, Descolonialidad, Educar / educaere, Feminismos, Futuridad, Futuro, Futuro ancestral, Emancipación, Multitud, Resistencia, Ubuntu, Utopía / distopía
4 Programa de Investigación Co(e)laborativa Aprendizaje de y en Autogestión:
Buen vivir - Vivir bien / Sumak Kawsay - Suma Qamaña
Departamento de Historia
Universidad de Santiago de Chile
ORCID: 0000-0002-1355-0998
Sumak kawsay (aymara) y suma qamaña (kichwa, quechua) son conceptos cuyo origen se encuentra en las cosmovisiones andinas ancestrales.5 Al ser ideas propias de matrices indígenas de pensamiento, su comprensión exige un esfuerzo por abrir los esquemas epistemológicos de la tradición noroccidental hacia otras formas de conocer y de habitar.
En la matriz indígena el mundo está compuesto por una red de convivencialidad entre humanos y no humanos, relaciones vitales donde los modos de interacción o de “ser-con” (Jean-Luc Nancy, 2006) adquieren particular relevancia. Ello encuentra su explicación en las formas de racionalidad indígenas, que distan significativamente de la racionalidad europeo occidental en la que hemos sido mayormente cultivados/as. Para aclarar tal distinción, es preciso observar que en el pensamiento noroccidental dominan tres principios: el principio de identidad, donde cada cosa es igual a sí misma, el principio de no contradicción (por ejemplo: A es = B, entonces A no es ≠ B) y el principio de exclusión, en que existen dos afirmaciones, donde una es verdadera y la otra falsa, pero no hay lugar a una tercera (por ejemplo: mañana llueve o no llueve). Mientras que, en la matriz indígena, priman los principios de complementariedad de opuestos y del tercero incluido (Medina, 2011). El primer principio constata la existencia de una realidad habitada de contradicciones entre opuestos que se complementan, mientras que el segundo principio abre la existencia potencial de un tercero, más allá de la contradicción. Entender la realidad compuesta de relaciones contradictorias, aunque complementarias y creativas, es un quiebre epistemológico a superar para abrir la comprensión al sumak kawsay - suma qamaña.
Así también, es fundamental considerar un tercer principio de la cosmovisión andina: el ayni o reciprocidad. El ayni da cuenta de un mundo construido de relaciones entre seres vivos, humanos y no humanos, donde la Madre Tierra es el hogar común de todo lo vivo. Este principio del pensamiento indígena que instala la relacionalidad como elemento sustantivo para conocer el mundo, es otro factor de distancia respecto a las epistemologías occidentales, donde la unicidad y el “ser-en-sí” constituyen fundamentos ontológicos para la comprensión del mundo.
Considerando estos tres principios del pensamiento indígena y asumiendo el problema de la traductibilidad de otras lenguas al castellano, a continuación, es preciso indagar en los vocablos implicados en el concepto del Buen Vivir -Vivir Bien.
Varios autores, especialistas o nativos en lenguas aymara, kichwa, quechua (Medina, 2011; Albó, 2011; Mamani, 2011; Torrez, 2001), señalan la necesidad de distinguir la expresión qamaña de jakaña. Qamaña es habitar, vivir, en un lugar y tiempo compartido con otros; por tanto, “desde sus diversos ángulos, qamaña es vivir, morar, descansar, cobijarse y cuidar a otros. En un segundo uso, insinúa también la convivencia con la naturaleza, con la Madre Tierra o Pacha Mama, aunque sin explicitarlo” (Albó, 2011: 134). Qamaña expresa un espacio-tiempo de intercambios continuos entre las distintas formas de vida (orgánica, física y espiritual), es un entramado vital cuyo propósito es alcanzar niveles de bienestar y mantener equilibrios. “qamaña da cuenta de la coexistencia de distintos planos de la vida, integra el subsuelo, el suelo, el aire, el agua, las montañas, que conviven junto a los animales, las personas, sus familias y comunidades” (Ruiz Tarrés, 2023: 28).
Por su parte, jakaña refiere a la experiencia de la sobrevivencia, lo que puede ser traducido como un espacio de experiencia vital mínima (supervivencia) o como experiencia interna de vida (íntima). Según Albó (2011), jakaña expresa la experiencia mínima compartida por humanos, animales y vegetales, pero el desafío es vivir de buena manera como humanos, ir más allá del jakaña. Entonces, es cuando asoman relevantes las relaciones de reciprocidad y complementariedad, a pesar de las múltiples contradicciones y conflictos que se manifiestan en las convivencias. Ese tipo de existencia está en la línea de la idea qamaña, que conlleva la relación con otros, humanos y no humanos, la convivencialidad y la búsqueda de ciertos equilibrios en ello. Sin embargo, existen innumerables formas de llevar la convivencialidad en un mundo habitado por distintas vitalidades, ahí es cuando adquiere connotación la noción de suma.
Suma indica el énfasis por habitar bien el qamaña, implica un compromiso de bienestar colectivo compartido, cargado de fuertes principios éticos, así como también respeto y afecto, que se encuentran contenidos y reproducidos en distintas lógicas de organización social en las comunidades andinas (económicas, políticas, administrativas, culturales). “El suma qamaña implica un fuerte componente ético, una valoración y aprecio del otro distinto, y una espiritualidad” (Albó, 2011: 137).
Luis Macas (2011) plantea que el sumak kawsay es un estado de vida en plenitud, lo que da cuenta de una experiencia vital compartida más profunda que la traducción “Vivir Bien”, el autor señala que “es lo vital de la matriz civilizatoria de nuestros Pueblos, que aún tiene vigencia” (1). Por su parte, Fernando Huanacuni (2010) aporta: “Las muchas naciones indígenas originarias desde el norte hasta el sur del Abya Yala tenemos diversas formas de expresión cultural, pero todas emergen del mismo paradigma comunitario: concebimos la vida de forma comunitaria, no solo como relación social sino como profunda relación de vida” (8).
A modo de síntesis, se puede señalar que la idea de sumak kawsay - suma qamaña no puede eludir en su acepción dos asuntos fundamentales: su carácter colectivo/comunitario y su condición interrelacional/convivencial; sin esos dos elementos pierde tanto su contenido como su potencia.
Y es justamente desde estos principios indígenas y los contenidos sustantivos asociados, el sustrato desde donde el sumak kawsay - suma qamaña plantea una discusión de futuro para los pueblos latinoamericanos, cuyas raíces son ancestrales.
Existe un aforismo aymara que colabora a observar esta mirada de futuro, bajo la comprensión de una concepción indígena de la historia, que es el siguiente: “Qhip nayr uñtasis sarnaqapxañani”. Si bien es un aforismo que tiene múltiples traducciones, su núcleo de sentido es presentado al castellano por Silvia Rivera Cusicanqui (2010b) de la siguiente manera: “el pasado-futuro están contenidos en el presente: la regresión o la progresión, la repetición o la superación del pasado están en juego en cada coyuntura y dependen de nuestros actos más que de nuestras palabras” (55). Hay en el aforismo referencia a nayrapacha o “tiempos antiguos”, respecto de lo que Carlos Mamani hace una pertinente aclaración: “no son antiguos en tanto pasado muerto, carente de funciones de renovación. Implican que este mundo puede ser reversible, que el pasado también puede ser futuro” (citado en Rivera, 2010a: 40).
Para tal aforismo, hay una imagen que representa con claridad su sentido: un/a ser humano/a en movimiento, caminando con un “bulto” sobre su espalda. Al frente –hacia donde se dirige– está el pasado, no el futuro. A diferencia de la visión noroccidental, donde el futuro y el progreso están “adelante”, configurando el horizonte que motiva la realización del hoy, en la cosmovisión indígena el pasado está a la vista de quien anda en el presente, pues es a partir de no olvidarlo que las personas pueden construir, en cada paso, un futuro que llevan cargando en su espalda. Tal futuro es incierto, su potencia se despliega en cada acto y su destino está siempre en disputa.
Siendo así, la idea de sumak kawsay - suma qamaña remite a una práctica ancestral de comunidades indígenas andinas que han encontrado en el siglo XXI momentos para desplegar su potencial transformador del presente y configurador de otros futuros posibles. De hecho, a partir de su incorporación en dos constituciones de Sudamérica, el Buen Vivir - Vivir Bien se instala como una alternativa latinoamericana en varios ámbitos; por ejemplo, como fundamento para concebir otra economía política, al desafiar y complementar la idea de desarrollo tan bien asentada desde el período post guerras mundiales. Alberto Acosta (2009), quien fuera presidente de la Asamblea Nacional Constituyente en Ecuador (2007), plantea que para generar una organización económica orientada hacia el Buen Vivir, es necesario que “su reformulación y orientación deben basarse en principios de eficiencia, suficiencia y solidaridad, fortaleciendo las identidades culturales de las poblaciones locales, promoviendo la interacción e integración entre movimientos populares y la incorporación económica y social de las masas diferenciadas” (174). Para avanzar a la incorporación del Buen Vivir - Vivir Bien como filosofía que oriente el quehacer del Estado, además de propuestas económicas alternativas al desarrollo, se han elaborado reflexiones respecto a cómo incorporarlo en la gestión y ejecución de políticas públicas. Álvaro García Linera (2015) ha sido asociado a este ámbito con su planteamiento del “Socialismo Comunitario”.
Más allá de los proyectos concretos que ha despertado la revitalización de este concepto, así como las frustraciones del camino, hay que constatar que una de las principales idea fuerza que instala para el futuro la noción de sumak kawsay - suma qamaña dice relación con el cuidado y el respeto, por una parte, de los entornos naturales, los equilibrios ecosistémicos en cualquier lugar del mundo y, por otra parte, de las relaciones humanas a partir de los principios de reciprocidad y complementariedad. De manera sintética, Aníbal Quijano sostenía: “En estas condiciones, hoy, Bien Vivir solo puede tener sentido como una experiencia social alternativa, como una Des/Colonialidad del Poder” (Quijano, 2011: 78). Justamente, respecto de los caminos para transformar las estructuras de poder, Raúl Prada Alcoreza (2010) plantea la necesidad de alterar los órdenes hegemónicos, lo que significa: “potenciar las capacidades alternativas y alterativas, las otras lógicas, las otras racionalidades civilizatorias y culturales”; por ejemplo, “las formas comunitarias, las reciprocidades y complementariedades de estas formas que construyen lo común a partir de otro simbolismo, otros imaginarios, otras valoraciones, que no son las que conocemos relativas a la valorización del valor abstracto del tiempo socialmente necesario” (290).
Para alcanzar esos posibles, observando alternativas frente al neoliberalismo extractivista, Pablo Dávalos (2008) sostiene: “la noción de sumak kawsay es la posibilidad de vincular al hombre con la naturaleza desde una visión de respeto, porque es la oportunidad de devolverle la ética a la convivencia humana, porque es necesario un nuevo contrato social en el que puedan convivir la unidad en la diversidad, porque es la oportunidad de oponerse a la violencia del sistema” (6).
De esta manera, el sumak kawsay - suma qamaña se instala en el presente con una potencialidad abierta para la puesta en práctica de un futuro de mayor bienestar colectivo (humano y no humano), teniendo a la vista principios epistemológicos ancestrales.
Acosta, A. (2009). La maldición de la abundancia. Quito: Abya-Yala
Albó, X. (2011). “Suma Qamaña = convivir bien. ¿Cómo medirlo?”. En Farah, I, Vasapollo, L (Coord.). Vivir bien: ¿paradigma no capitalista? (pp.133-144) La Paz: CIDES-UMSA, Sapienza Università di Roma y Oxfam.
García Linera, A. (2015). Socialismo Comunitario. Un horizonte de época. La Paz: Vicepresidencia del Estado, Presidencia de la Asamblea Legislativa Plurinacional.
Huanacuni, F. (2010). Buen Vivir / Vivir Bien. Filosofía, políticas, estrategias y experiencias regionales andinas. Lima: Coordinadora Andina de Organizaciones Indígenas (CAOI). Recuperado de: http://www.dhl.hegoa.ehu.es/ficheros/0000/0535/Vivir_Bien_1_.pdf
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Medina, J. (2011). “Acerca del Suma Qamaña”. En Farah, I, Vasapollo, L (Coord.). Vivir bien: ¿paradigma no capitalista? (pp.39-64) La Paz: CIDES-UMSA, Sapienza Università di Roma y Oxfam.
Nancy, J.-L. (2006). Ser Singular Plural. Traducción de Antonio Tudela. Madrid: Arena Libros.
Rivera Cusicanqui, S. (2010a). Violencias (re)encubiertas en Bolivia. México: La Mirada Salvaje.
— (2010b). Ch’ixinakax Utxiwa. Reflexión sobre prácticas y discursos descolonizadores. Buenos Aires: Tinta Limón.
Ruiz Tarrés, A. (2023). “Buen Vivir - Sumak Kawsay / Vivir Bien - Suma Qamaña”. En Kozel, A., Rawicz, D., Devés, E. (eds). Problemáticas étnicas y sociales desde el pensamiento latinoamericano. Temas, conceptos, enfoques. (pp. 27-33). Santiago: Ariadna ediciones.
Ver también
Alternativa, Ambiental (crisis), Arraigo, Autonomía, Futuro ancestral, Naturaleza (relaciones sociales con la), Ubuntu, Utopía/Distopía, Utopía latinoamericana
5 Esta contribución es heredera directa de Ruiz Tarrés (2023); sin embargo, en esta ocasión coloco el énfasis en el vínculo íntimo entre la idea sumak kawsay-suma qamaña con las cuestiones de la temporalidad y el futuro.
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0003-3247-043X
El año 2008 trajo algunos sucesos que marcan una clara alteración de las relaciones sociales, como la profunda crisis financiera (y, sobre todo, el modo en el que se resolvió), la explosión de los smart phones y las redes sociales y la aparición de la primera criptomoneda: el bitcoin. Esta, y todas sus sucesoras, se apoyan en una nueva tecnología, la cadena de bloques, que augura profundos cambios en las concepciones de propiedad, transacción y contrato (pero también de los modos de registrarlas), que son cuestiones cardinales en la definición de las estructuras jurídicas, económicas y políticas, pues establecen los límites y posibilidades de uso e interacción social, que a su vez impactan en las subjetividades y potencias de los seres humanos. Como parte de la transformación que implicó la tecnología digital, estos sistemas y sus herramientas de inscripción se vieron cuestionados y reformulados, al punto de hablarse hoy de un capitalismo digital en el que la técnica y el tratamiento de datos han cobrado gran protagonismo. En ese sentido, la llamada cadena de bloques es la configuración más sobresaliente del siglo XXI. La fórmula, traducción del término inglés blockchain, refiere tanto a un protocolo informático que permite crear bases de datos digitales distribuidas, verificables, permanentes y seguras, como a cada una de esas bases. Esta tecnología habilita la creación de registros compartidos entre pares (P2P) de acontecimientos digitales, cuya información cuenta con la comprobación matemática mayoritaria de sus participantes (“consenso distribuido”). De modo esquemático, combinan dos niveles: una estructura de bloques de información criptográficamente organizada y un sistema reticular de nodos intercomunicados.
En cuanto a la administración de los datos, las características fundamentales que habilita esta tecnología son su conformación a partir de bloques de información verificada (que incluyen metadatos referentes a segmentos temporalmente anteriores), la distribución (cada nodo almacena el historial completo de trasferencias), la descentralización (no hay control central de la información), la combinación de transparencia y seudonimato (cada transacción y su valor asociado son visibles para cualquiera que tenga acceso al sistema, pero los nodos se muestran públicamente como direcciones alfanuméricas permanentes y están autorizados a ocultar sus identidades legales), la irreversibilidad (los registros no pueden alterarse ni borrarse) y la lógica computacional que las sustenta (se establecen sobre algoritmos y reglas automatizadas). Cada uno de estos rasgos toma formas particulares en cada red y, de hecho, existen casos de redes (generalmente, privadas) en las que algunos de ellos se encuentran menos expresados o directamente ausentes.
En términos de organización, las redes de cadenas de bloques se asientan sobre Internet y están formadas por nodos espacial o computacionalmente separados entre sí que actúan verificando la validez de cada transacción. Existen tanto redes de bloques públicas (cualquiera puede unirse y participar y sus transacciones son abiertamente visibles) como privadas (administradas por una organización que decide quién participa y bajo qué reglas automatizadas). Cada nodo es una unidad informática conectada a una red de la que ejecuta un software, almacena y comparte información y actúa concomitantemente como cliente y servidor de otros, lo que les da paridad funcional. Hay diferentes tipos de nodos, de acuerdo con sus usos y objetivos. Los dos principales son los nodos “completos” (almacenan una copia íntegra y actualizada de la red y contribuyen al cumplimiento general de las reglas del protocolo) y los “mineros” (poseen un programa extra para generar unidades). También existen nodos “livianos” para dispositivos móviles.
Cada red consta de protocolos de comportamiento, programados al momento de su creación, que se ejecutan automática y autónomamente. Sus registros son prácticamente inviolables debido al uso de la función criptológica SHA256 (Secure Hash Algorithm 256-bit). El hashing es un método que evita las terceras partes (bancos, estados), conecta los nodos entre sí, comprueba la integridad de los contenidos cifrados y permite detectar las alteraciones realizadas e impedir que la información se modifique unilateralmente. De modo que, para falsificar una entrada en la cadena, haría falta que más de la mitad de los nodos asumiera un dato falso como verdadero, lo cual hace al sistema prácticamente inviolable en la actualidad.
Sus orígenes datan de 1991, cuando los científicos W. Scott Stornetta y Stuart Haber crearon unos sellos temporales para organizar documentos digitales, con el fin de eludir modificaciones o manipulaciones malintencionadas. Un año después, Stornetta logró incorporar a su diseño los árboles Merkle (estructuras informacionales que facilitan la verificación de grandes cantidades de datos a través de técnicas criptográficas), logrando minimizar, en gran medida, los potenciales problemas de la arquitectura de bloques de información. Sin embargo, es preciso mencionar también la introducción, desde 1972, del protocolo TCP/IP, que posibilitó la mensajería bilateral (correo electrónico) utilizada en ARPAnet, la precursora de la Internet comercial del Departamento de Defensa de los Estados Unidos. El TCP/IP resolvió la comunicación entre dos nodos de una red con enorme eficacia y fue fundamental para la expansión de la tecnología digital. Una década más tarde, la popularización de las computadoras personales fue también cardinal para la configuración de redes de nodos vinculados digitalmente, pero separados en el tiempo y el espacio.
La primera vez que se utilizó la noción de nodo de una red P2P fue con el proyecto Napster de los empresarios Sean Parker y Shawn Fanning (año 1999 en los Estados Unidos). Su finalidad era habilitar el intercambio inter-nodal de archivos de música a través de una red distribuida (pero no descentralizada) que llegó a ser utilizada por uno de cada diez usuarios de Internet y fue luego cerrada por problemas con los derechos de autoría. Posteriormente, pero también creado en 1999, el proyecto SETI@Home (de la Universidad de California) implementó una composición reticular de nodos para usar el poder de cálculo de computadoras personales para analizar datos obtenidos por radiotelescopios orientados a encontrar vida e inteligencia extraterrestre. En 2020, sin resultados positivos, el proyecto se suspendió indefinidamente.
Además de los aspectos técnicos, la aparición de esta tecnología y sus múltiples aplicaciones apoyan transformaciones sociales profundas que merecen atención y análisis. Como marco general, la globalización del comercio y la aceleración de las comunicaciones han influido en la búsqueda de canales para agilizar el intercambio y la toma de decisiones por fuera de las vías tradicionales. Asimismo, estudios como Estados amurallados, soberanía en declive, de Wendy Brown, ayudan a comprender cómo el desmoronamiento de las políticas benefactoristas y el establecimiento de planteos neoliberales como posición estándar en Europa y los Estados Unidos redundó en un descrédito generalizado hacia los Estados por parte de sus ciudadanías, reforzando iniciativas de asociación para-institucionales en todos los niveles de las sociedades, desde las artes hasta la política. En ese sentido, la obra de Manuel Castells, con conceptualizaciones como “sociedad de la información” y “sociedad red”, analizó tempranamente estas transformaciones desde las ciencias sociales.
Adicionalmente, se pueden citar algunos antecedentes filosóficos, sobre todo respecto de la descentralización y dispersión de formas jerárquicas. El principal es el proyecto Capitalismo y esquizofrenia, de Gilles Deleuze y Félix Guattari quienes, desde 1972, utilizaron la figura botánica del rizoma para pensar un modelo de conexión y flujo heterogéneo, múltiple, abierto y asignificante. En ese modelo, la continuidad y la ruptura no dependen de un régimen centralizado, sino de la múltiple proliferación de sentidos. Asimismo, desde fines del siglo XIX, se pueden hallar reacciones y críticas a la lógica del silogismo aristotélico, que había favorecido la preeminencia de la deducción y la síntesis sobre la inducción y la extensión en el conocimiento científico occidental.
Sin embargo, dado que esta tecnología nació vinculada a las necesidades del universo financiero, como parte de su genealogía corresponde mencionar que desde la década de 1920 se han dado pasos hacia la economía electrónica, comenzando con las ventas a través de catálogos y la invención de las tarjetas de crédito. Eso se fue sofisticando con el desarrollo del comercio y la banca virtuales, junto con la creciente movilidad de los bienes y servicios a escala global. Uno de los problemas a los que se enfrentaban las formas de contabilidad digital es el llamado “doble gasto”, por el que una unidad virtual podría utilizarse más de una vez dada la facilidad y bajo costo de la duplicación de los archivos, cuestión que la red de bloques ha logrado superar. Por otra parte, el crecimiento exponencial de los volúmenes de las transacciones en las últimas décadas trajo nuevas complejidades (y vulnerabilidades) a los sistemas de intercambio. Asimismo, con el auge de la “Internet de las cosas” (IoT), la magnitud de la información circulante aumentó de manera inédita. Frente a eso, apareció una gran preocupación por crear mecanismos para establecer parámetros automatizados que no dependieran de decisiones o acciones puntuales.
En efecto, y aunque aún no existen grandes marcos teóricos sobre las redes de bloques, la descentralización reticular enlazada al desarrollo algorítmico propone nuevos modos de concebir la confianza, la legalidad y el intercambio a escala global. La participación (totalmente voluntaria) en estas redes gozó de un gran crecimiento en poco tiempo e implica un cambio de paradigma, incluso dentro del entorno digital y el contexto de Internet. Además de su capacidad de otorgar una identificación única, fija e inalterable a elementos virtuales, un rasgo que popularizó el uso de esta tecnología en ciertos ámbitos fue la posibilidad de obtener recompensas por verificar y almacenar el registro de las transacciones.
La red Bitcoin representó la primera aplicación de la tecnología blockchain que alcanzó gran celebridad. Fue anunciada en 2008 por Satoshi Nakamoto (seudónimo de una identidad desconocida), como parte de la creación de una criptomoneda (el bitcoin). Si bien no es el primer “dinero electrónico”, la administración digital de la información que aporta la cadena de bloques hizo de este sistema un hito que ocasionó grandes debates sobre las ideas de “dinero” y “valor”, por ser un activo económico creado por sus usuarios e independiente de cualquier institución pública o privada antes conocida. Bitcoin es un protocolo de intercambio de información y generación de unidades financieras validadas mediante pruebas objetivas caracterizado por ser hermético (los datos están encriptados con matemáticas avanzadas que involucran operaciones con números primos) e inviolable (la integridad de la cadena se verifica constantemente). A esta iniciativa le siguieron muchas otras y en la última década llegaron a desarrollarse más de 8500 criptomonedas (número que se actualiza permanentemente), con niveles muy dispares de popularidad y capitalización de mercado.
Las unidades de las criptomonedas se obtienen mayormente con un “minado virtual” y, más marginalmente, a través de unas pequeñas comisiones que se pagan por procesar y verificar las transacciones ajenas. Pero también se pueden comprar con monedas nacionales en una especie de mercado secundario, hoy muy extendido. La existencia y propiedad de cada unidad “minada” consiste en la adjudicación de una clave pública (que queda en la cadena de bloques) y una privada (solo accesible al nodo que la posee) que la representan. El “minado” consiste en descifrar problemas matemáticos aleatorios de dificultad creciente, solo solubles por ensayo y error. Esta “prueba de trabajo” (Proof of Work) requiere tiempo de procesamiento en una computadora e implica un gasto considerable de energía. Es un método de validación competitivo en el que los nodos con mayor capacidad de cálculo (ergo, de inversión) tienden a monopolizar las recompensas. Frente a eso, se han propuesto alternativas (aún no totalmente desarrolladas), como la “prueba de participación” (Proof of Stake), cuya estructura de compensación fomenta cierta paridad efectiva entre los nodos y menor gasto energético del sistema, o la “prueba de historial” (Proof of History), que reduce el tiempo de verificación al incorporar propiedades criptográficas que identifican el orden cronológico de las acciones sin necesidad de comunicación entre nodos. Es destacable que, entre quienes usan las cadenas de bloques, se utiliza el término “consenso” (consensus) para referirse a la aprobación algorítmica paralela y concordante sobre la legitimidad del contenido de una cadena de bloques de forma distribuida y sin confianza interpersonal.
Las criptomonedas son la aplicación actual más popular de las redes de bloques pero no la única. Más allá de su funcionalidad primaria de libro contable distribuido, las implementaciones particulares de la red de bloques poseen detalles técnicos y capacidades diferenciadas. Cada red presenta mecanismos de consenso criptográfico para capturar y almacenar las transacciones y sus metadatos. En algunos casos, suponen también lenguajes de programación propios para crear “contratos inteligentes” con diversas funcionalidades. Además, pueden implicar autorizaciones parciales a participar en la red o trabajar con alguna criptomoneda en particular.
Esta forma de propiedad e intercambio de bienes digitales sin un organismo central de administración tiene profundas implicaciones como medio de organización y distribución (y también como medio de exploración) en campos como las artes y los videojuegos, a través de la llamada “toquenización” de objetos digitales. Existen, asimismo, derivas que parecen tender a cerrar y monopolizar las condiciones potencialmente democráticas de esta tecnología, cosa que ha sucedido permanentemente con los protocolos de código y acceso abierto, de modo que quienes más pueden beneficiarse de su expansión, al menos en la matriz actual, son —en su mayoría— quienes ya se benefician del resto de las tecnologías y recursos del planeta. Entre los sectores en los que existe ya algún tipo de impacto, se destacan el bancario-financiero, los servicios de almacenamiento, las patentes y registros de propiedad, la llamada Internet de las cosas, el voto electrónico y las administraciones públicas o privadas (incluso en campos como la verificación de identidad). En todos los casos, se resaltan las ventajas de contar con una tecnología que deja marcas temporales inviolables y no depende de un solo actor para funcionar. En general, esto remite a la posibilidad de contar con “contratos inteligentes” que pueden aplicar medidas automáticamente bajo la premisa de establecer una comunicación no-mediada entre partes interesadas, lo cual invita a pensar una nueva perspectiva para concebir ideas como lo público, lo privado y la gestión de sus límites e interacciones.
Por otra parte, han cobrado celebridad los NFT (sigla de “token no fungible” en inglés), entidades virtuales cuya propiedad está validada a través de cadenas de bloques. Son copias “únicas”, de propiedad puramente simbólica, que son utilizadas como activos financieros. Permiten crear escasez, al asignar nombres o direcciones particulares a bienes que son, técnicamente, infinitamente reproducibles con un costo tendiente a cero.
En general, en cualquiera de sus aplicaciones, para lograr que no haya intermediaciones, que funcionen las automatizaciones y se puedan aplicar los protocolos de consenso distribuido, las redes de cadenas de bloques deben contar con una enorme cantidad de trabajo algorítmico y un inédito gasto de energía, al punto de causar, según algunos estudios, perjuicios ambientales. Al respecto, las críticas más comunes a esta tecnología son la centralización económica de facto que estas tecnologías descentralizadas han favorecido, la baja capacidad de procesamiento en comparación a otras formas de intercambio digital (varias empresas de tarjetas de crédito pueden concertar cientos o miles de transacciones en el mismo tiempo en el que se aprueba una sola dentro de la red de bloques) y el potencial daño ecológico debido al inédito gasto de energía que supone.
Del otro lado, hay voces que encumbran su potencial democratizante. Existen en la actualidad iniciativas para utilizar esta tecnología en procesos abiertos de tomas de decisiones colectivas. También hay quienes proponen el uso combinado de software libre, redes de cadenas de datos, dispositivos móviles y redes sociales, entre otras tecnologías de la información y la comunicación, en procesos sociotécnicos o tecnopolíticos de apropiación y socialización de la tecnología.
Más allá de la falta de estabilización actual, esta tecnología cobrará sin duda un protagonismo cada vez mayor en los intercambios y contratos, abriendo así las puertas a un futuro en el que la automatización de ciertas estructuras podrá afectar de modo sensible a varios ámbitos de la vida social, desde el espectro judicial a la circulación de las artes y de las concepciones de dinero y riqueza a la posibilidad de realizar contratos entre particulares, empresas u organismos públicos con prescindencia de encuentros formales, leyes nacionales o acuerdos internacionales que los respalden.
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Ver también
Ciberespacio, Deuda, Futuro ominoso, Imaginario sociotécnico, Innovación, Inteligencia artificial, Tecnoceno, Transición digital
Facultad de Ciencias Sociales
Universidad de Buenos Aires
La sociedad del cansancio es el orden que, en un texto de alto impacto, Byung- Chul Han propone, para superar en el futuro, la condición existencial de la actual sociedad, que denomina “del rendimiento”.
Filósofo coreano radicado en Alemania, especialista en Heidegger y profesor de la Universidad de las Artes de Berlín, Han considera que la sociedad contemporánea, que hemos dado en llamar de la modernidad tardía, es un orden global que está superando al paradigma inmunológico del siglo pasado, cuyo cénit se había alcanzado en el transcurso de la Guerra Fría y, para el cual, la construcción de “otro” –enemigo, extraño– fungía como núcleo de un orden normativo. Era, por tanto, posible analizar aquella sociedad bajo la forma de un paradigma de la negatividad. Un juego de opuestos hacía factible comprender y resolver el conjunto de problemas sociales. Hoy estamos ante un cambio de paradigma.
Han pone el mito de Prometeo al servicio de la idea central de su texto. Así presenta la figura originaria de la sociedad del cansancio: “la relación de Prometeo y el águila es una relación consigo mismo de autoexplotación. El dolor de hígado, que en sí es indoloro, es el cansancio. De esta manera, Prometeo, como sujeto de autoexplotación, se vuelve presa de un cansancio infinito” (Han, 2012: 9). El pasaje presenta varias ideas clave. Me refiero al concepto de autoexplotación y a la noción que funciona como título de la obra y de la presente entrada: “sociedad del cansancio”, prefigurada, en el mito prometeico, bajo la forma de un eterno dolor: “El dolor de hígado, que en sí es indoloro, es el cansancio”. Han también esboza su propuesta, a saber: la búsqueda de un “cansancio curativo”, en un “amable desarme del Yo” (Han, 2012: 10). Aclaro que “sociedad del cansancio” será equivalente, en el resto de la obra, a “sociedad del rendimiento”. Luego, logrado el cansancio curativo, la denominación mencionada –“sociedad del cansancio”– será la puesta en forma de la futura sociedad.
Según Han, toda época tiene sus enfermedades emblemáticas y, también, sus respectivas inmunidades. La violencia neuronal es lo que caracteriza al tiempo tardomoderno actual. Así, la patología que comienza en el siglo XXI no es bacterial sino neuronal, y pone en crisis las anteriores posibilidades curativas: “Las enfermedades neuronales como la depresión, el trastorno por déficit de atención con hiperactividad (…) definen el panorama patológico de comienzos de este siglo” (Han, 2012: 11). Al no tratarse de infecciones, sino de infartos que se ocasionan, no por la “negatividad del otro inmunológico”, sino por un “exceso de positividad”, las patologías de la positividad burlan cualquier “técnica inmunológica” para repeler “la negatividad de lo extraño” porque para el autor no hay extraño ni negatividad en estos días. La época inmunológica –el siglo pasado dominado por el lenguaje de la Guerra Fría– estaba en condiciones de llevar a cabo inclusiones y exclusiones “adecuadas”: el adentro y el afuera, el amigo y el enemigo, lo propio y lo extraño eran distinciones funcionales a la comprensión de lo social.
En síntesis, el ataque y la defensa determinaban la inmunología correspondiente a aquel viejo paradigma que se extendía desde la biología al orden social, donde lo extraño, en su otredad, debía ser eliminado como tal. La sociedad tendía a disolver la extrañeza y la otredad, a diferencia de la época “pos inmunológica posmoderna”, que ya “no genera ninguna enfermedad” (Han, 2012: 14); ahora, lo extraño se sustituye por lo exótico y el turista lo recorre. El paradigma inmunológico y su otredad ya no se corresponden con el nuevo orden mundial de disolución de fronteras, globalizado y promiscuo, que en lo cultural se caracteriza por la hibridación (opuesta a la inmunización) y, en lo filosófico, a la disolución de lo negativo en el marco de la desaparición de la otredad. En la sociedad actual, a las enfermedades neuronales se les reconoce una dialéctica, aunque ya no negativa sino positiva, puesto que se trata de estados patológicos “atribuibles a un exceso de positividad” (Han, 2012: 18). Este mundo positivo da lugar a formas de violencia desconocidas en el paradigma inmunológico. La violencia neuronal no es extraña al sistema, sino “inmanente al sistema mismo” (Han, 2012: 22). De acuerdo con Han, la depresión y la hiperactividad son expresión genuina de la “masificación de la positividad” (23).
Han considera que la sociedad disciplinaria presentada por Michel Foucault –munida de hospitales, psiquiátricos, cárceles, cuarteles y fábricas– ha sido superada por la sociedad del rendimiento –la de los gimnasios, bancos, centros comerciales, torres de oficinas y aviones—. Los sujetos ya no son de obediencia, sino de rendimiento. Sin nombrar a Deleuze, directamente afirma: “Tampoco el término frecuente ‘sociedad de control’ hace justicia a esa transformación. Aún contiene demasiada negatividad” (Han, 2012: 26). Si la sociedad disciplinaria generaba locos y criminales, la sociedad del rendimiento produce depresivos y fracasados. Sin embargo, Han sostiene que el objetivo sigue siendo el de maximizar la producción al haber encontrado la disciplina su límite: la negatividad de la prohibición frena y bloquea el crecimiento y resulta más eficiente el fomento del poder individual positivo “hiperneurótico” (45). Al decir que se ha pasado “del hombre encerrado al hombre endeudado”, Deleuze ya había anticipado en los años noventa la peculiaridad del dominio en el neoliberalismo (Deleuze, 1991: 4).
Afirma luego Han que la pérdida de creencias afecta hoy no solo a la creencia en dios, sino que actúa sobre la realidad misma y hace de la vida humana algo totalmente efímero; por lo tanto, “ante la falta de ser surgen el nerviosismo y la intranquilidad” (Han, 2012: 46). Se vive una vida desnuda, en la que cada uno porta “su campo de trabajos forzados” (48). Bajo el nombre de vita activa, Han alude a un capítulo de La condición humana, de Hannah Arendt, obra clave para la comprensión de la sociedad moderna que, en cuanto sociedad del trabajo, degrada al ser humano a la condición de animal laborans (Arendt, 2012: 101). Si para Arendt los seres humanos perdían así su individualidad, para Han el ser actual de la modernidad tardía “está dotado de tanto ego que está por explotar, y es cualquier cosa menos pasivo (…) El ser humano de hoy es hiperactivo e hiperneurótico” (Han, 2012: 45). Han explica la manía contemporánea de “estar en todo” –el multitasking– como una pérdida de humanización que acerca al ser a la condición animal.
Luego, bajo el título “Pedagogía del mirar”, Han reflexiona sobre la vita contemplativa, que supone precisamente una particular “pedagogía del mirar” (Han, 2012: 53). Sigue entonces los consejos de Nietzsche, siempre renovados en función de la tarea docente: “enseña a mirar, a pensar, a hablar y a escribir”, actividades que se realizan en la paciencia. En este sentido, piensa Han que el ser hiperactivo no es libre y que la forma de su acción le genera nuevas obligaciones: “Es una ilusión pensar que cuanto más activo uno se vuelva, más libre se es” (54). Siguiendo a Nietzsche, afirma que la pura actividad no produce nada distinto, porque la diferencia, productora de negatividad, solo es posible en la interrupción de lo mecánico, en el entre tiempo, en la vacilación; en fin: en el ocio. De manera rotunda, escribe: “En el marco de la positivación general del mundo, tanto el ser humano como la sociedad se transforman en una máquina de rendimiento autista” (58). Y reivindica la potencia del no hacer y al fin de decir “no” (59). Porque, dada su nulidad creativa, la hiperactividad es pasiva de actividad.
En el capítulo final, que lleva el mismo título que el libro, Han se refiere de manera descarnada a nuestro tiempo, para bautizarlo ahora con otro nombre: “sociedad del dopaje” (71). Introduce entonces un razonamiento “simple”: se trata de observar cómo es el uso de las drogas, lo que hace posible poner en forma al animal laborans y lograr el “alto rendimiento”. Pone el ejemplo del cirujano, quien para afrontar tareas complejas que exigen alta concentración, puede acudir a fármacos apropiados para ello, y concluye: “El exceso del aumento de rendimiento provoca el infarto del alma” (72).
En conclusión, la sociedad del cansancio es una reivindicación del no hacer y una crítica a la hiperactividad sistémica contemporánea que logra su inmunidad en sí misma, dado que su patología es imposible de ser atacada como si se tratara de un “otro”. La sociedad de rendimiento es una sociedad de atención animalizada que fomenta el doping. La utopía de Han es la sociedad del cansancio, donde el no hacer aparece como el nuevo paradigma, recogiendo así lo más profundo de la filosofía occidental.
Arendt, H. (2013). La condición humana (Traductor Gil Novales, R.). Buenos Aires: Paidós.
Han, B.-Ch. (2012). La sociedad del cansancio (Traductora: Saratxaga Arregi, A.). Barcelona: Herder.
Deleuze, G. (1991). “Posdata sobre las sociedades de control” (Traductor: Caparrós, M.). En Ferrer, Ch. (comp.), El lenguaje literario, Montevideo: Nordan, tomo 2.
Ver también
Capitalismo de plataformas, Capitalismo de vigilancia, Epicureísmo, Futuro ominoso, Individuación, Neoliberalismo, Resistencia, Trabajo, Trabajo (fin del), Transición digital, Utopía/Distopía
Instituto de Investigaciones Gino Germani
Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0002-0252-8920
A lo largo de los últimos años se ha vuelto hegemónico un modelo de producción, circulación y consumo de mercancías nacido en las redes sociales. Se trata de un modelo basado principalmente en plataformas digitales, es decir, estructuras digitales que posibilitan la interacción entre dos o más grupos (Srnicek, 2018), permiten el encuentro entre demanda y oferta a través del manejo de un flujo de datos (Helmond, 2015; Parker, Van Alstyne y Choudary, 2016) y habilitan el pasaje de un modelo de empresa basado en una jerarquía de funciones especializadas a una organización más sencilla, que depende de una red flexible de recursos y proveedores externos (Mandariaga et al., 2019).
La hegemonía de este modelo ha abierto un horizonte en el que se presentan un conjunto de problemas —algunos novedosos y otros que se reconfiguraron— que van desde las políticas tributarias hasta el derecho laboral y que han sido abordados desde diferentes disciplinas y prismas teóricos: sociología del trabajo, economía, teoría política, etcétera. Esta diversidad teórico-metodológica y disciplinaria se ha reflejado también en las distintas taxonomías y en los diversos léxicos surgidos para analizar y describir el fenómeno.
Hablar de capitalismo de plataformas, en vez de acudir a otras fórmulas que subrayan dimensiones diferentes del mismo horizonte —como platform economy (economía de plataforma), sharing economy (economía compartida), gig economy (economía de la changa), entre otras—, significa colocar el modelo centrado en las plataformas digitales en la senda de una historia más larga, la historia del modo de producción capitalista, y también asumir una mirada crítica al respecto. Dicho en otras palabras, significa pensar, en primer lugar, un modelo que mantiene los rasgos determinantes del modo de producción capitalista —de manera muy sintética: un régimen de acumulación fundado básicamente en la apropiación de plustrabajo y plusvalía— pero que presenta algunas novedades que lo caracterizan y que marcan una diferencia respecto de las etapas anteriores del capitalismo. La novedad más disruptiva del momento actual, aquella que le otorga el “apellido” al capitalismo, consiste justamente en el hecho de que las plataformas digitales se han convertido en una suerte de “medium ‘universal’ de la producción de mercancías” (Vecchi, 2017: 12). Además, si desde que surgió el modo de producción capitalista, el desarrollo y las innovaciones tecnológicas habían sido implementadas en primera instancia en el centro —o lo que llamamos hoy “Norte global”— para llegar en un segundo momento a la periferia (“Sur global”) siguiendo tiempos y geografías variables, el proceso de plataformización ha llegado a socavar este esquema. Diversos tipos de plataformas se han instalado de manera prácticamente simultánea en los cinco continentes, “aterrizando” en contextos profundamente diferentes desde el punto de vista social, cultural y económico (Koskinen, Bonina y Eaton, 2019).
En segunda instancia, usar “capitalismo” en vez de otros sintagmas más neutrales, implica reflexionar sobre el modo en que se reconfiguran la relación capital-trabajo y el problema de la explotación en el marco del presente dominado por las plataformas digitales, y pensar, paralelamente, el rompecabezas de la liberación y la posibilidad de darle un sentido alternativo al management algorítmico y a la captura de datos.
Uno de los primeros autores en usar la expresión capitalismo de plataformas en el sentido que se le asigna hoy en el debate a ese sintagma ha sido el economista Nick Srnicek, quien planteó que las plataformas digitales representan “un nuevo modelo de negocios, capaz de extraer y controlar una inmensa cantidad de datos” (Srnicek, 2018: 13). Desde este punto de vista, los datos son la materia prima del nuevo modelo, el elemento central que las plataformas permiten capturar, almacenar, limpiar y organizar de forma estandarizada, para que puedan ser utilizados.
Srnicek distingue las plataformas sobre la base de la manera en que usan los datos recolectados e identifica cinco tipos de plataformas —quizás sería más correcto hablar de cinco lógicas de funcionamiento diferentes de las plataformas, ya que algunas pueden ser incluidas en más de un tipo—: “plataformas publicitarias”, como Google o Facebook, que extraen y analizan datos para vender espacios publicitarios personalizados; “plataformas de la nube”, como Amazon Web Service o Salesforce, que poseen hardware y software necesario para negocios digitales y los alquilan; “plataformas industriales”, como General Electrics, Siemens o Microsoft, que producen hardware y software para transformar la manufactura tradicional, llevando así las plataformas al sistema industrial (en este sentido, en el debate mainstream se habla de “Cuarta revolución industrial” o “Industria 4.0” [World Economic Forum, 2016]); “plataformas de productos”, que transforman productos en servicios, extrayendo datos y sacando gracias a eso una ventaja competitiva. Es el caso de Rolls Royce, que, en vez que vender motores de aviones, alquila horas de vuelo, con lo que elimina así toda la competencia de quienes ofrecen mantenimiento; “plataformas austeras”, que son aquellas que más inmediatamente son identificadas con las plataformas, como Rappi y PedidosYa, Zolvers, Uber, Airbnb, entre otras. Se trata de plataformas-compañías que proveen un servicio sin ser poseedoras de las herramientas de trabajos o viviendas en alquiler —por esto “austeras”—, pero que poseen “el activo más importante: la plataforma de software y análisis de datos” (Srnicek, 2018: 72).
Lo más relevante de esta lectura es que considera la actividad de las personas usuarias la fuente natural de esa materia prima que son los datos. Esto permite abrir las reflexiones sobre la novedad del capitalismo de plataformas en dos direcciones principales. Por un lado, obviamente, hacia el análisis de la relación entre capital y trabajo digital; aquí cabe diferenciar, con Míguez (2020), entre el trabajo “dentro de las plataformas”, es decir el trabajo de desarrolladores que analizan datos y desarrollan algoritmos constituyendo una suerte de aristocracia de trabajadores de las plataformas, y el “trabajo comandado por las plataformas”, que va desde les turques mecániques de Amazon hasta las y los choferes de Uber. Por otro lado, hacia la relación entre la recolección de los datos y las diferentes interacciones humanas que son su fuente.
En el debate sobre el trabajo comandado por las plataformas también han surgido numerosas taxonomías. El sociólogo Antonio Casilli (2019) ha distinguido tres tipos de trabajos digitales —trabajo on-demand, microtrabajo y trabajo social en red— que logran dar cuenta de un amplio espectro de actividades que producen valor para las plataformas, algunas de las cuales posibles solo gracias a las plataformas mismas, otras que son modificadas por aquellas y otras con respecto a las cuales las plataformas modifican la forma de contratación y de pago. El trabajo on-demand se caracteriza por la articulación de un momento en línea —por ejemplo, el pedido en un restaurante, de un pasaje en auto, de una trabajadora doméstica vía aplicación— con un momento fuera de línea, que es cuando el servicio contratado se lleva a cabo. El microtrabajo es aquel que consiste en tareas en línea que requieren un bajo nivel de especialización, como poner tags (etiquetas) en fotos, videos, entre otros. El trabajo social en red —el único tipo de trabajo digital de la clasificación propuesta no necesariamente retribuido— es el trabajo en social network como Facebook o Instagram, del cual el trabajo de las y los influencers es el ejemplo más claro, aunque no el único.
Más allá de las diferentes taxonomías posibles, un problema crucial que emerge con el capitalismo de plataformas es la propia definición de trabajo y, sobre todo por lo que concierne a la reflexión sobre el trabajo social en red, las posiciones en el debate crítico son varias.
Tiziana Terranova (2000) hace más de veinte años (en un contexto muy diferente del de ahora) planteó que el trabajo gratis era fundamental para la creación de valor en el capitalismo digital. La teórica italiana se refería a la construcción de comunidades y espacios virtuales; hoy el debate sobre el trabajo gratis es central en la reflexión sobre capitalismo de plataformas, pero se deslizó parcialmente.
Desde un punto de vista que retoma al pie de la letra la teoría del valor tiempo de trabajo —el valor de una mercancía depende del tiempo necesario a su producción y el plusvalor es tiempo de trabajo no pagado a le trabajadore—, Christian Fuchs (2011) sostiene que en el marco de lo que llama “capitalismo informacional”, plataformas como Google o Facebook no explotan solo a les empleades —trabajo dentro de las plataformas, lo llamaríamos con el léxico usado más arriba—, sino también a les usuaries, para quienes la tasa de explotación es máxima, ya que no perciben ninguna compensación por el tiempo que pasan en red y que entrega preciosas informaciones a las plataformas. Este punto de vista, según el cual todo segmento de tiempo que se pasa en plataformas como Google o Facebook es plustrabajo apropiado por las empresas, ha sido criticado por no tener en debida cuenta la importancia crucial de la dimensión financiera del capitalismo de plataformas (Arvidsson y Colleoni, 2012). El hecho de que muchas de las plataformas austeras, solo para hacer el ejemplo más evidente, dependen más de los financiamientos que pueden atraer, dada su posición privilegiada en la acumulación de datos y la esperanza de ganancias futuras, que de los ingresos por los servicios que proveen en el momento actual, parece confirmar lo acertado de esa crítica.
Desde una perspectiva que se sitúa en el lado diametralmente opuesto de la crítica de la economía política, el economista italiano Carlo Vercellone (2020) plantea que lo que está en juego en el capitalismo de plataformas no es la simple suma de plusvalores individuales, sino el producto de la cooperación del trabajo, de la inteligencia colectiva de una multitud de prosumidores —concepto elaborado por Alvin Toffler (1980) para indicar personas que son a la vez productores y consumidores—. En este sentido, cualquier interacción entre usuarios o de un usuario con una plataforma que produce valor, aunque después de muchas mediaciones, se debe considerar trabajo. De esta manera, en el marco de un proceso de datificación, definido por Flavia Costa (2021) como la conversión de todo lo existente en dato, el simple hecho de existir se vuelve trabajo, en la medida en que es fuente de datos que son apropiables y vendibles.
Los debates teóricos sobre el trabajo digital cobran más relevancia a la luz de las traducciones que pueden llegar a encontrar y a alimentar en un modelo en pleno desarrollo: tanto en las experiencias de usos alternativos de las plataformas, incluyendo las llamadas “plataformas cooperativas” —aun chocando con el problema de la propiedad privada de la infraestructura material necesaria para que una economía de plataforma se desarrolle (cables submarinos y satélites de propiedad de Google)— como en las luchas que se están dando en todo el mundo, incluyendo a América Latina y a Argentina, por ahora sobre todo en las plataformas austeras, como aquellas de delivery, pero que podrían extenderse a otros tipos.
Arvidsson, A. y Colleoni, E. (2012). “Value in Informational Capitalism and on the Internet”. The Information Society: An International Journal, 28 (3), pp. 135-150. doi: 10.1080/01972243.2012.669449
Casilli, A. (2019). En attendant les robots. Enquête sur le travail du clic. Paris: Seuil.
Costa, F. (2021). Tecnoceno. Algoritmos, biohackers y nuevas formas de vida. Buenos Aires: Taurus.
Fuchs, C. (2011). “Labor in Informational Capitalism and on the Internet”. The Information Society: An International Journal, 26 (3), pp. 179-196. doi: 10.1080/01972241003712215
Helmond, A. (2015). “The Platformization of the Web: Making Web Data Platform Ready”. Social Media + Society, 1 (2). doi: 10.1177/2056305115603080
Koskinen, K., Bonina, C. y Eaton, B. (2019). “Digital Platforms in the Global South: Foundations and Research Agenda”. En P. Nielsen, H. C. Kimaro (Eds) Information and Communication Technologies for Development. Strengthening Southern-Driven Cooperation as a Catalyst for ICT4D. doi: 10.1007/978-3-030-18400
Mandariaga, J., Buenadicha, C., Molina, E. y Ernst, C. (2019). Economía de plataformas y empleo. ¿Cómo es trabajar para una App en Argentina?. Buenos Aires: CIPPEC-BID-OIT.
Míguez, P. (2020). Trabajo y valor en el capitalismo contemporáneo. Los Polvorines: UNGS.
Parker, G., Van Alstyne, M. y Choudary, S. (2016). Platform Revolution: How Networked Markets Are Transforming the Economy – and How to Make Them Work for You. New York: Newton.
Srnicek, N. (2018). Capitalismo de plataformas. Buenos Aires: Caja Negra.
Terranova, T. (2000). “Free Labor. Producing Culture for the Digital Economy”. Social Text, 18 (2), pp. 33-58. doi: 10.1215/01642472-18-2_63-33
Toffler, A. (1980). La tercera ola. Barcelona: Plaza & Janés.
Vecchi, B. (2017). Capitalismo delle piattaforme. Roma: Manifestolibri.
Vercellone, C. (2020). “Les plateformes de la gratuité marchande et la controverse autour du Free Digital Labor: une nouvelle forme d’exploitation?”. Information et Communication. Revue ouverte d’ingénierie des systèmes d’information, 2 (1).
Ver también
Cadena de bloques, Ciberespacio, Inteligencia artificial, Legalización, Resistencia, Tecnoceno, Trabajo, Trabajo (fin del), Transición digital
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
ORCID: 0009-0002-3144-6323
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
ORCID: 0009-0000-1476-6398
Capitalismo de vigilancia –Survailance Capitalism– es un concepto acuñado por Shoshana Zuboff, profesora emérita de la Harvard Business School. Para definirlo, Zuboff enumera los siguientes rasgos distintivos:
1. Un nuevo orden económico que reclama para sí la experiencia humana como materia prima gratuita aprovechable para una serie de prácticas comerciales ocultas de extracción, predicción y ventas.
2. Una lógica económica parasitaria donde la producción de bienes y servicios se subordina a una nueva arquitectura global de modificación conductual.
3. Una mutación inescrupulosa del capitalismo caracterizada por grandes concentraciones de riqueza, conocimiento y poder que no tienen precedente en la historia humana.
4. El marco fundante de una economía de la vigilancia.
5. Una amenaza tan importante para la naturaleza humana en el siglo XXI como lo fue el capitalismo industrial para el mundo natural en los siglos XIX y XX.
6. El origen de un nuevo poder instrumentalizador que impone su dominio sobre la sociedad y plantea alarmantes contradicciones para la democracia de mercado.
7. Un movimiento que aspira a imponer un nuevo orden colectivo basado en la certidumbre absoluta.
8. Una expropiación de derechos humanos críticos que perfectamente puede considerarse como un golpe desde arriba: un derrocamiento de la soberanía del pueblo. (Zuboff, 2020: 8)
En la sociedad en red, la comunicación fluye de manera incesante, diseminando las huellas de la vida de las personas por el tejido tecnológico. La exposición pública y la vida privada pueden ser grabadas y recopiladas como datos que se pueden interpretar para influir sobre los deseos, aspiraciones y necesidades de cada ser humano. Así, en la era digital, la información sobre y de las personas deviene en insumo estratégico para la creación de riqueza y de poder. Zuboff designa a este paradigma emergente como capitalismo de vigilancia, porque la manipulación de grandes volúmenes de datos (Big Data) pone en marcha una lógica de acumulación que monetiza la intimidad y habilita la manipulación de los comportamientos (Zuboff, 2015: 75-98).
¿Por qué “de vigilancia”? Porque el acceso a la intimidad de las personas a través de la extracción de su información privada y la posibilidad de manipularla para influir en sus comportamientos abren las puertas a formas novedosas, intrusivas y sofisticadas de control social. La entronización de este paradigma se produce en un contexto sociocultural que ha naturalizado la idea de seguridad y, a la par, la de vigilancia, como componentes centrales de nuestra cotidianeidad. Para describir esta realidad, David Lyon utiliza el concepto “cultura de vigilancia”. Lo explica así:
La vigilancia se está convirtiendo en un modo de vida. De allí que hablemos de cultura de vigilancia. Ya no es simplemente algo externo que incide en nuestras vidas. Es algo que los ciudadanos cotidianamente cultivan, gestionan –de buena gana o no, con intención o no–, incluso inician y desean. (Lyon, 2017: 824-842)
De acuerdo con Lyon, la cultura de la vigilancia es un producto de la modernidad digital. Sin embargo, ha dejado de representar un aspecto institucional o un modo mejorado del control social para pasar a ser “una realidad y una dinámica que se interioriza y que forma parte de nuestro estilo de vida cotidiano”. El factor determinante en la articulación de la “cultura de vigilancia” es la disposición de las personas a participar activamente de mecanismos y procedimientos que regulan su propia vigilancia como la de los demás y en su entorno. “La vigilancia se ha convertido en una forma de ver, una forma de ser”, sostiene Lyon, y agrega que las estrategias de vigilancia (corporativas y estatales), mediadas por tecnologías más rápidas y potentes cada vez, hacen foco en la vida cotidiana de las personas, aprovechando la “creciente dependencia de lo digital”.
Siva Vaidhyanathan (2011) describe el rol de Google –“nave nodriza” del capitalismo de vigilancia, según Zuboff– y propone el concepto de cryptopticon. Vaidhyanathan sugiere una analogía con el modelo foucaultiano del panopticon benthamiano: si en el panopticon la amenaza de una vigilancia constante impide que la gente actúe, en el cryptopticon se anima a la gente a expresarse “libremente” para producir así tantos datos confiables sobre sí mismos como sea posible. En concordancia, Byung-Chul Han (2014: 43) señala que, si a los reclusos del panóptico benthamiano se los mantenía aislados sin permitirles hablar entre ellos, a los residentes del panóptico digital se los estimula a comunicarse de manera intensa: “se desnudan por su propia voluntad” y, así, participan activa y libremente en la construcción del nuevo panóptico.
Según el prisma con el que se lo aborde, el capitalismo de la información puede conceptualizarse de distintos modos; por ejemplo: capitalismo de plataformas, economía de la atención, semiocapitalismo, capitalismo cognitivo. Sin embargo, ninguna de estas aproximaciones consigue dar cuenta de la potencialidad disruptiva y amenazadora de esta nueva forma de capitalismo en relación con la democracia y el orden liberal como sí lo hace la noción de capitalismo de vigilancia. En efecto, esta categoría pone de relieve que las tecnologías que hacen visible la intimidad y posibilitan la predicción del comportamiento humano conllevan severos efectos políticos, ya que abren paso a la instrumentación de nuevos y poderosos dispositivos de vigilancia, control y disciplinamiento social. Como advierte Zuboff:
El asalto sobre los datos, acerca de los modos y el comportamiento del día a día de las personas, es tan amplío que las dudas ya no se pueden circunscribir al concepto de privacidad y a sus efectos. Ahora estamos ante otro tipo de desafíos, que amenazan las bases mismas del orden liberal-moderno, definido a partir del principio de libre determinación de las personas, de los ideales de la igualdad social; del derecho a la identidad personal, la autonomía y el razonamiento moral. Son retos que impactan sobre la integridad política de las sociedades y el futuro de la democracia. (2015: 75-98)
Si los datos son la fuente de riqueza en la era de la revolución digital, el hecho de que los proveedores capacitados para obtenerlos, almacenarlos, manipularlos y distribuirlos sean un reducido grupo de corporaciones de los países centrales, señala la inminencia de una nueva dinámica de transferencia de riqueza desde el Sur al Norte. El capitalismo de vigilancia recrea y profundiza condiciones estructurales que provocan la subordinación política y económica de los países del Sur.
Como pusieron de manifiesto las filtraciones de información secreta de agencias gubernamentales de Estados Unidos que realizó Edward Snowden, las operaciones de ciberinteligencia que permiten las Tecnologías de la Comunicación y la Información que aplican recursos de Inteligencia artificial (TIC+IA) no solo persiguen objetivos políticos, sino también económicos e institucionales en función de los intereses de gobiernos y corporaciones del centro, operaciones que sirven para consolidar y acentuar sus ventajas en el marco de sus relaciones asimétricas con los países de la periferia (Greenwald, 2014).
Como sostiene Sadin, la vigilancia digital securitaria puesta en evidencia por las denuncias de Snowden convive con el uso de técnicas previstas para actuar sobre las personas, para incidir en sus emociones y afectar sus comportamientos, prácticas que representan una transición de la vigilancia a prácticas potenciales de administración automatizada de las conductas (Sadin, 2018: 98). De acuerdo con este autor: “La interpretación industrial de las conductas se convirtió en el pivote principal de la economía digital”. De la “administración robotizada de las cosas” emerge la “economía del comportamiento” (Sadin, 2018: 84).
La expansión global del “paradigma Silicon Valley” (la “siliconización del mundo”, según la fórmula de Sadin) internacionalizó este tipo de prácticas securitarias. El desarrollo del programa “crédito social” en China, un sistema de calificación crediticia financiera que opera examinando la huella digital de las personas, es un ejemplo elocuente de ello.
Como gran parte de la literatura sobre tecnopolítica, el concepto capitalismo de vigilancia proviene de los países centrales. Sin embargo, lleva implícita una dimensión geopolítica y, si bien describe una lógica de acumulación global, permite dar cuenta de un renovado mecanismo de asimetría de poder. El sustrato teórico y el andamiaje tecnológico que implica el tipo de vigilancia promovido por centros de conocimiento y corporaciones del Norte legitiman los sesgos que encubren sus intereses y objetivos económicos y políticos. Por un lado, la masiva captación de información de las sociedades del Sur permite un renovado, pormenorizado y muy eficiente mapeo de sus realidades. Una cartografía digital que las visibiliza y desnuda. Esa información, que es estratégica, circula por servidores de Estados Unidos y tiene domicilio físico en “nubes” situadas allí. Por otro lado, la dependencia tecnológica respecto a las grandes corporaciones de los países centrales genera una geopolítica de los proveedores que convierte a los gobiernos y empresas del Sur en consumidores-subordinados, que los lleva a reproducir un vigorizado ciclo de dependencia.
Esa geopolítica de los proveedores resignifica al Estado en los países periféricos como articulador de un tipo de capitalismo (de vigilancia) que promueve la privatización velada de servicios públicos, a través de un vínculo que lo transforma en garante y gestor del desembarco territorial de las grandes tecnológicas y de la puesta en marcha de un modelo de negocios que activa un proceso de transferencia masivo de datos, la nueva riqueza. Desde esta perspectiva, se habla de un nuevo tecnocolonialismo. Andrés Tello lo explica así:
El colonialismo siempre tuvo una dimensión tecnológica, pero el nuevo tecnocolonialismo se constituye principalmente a partir de la expansión global de tecnologías digitales mediante las cuales un puñado de empresas –mayoritariamente hoy en Silicon Valley–, despliegan al mismo tiempo un régimen de acumulación por desposesión de datos masivos y un oligopolio del creciente y lucrativo mercado de la gestión algorítmica de las conductas y la atención. En otras palabras, el carácter inédito del tecnocolonialismo se define por su empleo de tecnologías de Inteligencia Artificial para la intensificación del capitalismo. (Tello, 2020: párrafo 33)
A la luz de estas reflexiones, puede resultar productivo enfocar la noción capitalismo de vigilancia con el prisma de análisis que provee el concepto-categoría “conocimiento situado” de Donna Haraway (1995). Se trata de abordar este nuevo tipo de capitalismo desde las perspectivas políticas, económicas, sociales y culturales específicas del Sur para identificar sus resultados concretos y potenciales. Las tecnologías de vigilancia y el uso del Big Data programados por compañías del Norte deben interpretarse en función de nuestras realidades para evitar su incorporación acrítica, advirtiendo que representan estrategias que habilitan procedimientos que no solo profundizan las asimetrías entre los Estados, y entre estos y las grandes compañías tecnológicas, sino también entre los distintos grupos sociales.
Greenwald, G. (2014). Sin lugar dónde esconderse: Edward Snowden, la NSA, y el estado de vigilancia en Estados Unidos. Barcelona: Ediciones B.
Han, B-Ch. (2014). Psicopolítica. Barcelona: Herder.
Haraway, D. (1995). Saberes localizados: la cuestión de la ciencia para el feminismo y el privilegio de perspectiva parcial. Universidad Estadual de Campinas: Cuadernos Pagu.
Lyon, D. (2017). “Surveillance culture: engagement, exposure, and ethics in digital Modernity”. In International Journal of Communication, November.
Sadin, E. (2018). La siliconización del mundo. Buenos Aires: Caja Negra.
Tello, A. (2020). “Aceleración y desajuste. Un diálogo colectivo sobre técnica, algoritmo y digitalización de la vida cotidiana desde el Cono Sur”. En La Fuga, Chile. otoño de 2020. Recuperado el 21 de enero de 2021 de https://lafuga.cl/aceleracion-y-desajuste-un-dialogo-colectivo-sobre-tecnica-algoritmo-y-digitalizacion-de-la-vida-cotidiana-desde-el-cono-sur/1058
Vaidhyanathan, S. (2011). The googlization of everything (And why we should worry). Berkeley: University of California Press.
Zuboff, S. (2020). La era del capitalismo de vigilancia. Barcelona: Paidós.
— (2015). “Big Other: Surveillance Capitalism and the Prospects of an Information Civilization”. Journal of Information Technology, 30, 75-89. Disponible en https://ssrn.com/abstract=2594754
Ver también
Capitalismo de plataformas, Ciberespacio, Geopolítica de las redes, Guerra cognitiva, Inteligencia artificial, Transición digital
Capitaloceno6
Binghamton University
ORCID:0000-0002-7237-9895
Nos mintieron. Siempre que leemos, vemos o escuchamos la descripción típica de la crisis climática es algo parecido a: “La sociedad humana es la causante del cambio climático” (tomado del informe más reciente del IPCC). El cambio climático es antropogénico. La frase se repite hasta el hartazgo. La repiten académicos, periodistas, las principales organizaciones ambientalistas y las instituciones líderes de la burguesía transnacional, como el Foro Económico Mundial. ¿Qué persona, en su sano juicio, y habiendo examinado las pruebas, se atrevería a decir lo contrario?
Sin embargo, resulta que cada vez son más los que están dispuestos a alertar sobre este disparate. Para los activistas e intelectuales disidentes, hay un abismo de diferencia entre la idea de que “la humanidad” es la causante de la crisis climática (antropogénica) y la realidad: que algunos humanos la han causado. Empíricamente hablando, la realidad no está puesta en duda. Así como sabemos quiénes fueron responsables y se beneficiaron del comercio esclavista —en algunos casos, hasta conocemos el nombre de familias y firmas puntuales—, también sabemos quiénes son los responsables de la crisis climática, y quiénes han lucrado gracias a ese impulso letal hacia el infierno planetario. Como dijo el cantante de folk radical Utah Phillips: sabemos quiénes son los responsables, tienen nombre y dirección. Ese es el espíritu de la crítica radical al ambientalismo de los ricos y al superconcepto del Antropoceno. Para estos radicales, la crisis climática no es antropogénica, sino capitalogénica: “provocada por el capital”.
Por lo tanto, el Capitaloceno no es un simple juego de palabras como los que atraen a los intelectuales burgueses hace largo tiempo. Se trata de una geopoética —en sentido literal, una poética de la Tierra— que desnuda las “ideas dominantes” (para tomar una expresión de Marx y Engels) más poderosas del capitalismo. Desde sus orígenes en la conquista y mercantilización de las Américas a partir de 1492, la ideología imperial-burguesa ha forjado no uno, sino muchos proyectos civilizatorios. De Irlanda a Brasil y México, los nuevos imperios capitalistas inventaron un sistema ideológico que definiría épocas enteras. Se trató sencillamente (aunque la historia nunca es sencilla) de una nueva cosmología que reimaginó el cosmos como una colisión: del hombre contra la naturaleza. Hoy ese imaginario es el dominante en el ambientalismo de los ricos y su complejo industrial del Antropoceno. Fue tarea del imperio —y sus civilizadores iluminados— asumir la responsabilidad moral de la supervisión racional y la gestión activa de la naturaleza. Desde 1492, desde los “albores” de la ecología-mundo capitalista, cada gran era de imperialismo y acumulación necesitó de esta santa trinidad ideológica —y reinventó sus términos específicos—: civilización, hombre y naturaleza.
Una naturaleza que poco tenía que ver con nuestra comprensión de la trama de la vida en el sentido habitual. Podrían escribirse en mayúsculas: Civilización, Hombre y Naturaleza. La tesis del Capitaloceno insiste en que estas son las palabras más peligrosas del léxico burgués. No solo encubren, sino que legitiman y facilitan la violencia sangrienta del desarrollo capitalista y la acumulación militarizada; estas palabras clave del imperialismo ganaron terreno en la primera gran crisis climática del capitalismo y su consiguiente “solución climática” (1550-1700). Fueron principios emergentes de los proyectos civilizatorios que dieron origen al fetiche “Europa” y su antónimo funcional: la América “incivilizada” y “salvaje”.
En el centro de ese fetiche civilizatorio —precondición histórica del fetiche de la mercancía— se halló una estrategia de acumulación completamente nueva: la naturaleza barata.7* Sus prioridades fundamentales eran, y siguen siendo, dobles: reducir mediante la violencia el costo de la fuerza de trabajo, el alimento, la energía y las materias primas necesarias para aumentar la tasa de ganancia; devaluar violentamente la “valía” del trabajo humano y extrahumano y de los trabajadores. Así, la naturaleza no solo se volvió una “idea dominante”, sino también una abstracción dominante, hilo conductor de la praxis imperialista. Desde 1492, la naturaleza ha pasado a ser todo aquello que la burguesía imperial no quiere pagar: trabajo, vida, recursos, úteros, lo que se les ocurra (von Werlhof).
La lógica de la naturaleza barata nutre al naturalismo burgués. Banqueros y reyes, sacerdotes y hacendados, soldados y mercaderes capturaron y alentaron esta lógica de modo que se ha convertido en la premisa geocultural de la invención del racismo y el sexismo modernos después de mediados del siglo xvi. En la iluminadora formulación de Federici, las humanas se convirtieron en mujeres, las “salvajes de Europa”. Como consecuencia, el trabajo feminizado se convirtió en “trabajo de las mujeres” y el trabajo de las mujeres fue redefinido como “no trabajo”. Fueron encerradas en, y redefinidas a través de, “lo natural”: lo que no merece remuneración. En otras palabras, la naturaleza pasó a ser un proyecto de clase imperial, de superexplotación, que valora la ganancia por sobre todas las cosas: extender el día laboral para las humanas aprisionadas en la abstracción “mujer” devaluando su trabajo sociobiológico. Únicamente con la aceptación del proyecto civilizatorio —y su lógica de “domar” a la mujer “salvaje” (Shakespeare)— las mujeres se han podido redimir mediante el trabajo no pago, sobre todo a través del régimen de cuidado barato que garantizó el nacimiento y el cuidado devaluado de los trabajadores que hacen posible el capitalismo.
Por esto, la tesis del Capitaloceno no solo es una crítica de clase, antiimperialista y epistemológica de la cosmología hombre versus naturaleza del Antropoceno: es una crítica ideológica. Identifica al capitalismo como un modo de (re)producción que depende del capitalismo como “modo de pensamiento”, y a la vez le da forma. Este modo de pensamiento no solo produce dualismos creadores de mundos, como mente y cuerpo, humanidad y naturaleza, hombre y mujer, blanco y no blanco, civilizado y salvaje, sino que los entiende como una dialéctica de dominación geocultural (racismo, sexismo, etcétera) y explotación de clase.
El uno por ciento siempre supo cómo desenterrarse a sí mismo movilizando a sus tropas, sacerdotes (de la iglesia, del desarrollo) y financistas a las fronteras. Estas fronteras —al menos las suficientemente extensas como para establecer una nueva era dorada del capitalismo— ya no existen. Están cercadas, agotadas. Pero la estrategia de la frontera persiste, como un zombi. El impulso hacia la superexplotación, característico de las expansiones imperialistas del pasado, se repite hoy día (¿cómo farsa?). El permanente resurgimiento del etnonacionalismo y la militarización de las fronteras, por no mencionar la guerra interimperialista, es una respuesta al fin de la naturaleza barata. Ha comenzado una nueva fase de lo que Lenin llamó las “guerras de redivisión”.
Sin embargo, no es suficiente reafirmar las verdades eurocéntricas sobre la lucha de clases ni combinarlas con nociones reificadas de raza, combustibles fósiles, desechos o crecimiento. Claro que hay una lucha de clases, una lucha mundial sobre la forma que adoptará la transición poscapitalista en curso. Pero para dar cuenta del Capitaloceno será necesario conceptualizar y mapear estas y otras dinámicas tal como se manifiestan en sus relaciones “realmente existentes”. Para ello es fundamental una dialéctica de múltiples capas en la cual hay dos grandes momentos que cobran enorme trascendencia. Uno es la conexión entre las ideologías opresivas del capitalismo, las prácticas que estas habilitan, y la interminable acumulación del capital. El otro es la conexión entre el capitalismo como proyecto y el proceso ecohistórico de las tramas de la vida que incluyen a la sociedad de clases y la lucha de clases, pero que también, y cada vez más, dan forma a las trayectorias de la guerra interimperialista y la lucha de clases global.
Volvemos al principio. El Capitaloceno depende de sucesivos proyectos civilizatorios que buscan generar nuevas oportunidades para lucrar a costa de la naturaleza barata: una estrategia de valorización (económica) y devaluación (geocultural). Desde 1492, los proyectos civilizatorios han girado en torno a una naturaleza que incluye a la mayoría de los humanos. Esa naturaleza es una abstracción dominante que está en el núcleo de los proyectos cristianizantes, civilizatorios y desarrollistas. Expresa el naturalismo burgués-imperial —a menudo bajo el signo de la ley natural— que ha animado la contrainsurgencia y la contrarrevolución desde Thomas Malthus e incluso desde antes. La naturaleza es la materia prima conceptual que conforma los martillos ideológicos de la superexplotación racializada, de género y colonial. Esa superexplotación no es un choque de civilizaciones, sino una lucha de clases. Es una estrategia cuyo objetivo es aumentar la tasa de explotación (de la plusvalía), no solo mediante la restructuración sociotécnica, sino elevando la tasa de apropiación: la extracción del trabajo no pago de “las mujeres, la naturaleza y las colonias” (al decir de Maria Mies). Al mismo tiempo, esos proyectos civilizatorios se han visto cuestionados, alterados e incluso temporalmente revertidos por tramas de la vida desobedientes, revueltas y contenciosas, entre ellas, las grandes luchas de liberación, los movimientos de trabajadores y las revoluciones socialistas de la modernidad.
Hoy en día, el identitarianismo neoliberal, que nos dice que las fracturas del mundo son una mezcla caótica de opresiones autónomas —y no el resultado del “divide y reinarás”, “define y reinarás” de la burguesía mundial— está detonando y desgastándose al mismo tiempo. A medida que los movimientos etnonacionalistas de derecha ganan terreno, también lo hacen las posturas radicales que entienden que las desposesiones y los cercamientos “locales” nunca son localizados. Existe una conciencia emergente —a la que el Capitaloceno pretende contribuir— de que es necesario trascender el capitalismo, que su dictadura biosférica debe cuestionarse mediante nuevas formas de internacionalismo que unan a trabajadores pagos y no pagos, humanos y extrahumanos. Sólo una imaginación dialéctica, que valore la diferencia dentro de las unidades conectivas histórico-mundiales, puede brindar una base histórica real para la unidad diferenciada del proletariado, el femitariado y el biotariado.
En el cálculo final, los proyectos civilizatorios de la modernidad deben dar rédito. El genio de Marx consistió en vincular el análisis económico de la acumulación con la sociología de la formación de clases y la lucha de clases. Un hecho menos valorado pero igualmente importante es que Marx demostró que todo momento de la explotación de clase en el capitalismo —la lucha por la plusvalía— es irreductiblemente socioecológico. El metabolismo de la crisis climática es, siguiendo este razonamiento dialéctico, una lucha de clases en la trama de la vida. A esto agregaría: cada momento de “valorización” en su momento económico depende de momentos aún más expansivos de devaluación y de apropiación de trabajo no pago. Esa acumulación por apropiación es fundamental para la acumulación del capital. La devaluación es la lógica geocultural de la naturaleza barata. Es el campo de batalla ideológico del racismo, el sexismo y las múltiples dinámicas opresivas que se desprenden del proyecto civilizatorio. El proletariado mundial (en realidad, un semiproletariado que comprende diversos precariados y clases de trabajo agrarias) depende del femitariado y el biotariado global y se superpone a ellos. Una estrategia revolucionaria contra la crisis climática tendrá que vérselas seriamente con esta unidad contradictoria de vida y trabajo valorizados y devaluados. Tendrá que vincular las contradicciones del “tiempo de trabajo socialmente necesario” con las fuentes socialmente necesarias de trabajo no pago.
La división de clases del Capitaloceno depende del apartheid climático y el patriarcado climático. Estos forman una totalidad asimétrica, que se refuerza mutuamente. No están separados ni son autónomos: se hallan en relación dialéctica y son inconmensurables; sus diferencias materiales, biológicas e ideológicas forman una “rica totalidad con múltiples determinaciones” (Marx). Sin embargo, la actual crisis climática no es la causa, sino el resultado de esta rica totalidad y su trinidad histórico-mundial: la división climática de clases, el apartheid climático y el patriarcado climático. Sobre todas las cosas, esta trinidad es una estrategia de acumulación y, por ende, una estrategia de dominación de clase. Sin la acumulación continua y la hegemonía capitalista, no hay capitalismo; sin el apartheid climático y el patriarcado climático no hay acumulación ni hegemonía burguesa.
Y aquí podemos volver una vez más a nuestros viejos amigos, Marx y Engels. Con su ayuda podemos imaginar un materialismo histórico en la trama de la vida. Entre sus perdurables contribuciones está la insistencia en captar que la diversidad de la vida (de la que, nos recuerdan, “toda historiografía tiene necesariamente que partir”) está dentro, fuera y entre las expresiones específicas de la colectividad humana. Los humanos, como toda forma de vida, son una especie creadora de ambiente, al igual que lo son las organizaciones humanas como las familias o los centros financieros. La vida es el tejido conectivo que está dentro, fuera, entre: constituye la organización humana, y la organización humana —de forma despareja y modesta, pero hoy en día masiva— constituye la trama de la vida.
Invocar al Capitaloceno en el espíritu de Marx y Engels es implicar al internacionalismo socialista y a la justicia planetaria. Esta justicia es, a su vez, la liberación de todas las formas de vida de la tiranía del trabajo capitalista o no es nada. Es la visión de un socialismo del biotariado, por la construcción de un “Proletaroceno” (Salvage Collective). Exige la emancipación del proletariado, el femitariado y el biotariado, de modo que un ataque contra uno es un ataque contra todos (para tomar prestado un eslogan del movimiento obrero estadounidense). Soy muy consciente de que estas luchas emancipatorias han sido y seguirán siendo desiguales. Sin embargo, no podemos avanzar sin un internacionalismo de la clase trabajadora que enfrente la división de clases climática, el apartheid climático y el proletariado climático como una “rica totalidad”, siempre con y dentro de las tramas de la vida que han sido degradadas y alienadas. Recordemos que el corolario dialéctico afirmativo de la observación de Marx sobre la degradación capitalista del “suelo y el trabajador” es este: el “metabolismo social” es el terreno de la lucha de clases. La burguesía lo ignora. Ellos creen en la Gran Mentira. Nosotros no tenemos por qué hacerlo.
Moore, J. W. (2020). En H. Machado Aráoz y M. L. Navarro (comps.), La trama de la vida en los umbrales del Capitaloceno. México: Bajo Tierra Ediciones.
— (2020). El capitalismo en la trama de la vida: ecología y acumulación del capital (Trad. M. J. Castro Lage). Madrid: Traficantes de Sueños.
Ver también
Ambiental (crisis), Cero neto para 2050, Chthuluceno, Desarrollo, Equidad intergeneracional, Extinción, Extractivismo, Narcopolítica / necropolítica, Naturaleza (relaciones sociales con la), Neologismo, Plantacionoceno, Poscapitalismo, Tecnoceno
Western Sydney University
El cero neto para 2050 se presenta como la forma de solucionar el cambio climático y reducir las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI), con objetivos específicos, tal como lo es el “cero neto” para 2050 (Burke y Fishel, 2020). Esta entrada analiza críticamente el concepto de “cero neto” con el propósito de comprender la potencia, el origen y los efectos en la situación global, dada la urgencia de actuar con respecto al calentamiento global y el inicio del sexto gran evento de extinción.
En primer lugar, la expresión cero neto se utiliza principalmente como un sustantivo o concepto que demarca la igualación de los GEI entre emisiones y absorción, hasta llegar a cero (Allen et al., 2022). El CO₂ es el GEI más ampliamente discutido y tratado. La expresión también se usa para adjetivar unidades demarcadas como máquinas, casas, rascacielos, regiones urbanas, propiedades, ciudades, países y regiones. Por lo tanto, la noción está relacionada con la evaluación de dichas unidades y la demostración de cómo se ha logrado cero neto, tanto en términos de las emisiones iniciales de GEI como de su perfil de emisiones operativas continuas. La cantidad inicial de emisiones de CO₂ liberadas en la construcción de un edificio (por ejemplo, en materiales, transporte y sistemas de construcción) se conoce como “carbono incorporado” (Peters, 2010). La entrada divide el análisis del término cero neto en tres secciones, exponiendo las formas en que la expresión, tan importante para nuestra supervivencia en el planeta Tierra, es utilizada por diferentes partes, dada su creciente frecuencia en nuestro vocabulario global (Figura 1). Este análisis crítico pretende permitir a los lectores sacar sus propias conclusiones sobre el cero neto y contemplar la forma en que deba ser usado en las futuras teorizaciones sobre cambio climático y social.
Figura 1. Una línea de tiempo que muestra la frecuencia de artículos de investigación que utilizan los términos “neto cero” o “cero neto” en sus títulos, resúmenes o palabras clave, y eventos históricos relevantes. Usado con permiso (Loveday, Morison & Martin, 2022: 7).
Anti cero neto. Existe una coalición vagamente unida de activistas de derecha que suelen actuar como trolls y críticos en Internet (además de ser políticos populistas) y que se oponen por completo al cero neto, caracterizándolo como otra imposición del “gobierno global” y de las grandes organizaciones que interfieren en la vida de la gente común. Esta coalición de críticos anti cero neto viene de negar por años el cambio climático y de rechazar iniciativas oportunas en la materia, por ejemplo en mandatos de la ONU o en regulaciones de grandes entidades como la Unión Europea (Carter y Pearson, 2022). Uno de los argumentos de los populistas anti cero neto, que a menudo asocian el movimiento hacia el cero neto con otras políticas y mandatos gubernamentales como los impuestos para financiar cuestiones ambientales o el impuesto sobre los combustibles fósiles, es que los procesos naturales extendidos ya absorben dióxido de carbono, como la fotosíntesis de las plantas, la descomposición de la materia vegetal en el suelo y la conversión por las algas del dióxido de carbono en biomasa. Por lo tanto, los protagonistas anti cero neto argumentan que, en el contexto de tales procesos de absorción de dióxido de carbono generalizados y a gran escala, la imposición humana de un objetivo de cero neto para 2050 carece de sentido y utilidad. En resumen, el grupo anti cero neto niega los efectos del cambio climático antropogénico y apuesta a la naturaleza como fuerza de equilibrio para corregir la cantidad de GEI en la atmósfera a largo plazo.
Pro cero neto. La respuesta más simple a la coalición anti cero neto es que no es científicamente correcta. De hecho, según el estudio científico de los datos disponibles, estamos alcanzando niveles de dióxido de carbono que no se veían en la atmósfera en los últimos veinte millones de años (Inglis et al., 2015). Del mismo modo, las temperaturas globales están aumentando, y aunque es cierto que diversos factores pueden causar un aumento de la temperatura atmosférica (por ejemplo, actividad volcánica), una evidencia abrumadora apunta a que la actividad antropogénica provoca el calentamiento global. Dada esta situación, los defensores del pro cero neto utilizan la expresión “cero neto” para abordar la situación con seriedad, buscando evitar el nivel de calentamiento global que ocurrirá si no actuamos lo suficientemente rápido para reducir las emisiones de GEI; ver royecciones de calentamiento para 2100,: emisiones y calentamiento esperado basado en compromisos y políticas actuales del Climate Analytics y New Climate Institute. (CAT, 2020).
Dadas las realidades científicas sobre los GEI y los probables resultados del calentamiento global no controlado, como incendios forestales, sequías generalizadas, fallos en los cultivos, inundaciones, aumentos del nivel del mar, extinciones masivas, migración humana causada por el cambio climático y las convulsiones económicas y sociales resultantes de estos factores, el grupo pro cero neto utiliza el término “cero neto” como eslogan o punto de referencia para hacer “algo” en relación con el cambio climático antropogénico. Ahora bien, ¿cómo podemos abordar de la mejor manera el cambio climático y el calentamiento global, una vez que comprendemos la gravedad del problema y la necesidad de alcanzar el cero neto como una cuestión urgente para evitar extinciones masivas, incluida la nuestra? Para responder a estas preguntas, haré referencia a las tres ecologías visionarias de Félix Guattari (1996); ello permitirá dividir la respuesta de los grupos a favor del “neto cero” en tres niveles interconectados:
i) Ecología existencial: Guattari (1996) se sintió fascinado por el existencialismo y la fenomenología y dedicó su tiempo a reconciliar perspectivas subjetivas con asuntos políticos, sociales y ecológicos. En este sentido, el concepto de cero neto debe formar parte del sistema de creencias de uno y ocupar un lugar central en su postura subjetiva en/sobre el mundo. Por lo tanto, uno debe conciliar su estilo de vida con el tema de la emisión de gases de efecto invernadero. Deberían considerarse opciones como el uso de innovaciones orientadas a la sostenibilidad (SOI) en la vivienda para reducir el consumo de electricidad, por ejemplo, mediante el uso de paneles solares en el techo o la implementación de un Sistema de Gestión de Edificios (BMS) que regule la cantidad de energía utilizada, para que el edificio sea lo más eficiente posible en términos de energía (Baghi et al., 2021). Debería disminuir la frecuencia de los viajes aéreos. Comprar un automóvil eléctrico, cuando se pueda, debería ser una prioridad. Sin embargo, más allá de las decisiones relativas al consumo, la ecología existencial que le corresponde al cero neto establece una perspectiva y conciencia distintas en el mundo, más bien asemejadas al budismo o a la ecología profunda (Cole, 2021). Este tipo de conciencia es la que debería impregnar la vida cotidiana y priorizar la integración con los sistemas y procesos naturales, en lugar de vivir apartado de la naturaleza en un mundo irreal o derivado únicamente de los humanos.
ii) Ecología social: Además de la necesidad de reconciliar las ecologías existenciales con el cero neto está la formación social necesaria para el mismo. Vivimos en un estado de capitalismo global, donde el desarrollo de comunidades a pequeña escala con los valores locales necesarios para hacer del cero neto una realidad suele ser superado por preocupaciones globales puramente orientadas al lucro. El protagonista más conocido de la ecología social fue Murray Bookchin (2006), quien dedicó su carrera a la formación e investigación de comunidades a pequeña escala que vivían el sistema de valores de la ecología social. El problema fundamental para conciliar la sociedad en la que vivimos con el cero neto es que los factores necesarios para hacer que nuestras vidas sociales sean cero neto escapan en muchos aspectos a nuestro control. Por lo tanto, Bookchin (2006) buscó asegurarse de que las decisiones se tomaran para el bien de las sociedades a nivel local, y no a través de estructuras estatales y corporativas. Sin embargo, la réplica pragmática a la ecología social de Bookchin es que su plan de ecología social no ha sucedido y que por ende sigue inalcanzable un modelo donde los controles cero neto sean posibles (Deng, Wang y Dai, 2014). La única región del mundo que trabajó en la dirección del programa de ecología social de Bookchin es la Administración Autónoma del Norte y Este de Siria, conocida como Rojava. En esta región asolada por la guerra e inestable, se han logrado parcialmente los principios de autogobierno y toma de decisiones locales, incluida la igualdad de género y la justicia social para todos. Sin embargo, esta región no trabaja intencionalmente hacia el cero neto ni tiene una perspectiva ecológica general como su modus operandi. Por lo tanto, debemos buscar en otro lugar la implementación de la ecología social de Bookchin. La investigación en este campo me ha llevado a la idea de casas impresas en 3D en planes de cohabitación (Cole y Baghi, 2022). Las casas impresas en 3D pueden fabricarse con cero emisiones e incluir un edificio compartido con toda la tecnología necesaria para ejecutar un complejo a pequeña escala, lo que garantizaría que las emisiones se mantengan en cero. Es un concepto que requiere equipos para imprimir las casas y tecnologías como paneles solares, baterías, unidades de reciclaje y cargadores de automóviles eléctricos, compartidos por la comunidad. Esta solución para la sociedad cero neto es todavía utópica y optimista en la situación actual, pero es la mejor solución que he encontrado en la literatura de investigación en esta área.
iii) Ecologías naturales: Por último, las tres ecologías de Guattari (1996) se extienden a la naturaleza misma y a nuestra relación con ella. La forma precisa en que esto sucede dependerá por completo de nuestros entornos, de su nivel de degradación y de cómo podemos ayudar a restaurar el orden natural de lo que nos rodea, sea plantando árboles o trabajando para restaurar la salud de la tierra, para devolverle posibilidades de crecer a la diversidad de flora y fauna (Cole y Somerville, 2022). Existen diversas sugerencias sobre cómo devolverle sus derechos a la naturaleza en marcos urbanos y suburbanos, así como sobre cómo cuidar los entornos rurales, mediante el desarrollo de prácticas de agricultura pro-ecológicas. Los procesos naturales tienden a equilibrarse: como hemos mencionado anteriormente, operaciones como la fotosíntesis eliminan dióxido de carbono de la atmósfera y liberan oxígeno. Por lo tanto, devolverle cobertura vegetal a áreas de habitación humana debe ser una prioridad para cualquiera que esté a favor del equilibrio neto, y debe formar parte de la solución para combatir el calentamiento global.
Cero neto pragmático. La realidad para la mayoría de nosotros es que vivimos en un mundo donde decisiones como la de adaptar nuestra vida al cero neto no está siquiera en nuestras manos. Así es que vivimos de manera pragmática, día a día, haciendo todo lo posible para sobrevivir y prosperar, pero sin estar muy activos en relación con el cero neto (o incluso negando su importancia). Además, debemos lidiar con un aluvión de consignas que buscan llamar nuestra atención. Esta situación fue descrita de manera elocuente y visionaria por Henri Lefebvre, quien anticipó a principios de los ochenta el impacto de la semiótica ilimitada en la vida diaria, y cómo eso volvería imposible la creación de significado o el accionar social:
La vida cotidiana informatizada corre el riesgo de asumir una forma que ciertos ideólogos encuentran interesante y seductora: el átomo individual o la molécula familiar dentro de una burbuja donde se cruzan los mensajes enviados y recibidos. Los usuarios, que han perdido la dignidad de ciudadanos, ahora que socialmente solo se les reconoce como partes de servicios, perderían así lo social en sí y la sociabilidad. Esto ya no sería el aislamiento existencial del antiguo individualismo, sino una soledad más profunda, originada en la avalancha de mensajes. (Lefebvre, 2014: 275)
Esta cita resume el enfoque pragmático hacia el objetivo de cero emisiones netas como otro mensaje y señal que inunda nuestra vida diaria. La supervivencia financiera, social, profesional y familiar tiene sus propios regímenes semióticos que nos afectan en una sociedad mediatizada, en la que hay poco respiro ante el abrumador llamado a que nos involucremos a toda costa, desde lo personal y lo emocional, en el mundo de la comunicación (Jackson y Valentine, 2014). En contraste, ser pro cero neto o hacer algo significativo respecto al cambio climático puede convertirse en una prioridad menor o de poca relevancia para nuestras vidas. No creo que nadie desee seriamente los efectos negativos del calentamiento global (eventos climáticos catastróficos, hambrunas y migraciones masiva) o que se produzca por completo el sexto gran evento de extinción de la mano de los humanos; sin embargo, unirse a Extinction Rebellion o a un grupo ecologista radical para tomar medidas reales a favor del medio ambiente aún parece ser un paso lejano para la mayoría de nosotros (Cole, 2020). Sugiero que un lugar para comenzar a cambiar el futuro, a abordar el cambio climático y avanzar hacia cero emisiones netas –la tecnología para lograrlo está disponible– es a través de la educación, asegurándonos de que se lo enseñemos a la próxima generación como una prioridad, ya que es el mundo que heredarán.
En conclusión, la expresión cero neto es un indicador político, social y en cierta medida cultural para el futuro de la acción contra el cambio climático y la forma en que la sociedad se organizará en referencia a plazos específicos, como 2050. Indudablemente, la mayoría de la población humana no está activamente involucrada en la designación de este indicador o en acciones relacionadas con el mismo, pero su influencia se siente de manera extensa y se irá intensificando a medida que crece la evidencia de lo urgente. La teoría crítica es útil en este contexto, ya que muchos de los actores principales en la carrera hacia la implementación de cero emisiones netas son los gobiernos y las grandes corporaciones, expertos a la hora de enmascarar sus verdaderas intenciones con el uso del lenguaje y de los conceptos, lo que en este caso se denomina greenwashing (de Freitas Netto et al., 2020). La realidad es que para que un término como cero neto se vuelva efectivo, debe aplicarse como mencionado a través de las tres ecologías de Guattari, es decir con fuerte arraigamiento en lo vivido, lo pensado, lo sentido, y no solo a través de soluciones tecnológicas estrechas.
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Ambiental (crisis), Capitaloceno, Chthuluceno, Desarrollo, Educar, Equidad intergeneracional, Extractivismo, Innovación, Naturaleza (relaciones sociales con la), Violencia lenta
Facultad de Matemática, Astronomía, Física y Computación
Universidad Nacional de Córdoba
ORCID: 0000-0003-4416-7892
A mediados de la década de 1970 comenzó un proceso de creciente interconexión entre computadoras, lo que dio lugar a redes tanto locales como globales, con Internet como caso paradigmático. Esta nueva infraestructura, constituida por diversas capas de hardware y software, permitió nuevas formas de intermediación, pero también se constituyó en un nuevo espacio habitado por enorme y creciente variedad de entidades digitales. Una de las características fundamentales que dieron forma a esta red fue que la centralización se volvió innecesaria, ya que está basada en protocolos de transferencia de datos punto a punto que no requiere un árbitro centralizado. Si bien esto por sí solo no garantiza la horizontalidad ni la igualdad en el acceso y uso, sí ofrece condiciones para que cualquier desarrollador(a) pueda construir y compartir todo tipo de herramientas, algo que viene ocurriendo de manera profusa desde sus orígenes.
A inicios de la década de 1990, Tim Berners-Lee desarrolló un sistema de organización, actualización y acceso para estas entidades digitales, dando nacimiento a la World Wide Web (WWW) que se volvió rápidamente un standard. Uno de los motivos que lo llevó a desarrollar el lenguaje HTML y la idea de hipertexto fue disponer de mejores herramientas de manejo de la memoria. Estas ideas permitieron construir sitios interconectados, y con ello, una topología novedosa y formas de “movimiento” en una red que crece aceleradamente desde entonces. La rápida evolución de estas redes globales conlleva una integración y transformación radical de diversas esferas de la sociedad.
La noción de ciberespacio remite, en algunas de sus interpretaciones, a esta articulación tecnológica, social y cultural que funciona hoy como el principal acervo de información del mundo, pero también como espacio relacional donde se dan muchas de las interacciones sociales. El término fue popularizado por William Gibson en su novela Neuromancer (1984), donde hablaba de una “Una alucinación consensual experimentada diariamente por miles de millones de legítimos operadores”, aunque él mismo dirá, décadas después, que solo se trataba de una palabra evocativa, sin una semántica real. En el presente parece conservarse cierta ambivalencia, posiblemente necesaria para dar cuenta de un concepto difuso. El prefijo “ciber” cobró relevancia a partir del desarrollo teórico de la cibernética, escuela de pensamiento encabezada por Norbert Wiener en la década de 1940, una de cuyas ideas centrales fue la noción de control. El término proviene del griego κυβερνητικης, el timonel del barco. Con la acelerada incorporación de las computadoras en todos los ámbitos sociales, el prefijo cyber o ciber quedó asociado a ellas.
La existencia concreta del software en el mundo permitió la construcción de una enorme cantidad de niveles de abstracción que constituyen una infraestructura de intermediación general de dimensiones inéditas, a la que Benjamin Bratton llama The Stack. Esta infraestructura continúa evolucionando aceleradamente y tiene múltiples interfaces con el resto del mundo. Las múltiples capas que la componen establecen regímenes de causalidad propios y ofrecen variadas formas de interacción. Podemos llamar ciberespacio a esta infraestructura, o incluso pensarlo como condición (material) de la experiencia digital o híbrida. Las formas de experimentar lo digital, sobre todo en tanto espacio colectivo de interacción, son variadas y evolucionan muy rápidamente.
En algunos usos, se asocia ciberespacio a la idea de realidad virtual, la cual a veces es pensada como ilusoria o directamente alucinatoria, como proponía Gibson. Hay cierto dualismo en esta concepción que no parece dar cuenta de las múltiples maneras de experimentar la realidad virtual, no solo como una alucinación o ilusión, lo cual puede ocurrir en ciertas ocasiones, sino como una realidad alternativa en la que se habita con plena conciencia de su modo de existencia. Esto lleva a David Chalmers a contradecir una idea bastante difundida de que los dispositivos de realidad virtual son máquinas productoras de ilusiones. Por el contrario, afirma, son máquinas productoras de realidades.
No es posible pensar al ciberespacio como un espacio físico, no sigue sus leyes ni habilita las intuiciones espaciales cotidianas. La noción de espacio está más cerca del uso que se le da en matemática (por ejemplo, en “espacio vectorial”), donde se establece un ámbito de existencia para entidades que siguen sus leyes específicas. Pero el ciberespacio es también un lugar para la creación y, gracias a la versatilidad de los programas, para su propia y continua redefinición.
Otra de las novedades que introdujo ya Turing en la noción de computación es que todo programa puede ser también un dato (para otro meta-programa), lo cual permite incluso que un programa se cambie a sí mismo. Esta capacidad reflexiva está poco aprovechada, aún, en los sistemas actuales, pero garantiza que siempre pueden alterarse las reglas, incluso las que estructuran el ciberespacio mismo o alguno de sus subespacios. En el presente, unas pocas corporaciones informacionales mantienen una posición de gran ventaja estratégica para configurar la estructura del ciberespacio, orientando para su propio provecho los flujos de información en los que participan millones de usuarios humanos. La idea de meta-verso como una forma inmersiva y ubicua de acceso al ciberespacio parece una iniciativa más para mantener o extender la posición privilegiada de estos actores globales. Sin embargo, nada impide que proliferen desarrollos alternativos, basados en otros principios rectores, abiertos, en el sentido de facilitar las transformaciones participativas. En cierto sentido, estas alternativas ya existen en las variadas comunidades de software libre, lo que da muestra de posibilidades concretas de bifurcaciones promisorias.
Bratton, B. (2016). The Stack: On Software and Sovereignty. MIT Press
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Wiener, N. (1948). Cybernetics: Or Control and Communication in the Animal and the Machine. Paris, (Hermann & Cie) & Camb. Mass. (MIT Press).
Ver también
Alfabetización digital, Capitalismo de plataformas, Capitalismo de vigilancia, Ciberliteraturas, Educación de plataforma, Futuridad, Futuro ominoso, Geopolítica de las redes, Imagen, Inteligencia artificial, Poshumanidades, Poshumanismo, Transición digital, Transhumanismo
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
ORCID: 0009-0000-0180-1887
El concepto de ciberliteraturas adquiere gran relevancia en los últimos años en virtud de su expansión como fenómeno y de su crecimiento como espacio de creación y transgresión. Unas estéticas nuevas, vinculadas con las tecnologías, generan otra forma de producción y circulación. Tal como lo anticipaba Josefina Ludmer (2021) a partir de lo que llamaba “Lo que viene después”, se trata de las literaturas que rompen con la literatura anterior, incluso con aquellas estéticas desarrolladas a partir de los sesenta y que se consideraron experimentales. Atender a “lo que viene después” implica reconocer a la ciberliteratura no solo en la dimensión presente, a partir de las producciones que estamos observando hoy, sino como forma de proyección hacia un devenir, hacia un espacio de construcción a futuro que pugna por el desarrollo de nuevas perspectivas conforme mute la tecnología y sus posibilidades permitan otras prácticas, otras acciones, otros modos: una mirada hacia lo ulterior, al más allá de lo contemporáneo.
El origen del vocablo se relaciona con “ciberespacio”. Se utilizó por primera vez en 1982 en un relato de William Gibson titulado “Quemado Cromo” (Cleger, 2015). Este autor del llamado cyberpunk pudo así definir un espacio que aún no tenía nombre y no resultaba tan comprensible para la época, en tanto no eran prácticas imaginables navegar en internet o crear un perfil en una red social. Ciberespacio era un concepto poco asequible, debieron pasar algunos años para que la globalización de Internet y su acceso más multitudinario provocara que el término deviniera claro y comprensible y que la sociedad lograra, como dice Claudia Kozak (2015: 34), “[…] identificar con cierta facilidad un lugar o mundo presente/ausente, cotidiano pero intangible, que ha convertido en la réplica fantasmática de nuestro mundo primero”. De esta forma, la ciberliteratura nace ligada a la cuestión espacial, principalmente, a esta idea de un espacio diferente del analógico, una réplica. En este sentido lo más relevante e inmediato es resaltar que la linealidad de la página impresa es distinta, en tanto espacialidad, de aquella que puede proponer una interfaz.
Una interfaz es una forma de conexión entre el usuario y la máquina (aunque también existe la interfaz entre sistemas o entre sistemas y hardware), una acción que para nosotros es “hacer un click en Aceptar” mientras que para la máquina es un impulso eléctrico que le permite una acción determinada y compleja; en algún punto es un “traductor” que nos facilita comunicarnos tanto con el hardware como con el software. Así, una lectura o escritura mediada por una interfaz nos permite ampliar su espacialidad, ya no en una progresión lineal como lo sería (generalmente) un libro papel, sino abriendo ventanas con sonidos, imágenes, conexiones con otros textos, diferentes colores, formas, animaciones, entre las muchas posibilidades. En ese sentido habría una transformación de la espacialidad en la que anida la concepción de ciberliteratura en tanto que el objeto virtual es diferente del analógico.
Ciberliteratura es, entonces, un término complejo, difícil de considerar por el movimiento constante e inmanente que la define y establece sus formas: aproximarse a una definición implica pensar su concepción en el ámbito digital, es decir, que su génesis está dada gracias a lenguajes de sistemas, entornos gráficos, algoritmos y cultura digital, sin excluir otros lenguajes.
Se trata de un campo de estudio complejo, que parece rehuir a toda conceptualización estática. Es, al decir de Kozak, una literatura “fuera de sí”, que sale de los márgenes de lo literario, que no ingresa al canon: “desaforada, irreconocible y, sin embargo, aún persistente como impulso y deseo de letra” (Kozak, 2017: 43).
El término se viene utilizando desde hace algunas décadas. Se refiere a textos amplios, es decir, que amalgaman distintos lenguajes digitales, que nacen en ellos, que se ven inspirados en sus formas y lógicas, que no se circunscriben al papel. Sería posible y hasta forzoso hablar de “ruptura”, pero a la vez sería ingenuo no comprender que históricamente esa ha sido una característica de la literatura; por ende, se torna elemental establecer la utilización de otro vocablo, porque este caso excede la ruptura con lo anterior: es una búsqueda distinta, quizás en los bordes o ecos de la literatura, pero no en sus formas, no con sus reglas. Quizás mantiene ciertas lógicas de la narrativa, la poética, la determinación estética, la exploración, la interpelación que procura la revisita a otros textos precedentes, la intertextualidad con respecto a una literatura universal, pero sin replicarlas en plenitud.
En cuanto a la experiencia de lectura, la ciberliteratura propondría una forma distinta a la del libro impreso que requiere de un lector acaso más activo, que establece unas conexiones diversas y divergentes al momento de leer. Landow (1995) ya lo señalaba cuando definió el concepto de “hipertexto”, que permitía dar cuenta de un texto que conjuga lenguajes heterogéneos, procedentes de campos variados, que se combinan y avienen para dar lugar a otros tipos de textos: “el hipertexto implica un lector más activo, uno que no solo selecciona su recorrido de lectura, sino que tiene la oportunidad de leer como un escritor; es decir en cualquier momento, la persona que lee puede asumir la función de autor y añadir nexos u otros texto al que está leyendo” (59).
Se trata entonces de lecturas que demandan del lector un recorrido más diligente, propio del ámbito multimedial, cargado de links de distinta índole. En este sentido, la lectura se presenta como una actividad diferente de aquella estipulada por la página impresa. Igualmente, no por ello se debe negar la infinidad de nexos que se pueden realizar desde la analogía, una narración que nos conecta con una pintura, con una melodía, incluso pensando en la particular lectura que puede hacerse en una enciclopedia, en la que una persona puede ir y venir por el libro en un merodeo a través conexiones tan infinitas como eclécticas e irrepetibles. Sin embargo, parece haber una diferencia entre las formas de lectura puestas en juego. La ciberliteratura supone un tipo específico de acción por parte del lector, quien es instado a amalgamar distintos lenguajes, algo no tan habitual en la literatura más tradicional/atávica. Walter Romero (2019: 193) habla de una lectura “cuya narrativa emana y circula ya no a través de vínculos sino de nodos […] el lector selecciona qué hipervínculos sigue y, en esos términos, con qué nodos establece conexión para su ‘transcurrir lector’.”
Cierto origen de la ciberliteratura podría hallarse en las experiencias surrealistas de principios del siglo XX. Los caligramas de Apollinaire, por mencionar un ejemplo, presentaban un desafío desde la representación gráfica, la espacialidad en la página impresa invitaba a una lectura distinta. Así, la poesía concreta, los cadáveres exquisitos, que ya planteaban una producción colaborativa, borrando las delimitaciones del concepto de autor; o las instalaciones performáticas de los setenta, que conjuntaban artes, tecnologías e interacción, en obras que ampliaban límites. Sin embargo, es en los años ochenta que la ciberliteratura comienza a vislumbrarse de manera más evidente. En nuestro país es entre mediados de los noventa y principios del nuevo milenio cuando se da el acceso masivo a la computadora, la internet, esa red que conectaba lo impensado. La potencia de hardware que hoy tiene un celular de gama media no lo vislumbraba una PC de escritorio de las más modernas de aquella época: ello configura otra forma de entender el presente. He allí una nueva interfaz/soporte que amplía las posibilidades de creación o las transforma.
Existen tres aspectos que caracterizan la ciberliteratura. En primer lugar, se debería mencionar lo hipertextual, que no solo radica en las múltiples direcciones que podría tomar el texto o sus lecturas, sino también en que su origen es un programa, en un sistema, como ya se mencionó: el hipertexto puede existir por fuera de los lenguajes de sistemas, pero en la ciberliteratura responde a algoritmos y códigos (Cleger, 2015): no existiría el videopoema sin un programa que edite vídeo, no existiría la poesía interactiva de Jorge AZ Ros(z)a, por nombrar un caso, que requiere una acción de parte del lector para formar las distintas frases que a su vez no se mantienen fijas; los distintos colores y la animación de la página permiten múltiples interpretaciones. Se constituye una lectura material particular, un objeto artístico que requiere un programa, una página, unos gráficos y conexión a internet. En esta misma línea cabe mencionar lo que Scolari llama narrativa transmedia (2013), es decir, las narrativas que se configuran desde las distintas plataformas, páginas, formatos, en definitiva, constituyendo un relato coral. Se puede iniciar con una película comercial, de audiencia masiva, pero luego se suceden, y/o yuxtaponen, relatos escritos en Wattpad, en páginas de fanáticos (las llamadas Fanfiction), videos en YouTube que modifican el final original, que continúan la historia en forma de Spin-off, comics, etc. Un gran cruce de soportes, narrativas, software, en comunidad que se agregan a una historia global, extensa, diversa. Esta expansión sería impensable o muy distinta sin la existencia del ciberespacio.
Otro aspecto para reconsiderar es la idea de autor, concepto ampliamente abordado por la teoría literaria, pero que en torno a la ciberliteratura adquiere otros visos. Desde el ámbito digital la noción de autoría se encuentra ligada a la idea de acceso libre, en tanto que un software libre, por ejemplo, genera un uso democrático, mientras que el pago, restringe. Cierta idea de la libre circulación de códigos implica una anarquía en clave antisistémica, una forma de romper con el acceso restringido. De esta forma, la construcción de software libre implica la cooperación de muchas personas que crean el código y/o lo reformulan para otras, sin costo monetario, una idea democratizadora del uso, inclusiva. Teniendo en cuenta ciertas resonancias de estos paradigmas, las ciberliteraturas plantean unos límites difusos en cuanto al autor, no solo en lo que concierne a los “derechos de autor”, sino también en los que respecta a la propiedad intelectual, que para el pensamiento capitalista y/o la industria del libro no es algo tan sencillo de resolver: que alguien escriba un relato o cree un video con un personaje de Harry Potter, por ejemplo, aún genera polémica. Sin embargo, autores como Keneth Goldsmith plantean ciertas tensiones en este sentido, comprendiendo la “escritura no-creativa” (un texto que abreva en uno anterior, es decir que lo copia, por fuera de lo absolutamente original) como parte fundamental de la escritura de este tiempo, un límite difuso que alberga otra percepción del término autoría, la escritura, el lector:
Cánones y trayectorias no se establecerán de formas tradicionales. […] Las obras literarias, a menudo sin autor ni firma, quizá funcionen como los memes en la red hoy en día, propagándose como incendios durante un periodo corto, sólo para ser suplantadas por la oleada que sigue. […] quizá los grandes autores del futuro serán aquellos que puedan escribir los mejores programas con los cuáles manipular, analizar y distribuir prácticas de lenguaje. Incluso cuando la poesía del futuro sea escrita por máquinas para ser leída por otras máquinas, […] Si la literatura se reducirá a puro código —una idea intrigante— las mentes más inteligentes detrás de éste serán nuestros más grandes autores. (Goldsmith, 2020: 35-36)
El concepto de autor tal como lo conocemos se ve transformado y afectado por una forma de producción diferente, la escritura colectiva, la colaboración ¿con? la máquina, etc. Elementos que dialogan con todo aquello que nos depare los próximos años y que dependerá en buena medida, de la transformación digital. Estrechamente ligado al concepto autor, aparece también la idea de prosumidor o prosumer. Los lectores leen multimedialmente (el abanico de géneros, tipos textuales, plataformas y poéticas es sumamente ecléctico), pero, en una operación paralela, producen, escriben, dibujan, grafican, programan. Esto hace que se vuelvan ellos mismos parte del objeto artístico. Sus producciones serán leídas por otros que luego quizás hagan lo propio, allí el objeto artístico se potencia y se multiplica. El arte se amplía en la narrativa transmedia. Si bien se podría objetar el término prosumidor por su connotación hacia el aspecto negativo de “consumo” como bien cuantificable, es importante mencionar el fenómeno, sobre todo reflexionando, ampliando la visión del autor, del arte, del acceso.
Otro eje a considerar es la noción de género. Históricamente la teoría literaria ha contemplado, reformulado y desarrollado múltiples ideas alrededor de este problema. Pero la ciberliteratura nos insta a pensar nuevas categorías que no agoten en una tríada clasificatoria del tipo “narrativo”, “lírico”, “dramático”, o similar. Entender las posibilidades constructivas en términos generativos, si son construidos automáticamente por una IA, si funcionan on line u off line, el soporte para el que han sido concebidos (celular, tablet, computadora) la interfaz (página en internet, aplicación, etc.) De alguna manera estas cuestiones llevan a repensar otras categorías de análisis que nos permitan observar nuevos artificios “ciberliterarios”.
Finalmente se deben mencionar las llamadas “tecnopoéticas”. Estas producciones presentan una confluencia entre la poesía y la tecnología, un desarrollo experimental que puede implicar un software ad hoc en una página web, un video que combina imagen, música y palabra, un algoritmo que devuelve unas palabras en colaboración con quien interviene, una muestra interactiva entre pantallas, códigos, apps para el celular, vínculos entre los participantes, entre muchas otras formas. La autoría de las tecnopoéticas parece repartirse entre programadores, algoritmos y quienes observan, consumen y producen, un ensamblaje que tensiona el concepto de autor, no solo borrando los límites entre personas, sino en convergencia y sociedad con la máquina, con el código.
¿Llegará el momento de pensar la ciberliteratura como parte de un continuum de la producción literaria, como parte de una evolución inspirada en las transformaciones de las tecnologías de la escritura, del mismo modo en que en otros tiempos la sociedad pasó de los relatos orales, a tallarlos en piedra, a inscribirlos en papiros, a escribirlos en papel, a imprimirlos en una imprenta, a tipearlos en su propia casa en una máquina de escribir o una computadora? Hacia mediados de la década del noventa, la aparición del Ebook parecía predecir, como efecto trágico, la muerte del libro; sin embargo, treinta años más tarde verificamos que el libro no solo no desapareció, sino que además mutó de un modo que no fuimos capaces de anticipar, de la misma manera en que hoy no podemos predecir las futuras mutaciones de ese continuum que liga el libro tradicional con los nuevos formatos en los que circulará la literatura-ciberliteratura.
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Ver también
Alfabetización digital, Ciberespacio, Ciencia ficción, Crítica / poscrítica, Educación de plataforma, Inteligencia artificial, Tecnoceno, Tecnopoéticas, Transición digital, Transmedia
Instituto de Literatura Hispanoamericana, Universidad de Buenos Aires
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0001-8989-2022
Tal vez pocos términos como el de ciencia ficción permiten asociar ideas vinculadas al futuro en productos culturales de consumo masivo y popular, así como también en formas estéticas de culto. Inicialmente, el término remite a un género literario, devenido luego en dispositivo genérico también para otras áreas (tempranamente en el cine y, más recientemente, en las series, el comic, e incluso en ciertas estéticas del rock, sobre todo en variantes vinculadas al heavy metal).
Daniel Link señala que “todo lo que la ciencia ficción tematiza debe ser pensado en relación con alguna forma de futuro” (1994: 8). El punto clave es observar, para cada caso singular, qué tipo de “forma de futuro” se hace presente, o de qué modo la imaginación se vuelve forma al trabajar sobre una línea temporal proyectada hacia un tiempo por venir. Si bien a priori la relación podría parecer simple —un presente que se postula en un marco ficcional como un futuro posible con base en cierto estado de la tecnología o a alguna hipótesis científica—, la temporalidad trabaja allí de modos no tan lineales. Esos futuros, continúa Link, implican, en efecto, una relación con un pasado (dada, en última instancia, por la diferencia entre el momento de la producción y el de la recepción) y maneras de construir futuros con base en tres maneras de aparición: ucronías, utopías y distopías. En síntesis, tal como señala Frederic Jameson, “la relación de esta forma de representación, de este aparato narrativo específico, con su supuesto contenido —el futuro— siempre ha sido más compleja” (2015: 341) de lo que puede anticiparse a simple vista.
Establecer un inicio para la ciencia ficción es un tema abierto a debate. ¿Dónde ubicarlo? ¿En la potencia que abre la lógica utópica con Utopía, de Thomas More (1516)? ¿En los primeros relatos de viajes a la luna del siglo XVIII (Capanna, 2007: 76-77)? ¿En Frankestein, de Mary Shelley (1818)? ¿En la escritura de Jules Verne o en la de H. G. Wells? Atendiendo a los estudios aquí considerados, resulta pertinente ubicar un punto clave de su emergencia en las obras de Verne y Wells, con un antecedente notable en la famosa obra de Shelley.
En ese sentido, si tomamos como punto de inflexión para la conformación del género a esa literatura nacida al calor del auge del progreso y el positivismo cientificista durante la segunda mitad del siglo XIX, es necesario atender a la contemporaneidad que se da respecto del surgimiento de la novela histórica la cual, por oposición a la forma paradigmática de la ciencia ficción, mira hacia el pasado. En este punto, no debe dejarse de lado que, como ha señalado Michel Foucault, el siglo XIX es el siglo de la Historia, que pasa a ser “el modo fundamental de ser de las empiricidades” (2007: 215). Frederic Jameson es quien destaca que el momento de aparición de la ciencia ficción —al cual ubica en Verne— coincide epocalmente con la emergencia de la novela histórica. Jameson propone completar el clásico estudio de Lukács sobre la novela histórica: “la emergencia del nuevo género de la ciencia ficción en cuanto forma que ahora registra una naciente percepción del futuro, […] lo hace en el espacio en el que en otro tiempo se había inscrito la percepción del pasado” (2015: 340). Ambas emergencias aparecen como “síntoma de una mutación en nuestra relación con el tiempo histórico” (Jameson, 2015: 338), mutación que habilita la proyección de futuros posibles de la mano de otro concepto central de ese momento: “progreso”, el cual “llegará a convertirse en un verdadero lugar común y una muletilla, pero será simultáneamente la expresión de una verdadera filosofía” (Weinberg, 1998: 50). Sin embargo, luego de abandonar su inicial impulso utópico y su conexión con la noción de progreso, la ciencia ficción resurgirá de la mano de la distopía. En ciertos casos extremos, como pueden ser la novela Quema (2015), de Ariadna Castellarnau, o la película Mad Max Fury Road (2015), de George Miller, la distopía representa un espacio en el cual se ha arrasado con toda posibilidad de desarrollar una forma de vida humana tal como se la concibe en la modernidad. Ahora, ¿en qué consiste esa mutación y de qué modo permite entender con mayor claridad la relación de la ciencia ficción con el futuro?
La hipótesis más destacada del trabajo de Jameson brinda una respuesta: “la ciencia ficción más característica no intenta en serio imaginar el futuro ‘real’ de nuestro sistema social” sino que, por el contrario, “sus múltiples futuros cumplen la función muy distinta de transformar nuestro propio presente en el pasado determinado de algo todavía por venir” (343). El giro es copernicano respecto de una mirada lineal del tiempo y de una perspectiva simplificadora del futuro y su relación con la ciencia ficción. Teniendo en cuenta lo afirmado por Foucault, podríamos decir que el peso de la Historia es tan potente que incluso invade toda posibilidad de proyectar un futuro: ese futuro será pensado a condición de considerar a nuestro presente como pasado, como forma de memoria. Desde esta perspectiva, el texto, en tanto realizado en un presente concreto, no sería sino el pasado arqueológico de un futuro aún no concretizado pero que, en su existencia potencial, determina la percepción temporal y des-automatiza la relación con el propio presente habilitando una distancia que se expresa como un cambio en la mirada. Es decir: la relación de la ciencia ficción con el futuro no resultaría de su mera condición proyectiva, o de alguna capacidad anticipatoria, sino que esa condición retroalimenta la mirada del presente en una especie de bucle temporal que repite, como en loop, una actualización de la mirada a medida que el futuro se imagina y el presente se percibe como el pasado de ese momento imaginado. En consecuencia, afirma Jameson, el futuro de la ciencia ficción no es más que la demostración de una imposibilidad: la de imaginar el futuro “para una meditación que, partiendo hacia lo desconocido, se encuentra irrevocablemente plagada de lo completamente familiar y, por lo tanto, se ve inesperadamente transformada en una contemplación de nuestros propios límites absolutos” (344). Por este motivo, podríamos agregar, cada vez que leemos a Ray Bradbury o vemos 2001: Odisea del espacio, lo que percibimos ya no es ningún futuro, sino el modo en que la historia permitió imaginar el futuro en un pasado, que es el nuestro. La ciencia ficción aparece, entonces, como un género que, mediante sus proyecciones temporales, permite “aprehender el presente como historia” (Jameson, 2015: 343). Y esto, paradójicamente, se logra imaginando el futuro.
Una de las definiciones más aceptadas y clásicas de la ciencia ficción es la que proporcionó Darko Suvin, para quien es “un género literario cuyas condiciones necesarias y suficientes son la presencia y la interacción del extrañamiento y la cognición, y cuyo recurso formal más importante es un marco imaginativo distinto del ambiente empírico del autor” (1984: 30). La alusión a la cognición remite a la otra “gran pata” del género: la ciencia y sus hipótesis.
Pablo Capanna insiste: “Más allá de toda la parafernalia futurística y galáctica, trata siempre acerca del presente […]. Baste fechar las historias más imaginativas del género y considerar el contexto cultural de sus autores para descubrir las vetas políticas y sociales” (2004: 6). Desde este punto de vista, entonces, podríamos agregar que esas proyecciones de futuro siempre vienen cargadas de una politicidad propia del género que consiste en construir versiones críticas de ese futuro como modo de des-automatizar la percepción del presente.
Luis Cano reúne los aspectos mencionados en una definición basada en tres criterios: 1) el diálogo establecido con el discurso de la ciencia; 2) una reflexión crítica sobre las repercusiones de los avances tecnológicos en la sociedad; 3) “la reflexión filosófica y la disección artística de la categoría temporal” (2006: 26). La relación del género con la temporalidad, señala Cano, “es el factor recurrente en la mayoría de los intentos de conceptualización” (2006: 60). Esa relación con el tiempo se da a partir de “dos instancias temporales: el presente histórico de la experiencia de producción o lectura de la obra, y la transposición ficcional de las condiciones predominantes en ese período a otro tiempo, usualmente (aunque no exclusivamente), el futuro” (Cano, 2006: 60).
Cabe recordar que “ciencia ficción” es un sintagma que logra consolidarse en 1926, cuando “un editor de publicaciones técnicas llamado Hugo Gernsback fundó la primera revista dedicada exclusivamente a ese género” (Capanna, 2007: 19). La revista era Amazing Stories. Sin embargo, vale la pena preguntarse no solo por el momento en que el término logra ser formulado, sino también por su propio devenir. Si bien es en 1926 cuando las condiciones de posibilidad están dadas para la formulación de un nombre aglutinante o nodal respecto de un conjunto de obras, previamente encontramos textos que ya trabajan con la matriz básica que combina el vínculo entre formas ficcionales e hipótesis científicas, alguna forma de crítica social y el trabajo sobre la temporalidad. Es decir que el concepto mismo, en su propio desarrollo y consolidación como género ficcional, nace, podría decirse, como proyección de futuro.
Si bien el género nace prioritariamente en Europa, resulta un ejercicio útil para la reflexión crítica observar que, en América Latina, durante el mismo periodo, se venían publicando textos que proyectaban futuros y reflexionaban en torno al lugar de la ciencia en la sociedad. En la Argentina, encontramos las novelas de Eduardo Holmberg, trabajadas dentro de la categoría de fantasías científicas por Sandra Gasparini (2012), pero también otros textos. Un caso sintomático de la relación con el futuro es Buenos Aires en el siglo XXX (1891), de Eduardo Ezcurra, texto que introduce una mirada sobre el progreso teñida de una perspectiva idealista que escapa del optimismo al sospechar que el materialismo de una época como la de la novela podía ser perjudicial para el futuro de la humanidad. La novela de Julio Ditrich, Buenos Aires en el año de 1950 bajo un régimen socialista (1908), introduce la utopía política. En el resto de Latinoamérica también encontramos literatura producida en este período que, desde el marco general de la ciencia ficción, problematiza al futuro desde perspectivas utópicas y también distópicas. Barranquilla 2132, de José A. Osorio Lizarazo, ya manifiesta una mirada fuertemente crítica del desarrollo científico y las posibilidades de concentración de poder que brindaban armas de destrucción masiva. No es el único. El mexicano Martín Luis Guzmán, autor de El águila y la serpiente, escribe un relato excepcional que opera sobre un imaginario de exterminio: “Cómo acabó la guerra en 1917” (1917). Guzmán articula un argumento donde la máquina se adueña del personaje: “Yo era esclavo de mi máquina” (1997: 83). El imaginario distópico emergió rápidamente, sin permitir que el optimismo por el progreso dominara a la ciencia ficción y su relación con el futuro. El resto del siglo XX y el siglo XXI encontrará en América Latina un desarrollo diverso y amplísimo de formas de futuro en la ciencia ficción (Ares y De Rosso, 2021; Pisano, 2021).
La utopía ha sido considerada el antecedente más inmediato de la ciencia ficción, tal como se señaló anteriormente. Cabe recordar, al mismo tiempo, que la primera ciencia ficción, principalmente la encabezada por Jules Verne, manifestó confianza en el progreso material y científico de la humanidad y en los alcances de desarrollo y conquista de la naturaleza que ese proceso pudiera adquirir. Pero la utopía también emergió en formas políticas de la ciencia ficción. El caso de Ditrich recién mencionado es solo un ejemplo, dentro del cual cabe incluir a la ciencia ficción soviética.
Durante el siglo XX, la distopía se ha vuelto la forma más emblemática de la ciencia ficción, y así permanece en lo que va del XXI. No resulta arriesgado imaginar hipótesis sobre la relación de este período histórico con sus imaginaciones de futuro, sobre todo si nos asentamos sobre la lectura de Frederic Jameson. En efecto, los mayores clásicos de la ciencia ficción para esa época son distopías: Brave new World (1932), de Aldous Huxley; 1984 (1949), de George Orwell; Fahrenheit 451 (1953), de Ray Bradbury. Así, la ciencia ficción, mediante sus distopías, no ha dejado de reflexionar sobre potenciales futuros en los que la humanidad viera coartada su libertad o padeciera formas de exterminio y totalitarismos. Eso, claro, habla sobre el presente de producción de esas ficciones. O, más puntualmente, sobre cómo el presente se des-automatiza y puede ser visto como pasado de un futuro ruinoso sobre la base de las condiciones de producción de una época dada. Jameson, en ese sentido, ha señalado que “si las imágenes soviéticas de la utopía son ideológicas, nuestras imágenes característicamente occidentales de la distopía no lo son menos” (2015: 347).
La ucronía es un género menos cultivado; sin embargo, es igualmente potente en su capacidad para historizar futuros como pasados: “se propone imaginar cómo sería el mundo actual si el pasado hubiese sido distinto” (Capanna, 2007: 187). Tal vez, el caso más emblemático de la literatura de ciencia ficción la haya escrito Philip Dick con El hombre en el castillo (1962), donde se imagina un futuro contrafáctico para el pasado del mundo occidental: que las fuerzas del Eje hubieran ganado la Segunda Guerra Mundial.
En la relación entre ciencia y ficción emerge la cuestión de la vida. No solo por la reflexión en torno a las consecuencias que tendrán los avances científicos sobre las formas de vida humanas, sino también por la interrogación sobre la posibilidad de crear vida. Esto último encuentra un antecedente fundamental en Frankenstein, de Mary Shelley, y de allí deriva en una amplia gama de posibilidades que abarcan al robot, al cyborg, a la inteligencia artificial y al zombi (este último, cabe aclarar, en la versión que lo vincula a algún desperfecto científico o a la creación de un virus, no al vudú), hasta llegar a la última década, donde han comenzado a emerger ficciones que piensan la posibilidad de mantener las funciones del sistema nervioso en un dispositivo informático. En América Latina, para recuperar la línea de ejemplificación ya abierta, Horacio Quiroga escribió una versión propia del clásico de Shelley: El hombre artificial (1910). Actualmente, cierta ciencia ficción gira en torno a la posibilidad, no de crear vida, sino de posibilitar su permanencia en un sistema informático o dentro de una realidad virtual. Un caso de la primera opción lo observamos en la novela Los cuerpos del verano (2012), de Martín F. Castagnet. De la vida siendo vivida en una realidad virtual es posible encontrar un caso ejemplar en el premiado capítulo “San Junípero”, de la serie inglesa Black Mirror (2011-2019).
Desde La máquina del tiempo, de Wells, la posibilidad del viaje en el tiempo es un tópico recurrente en la ciencia ficción. Podríamos decir que allí la ciencia ficción se vuelve sobre su propio elemento diferenciador en tanto género ficcional: el tiempo deviene no solo matriz estructural del relato, sino objeto mismo de representación.
Ares, S. (2017). “Entre la utopía y la distopía: política e ideología en el discurso crítico de la ciencia ficción”, en Revista Iberoamericana, Vol. LXXXIII, Núm. 259-260, Abril-Septiembre, págs. 401-417.
— y De Rosso, E. (eds.) (2021). La ciencia ficción en América Latina. Crítica. Teoría. Historia. New York: Peter Lang.
Cano, L. (2006). Intermitente recurrencia. La ciencia ficción y el canon literario hispanoamericano. Buenos Aires: Corregidor.
Capanna, P. (2007). Ciencia ficción. Utopía y mercado. Buenos Aires: Cántaro.
— (2004). El libro de las voces. Buenos Aires: Carlos Gardini.
Castellarnau, A. (2015). Quema. Buenos Aires: Gog y Magog.
De Rosso, E. (2017). “Una compulsiva fidelidad: sobre tres historias nacionales de la ciencia ficción”. Revista Iberoamericana, Vol. LXXXIII, Núm. 259-260, Abril-Septiembre, págs. 265-282.
Foucault, M. (2007). Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas. Buenos Aires: Siglo Veintiuno.
Gasparini, S. (2012). Espectros de la ciencia. Fantasías científicas de la Argentina del siglo XIX. Buenos Aires: Santiago Arcos.
Jameson, F. (2005). Arqueologías del futuro. El deseo llamado utopía y otras aproximaciones de ciencia ficción. Madrid: Akal.
Lukács, G. (1966). La novela histórica. México: Era.
Pisano, J. I. (2021). “Una selección no-natural: ciencia, progreso y ficción (1850-1930). En La ciencia ficción en América Latina. Crítica. Teoría. Historia (Kurlat Ares, S. y E. de Rosso (eds.). Nueva York: Peter Lang.
Suvin, D. (1984) Metamorfosis de la ciencia ficción. México: FCE.
Weinberg, G. (1997). La ciencia y la idea de progreso en América Latina, 1860-1930. Buenos Aires: FCE.
Ver también
Ciberliteraturas, Crítica / poscrítica, Imagen, Imaginario(s), Libro expandido / libro objeto, Ópera futurista, Prospectiva, Tecnopoéticas, Ucronía, Utopía/Distopía, Vanguardia
Centre for the Study of the Sciences and the Humanities
University of Bergen (Noruega)
ORCID: 0000-0003-0399-1471
Universidad de Buenos Aires
ORCID: 0000-0001-6875-4181
La ciencia posnormal (CPN o PNS por su sigla en inglés) forma parte de un movimiento más amplio de democratización de la ciencia y del conocimiento. No es un nuevo paradigma científico que busca transformarse en un método estandarizado, sino un conjunto de ideas y conceptos con consecuencias para la práctica de la investigación y la política en un sentido amplio. Es una perspectiva que deja en suspenso consideraciones acerca de la verdad del conocimiento científico para concentrarse en la calidad de los procesos, que siempre están en relación con un objetivo y un propósito, definidos fundamentalmente en el ámbito político-social de cada comunidad. El estado actual del conocimiento científico no es capaz de garantizar la predicción absoluta y el control sobre cualquier tipo de perturbación que podamos experimentar, de manera que para la CPN sería mucho más efectivo que nuestras sociedades fueran orientadas a actuar en búsqueda de resiliencia y no bajo el supuesto de que los recursos deberían asignarse de acuerdo con una estrategia de predicción y control.
A principios de los años ochenta, reflexionando acerca de una serie de cuestiones prácticas y políticas complejas que se traducen en problemas tecnocientíficos igualmente complejos y no simples o lineales, Silvio Funtowicz y Jerry Ravetz comenzaron a desarrollar lo que hoy se denomina CPN. En sus primeros trabajos elucidaron las dificultades que se plantean cuando la ciencia debe enfrentar el desafío de las cuestiones políticas atinentes al riesgo y el ambiente (Rayner y Sarewitz, 2021). Para ello, acuñaron el término “posnormal”, en claro contraste con la actividad científica ordinaria de las ciencias maduras descripta por Thomas Kuhn como “ciencia normal”. En sus análisis juegan un rol fundamental la crítica a: (a) la idea según la cual cuando se habla de la ciencia se habla de la verdad, de los hechos, mientras que cuando se habla de la sociedad se habla del bien, de valores e intereses (una idea presente en los Estados modernos desde su conformación), y (b) cómo se expresa y comunica la incertidumbre en el campo del análisis de riesgos, en particular, la incertidumbre que concierne a los resultados cuantitativos. Hacia 1990 crearon el sistema NUSAP y publicaron el libro Uncertainty and quality in science for policy (Funtowicz y Ravetz, 1990).
¿Cuáles son las características de los problemas que definen a la CPN? Los hechos son inciertos; existe una pluralidad de valores, usualmente en conflicto; es mucho lo que se pone en juego y las decisiones son urgentes. Es importante señalar que estas características son usualmente consideradas como externalidades a la ciencia. Incluso la primera puede ser interpretada irónicamente: ¿cómo es posible que un hecho sea incierto? Sin embargo, se advierte con facilidad que las cuatro características están presentes en las crisis atinentes al clima, la biodiversidad, la sostenibilidad y la pandemia de COVID-19, junto a la gran mayoría de las cuestiones políticas y prácticas que preocupan a la sociedad en el presente y que probablemente serán más acuciante en el futuro (Funtowicz y Ravetz, 1993, 2020).
Para dar cuenta de la trayectoria que lleva a la caracterización de la CPN, vale repasar en forma sucinta el papel atribuido a la ciencia desde el Estado moderno. La estrategia de resolución de problemas (simples), estrechamente vinculada al sistema de legitimación de la acción política del Estado moderno, toma como insumo privilegiado a la ciencia, a la que le atribuye la capacidad de proporcionar evidencia cuantitativa, objetiva y neutral. Ya no es Dios o el Monarca, sino la Ciencia quien define la acción política. Elocuente en este sentido es el desarrollo de la Estadística. La idea es sencilla: cualquier problema práctico-político se puede traducir como un problema técnico-científico y la resolución del problema técnico-científico resuelve el problema práctico-político. El modelo moderno de resolución de problemas parte de la estricta separación entre hechos (el territorio de la ciencia) y valores (el territorio de la gobernanza) e implica un proceso en el que, obtenida la verdad, se procede a la acción política para el bien común. Históricamente, este modelo funcionó muy bien: la ciencia y la tecnología se desarrollaron extraordinariamente y las instituciones de gobernanza maduraron; algunos Estados se convirtieron en potencias coloniales que conquistaron el mundo.
El triunfalismo y el optimismo sobre el desarrollo de la ciencia y el crecimiento económico comenzaron a ser matizados a inicios de la década de los sesenta. En Primavera Silenciosa, Rachel Carson (1962) revela la ambigüedad y las patologías ocultas del crecimiento y la tecnociencia; en el mismo año, en su libro clásico, Thomas Kuhn (1962) cuestiona el ideal de progreso científico de la modernidad; un año después Derek de Solla Price en Little Science Big Science cuestiona el crecimiento exponencial de la ciencia y anticipa serios problemas de control de calidad de la producción científica (De Solla Price, 1963). Unos años después, Alvin Weinberg (1972) introduce el término “trans-ciencia” para definir escenarios de riesgo que, aun cuando pueden expresarse en el lenguaje de la ciencia, no pueden ser resueltos científicamente.
La legitimidad de la acción política basada en la ciencia comienza a vacilar y tienen lugar distintos episodios que señalan un cambio importante en la conciencia colectiva acerca del rol de la ciencia. Como ejemplo, hacia fines de esa década emerge el movimiento conocido como epidemiología popular en reacción a casos de contaminación local y enfermedades que los expertos acreditados ignoran o no reconocen. En Latinoamérica, es emblemático el reclamo contra el uso extensivo del glifosato en la producción de soja que se generalizó en los años noventa con la expansión de la frontera agropecuaria, la liberalización de los transgénicos y el paquete tecnológico de siembra directa asociado.
Un hito en el proceso de concienciación corresponde a la Conferencia de Río de Janeiro de 1992, que confiere estatus internacional a la necesidad de dar solución a la crisis ambiental. La sostenibilidad se convierte en un objetivo público. En el capítulo denominado Agenda 21 se introduce lo que se conoce como “principio de precaución”, que posteriormente se extendería del ambiente a la salud. El principio se orienta a resolver la anomalía del modelo moderno extendiendo la legitimidad de la acción a casos en los cuales existe incertidumbre; a los fines de la protección del medio ambiente, el principio afirma, entre otras cosas, que, ante daño grave o irreversible, la falta de certeza científica absoluta no deberá utilizarse como razón para postergar la adopción de medidas (véase COMEST, 2005). Tal formulación del principio se entiende precisamente en relación con el régimen de legitimación de la acción política del Estado moderno, según el cual la acción política es legítima solo en caso de certeza científica. No debe subestimarse la importancia y la dificultad de aceptar un principio como este, cuya implementación plena implicaría cambios institucionales sustantivos, incluyendo reformas constitucionales.
La estrategia moderna de resolución de problemas práctico-políticos pierde sentido cuando los problemas ya no son concebidos como simples o meramente complicados (un conjunto de problemas simples organizados linealmente). Cuando un problema práctico-político es concebido como complejo, se lo reconoce como ambiguo y aquella estrategia deja de ser aplicable. A diferencia de otras formas de concebir el desarrollo actual de la ciencia, para la CPN la complejidad de los problemas y su ambigüedad son inherentes. Decir que un problema es ambiguo significa reconocer que se da la coexistencia de una pluralidad de perspectivas legítimas, irreducibles unas a otras (hablamos de ambigüedad y no de relativismo). Lejos de ser simples o meramente complicados, tales problemas se muestran malvados (wicked): son ambiguos e implican cuestiones decisionales. Para enfrentarlos se debe trabajar con una diversidad y pluralidad de perspectivas, con la incertidumbre y la indeterminación; incluso, con la ignorancia.
En Latinoamérica, los debates alrededor del papel de la ciencia ante la agroindustria, la minería, la agenda de investigación vacante y los cursos de acción a seguir para afrontar el cambio global ilustran el punto (Funtowicz e Hidalgo, 2008; Taddei e Hidalgo, 2016; Hidalgo, 2016). Reconocida la parcialidad de perspectiva tanto de los expertos científicos como de los administradores gubernamentales, y en consonancia con alegatos de larga data entre activistas civiles, movimientos sociales y voces de las ciencias humanas y la ética, hoy se reconocen en mayor medida la autonomía y el conocimiento de los agentes “legos”. Son cada vez más comunes las formas de organización de la investigación que se orientan a apoyar la toma de decisiones, a proporcionar estimaciones directas de la incertidumbre y a satisfacer las necesidades de los sectores más sensibles a los problemas en foco de estudio. Formas que instan a la coproducción del conocimiento e implican la colaboración entre investigadores, actores y funcionarios.
La Figura 1 representa la relación entre dos dimensiones, la incertidumbre del sistema y lo que se pone en juego en las decisiones. Ambas dimensiones no son independientes: la incertidumbre emerge de aquello que se está poniendo en juego.
Figura 1. Ciencia Posnormal (CPN)
¿Cuál es la originalidad de la CPN? Poner entre paréntesis el ideal de verdad, un lujo que no nos podemos permitir en tiempos de crisis, y concentrar los esfuerzos en la calidad. Evaluar la calidad de los procesos y productos que informan y dan legitimidad a la acción política en función de un propósito compartido. La cuestión por evaluar no es la verdad de la propuesta científica, sino si ella se ajusta y es pertinente a un propósito establecido socialmente. Se tornan centrales la identificación de distintos tipos de incertidumbre y la inclusión de diversos tipos de conocimiento, fundamentalmente el conocimiento práctico-local, el conocimiento de vivir y hacer. En este sentido, la CPN propone una extensión de la comunidad de evaluadores más allá de los de los expertos acreditados, subrayando que el conocimiento útil a la resolución de las cuestiones complejas, prácticas y políticas de una sociedad, es inclusivo y plural. La llamamos comunidad extendida o ampliada de pares para resaltar la especificidad de la CPN en relación con el modelo de resolución de problemas del Estado moderno.
La CPN no renuncia al conocimiento y la pericia de los expertos científicos o técnicos, sino que los sitúa en su contexto adecuado. No postula que todos debemos saber hacer una operación de corazón o volar un jet, o que hay que organizar un proceso participativo para establecer las leyes de la termodinámica. Pero sí destaca que las perturbaciones y desafíos tenderán a agravarse y que, aun cuando casi todos los gobiernos siguen legitimando decisiones alegando que “siguen los dictados de la ciencia” (follow the science), hoy los desacuerdos entre expertos no pueden ocultarse. Tómese el ejemplo de la BSE (o la enfermedad de la vaca loca) al final de la década de 1980, o los de la aftosa humana boca-manos-pies, el SARS, la gripe H1N1, la pandemia de COVID-19 y toda una serie de otros desastres que parecen ser exactamente el tipo de situaciones para cuyo abordaje ha sido diseñada la CPN.
Las crisis dan lugar a aspectos innovadores dignos de reflexión. En Latinoamérica, en casos como el uso de transgénicos o agroquímicos en la agricultura o los megaproyectos de ingeniería, las discusiones tienden a darse entre “expertos de partes”: una contienda entre dos o más certezas contradictorias (Thompson y Warburton, 1985). En relación con la pandemia, se produjo una situación novedosa: hemos visto expertos y autoridades que declaraban tanto conocimiento de lo que ignoraban como ignorancia de lo que ignoraban, y prácticamente no tuvieron lugar intentos de forzar el consenso científico. Parece que estamos aprendiendo que “la ciencia” no se expresa con una sola voz; sin embargo, todavía nos falta aprender que el conocimiento habla con muchas voces. Generalizando, la cautela se inserta en una estructura de asesoramiento científico muy conservadora. Los expertos que componen los comités suelen exhibir una falta de diversidad notable; otros tipos de conocimiento, incluido el local, práctico y experiencial, son raramente considerados. La situación empeora cuando por las pautas mismas de la profesión científico-académica actual se constata una carrera poco edificante por anunciar resultados incompletos, metodológicamente dudosos y no adecuadamente evaluados.
El modelo de resolución de problemas y de legitimación del Estado moderno es obsoleto. La estrategia que funcionó exitosamente y dio como resultado el crecimiento y el desarrollo en otras épocas no puede hacer frente a los retos del presente y del futuro. Pero las crisis han sido y son oportunidades.
La CPN plantea una reforma en la cual la extensión democrática al derecho al conocimiento es no solo éticamente justa y políticamente eficaz, sino que además potencia la calidad de la evidencia tecnocientífica en los procesos de decisión para la acción orientada al bien común. La CPN reconoce como paritario el conocimiento creado histórica y culturalmente fuera del ámbito científico: no basta solo con “saber qué”, también es preciso “saber cómo”. Los desafíos no tienen una resolución simple. Tendremos que convivir en complejidad y aprender cómo hacerlo.
Carson, R. L. (1962). Silent Spring. Boston, MA: Houghton Mifflin Company.
COMEST (World Commission on the Ethics of Scientific Knowledge and Technology) (2005). The Precautionary Principle. UNESCO. Disponible en: https://unesdoc.unesco.org/ark:/48223/pf0000139578
De Solla Price, D. J. (1963). Little Science, Big Science. Columbia University Press.
Funtowicz, S. & Hidalgo, C. (2008). “Ciencia y política con la gente en tiempos de incertidumbre, conflicto de intereses e indeterminación”, en J. A. López Cerezo y F. J. Gómez González (eds.), Apropiación social de la ciencia. Madrid: Biblioteca Nueva.
Funtowicz, S. & Ravetz, J. (1990). Uncertainty and quality in science for policy. Dordrecht: Kluwer Academic Publishers.
—(1993). “Science for the post-normal age”, Futures, 31 (7), 735-755. Disponible en: https://commonplace.knowledgefutures.org/pub/6qqfgms5/release/1
—(2020) La ciencia posnormal. Ciencia con la gente. Barcelona: Icaria (1ª ed. como Epistemología política. Ciencia con la gente. Buenos Aires: CEAL, 1993).
Hidalgo, C. (2016). “Interdisciplinarity and Knowledge Networking: Co-Production of Climate Authoritative Knowledge In Southern South America”. Issues in Interdisciplinary Studies. Association For Interdisciplinary Studies, 34.
Kuhn, Th. (1962). The Structure of Scientific Revolutions. Chicago: The University of Chicago Press.
Rayner, S. & Sarewitz, D. (2021). “Policy making in the post-truth world. On the limits of science and the rise of Inappropriate Expertise”. Breakthrough Journal, 13, winter.
Taddei, R. & Hidalgo, C. (2016). “Antropología posnormal”. Cuadernos de Antropología Social, 42, UBA.
Thompson, M. & Warburton, M. (1985). “Decision Making Under Contradictory Certainties: how to save the Himalayas when you can’t find what’s wrong with them”. J. Applied Systems Analysis, 12.
Weinberg, A. (1972). “Science and tran-science”. Minerva, 10, 209-222.
Ver también
Alternativa, Arraigo, Buen vivir, Derechos humanos, Dignidad, Extractivismo, Hábitat, Igualdad, Imaginario sociotécnico, Innovación, No conocimiento, Posdemocracia, Ubuntu, Violencia lenta
Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe
Universidad Nacional Autónoma de México
ORCID: 0000-0002-5769-693X
La Ilustración europea descubrió la sociedad y la situó en el centro de su explicación de la realidad humana, desplazando ingredientes metafísicos o religiosos. En esa operación creó o resignificó ciertos términos y abundó en neologismos: el mismo de “sociedad”, los de “progreso” y “revolución” y los de “cultura” y “civilización”. Todos ellos están interrelacionados y han tenido tanta presencia en el pensamiento moderno, especialmente los dos últimos, que su evolución semántica misma ha sido objeto de artículos y libros.
Dicha bibliografía revela que la palabra civilización apareció en su sentido moderno en francés e inglés hacia mediados del siglo XVIII. Su lejana etimología se halla en el vocablo latino civitas (ciudad); más inmediatamente derivó del vocabulario jurídico. Luego sufrió adaptaciones, migraciones y traducciones hasta convertirse en término omnipresente en Europa y el mundo desde el siglo XVIII. Era consecuencia de nuevas formas de interacción social, que llevaron a definirla como “la dulcificación de las costumbres, la urbanidad, la educación y el conocimiento de los buenos modales, el respeto generalizado por las reglas de la conveniencia”, para retomar una temprana formulación, obra de Mirabeau padre (1760).
Precisamente Mirabeau había escrito (1756) que tal conjunto de virtudes constituía una etapa transitoria en el movimiento circular y periódico entre la barbarie y la decadencia. Fue una etapa alcanzada en la Atenas de Pericles, la Roma de Augusto, la Florencia de Lorenzo el Magnífico y la Francia de Luis XIV, según la célebre enumeración con que inicia el Ensayo sobre las costumbres (del mismo año, 1756) de Voltaire. En otra vertiente, la civilización no era un fenómeno caprichosamente recurrente sino el resultado de una evolución ascendente, tal como argumentaban los teóricos del progreso social que en torno a 1770 consideraron la civilización como la etapa final a la que la humanidad llegaba tras pasar por las de la barbarie y el salvajismo.
Ya fuera fenómeno recurrente o término de una evolución, la civilización no parecía estar ligada a ningún territorio ni grupo humano en particular, sino que era uniforme en sus características y, por lo tanto, susceptible de ser exportada y con ello adaptada por todos: era una “noción absoluta, humana, coherente y unitaria” (Lucien Febvre) y por ende prevalecía su uso en singular.
Otros autores insistían, sin embargo, en las diferencias. Ello era resultado de la acumulación de material etnográfico e histórico y, también, fuera del eje franco-inglés, de una especial sensibilidad para notar las propias peculiaridades. En Alemania, en España y sus colonias, en Europa del este y más tarde en el resto del mundo, quedaba clara la contradicción entre la presunta civilización universal y las realidades locales. Se buscó en estas últimas la justificación, ya sea de reivindicaciones nacionales, ya sea de privilegios amenazados por las novedades democráticas y liberadoras de la Ilustración. Junto al uso en singular empezó a figurar el plural: las “civilizaciones”, en una acepción “pluralista, etnológica, relativista” (Starobinski, 1999).
Dicha acepción se difundió y dio lugar a títulos como Historia de la civilización en Europa (1828) de François Guizot y a la primera teoría de la variedad de civilizaciones por obra del ruso Nikolai Danilevski: Rusia y Europa (1869). Mayor influencia tuvo el francés Arthur de Gobineau con su Ensayo sobre la inferioridad de las razas humanas (1853-1855), que presentaba en la historia mundial el desfile de diez civilizaciones, donde cada una era producto de la benéfica acción de una minoría perteneciente a la raza aria.
Se fue asentando la idea de la civilización como estado social, independientemente de su alto o bajo nivel, por lo que podía hablar de “civilización primitiva”, “civilización inferior”. Ello dio pie a cierto relativismo, el cual se empezó a manifestar a fines del siglo xix y ponía en pie de igualdad las varias civilizaciones y culturas. Fue una evolución representada en Estados Unidos por el antropólogo Franz Boas y sus discípulos a partir de 1896 y en Francia a partir de 1902 con los trabajos de Émile Durkheim y Marcel Mauss. Ambos grupos negaban la existencia de pueblos “sin civilización” y la superioridad de una civilización sobre otra.
Era parte de cambios más generales. En Asia se adaptó el término civilización en diversas lenguas: bunka-bunmei (Japón), wen-hua (China), sanskriti (India), kalcar (varias lenguas asiáticas) tamaddun (área islámica), que implicaban ideas de purificación, refinamiento o mejoramiento, a veces se erigía como oposición a la civilización esgrimida por los colonizadores. En América Latina se reforzó la tendencia a hablar de la civilización de cada país en particular y se estrenó el término “civilización latinoamericana”.
Varias obras nacieron de este campo de preocupaciones. El libro de Oswald Spengler La decadencia de Occidente (1918) popularizó el rechazo del evolucionismo y la visión de la historia como una sucesión de civilizaciones, cada una con “sus propias posibilidades de expresión que germinan, maduran, se marchitan y no reviven jamás”. Entre ellas, el Occidente era una más y posiblemente había iniciado su decadencia. Menos conocida fue la obra del polaco Feliks Koneczny, Sobre la pluralidad de civilizaciones (1935). De mucho mayor éxito fue la del inglés Arnold J. Toynbee, Estudio de la historia (1934-1961). En el ambiente de entreguerras se trazó la historia de la evolución semántica de la palabra civilización, se hizo común aludir a la variedad de civilizaciones y a la posibilidad de su muerte, y sobre la base de ella comenzaron a organizarse colecciones históricas o cursos: las grandes civilizaciones, culturas de la humanidad, pueblos y civilizaciones.
La visión unilineal de la historia y unitaria de la civilización volvió a prevalecer en la segunda posguerra. El esquema de Toynbee sufrió críticas desde el materialismo histórico y los Annales de Francia. Las políticas y teorías modernizadoras privilegiaban la idea de una evolución dirigida al establecimiento de sociedades parecidas a las de Europa occidental y de Estados Unidos. La pluralidad de civilizaciones, en todo caso, pertenecía al pasado, era un rezago destinado a desaparecer en la corriente general de la modernidad. En las nuevas enciclopedias de sociología la palabra faltó. La abandonaron las escuelas históricas, que dieron más bien en enfatizar los encuentros en el espacio, las dinámicas de interacción. Lo mismo hicieron los estudiosos del sistema mundial a partir de la obra de Immanuel Wallerstein (1974); para ellos, la cultura no era un dato fundamental. En cuanto a las escuelas postestructuralistas, negadoras de los grandes relatos, les resultaba especialmente ajena la idea misma de unas macroentidades llamadas civilizaciones.
La taxonomía civilizatoria subsistió en obras como Las civilizaciones actuales (1963) de Fernand Braudel o, del mismo año, The rise of the West de William McNeill, pero, sobre todo, una vez más, en las periferias. En el pensamiento ruso la idea de variedad civilizacional había continuado entre los pensadores del exilio (Nikolai Trubetskoi, Petr N. Savizki, Pitirim Sorokin) y tras la caída del régimen soviético, volvió a ocupar un lugar central con ideólogos como Aleksándr Dugin. En América Latina, donde previamente había tenido gran prestigio Spengler, Toynbee influyó sobre Víctor Raúl Haya de la Torre, Leopoldo Zea, Darcy Ribeiro y Bolívar Echeverría. En Japón y en el Islam siguió teniendo Toynbee popularidad; a su zaga, se preguntaba el marroquí Mahdi Elmandjra, en ocasión de la primera Guerra del Golfo (1991), si no estábamos ante una guerra de civilizaciones.
Fue la pregunta que recogió, e hizo célebre, Samuel Huntington a comienzos de los años noventa en un artículo que devino en un libro muy difundido: El choque de civilizaciones (1996). Con ello el tema volvió al lenguaje de la academia, que lo usó para tematizar el ascenso de los países de Asia oriental y la globalización, las causas de la hegemonía occidental, las de su (supuesta) decadencia. Hoy día el tema de la variedad ha dado lugar a iniciativas políticas como la Alianza de Civilizaciones y a análisis de creciente calidad que ofrecen elementos para discernir tanto el pasado como las tendencias futuras de la civilización en singular y en plural.
Cabe hacer unas puntualizaciones finales. Como se ha visto, la idea de civilización en plural ha tenido momentos de auge y de declinación. Ha habido momentos ilusionados con un futuro de homogeneización: de manera análoga a los imperios y las iglesias universales, la modernidad insistió en la adopción universal de algo que era llamado la civilización europea u occidental. Desde hace unas décadas esta ilusión está en retirada con el fin de la hegemonía de los países noratlánticos. Como contraparte, según se ha apuntado antes, cobra un nuevo prestigio la idea de una pluralidad de civilizaciones. Coincide con las reivindicaciones nativistas y los fundamentalismos culturales que dominan en el mundo, a veces adoptando precisamente el rótulo civilizacional.
Hay quien insiste en este giro decisivo de nuestros días, pero conviene recordar que la dinámica entre confluencia y diversificación ha sido recurrente en la historia. Como en otros momentos, la actual afirmación identitaria coincide con una aceleración del movimiento de mundialización y consiguiente homogeneización cultural. Se ha hablado de reacciones defensivas frente al deterioro de referentes identitarios, frente a la cercanía simbólica y física de la otredad que es facilitada por los avances en las comunicaciones y los transportes, bajo la forma de migraciones humanas y prácticas ajenas.
De tales fenómenos, los discursos nativistas presentan el aspecto negativo. Contra ellos se insiste en las ventajas del multiculturalismo. En medio de la discusión queda olvidada la civilización en singular. Después de haber sido prestigiosa durante dos siglos, hoy es objeto de rechazo. Se la identifica con la propaganda hegemónica y, más profundamente, con una serie de males implantados en las sociedades humanas desde fines del Neolítico: la separación, dominio y destrucción de la naturaleza, el patriarcado, la división jerárquica, las distintas formas de discriminación y dominio.
Junto a esos males no podemos, sin embargo, dejar de rescatar en la civilización el conjunto de conquistas que la humanidad ha ido acumulando: la riqueza material, la tecnología, la experiencia empírica y la teorización sobre esta, la red ecuménica de contactos humanos y sobre todo las ideas de convivencia, empatía y tolerancia, de audacia y desinhibición para la exploración de la realidad. Tales conquistas se entremezclaron siempre con otros tantos males, y unos y otros se encuentran dispersos entre distintas tradiciones.
Para los discursos identitarios, cada paquete civilizacional es una unidad sin fisuras, y es incompatible con los otros. El proyecto de la modernidad pensaba transmitir el propio a todos los pueblos bajo la forma de una civilización universal —al principio concebida bajo la imagen de Europa; más tarde, de la modernidad estadounidense. La propuesta resultó poco atractiva para la mayoría. No careció, sin embargo, de resultados, y sin ellos no se entiende la actual reafirmación de la variedad. Esta puede ofrecer una alternativa: la de una constante interacción entre los varios paquetes civilizacionales, que elimine de cada uno los aspectos negativos y rescate los positivos.
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Ver también
Geopolítica de las redes, Guerra cognitiva, Igualdad, Ming, Neoliberalismo, Posdemocracia, Ubuntu, Utopía latinoamericana
Facultad de Ciencias Sociales
Universidad Nacional de Córdoba
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0003-3996-1856
La crisis ambiental es el problema central de nuestra época. La explotación de combustibles fósiles, el calentamiento global, la deforestación y la contaminación, el empobrecimiento de la biodiversidad y las extinciones masivas demuestran la actual destrucción del mundo. Si bien estrictamente estamos en la era del Holoceno, el impacto humano sobre el planeta es tan grande que puede compararse con un nuevo tiempo geológico llamado Antropoceno (Stoermer y Crutzen, 2000). Frente a esta denominación surgieron otras, como Capitaloceno (Moore, 2020), que pone el foco en el modo de producción capitalista y en quienes acumulan capital, o Plantacionoceno (Gilbert y Epel, 2015), que caracteriza la producción de alimentos de manera extractiva y cerrada en clara relación con el colonialismo pasado y actual. Haraway cuestiona el concepto de Antropoceno por considerarlo antropocéntrico y etnocéntrico –en continuidad con el excepcionalismo humano que también critica–, más bien prefiere el término Capitaloceno que visibiliza la racionalidad económica. En cualquier caso, para Haraway (2016a:17) son “más un evento-límite que una época”, por lo cual se trataría de hacerlos que duren lo menos posible.
Haraway propone llamar Chthuluceno a uno de “los mil nombres de Gaia”.8 De acuerdo con Haraway (2019: 20): “Chthuluceno es una palabra simple. Es un compuesto de dos raíces griegas (khthôn y kainos) que juntas nombran un tipo de espaciotiempo para aprender a seguir con el problema de vivir y morir con respons-habilidad en una tierra dañada”. Este neologismo se deriva de la palabra khthôn, que significa debajo de la tierra, subterráneo, y de kainos que refiere al ahora, con herencias y llegadas. El Chthuluceno invita a asumir las consecuencias de nuestro pasado y presente, pero también a imaginar un porvenir donde puedan florecer las múltiples especies que habitan la tierra. Es un espaciotiempo virtual en un doble sentido: virtuoso y potencial. Virtuoso en tanto no es antropocéntrico y asume la responsabilidad frente a la crisis ambiental; y potencial porque podría realizarse al tiempo que lo imaginamos (Araiza, 2021: 434).
Si bien el Chthuluceno parecería evocar al “pesadillesco, racista y misógino monstruo Cthulhu” (Haraway, 2016a: 19) de la ficción de H. P. Lovecraft que habitó en las profundidades de la Tierra antes que los humanos, el Chthulu de Haraway (escrito con “chth”) remite a los poderes y fuerzas tentaculares que habitan la tierra que son nombradas como Gaia, Pachamama, Raven, Medusa, Mujer-Araña. Haraway (2019: 61) toma el nombre de la pequeña araña Pimoa Cthulhu de largas patas que vive en los bosques y de las fuerzas chtónicas de la tierra (entidades antiguas, multibichos, seres diversos que hacen y deshacen y son hechos y desechos, vivos, muertos y otros) que se diseminan por todas partes, y realiza una sutil modificación en su ortografía. De esta manera, Chthulu ya no invoca a un monstruo (único) apocalíptico de los tiempos modernos, sino a divinidades femeninas en armonía con la tierra.
El Chthuluceno es “pasado, presente y lo que está por venir” (Haraway, 2016a: 19), es “un nombre para otro lugar y otro tiempo que fue, aún es y podría llegar a ser” (Haraway, 2019: 61). Es un entramado heterogéneo de temporalidades que no siguen el curso lineal del tiempo, sino que forman una temporalidad plural o una “promiscuidad temporal” (Dooren, 2018) que niega habitar único marco de referencia espacio-temporal. Por el contrario, el Chthuluceno es una abigarrada conexión de tiempos pasados, presentes y futuros: una “temporalidad del espeso, fibroso y vasto ‘ahora’” (Haraway, 2016b: 294), que (contraintuitivamente) proyecta el pasado en el presente y conserva el futuro en el presente. Pero, además, es un ensamblaje de temporalidades humanas y no humanas, esto es, de una temporalidad multiespecie y común. Podría decirse que es una temporalidad tentacular, compuesta por innumerables tentáculos que conectan “miríadas de temporalidades y espacialidades y miríadas de entidades intra-activas-en-ensamblajes- incluyendo más-que-humanos, otros-que-humanos, inhumanos y humanos-como-humus” (Haraway, 2018: 82).
El Chthuluceno se diferencia de los otros -cenos de nuestro tiempo por varias razones: no comienza en ningún momento histórico particular que podamos identificar, por el contrario, es mucho más amplio y antiguo que cualquiera de estas categorías de tiempo geológico y, a su vez, una posibilidad mucho más frágil e incierta (Dooren, 2018: 92). El Chthuluceno nos sitúa en el momento presente de ausencia de refugios, pero, al mismo tiempo, se presenta como un futuro posible, “evitando todo futurismo” (Haraway, 2019: 24). En este sentido, se puede advertir una tensión (Dooren, 2018: 92) entre un sentido expansivo del Chthuluceno como “aquí y aún por venir” (Haraway, 2019: 62) y un sentido más limitado en el que el término describe solo una posibilidad: un “florecimiento multiespecie” (Haraway, 2019: 179). El Chthuluceno es un proyecto del ahora donde se entrelaza futuro con posibilidad, es decir, que en el presente están contenidas las múltiples posibilidades futuras. Además, es un futuro en el que se asume la respons-habilidad, por lo cual se trataría de una futur-habilidad, la habilidad de dar respuestas también en un tiempo por venir.
Haraway (2019: 66-67) se pregunta “¿cómo podemos pensar en tiempos de urgencia sin los mitos autoindulgentes y autogratificantes del apocalipsis, cuando cada fibra de nuestro ser está entrelazada en, y hasta es cómplice de las redes de procesos en los que, de alguna manera, hay que involucrarse y volver a diseñar?”. Se trata de una urgencia de pensar-con (porque el pensar siempre es con otrxs) —que caracteriza también como pensamiento tentacular o juego de cuerdas— ante un mundo en ruinas que necesitamos, pero que no nos necesita. Para lo cual es necesario reconocer que “devenimos-con de manera recíproca o no devenimos en absoluto” (Haraway, 2019: 24), no un devenir a secas, sino siempre en relación. Asimismo, propone la noción de simpoiesis, “generar-con”, que contrapone a autopoiesis (autoproducción). Para Haraway hay co-producción, devenir-con y pensar-con otras especies. En el Chthuluceno, “el orden se ha retejido: los seres humanos son de y estén con la tierra, y los poderes bióticos y abióticos de esta tierra son la historia principal” (Haraway, 2019: 95).
Haraway nos convoca a “seguir con el problema”, que significa “aprender a estar verdaderamente presentes, no como un eje que se esfuma entre pasados horribles o edénicos y futuros apocalípticos o de salvación, sino como bichos mortales entrelazados en miríadas de configuraciones inacabadas de lugares, tiempos, materias, significados” (Haraway, 2019: 20). No se trata de encontrar soluciones definitivas y respuestas acabadas, sino de estar-en y -con el problema, y así evitar tanto el optimismo como el pesimismo en la mirada hacia el futuro. Seguir con el problema supone descartar tanto la “fe cómica” en las soluciones tecnológicas —aunque siguen siendo importantes los proyectos tecnológicos situados— como también el “cinismo amargo” de que es demasiado tarde y no hay nada más por hacer (Haraway, 2019: 22-23). La curación no puede ser total porque el daño es irreversible, pero aún es posible regenerar el mundo mediante modestas recuperaciones parciales que nos permitan continuar viviendo en conjunto al ritmo de los problemas en la tierra.
Para Haraway, se trata de con-figurar un mundo post-apocalítico, de contar historias que permitan imaginar otros mundos posibles. La “SF” (por sus siglas en inglés), una ciencia ficción ampliada, integrada por la ciencia ficción, la fabulación especulativa, el feminismo especulativo, las figuras de cuerdas y los hechos científicos (Haraway, 2019: 21), es fundamental para imaginar épocas por venir. En un taller de fabulación especulativa, Haraway concibe las Historias de Camille, una niña en proceso de simbiosis con una mariposa monarca en extinción durante cinco generaciones. Son historias que enseñan a vivir y a morir, a formar comunidades de compost9 y a imaginar una justicia multiespecie. En esta amplia visión del futuro, dos narraciones se entrelazan, una que se narra en detalle y otra que solo se insinúa: la convivencia multiespece y la demografía humana (Heise, 2018). En ambos casos se trataría de encarnar el eslogan “Generen parientes, no bebés” (Haraway, 2019: 210), esto es, generar múltiples formas de parentesco no sanguíneo. Frente a las profecías apocalípticas de devastación, la “escritura chthulucena” invoca historias de supervivencia y florecimiento multiespecie.
Araiza, A. (2021). “Reinventar la naturaleza para hacernos cargo del Capitaloceno: la propuesta de Donna Haraway”. Andamios, 18 (46), pp. 413-441. Doi: https://doi.org/10.29092/uacm.v18i46.851
— (2020). “El pensamiento crítico de Donna Haraway: complejidad, ecofeminismo y cosmopolítica”. Península, XV (2), pp. 147-164. Recuperado de: https://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S1870-57662020000200147 Última visita: 22/11/2022
Crutzen, P. y Stoermer, E. (2000). “The ‘Antropocene’”, Global Change News Letters, núm. 41, pp. 17-18. Recuperado de: https://inters.org/files/crutzenstoermer2000.pdf Última visita: 30/11/2022
Gilbert, S. F. y Epel, D. (2015). Ecological Developmental Biology. USA: Sinauer Associates.
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— (2016b). “Manifiesto Chthuluceno”, en Manifestly Haraway. Minneapolis: University of Minnesota Press, pp. 294-296 Traducción disponible en línea: https://laboratoryplanet.org/es/manifeste-chthulucene-de-santa-cruz/.
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Ver también
Ambiental (crisis), Animalismos, Capitaloceno, Cero neto para 2050, Cosmopolítica, Epigenética, Equidad intergeneracional, Extinción, Hábitat, Historia natural, Naturaleza (relaciones sociales con la), Neologismo, Plantacionoceno, Poscapitalismo, Poshumanismo, Tecnoceno
8 Así se denominó a la conferencia realizada en Río de Janeiro en 2014 organizada por Eduardo Viveiros de Castro, Déborah Danowski y Juliana Fausto, en la que participó Haraway y que según ella misma señala dio un nuevo enfoque a su pensamiento (Haraway, 2019: 15).
9 El compost refiere a la cualidad orgánica del abono, a partir del desecho orgánico se va regenerando la vida. Pero, también, el compostaje remite a la etimología latina compotus, que significa poner junto, hacer parentesco (Araiza, 2020: 158)
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0001-8310-6617
En el presente pareciera imperar una política de la prevención que busca canalizar los resultados inesperados de la acción social mediante el diseño de estrategias e instituciones por parte de las ciencias sociales y humanas. Una expresión como “plan de contingencia”, proveniente de la sociología empresarial de la década de 1950, ha pasado a formar parte de nuestro sentido común. Asimismo, “fortuna” como sinónimo de “azar” ha perdido vigencia y su sentido se vulgarizó al punto de convertirse en sinónimo de “éxito” en los negocios.
La omnipresencia de lo contingente y los límites de nuestro conocimiento para explicar los cambios impredecibles han intensificado la obsesión por un futuro planificado y controlable, que parece haber reducido el espacio de experiencia a lo aparentemente necesario para contener lo potencialmente posible, logrando exactamente lo contrario a lo que prometía el inicio de la Modernidad con un futuro abierto. Cabe preguntarnos entonces: ¿qué desplazamientos conceptuales operaron en estos términos para que se estabilizara el sentido que actualmente tienen? ¿Cómo se puede recuperar esa carga de futuro que originalmente tenían los términos de contingencia y fortuna? Para historizar ambos términos desde un análisis conceptual y cultural, nos concentraremos en la dinámica que adquieren durante la temprana modernidad europea occidental (siglos XV-XVII) con el propósito de recuperar sus matices de futuro, de lo posible y disponible para la acción humana.
Desde el punto de vista etimológico, “contingencia” y “fortuna” guardan similitudes. Contingencia deriva del verbo latino contingere, que denota lo accidental y fortuito, lo que sucede por casualidad; o bien, lo que denota indeterminación, es decir, refiere a algo que no es, pero que tiene la potencialidad de ser y no ser al mismo tiempo. Fortuna deriva de la raíz latina fors (azar) y del verbo ferre (llevar, producir, acarrear), lo que da cuenta del advenimiento o desarrollo de futuros posibles. La carga de futuro que se advierte en ambos términos también se evidencia en los desplazamientos semánticos que operan entre ellos, por ejemplo, el plural de fortuna en latín (fortunae/fortunarum) suele traducirse como contingencias (favorables o adversas) y tanto fortuna como contingencia han sido abordados desde la historia cultural como sinónimos del azar.
No obstante, los orígenes histórico-contextuales de fortuna y contingencia difieren. Fortuna es una diosa romana (que, con algunas diferencias, se corresponde a la griega tyché), mientras que contingencia, como término técnico heredado de la Física aristotélica, se utiliza para describir la naturaleza ontológica de la realidad en la Escolástica tardía y el Renacimiento. En la Física (II, 4-6), Aristóteles define a la suerte (tyché) y a la casualidad (casus) como causas accidentales e indeterminadas que suceden para algo en cuanto son efecto de la naturaleza o del pensamiento. Pero mientras la suerte se limita a los agentes libres (ob intellectu), capaces de hacer una elección racional y deliberada, la casualidad refiere a las cosas inanimadas, los animales y los niños, que no tienen capacidad de elegir. De este modo, establece la diferencia entre fortuna y casualidad, ligada a la espontaneidad, a lo que no es producto de una elección racional.
Entre los siglos XIII y XIV, la concepción aristotélica de casualidad se expresa en la tensión existente entre Dios como creador de un determinado orden natural y la observación de una absoluta irregularidad en los fenómenos naturales. Tensión que se resuelve a favor del providencialismo divino: Dios sabe lo que pasará y ello servirá a sus propósitos. Para los cristianos ortodoxos, Dios tenía conocimiento de los hechos futuros en su totalidad, por ende, el futuro era siempre necesario, nunca contingente. Un proceso similar sucede con la fortuna. A pesar de que Aristóteles le había quitado el carácter de deidad (que tenía para Platón y los trágicos), al convertirla en causa accidental, la diosa siguió gozando de una extraordinaria vigencia entre los moralistas e historiadores romanos. Para Tito Livio, Cicerón y Séneca, los buenos políticos, a partir de su virtus debían aprender a granjearse los favores de la diosa (una mujer), para alcanzar el honor y la gloria.
La imagen romana –positiva– de la fortuna cambia con el triunfo del cristianismo. Boecio pinta a la diosa como un poder ciego, indiferente e indiscriminado en el reparto de sus dones y, si bien no resuelve las contradicciones planteadas por la omnipresencia de Dios y las acciones arbitrarias de la fortuna, la convierte en una ancilla Dei, un agente de la providencia divina. De este modo, al representar la voluntad oculta de Dios, la fortuna es mediada teológicamente y superada: muestra que el deseo de honor y gloria mundanos no significa nada en comparación con la fe y la alegría de los cielos. El símbolo de la cornucopia es reemplazado por la rueda, que da cuenta del actuar inexorable y caprichoso de la fortuna y de una cierta repetibilidad de todo acontecer (el ascenso y ocaso de los reinados, la suerte o miseria humanas) hasta el día del Juicio Final. Repitiendo los argumentos de San Agustín (De civ. Dei XI, 21) y Boecio (De Consol. V 2-6), Tomás de Aquino verá la contingencia y la fortuna como aspectos del mundo, porque Dios así lo ha deseado. La asociación entre fortuna y providencia establecida por Boecio tuvo gran influencia en la literatura italiana, especialmente en la Divina Comedia, de Dante, y el Remedio contra la próspera y adversa Fortuna, de Petrarca, donde la fortuna aparece como un poder cuasi divino y se advierte la incapacidad del hombre para predecir y planificar sus cursos de acción.
Hacia el siglo XV, la experiencia de las repúblicas itálicas abre paso a una nueva concepción del tiempo y de un sujeto actuante y autoconsciente. En este marco se abandona la idea de que la fortuna sea un agente de la providencia y se rescata la versión clásica romana, particularmente en el opúsculo Sueño de la Fortuna, de Eneas Silvio Piccolomini. El escritor sueña que se encuentra con la diosa y ella responde sus preguntas, mostrándose sensible al mérito humano y diciéndole que favorece a los hombres audaces. En el capítulo XXV de El Príncipe, Maquiavelo se hace eco de esta lectura al afirmar que, aunque la mitad de nuestras acciones están en manos de la diosa, la otra mitad, queda bajo nuestro control. El humanista florentino repite la idea, con cierto sesgo erótico, de que la fortuna es una mujer y se siente fácilmente atraída por los hombres viriles y audaces. Asimismo, Maquiavelo establece una analogía entre los embates de la fortuna y las inundaciones, que no impiden al político tomar medidas o pensar estrategias (como construir diques y espigones) para contenerla y minimizar sus efectos.
La recuperación de la concepción clásica de fortuna y la libertad humana frente a la providencia se observa en la influencia iconográfica que adquiere el tema virtu vince fortuna, derivado de Terencio y Cicerón. El mensaje del fresco Occasio y Paenitentia (1500-1505) del taller de Andrea Mantegna es claro: se pide a la juventud impetuosa que no se deje seducir por los halagos de la fortuna, es decir, que la audacia y la tentación deben ser moderadas con virtud, prudencia y diligencia. Asimismo, el atributo de la rueda, que daba cuenta de la predeterminación de la fortuna como instrumento de Dios, es reemplazado por un globo o esfera, asimilando la fortuna a la contingencia.
La conversión de la fortuna en ocasión ilustra así la percepción que las sociedades europeas tenían de sí mismas en el siglo XVI, producto de la revolución náutica y comercial que había acelerado el proceso de expansión ultramarina y la importancia adquirida por los negocios mercantiles. Nicoletto da Modena forja una representación influyente de la fortuna contingente, el grabado Mujer desnuda representando a la fortuna. Además de pararse sobre una esfera, la fortuna está en el mar y aparece con los atributos náuticos de la vela y el timón. Pero ella no solo refiere a la prosperidad, a esos bienes que se espera arriben de allende el océano, sino que se divide: por un lado, aparece la oportunidad y la suerte; por otro, los riesgos y la desgracia. El cambio semántico se vincula con el auge de las ciudades mercantiles, sus formas específicas de inversión y el desarrollo de diversas pólizas de seguros, según el tipo de riesgo a afrontar.
Entre 1580 y 1650 se observa un auge de la fortuna en textos y representaciones visuales, que ya no se vincula con el lema virtu vince fortuna del primer Renacimiento, sino con el mundo de las cortes de las monarquías europeas centralizadas, sus facciones e intrigas, al tiempo que muestra el entrecruzamiento de diversas tradiciones culturales: francesa, holandesa, inglesa, española (de Cervantes a Quevedo y Gracián) y alemana (en la poesía de Gyphius, Fleming y Hofmannswaldau). En este nuevo contexto se evidencian dos tendencias. Por un lado, la tratadística de razón de Estado pone el acento en las tácticas que deben emplear los gobernantes y sus consejeros frente a la adversidad. Por otro lado, se intensifica la asociación entre fortuna y comercio, ligado al éxito o fracaso económico. Un ejemplo interesante es la alegoría del comercio (1585) de Jost Amman que tiene como escenario el puerto de Amberes en el contexto de la invasión española y la rendición de la ciudad, que había provocado una crisis económica. Debajo de la balanza que sostiene Mercurio, se encuentra la fortuna con su cabellera hacia delante y parada sobre una esfera, en referencia a las contingencias del comercio.
A medida que avanza el siglo XVII, la experiencia de los conflictos religiosos, sociales y políticos y las guerras europeas, que culminan con la paz de Westfalia (1648), hacen que el concepto de contingencia predomine sobre el de fortuna y se instale decididamente en los asuntos humanos. En sus Pensamientos diversos sobre el cometa (1680), el hugonote francés Pierre Bayle discute la idea de los cometas como portentos de efectos desastrosos (plagas, guerras, terremotos) y afirma que la coincidencia entre este fenómeno celeste y los desastres naturales no es milagrosa, sino accidental, ya que estos, al igual que las guerras, no surgen según un patrón determinado e invariable, sino de modo impredecible. De este modo, Bayle abrió el camino para que la providencia sea suplantada por la contingencia en los asuntos humanos, permitiendo una comprensión totalmente secular de la naturaleza y la historia.
Hacia 1660, en un contexto de búsqueda de certezas en los planos religioso e intelectual y de disciplinamiento por parte de las monarquías europeas centralizadas, el azar deja de identificarse con la fortuna que gobierna caprichosamente los asuntos humanos y, desde una perspectiva más práctica e inmanente, se busca gestionar racionalmente, a partir del cálculo de probabilidades. La lógica de Port-Royal, publicada en 1662 por Pierre Nicole y Antoine Arnauld, aborda en su capítulo decimosexto (sobre cómo juzgar los accidentes futuros) las nociones de iteración y repetición, haciendo referencia a la posibilidad e importancia de establecer el grado de probabilidad de que algo suceda, a partir de contrastar la frecuencia de los aciertos con la de las derrotas.
En el siglo XVIII el rechazo de la providencia y el cálculo de probabilidades son resistidos. Historiadores de la Ilustración como David Hume, Montesquieu y Edward Gibbon absorben lo contingente dentro de las causas generales o profundas de los hechos históricos y se interesan por la noción de recurrencia: las mismas causas siempre producen los mismos efectos. Paralelamente, durante la Revolución industrial (1760-1840) se acentúa la creencia en mecanismos de retroalimentación que hacen que hechos aparentemente caóticos y heterogéneos tengan coherencia, ya que, aunque los individuos persigan sus objetivos, hay principios subyacentes que permiten predecir resultados. Adam Smith utiliza en su Riqueza de las naciones (1776) la metáfora de “la mano invisible” para referir a la autorregulación del mercado y los precios, a través de las leyes de demanda y oferta, aunque cada homo economicus actúe persiguiendo su beneficio. Asimismo, con el positivismo avanza la tendencia a creer que, así como los sistemas políticos y económicos son autorregulables, también es posible establecer leyes para explicar el funcionamiento de las sociedades.
La historiografía del siglo XIX elimina lo accidental, que había sido marginado por los historiadores a un aspecto residual de explicación de lo novedoso. En sus Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, Hegel (1830) afirma que la voluntad no está a merced de la contingencia, en relación con una concepción moderna de Historia entendida como una unidad. Los hombres se conciben capaces de manipular la historia, al absolutizar lo contingente que, despojado de la impredecibilidad de la fortuna, refiere a la realización o no de un plan a futuro, esto es, a la idea de que acontezca “más o menos” de lo que estaba planeado, poniendo así de manifiesto la inconmensurabilidad entre el propósito de la acción humana y sus resultados. El poder de la fortuna y el azar se ha perdido a favor de un análisis situacional de la acción humana (en el sentido weberiano de “chance”), que busca comprenderla, aunque produzca resultados inesperados.
Frente a la omnipresencia que hoy tiene lo contingente, el excesivo presentismo que parecería anular toda proyección hacia el futuro y las visiones en exceso pesimistas u optimistas del desarrollo de los acontecimientos, la historia nos muestra su riqueza y presenta el desafío de reflexionar críticamente sobre la responsabilidad política que no solo cabe a los gobernantes, sino también a nosotros como ciudadanos y educadores para construir una sociedad mejor, más solidaria y esperanzada.
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Ver también
Adivinación, Escatología, Futuridad, Futuro, Presentismo, Prospectiva, Secularización
Universidad de Buenos Aires
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0002-6284-4052
Si bien algunas de sus ideas asociadas al término cosmopolítica pueden asociarse a filósofos del siglo XX como William James o Gilles Deleuze, el ámbito en el cual se expandió principalmente es el de la antropología del siglo XXI. Se origina en la serie de libros Cosmopolíticas (1997), de la filósofa y química Isabelle Stengers, pero cobra especial relevancia en lo que se ha dado en llamar el “giro ontológico” de la antropología. Un probable motivo de ello es que la antropología se hizo cargo de la pregunta filosófica por el “punto de vista”, pero de un modo empírico y situado, a veces ausente en la propia filosofía. De hecho, podría decirse que la cosmopolítica es un campo anfibio, en el cual la filosofía y la antropología se vuelven indiscernibles.
No solo no existe consenso en cuanto al significado atribuible al término (Shaffner y Wardle, 2017), sino que incluso hay autores que rechazan explícitamente una definición en aras de mantener su apertura (Martínez Ramírez y Neurath, 2021). Dicho esto, es importante distinguir la cosmopolítica del “cosmopolitismo” (o “cosmopolitanismo”). Si el cosmopolitismo, que puede retrotraerse a la “idea para una historia universal en clave cosmopolita” (1784) de Kant, y cuyo proyecto es sostenido actualmente por autores como Beck (2004) o Appiah (2006), se basa en una noción de ciudadanía que trasciende los límites de los Estados nación, reivindicando una pertenencia a un mundo común para toda la especie humana, el concepto de cosmopolítica –en un movimiento anti-intuitivo que requiere de un gran esfuerzo para salir del sentido común– pone en cuestión dos presupuestos básicos tanto del cosmopolitismo como de la cosmología “occidental” en general: (1) que el mundo sea uno; (2) que sea el nuestro, es decir, que sea el que nuestro grupo más o menos amplio de pertenencia piensa que es. Podemos llamar a las tesis correspondientes a estas dos negaciones (1) “multinaturalismo” y (2) “perspectivismo”, respectivamente.
Dependiendo del autor y del contexto, la puesta en cuestión de la unidad del mundo (1) puede ser (1a) una operación provisoria y pragmática, en el sentido de una epojé que nos permita relacionarnos con otros pueblos de un modo menos violento, pero que no reniegue de un horizonte común como télos, o bien puede implicar (1b) la afirmación ontológica de una multiplicidad irreductible de mundos divergentes. En cualquiera de los casos, la unidad del cosmos no está dada de antemano; ahora bien, mientras que en el primer caso ella debe ser construida a partir de traducciones y conexiones parciales (Strathern 2005), en el segundo hay implicada una ontología pluralista donde las diferentes realidades son irreconciliables. Si bien estos dos sentidos no siempre son fácilmente distinguibles (y podría argumentarse que, incluso cuando lo son, la diferencia es solo de grado), se puede asociar el primero a Stengers y Latour y el segundo a Viveiros de Castro o Blaser, quien sostiene que la orientación hacia la composición de un mundo común “limita la capacidad de la cosmopolítica” (2018: 121) para hacer frente a diferentes conflictos y “podría terminar pareciéndose” (2018: 139) a una versión reconfigurada de lo que denomina “política razonable” (politics as usual), cuya premisa básica es precisamente la de “un mundo factual ya existente” (2018: 126). Ambos sentidos, no obstante, toman como punto de partida la idea de un “espacio cosmopolítico” (Stengers 1997) donde las distintas realidades no pueden reducirse unas a otras y deben ser afirmadas simultáneamente.
Que el mundo no necesariamente sea el nuestro (2) es una tesis estrechamente ligada al problema epistemológico fundamental de la etnología: ¿cómo tomar el pensamiento de los pueblos estudiados en relación con el pensamiento –igualmente situado, pero científico– del observador? Este problema conduce a una serie de preguntas clásicas de la antropología, de la teoría del conocimiento y, en definitiva, de la metafísica: ¿por qué tendría prioridad el punto de vista del científico en lo que se refiere al punto de vista del grupo humano relevado? ¿Qué diferencia y relación hay entre mito y logos? ¿Son realmente dos cosas distintas? ¿En qué sentido? Esto hace que la cuestión de la hasta entonces supuesta “excepcionalidad europea” en cuanto a su modo de conocer el mundo en relación con otros pueblos se vuelva central y, por ende, que la cosmopolítica necesite redescribir y redefinir el funcionamiento de las ciencias modernas de un modo que se sustraiga a la belicosidad de la oposición tajante entre saber y creencia –es lo que se propone hacer Stengers en los siete tomos de Cosmopolíticas—. En definitiva, se trata de cuestionar la violencia epistémica con la cual las humanidades occidentales han acompañado durante siglos la violencia colonialista.
Un hito para la problemática se sitúa en 2004, cuando la revista Common Knowledge organiza un simposio cuyo punto de partida son las intervenciones de Ulrich Beck, por un lado, quien defiende una concepción cosmopolita de raigambre kantiano, y la de Bruno Latour, por el otro, quien retoma la concepción stengeriana del término y se vale tanto de su propia antropología de los modernos como de los aportes de colegas como Viveiros de Castro para articular un sentido de “cosmopolítica” que sistematiza varios puntos en común, correspondientes al sentido asumido por esta nueva escena teórica. Si, para Beck, es cosmopolita cualquiera que sea “ciudadano del cosmos” más que ciudadano de algún Estado particular o adherente a alguna religión o grupo particular, Latour sostiene que Stengers reinventa la palabra como un compuesto del sentido más fuerte de “cosmos” y de “política”, de tal modo que “la presencia de cosmos en cosmopolítica resiste a la tendencia de que ‘política’ signifique el toma-y-daca en un club exclusivamente humano”, mientras que “la presencia de política en cosmopolítica resiste a la tendencia de que ‘cosmos’ signifique una lista finita de entidades que considerar” (Latour 2014: 48). Las dos partes del término se afectan, pues, mutuamente, de tal manera que “cosmos” impide limitar el terreno político a actores humanos, mientras que “política” previene contra la clausura del cosmos. Son, pues, dos las tesis importantes: por un lado, la política no se limita a los humanos y, por el otro, el cosmos no está dado, sino que en todo caso hay que negociarlo.
Los actores no humanos pueden ser pensados desde un punto de vista occidental científico-naturalista e incluso humanista (las consecuencias sociales de la pandemia de COVID-19, la disrupción que una represa puede provocar en la ecología en la que se inserta, la necesidad de disminuir la emisión de gases de efecto invernadero, etc.), pero estas consideraciones serían limitadas si no tuvieran en cuenta (a) la existencia, insistencia o irrupción de entidades correlativas a puntos de vista no occidentalizados, ni (b) los modos mismos de organizar la realidad propios de comunidades no-modernas. Como sostiene Tola, en las así llamadas “sociedades indígenas”, “las relaciones con los seres del cosmos son relaciones políticas” (2016: 137). En este sentido, Viveiros de Castro señala que los chamanes amazónicos son capaces de cruzar entre mundos, pudiendo viajar al punto de vista de otras especies (jaguares, pecaríes, etc.) y que, por esta razón, “desempeñan el papel de diplomáticos cosmopolíticos en una arena en la que se enfrentan los diversos intereses socionaturales” (2010: 153).
Veamos un ejemplo de cada una de estas dos ausencias. En cuanto a las entidades no-humanas cuya existencia no es habitualmente tenida en cuenta en política (a), De la Cadena trae a colación los tirakuna de pueblos andinos quechua-hablantes, que traduce como “seres-tierra”. Tomemos un escenario político de conflicto en torno a la implementación de minería a cielo abierto en una montaña. Para los impulsores de la mina (autoridades oficiales, empresa, corporaciones financieras), la montaña es un recurso; para la militancia de izquierda y los movimientos ambientalistas, es una fuente de trabajo para la población local que se perdería de ser destruida por la explotación minera, y un sitio a ser resguardado de las brutales consecuencias ecológicas del extractivismo; para la población local, es evidentemente esto último, pero es también y ante todo una persona que merece respeto. El problema cosmopolítico radica en cómo articular estas diferentes entidades de tal modo que todas participen igualmente en la contienda, sin que la última sea descartada como “creencia”, como “excesiva” o como meramente “cultural”. En este sentido, “el problema analítico que las políticas indígenas presentan es que generalmente exceden la política tal como nosotros la conocemos” (De la Cadena 2009: 111). Así, se trata de abogar por “una política pluriversal”, donde por “pluriverso” se entiende la existencia de “mundos sociales heterogéneos, parcialmente conectados, que negocian sus desacuerdos ontológicos políticamente” (De la Cadena 2020: 303-304).
En cuanto a los modos de organizar el cosmos (b), volvamos a la famosa Controversia de Valladolid (1550-1551). Mientras que Bartolomé de las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda discutían si los indios tenían o no alma, había una discusión entre los amerindios sobre si los españoles tenían o no cuerpo. Mientras los españoles discutían de teología, los antillanos sumergían conquistadores prisioneros para ver si se ahogaban, y, en caso de que sí, si sus cuerpos se pudrían. Al comentar el episodio en Tristes trópicos, Lévi-Strauss señala que, mientras que los españoles confiaban más en las ciencias sociales, los amerindios eran más proclives a las ciencias naturales. Viveiros de Castro recoge el incisivo comentario, sosteniendo que, si el etnocentrismo de los europeos “consistía en dudar de que los cuerpos de los otros contuvieran un alma formalmente similar a las que habitaban sus propios cuerpos”, el etnocentrismo amerindio “consistía en dudar de que otras almas o espíritus pudieran estar dotadas de un cuerpo materialmente similar a los cuerpos indígenas” (2010: 29). Para los amerindios, en efecto, lo que podríamos llamar alma, humanidad o cultura correspondería al modo de ser de todos los entes, siendo las diferencias corporales las que darían lugar a perspectivas divergentes: habría para ellos, según Viveiros de Castro, una sola cultura –la humana– y muchas naturalezas. Latour retoma esta idea en su discusión con el cosmopolitismo de Beck, subrayando que en ningún momento se les preguntó a los amerindios qué era lo que ellos estimaban que estaba en disputa, lo cual sería el primer paso en el camino hacia una comprensión de la complejidad de la situación. Ahora bien, asumir que los enemigos están de acuerdo sobre los principios básicos (por ejemplo, que todos los seres humanos tienen cuerpo) no es cosmopolita, sino etnocéntrico. En este sentido, Latour recalca que “Beck supone que solamente había dos soluciones para el problema planteado en Valladolid (tienen alma, no tienen alma), e ignora el otro problema, que surgía en Sudamérica, sobre los cuerpos de los conquistadores (tienen cuerpo, no tienen cuerpo)”; por esta razón, “como mínimo, una negociación entre europeos y amerindios tendría que tener cuatro partes” (2014: 46). Es por ello que una posición cosmopolítica no se basa en la “tolerancia”, sino en tomarse en serio el mundo del otro.
Podemos ahora volver a la cuestión de la violencia epistémica antes mencionada. Autores como Stengers y Latour, en este sentido, establecen una estrecha relación entre la capacidad de imaginar un orden político y una cierta definición de la ciencia. Latour señala así que el cosmopolitismo, aun con su humanitarismo, olvida un punto importante, a saber: que existen otras maneras de organizar la multiplicidad de lo real o de unificar el cosmos –según Descola (2012), existen cuatro modos en que los pueblos organizan la repartición de humanos y no humanos a partir la relación entre fisicalidad e interioridad, de los cuales el naturalismo occidental (para el cual todos los entes tienen cuerpo, pero solo algunos tienen alma) es solo uno—. Ahora bien, para que haya paz entre distintos colectivos, hay que empezar por no presuponer que el mundo es el mismo para todos. La ontología, cosmología o cosmografía sería así el resultado de la política entendida como diplomacia: la realidad no debe ser un punto de partida, sino el final de una negociación. Como sostiene Di Bernardino, “allí donde el cosmopolitismo supone lo común, la cosmopolítica apuesta por la posibilidad de lo común” (2020: 35).
El mayor desafío para ello es el problema de la traducción. ¿Es posible traducir puntos de vista en apariencia inconmensurables? ¿Cómo hacerlo sin traicionar a ninguna de las partes? Cañedo Rodríguez afirma en este sentido que el reto de la propuesta cosmopolítica es “cómo articular una (mejor) traducción como una práctica, precaria y continuamente renovada, de la coexistencia, sin que ello implique hacer converger las diferencias en una homogeneidad que es la otra cara de la hegemonía” (2013: 11). Si la convergencia absoluta de los mundos es un ideal autoritario, se trata entonces de producir “equivocaciones controladas” (Viveiros de Castro, 2004), dando lugar a un tipo de entidad que sea “más que una, pero menos que dos” (De la Cadena 2020: 290). Como sostiene Briones, “nuestra política de traducción de las diferencias culturales pasa por encontrar equivalencias”; de este modo, traducimos “el concepto mapuche de ixofil mognen como biodiversidad, el de wallmapu como territorio, el de tajil como canto sagrado ejecutado por mujeres y así sucesivamente”, pero “lo que no se pone en duda es que hay una única y misma realidad a ser diferencialmente representada, y que algunos más que otros tienen la clave para dirimir cuál es la mejor representación” (2014: 55). Puesto que se trata de no reducir disensos epistemológicos y ontológicos a jerarquías, Briones recurre a las imágenes de Escher, donde –como en el famoso ejemplo filosófico del pato-conejo– distintos puntos de vista sobre una misma imagen pueden ser igualmente legítimos. Una posición cosmopolítica no diría “es un pato” o “es un conejo”, sino “es un patonejo”, una entidad más que una pero menos que dos. Tal vez sea una buena manera de imaginar la tarea que nos propone Stengers: “cómo honrar una verdad sin que ella necesite marcar el error, he ahí un buen problema” (2004: 19).
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Ver también
Ambiental (crisis), Animalismos, Buen vivir, Capitaloceno, Chthuluceno, Descolonialidad, Epigenética, Frontera / límite, Futuridad, Futuro ancestral, Naturaleza (relaciones sociales con la), Neologismo, Poshumanismo, Poshumanidades, Tecnoceno, Transmodernidad, Ubuntu
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0002-3551-9190
La noción de crítica posee una extensa tradición dentro de las humanidades y ha generado prácticas heterogéneas consecuentes con los diversos usos asociados a ella. Es necesario, de modo inicial, diferenciar por lo menos dos grandes acepciones. Por un lado, la apelación al uso de la razón para interrogar a los diferentes poderes y a las disposiciones que ellos establecen. Por el otro, el ejercicio de ponderación y valoración de la producción de las artes y de la literatura. La primera de las acepciones, si bien reconocible en buena parte del pensamiento moderno, está ligada al programa iluminista europeo del siglo XVIII, y en particular con Immanuel Kant. En su célebre artículo de 1784 “Contestación a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración?”, el filósofo señalaba la necesidad de que el hombre se sirviera de su propio discernimiento para llegar a la verdad con el fin de desprenderse de la sujeción de los saberes políticos y sociales establecidos. Esta apelación ética estaba acompañada por una línea temporal precisa: el pasaje de la niñez (de la tutela, de un saber y un proceder guiados) a la adultez, etapa en la que se asume la libertad de pensar y actuar autónomos (y de los riesgos que esto implica). De modo que el gesto ilustrado suponía una interrogación sobre el presente, una idea evolutiva y una proyección de futuro. El coraje de formular un pensamiento propio y de intervenir públicamente apostaba por un porvenir de emancipación y más libertades. Junto con ello, la propuesta kantiana asumía una confianza en las posibilidades de la razón humana en la construcción ética del sujeto y en el efecto virtuoso que el gesto crítico tendría sobre la Historia.
La puesta en cuestión de los valores de la razón ilustrada durante las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX, junto a la crisis del sujeto –de uno universal, progresivo y transparente–, disociaron la empresa iluminista de la crítica. Entre otros, esa escisión problemática fue capitalizada por el pensamiento de Fráncfort, conocido, justamente, como “teoría crítica”. Theodor Adorno, Max Horkheimer, Herbert Marcuse y otros filósofos construyeron entre las décadas de 1930 y 1960 argumentos contra el positivismo, el cientificismo y la razón instrumental (que podían considerarse facetas iniciadas por la razón iluminista), poniendo de relieve sus lazos con formas de dominación en las sociedades modernas. Así, la crítica implicaba no un uso clarificante del juicio, sino el estudio de las racionalidades presentes en el mundo fragmentado del capitalismo de masas, que, en su operativa alienante, ha mermado, precisamente, cualquier posibilidad de formación de individuos autónomos e independientes. Esta dirección orientó los usos de la noción de crítica en las humanidades durante la segunda mitad del siglo XX.
En 1978 Michel Foucault realizó una intervención capital respecto de este debate que atraviesa la filosofía alemana. En su conferencia “¿Qué es la crítica?”, el filósofo francés recupera la “actitud crítica” desarrollada a partir del siglo XVI (y, por supuesto, aquella blandida por el Iluminismo) opuesta al “arte de gobernar a los hombres” (2018, 48), desplazadas desde las prácticas religiosas hacia redes sociales y políticas. De acuerdo con esto, la crítica significa, en primer lugar, “el arte de no ser tan gobernado” (50), “el arte de la indocilidad reflexiva” (52), y, en consecuencia, diversas formas de limitar, recusar o desobedecer la pauta gobernante. Más aún, la crítica es una relación del sujeto con la verdad; esto es, la interrogación por los discursos dotados de verdad y por los efectos de poder que esa verdad produce.
En este punto, Foucault realiza una torsión significativa del debate y ofrece una nueva dimensión de la actitud crítica. Para Kant, el uso de la razón estaba ligado a una voluntad de conocer la verdad y con los límites del saber respecto de las autoridades. Para Foucault, el referente de la crítica ya no se limita a las disposiciones de la autoridad soberana, sino que se ubica la red de dispositivos productivos de saber que intervienen continuamente sobre los sujetos, en relación con las categorías que el filósofo había propuesto en el volumen inaugural de la Historia de la sexualidad, publicado poco antes de esta conferencia. Por consiguiente, el ejercicio crítico supone preguntarse por los mecanismos que nos instituyen como sujetos, y por las prácticas reticulares que establecen una verdad acerca de nosotros mismos. La filósofa estadounidense Judith Butler (2002) señala que, desde la perspectiva de Foucault, la posibilidad de la crítica emerge tanto en la detección acontecimental de las operativas múltiples del saber (que jugarían entre la coerción colectiva y las maniobras singulares) como en una puesta en cuestión de la propia subjetividad y de las categorías que nos constituyen, lo que podría ser planteado como una interrogación de las relaciones con uno mismo; esto es, el cultivo de la desujeción.
Así, a la vez que desvía, Michel Foucault actualiza el proyecto iluminista. Al redefinir los conceptos de poder y de saber, ofrece a la crítica una tarea mucho más compleja que lleva al límite las relaciones del sujeto con la verdad. La voluntad de conocer (en lugar del sapere aude kantiano) requiere examinar los límites del lenguaje y del conocimiento, poner en duda las categorías de los saberes, cuestionar los órdenes de inteligibilidad, en fin, formular una política crítica de la verdad. Sin la imagen evolutiva iluminista y sin una temporalidad lineal, Foucault, en cambio, amplía de forma considerable el horizonte de la crítica; su futuro corresponde a una considerable tarea por hacer.
La segunda acepción de crítica –la apreciación de piezas artísticas y, contiguamente, el conjunto de prácticas, posiciones y espacios determinados en el campo cultural– comparte con la propuesta de Kant la interrogación por el presente y el gesto intelectual, pero su sentido es mucho más específico. En su ejercicio de ponderación, los agentes especializados (los críticos), valorizan la producción cultural y los marcos estéticos en los que ellos se insertan. Desde esta perspectiva, la crítica ordenaría (y en un sentido enfático, elegiría) lo que se expone en los museos y en las galerías, lo que se lee y escucha, lo que se ve en las pantallas y en los escenarios. Según Raymond Williams (2003), el término fue utilizado desde fines del siglo XVII en lengua inglesa en el sentido general de juzgar una obra literaria, pero sus acepciones eran ambivalentes: podían significar un comentario negativo, una valoración o una censura (y con esto se pone de manifiesto la relación que la crítica tuvo con las restricciones institucionales). Un atributo clave –apunta Williams– es el carácter informado (y por lo tanto autorizado) de la crítica y los críticos respecto de cualquier otro juicio y, por ende, su contorno tutelar respecto de la formación de los gustos y consumos culturales.
Durante los años 1960 y 1970, los teóricos europeos de raíz estructuralista (Gerard Genette, Tzvetan Todorov, Roland Barthes, Jacques Derrida, entre otros) enfrentaron virulentamente la idea de crítica como control. Lo hicieron disputando el lugar que adquiere el lenguaje como herramienta fundamental del ejercicio crítico. En Crítica y verdad (publicado en 1966), Roland Barthes rechaza la idea de la crítica como un metatexto. En el continuum del lenguaje, señala, no hay códigos por encima de otros; no hay, en este sentido, juicios autorizados que establezcan el significado definitivo de una obra. Los comentarios sobre una obra no están en posición jerárquica sino lindante. Exploran y nunca cierran las posibilidades de sentido. El lugar del crítico (de uno que no asume una posición tutorial) es cercano al del escritor: “el escritor y el crítico se reúnen en la misma difícil condición, frente al mismo objeto: el lenguaje” (48). De hecho, la literatura moderna, en su trabajo autorreflexivo, congrega las funciones poética y crítica en la escritura. El crítico no juzga ni conduce a los lectores. Su acción se suma a la pluralidad productiva del texto, por eso la crítica “no es una traducción, sino una perífrasis” (2014, 74). En 1968, en el célebre artículo “La muerte del autor”, nuevamente Barthes impugna la dimensión y los alcances de la crítica tradicional. Si el autor, como fuente de los sentidos del texto, no tiene ya lugar, tampoco su figura adjunta, el crítico, que se asume como mediador o intérprete dilecto de la obra. Desarmados estos dos bastiones de control, la acción crítica se desplaza hacia el lector; es éste quien, ya sin restricciones, recorre las tramas inagotables del texto. La propuesta de Barthes sintonizaba ciertamente con el marco de las protestas y el clima insurgente de la Francia de 1968. En una homología entre las revueltas estudiantiles y obreras, el semiólogo francés observa que, sin las vigilancias del autor y del crítico, los sentidos del texto circularían en libertad. Hay una promesa de futuro y un impulso utópico en este nacimiento del lector productivo (lector y crítico, lector y escritor al mismo tiempo), ya que “para devolverle su porvenir a la escritura hay que darle la vuelta al mito.” (2009, 71).
Los planteos posestructuralistas y los cambios en la producción artística dieron lugar a que entre fines de los años 1970 y principios de la década siguiente, se comenzara a hablar de poscrítica como correlato de la noción de posmodernidad (Ulmer, 1985). El arte y la literatura modernos arrastraban, en términos generales, una idea de progresividad en tanto estaban montados en una plataforma de novedad y ruptura, y a partir de esto, establecían una posición crítica relativamente estable (la de interpretar las transgresiones, la de establecer un sentido de la novedad, la de educar). Las artes contemporáneas, renuentes a esta formulación temporal y a muchas de las categorías tradicionales, han puesto en crisis aquella posición y han dificultado la perspectiva de la crítica. Poscrítica es, entonces, el nombre de un conjunto de prácticas de apreciación y de lectura en los que los poderes de la crítica están puestos en cuestión. Dicho de otro modo, la poscrítica es una crítica en estado de crisis.
En los últimos años, surgieron nuevos pensamientos sobre la poscrítica, atados no ya a la problemática de la posmodernidad, sino a debates sobre la cultura y la temporalidad contemporáneas. Surgidas principalmente en Alemania, Bélgica y Francia en la década de 2010, las intervenciones de numerosos filósofos y ensayistas (Armen Avanessian, Johan Faerber, Laurent de Sutter y Emmanelle Coccia y otros) han renovado las interrogaciones sobre la función de la crítica (De Sutter, 2021). En términos generales, estas voces objetan el lugar institucionalizado, asimilado y conformista alcanzado por la crítica en el presente. Los programas educativos y culturales y los medios de comunicación apelan continuamente al ideal de pensamiento crítico para cooptar sus poderes legitimadores, aunque solo proveen de formas atenuadas o vacías de la crítica. Junto con esto, la aparición de Internet y la cultura digital transformó de forma radical las condiciones de circulación y recepción de los bienes artísticos. Muchos de los productores se relacionan directamente a través de las plataformas con el público, que responde –interviene, opina, reproduce– a los contenidos sin mediaciones. De modo que el lugar del crítico como intermediario de la obra se debilita. Según estos planteamientos, la responsabilidad de este desdibujamiento no puede adjudicarse a los cambios que introdujeron las tecnologías digitales, sino a las incapacidades de la crítica para actualizarse. Además de la circulación de valoraciones ligadas al mercado, una porción considerable del ejercicio crítico –ya académico, ya mediático– reitera categorías obsoletas o acuden a comentarios superficiales. La nueva ola poscrítica, así, invoca a una metamorfosis crítica, o mejor aún, a una aceleración del impulso crítico. Ante todo, se requiere recuperar la pregunta, de raíz kantiana, por el presente. La crítica está atada a su contemporaneidad: lee lo contemporáneo y, en relación con ello, reinventa las categorías que ayudan a pensar este plano. Antes que ubicar corrientes, géneros o influencias, la crítica debe escudriñar en aquello “impensado” en las artes, problematizar las tramas temporales en las que ellas se ubican, mostrar y reflexionar sobre su desfase conceptual. Sin la promesa de un futuro progresivo y sin el gesto prescriptivo, la poscrítica (o, acaso, una nueva posición de la crítica) no solo está atenta al presente, sino que es activamente consecuente con la complejidad del mundo contemporáneo.
Barthes, R. (2014 [1966]). Crítica y verdad. México: Siglo XXI.
— (2009). “La muerte del autor”. En El susurro del lenguaje (pp. 67- 71). Barcelona: Paidós.
Butler, J. (2002). “What is Critique? An Essay on Foucault’s Virtue”. En David Ingram (ed.), The Political: Readings in Continental Philosophy (pp. 212-226). Londres: Basil Blackwell.
De Sutter, L. (ed.) (2021). Poscrítica. Buenos Aires: Isla Desierta.
Foucault, M. (1986 [1976]). Historia de la sexualidad. 1- La voluntad de saber. México: Siglo XXI.
— (2018). ¿Qué es la crítica?, seguido de La cultura de sí. Buenos Aires: Siglo XXI.
Kant, I. (2013). Contestación a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración? Buenos Aires: Taurus.
Ulmer, G. (1985). “El objeto de la poscrítica”. En Foster, H. (ed.), La posmodernidad (pp. 125- 163). Barcelona: Kairós.
Williams, R. (2003). Palabras clave. Un vocabulario de la cultura y la sociedad. Buenos Aires: Nueva Visión.
Ver también
Ciberliteraturas, Individuación, Libro expandido / libro objeto, Música fragmentaria, Poéticas de los márgenes urbanos, Poscolonial (literatura), Poshumanidades, Posmodernidad, Tecnopoéticas, Transmedia, Vanguardia
Investigador independiente
Los derechos humanos representan una categoría discursiva jurídico-política de defensa de valores. Está vinculada a series de prácticas organizacionales caracterizadas por su propensión a la universalidad y la ocupación del máximo rango jerárquico posible en las fuentes de derecho aplicables. Esto ocurre al contrastarse con otras formas y discursos de defensa de valores por medios jurídicos institucionalizados dentro de ámbitos estatales o interestatales, o mediante prácticas de confrontación política en otros espacios sociales (Soltonovich, 2012).
Derivados de la situación geopolítica de posguerra en la segunda mitad del siglo XX, los derechos humanos se articularon en un catálogo de compromiso entre formaciones políticas formalmente diferentes, pero aspiraban a representar los máximos valores de la modernidad occidental orientados por los principios generales de igualdad formal y bienestar económico. De estas condiciones iniciales se sucede una evolución histórica en dos ámbitos vinculados pero diferenciados. En primer plano, se instaló en los ámbitos nacionales de manera irregular, en la vinculación de este catálogo con el derecho interno, por una parte, y también en los internacionales, por otra parte, en su condición de sustrato para la evaluación de las prácticas geopolíticas (Soltonovich, 2017). En un segundo plano, no necesariamente menos significativo, la noción de derechos humanos adquirió paulatinamente cierta capacidad de legitimación discursiva para prácticas sociopolíticas de reclamo y confrontación de intereses ajenas a los usos específicos de la categoría en el orden jurídico-político (Restrepo Domínguez, 2006).
En esta doble evolución se presenta la relevancia de la categoría como un eje importante para la comprensión tanto de las prácticas jurídico-políticas nacionales y geopolíticas como de su necesaria crítica. Porque de su matriz se desprenden tanto condicionamientos hacia las formas en que se defienden los valores contenidos en los catálogos normativos como limitaciones en cuanto a sus alcances temáticos y formales. Por esta razón se captarán como aspectos centrales la crítica de las prácticas y las limitaciones en la aplicación efectiva de los contenidos de esta categoría (Fariñas Dulce, 2004).
Dos demarcaciones fundamentales subyacen en la propia formulación nominal de la categoría. En primer lugar, se trata de “derechos” por cuanto responden a un modelo de asignación de cualidades, prerrogativas y responsabilidades que se asignan a título personal. Construyen una serie de figuras jurídicas de las cuales pueden predicarse tanto aspiraciones legítimas como obligaciones irrenunciables. En este sentido, se presentan en términos de una relación recíproca, aunque asimétrica, entre personas jurídicas, individuales o colectivas, con un determinado conjunto de organizaciones reunidas en torno al estado y al gobierno. A través del análisis de su exposición y praxis, se constata que el estado nacional, comprendido en la forma moderna del control territorial y de la gestión poblacional, es el sujeto principal aludido por la categoría. Esta condición es importante por cuanto los derechos humanos, una vez introducidos en las fuentes del derecho práctico, no solo contribuyen a determinar reacciones jurídicas, sino que también tienden a orientar y dan marco a series amplias de políticas públicas, como así también a las prácticas sociales resultantes de la aplicación de cualquier política de amplio alcance, sea estatal, gubernamental o corporativa (Monnier, 1995). En segundo lugar, esa caracterización como derechos “humanos” hace referencia a la pretensión de universalidad y horizonte último de cualquier catálogo o sistema de derechos admisible en el ámbito internacional (Herrera Flores, 2000). En términos genéricos e inespecíficos, supone que es aplicable a cualquier persona jurídica compuesta por un ser humano o un conjunto de ellos, lo cual incluye a personas de cualquier condición social, étnica o jurídica sin excepción. Puede expresarse, en forma adicional, que en las formulaciones históricas originales el término “derecho” (Ius) en tanto ejercicio de justicia (Iustitia), se expresaba cabalmente en una defensa ideológica de la desigualdad, por cuanto era comprendido como la asignación de privilegios y obligaciones que “correspondieran” a cada persona según su condición social o natural asignada (Soltonovich, 2012).
Al margen de esta relocalización ideológico-política del concepto de derecho, la condición adaptada de universalidad de los derechos humanos deriva en la primera limitación en las prácticas jurídico-políticas asociadas a la categoría. Porque, en la práctica efectiva de los sistemas jurídicos, los derechos asignados a las personas jurídicas permiten a los operadores habilitados resolver los conflictos mediante la confrontación de sus contenidos, a partir de la cual se toman decisiones autoritativas en términos de prácticas obligatorias subsiguientes, amparadas y reforzadas por la legitimidad atribuida al monopolio de la violencia concentrado en los aparatos estatales (Fariñas Dulce, 2004; Pérez Royo, 1996). Pero de la colisión de dos derechos que no pueden jerarquizarse recíprocamente, como ocurre con dos derechos humanos cualesquiera, no puede extraerse ninguna resolución que no pueda considerarse lesiva para una o ambas partes. Esta es la razón principal por la cual los derechos humanos muestran escasa eficacia en el desarrollo efectivo de las prácticas jurídicas en el ámbito interno, en donde los procedimientos judiciales resuelven de una u otra forma los conflictos de manera más o menos consistente, pero tendiendo primero a preservar la integridad y eficacia relativa del propio sistema judicial. Esta limitación se comprende mejor al analizar el contexto histórico de aparición y difusión de la categoría. Por otro lado, y esta es una limitación que sufre el sistema legislativo-judicial en su conjunto cuando se basa en un sistema jerárquico de derechos, la resolución de conflictos como confrontación de partes reduce indebidamente la consideración de los alcances sociales o estructurales de los mismos, deteriorando la capacidad general del sistema de responder a demandas o problemas sociales de mayores dimensiones (Soltonovich, 2012).
La salida de la Segunda Guerra Mundial hacia un sistema internacional signado por la bipolaridad de las potencias vencedoras dejó al descubierto aspectos importantes que afectaron a las instituciones a escala global, aunque de manera incompleta. Al mismo tiempo, reveló las insuficiencias del sistema pretérito y sus instituciones, como la Liga de las Naciones o los Convenios de Ginebra, signado por la desintegración paulatina del imperialismo decimonónico.
De estas condiciones surgieron organizaciones e instituciones internacionales orientadas a ordenar las relaciones entre naciones y bloques de naciones, cuyas principales expresiones jurídico-políticas fueron la creación de la Organización de las Naciones Unidas y la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Estas instituciones se orientaron, en consecuencia, a las prácticas estatales e interestatales, más que a la regulación de las condiciones de vida de poblaciones concretas. Por eso podían permitirse, en su catálogo de valores y en sus prescripciones generales, presunciones de funcionamiento sociopolítico que en la práctica eran difíciles de alcanzar en las condiciones efectivas que se presentaban en cada país y región.
A eso se adiciona que, por causa de la debilidad y labilidad de los acuerdos alcanzados, en ningún momento se intentó prescribir un modo específico de adaptación del derecho interno, dejando un amplio espectro de acción a los estados nacionales al respecto, lo cual redundó en una debilidad permanente de la categoría en su aplicación práctica, por cuanto cada estado, en especial aquellos que ocupaban posiciones dominantes en el plano internacional, adaptaron el uso de la categoría a sus propios intereses geopolíticos antes que intentar utilizarlos como parámetros para su funcionamiento interno. En consecuencia, el conjunto de las instituciones ligadas posteriormente a la aplicación de la categoría (organismos regionales de apelación, tribunales especiales, cuerpos de investigación e información), a pesar de su presunta prelación jurídica y legislativa, se vieron igualmente debilitadas en su capacidad práctica porque el derecho interno y las organizaciones locales continuaron mostrando prevalencia y supremacía de acción (Soltonovich, 2017).
Entre los aspectos que pueden destacarse para explicar los límites a las pretensiones generales de las instituciones vinculadas exclusivamente a los derechos humanos se encuentran, en primer lugar, su marcado etnocentrismo, circunscripto a las prácticas, expresiones formales y expectativas de funcionamiento de los estados europeos modernos. Esto incluye una jerarquía de valores centrada en la experiencia individual y modos organizacionales reglados por la existencia de una administración estatal centralizada. A su vez, esto supuso la imposición hegemónica a escala global de prácticas políticas e ideológicas que terminaron por reforzar la ya predominante cultura política eurocéntrica, que continuó y acentuó el proceso de expansión política y demográfica iniciado en el siglo XVI. En segundo lugar, debe considerarse su centro axiológico en la igualdad jurídica formal, omitiendo las singularidades sociales derivadas de las asimetrías económicas y políticas efectivas. La principal consecuencia es la inexistencia, en la práctica, de previsiones para avanzar en términos de igualdad económica o política real lo cual, ciertamente, los sistemas sociales predominantes no podían permitirse sin atacar sus principios generales de funcionamiento, fueran estos los del estado centralizado de orientación socialista o los del estado articulado con una estrategia expansiva de libre mercado, sustentado en la asimetría de la propiedad de los medios de producción. En tercer lugar, hay que mencionar el marcado aunque silente androcentrismo que se encuentra imbuido en los discursos y las prácticas de estas instituciones. En este aspecto, el carácter “universal” de las instituciones propuestas persistieron en ignorar la asimetría fundamental de los sistemas jurídico-políticos hegemónicos en relación con el sexo y el género, incluso omitiendo la crítica contemporánea a estas categorías. Por último, el eje pragmático general de estas instituciones se orientó por la posibilidad de establecer bases para un sostenido crecimiento económico en un contexto de confrontación relativamente pacífico. Este aspecto tuvo dos consecuencias importantes: por una parte, al restringir a las grandes potencias militares y económicas la posibilidad de enfrentarse entre sí de manera directa –lo cual dio nacimiento, por ejemplo, a los conceptos de “bipolaridad” y de “Guerra Fría”– tendió a la difusión de conflictos bélicos de variada intensidad en toda la periferia del sistema. Mientras Europa, Norteamérica y los países agrupados por el Pacto de Varsovia vivían en relativa calma, el resto del mundo se vio agitado por recurrentes conflictos que terminaron por acentuar las asimetrías sociales, políticas y económicas respecto de las potencias centrales. En este aspecto es claro el papel cumplido por un organismo estratégico: el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Por otra parte, el eje puesto en la expansión económica relegó toda posibilidad de regular los vínculos entre el creciente sistema económico mundial y la diversidad de los ecosistemas sobre los cuales el sistema se sustenta, agudizando y profundizando el problema de la sustentabilidad de ese mismo sistema mundial y generando crecientes problemas de inestabilidad ambiental.
Estos cuatro aspectos redundaron en la necesidad de crear organizaciones e instituciones derivadas referidas a derechos, por ejemplo, del trabajo, la mujer, la cultura, el medioambiente o la niñez, cuyos contenidos no complementan en forma pacífica y ordenada la Declaración Universal de Derechos Humanos, puesto que resultan frecuentemente antagónicas tanto en jerarquía jurídica como en términos de competencia por los recursos y las políticas públicas, lo cual, a su vez, tiende a limitar recíprocamente su eficacia jurídico-política (Rabossi, 1998). Esto incide en un beneficio inequívoco para el mantenimiento del statu quo y la defensa de los intereses predominantes en espacios sociales, políticos y económicos, sometiendo a las intenciones progresivas que pueda tener cada convenio o resolución a la mera declaración o a una lentitud que permite a los intereses predominantes adaptarse a nuevas condiciones, antes que a debilitar poder o limitar su intervención lesiva en los procesos sociales.
Como consecuencia de este modo general de funcionamiento, tanto desde los organismos centrales y originales como desde los subsidiarios y regionales, el ámbito de aplicación del concepto de derechos humanos quedó, por una parte, restringido a la periferia de los sistemas jurídicos nacionales en muchos casos, a la vez que, por otra parte, trascendió del ámbito meramente jurídico cuando se trató de establecer ciertos intereses de confrontación con prácticas jurídico-políticas que impactaban sobre el modo en que las políticas públicas afectaban y afectan a procesos poblacionales de amplio alcance (Restrepo Domínguez, 2006). De esta manera, la categoría de derechos humanos ganó utilidad para la confrontación en términos de ocupación de espacios significativos en la agenda política y social de los gobiernos cuando los reclamos sociales eran de dimensiones considerables y llegaron a representar una amenaza para la estabilidad del sistema. Es en este sentido que la categoría posee cierta capacidad de ofrecer legitimidad a los discursos con indiferencia de que los valores defendidos se encuentren o no en el catálogo original, que es en sí mismo amplio y sumamente poroso, de manera que sus conceptos presentan una amplia variedad de interpretaciones posibles. Como consecuencia, dos posiciones políticas completamente antagónicas pueden recurrir con idénticas pretensiones de validez al mismo “derecho humano” lo cual, en última instancia, deja librada la resolución del conflicto a una relación histórica de fuerzas que refleja muy poco del presunto carácter universal y general de los derechos humanos (Habermas, 2000).
Por estas razones también los derechos humanos no se circunscriben en su dominio o disciplina únicamente al derecho, sino que atraviesan territorios disciplinares propios de la sociología, la politología o la antropología en el terreno analítico, pero también a algunos como la educación o la salud en sus ámbitos de aplicación. Por esta razón se encuentran reflexiones al respecto desde un amplio espectro de perspectivas: cualquier avance técnico, cualquier nueva perspectiva o práctica tecnológica de cualquier campo es pasible de ser considerada según su capacidad efectiva o presunta de afectación de derechos humanos (Herrera Flores, 2000).
Con el desarrollo del proceso de transnacionalización productiva y globalización, estas condiciones se acentuaron, pero, paradójicamente, esto no supuso una expansión generalizada del uso de la categoría. Por una parte, la capacidad jurisdiccional y facultativa de las organizaciones de derechos humanos no ha ganado capacidad de intervención o siquiera de condicionamiento frente a los estados nacionales (Santos, 1998). Las resoluciones de los tribunales o comisiones internacionales de derechos humanos tienen generalmente menos impacto en la vida de las poblaciones que las de organizaciones económico-políticas, como las de la Organización Mundial del Comercio (OMC), el Fondo Monetario Internacional (FMI) o las sanciones impuestas por países o bloques de países, en donde no necesariamente es la declaración universal de derechos humanos la plataforma discursiva de acción (Herrera Flores, 2000). Desde de la ruptura del orden bipolar al menos, en la década de 1990, otros discursos de legitimación de valores han venido compitiendo con bastante éxito con el de los derechos humanos: el discurso nacionalista o el de la seguridad han sido con frecuencia más eficientes a la hora de determinar políticas exteriores de los estados, mientras que discursos específicos sectoriales, económicos o culturales se han esgrimido con mayor eficacia que el de los derechos humanos en los conflictos internos por la configuración de la agenda política o de las políticas públicas (Fariñas Dulce, 2004).
El caso es que la debilidad relativa del discurso de los derechos humanos se sostiene todavía en su dependencia de los intereses geopolíticos predominantes, por una parte, y sus dificultades para integrarse a las fuentes legales y procedimientos jurídicos estatales, por otra parte (Herrera flores, 2000; Pérez Royo, 1986). Respecto de la primera debilidad puede destacarse que ni siquiera ha competido con clara ventaja con discursos y prácticas como las del derecho internacional humanitario ni se ha instalado como principio rector en la totalidad de la agenda de la propia organización de naciones unidas y sus instituciones subsidiarias en materia de salud, educación, alimentación, lucha contra la desigualdad étnica o de género, acceso a la justicia o sustentabilidad ecológica y viabilidad medioambiental. Respecto de la segunda, debe destacarse también la desigual capacidad de los sistemas jurídicos para incorporar la categoría. Mientras que en algunos, como los derivados del constitucionalismo francés, puede incorporarse a las fuentes del derecho con facilidad, en otros muchos casos, como cuando rigen constituciones abiertas o leyes orgánicas, es mucho más difícil esta asociación y, en ambos casos, se presentan las dificultades en el terreno jurisprudencial al llegar al punto de resolver cuestiones concretas, tanto por la necesidad de resolver de manera eficaz como por la intervención de intereses corporativos en relaciones de fuerza altamente asimétricas.
Transcurridos setenta años desde su instalación en el panorama internacional e incluso considerando éxitos puntuales, el futuro de la categoría, tal como se encuentra formulada y aplicada, no es particularmente claro ni auspicioso. Tampoco es indiscutible que, en su forma presente, su hegemonía fuera deseable. Ciertamente que la incapacidad de la categoría para robustecerse y afianzarse es un reflejo de la inestabilidad subsistente en el conjunto de los sistemas internacionales de regulación y control de conflictos, de tal modo que una mera revisión de su letra, orden y contenidos axiológicos no redundaría en una mejora de sus condiciones y perspectivas. Como producto de una determinada articulación histórica, su pretensión de universalidad es patentemente ideológica, de modo que nada indica de sus posibilidades reales de expansión, ni tan siquiera de subsistencia. Toda perspectiva crítica debe, en consecuencia, continuar observando y anotando los límites y condicionamientos del discurso y sus prácticas asociadas, de tal manera que pueda servir a los objetivos de alcanzar y conservar un estado de justicia sustentado en la igualdad real, a riesgo de ser reemplazado por otra fuente de legitimación de intereses. Si los derechos humanos, los actores y organizaciones que con ellos operan, no comienzan a dar respuesta a los problemas persistentes, emergentes y concurrentes que en materia de problemas sociales y ambientales son parte de nuestro tiempo, se enfrentarán seguramente con su propio fracaso, el olvido y la desaparición.
Fariñas Dulce, M. J. (2004). Globalización, Ciudadanía y Derechos Humanos. Madrid: Dikynson.
Habermas, J. (2000). Facticidad y validez. Trad. M. Jiménez Redondo. Valladolid: Trotta.
Herrera Flores, J. (2000). “Hacia una visión compleja de los derechos humanos”. En VV.AA. El Vuelo de Anteo. Bilbao: Desclée de Brower.
Monnier, E. (1995). Evaluación de la acción de los poderes públicos. Trad. Ma. V. López Paños. Madrid: IEF/MEH.
Pérez Royo, J. (1986). Las fuentes del derecho. Madrid: Tecnos.
Rabossi, E. (1998). “Las generaciones de derechos humanos: la teoría y el cliché”. Dossier: protección internacional de los derechos humanos. Lecciones y ensayos. Nº 69-71.
Restrepo Domínguez, M. H. (2006). Teoría de los derechos humanos y políticas públicas. Colombia: UPTC.
Santos, B. de Sousa (1998). La globalización del derecho. Trad. César Rodríguez. Colombia: ILSA.
Soltonovich, A. (2012). Café para todos: valores, derechos y democracia. Saarbrücken: Editorial académica española.
— (2017) Oscura trinidad: crítica general de la democracia formal. Buenos Aires: Entalpía.
Ver también
Autonomía, Cosmopolítica, Dignidad, Emancipación, Individuación, Feminismos, Legalización, Multitud, Poshumanismo, Seguridad jurídica
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0003-0898-2806
La palabra desarrollo deriva de desenrollo/desenrollar; rollo, del latín rota (rueda) (Corominas, 1987: 515, 610-611). En otras lenguas europeas, el morfema sustantivo remite a envoltura; en castellano existe, por cierto, la voz desenvolvimiento (se aprecia el nexo con la voz latina evolutio). Desenrollar, desenvolver y desarrollar, son verbos que pueden implicar una faceta teleológica, aludiendo a algo que se despliega hacia su supuesta plenitud. Dicho rasgo acerca al término a otros como maduración, crecimiento, progreso y, por supuesto, evolución.
Cabe detectar antecedentes de la idea del despliegue hacia una plenitud o perfección en el pensamiento de la antigua Grecia. Por ejemplo, en Aristóteles, en su distinción entre lo actual y lo potencial, o en la acuñación de un término como entelequia (ἐντελέχεια), forjado al parecer sobre la base de la expresión “poseer perfección”, lo que remite más al “acto en tanto que cumplido” que a “la actividad implicada” (Ferrater Mora, 1994 II: 1025ss.). Seguramente existen nociones análogas en otras culturas.
Considerar el debate sobre el carácter transitivo del verbo “desarrollar”, y sobre si dicha característica se modificó en algún momento y de qué manera, es estimulante. ¿Es el desarrollo, a diferencia de la evolución o del progreso, algo “hecho activamente” por los seres humanos? ¿Siempre se lo concibió así, o comenzó a suceder a partir de cierto momento? (cf. Koponen, 2019).
Más que a la condición o al estado, el sustantivo desarrollo parece aludir al proceso, a la distancia recorrida, al esfuerzo realizado. Para hacer referencia a la condición o al estado, suele acudirse al participio: desarrollado/a. Una entidad, una sociedad o un individuo desarrollado sería más pleno que uno/a que todavía no lo está y esto se acerca bastante a la acepción original de entelequia. Por lo demás, al menos en castellano, resulta posible decir: desarrollarse (también es aceptable decir modernizarse). Más difícil es aceptar variantes como evolucionarse, crecerse o progresarse. En cuanto al participio, funciona con desarrollo y evolución, no así con progreso. Los matices y flexiones poseen significación política: ¿los avances son pensados como lineales o como discontinuos?, ¿cuál es el papel de la voluntad de la entidad implicada?, ¿se puede “desarrollar” a otros? Por supuesto, las respuestas a estas cuestiones están menos en la etimología de las palabras que en sus usos histórico-concretos.
En la Introducción al Diccionario histórico de conceptos político-sociales básicos, que dirigió junto con Werner Conze y Otto Brunner, Reinhart Koselleck sitúa al término desarrollo entre las expresiones que, a partir del “periodo bisagra” [Sattelzeit], pasaron a “articular el tiempo histórico mismo”. De acuerdo con Koselleck, entre mediados del siglo XVIII y mediados del siglo XIX no solamente aparecieron conceptos nuevos, sino que algunos preexistentes se transformaron. “Revolución”, “progreso ilimitado”, “historia por antonomasia” y “desarrollo” (entendido “reflexivamente”) se cuentan entre ellos. Son conceptos caracterizados por determinaciones temporales: vinculan “experiencias y “significados procesuales”, “articulando” el “tiempo histórico mismo”.
Inspirado en la propuesta de Koselleck, Cristophe Bouton (2019) examina la historia del concepto de desarrollo como un ejemplo de “transferencia” del tiempo biológico al tiempo histórico. Centrándose en el caso alemán, detecta un “primer uso” como traducción del latín evolutio. De acuerdo con este autor, hasta el siglo XVIII el término no recibe, al menos en lengua alemana, un significado abstracto, sino que denota la actividad de descomponer cierto contenido en varios puntos (un poema desarrolla un personaje; se desarrolla un pensamiento, etcétera). Michael Inwood (1992: 79ss.) recuerda que, además de aplicarse a la actividad lógica de desplegar o explicar un concepto (su contenido, alcances, relaciones), el término se empleaba para expresar la concepción neoplatónica del universo, en la cual el mundo era considerado autodespliegue o autodesarrollo de dios.
Bouton recuerda que, a mediados del siglo XVIII, el concepto comenzó a emplearse en el ámbito de la biología, todavía en el contexto de la teoría de la preformación, que entonces gozaba del favor de la Iglesia (antes de la conclusión del siglo, esa teoría empezó a ser sustituida por el enfoque epigenético). Recién hacia 1770 el término comenzó a aplicarse a la esfera política y social y, en particular, a la filosofía de la historia. Siguiendo a Wieland, Bouton indica que, en esos años, predominaban dos rasgos clave: continuidad (desarrollo/evolución contrapuestos a revolución) y automaticidad (desarrollo como algo que “sucede” y no como algo “factible” de “ser producido”).
Inwood recuerda el rechazo por Hegel de la teoría de la preformación, antes defendida por Leibniz y otros. En Hegel, lo potencial involucra una contradicción y un impulso de desarrollo, aspectos estos que se vinculan con su concepción de la dialéctica y el proceso triádico. Pero, para Hegel, el desarrollo es un asunto que concierne a la mente o al espíritu (tanto en sentido general como individual) y no a la naturaleza, que a su juicio no evoluciona ni se desarrolla. Es el desarrollo del espíritu el que está marcado por una “dura y obstinada lucha” consigo mismo, mediada por la conciencia y la voluntad libre. Bouton destaca que, al aplicar la categoría de desarrollo a la historia, Hegel le dio un significado diferente al que tenía en el ámbito de la biología, y abrió el espacio para tematizar la acción colectiva y la revolución con su “discontinuidad creativa”. Bastante de esto pervivió en Marx: de acuerdo con Bouton, en su obra, el desarrollo, antes que contraponerse a la revolución, aparece como su condición. Entre los varios empleos del término identificables en Marx, destaca aquel que alude al “desarrollo histórico”: cambios graduales e inevitables que desembocan en el conflicto entre fuerzas productivas y relaciones de producción y, así, en situaciones de crisis y revolución –de ahí que se hable de desarrollo capitalista o desarrollo del capitalismo—.
También inspirado en el enfoque koselleckiano, Juhani Koponen (2019) llama la atención sobre tres cuestiones importantes. En primer lugar, la contribución crucial del colonialismo europeo a la historia del término y sus modulaciones. Refiriéndose no a la experiencia ibérica sino a la inglesa, la francesa y a la (más tardía) alemana, Koponen consigna que en la experiencia colonialista hubo prácticas que podrían ubicarse bajo el paraguas del desarrollo. Aunque no se pronunciara la palabra, había otras parecidas: improvement, en inglés; mise en valeur, en francés; en su momento, los alemanes llegaron a enmarcar sus actividades en África en términos de Entwicklung. Para Koponen, la explotación y el desarrollo coloniales constituyen una “unidad dialéctica”. En segundo lugar, los antecedentes del desarrollo en la Europa decimonónica. Siguiendo a Cowen y Shenton, recuerda que el concepto enraizó en las angustias asociadas a las consecuencias del temprano capitalismo industrial (en un amplio arco que va desde el positivismo francés hasta los socialistas fabianos, pasando por el intervencionismo económico de un Friedrich List). Desde esta perspectiva, el desarrollo se concibe como un cambio evolucionario pacífico guiado por la acción humana consciente y, por tanto, como un concepto distinto y contrapuesto a la revolución y al progreso. En tercer lugar, el alcance del “momento Truman”. Koponen admite que, a partir del discurso de 1949, el desarrollo fue tan remodelado que de alguna manera “nació de nuevo”. Sin embargo –prosigue–, esa sola intervención no habría sido capaz de llevar las cosas hasta ese punto; el hecho clave fue el compromiso de los líderes afroasiáticos –también, cabe agregar, de los latinoamericanos, ausentes en la argumentación del autor–, quienes, silenciando a los vacilantes, se apoderaron del término para sus propios fines, asociándolo con el progreso. En función de esta convergencia, el desarrollo quedó eventualmente desvinculado del colonialismo y de la explotación para volverse un ideal en sí mismo, una suerte de “fe global” (Rist, apud Koponen), lo que dio lugar al “complejo desarrollista”.
Como es sabido, el origen de las ciencias sociales está indisolublemente ligado al afán de dar cuenta de las causas, características y consecuencias de la gigantesca transformación abierta por la doble Revolución –industrial y política—. A lo largo de dicho proceso, fueron apareciendo términos muy próximos a desarrollo que enriquecieron el campo semántico de la reflexión sobre el cambio: industrialización, innovación, racionalización, modernización, entre otros. Cualquier aproximación rigurosa a la historia del concepto debe atender, pues, tanto a la semasiología como a la onomasiología. La pregunta sobre los “orígenes” (y el desarrollo) del capitalismo es central aquí. A este respecto no puede dejar de mencionarse a Werner Sombart y, por supuesto, a Max Weber, en cuyo horizonte de reflexión despuntó la interrogación sobre la “peculiaridad” social y económica de Occidente, de su específico racionalismo. Un hito en la historia de la reflexión contemporánea sobre el desarrollo es el libro Teoría del desenvolvimiento económico, de Joseph Schumpeter, donde se presenta el concepto de “innovación” como clave explicativa “endógena” de los cambios en la vida económica; también, la idea según la cual el desarrollo tiene que ver menos con un proceso gradual de alteraciones infinitesimales que con perturbaciones que alteran cualitativamente los equilibrios establecidos: “Agreguemos sucesivamente todas las diligencias que queramos, y no formarán nunca un ferrocarril”, escribió. En los años previos a la Primera Guerra Mundial, Schumpeter concibió el “gran proceso social y económico” como una sucesión de mundos que “se hunden y desaparecen” mientras nuevas formas “emergen de continuo”, sin que puedan mentarse fin trascendente alguno.
La comparación histórica sobre los procesos de industrialización, modernización y desarrollo, con sus vocabularios específicos pletóricos de flexiones articuladoras de la temporalidad (entre los cuales destacan transición y revolución), está jalonada por aportes notables a lo largo del siglo XX. Además de los ya indicados, y en conexión más o menos estrecha con ellos, destacan temas como el atraso, las experiencias tardías (Alemania, Japón, la Unión Soviética), las etapas, los brotes, despegues y puntos nodales, el papel del Estado, el lugar del autoritarismo y la democracia.
En América Latina el concepto de desarrollo irrumpió con fuerza en los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial. Existe un consenso pleno entre los especialistas en destacar el papel protagónico de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL): entre otros, los nombres de Raúl Prebisch, Celso Furtado, Osvaldo Sunkel destacan aquí. También Ernesto Guevara habló el idioma del desarrollo; basta recordar su conferencia del 8 de agosto de 1961 en Punta del Este. Otro autor clave es Albert Hirschman: su obra La estrategia del desarrollo económico, publicada en 1958, debe mucho a su experiencia en Colombia. Hirschman abordó con solvencia y creatividad los complejísimos asuntos de las condiciones, recursos, circunstancias, (pre)requisitos, agentes y obstáculos del desarrollo económico.
Eduardo Devés (2003) ha señalado que desarrollo es probablemente el concepto más utilizado dentro del pensamiento latinoamericano desde mediados del siglo XX, siendo acaso el primero cultivado más en conexión con el mundo estadounidense que con el europeo; señaló, también, que poseía un grado bajo de elaboración cuando fue recibido entre nosotros: aquí se reelaboró y se complejizó. Ana Grondona (2020) ha mostrado hasta qué punto y de qué maneras los debates latinoamericanos en torno al desarrollo implicaron una problematización de la relación entre tiempo, política e historia. Más que como algo espontáneo, el desarrollo es algo que requiere diferimiento, intervención activa y estrategia, asumiendo “temporalidades que colisionan”.
La emergencia del enfoque dependentista a mediados de la década de los sesenta no afectó la centralidad del concepto. El debate entre críticos y científicos, entre revolucionarios y reformistas, puso en discusión no tanto la deseabilidad del desarrollo –al que se entendía mayormente como industrialización– como los pasos necesarios para alcanzar esa condición (cf. Solari, Franco y Jutkowitz, 1981). Despuntaron fórmulas orientadas a condensar esas complejidades, acudiendo a alguna conjunción, disyunción o preposición: desarrollo del subdesarrollo; subdesarrollo o revolución (André Gunder Frank); dependencia y desarrollo; desarrollo en el subdesarrollo (Fernando H. Cardoso y Enzo Faletto).
Tras el golpe de Estado que tuvo lugar en 1973 en Chile, el horizonte revolucionario fue dejando el centro de la escena. Pero el término desarrollo, lejos de difuminarse, siguió su camino. A nivel global, inició la senda que conduciría a la acuñación, circa 1990, de las fórmulas “desarrollo sostenible” y “desarrollo humano”, enunciadas desde Naciones Unidas y hoy vigentes. En América Latina circularon fórmulas como “estilos de desarrollo”, “etnodesarrollo”, “transformación productiva con equidad” y otras, cada una con flexiones de interés. Sobre el desarrollo sostenible, los debates sobre la crisis ambiental que despuntaron a nivel global en torno a 1970 cristalizaron en 1987 el documento titulado Nuestro futuro común (conocido también como Informe Bruntland); la sección que abre su primera parte se titula elocuentemente A Threatened Future (“Un futuro amenazado”). Sobre el desarrollo humano ha sido central la obra de Amartya Sen. Más recientemente, Manuel Castells y Pekka Himanen (2014) han trabajado la articulación entre desarrollo "informacional" y desarrollo "humano", colocando en el centro de la reflexión la noción de dignidad ("dignidad como desarrollo").
Desde fines del siglo pasado, se abrió paso una fuerte crítica a la noción de desarrollo. Cabe recordar la entrada “Desarrollo”, firmada por Gustavo Esteva en el Diccionario editado por Wolfgang Sachs (Esteva, 1996), así como el libro de Arturo Escobar (1998). Inspirado en aportes de autores como Michel Foucault y Edward Said, Escobar argumenta que el desarrollo es una formación discursiva consolidada en torno a 1950 y que dio origen a un “aparato eficiente”, capaz de vincular formas de conocimiento y técnicas de poder: “su existencia constituye más un signo de dominio sobre el Tercer Mundo que una verdad acerca de él”. Este autor denuncia el eurocentrismo de la formación discursiva del desarrollo y llama a construir modelos sociales y culturales propios. Quienes no acuerdan con esta crítica aducen que el desarrollo sigue siendo un imperativo insoslayable para nuestros países y que la insistencia en abandonar la noción posee implicaciones cuestionables. Existe también en nuestra historia ideológico-política una importante modulación que invita a desarrollarse con base en el “propio” modo de ser (valores, cultura) (Zea, 2000).
En lo que va del siglo XXI coexisten en América Latina distintas orientaciones ideológico-políticas o configuraciones discursivas acerca del desarrollo (ver Calderón, 2015; Katz, 2016; Svampa, 2016). Esquematizando, cabe distinguir el desarrollo en el neoliberalismo (a), el neodesarrollismo (b) y el pos/alterdesarrollo (c), sin descartar el desarrollo en el socialismo (d), tanto en la vertiente del “socialismo del siglo XXI” (d’), como en la del “ecosocialismo” (d’’). De acuerdo con Kozel y Sili (2021), cada una de esas configuraciones porta una imagen más o menos específica de futuro que, a su modo, contrapuntea con las demás, sin dejar de remitir al par conceptual desarrollo sostenible/desarrollo humano. Aun si es cierto que el horizonte de la industrialización fue perdiendo centralidad en los últimos lustros, las configuraciones a, b y d’ convergen en delinear un horizonte deseable de opulencia generalizada, difiriendo en los acentos colocados en temas como la distribución y la soberanía (incluida la tecnológica) y en las estrategias para acceder al referido horizonte (desregulación; regulación estatal; participación social); por su parte, las configuraciones c y d’’ no se presentan en principio como neoluditas sin más, aunque ponen el énfasis en el principio precautorio y, en general, tematizan la transición hacia un mundo articulado sobre otros principios, en cuya construcción la participación social sería protagonista (Gudynas, 2012; Svampa, 2016).
Atractora de numerosos prefijos y adjetivos, sometida a múltiples presiones y portadora de una rara y exuberante polisemia, desarrollo es una palabra que está lejos de haber perdido centralidad: pese a su saturación –o quizá por ella–, continúa siendo una categoría clave en la articulación de nuestra experiencia de la temporalidad.
Bouton, C. (2019). “From Biological Time to Historical Time: the Category of ‘Development’ (Entwicklung) in the Historical Thought of Herder, Kant, Hegel and Marx”. In Bender, N. & Séginger, G., Biological Time, Historical Time. Transfers and Transformations in 19th Century Literature. Leiden: Brill, pp. 61-76.
Calderón, F. (2015). “Navegar contra el viento… O las perspectivas de América Latina en la era de la información”, en Antología esencial. La Paz: OEP-CLACSO, pp. 57-82 (Tomo I).
Castells, M. y Himanen, P. (eds.) (2014). Reconceptualizing Development in the Global Information Age. Oxford: OUP.
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Kozel, A. y Sili, M. (2021). “New discourses on development in Latin America”, in Bourqia, R. y Sili, M. (eds.) New Paths of Development. Perspectives from the Global South. Basilea: Springer.
Solari, A.; Franco, R. y Jutkowitz, J. (1981). Teoría, acción social y desarrollo en América Latina. México: Siglo Veintiuno/ILPES.
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Zea, L. (2000). Fin de milenio. Emergencia de los marginados. México: FCE.
Ver también
Buen vivir, Dialéctica, Dignidad, Educación para el desarrollo, Equidad intergeneracional, Evolución, Extractivismo, Futuro, Futuro ancestral, Innovación, Revolución, Utopía/distopía, Utopía latinoamericana
Facultad de Derecho, Universidad de Buenos Aires
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
ORCID: 0009-0007-0186-4221
La teoría descolonial es una teoría crítica nacida a fines del siglo XX y a comienzos del XXI en América Latina al calor de las movilizaciones populares y el giro progresista que vivió la región. Fue esbozada inicialmente por una pléyade de pensadores y pensadoras que constituyeron lo que se conoció como el grupo modernidad/colonialidad: Aníbal Quijano, Enrique Dussel, Walter Mignolo, Santiago Castro-Gómez, Catherine Walsh, María Lugones, Zulma Palermo, Nelson Maldonado Torres, Ramón Grosfoguel, Eduardo Restrepo; Agustín Lao Montes, Edgardo Lander, Arturo Escobar y otros (Castro-Gómez y Grosfoguel: 2007: 9-12).
Tal como señalan Eduardo Restrepo y Axel Rojas, el grupo conformó una colectividad de argumentación que plasmó sus elaboraciones en simposios, congresos, encuentros y libros. Construcción coral, las voces que componen la perspectiva descolonial coinciden en ciertos núcleos conceptuales elaborados en un intenso diálogo, aunque también presentan divergencias (Restrepo y Rojas, 2010: 30-36).
A pesar de su novedad, la teoría se nutrió de múltiples antecedentes intelectuales de América Latina y de otras partes del planeta. Entre los más importantes vale la pena destacar: a) la teoría de la dependencia, b) la teoría del sistema mundo de Immanuel Wallerstein, c) el anticolonialismo, d) el pensamiento crítico afrocaribeño, e) la filosofía de la liberación, f) el poscolonialismo y g) el feminismo negro. La perspectiva descolonial abrevó de todas estas vertientes, asumiendo y reelaborando conceptualizaciones previas (Mignolo, 2001: 9-16; Castro-Gómez y Grosfoguel: 2007: 14-19). Figuras como Aníbal Quijano y Enrique Dussel habían sido protagonistas de la teoría de la dependencia y la filosofía de liberación.
Otras corrientes provenientes del mundo occidental también influyeron en el desarrollo del giro descolonial, pero lo hicieron de forma un tanto más compleja. El marxismo, la teoría crítica de Adorno y Horkheimer y el posmodernismo han tenido impacto; sin embargo, muchos autores descoloniales han asumido estas vertientes con “beneficio de inventario”, ya que, a pesar de reconocer sus aportes, han tendido a verlas como críticas internas a la modernidad, ciegas a la problemática colonial. El marxismo en particular ha dividido aguas. Aunque todos rechazan la vulgata dogmática y economicista, algunos –como Walter Mignolo– consideran que el marxismo constituye una filosofía radicalmente eurocéntrica, mientras que otros –como Enrique Dussel y Aníbal Quijano– rescatan la obra de Marx, entendiendo que a pesar de ciertas limitaciones iniciales hizo enormes aportes al pensamiento crítico del Sur global.
Una serie de conceptos fundamentales estructuran la teoría descolonial. El primero de ellos es modernidad colonialidad (M/C). Para estos autores la modernidad no es una etapa histórica que comienza en la Europa del siglo XVIII y que implica un proceso de creciente emancipación social, política, cultural y económica, concretada a través de sucesos como la Revolución industrial, la Revolución estadounidense, la Revolución francesa, etc., ni, mucho menos, un proceso iniciado en Europa que se expandió positiva y progresivamente por el mundo. A su juicio, esta es una lectura hegemónica, eurocéntrica y falaz. Siguiendo las propuestas de Enrique Dussel, consideran a la modernidad como un proceso global que comenzó en el siglo XV con la expansión ultramarina europea y la conquista de América y que implicó la conformación de un sistema mundo moderno/colonial, en el cual Europa fue el centro; y el resto de los pueblos, sus colonias o semicolonias (Dussel, 2000: 27-28).
Asimismo, los autores descoloniales destacan la existencia de dos modernidades. La primera, hegemonizada por España y Portugal, se extendió del siglo XV al XVII. La segunda, liderada inicialmente por Inglaterra y Francia y luego por Estados Unidos, comenzó en el siglo XVIII. Más allá de sus diferencias, ambas modernidades se basan en una lógica común: la dominación de Europa y Estados Unidos en el sistema mundo moderno/colonial (Restrepo y Rojas, 2010: 84). De acuerdo con Aníbal Quijano:
La modernidad como categoría se acuña (…) en Europa y particularmente en el siglo XVIII. Empero fue una resultante de un conjunto de cambios que ocurrían a la totalidad del mundo que estaba sometido al dominio europeo, desde finales del siglo XV en adelante. Si la elaboración intelectual de estos cambios tuvo en Europa como su sede central, eso corresponde a la centralidad en esa totalidad, a su dominio. Esa nueva totalidad histórica en cuyo contexto se produce la modernidad, se constituye a partir de la conquista e incorporación de lo que será América Latina al mundo dominado por Europa. Es decir, el proceso de producción de la modernidad tiene una relación directa y entrañable con la constitución histórica de América Latina. (1988: 10-11)
Discutiendo con la interpretación tradicional, los autores descoloniales advierten que, lejos de ser un proceso de emancipación creciente, la modernidad tuvo y tiene un lado oculto, de dominación, al que denominan colonialidad. De allí que se refieran a ella como M/C, siendo la barra la representación gráfica con la que buscan visibilizar el aspecto ocluido de la modernidad (Mignolo, 2000: 35; Restrepo, Rojas, 2010: 17). Así, como el dios Jano, la modernidad es bifronte: posee una dimensión emancipatoria para una minoría (europeos y europeodescendientes) y otra de dominación para la mayoría global (pueblos periféricos y racializados). Enrique Dussel ha planteado de manera pionera las bases de esta conceptualización con su crítica a lo que ha llamado el mito de la modernidad:
Si la Modernidad tiene un núcleo racional ad intra fuerte, como “salida” de la Humanidad de un estado de inmadurez regional, provinciana, no planetaria; dicha Modernidad, por otra parte ad extra, realiza un proceso irracional que se oculta a sus propios ojos. Es decir, por su contenido secundario y negativo mítico, la “Modernidad” es justificación de una praxis irracional de violencia. (Dussel: 2000: 29)
Es preciso distinguir entre colonialismo y colonialidad. Si el primero implica la simple dominación de un pueblo por sobre otro, el segundo busca dar cuenta de un fenómeno más complejo y profundo. La colonización sienta las bases de la colonialidad, pero, una vez que el colonialismo concluye, la colonialidad continúa en el tiempo: es un fenómeno de carácter estructural, una lógica de dominación que excede al colonialismo. Por ello, según el grupo M/C, a pesar de que América Latina, África y Asia alcanzaron su independencia en los siglos XIX y XX, la colonialidad persiste hasta el día de hoy. Asimismo, advierten que la colonialidad no es algo accesorio ni transitorio, sino constitutivo de la modernidad (Mignolo, 2000: 37).
A partir de esta conceptualización, Aníbal Quijano plantea la noción de “colonialidad del poder”:
El poder es un espacio y una malla de relaciones sociales de explotación/dominación/conflicto articuladas, básicamente, en función y en torno de la disputa por el control de los siguientes ámbitos de existencia social: 1) el trabajo y sus productos; 2) […] la naturaleza y sus recursos de producción; 3) el sexo, sus productos y la reproducción de la especie; 4) la subjetividad y sus productos materiales e íntersubjetivos, incluido el conocimiento; 5) la autoridad y sus instrumentos, de coerción en particular, para asegurar la reproducción de ese patrón de relaciones sociales y regular sus cambios. (Quijano, 2007: 96)
Esquemáticamente, la colonialidad del poder implica la existencia de un patrón global surgido a partir de la conquista de América, donde Europa ocupa el lugar central y las otras partes del globo se integran de manera subalternizada, a partir de la hegemonía del capitalismo por sobre otras formas de explotación económica (que no desaparecen, sino que se entrelazan con aquel) y del racismo (forma de dominación y jerarquización entre los pueblos). Capitalismo y racismo son dos de los ejes centrales de la colonialidad del poder y constituyen el núcleo del sistema mundo moderno/colonial (Quijano, 2007).
Otros autores han planteado conceptos derivados de la colonialidad del poder. “Colonialidad del saber” es una noción elaborada por Walter Mignolo y Santiago Castro-Gómez, haciendo referencia a la dimensión epistémica de la colonialidad. En su opinión, el patrón global del poder también ha establecido jerarquías culturales y epistemológicas. Si en la primera modernidad la medida estaba dada por la religión cristiana, en la segunda lo estaría por la ilustración y el pensamiento científico (Mignolo, 2010). Para Castro-Gómez, la segunda forma de subalternización inicia en el siglo XVII, con René Descartes; cuando Descartes postula su concepción de la ciencia y la filosofía como un conocimiento objetivo, abstracto, matemático, metódico y universal, fundado en la existencia de un ego cogito puro, des-corporalizado y des-territorializado, sienta las bases de la nueva colonialidad del saber, ya que niega la condición de saber a toda forma de conocimiento desprovista de tales características. De esta manera, los pueblos occidentales cayeron en lo que Castro-Gómez llama la “Hybris del punto cero”, o el pecado de la desmesura, cuando no habrían hecho más que universalizar falsamente su particular punto de vista (Castro-Gómez, 2008).
“Colonialidad del ser” es un concepto desarrollado por autores como Walter Mignolo y Nelson Maldonado Torres. Se refiere a la dimensión ontológica de la colonialidad e implicaría, básicamente, la división y jerarquización de los grupos humanos en diferentes razas, superiores e inferiores. El patrón de poder global establece una gradación ontológica, signado por lo que Maldonado Torres ha llamado un “maniqueísmo misántropico”, donde los blancos europeos y europeo-descendientes ocupan el sitio más alto en la escala, mientras que los demás pueblos son racializados y subalternizados, y definidos como subhombres. Este proceso cosificador habilitaría la explotación, violación, exclusión y hasta genocidio de tales poblaciones (Maldonado Torres, 2007).
A estas definiciones iniciales, la filósofa argentina María Lugones aportó el concepto de “colonialidad de género”, continuado por autoras como Yuderkys Espinosa Miñoso y Ochy Curiel. Retomando las contribuciones del feminismo negro y los feminismos críticos del Tercer Mundo estas pensadoras han planteado que la colonialidad ha tenido y tiene una dimensión de género, aspecto no elaborado por Quijano, quien no solo había identificado erróneamente género con sexo, sino que además le había restado importancia a la cuestión. La M/C implicó la absoluta negación de las lógicas de género previamente existentes en el mundo extraeuropeo y la imposición de un nuevo patrón global, asociado al rechazo de la diversidad sexual, del igualitarismo ginecrático, de la existencia de un tercer género y ciertas lógicas de complementariedad que eran propias de la América pre-colonial. Se impuso un patrón patriarcal colonial, signado asimismo por el racismo que derivó en una lógica machista con especificidades deshumanizantes (Lugones, 2014).
A partir de estos conceptos críticos, los autores de la red M/C han postulado un nuevo proyecto emancipatorio global. Concretamente, han planteado la necesidad de llevar adelante un proceso que ellos denominan descolonialidad –o giro descolonial–, entendido como
la apertura y la libertad del pensamiento y de formas de vida-otras (economías otras, teorías políticas otras), la limpieza de la colonialidad del ser y del saber, el desprendimiento de la retórica de la modernidad y de su imaginario imperial articulado en la retórica de la democracia. El pensamiento descolonial tiene como razón de ser y objetivo la descolonialidad del poder. (Mignolo: 2007: 29-30)
Según Maldonado Torres, se trataría de
un giro humanístico, que aspira en parte a completar aquello que Europa pudo haber hecho, pero que el ego conquiro hizo imposible: el reconocimiento de todo ser humano como miembro real de una misma especie, más allá de todo escepticismo misantrópico. (Maldonado Torres, 2007: 161)
Este proceso llevaría a lo que Enrique Dussel ha llamado “transmodernidad”, definida como “co-realización de solidaridad” (2000: 50). De esta manera, el grupo M/C postula un proyecto de liberación profundo signado por la interculturalidad y, sobre todo, por lo que llaman “pluriversidad”, que implicaría trascender la universalidad eurocéntrica, buscando realizar la bandera del EZLN que invita a crear “un mundo en el que quepan muchos mundos”.
Sólida en su dimensión crítica y analítica, la teoría descolonial se presenta más débil en su formulación propositiva. A pesar de ser sugerente y atractiva, su propuesta de futuro resulta demasiado utópica y escasísimamente programática. Otras tradiciones de América Latina y del Tercer Mundo habían cultivado propuestas como la liberación nacional o el socialismo como sueños a alcanzar. Más allá del carácter siempre etéreo de este tipo de formulaciones, aquellas tradiciones plantearon con mayor claridad relativa quiénes serían los protagonistas de los procesos y cuáles los medios para alcanzar los objetivos. Poco de esto se encuentra en la teoría descolonial, en parte, debido a que ha roto de manera expresa con muchos de los “mitos esencialistas” de las tradiciones previas (por ejemplo, las ideas de nación, pueblo, unidad regional, reivindicando la multiplicidad de los actores subalternos y la diversidad radical de la región) y a que ha sido muy crítica de una noción como desarrollo. Ha planteado una definición de la colonialidad cuyas profundidad y alcances vuelven difícil imaginar caminos concretos hacia la descolonialidad, algo así como un callejón sin salida programático.
Castro-Gómez, S. (2008). “El lado oscuro de la época clásica: Filosofía, ilustración y colonialidad en el siglo XVIII”. En Chukwudi Eze, E.; Paget, H.; Castro-Gómez, S. y Mignolo, W., El color de la razón: racismo epistemológico y razón imperial. Buenos Aires: Ediciones del Signo, 119-150.
Castro-Gómez, S. y Grosfoguel R. (eds.) (2007). El giro decolonial. Bogotá: Siglo del Hombre Editores / Universidad Central: Instituto de Estudios Sociales Contemporáneos / Pontificia Universidad Javeriana: Instituto Pensar.
Dussel, E. (2000). “Europa, Modernidad y Eurocentrismo”. En Lander, E. (comp.). La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas. Buenos Aires: CLACSO.
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Maldonado Torres, N. (2007). “Sobre la colonialidad del Ser: contribuciones al desarrollo de un concepto” En Castro-Gómez, S. y Grosfoguel, R., El giro decolonial. Bogotá: Siglo del Hombre Editores / Universidad Central: Instituto de Estudios Sociales Contemporáneos / Pontificia Universidad Javeriana: Instituto Pensar.
Mignolo, Walter (2000). “La modernidad a lo largo y a lo ancho: el hemisferio occidental en el horizonte colonial de la modernidad”. En Lander, E. (comp.). La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas. Buenos Aires: CLACSO.
— (2007). “El pensamiento decolonial: desprendimiento y apertura. Un manifiesto”. En Castro-Gómez, S. y Grosfoguel, R., El giro decolonial. Bogotá: Siglo del Hombre Editores / Universidad Central: Instituto de Estudios Sociales Contemporáneos / Pontificia Universidad Javeriana: Instituto Pensar.
— (2010). Desobediencia epistémica. Buenos Aires: Ediciones del Signo.
Quijano, A. (2007). “Colonialidad del poder y clasificación social”. En Castro-Gómez, S. y Grosfoguel, R., El giro decolonial. Bogotá: Siglo del Hombre Editores / Universidad Central: Instituto de Estudios Sociales Contemporáneos / Pontificia Universidad Javeriana: Instituto Pensar.
— (1988). Modernidad, identidad y utopía en América Latina. Lima: Sociedad y Política.
Restrepo, E. y Rojas, A. (2010). La inflexión decolonial: fuentes, conceptos y cuestionamientos. Popayán: Universidad del Cauca.
Ver también
Autonomía, Cosmopolítica, Feminismos, Multiliteracidades, Neohablante, Poscolonial (literatura), Posmodernidad, Utopía/distopía, Utopía latinoamericana, Transmodernidad
Desterritorialización absoluta10
Universidad de Teikyo (Tokio, Japón)
Cuando Deleuze y Guattari dicen que “utopía” no es la mejor palabra para nombrar la conjunción de la filosofía con la política, ¿qué quieren decir? ¿Qué puede reemplazar a la palabra un tanto gastada –utopía? ¿Por qué sigue siendo llamativo que la utopía sea introducida en ¿Qué es la filosofía?? ¿Significa esto que la utopía es esencial para responder a la pregunta sobre la tarea primordial de la filosofía? ¿Creen Deleuze y Guattari que la filosofía puede realmente cambiar el mundo? ¿De ser así, de qué modo?
Si el deber de la filosofía es ser utópica, como insiste Simon Critchley, o si como dice Michel Foucault el fin de la política consiste realmente en silenciar la pregunta de la revolución, ¿debe considerarse siempre utópico el pensamiento de Deleuze (en el sentido negativo que le atribuye la doxa)? De ser así, ¿cómo podemos explicarlo?
En la búsqueda de un reemplazo para la palabra utopía, intento evaluar cómo la noción de desterritorialización absoluta (y sus correlatos fabulación, filosofía-ficción, filosofía como sistema abierto) podría ofrecer una nueva imagen del pensamiento (l’image de la pensée) para pensar en la filosofía como un léxico crítico más allá de la estupidez del momento contemporáneo.
Deleuze y Guattari crean un nuevo concepto de filosofía. La filosofía es considerada un sistema creativo y abierto. Y dentro de este sistema abierto está la figura de la espiral.11 Sugiero que la espiral representa el movimiento de la desterritorialización absoluta y la desterritorialización relativa. ¿Qué es la desterritorialización absoluta y por qué es crucial para pensar en el futuro? En ¿Qué es la filosofía? Deleuze y Guattari escriben contra “el desastre absoluto para el pensamiento” al que equivale el lenguaje comercial cibernético del capitalismo universal:
La respuesta según la cual la grandeza de la filosofía consistiría precisamente en que no sirve para nada contiene un nivel de frivolidad que ya no divierte ni a los jóvenes. En todo caso, ni la muerte de la metafísica ni la superación de la filosofía han sido un problema para nosotros: no son más que futilidades inútiles y fastidiosas. Se habla de la ruina de los sistemas en la actualidad, cuando solo es el concepto de sistema el que ha cambiado. Mientras haya tiempo y lugar para crear conceptos, la operación correspondiente siempre se llamará filosofía, o no se diferenciará de la filosofía por más que se le dé otro nombre. (Deleuze & Guattari, 1994: 9)
Al cuestionar la insolvencia del concepto de sistema, Deleuze y Guattari redefinen el concepto de lo abierto y del mismísimo sistema abierto de una manera nueva. Es su gesto abierto para un pensamiento nuevo. Lo abierto es en sí mismo un nuevo concepto de las dinámicas del sistema.
El sistema es abierto. El sistema es abierto porque está en movimiento constante, constante heterogénesis, un gesto de apertura, al que Guattari llama heterogénesis maquínica. El concepto de sistema abierto incorpora un elemento de caos y el sentido de desterritorialización absoluta.
El sistema es inherentemente abierto y lúdico. En este sentido, debe más a los presocráticos que al idealismo alemán, y hay más de Heráclito y menos de Hegel en el relevo entre la desterritorialización absoluta y relativa.
La filosofía es un sistema, un sistema abierto, pero el concepto de apertura está abierto al cambio, al movimiento, al caos. El pensamiento rizomático es de hecho un sistema abierto. Para mí, esto es un gesto abierto para pensar de manera diferente el statu quo cargado de crisis. Encuentro que hay una “caosmosis” operando en la idea de la filosofía como sistema abierto. En mi consideración, la “caosmosis” integra la idea de lo abierto.
La filosofía es sistémica, por un lado, pero constantemente en variación o movimiento. Gira en espiral dentro y fuera del caos, se arremolina dentro y fuera del territorio, gira dentro y fuera del infinito, gira en el interior y el exterior de la involución y revolución. Esto significa que los elementos integrales de ese sistema están siempre en movimiento, siempre reconfigurándose, siempre retroalimentándose y redirigiéndose, siempre convolucionando y en movimiento perpetuo de transformación. Entonces podemos pensar en el sistema abierto como una totalidad que preserva la multiplicidad y la diversidad. Aquí, Deleuze y Guattari se acercan a Edouard Glissant al cuestionar cualquier sistema que busque ser sistemático. El pensamiento rizomático o el sistema abierto es, por lo tanto, el pensamiento de la totalidad no totalitaria y del sistema no sistemático, el sistema de movimiento y realineación constante.
El concepto de desterritorialización absoluta hace su aparición más completa en el último libro de Deleuze y Guattari, ¿Qué es la filosofía? En busca de una respuesta a la pregunta, ¿qué es la filosofía?, piensan en la idea de territorio y el relevo entre lo que sale y lo que vuelve. Piensan que el concepto de desterritorialización absoluta tiene algo que decir sobre la tarea de la filosofía. En cierto sentido, el lenguaje que antes encajó ya no es adecuado para la tarea que tenemos por delante. La misma utopía no encaja. Cuando nos quedamos desorientados, invocamos la utopía, ya que siempre estamos buscando una figura del “no lugar” para orientarnos, para reorientarnos. La utopía se basa en el pasado, en la religión y en lo trascendental. Se basa en escapar del sistema sin transformar el sistema en sí, por eso es que no puede dar cuenta de los nuevos problemas. Entonces, en cierto sentido, la utopía no es la mejor palabra para describir la tarea de forjar un léxico crítico. En su lugar, se plantea la sugerente noción de desterritorialización absoluta. Deleuze y Guattari reemplazan la utopía con la idea de que la filosofía es el movimiento infinito de desterritorialización absoluta, un movimiento siempre crítico y transgresor del entorno presente y de las fuerzas allí sofocadas. La absoluta desterritorialización requiere un nuevo pueblo y una nueva tierra, así como requiere todos los que aún están “por venir”. En este sentido, la desterritorialización absoluta es futurista, siempre es prospectiva. Deleuze y Guattari creen que la tarea de pensar en lo que está por venir no pertenece al plano de la imaginación como tal, sino al plano de la fabulación.
Pensar la filosofía como sistema abierto significa que debe haber una línea de fuga, una línea de creación, una línea de fabulación. La línea de fuga o línea de escape es también una línea de filtración. La ligne de fuite, como se dice en francés, expresa la idea de huir, fluir, desaparecer o desvanecerse: una evasión, pero, también, lo cual es más importante, una filtración. La filtración, la infiltración o el goteo son importantes para garantizar que las dinámicas del sistema permanezcan abiertas y no cerradas.
Esto no es para invocar la esperanza como tal, ya que eso inspiraría las pasiones tristes (Spinoza). La línea de fuga es un arma, una herramienta creativa, un pasaje de desterritorialización absoluta. De esta manera, pensar en el hermoso concepto de la línea de fuga no pretende ser un himno al capitalismo universal como tal, lo cual sería un desastre para el pensamiento, sino que la línea de fuga introduce la noción de bifurcación. Esto significa que podemos invocar conceptos que son no entrópicos, que son neguentrópicos, que exceden el sistema (Stiegler, 2017). Así es que podemos dirigirnos al sistema abierto, al caos del sistema abierto. Nuestra tarea en tiempos de cierre y muerte del sistema es pensar el sistema abierto como tal. Como tal, debemos exigir una nueva forma de glásnost, una nueva forma de sistema abierto, porque el cierre limita el intercambio de información y la afirmación de la diferencia. Sin lo abierto, nada se mueve, nada se agita, nada gira, ni remolina, ni retuerce ni espirala. Todos estos conceptos quedan en estasis y crisis. En cierto modo, la fabulación de la desterritorialización absoluta (en el sentido bergsoniano) nos ayuda a explorar la noción de crisis planetaria. En la crisis siempre está la posibilidad de una línea de fuga. De hecho, Deleuze describe el pensamiento planetario como encapsulador de la diferencia como tal: es la “apertura de nuestro sistema”, una “ficción-filosofía” (Deleuze, 2004: 157).
En la crisis del presente, lo planetario es la imagen que debe repensarse, reconfigurarse, remodelarse. No es meramente una imagen catastrófica, sino un punto de crisis fecundo en posibilidades, para pensar nuevos paradigmas, horizontes y formas de hacer filosofía. ¿Cuál es la desterritorialización absoluta de lo planetario? ¿En qué sentido la crisis de la filosofía contemporánea en sí misma es productiva de nuevas imágenes del pensamiento? ¿Qué imágenes futuras de política y sociedad podemos encontrar en Deleuze y Guattari? Es en este sitio de kairos (καιρός) donde podemos comenzar de nuevo a construir ideas y soluciones para las crisis endémicas del capitalismo. Es en este pensamiento abierto y anticipatorio donde podemos tomar una decisión sobre qué hacer.
La figura de la espiral sugiere el constante revolucionar del sistema de pensamiento en sí, pero no con cualquier propósito absurdo, porque eso equivaldría a perseguir el caos en una caída espiralada hacia el nihilismo, la pasión por la abolición. Ese constante revolucionar debe enmarcarse en alguna tierra, algún lugar, algún territorio. Para Deleuze y Guattari, la “tarea modesta” de una pedagogía del concepto consistiría en analizar las condiciones de creación como “factores de momentos siempre singulares” (Deleuze y Guattari, 1994: 12). Y tal modesta tarea protegería el pensamiento puro del “desastre absoluto” del capitalismo universal:
Si las tres edades del concepto son la enciclopedia, la pedagogía y la formación profesional comercial, solo la segunda puede protegernos de caer desde las alturas de la primera al desastre de la tercera, un desastre absoluto para el pensamiento, cualquiera que sean sus beneficios, por supuesto, desde el punto de vista del capitalismo universal. (Deleuze y Guattari, 1994: 12)
Por lo tanto, debemos comprometernos a pensar en la pedagogía del concepto más allá de la muerte térmica, más allá del cierre del sistema, porque el pensamiento es movimiento, el concepto es movimiento, y debemos tener en cuenta el movimiento del pensamiento y el movimiento del concepto. Debemos pensar en la desterritorialización absoluta en términos de lo planetario, es decir, dar cuenta de lo itinerante y errante, del movimiento rotativo errante, de la “errancia del mundo abierto”, nuevamente la espiral del movimiento como tal. Esto es explorar la totalidad fragmentaria y fragmentada del mundo multidimensional y abierto, afirmar el proceso abierto de formación del mundo como una forma de mundialización que responde a la “angustia del mundo” (Axelos). Como dice Axelos: “Falta la apertura en el mundo” (Axelos y Elden, 2005: 27). Aquí debemos apreciar que, aunque Axelos critique la trayectoria capitalista del mundo y que el curso errante del planeta se esté volviendo “aberrante” (aberración), la errancia sugiere que lo planetario no se puede predecir ni calcular según la lógica del cálculo global. Lo aberrante es un alejamiento o una desviación de un camino definido, una divergencia o desviación de un conjunto impuesto de normas. Sugiere corrupción o decadencia. Lo aberrante se desvía de la norma y, por lo tanto, es anormal. Lo aberrante es lo inmundo. En otras palabras, más allá de la “aberrancia” del mundo, está la verdadera errancia del devenir planetario.
El sistema abierto captura la fecundidad y la intensidad puras del pensamiento de Deleuze y Guattari. El sistema abierto transmite el entusiasmo de que el pensamiento puede comenzar de nuevo. Sirve como un léxico crítico para explicar por qué sufrimos el desastre del pensamiento en el momento presente. El sistema abierto como un léxico crítico nos permite pensar el mundo a través de la “inmanencia” (mundano) y la “coexistencia” (mundial) y lo virtual, que es un tipo de pensamiento abierto, como una glásnost filosófica. Es un devenir del mundo, un caos-mundo que, en su expresión política, significa pensar en la posibilidad de otro mundo, invocar la posibilidad de una tercera revolución o lo que hemos llamado desterritorialización absoluta.
La filosofía del sistema abierto es inherentemente política. De hecho, en nuestro tiempo, ¿qué puede ser más político que permanecer en el caos, experimentar, practicar una forma de constructivismo? Lo político es este compromiso con la redefinición constante de conceptos y dinámicas del sistema. En ¿Qué es la filosofía?, Deleuze y Guattari escriben más allá del momento utópico, porque la filosofía es política y lleva lo utópico más allá de sí misma. Al hacerlo, monta una crítica del tiempo de su creación, precisamente a través del caos y la desterritorialización absoluta del sistema abierto.
Axelos, K., & Elden, S. (2005). “Interview: Kostas Axelos: Mondialization without the world”. Radical Philosophy. 130.
Deleuze, G., & Guattari, F. (1994). What is philosophy? New York: Columbia University Press.
Stiegler, B. (2017). “Escaping the anthropocene. In the crisis conundrum” (pp. 149-163). Palgrave Macmillan, Cham.
— (2018, November, 12). “Éviter l’apocalypse! entretien avec Bernard Stiegler”. https://www.les-crises.fr/eviter-lapocalypse-bernard-stiegler/
Aceleración / aceleracionismo, Capitaloceno, Cosmopolítica, Frontera / límite, Futuridad, Futuro ominoso, Poscapitalismo, Tiempo (Spinoza), Utopía / distopía
10 Traducción de Nicolas Bohler.
11 “Cuando es trascendente, vertical, celeste, producida por la unidad imperial, el elemento trascendente tiene que inclinarse o someterse a una especie de rotación para inscribirse en el plano del pensamiento / naturaleza siempre inmanente. La vertical celeste se reclina sobre la horizontal del plano de pensamiento siguiendo una espiral.” (Deleuze y Guattari, 1994: 89).
Universidad de Buenos Aires
Escuela Interdisciplinaria de Altos Estudios en Ciencias Sociales, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0002-7009-1468
La deuda es un artefacto temporal por excelencia. Haciendo justicia a eso, el antropólogo David Graeber tituló su monumental trabajo Deuda: los primeros 5000 años, donde la perspectiva de longue-durée es la puerta de entrada a una historia “alternativa” de la economía. En todo caso, que quede claro: se puede hacer historia del mundo contando la historia de la deuda. Más allá del pasado, las palabras finales del libro de Graeber traen la cuestión del tiempo futuro. Dice: “Una deuda es tan solo la perversión de una promesa. Una promesa corrompida por la matemática y por la violencia”. La confiscación del acto de prometer produce deuda. La mediación entre una cosa y la otra –lo que incita a la mutación– es la violencia.
En esta saga, una referencia ineludible es Friedrich Nietzsche, quien en su Genealogía de la moral [1887] revela el mecanismo de la deuda como infinita e impagable y, de allí, su traducción cristiana en términos de culpa. Maurizio Lazzarato (2013, 2015) ha retomado a Nietszche para argumentar cómo la fábrica del trabajador asalariado –escena predilecta del capitalismo industrial– ha dejado lugar a la “fábrica del hombre endeudado”, donde la deuda impone un “trabajo sobre sí” que la vincula directamente a una “moralidad” deudora. La relación acreedor-deudor se convierte en una pieza clave de producción de subjetividad en el capitalismo porque singulariza un modo de explotación donde la transacción fuerza de trabajo por dinero se altera. Esta cuestión se generaliza en el momento de la aceleración neoliberal financiera. Deber supone una moral del cumplimiento, un modo de cultivar la obligación de algo que aún no sucedió y que, sin embargo, ordena lo que hacemos aquí y ahora. ¿Qué es lo que no sucedió? El tiempo por venir, lo cual implica trabajo aún no realizado.
En Dar (el) tiempo, el filósofo francés Jacques Derrida explora justamente la noción de tiempo que se entrega con la deuda, la temporalidad misma del crédito y del plazo, como andamiajes fundamentales de una institución social que, como vemos, no es puramente económica. Al punto que si Derrida sostiene –leyendo la obra de Marcel Mauss– que el don es el tiempo, que lo que se trata de dar es tiempo, la deuda es su sustracción, una fórmula para imposibilitar la tenencia y entrega de tiempo como donación.
En una torsión radical, la idea de deuda impagable ha sido trabajada recientemente por la filósofa brasileña Denise Ferreira da Silva para mostrar cómo lo colonial participa de la acumulación capitalista a través de expropiaciones violentas que no se recortan en el pasado, en un tiempo “originario” o “primitivo” (discute así con las lecturas de Marx, e incluso de Luxemburgo, del valor). La deuda impagable –argumenta– es una “rememoración” de la expropiación. Dicho de otra manera: se hace posible el no pago cuando se recuerda la violencia de la deuda. La dimensión del tiempo, como vemos, es central aquí también: hace que la filósofa introduzca en la escena marxiana del valor el tiempo de la violencia colonial como actualidad. Esto explica la temporalidad que permite que la deuda hipotecaria de 2018 en Estados Unidos haya sido una estafa perpetrada contra las familias afroamericanas, ya que su “incapacidad para pagar” se convirtió en un activo financiero.
Ferreira da Silva conecta esta temporalidad de la deuda con otras dos preguntas: una, sobre la “herencia” de la deuda, la otra, sobre la posibilidad de su desobediencia. En este sentido, la deuda ha producido también manuales políticos de acción: Strike Debt!, por ejemplo. Un esfuerzo militante surgido de la experiencia de Occupy Wall Street, en Estados Unidos, que enseña cómo subvertir de modo colectivo la deuda estudiantil, entre otras. Esto ha dado lugar al Debt Collective, una iniciativa que cuestiona la deuda y, sobre todo, busca transformarla en un problema colectivo, ya que una de sus premisas es la individualidad de la responsabilidad de quien debe.
En Argentina, la deuda ha forjado consignas políticas sobre su no pago, señalando al Fondo Monetario Internacional como institución responsable (la historia de Noemí Brenta al respecto es ineludible). Se trata de una batalla política que conecta, también, con la clave tercermundista y colonial en la que la deuda nos sitúa. Más recientemente, consignas ligadas a la movilización feminista –como “Vivas, libres y desendeudadas nos queremos!”, del colectivo Ni Una Menos– han señalizado un conjunto de vínculos entre violencias machistas, libertades concretas y endeudamiento. Estamos ante otra torsión radical. Aquí hay que destacar el trabajo de la filósofa italiana Silvia Federici que, en años de investigación y militancia, ha construido una perspectiva metodológica feminista para entender el dinero y la deuda como formas de gobierno del trabajo no pago de las mujeres. Siguiendo esta línea escribimos, junto con Luci Cavallero, Una lectura feminista de la deuda, análisis de cómo la llamada deuda privada o deuda de los hogares es, en verdad, una forma de explotación del trabajo más precario, en general feminizado y migrante. Investigamos cómo las mujeres, lesbianas, travestis y trans no caben como sujeto universal deudor, sino que se explota de modo diferencial la precariedad de sus empleos, la carga de trabajo no remunerado obligatorio, así como la violencia machista que se anuda frecuentemente con la falta de autonomía económica. A la división sexual y racial del trabajo, se le agrega un diferencial de “explotación financiera” (Chena y Roig, 2017), que se traduce en fuentes de deuda, tasas de interés y destinos disímiles. Este enfoque nos permitió, además, concretar la noción de deuda doméstica en relación con configuraciones específicas de los hogares, ya no organizados de modo mayoritario, bajo estructura familiar heteropatriarcal. En lo doméstico ya funciona una “división sexual del endeudamiento”, que queda encubierto cuando solo se habla de hogares, para convocar el trabajo reciente de Isabelle Guérin et al. Luego, lanzamos la pregunta ¿Quién le debe a quién?, en una compilación colectiva para mapear los ensayos de desobediencia financiera y lo que podemos aprender de ellos.
Federici plantea entender el endeudamiento como mecanismo de captura de la plusvalía política de los países tras sus procesos de descolonización. Podemos extender su razonamiento: el endeudamiento es una respuesta a una secuencia de luchas. También se extiende como mecanismo de extracción de tiempo de vida y de trabajo, reconfigurando la noción misma de clase. El endeudamiento funciona entonces en una doble secuencia temporal: como máquina de captura de invenciones sociales dedicadas a la autogestión del trabajo y a procesos de liberación colonial (va por detrás) y como codificación tanto de los deseos de consumo como del empobrecimiento de la reproducción social (va por delante).
Michel Foucault (2016) en su curso titulado La sociedad punitiva traza una analogía entre la aparición de la prisión y la forma salario: ambas se basan en un sistema de equivalencias donde el tiempo es la medida intercambiable, con lo que se paga. Salario y prisión se conectan como fórmulas históricamente específicas de apropiación de tiempo. Sin embargo, el salario funciona explotando un trabajo ya acontecido; la prisión, un tiempo por venir. En este sentido, la forma prisión se parece más a la forma-deuda. Ambos –prisión y deuda– trabajan sobre el tiempo futuro. Pero si la prisión fija y disciplina, la deuda pone a trabajar, moviliza, comanda. La relación con la temporalidad a futuro que supone la obligación financiera es un elemento fundamental para entender la importancia que adquiere tanto su dimensión jurídica como la moralización del incumplimiento, especialmente direccionado a jóvenes, mujeres, lesbianas, travestis y trans. Eso que Foucault pensaba como transcripción permanente entre moralidad y ley abarca la relación de la deuda con sus condicionamientos morales sobre los que opera la penalidad.
Como todo concepto, ya lo vemos, no puede recortarse; remite a otros, a una o más constelaciones y montajes posibles, ya que se pueden rastrear comprensiones de la deuda a partir de su combate.
Como sostiene el filósofo George Caffentzis, analizar la deuda en el capitalismo financierizado debe servir también para entender el cambio en la dinámica de lucha de clases: ¿cómo y por qué los trabajadores se endeudan? De hecho, parafraseando el análisis de la mercancía, podemos constatar hoy un “inmenso cúmulo de deudas”, como expresión contemporánea de la pobreza. Si Marx se refería en los Grundrisse al mando del capital sobre el “trabajo futuro” como sustancia del “intercambio” entre capital y trabajo, en el tercer volumen de El capital destaca la misma temporalidad —de forma ampliada, multiplicada y acelerada— en su análisis del “capital portador de interés”, o sea, del capital financiero. Subrayando su naturaleza de acumulación de “derechos o títulos” para la “producción futura” (Marx, 1981: 599, 641), Marx nos permite descubrir detrás de las dinámicas financieras la reproducción ampliada del mando sobre el trabajo por venir (lo que significa el trabajo necesario para producir “riqueza futura”). Claro que, sobre Marx y como ya señalamos, enfoques feministas y anticoloniales han practicado una ampliación radical de la escena temporal y espacial del valor.
Una vez que los países y luego sus poblaciones son empobrecidas y sus estados endeudados, la deuda se derrama como deuda doméstica. A esto le hemos llamado capilaridad financiera. La deuda que toman las personas no se queda solo en una cuestión de consumos. La deuda estructura una compulsión a aceptar trabajos de cualquier tipo para pagar tal obligación a futuro. Esta captura de trabajo aún no realizado es clave: se diferencia del salario que retribuye un trabajo ya hecho. Esta disyunción temporal la analiza muy bien Caffentzis: la deuda es lo que nos pone a trabajar cuando el dinero ya se nos ha adelantado y, por tanto, la necesidad de reforzar la obligación de cumplimiento a futuro requiere de suplementos tanto morales como de violencia directa. La dinámica precaria, informal e incluso ilegal de los empleos (o formas de ingreso) se revela cada vez más intermitente, mientras que la deuda funciona como continuum estable. En ese desfase temporal hay también un aprovechamiento: la deuda deviene mecanismo de coacción para aceptar cualquier condición de empleo, debido a que la obligación financiera termina “comandando” la obligación a trabajar en tiempo presente. La deuda, entonces, vehiculiza una difusión molecular de esta dinámica de explotación que, aunque es a futuro, condiciona el aquí y ahora, sobre el que imprime mayor velocidad y violencia. Se configura, de modo cada vez más nítido, el dibujo de una suerte de “línea-de-la-deuda” en las poblaciones, si evocamos la noción “línea-de-color” de la investigación pionera del sociólogo W.E.B. Du Bois sobre la sociedad norteamericana, evidenciando la variable colonial del capitalismo financiero y que Paula Chakravarty y Denise Ferreira da Silva (2012) denominan “la lógica racial del capitalismo global”.
Volvamos al tiempo. La acumulación de deuda es índice de la pérdida de poder colectivo de los trabajadores, remunerados y no remunerados, de la definición colectiva de quienes producen la riqueza social, de allí su funcionamiento como dispositivo de pacificación. Pero esa pacificación se realiza por un modo de activación para el cual la deuda aparece como dispositivo de explotación privilegiado.
La deuda, en relación con la especificidad que aquí estamos pensando, sujeta y activa a una fuerza de trabajo que no está confinada al salario (no hay sujeto de contrato laboral), trazando vínculos estrechos con el trabajo no remunerado, racializado, subalternizado. Esto inaugura dinámicas de lo que he llamado extractivismo financiero. Al mismo tiempo, la obligación financiera les convierte en sujetos contractuales bajo nuevas tecnologías digitales de deuda. Gilles Deleuze animalizó la moneda para pensar el pasaje de la sociedad disciplinaria a la sociedad de control. Dijo que “el viejo topo monetario es el animal de los centros de encierro, mientras que la serpiente monetaria es el de las sociedades de control”. ¿Qué podemos decir de la billetera virtual, del crédito a golpe de algoritmo y la deuda como moneda popular? ¿Qué tipo de animal estaría a su altura, a su modo de moverse?
No sabemos. Lo que sí sabemos es que desendeudarse es el movimiento para la reapropiación del tiempo, para hacer espacio a un proceso político capaz de devolvernos la especulación sobre el porvenir.
Brenta, N. (2014). Historia de las relaciones entre Argentina y el FMI. Buenos Aires: Eudeba.
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Chena, P. y Roig, A. (2017): “L’exploitation financière des secteurs populaires argentins”. Revue de la régulation. Paris: Association Recherche & Régulation.
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Federici, S., Gago, V. y Cavallero, L. (2019). ¿Quién le debe a quién? Ensayos de desobediencia financiera. Buenos Aires: Tinta Limón / F. Rosa Luxemburgo.
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Marx, K. (2014). El capital. Crítica de la economía política (trad. W. Roces). México: FCE.
Aceleración / aceleracionismo, Cadena de bloques, Descolonialidad, Desterritorialización absoluta, Dignidad, Emancipación, Feminismos, Igualdad, Narcopolítica / necropolítica, Neoliberalismo, Posdemocracia
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
ORCID: 0000-0003-2365-6179
El término griego dialéctica (διαλεκτική) es concebido en principio como arte (τέχνη) y luego también como ciencia (ἐπιστήμη). De allí surge su doble significación, retórica, que alude al arte de la conversación y a la lógica, y que la comprende, además, como el modo de pensar el ser en devenir. El primer ejemplo al respecto lo encontramos en Zenón de Elea, quien con su concepción aporética de la relación entre el ser y el no ser, es decir, del devenir, introdujo la dialéctica en la filosofía.
De allí en adelante, “dialéctica” es un concepto que recorre toda la historia de la filosofía, desde su tratamiento en la obra de Platón como camino de ascenso a las ideas, hasta nuestros días. Ella surge de la necesidad de comprender, en devenir, la distinción y la unidad de los opuestos.
Una consideración de la dialéctica en su relación con el futuro nos remite al modo como ella ha sido tratada por los pensadores modernos. Los cambios introducidos por la química y la física modernas, en especial por la cinemática de Newton, en la concepción del movimiento, abrieron un nuevo campo de aplicación y concepción de la dialéctica.
Fue Kant quien, con su inclusión de la dialéctica transcendental en la Lógica, la reintrodujo en la filosofía moderna y, con ello, restableció a la dialéctica en lo que respecta al uso de la razón. Después de Kant fue Hegel quien la comprendió como el método propio de la razón. Se amplió de este modo el campo de acción de la dialéctica no solo en lo que respecta a las ciencias de la naturaleza, sino también a las del espíritu, y con ellas a la historia.
En su lectura de la modernidad, Hegel plantea que “el prejuicio fundamental” contra la dialéctica consiste en sostener que ella “tiene solo un resultado negativo”. Como indicáramos, tal prejuicio, de raíz escéptica, comienza a ser superado gracias a la filosofía crítica de Kant. De lo que se trata, según Hegel, es de comprender que toda negación presupone la existencia positiva de algo, tanto sea para ejercer la acción subjetiva de negar como la objetiva de admitir la negación. El método dialéctico es comprendido de este modo como un proceso de mediación. Para Hegel, el punto principal de la dialéctica consiste en: “Mantener firmemente lo positivo dentro de su negativo, el contenido de la presuposición dentro del resultado: eso es lo más importante dentro del conocimiento racional…”. (CL 2 p. 394. GW 12 245).
A partir de Hegel, la relación de la dialéctica con el futuro es una de las dos cuestiones principales en lo referente a la consideración del concepto de dialéctica. La otra cuestión, que no decrece en importancia y de hecho se encuentra vinculada a la primera, radica en definir si la dialéctica cumple tan solo una función negativa o si es capaz de alcanzar además un resultado positivo.
Permitiéndonos cierta simplificación puesta en vías de nuestra concentración en el tema, podríamos plantear que ambas cuestiones tienen su centro en una confrontación entre Marx y Hegel. En su análisis sobre los modelos de revolución entre la sociedad capitalista y la sociedad sin clases, Albrecht Welmer (1989: 193ss.) señala que, como es sabido, el concepto marxiano de revolución está basado en “la idea de un progreso de la historia”. Lo que ignora Marx –completa Welmer– es que “una construcción dialéctica de la historia solo puede llegar hasta el punto anticipatorio hacia el reino de la libertad, mas no puede internarse en este”. La idea de que la superación dialéctica de una etapa histórica constituya un progreso conlleva de suyo una “perversión naturalista de la dialéctica”.
Este cuestionamiento, que decanta y surge del derrotero histórico del marxismo, no solamente ha abierto un debate en torno al materialismo dialéctico, sino que también ha conducido a una revisión del concepto hegeliano de dialéctica. En el primer caso, nos remite a saber si es posible obtener una significación histórica de la dialéctica que no derive en una superación absoluta de todas las contradicciones de la historia, en la cual se basó la fundamentación marxiana de la lucha de clases. El segundo se dirige hacia una relectura de Hegel que no se centra en una comprensión de la dialéctica basada en sus Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, sino en la comprensión del método dialéctico, tal cual es expuesto en la Ciencia de la lógica.
De todos modos, en este contexto problemático, también se pueden distinguir dos funciones de la dialéctica. La primera, propiamente negativa, remite al camino de formación de la conciencia a través de su conocimiento de las cosas y de su vínculo con los demás. En el caso de Hegel nos referimos a la Fenomenología del espíritu, donde el sujeto recorre su camino de formación hasta alcanzar la conciencia de su mundo que comprende tanto la conciencia del yo tanto como la del nosotros, la comunidad. En el caso de Marx, el materialismo histórico es comprendido a su vez como medio de formación de la conciencia de clase. La segunda función, la positiva, consiste en la transformación real efectiva alcanzada por la ciencia, la exposición del sistema en el caso de Hegel, la realización del comunismo en el de Marx.
En el centro de la cuestión entre ambos pensadores cabe revisar la crítica de Marx a Hegel. Como es sabido, Marx se diferencia claramente de Hegel y su dialéctica; recordemos por ejemplo lo que escribe en el postfacio a la segunda edición de El capital: “Lo que ocurre es que la dialéctica aparece, en él [Hegel], invertida, puesta de cabeza. No hay más que darle la vuelta, mejor dicho, ponerla de pie, y enseguida se descubre bajo la corteza mística la semilla racional”. No obstante, la operación crítica y de diferenciación, la influencia de la Ciencia de la lógica de Hegel en la trama terminológica y formal de El capital sigue siendo notoria.
A pesar de encontrarse afectada por esta contrariedad, en lo referente a su determinación del futuro, la dialéctica no pudo ser y no ha sido ignorada por los filósofos de los siglos XX y XXI. Los más pujantes intentos de recuperación de la dialéctica los encontramos en la Crítica de la razón dialéctica de Jean-Paul Sartre y en la Dialéctica negativa de Theodor Adorno. Sartre plantea una dialéctica realista para pensar el pasaje del grupo a la historia. En lo que respecta a la dialéctica negativa de Adorno, consiste en la reformulación de la función crítica de la dialéctica, partiendo de la renuncia a toda meta o finalidad positiva que la justifique. En virtud de que la mayoría de las propuestas surgidas de la Escuela de Frankfurt tienen a los conceptos de alienación y emancipación como supuestos teóricos de las ciencias sociales, transitan por la que podríamos comprender como la franja dialéctica de la teoría crítica.
También en la tradición hermenéutica nos encontramos con un rescate de la dialéctica. Hacia el final de Verdad y método, Hans-Georg Gadamer (1977 II: 557) escribe: “También en la experiencia hermenéutica se encuentra algo parecido a una dialéctica, un hacer de la cosa misma, un hacer que a diferencia de la metodología de la ciencia moderna es un padecer, un comprender, un acontecer”.
Finalmente, podemos agregar que la atención actual sobre la dialéctica no obedece tan solo a la necesidad de una aclaración terminológica, sino que se trata de un concepto pujante en el pensamiento contemporáneo. En este sentido, entendiéndolo como un tópico que reúne la mayoría de las cuestiones sobre la dialéctica expuestas en este artículo, cabe mencionar la obra de Fredric Jameson: Valencias de la dialéctica.
Gadamer, H.-G. (1977) [1960]. Verdad y método. Fundamentos de una hermenéutica filosófica. Trad. A. Agud Aparicio y R. de Agapito. Salamanca: Sígueme. Dos tomos.
Jameson, Frederic (2013). Valencias de la dialéctica. Buenos Aires: Eterna Cadencia.
Welmer, A. (1989). “Sobre razón, emancipación y utopía. Acerca de la fundamentación teórico-comunicacional de la una teoría crítica de la sociedad”, en Ética y diálogo. Barcelona, Anthropos.
Ver también
Desarrollo, Evolución, Futuridad, Tiempo (Sartre), Utopía / distopía
Universidad Nacional de San Martín (doctor Honoris Causa)
La crisis multidimensional pone en tela de juicio los fundamentos del modelo capitalista informacional global. Es por ello que hablamos de una crisis que no es solo socioeconómica y financiera, sino también política y cultural. Es una crisis sustantiva, pues cuestiona una ética, los valores mismos según los cuales las sociedades “eligen” vivir.
La pandemia de COVID-19 profundizó este cuestionamiento al colocar como un tema clave la responsabilidad de los Estados en un asunto de interés público como la salud, incluso por encima de la economía y los intereses privados. La guerra en Ucrania ha complicado todavía más el panorama, repercutiendo en un malestar subjetivo global.
Frente a la crisis multidimensional, las respuestas desde la sociedad no se hicieron esperar. Fueron millones los que protestaron contra los problemas dejados al descubierto por la crisis económica y son millones los que continúan haciéndolo, a lo largo y ancho del mundo, frente a las consecuencias y fundamentos del “modelo” de la sociedad de mercado global. Las protestas se dirigen contra el consumo desmedido, la falta de solidaridad, la impunidad de los poderes económicos, la discriminación de los migrantes y las mujeres, el medio ambiente contaminado, y a favor de una mejor calidad de vida, una mayor equidad, una educación que permita el desarrollo individual y colectivo, un sistema representativo y democrático plural y legítimo, la paz.
Como decía Kant hace más de dos siglos: “Todo tiene un precio o una dignidad. Lo que tiene precio puede ser sustituido por otra cosa como equivalente; en cambio, lo que se halla por encima de todo precio y, por tanto, no admite equivalente, posee dignidad” (referido en Habermas, 2010).
Habermas desarrolla el concepto de dignidad como utopía de los derechos humanos. La autonomía y la dignidad se plantean como la conjugación de diversos campos: no se trata solamente de alcanzar un mejor pasar económico, aunque por supuesto esto también importa; se trata de convivir mejor en todos los planos, los cuales están vinculados entre sí. Así, el cuidado del medioambiente no solamente supone protegerse de la contaminación que en el presente puede afectar a una población local determinada, sino que implica además una consideración sobre la ecología y la relación de las personas y las sociedades con la naturaleza; el reconocimiento cultural de un grupo particular no supone tan solo el goce efectivo de un derecho, sino que habla de la capacidad de vivir entre diferentes; la ampliación de la representación política no significa apenas la inclusión de un grupo específico postergado, sino la profundización de la democracia en todos los niveles.
Crisis, pandemia y guerra ponen en evidencia el carácter indisociable del vínculo entre individuo y sociedad, entre acción individual y responsabilidad y compromiso social. Cabe insistir, pues, que la dignidad es un valor clave desde el cual es posible contribuir a una relectura de la vida misma, caracterizada hoy por el peso del conocimiento y su relación con la tecno-economía de la información y las redes de comunicación.
Actores cada vez más globales, como las transnacionales financieras, las inteligencias científico-tecnológicas, los Estados, las redes de comunicación y poder global y los nuevos movimientos y protestas en red, redefinen las situaciones y los horizontes históricos de nuestras sociedades. Como han demostrado varios estudios, en los primeros treinta años de cambio global, el capital financiero ha sido el sector más dinámico y avanzado en la red, pero también el factor que precipitó la crisis de la globalización. La situación crea límites fuertes a las democracias republicanas y coloca nuevamente en primer plano el tema del riesgo global abordado por Ulrich Beck.
Frente a esta situación, se expandieron, casi a nivel global y de diferentes maneras, nuevas protestas y movimientos. Funcionan entre la red y las calles y espacios públicos, con fuerte contenido ético y subjetivo. Colocan en el centro del debate la cuestión de la dignidad. Se trata de movimientos que tienden a ser espontáneos, horizontales, deliberativos, prácticos; también virales (alternan en diferentes espacios), multiculturales, policéntricos, rizomáticos (viven y se reproducen en la red). Manifiestan una crítica al poder y demandan canales de participación. Ubican en el centro de la vida social la dignidad de las personas, entendidas no solamente como “objeto” del desarrollo sino, además, como “sujetos” del mismo. ¿Cómo se traduce todo esto en términos de poder y en opciones concretas y posibles de desarrollo?
El desarrollo humano es un paradigma que busca expandir con un sentido universal la dignidad de las personas. Esto está vinculado con una nueva subjetividad asociada a la indivisibilidad de los derechos humanos. Cabe distinguir y repensar tres conceptos básicos del enfoque:
Por otra parte, sobresalen cuatro temas estratégicos que exigen una renovación del enfoque del desarrollo: el informacionalismo, el ecologismo, la desigualdad compleja y la nueva gramática de los conflictos.
El informacionalismo es la combinación entre “productividad, competitividad, eficiencia, comunicación y poder a partir de la capacidad tecnológica de procesar información y generar conocimiento.” (Castells, 1997: 19). La economía internacional se ha globalizado mediante las transformaciones de los sistemas productivos, organizacionales, culturales e institucionales, a partir de una revolución tecnológica sustentada en la creación de nuevas formas de información y comunicación. El mundo se ha articulado como una unidad en tiempo real y ello ha modificado todos los ámbitos de la actividad humana.
En relación con el ecologismo, la sostenibilidad del desarrollo plantea desafíos cruciales. Los últimos Informes de Desarrollo Humano globales han insistido en una suerte de paradoja entre los avances en el desarrollo humano, particularmente en los países con mayor índice, y el enorme impacto que estos mismos países provocan en la degradación ambiental en el resto del mundo. En el largo plazo la insostenibilidad es evidente para todos, aunque el impacto sería mayor entre los países con menores niveles de desarrollo humano. Ya en el Informe Mundial de Desarrollo Humano 2007-2008 se calculó que, si todos los habitantes de la tierra generaran la misma cantidad de gases de efecto invernadero de algunos países desarrollados, se necesitarían nueve planetas (PNUD, 2008). Existiría, según estos estudios, una correlación positiva entre equidad y sostenibilidad del desarrollo. Así, a mayor equidad global, mayor sostenibilidad ambiental para todos. Y la equidad está asociada no solo con mejores logros de bienestar, sino con el empoderamiento de los actores del desarrollo y la búsqueda de dignidad de las personas. La cuestión es si se enfrenta el problema con políticas enmarcadas dentro de la lógica actual del desarrollo mundial o si se exploran opciones de patrones de vida y desarrollo alternativos. Todo parece indicar que se está optando por el primer camino.
La desigualdad compleja alude a la superposición de diferencias y al crecimiento vergonzoso de nuevas formas de concentración de poder en la producción y en la reproducción social. Para Amartya Sen, la exclusión debe comprenderse dentro del contexto más amplio de las relaciones sociales y de la pobreza entendida en términos de privación de capacidades. La pobreza no puede considerarse únicamente como carencia de ingresos; desde una perspectiva relacional que tome en consideración sus múltiples dimensiones, se revela como “vida empobrecida”. Si la exclusión es parte de la pobreza, entonces se vuelve central poder participar de la vida social e interactuar con otros; la imposibilidad de hacerlo constituye, así, una privación en sí misma. La exclusión, además, puede ser vista desde una perspectiva cultural y política como la imposibilidad o los límites para optar por un modo de vida. Es preciso considerar además el dinamismo que adquiere la exclusión –y la inclusión desigual– en un mundo que cambia velozmente. Además de ser un derecho básico, el trabajo otorga reconocimiento social y es el núcleo en torno al cual se construye la dignidad social asociada a un sistema de valores inclusivo: quienes tienen empleo son miembros de una comunidad social y cultural, son reconocidos como ciudadanos plenos. Por ello, como sostiene Sen (2000), la carencia de ingresos no es el único efecto desfavorable de la pérdida de empleo: el trabajo genera identidad, refuerza la dignidad de las personas y puede elevar las capacidades de agencia o acción social.
La gramática de los conflictos sociales constituye el referente de los cambios y de la dignidad posible como forma de vida. Los conflictos sociales han sido redefinidos por los impactos de la globalización y actualmente continúan en proceso de redefinición en el marco de la crisis multidimensional. En general, los informes y la teoría del desarrollo humano le han asignado poco espacio al abordaje del papel estratégico de los conflictos en el desarrollo. La misma teoría de la agencia social hace escasa referencia al peso de los conflictos en la viabilidad de las estrategias de desarrollo y cambio.
Es necesario subrayar la importancia de las capacidades de agencia en los conflictos y en la búsqueda de opciones de vida digna. La capacidad de agencia se relaciona directamente con la habilidad de un actor para combinar sus metas (orientadas por valores) con sus identidades y con los problemas o conflictos implicados.
Los actores, como ciudadanos y como personas, buscan alcanzar y construir su dignidad colectivamente. Amartya Sen ha definido las condiciones para constituirse en agente y la relación entre agencia, libertad personal y compromisos colectivos. Mientras que la libertad de bienestar es aquella que permite conseguir algo en particular, la libertad de agencia del actor es más general: es la libertad para conseguir cualquier cosa que la persona, en tanto actor responsable, decida conseguir.
La libertad supone el reconocimiento de la pluralidad constitutiva de las sociedades modernas y se comprende tomando en cuenta dos aspectos diferenciados: poder y control. En cuanto al primero, la libertad de una persona puede ser valorada en función del poder que tenga para lograr lo que desea, sin considerar los procedimientos de control que pueden afectar el logro de sus metas. El control, en cambio, se refiere a la capacidad de gestionar los procedimientos y mecanismos utilizados. En democracia ello supone el ejercicio de los derechos y obligaciones del ciudadano. Supone, en suma, una cultura de solidaridad en los procedimientos. Un fin no puede estar separado de los medios para obtenerlo (Sen: 2000; 2007).
Vale la pena detenerse en la idea ética de los derechos y la dignidad como fuerza histórica del cambio y como “lugar” de construcción de sentidos. Para poder constituirse como tales, los actores deben luchar contra fuerzas que limitan su subjetividad (el mercado y la publicidad, lógicas fundamentalistas o esencialistas, restricciones a la expresión de identidades diversas, etc.). Como grupo o como persona, el actor puede convertirse en sujeto al cuestionar una lógica alienante que tiende a reproducir su posición subordinada en las relaciones de poder. Cuando se cumplen esas condiciones ampliamente y existe el deseo de transformar (tanto a la sociedad como a sí mismos) puede hablarse de la capacidad de una sociedad para la emancipación. Por lo demás, el reconocimiento político de la igualdad entre diferentes supone una sociedad de comunicación intercultural.
La subjetividad, los derechos y la dignidad cobran especial importancia como contraparte de los procesos de transformación tecno-económica y globalización. Las múltiples manifestaciones culturales y subjetivas constituyen hoy una fuerza que se opone y entra en tensión con las nuevas lógicas del poder global, instrumentales y cosificadoras, disputándoles el sentido de la vida. La subjetividad como “espacio” productor de sentido y las diversas demandas de dignidad son la mejor garantía para una renovación de la política y de la ciudadanía.
Hoy los nuevos movimientos socioculturales, entre los cuales destaca por todo lo dicho la juventud y su búsqueda de una nueva politicidad, se construyen en relación con la expansión de sus propias subjetividades, donde los nuevos dominios de la ciencia, la tecnología, el conocimiento y la sociedad red, tienen un rol clave.
La dignidad es un principio valorado por todas las culturas. Desde el punto de vista ético, se vincula con la libertad, la justicia y la vida digna. De acuerdo con Himanen (2014), la libertad se asocia a las capacidades que tengan las personas y sus colectividades para lograr cada vez mayor dignidad, la justicia se asocia a la equidad y el logro de una vida digna se asocia a la sostenibilidad humana y ecológica. En esta perspectiva, la dignidad está asociada además a una cultura de creatividad y de solidaridad que requiere de un entorno sustentable que permita lograr un bienestar sostenible. Desde el punto de vista de las culturas, la dignidad supone autorrealización, solidaridad y una cultura de vida. Como filosofía de vida, se “compone” de objetivos de bienestar (felicidad), prosperidad (realización individual) y sentido para la experiencia humana.
Calderón, F. (2018). “La cultura, el sujeto y el desarrollo humano informacional”. En Navegar contra el viento. San Martín: UNSAM Edita.
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Sen, A. (2007). “Multiculturalismo y libertad”. En Identidad y violencia. La ilusión del destino. Buenos Aires: Katz.
— (2000). Desarrollo y libertad. Buenos Aires: Planeta.
Ver también
Alternativa, Derechos humanos, Desarrollo, Educación para el desarrollo, Feminismos, Igualdad, Legalización, Multitud, Posdemocracia, Posmodernidad, Seguridad jurídica, Utopía / distopía
Macquarie School of Education
Macquarie University (Australia)
ORCID: 0000-0001-7924-6262
School of Health Science
University of New South Wales (Australia)
ORCID: 0000-0001-7686-9421
La educación biosocial es un campo de investigación transdisciplinar que implica nuevos enfoques conceptuales, metodológicos y empíricos. Promete nuevas formas de entender a los alumnos y el aprendizaje, nuevas pedagogías y nuevos modelos políticos y sistemas educativos.
La educación biosocial parte de la premisa de que “somos biosociales” (Youdell, 2017): los aspectos sociales y biológicos de los cuerpos humanos, las experiencias y las trayectorias vitales son indivisibles, envueltos en una intraacción productiva (Barad, 2009). Desde este punto de partida, los enfoques biosociales en la educación tratan de entender cómo los estudiantes y el aprendizaje están hechos e influenciados por factores sociales y biológicos multiescalares, desde las moléculas de los cuerpos y la mundanidad de la experiencia cotidiana hasta las fuerzas corporales brutas de la actividad física y la macroinfluencia de la política y la economía (Youdell y Lindley, 2018).
Esta comprensión inicial del entrelazamiento de lo social y lo biológico significa que el desarrollo de comprensiones ricas y expansivas en la educación debe implicar toda una gama de conocimientos disciplinarios y los enfoques en los que estos se basan. Así, además de los enfoques “biosociales”, también encontramos enfoques bioculturales (Frost, 2016) y biopsicosociales (Roberts, 2015), que se sustentan en un reconocimiento complementario del entrelazamiento de la biología, la sociedad, la cultura, la psique y la psicología.
La educación biosocial, por tanto, intenta desarrollar nuevos enfoques para problemas educativos duraderos reuniendo disciplinas educativas fundamentales –sociología de la educación, sociología política, psicología de la educación, currículo, pedagogía y evaluación, estudios de ciencia y tecnología– con conocimientos emergentes de las ciencias biológicas –neurociencia, ciencia cognitiva, epigenética, química analítica, biología molecular—. A veces, estos se mantienen dentro de la disciplina, por ejemplo, los sociólogos políticos interrogan el alcance de la literatura de investigación de la neurociencia (Pykett, 2017) o los geógrafos culturales adoptan métodos de la ciencia del ejercicio (Osbourne y Jones, 2017). Y otras veces implican colaboraciones interdisciplinarias, por ejemplo, sociólogos de la educación que trabajan con biólogos moleculares y neurocientíficos (Youdell et al., 2020).
Los investigadores de la educación entienden que la colaboración entre disciplinas educativas –por ejemplo, entre sociólogos y psicólogos o entre sociólogos de la política y expertos en pedagogía– puede llegar a ser tensa, ya que surgen conflictos entre los fundamentos epistemológicos y ontológicos, así como entre los valores. Estas tensiones pueden ser aún más evidentes y actuar como una barrera aún mayor a la colaboración cuando se intenta trabajar con colaboradores ajenos a las ciencias sociales, donde los conceptos y los métodos son aún menos directamente compatibles. Las cosas que los investigadores de la educación podrían querer saber y los conceptos que utilizan para enmarcar sus preguntas y comprensiones pueden tener poca resonancia con los problemas, métodos y pruebas que tienen sentido y son valorados por los científicos biológicos, o que atraen la financiación de la investigación, la reputación y la promoción en diferentes campos.
La educación biosicosocial es transdisciplinar. Se nutre de las disciplinas y establece un diálogo entre ellas, pero el enfoque y sus efectos no quedan plenamente reflejados en las nociones de multidisciplinariedad, interdisciplinariedad o interdisciplinariedad. Esto se debe a que estos últimos conceptos sugieren un acercamiento de conceptos y prácticas de investigación que mejoran la creación de conocimiento, pero dejan las disciplinas originales diferenciadas y prácticamente sin cambios. La educación biosocial pretende ir más allá de los estudios interdisciplinares y de métodos mixtos, en los que las cuestiones y los enfoques de las disciplinas que contribuyen a la investigación coexisten como estudios más o menos diferenciados, o en los que los enfoques de las ciencias sociales proporcionan el contexto o los antecedentes de un estudio científico principal. En lugar de ello, y a medida que reúne a colaboradores de distintas disciplinas para trabajar colectivamente en la resolución de “problemas complejos” que no han podido resolverse desde una única perspectiva disciplinaria, las disciplinas participantes intentan beneficiarse de un intercambio profundo y sostenido que podría poner en tela de juicio los conocimientos establecidos. A medida que las disciplinas dialogan, afloran tensiones e impugnaciones, los conocimientos y enfoques disciplinarios se ven sometidos a presión y se desarrollan nuevos tipos de preguntas y enfoques para la generación y el análisis de datos: esta es la transformación que implica la transdisciplinariedad.
La transdisciplinariedad es un elemento apasionante de la educación biosocial y es la razón por la que ella tiene el potencial de hacer nuevas e importantes contribuciones que podrían transformar las trayectorias educativas de los niños y transformar sus oportunidades en la vida. Una parte fundamental son los nuevos métodos biosociales que se están desarrollando a través de la interfaz entre lo social y lo biológico, con prometedores desarrollos en curso.
Ha habido un gran interés en el potencial de la neurociencia para informar la educación, con la política, la abogacía y la actividad comercial tomando la ciencia cognitiva de la atención y la memoria, en particular la memoria de trabajo, como un enfoque particular para apoyar la política, la pedagogía y los servicios educativos. Otros ámbitos de la ciencia cognitiva y la neurociencia han tenido menor tracción política y han visto menos traslación de la investigación. La electroencefalografía (EEG) inalámbrica de la actividad cerebral superficial ha empezado a utilizarse con niños en las aulas para controlar las respuestas cerebrales al aprendizaje (Froud et al., en revisión). La EEG puede integrarse en estudios educativos más amplios para medir: el efecto de estímulos específicos relacionados con el aprendizaje, por ejemplo, a través de intervenciones de potenciales relacionados con eventos (ERP) (Gerholm et al., 2019); la oscilación de las ondas cerebrales durante las tareas de aprendizaje en el aula y la sincronía cerebro-cerebro entre los alumnos (Youdell et al., 2020; Davidesco et al., 2017, 2023); o la activación de las redes neuronales durante el compromiso naturalista en el aula (Youdell & Lindley, 2018). Estos métodos tienen el potencial de proporcionar nuevos conocimientos sobre las formas de actividad cerebral asociadas con las experiencias de aprendizaje, lo que significa aprender y, a su vez, informar sobre las prácticas que apoyan y permiten el aprendizaje.
Los sensores de actividad electrodérmica (AED), desarrollados en las ciencias de la salud y el ejercicio, controlan los cambios fisiológicos de la actividad electrodérmica. Estos cambios en la conductividad de la piel debidos a la sudoración, como respuesta de la rama simpática del sistema nervioso autónomo, son indicativos de estrés/excitación. Aunque existen algunos problemas de traslación relacionados con el uso del AED con niños que no sudan como los adultos, en diálogo con los relatos sociales y psicológicos de los sentimientos en las aulas y los relatos pedagógicos de las relaciones para el aprendizaje, la detección del AED tiene el potencial de establecer asociaciones entre los marcadores fisiológicos de calma/estrés y los relatos sociológicos y psicológicos de las experiencias en el aula (Romine et al., 2022).
Los efectos de la dieta y los suplementos alimenticios (especialmente los ácidos grasos Omega 3 EPA y DHA del aceite de pescado) pueden controlarse mediante muestras de sangre obtenidas por punción y asociarse a variables relacionadas con el rendimiento. Desarrollado en la fisiología del ejercicio y la ciencia de la nutrición, esto puede integrarse en estudios alimentarios con escuelas y comunidades y tiene el potencial de mostrar tanto el significado de las prácticas alimentarias (Leahy & Wright, 2016) como el impacto del estado nutricional en la capacidad de aprendizaje (Kirby et al., 2010; Roach et al., 2021). Esto nos permite prever intervenciones nutricionales que sean sensibles y coherentes con las prácticas alimentarias de los niños y sus comunidades y que, al mismo tiempo, puedan mejorar las capacidades de aprendizaje. Dado que los beneficios de la suplementación con Omega 3 se observan especialmente entre los estudiantes que tienen dificultades en el aula y obtienen peores resultados en los exámenes, la investigación alimentaria biosicosocial podría sustentar la reforma de la alimentación escolar, combinando prácticas alimentarias inclusivas con la reducción del aceite vegetal Omega 6 y la suplementación con Omega 3, que mejoran tanto las exclusiones sociales como las desigualdades fisiológicas en las capacidades neuronales para el aprendizaje (Youdell y Lindley, 2018).
La captura y el análisis de la respiración exhalada (EB), desarrollada en medicina, salud y ciencias del ejercicio, identifica biomarcadores en forma de compuestos orgánicos volátiles (COV) que se transportan de la sangre a los pulmones y luego salen en la respiración, lo que nos permite perfilar los procesos metabólicos dentro del cuerpo. La integración de estos métodos en estudios naturalistas en el aula ofrece la posibilidad de identificar biomarcadores relacionados con el aprendizaje, las relaciones de aprendizaje y la pertenencia y el bienestar en el aula. Ya existe una serie de biomarcadores de los estados emocionales, como la angustia, el placer y la exposición o ingestión de nutrientes o toxinas (Turner, 2013; Weber et al., 2022). Estos biomarcadores pueden ampliarse para incluir las respuestas a los entornos de aprendizaje, las experiencias y los modos de interacción y proporcionar información no explotada sobre cómo los factores biosociales inhiben, median y permiten el aprendizaje.
La epigenética, que deriva de la genética y que implica el análisis de la plasticidad del código genético (por ejemplo, el estado de metilación o las modificaciones de las histonas) a partir de células sanguíneas o bucales (mejillas), identifica el impacto de los factores ambientales, relacionales y experienciales en la forma en que se regulan y expresan los genes. Esto ha sido de particular interés para los investigadores preocupados por el impacto del apego, incluso en el aprendizaje (Champagne, 2016; van Ijzendoorn et al., 2011). El análisis epigenético de los efectos de las relaciones en el aula y las experiencias de aprendizaje, y potencialmente del entorno fuera de la escuela (por ejemplo, las respuestas epigenéticas conservadas a la adversidad temprana), puede integrarse en una rica comprensión de la práctica en el aula y la pedagogía, lo que ofrece la posibilidad de aportar nuevos conocimientos sobre las capacidades de aprendizaje de los niños. Los marcadores epigenéticos pueden medirse mediante un pinchazo en la sangre o en las células bucales, combinarse con biomarcadores EB VOC e integrarse en el relato social y psicológico de la clase y de las relaciones en el aula. Esto podría ofrecer una nueva comprensión transformadora de cómo los vínculos dentro del aula se combinan con la pedagogía para mejorar los impactos de múltiples formas de desventaja fuera de la escuela en el ámbito de la regulación y la expresión génica.
Los enfoques biosociales no están exentos de riesgos: el de sobrepasar los límites de la ciencia; de sobreescribir lo que ya está bien demostrado por las ciencias sociales; el de suplantar a las ciencias sociales en lugar de elaborarlas; y el de exponer la educación y otros ámbitos de lo público a la especulación, ya que las empresas venden “soluciones” a servicios que se sienten fuera de su alcance o de tiempo.
En la política educativa de muchos países, hemos asistido a la adopción y aplicación entusiasta de determinadas áreas de la ciencia cognitiva, concretamente la memoria de trabajo y la carga cognitiva. Si bien estas ideas de la ciencia cognitiva están establecidas y son reconocidas por los educadores, la forma en que se imponen en la práctica en el aula corre el riesgo de limitar las posibilidades de que los educadores trabajen con una comprensión amplia de los alumnos y el aprendizaje. El asesoramiento de expertos y la revisión sistemática han sugerido que estos movimientos políticos no están bien fundamentados, destacando en su lugar la promesa de la neurociencia básica y la ciencia cognitiva para la educación y abogando por estudios traslacionales desarrollados en colaboración con educadores y con una fuerte validez ecológica (ACDE, 2023; Perry et al., 2020). Sin una investigación rigurosa que se integre en el conocimiento, las prácticas y los entornos educativos, la transferencia de los avances de la neurociencia básica o la ciencia cognitiva a la práctica educativa no quedan bien documentados, y corren el riesgo de suplantar en lugar de ampliar el conocimiento educativo y, en última instancia, de perjudicar a los sistemas educativos y a los niños a los que se dirigen.
A pesar de estos riesgos, y con la advertencia de que los enfoques biosociales deben ser verdaderamente colaborativos y transdisciplinarios, existe un profundo potencial para la investigación y la práctica de la educación biosocial. Un aspecto crucial de la educación biosocial es la forma en que la transdisciplinariedad transforma las preguntas que nos planteamos y, por tanto, nuestra capacidad de responder a problemas complejos de formas nuevas y más impactantes. Esto promete un futuro biosocial para la educación que podría suponer un cambio radical a la hora de comprender y abordar los complejos factores multifactoriales y transescalares que impulsan la desigualdad y, de este modo, transformar las trayectorias educativas de los niños y transformar sus oportunidades en la vida.
De cara al futuro, la educación biosocial tiene el potencial de replantear las aulas y las relaciones en ellas, permitiéndonos comprender las conexiones biosociales entre cómo nos sentimos y nuestra capacidad de aprender. Tiene también el potencial de reconocer y comprender la diversidad y las distintas necesidades de aprendizaje de formas radicalmente nuevas, generando un aprendizaje dirigido e incluso personalizado que no refuerce las prácticas y los relatos construidos en torno a concepciones normativas y deficitarias implícitas de los alumnos y el aprendizaje. Y tiene igualmente el potencial de establecer mecanismos desde los niveles moleculares a los macroscópicos, haciendo que la educación “basada en pruebas” y las ciencias sociales cuantitativas dejen de depender de las asociaciones estadísticas.
Algunos sociólogos de la educación críticos han expresado su preocupación por el hecho de que un giro biosocial ponga a trabajar la nueva ciencia de forma que potencie y amplíe las viejas desigualdades: por ejemplo, la genética evolutiva que defiende la inteligencia general y racialmente diferenciada. Sin embargo, si los estudiosos críticos la ponen en práctica de manera intencionada, la investigación sobre la educación biosocial puede generar nuevos conocimientos radicales sobre los factores que impulsan las desigualdades intransigentes en la educación: cómo las escuelas exigen y excluyen formas de identificación y reconocimiento; cómo las relaciones y prácticas en el aula y la gestión de la clase pueden bloquear el aprendizaje; cómo las desventajas estructurales y ambientales se integran en el cuerpo de manera que afectan a las capacidades de aprendizaje; cómo los procesos sistémicos, políticos e institucionales crean y exacerban las desigualdades generalizadas. Por lo tanto, el futuro de la educación biosocial podría ser más igualitario: si se comprenden las complejas causas multifactoriales de las desigualdades en la educación y se utilizan para desarrollar respuestas biosociales, se podrán identificar, abordar y dar respuesta a las causas de desigualdad más crudas (por ejemplo, la desigualdad nutricional) y más sutiles (la desigualdad relacional). La educación biosocial también puede ser más sostenible en el futuro: al llamar la atención sobre la interacción entre la persona, su biología y su entorno, y al desarrollar sofisticados relatos multiescalares al respecto, la educación biosocial puede desestabilizar la división mente/cuerpo que sigue dominando la educación, sintonizándonos y exigiéndonos una relación mutua con la naturaleza.
En última instancia, la educación biosocial tiene el potencial de influir en los gobiernos para que creen políticas y procesos educativos que estén en sintonía con la evidencia biosocial, allanando el camino para cambios en el sistema que puedan intervenir profundamente en las desigualdades arraigadas al mismo tiempo que permiten intervenciones educativas personalizadas. Somos biosociales y, por tanto, los mejores futuros educativos son, sin duda, también biosociales.
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Alfabetización digital, Educación de plataforma, Educación para el desarrollo, Epigenética, Generación, Igualdad, Infancia, Reproducción, Universidad
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0002-2401-0321
En términos generales, el concepto de “plataforma” remite a una superficie que se monta sobre otra más amplia y que sirve de apoyo o base para algo. En los últimos años, sin embargo, el término adquirió una densidad específica asociada con el creciente proceso de digitalización de la experiencia cotidiana (Costa, 2021), que se vio agudizado durante la pandemia, y que instaló progresivamente el uso de plataformas digitales, con lo que se convirtieron en un vector clave para distintos órdenes de la vida diaria. Como advierte Sadin (2018), estamos ante un crecimiento progresivo de la digitalización del mundo sobre superficies cada vez más extensas y variadas de lo real. Según Van Dijck, Poell y de Waal (2018), casi todas las áreas de la vida pública y privada han sido penetradas por plataformas online, lo que tiene efectos profundos sobre el modo en que las sociedades se organizan. La vida en común se transforma. Se trata, en rigor, de un ecosistema de plataformas que modula nuestro mundo –incluso el más mínimo, el más cotidiano, el más íntimo– a través de un ensamble de plataformas en red mayormente operado por grandes compañías conocidas como big five o GAFAM (Alphabet-Google, Apple, Facebook, Amazon y Microsoft).
Aquello que se afianza con el desarrollo de un modelo de acumulación capitalista basado en los datos como materia prima (Touza, 2022) opera sobre algunas de las características de la Web 2.0, que resonaban con fuerza a inicios del siglo XXI, asociadas con la “cultura participativa” y la posibilidad que se abría en términos de “trabajo colaborativo” e “intercambio” y producción de contenidos por parte de los usuarios. Sin embargo, en un período muy breve de tiempo, advierte Van Dijck (2016), esos conceptos mutaron. El de economía compartida (sharing economy) pasó a designar básicamente el intercambio de bienes o servicios por datos del usuario. Así, “intercambio” se volvió equivalente a una “transacción económica” que tiene a los datos como una mercancía.
Según Srnicek (2018), una plataforma online es una infraestructura digital que permite que dos o más grupos interactúen, posicionándose como intermediaria que reúne a diversos usuarios, no solo a los finales, sino también entidades corporativas y organismos públicos. En vez de construir un mercado desde cero, una plataforma proporciona la infraestructura básica para mediar entre diferentes grupos. Esta es la clave de su ventaja sobre los modelos de negocios tradicionales en lo que se refiere a datos, ya que se posiciona a sí misma (1) entre usuarios, y (2) como el terreno sobre el que tienen lugar sus actividades, lo que le confiere acceso privilegiado para registrarlas y monetarizarlas (Srnicek, 2018: 46).
Srnicek identifica cinco tipos de plataformas: a) Publicitarias, las más antiguas de esta nueva forma empresarial, son aquellas que extraen datos de los usuarios, los analizan y los usan luego para vender espacio publicitario. Los ejemplos que encontramos son, entre otros, Facebook o Google cuya principal fuente de ingresos es el uso de los datos generados por sus usuarios para vender publicidad personalizada; b) De la nube, como Amazon Web Services, son propietarias del hardware y software de negocios y ofrecen servicios informáticos por suscripción, como almacenamiento, herramientas, aplicaciones, sistemas operativos; c) Industriales, que producen el hardware y el software que se necesita para transformar la manufactura tradicional en procesos conectados por Internet que bajan los costos de producción y transforman bienes en servicios (GE o Siemens); resultan de la progresiva inserción de sensores y computadoras en los procesos de producción y logística; d) De productos, que generan renta a partir del uso de otras plataformas para transformar un bien tradicional en un servicio por el que se cobra un alquiler o tasa de suscripción. Se encuentran aquí Spotify y Rolls Royce; este último, por ejemplo, toma datos que emiten sus productos para ofrecer un servicio superior al que podría ofrecer otra empresa y e) Austeras, como Uber y Airbnb, que buscan reducir al mínimo los activos de los que son propietarias, además de datos y software necesarios, y obtener ganancias con la mayor reducción de costos posible. Por supuesto, se trata de divisiones analíticas que pueden convivir –y de hecho en general lo hacen– dentro de una misma empresa.
El diseño de estas plataformas supone un complejo entrecruzamiento de arquitecturas técnicas, modelos de negocios y actividad masiva de usuarios. Tal como advierten Van Dijck et al. (2018), su funcionamiento implica, al menos, tres mecanismos: datificación, esto es, el proceso mediante el cual cada actividad en línea, individual o colectiva, es transformada en datos; mercantilización, lo que supone la creación de valor a partir de esos datos (una vez que los datos son analizados y curados se arman perfiles de usuarios a partir de las huellas que dejamos en función de nuestros gustos o consumos y se constituyen en novedosas mercancías que se venden y se utilizan en las plataformas para orientar nuestros comportamientos); selección automatizada, que implica que son los algoritmos los que definen aquello que se presenta de manera personalizada para ver, leer, escuchar o comprar.
La “plataformización” es un proceso que implica el progresivo alcance de distintos tipos de plataformas digitales a diversos niveles de la vida social con una incidencia cada vez mayor en sectores que han sido tradicionalmente parte de la esfera pública como la salud y la educación. Lo que se pone en juego allí es, entre otras cosas, quién controla la cosa pública, bajo qué lógicas y operando cuáles sentidos.
Educación de plataforma (Grinberg y Armella, 2023) designa, así, un proceso que se inscribe en esta serie más amplia asociada con las formas de vida infotecnológicas (Costa, 2021) y la digitalización de la experiencia. En esta línea, algunos autores proponen pensar a las plataformas educativas desde una mirada que no las considere como meras herramientas digitales aisladas y neutrales, en un sentido técnico-instrumental, sino como parte de un dispositivo sociotécnico más amplio (Decuypere, Grimaldi y Landri, 2021; Robertson, 2019).
La plataformización de la educación está afectando la idea misma de la educación como bien común, entre otras cosas, porque la mayor parte de las plataformas educativas están en manos de corporaciones y propulsadas por arquitecturas algorítmicas y modelos de negocios (Van Dijck et al., 2018).12 Se trata de un proceso que, sobre todo, cristaliza un modo tecnocrático de reforma educativa (Williamson, 2018) que va mucho más allá de la incorporación de tecnología en las escuelas; en su lugar, lleva a la educación a manos privadas y la convierte en una suerte de laboratorio que progresivamente desenlaza al aprendizaje de la enseñanza y de la escuela tal como los conocimos hasta ahora (Armella y Grinberg, 2023) y que, en algunos casos, parece reeditar el sueño tecno-pedagógico perfilado por Skinner y su máquina de enseñar en la década del cincuenta.
Para Decuypere et al. (2021), es necesario estudiar las características específicas de las plataformas educativas y detenerse en su particularidad, ya que no son enteramente reducibles a los mecanismos por los que actúan las plataformas big tech.
Según Grimaldi y Ball (2023), la plataformización de la educación implica al menos tres procesos, imbricados entre sí, de orden económico, político y educativo, asociados con el crecimiento a nivel mundial de tecnologías educativas (EdTech), que actúan como fuerzas líderes en este campo; la problematización de la escolarización tradicional basada en el aula, que ve a las tecnologías digitales como “soluciones” a sus defectos y el establecimiento simultáneo de plataformas educativas online (EP) como elementos constitutivos de la experiencia educativa contemporánea. Así –señalan–, las EP se presentan como alternativas para abordar diversos problemas vinculados con el aprendizaje online, la gestión del aprendizaje en entornos mixtos, el aprendizaje en el hogar, la participación, el diseño de escuelas innovadoras, la realización de tareas de administración escolar y el análisis estadístico de los aprendizajes. En este sentido –advierten–, se trata de un proceso que está reelaborando la misma idea de educación, su organización, los sentidos sobre ella y el modo en que vivimos la experiencia educativa como docentes, estudiantes, padres, analistas, investigadores y ciudadanos.
Las plataformas educativas están tensando –con concreciones más o menos firmes de acuerdo al contexto y al nivel educativo– el modo de entender los procesos de aprendizaje y las prácticas de enseñanza, los cuales están cambiando gradualmente de forma (Ducuypere y Vanden Broek, 2020) y van quedando progresivamente desarraigados de los sentidos asociados con la educación pública como un currículum basado en el conocimiento, cierta autonomía de los docentes en relación con aquello que se enseña, cómo se enseña y los tiempos para hacerlo, la asequibilidad colectiva y los vínculos entre la educación e igualdad (Grimaldi y Ball, 2023). Lejos del ideal pansófico del “todo a todos”, parece configurarse la búsqueda de una educación personalizada o “a la carta”, que toma el “modelo Netflix” y que supone un sistema online adaptado según las necesidades o demandas de cada estudiante que opera, a la vez, anticipando y modulando los comportamientos futuros (Webb, Sellar y Gulson, 2023).
A través del tipo de interfaces (GUI y API, ver Grimaldi y Ball, 2023; Kelkar, 2018) que utilizan y de los algoritmos y protocolos involucrados, las plataformas modelan los tipos de usos, de usuarios y de interacciones al tiempo que desalientan otros. Investigar y precisar qué habilitan y qué se pone en acto parecen ser algunos de los desafíos que debemos asumir, ya que, a pesar de su creciente incidencia en el campo de la educación, hay aún un área de vacancia en la investigación crítica en torno a la plataformización de la educación que interpele sus efectos performativos (Ducuypere et al. 2021; Robertson, 2019).
Quizás, entre las tareas cardinales de la investigación pedagógica por venir, se cuenten tanto mapear lo que está siendo la educación en su vínculo con las tecnologías como proyectar otros usos, tipos de apropiaciones y de relación cuerpos-máquinas no modeladas según imaginarios sociotécnicos (Williamson, 2018) prefigurados de acuerdo con patrones corporativos. Quizás la educación y la escuela puedan volverse sitios para el despliegue de una desobediencia que escape al individualismo caprichoso del tecnocapitalismo –y sus ofertas infinitas de recorridos personalizados– y asuman el riesgo de tratar con lo múltiple y desconocido del pensamiento y de la presencia de los otros.
Costa, F. (2021). Tecnoceno. Algoritmos, biohackers y nuevas formas de vida. Taurus.
Decuypere, M., y Vanden Broeck, P. (2020). “Time and educational (re-)forms-Inquiring the temporal dimension of education”. Educational Philosophy and Theory, 52(6), 602-612. https://doi.org/10.1080/00131857.2020.1716449
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Grimaldi, E. y Ball, S. (2023). “Paradojas de la libertad. Un análisis arqueológico de las interfaces de plataformas educativas online”. En Grinberg, S. y Armella, J. (Eds.), Educación de plataforma. Sociedad posmedia y pedagogías por-venir. Miño y Dávila.
Grinberg, S. y Armella, J. (2023) “Educar (entre) las máquinas”. En Grinberg, S. y Armella, J. (Eds.), Educación de plataforma. Sociedad posmedia y pedagogías por-venir. Miño y Dávila.
Kelkar, S. (2018). “Engineering a platform: The construction of interfaces, users, organizational roles, and the division of labor”. New Media and Society, 20(7), 2629–2646. https://doi.org/10.1177/1461444817728682
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Ver también
Alfabetización digital, Capitalismo de plataformas, Ciberespacio, Ciberliteraturas, Educación biosocial, Educación para el desarrollo, Educar / educaere, Infancia, Inteligencia artificial, No conocimiento, Tecnoceno, Transición digital, Universidad
12 Se pueden revisar, entre otros, los siguientes sitios: https://www.ticmas.com/; http://es.coursera.org;
https://edu.google.com/intl/ALL_ar/ y https://www.blackboard.com/, así como también la nota: https://www.bbc.com/mundo/media-40590361
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0002-5766-1593
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0001-6776-728X
“Educación para el desarrollo” es un término alrededor del cual se organiza buena parte de los debates globales sobre las funciones de la educación y el futuro de los sistemas educativos. Sin ignorar los cuestionamientos y los múltiples enfoques con los que se ha abordado la noción de “educación para el desarrollo (internacional)” o la más amplia díada de “educación y desarrollo” (véase McCowan y Unterhalter, 2022), esta entrada se restringe al campo de debates y acciones liderados por los organismos internacionales (OI), considerados como espacios donde los Estados y otros actores “construyen un orden mundial ‘imaginado’, a través de procesos de negociación, difusión y (ocasionalmente) cuestionamiento” (Mundy, 1999: 28, nuestra traducción). El objetivo de esta entrada es presentar las principales perspectivas promovidas por estas agencias sobre el rol de la educación frente a la sociedad en términos de desarrollo, en especial en su proyección hacia el futuro. En estas visiones, la educación es abordada principalmente en su organización formal mediante los sistemas administrados por los Estados nacionales, mientras que “desarrollo” es un término que condensa de diferentes maneras la relación entre estos sistemas y sus ambientes sociales (también pensados, mayormente, en términos nacionales).
En su enunciación más básica, “educación para el desarrollo” es un campo de ideas y acciones en el que participan actores nacionales, internacionales y transnacionales. Está asentado en dos nociones: 1) una sociedad desarrollada supone, como uno de sus elementos fundamentales, la provisión de una escolarización masiva y de otros dispositivos educativos que habilitan la realización individual y colectiva de su población; 2) la educación formal contribuye decisivamente al desarrollo de otros ámbitos sociales (Chabbott y Ramirez, 2006; McCowan y Unterhalter, 2022). Chabbott y Ramirez (2006) y King (2016) identifican una variedad de enfoques dentro de los discursos de la educación para el desarrollo, asociados a los cambios que la noción de desarrollo fue sufriendo desde la segunda mitad del siglo XX. En las últimas tres décadas se han mantenido en tensión diversas perspectivas, no necesariamente excluyentes, al interior de la comunidad de agencias internacionales (McCowan y Unterhalter, 2022). La principal disputa es la que se da entre identificar a la educación con el progreso económico (desde la teoría del capital humano y su reformulación alrededor de la idea de la economía del conocimiento) o con el avance hacia un mundo más justo o más sustentable (desde las perspectivas de derechos humanos y de desarrollo sostenible). Otras tensiones no menores han atravesado a la educación para el desarrollo desde sus orígenes, incluidas las inconsistencias entre las aspiraciones igualitarias y las desigualdades estructurales a nivel global, o entre los ideales universalistas y los diversos intereses geopolíticos y económicos que intervienen en el direccionamiento de la cooperación internacional.
El uso del término educación para el desarrollo comenzó a ocupar un lugar de relevancia en la agenda pública hacia mediados del siglo XX, en el contexto del fin de la Segunda Guerra Mundial, el posterior proceso de descolonización y el inicio de la confrontación entre los bloques occidental y soviético (Chabbott y Ramirez, 2006; McCowan y Unterhalter, 2022). Un hito fundamental fue la inclusión de la educación en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU. El régimen de cooperación internacional dentro del cual se insertó la noción de educación para el desarrollo tuvo como principal propósito asegurar la expansión de un orden estable identificado con el Estado keynesiano (Mundy, 1999). En ese marco, la misión educativa de la Unesco como agencia especializada de la ONU se orientó a la preservación de un mundo sin guerras, pero también a contribuir al progreso económico de los países del Tercer Mundo. Ello se tradujo en la promoción universal de la educación primaria gratuita y obligatoria y, en forma articulada con otros OI, en el apoyo a la expansión de otros niveles y modalidades que se concebían más directamente ligados al desarrollo económico (King, 2016; Mundy, 1999).
En América Latina, identificada como una de las regiones del mundo “subdesarrolladas”, se desplegaron iniciativas internacionales para el desarrollo educativo desde la década de 1950. La visión sobre el rol de la educación para el desarrollo económico, en particular, impulsó la propagación del planeamiento educativo y su enfoque técnico-racional de moldeamiento del futuro. Más adelante, el “Proyecto Principal de Educación 1980-2000”, liderado por la OREALC-Unesco, plantearía una ambiciosa agenda articulando propósitos de justicia social y desarrollo autónomo, aunque en un contexto de dictaduras y de crisis económica. Al mismo tiempo, comenzarían a cuestionarse desde organismos como la CEPAL los supuestos más optimistas y el paradigma modernizador de la agenda hasta entonces dominante de educación para el desarrollo.
A nivel mundial, los esfuerzos de la Unesco por generar una visión que guiara de manera unificada las iniciativas de asistencia internacional para la educación se materializaron en la publicación en 1972 del reporte Learning to be: The world of education today and tomorrow, que articulaba un enfoque humanista y democrático de la educación y convocaba a la “solidaridad entre los gobiernos y los pueblos” en aras de la construcción común de una “sociedad del aprendizaje” (Elfert, 2018). Partiendo de la idea de que la plena realización de las personas es el principal objetivo del desarrollo, se proponía un proceso permanente de “aprender a ser” que habría de conducir a la “emancipación individual y colectiva”. Sin embargo, la recepción del documento mostró las divergencias existentes dentro de la comunidad de OI, en particular frente a las perspectivas más instrumentales de la OCDE y el Banco Mundial (BM) (Mundy, 1999).
A partir de la década de 1990 se intensificó la configuración de una agenda global de política educativa, en el marco del fin de la Guerra Fría y la consolidación de la hegemonía neoliberal. La Conferencia Mundial de la Educación para Todos (EPT) celebrada en 1990 y patrocinada por los principales OI definió metas educativas a ser alcanzadas en los siguientes diez años con el foco puesto en la universalización de la “educación básica”, metas que serían redefinidas en el 2000 para los próximos 15 años. Los acuerdos alcanzados en la conferencia expresaban tanto el interés del BM por la universalización de la educación primaria, en cuanto inversión educativa más rentable, como el de la Unesco y organizaciones no gubernamentales en la definición de la educación como un derecho humano.
A pesar del aparente consenso alcanzado alrededor de la EPT, las disputas sobre las concepciones de la educación para el desarrollo se hicieron evidentes a través de sendas publicaciones del BM y de la Unesco, que tuvieron una importante repercusión. En el primer caso, el documento de Prioridades y Estrategias para la Educación, de 1995, al expandir la definición de “países en desarrollo” a los miembros del recientemente disuelto bloque comunista de Europa del Este, defendía de manera categórica la tasa de retorno como mecanismo para definir opciones de política, a la vez que enfatizaba el rol de la educación para la mejora de la productividad individual y el crecimiento económico. Por su parte, el informe La educación encierra un tesoro, de la Comisión Internacional de la Educación para el Siglo 21, de 1996, confirmaba el compromiso de la Unesco con un enfoque humanista y reclamaba que la agenda global abandonara el foco en el crecimiento económico y lo colocara en el desarrollo humano (Elfert, 2018; Mundy, 1999).
América Latina fue objeto durante las décadas de 1990 y 2000 de numerosos diagnósticos, recomendaciones y compromisos educativos motorizados por los OI que implicaron la reformulación del rol de la educación en términos de un nuevo modelo de desarrollo en respuesta al escenario de intensificación de la globalización, aunque con enfoques divergentes e incluso interpretaciones diferentes de la EPT. El de la educación superior fue uno de los ámbitos en el que se manifestaron mayores disputas y en el que la región adoptó una posición de liderazgo en defensa de una perspectiva de derecho y de garantía estatal.
Durante la década de 2000, tanto el BM como la OCDE extendieron sus argumentos sobre el lugar de la educación formal en un mundo donde el crecimiento económico dependería cada vez más de la generación y utilización de conocimiento. En el marco del programa “La escuela del mañana”, la OCDE promovió una discusión sobre seis escenarios de escolarización proyectables hasta el año 2020 sobre la base de una serie de tendencias identificadas por la propia organización. La propuesta del BM, por su parte, consistió en una apropiación del término “aprendizaje a lo largo de la vida” en clave de un individualismo competitivo. Ambas organizaciones coincidían en un diagnóstico que subrayaba la desactualización y la falta de flexibilidad de docentes y escuelas para responder a los nuevos retos sociales, aunque diferían respecto a si era preferible avanzar hacia un modelo educativo basado en el mercado (BM) o hacia un sistema que mantuviera un grado considerable de integración institucional y social (OCDE) (Robertson, 2005). En clara oposición a esas perspectivas centradas en la formación de capital humano, la Unesco comenzó a articular una visión de educación sustentable que unía la preocupación por el cuidado del medio ambiente con las de la viabilidad económica y la justicia social. En la Conferencia Mundial sobre Educación para el Desarrollo Sostenible, de 2014, se propuso que esta visión se integrase como un componente central a la noción de una educación inclusiva y de calidad (Sprague, 2015).
En 2015 se inaugura una nueva etapa alineada con la Agenda de Desarrollo Sostenible aprobada por la ONU ese mismo año. La Agenda de Educación 2030 asume el desafío de concretar el Objetivo de Desarrollo Sostenible (ODS) número 4: “garantizar una educación inclusiva, equitativa y de calidad y promover oportunidades de aprendizaje a lo largo de la vida para todos”. Con una concepción más integral y dirigida a todos los países del globo (no solo a los “menos desarrollados”), esta agenda plantea una serie de metas asociadas a la educación de la primera infancia, la educación secundaria, la educación técnica y la formación profesional, la educación superior, la educación de adultos, la ampliación de la infraestructura escolar y la formación docente. En la articulación conceptual del ODS4 se estrechan los lazos entre “inclusión” y “equidad” —en tanto se suponen mutuamente— así como la asociación de este binomio con el logro de una “educación de calidad” (Sayed et al., 2018). A su vez, el foco en la educación básica es reemplazado por la idea de educación a lo largo de la vida, noción clave en la tradición humanista de la Unesco.
Durante los últimos años, ha crecido la influencia de la OCDE, desplazando a un segundo plano al BM en el liderazgo de los actores internacionales identificados con la agenda educativa para el desarrollo económico y generando una propuesta ambiciosa de restructuración de la escolaridad con el horizonte del año 2030. La OCDE se ha propuesto diseñar un sistema de evaluación global del cumplimiento de las metas establecidas en el ODS sobre educación y que se legitima en la idea del “valor humanístico” de la evaluación, movimiento que incluye un cambio acerca de cuáles serían las competencias consideradas clave para el futuro que los sistemas educativos deben inculcar —con énfasis en el área socioemocional— para la formación integral de las personas (Xiaomin y Auld, 2020). En contraste, la Comisión Internacional sobre los Futuros de la Educación convocada por la Unesco ha expresado una visión crítica del desarrollo desigual y antiecológico, avizorando futuros insostenibles en caso de mantenerse esta senda (Unesco, 2021). El informe cuestiona de forma explícita las perspectivas que han asociado a la educación con el éxito individual, la competitividad y el desarrollo económico en detrimento de la solidaridad, la fraternidad y el cuidado de las personas y del planeta. Contra este escenario, reivindica la concepción de la educación como un bien común, público y global, y postula la necesidad de refundar el “contrato social” educativo a fines de propiciar el desarrollo de “futuros educativos sustentables” (en plural).
Los planteos críticos articulados por las iniciativas de la Unesco —y, en particular, la nueva y expandida visión de la educación contenida en el ODS4— pueden ser considerados como una plataforma potencial de acción a favor de sociedades más justas, inclusivas y sustentables, aunque no exenta de cuestionamientos desde perspectivas que abogan por transformaciones sociales profundas (Sayed et al., 2018). También en el proceso de recontextualización de la Agenda Educativa 2030 al espacio latinoamericano se actualizan las tensiones en los procesos de construcción de futuros deseables y alcanzables, ante la coexistencia de concepciones divergentes sobre los contenidos y formas apropiadas de la educación y sus vinculaciones con el desarrollo (IIPE-Unesco, 2017).
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Ver también
Alfabetización digital, Desarrollo, Derechos humanos, Dignidad, Educación biosocial, Educación de plataformas, Educar / educaere, Prácticas de enseñanza, Transición digital, Universidad
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0001-9261-9032
Educamos en el presente con el material del pasado de cara a producir efectos en un futuro que esperamos sea mejor. En ello radica la esperanza que se yergue todos los días en las aulas, en la paradoja que supone actuar simultáneamente en estas tres coordenadas de tiempo: las fuerzas del pasado, el legado, la memoria y su transmisión en un presente que solo hace sentido de cara al futuro. La etimología de “educar” condensa esa paradoja: del latín educare –nutrir, criar–, y educere –hacer salir y poner en el mundo (Mársico y Castello, 1995). Es parte de la condición humana, señala Arendt, que cada generación crezca en un mundo viejo. Nutrir y poner en el mundo es el modo que tenemos de hacer salir lo nuevo. La noción de “alumno” –cuya etimología ligada a la idea de educar se relaciona con alumnus, “alimentar”– ha quedado atada a la moderna noción de infancia (Varela y Álvarez Uría, 1991; Carli, 2002). Es así como educare y educere se encuentran. Poner en el mundo, transmitir cuya raíz mittere supone “dejar ir”, “lanzar”, transmittere hacer “llegar de un contenido a otro” y, promittere declarar un contenido por adelantado. “Educar” se vuelve encontrarse con un contenido que al hacerlo llegar lo dejamos ir como promesa de futuro. Un contenido que corresponde al mundo viejo y debe ser lanzado como modo de nutrir y poner en el mundo, de modo que alguien más lo tome y lo dirija en otra dirección. Sin esa transmisión, parafraseando a Arendt, cada generación debería empezar siempre de cero.
La promesa de futuro, la formación como instancia en la que las nuevas generaciones pasan de un estado a otro y se les brinda la oportunidad de forjar su destino, se convierte paradojalmente en la posibilidad de que el futuro traiga consigo algo diferente, al tiempo que solo es posible gracias al legado que habremos de transmitir. Una temporalidad que al moverse simultáneamente en tres coordenadas se vuelve una práctica tan asociada a transformar como a conservar. Una escena tan inevitable como deseable en un mundo donde cada vez más lo sólido se desvanece en el aire, de acuerdo con la expresión de Marx y Engels retomada por Marshall Berman (1988). De modo que, la inscripción del Yo en la historia, la identidad, se conjuga y solo se hace posible en el hilo conductor de una memoria que, mientras no le pertenece a nadie, nos pertenece a todos y que en su pasaje de un estado a otra porta su transformación. En la tarea de educar resuena la pregunta que Derrida (2011) retoma respecto de Robinson Crusoe: ¿De quién es esa huella?, ¿es la propia? La educación se hace entre esas huellas y nos empuja a unas nuevas, a las que dejaremos a nuestro paso.
La memoria y su transmisión, el material del pasado que habremos de legar, aparece directamente ligado con la esperanza de futuro. Ello explica por qué depositamos tanto en la educación, por qué esperamos que grandes problemas sociales, como la desigualdad, la violencia o el racismo, sean sino revertidos al menos aminorados por el sistema escolar. Cada sociedad se hace, y le hace a los recién llegados, algún tipo de promesa asociada a la formación. La paideia para los griegos refería a la educación en tanto ideal de la cultura; una noción que en Roma quedaría ligada a humanitas, a las cualidades que hacen a un verdadero hombre. De aquí se sigue la pregunta sobre qué cualidades son verdaderas, cuál es el ideal que somos llamados a alcanzar.
La respuesta a esos interrogantes supone otro aspecto de la temporalidad cruzada que porta la educación, en tanto su respuesta es por definición política y solo puede ser respondida históricamente. Cada sociedad se da a sí misma una definición de aquello que entiende es ese ideal; se trata de una definición que no puede más que ser agonística. Qué es aquello que vale la pena ser enseñado, qué es considerado mejor futuro. Cada época se define por aquello que define qué es cultura y, por tanto, debe ser transmitido a las nuevas generaciones. Cada vez que un docente entra en un aula, prepara su clase o define los contenidos de la evaluación, responde a esa pregunta. He allí el carácter histórico de esa pregunta que a la vez es político. Esto es, las respuestas a la pregunta por el ideal o por lo que es verdaderamente humano no pueden, sino ser objeto de disputa, lo cual nos recuerda que cuando educamos lo hacemos en el presente y en las luchas del presente. De otro modo, caeríamos en la falacia de creer que la educación por moverse entre pasado y futuro puede escapar a las “trampas” del presente. Nada del presente le es ajeno al educador, ni al educando, ni a las instituciones educativas. La educación nos forma en el presente, pero, por suerte, lo hace para el futuro: no para lo que somos, sino para quiénes queremos ser.
En el fragor de las revoluciones burguesas, el sistema educativo se volvió la institución que nos volvería libres, iguales y fraternos. Nada de ello ocurría sino como promesa. Los ideales pansóficos13 –enseñar todo a todos– se volvieron eje de la conformación del sistema escolar moderno mientras portan la promesa de una educación que, asentada en la distribución de las Luces (Condorcet, 1986, Sarmiento, 1848) –entre crisis, reclamos y reformas–, pone el foco en la formación del ciudadano y del trabajador. Si es cierto que la educación ha hecho mucho para que algo de la trilogía igualdad, libertad y fraternidad se realice a diario en las aulas, también lo es que no deja de ser una institución que solo puede ocurrir en el presente, realizarse en el barro de la historia. Entre estas tensiones, transitamos aún nuestra escolaridad, esperando que algo de la desigualdad se dirima en el sistema educativo.
La investigación educativa viene dando cuenta de esos debates hace ya más de un siglo. Por un lado, las denominadas corrientes funcionalistas –especialmente desde Parsons (1975) y luego con la teoría del capital humano (Schultz, 1972)– han hecho eje en las lecturas que colocan la explicación de éxitos y fracasos en el individuo, quien gracias a su esfuerzo o inteligencia consigue progresar bajo la idea de que es el mérito el que explica la movilidad social ascendente. La imagen “Mi hijo el doctor” condensa ese espíritu y, en tiempos de movilidad social ascendente –como ha sido buena parte del siglo XX–, se vuelve promesa hecha realidad. Cada día que abrimos las aulas para enseñar o aprender esperamos que algo de ello vuelva a ocurrir. Y cuando no sucede, le reclamamos a la escuela por nuestros fracasos como si la desigualdad creciente –la movilidad social descendente o el desempleo– fuera causada por la educación. Por otro lado, las corrientes del reproductivismo han reaccionado a esos planteos meritocráticos mostrando que se trata de lecturas que reifican dinámicas sociales. Esto es, si bien el sistema escolar puede torcer algo de la desigualdad estructural que hace a nuestras sociedades, las estadísticas educativas muestran que existe una correlación muy difícil de torcer entre nivel socioeconómico y educación. De hecho, las políticas compensatorias –desde becas hasta tutorías de apoyo– suelen dirigirse a contrarrestar esas desigualdades que la escuela per se no puede paliar. En otras palabras, si ponemos en marcha políticas de inclusión educativa es porque vivimos en medio de una creciente exclusión social. Las preguntas sobre cuáles podrán ser las políticas capaces de acercarnos al ideal de la inclusión, o sobre si puede la inteligencia artificial educar, conforman algunas de las tensiones de nuestro presente convulsionado.
Más ampliamente, la pregunta sobre en qué medida los ideales que sentaron las bases de los sistemas educativos modernos siguen vigentes en el siglo XXI es parte clave de la llamada crisis de la educación (Lyotard, 1993; Peters, 1996). Desde fines del siglo XX, la noción de sociedad de aprendizaje fue ganando terreno y la enseñanza parece pasar de moda, desplazada por el autoaprendizaje. Mientras enseñar se iba volviendo algo demodé, se llamaba a los docentes a volverse coachs –facilitadores de oportunidades o experiencias de aprendizaje—. En la sociedad del conocimiento, la educación se ve enfrentada a la extravagante tarea de no enseñarlo y, cada vez más, parece que esa faena puede ser desarrollada por tecnologías donde la búsqueda de información se vuelve sinónimo de enseñar y aprender. Con ello se confunde información con conocimiento, y a Google, los tutoriales o al Chatgpt, con enseñar. Promediando el tercer decenio del siglo XXI, cual crónica anunciada, nos lamentamos por la baja de la calidad educativa. Luego, organismos como el Banco Mundial decretan la crisis de los aprendizajes (Banerji y Murthi, 2023) y, después de veinte años, la Unesco desaconseja el uso de los celulares en las aulas. Devolver a la educación su paradojal misión, disolviendo la falaz antinomia entre transmitir y transformar, quizá nos ayude a encontrar algún hilo que le devuelva su contenido específicamente educativo (Biesta, 2005; Biesta y Säfström, 2018; Di Paolantonio, 2023).
Si, como señalara Arendt (1996a), la modernidad confundió autoridad y autoritarismo, la educación ha quedado presa de una crítica que, escapando del aprendizaje memorístico y muchas veces carente de sentido, tiro al bebé con la canasta. De muy diversas maneras, la escuela ha quedado capturada por las imágenes que películas como The Wall han graficado. Aquella maquinaria escolar homogeneizante ha dado paso a un conjunto de nuevas realidades, cada vez más fragmentadas. Ya no vivimos esos tiempos. Nuestros ya no tan nuevos tiempos están cada vez más alejados de aquellas lógicas y racionalidades. Ni los docentes ni la escuela son ya máquinas picadoras. Ello no implica que los problemas de la educación y de la desigualdad se hayan disipado, sino que, dado que es una acción que únicamente puede realizarse en el presente, necesitamos reposicionar la pregunta y sin duda la comprensión crítica de la educación. ¿Se puede aprender a leer y escribir, a sumar y restar sin que medie enseñanza? Es posible, sí. Pero nuevamente, estaríamos condenados a empezar siempre de cero. La educación supone legar, transmitir, enseñar y necesitamos de alguien que se ocupe de ello. No hacerlo, dejarlo en manos del homeschooling, de las plataformas, de la inteligencia artificial, no haría más que profundizar la crisis y sin duda la desigualdad.
Lejos de los supuestos que nos llevaron creer que a los alumnos no les importa la escuela y aún menos si viven en contextos de pobreza urbana (Grinberg et al., 2022), la investigación da cuenta de la valoración para con los docentes que enseñan: “A mí me gusta que me expliquen, no que nos manden a googlear o mirar videos”, me decía una estudiante de secundaria. La pandemia del COVID-19 nos recordó, de modos traumáticos, que necesitamos escuelas; los resultados de las pruebas de evaluación de calidad muestran que enseñar es una tarea indelegable.
Vivimos en el mundo tan juntos como fragmentados. La urbanización de la vida nos arroja a compartir y depender cada vez más los unos de los otros, mientras la fragmentación urbana y la de las redes nos enreda con quienes piensan, sienten y desean como nosotros. No es algo tan nuevo, la necesidad de crear algo así como un ser social ocupó al pensamiento social y pedagógico en los albores de la modernidad: Comenio, Condorcet, Durkheim o Sarmiento tienen en esa preocupación un denominador común. Adorno, en su pregunta acerca de la educación después de Auschwitz y, sin duda, Freire, vieron en la educación tanto la explicación de la opresión como la posibilidad de su transformación. Si la educación se volvió cosa pública es justamente por ello. En su seno radica gran parte de la posibilidad de dar forma a un mundo común y ese es probablemente uno de los desafíos más importante que enfrenta la escolaridad contemporánea. Un mundo que es proceso construir entre diferentes y donde la variedad de perspectivas se traduce en el interés por ese objeto común. Cuando perdemos la capacidad de ver y oír a los demás, así como de ser vistos y oídos, quedamos atados a una experiencia personal, a la futilidad de buscar la admiración pública. ¿Le pedimos a la escuela que resuelva lo que nosotros no podemos resolver? Probablemente, pero, si no es a ella, ¿a quién? Google no enseña y las redes tienden a reducir toda equivalencia de la diferencia a cero, conformando un mundo donde solo nos queda anular y negar al otro. No hay allí ninguna naturaleza común de los hombres, nada que pueda evitar la destrucción del mundo común (ver Arendt, 1996a: 66-67). Un mundo común que nos junta y evita que nos encerremos y hundamos en la epidemia de la ansiedad, la depresión o las fobias, o lo que es peor que nos caigamos unos sobre otros. Mientras parecemos condenados al aislamiento, la escuela de carne y hueso se vuelve el espacio donde estamos obligados a encontrarnos con otros, a que nuestros cuerpos se rocen, a escuchar diferentes tonos de voz, a que nuestras emociones, pensamientos e ideas entren en relación con los de los demás.
Si cada sociedad se da a sí misma una promesa de la formación, proteger el carácter público de la educación pública (aquella que el siglo XIX no solo peleó, sino que imaginó y puso en marcha) sigue siendo más que una promesa, es una necesidad. Nos queda a nosotros el desafío de su actualización. Las cosas han cambiado un poco. Sin duda. La idea de que vivimos en un mundo distópico, que no perdurará, a veces parece que puede dispensarnos de la responsabilidad que tenemos de trans-mittere. Esto se pone en juego todos los días en nuestras aulas. Si queremos que como promesa el futuro nos traiga algo nuevo, no podemos más que –parafraseando a Nietzsche– educar contra nuestro tiempo, pero en nuestro tiempo. Como supo plantear Benjamin todo documento de cultura es a la vez un documento de barbarie y así son también los procesos de su transmisión: la educación nada con la corriente mientras necesitamos que nos lleve contracorriente. Así las cosas, la pregunta que debemos hacernos no es qué hace o puede hacer la escuela por nosotros, sino qué podemos hacer por ella, cómo podemos transformarla mientras la protegemos de nosotros mismos.
La educación en la historia ha asumido múltiples formas y ha portado los ideales y los problemas de cada sociedad. La educación que tenemos es resultado de ello. La frase “la educación no prepara para la sociedad que tenemos” porta esa tan necesaria como esperanzadora condición. Es así tanto porque no deja de ocurrir entre los problemas del presente que se espera resuelva como porque educamos pensando, no en lo que es, sino en lo que podrá ser, en lo que esperamos que otros hagan con el material que dejamos ir. Sabiendo que esos otros harán con ese material lo que puedan, crean y creen, pero nuevamente, por suerte, será algo que no podemos, aunque así lo queramos, definir de antemano. En ello radica la crítica, el pensamiento crítico que tanto abrazamos cuando educamos. La máxima kantiana del atrévete a pensar, el cuestionamiento radical, como señalara Foucault, de las condiciones históricas que nos hacen ser quienes somos, involucra la transmisión de los conceptos con los que hemos pensado/pensamos el mundo. Las letras, la matemática, la física, la historia, la filosofía, tanto como la biotecnología, la informática, la ética, etc., son todos órdenes del discurso que es responsabilidad de los que estamos en el mundo transmitir. Pero que en ese mismo acto ya no nos pertenece porque lo dejamos ir, lo lanzamos hacia adelante, deseando que otros se atrevan a pensar y, sobre ello, no podemos hacer nada más que preguntarnos por el mundo que legamos, por el que habremos de conservar –qué saberes, qué memorias, qué letras, y cada vez más qué Tierra– y esperar que quienes nos sigan hagan algo mejor con él. He allí la magia de educar.
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Alfabetización digital, Educación biosocial, Educación de plataforma, Educación para el desarrollo, Emancipación, Futuridad, Generación, Individuación, Infancia, No conocimiento, Posmodernidad, Reproducción, Transición digital, Universidad
13 En su Didáctica magna, publicada en pleno siglo XVII, Comenio escribió: “Pansofía significa sabiduría universal, es decir, el conocimiento de todas las cosas que son, según el modo y la manera en que son, y el saber acerca del fin y el uso para el que están allí. Tres cosas son necesarias entonces: 1. que se sepa todo según su esencia; 2. que se reconozca todo según sus formas y, finalmente, 3. que a través de su finalidad todo muestre de un modo claro su aplicación”.
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
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Emancipación, del lat., emancipātio,-onis; (ingl., emancipation, enfranchisement), (al., Emanzipation, Mündigsprechung); fr., émancipation); (it., emancipazione). El prefijo e- expresa el movimiento de salir de una situación (ex) de enajenación, de estar bajo el tutelaje o la servidumbre de un otro. El verbo mancipo, que compone la palabra, tiene el significado de apropiarse de una cosa por compra-venta, y junto con el verbo capere mienta el agarrar o tomar, en donde manus refuerza el sentido de propiedad, refiere al hecho de tomar con la mano una cosa que se compra y de la que se es dueño e implica el derecho a transferir o vender una posesión. Un esclavo era considerado una res mancipii, una cosa de propiedad. La mujer, los esclavos y los hijos eran propiedad del pater familiae, porque se los consideraba como estados de incapacidad constitutiva o pasajera, estados de minoría de edad.
El término se encuentra, en primer lugar, en el derecho romano y ha sido acuñado con sentido jurídico para indicar la liberación de la patria potestad. Significa la salida de una situación de sujeción a la autoridad de otro y del poder de determinación de otro, que dispone y decide por la persona y los bienes, sea el marido, el padre, el tutor o el señor. En su origen, es una categoría jurídica e indica la potestad de bastarse a sí mismo en todos los ámbitos: jurídico, social, político, económico y privado y, por ende, de ser reconocido como persona jurídica, persona de derechos y deberes.
Con la modernidad el término adquiere un sentido político (además de jurídico) e impregna la vida política, social y cultural de los siglos XVII y XVIII. Con la Ilustración, se produce esta ampliación semántica que influirá decisivamente en los siglos siguientes, dado que el término emancipación quedará vinculado a la crítica de la razón y de los saberes, a la revolución y a la formación cultural-educación (Bildung).
En el contexto de la discusión acerca de la Ilustración, la idea de emancipación se encuentra de manera paradigmática en el texto de Kant: “Respuesta a la pregunta: ¿qué es ilustración?”, publicado en 1784 en el Berlinische Monatsschrift. Allí el filósofo expone su propia concepción de ilustración, cuyo eje es el pensar por sí mismo, es la emancipación de toda tutoría, no solo en el ámbito teórico sino también en el de la praxis ético-política. En este contexto, la emancipación es la mayoría de edad jurídica, en cambio, “la minoría de edad (Unmündigkeit) es la incapacidad para servirse de su entendimiento sin la conducción de otro”. No dice infancia o niñez (Kindheit), dice Unmündigkeit, “minoría de edad”, en el sentido jurídico, no psicológico-evolutivo. El menor de edad es el que no puede hablar por sí mismo, necesita que otro hable por él. Esa es la tarea del Vor-mund, del tutor, que es quien habla en lugar del menor, se anticipa a su palabra (vor), porque el menor no puede responder por sí mismo, ni por su palabra ni por sus acciones. La mayoría de edad (Mündigkeit) es la capacidad jurídica de hablar y de actuar por sí mismo. En este campo semántico emancipación se dice Mündigsprechung e indica la liberación de la conducción de otro: el tutor. Tutores pueden ser un libro, un médico, un sacerdote y situados en el ámbito político y religioso también pueden serlo los gobernantes o la dirigencia eclesiástica cuando consideran al pueblo como menor de edad y cuando la legislación amparada en su majestad y la religión en su santidad, pretenden sustraerse a toda crítica (Kant, 1900ss.). Los tutores ejercen la sujeción generando la conciencia del peligro que implica la emancipación. Ellos se representan a los individuos como ganado, rebaño (Hausvieh) o niños llevados en andadores, y a la vez que siembran inseguridad les hacen notar los peligros de caminar solo. Conducen a los tutelados según se los representan y esto trae consecuencias para el modo de hacer política. Por esto, el lema de la ilustración es atrévete a saber (Sapere aude) e indica el coraje para conducirse a sí mismo, sin la tutela de otros, tanto en el conocimiento como en la praxis.
Emancipado es quien es capaz de pensar por sí mismo y expresar públicamente los pensamientos, y también de determinar por sí mismo la regla de sus acciones. La emancipación es la meta de un tránsito que va desde la minoría de edad hasta la mayoría de edad. Kant usa términos jurídicos para pensar una situación no jurídica, sino de decisión y autodeterminación de los seres humanos. Se puede ser un erudito, tener una cabeza llena de reglas, de conceptos y, sin embargo, no pensar de manera autónoma. Pensar por sí mismo refiere directamente al pensar como capacidad crítica.
Atendiendo al rol paradigmático que ha tenido la Revolución francesa para los ilustrados del siglo XVIII, se ha vinculado la revolución con la ilustración y este binomio generó discusiones de interés. La revolución es la forma que encuentra un pueblo, mediante el uso de la fuerza, de salir de la minoría de edad, de adquirir los derechos de la mayoría de edad y de suprimir la diferencia jurídica entre el súbdito común y la nobleza. Johann Benjamin Erhard, en Sobre el derecho de un pueblo a una revolución y otros escritos (1795) retoma la idea kantiana de ilustración como salida de la culpable minoría de edad y la aplica a los pueblos. A medida que los pueblos avanzan hacia la mayoría de edad, es posible adaptar gradualmente la constitución de modo tal que “poco a poco y de manera imperceptible la constitución recibe su forma moral”. Para Kant, Erhard o Tieftrunk, la ilustración y no la revolución sería el camino de los pueblos hacia la emancipación. El proyecto emancipador de esta razón ilustrada se basa en el carácter ético-político de la razón humana, y de ahí, su capacidad de proyectar una convivencia basada en el derecho. Para Kant, la Revolución francesa –a la que, si bien admira, pero no quiere para Alemania– es encomiable por su carácter de signo, que se revela en el entusiasmo de los espectadores. La Revolución francesa es signo del derecho que tienen los pueblos a darse a sí mismos la constitución que consideren mejor y para ello no deben ser obstaculizados; y es signo de la meta que persiguen los seres humanos en cuanto ese fin es su deber, porque solo la constitución que un pueblo se dé a sí mismo puede ser justa y moralmente buena. Manteniendo estos dos registros de la revolución como signo de la disposición moral de la humanidad, Kant busca lograr ese fin por otro medio, el cual es el derecho constitucional, la modificación progresiva de la constitución hasta que ella alcance la forma jurídica adecuada para esa comunidad. Así, las transformaciones políticas se llevan a cabo como modificaciones graduales, siempre dentro de un Estado de derecho. Emancipación en este contexto sigue ligado a autonomía jurídica, al derecho de los pueblos a darse su propia constitución y a gobernarse a sí mismos sin injerencias externas. Esta relación entre emancipación y autonomía jurídica también tiene consecuencias que se manifiestan en las discusiones acerca del colonialismo, con posiciones enfrentadas justificadoras, por un lado, y condenatorias, por otro.
En cuanto a las relaciones entre los Estados, el proyecto emancipador de la Ilustración consiste, según Kant, en avanzar hacia la realización de una sociedad internacional basada en acuerdos jurídicos, que alejen a la humanidad de cualquier ejercicio de la fuerza para resolver sus conflictos. Que un Estado se considere con derecho para la guerra equivale a “determinar lo que es justo conforme a la violencia de unas máximas unilaterales y no según leyes externas con validez universal que limitan la libertad de cada cual”. Si, no obstante, optara por la guerra, los Estados en conflicto alcanzarán la paz perpetua de los cementerios al aniquilarse unos a otros, unos y otros en una fosa común. La idea de una confederación internacional de Estados a la que estos vayan ingresando libremente y regida por principios jurídicos establecidos en común es la figura que el siglo XVIII proyecta hacia el futuro, y se expresa en la idea de la paz perpetua sustentada en un federalismo de Estados libres. Este proyecto emancipatorio de la razón se realiza, para Kant, en la historia, cuyo carácter es teleológico y será problematizado en la idea de progreso, es decir, si la humanidad progresa hacia lo mejor. Para abordarlo, considera cuáles son los modelos para pensar ese progreso y dónde basar las expectativas del mismo. Son relevantes al respecto los siguientes textos de Kant: tercer apartado de Acerca del dicho corriente: eso puede estar bien en la teoría, pero no sirve para la praxis (que es su discusión con Mendelsohnn), Conflicto de la facultad de filosofía con la de derecho y Hacia la Paz perpetua.
Si bien el romanticismo alemán significó una reacción a la Ilustración, recuperó la idea de emancipación y la resignificó desde su propuesta estética. En la belleza se manifiesta el proyecto emancipador de la razón misma. Los pensadores del romanticismo buscaron, a través de la dimensión estética, rescatar al mundo moderno de las escisiones que el entendimiento había abierto: razón-sentimiento; naturaleza-libertad; razón teórica-razón práctica. Tal unidad se busca a partir del desarrollo de una poética de la razón. En la belleza se reúne lo inteligible y lo sensible, el espíritu y la materia, la acción libre y las reglas, la idea y la forma sensible. La poesía es el lenguaje de esta unidad originaria que quedó oculta tras el pensar mecánico del entendimiento consistente en separar, especificar, abstraer. Es así que los individuos, en sí mismos y también en referencia a los otros y al mundo, se articularon como partes de un engranaje y se concibieron como máquinas dentro de la máquina del mundo. El proyecto emancipador estético del romanticismo apuntó a recuperar mediante la belleza al género humano de esas escisiones que históricamente se han ido trazando. La nostalgia es el sentimiento de esa unidad originaria, capturado en la poesía no como agotamiento del presente en las formas del pasado, sino como anhelo de un futuro posible para la humanidad. La propuesta de Schiller en La educación estética de los seres humanos es un proyecto emancipatorio de la humanidad cuya realización es histórica y solo posible a través del arte; de ahí su convocatoria: “a la libertad por la belleza” (Schiller, 2018). Esta idea de emancipación por el arte está, también, en la base del proyecto filosófico de Schlegel, Herder, Novalis y Rilke, entre otros de ese momento. Es un proyecto emancipador moderno desde una crítica a una forma de concepción de la modernidad ilustrada. La figura del alma bella, presentada por Kant en el § 42 de la Crítica de la facultad de Juzgar, ha sido asumida y reelaborada por Goethe y por Schiller, porque en ella se ha producido la unidad de la ley moral y la pulsión; del deber y el deseo. Esta figura es la manifestación de la libertad, que ha superado su confrontación con la naturaleza y se muestra en armonía con ella; aunque al precio de renunciar al mundo, dirá Hegel en una crítica tanto a Kant como al proyecto romántico. La propuesta estética del romanticismo es un proyecto filosófico, que propone la emancipación ético-político del género humano por la vía de la belleza, pues ella reúne en su unidad las confrontaciones abiertas por el pensamiento moderno: razón y sensibilidad, naturaleza y libertad, teoría y praxis.
El siglo XVIII pensó la idea de emancipación como “mayoría de edad”, esto es, como autonomía: es salir de una situación de dependencia con respecto a la autoridad de otro, para pensar por sí mismo y darse a sí mismo la propia ley; ya se trate del vínculo mujer-varón, padre-hijo, amo-esclavo o monarca-súbdito, para autodeterminarse libremente. El binomio emancipación-autonomía tiene como consecuencia la igualdad en las relaciones con los otros seres humanos y la fraternidad como figura del vínculo entre pares, porque implica la liberación de toda autoridad patriarcal, familiar o político-económica. El siglo XIX asoció emancipación con liberación y la pensó en oposición a enajenación (Entäußerung) y extrañamiento (Entfremdung). La filosofía de Hegel marca un hito en la transformación del término. Los textos clave son los siguientes: el capítulo cuarto de la Fenomenología del Espíritu: La dialéctica del amo y el esclavo; la Enciclopedia de las Ciencias Filosóficas y los Principios de la Filosofía del derecho. Esta idea de emancipación será reelaborada también por Fichte y Schelling.
En la segunda mitad del siglo XIX el término emancipación seguirá vinculado a la idea de liberación de la enajenación, alcanzando su mayor relevancia en el pensamiento de Karl Marx. Su filosofía va a profundizar y a extender la idea de emancipación a la relación entre el ser humano y el trabajo. El punto de partida de los Manuscritos económico filosóficos, de 1844, es el análisis de los presupuestos de la economía política, que como tales operan sin ser advertidos, comenzando por la idea de propiedad privada como factum y las consecuencias que se derivan de allí para el concepto de trabajo: la noción trabajo enajenado. En la filosofía de Marx, la emancipación es principalmente un proyecto del género humano con respecto a las condiciones de vida determinadas por los principios económico-políticos del capitalismo. Y se vincula de manera directa con la superación de la propiedad privada y de la alineación que ella produce. La idea de emancipación confronta con la alienación producida por la idea de posesión inherente a la propiedad privada. La superación de esta última lleva a la emancipación de todos los sentidos (sensoriales y espirituales), capacidades y fuerzas humanas. Dicha emancipación se convierte en una herramienta crítica para interpretar la realidad (Ricœur, 2001). La emancipación es el retorno del ser humano hacia sí y la reapropiación de la esencia humana por y para sí. El comunismo es la superación positiva de la propiedad privada y por eso es el momento real de la emancipación y el principio impulsor del futuro próximo. La relación entre emancipación y revolución en el pensamiento de Marx ha sido y es objeto de encarnizadas discusiones (Benjamin, 2007). La idea de emancipación, presentada en los manuscritos con un carácter antropológico, irá dejando lugar a la idea de liberación inherente a la crítica histórica en la formulación del materialismo dialéctico. Se pueden consultar los Lineamientos fundamentales para la crítica de la economía política (borrador) [Grundrisse der Kritik der politischen Ökonomie (Rohentwurf)] 1857-1858; emancipación del proletariado en el escrito de Marx Luchas de clases en Francia de 1848 a 1850 y emancipación de la clase obrera en: Estatutos provisionales de la Asociación Internacional de Trabajadores y en el Manifiesto Comunista (Marx, 1989; 2013). La crítica histórica es una herramienta de interpretación de la praxis humana frente al dominio de un pensamiento homogéneo.
En el siglo XX Theodor Adorno y la Escuela de Frankfurt, en la llamada teoría crítica, reelaboran la idea de emancipación retomando elementos de las filosofías de Kant, Hegel y Marx y en discusión con ellos (Adorno, 2005 y 2009; Adorno y Horkheimer, 2014; Horkheimer, 1973). En Adorno, la emancipación está en relación con el concepto de dialéctica negativa, en cuanto reflexión del pensamiento sobre sí y contra sí, es el ejercicio de la crítica desarrollada mediante la negación dialéctica. Se realiza como reflexión crítica sobre la sociedad y la forma de la racionalidad que la articula. Esta crítica a la forma vigente de racionalidad es praxis emancipadora. En este sentido, es relevante la relación entre educación y emancipación, como educación para la emancipación (Adorno, 1920).
En la segunda mitad del siglo XX la idea de emancipación adquiere el sentido de liberación de las representaciones culturales, sociales, políticas, religiosas, sexuales. Resultaron paradigmáticos los movimientos emancipatorios de la mujer; la Filosofía de la liberación y la Pedagogía de la liberación.
En el siglo XXI y en perspectiva de nuestro futuro, se impone pensar la pertinencia o ya no de la idea de emancipación en relación con la inserción decisiva de la inteligencia artificial, que ya se ha integrado y seguirá ampliando su esfera de eficacia y control en todos los ámbitos de la vida humana.
Adorno, T. (2005). Dialéctica negativa. La jerga de la autenticidad. Madrid: Akal.
Adorno, T. (2009). Crítica de la cultura y sociedad, vol. 2. Madrid: Akal.
Adorno, T. (1920). Educación para la emancipación. Conferencias y conversaciones con Hellmut Becker (1959-1969). Edición de Gerd Kadelbach. Madrid: Morata.
Adorno, T. y Horkheimer, M. (2014). Hacia un nuevo Manifiesto. Buenos Aires: Eterna Cadencia.
Benjamin, W. (2007) Sobre el concepto de historia. Tesis y fragmentos. Buenos Aires: Piedras de Papel.
Horkheimer, M. (1973). Crítica de la razón instrumental. Buenos Aires : Sur.
Kant, I. (1900 ss.). Gesammelte Schriften. Hrsg.: Bd. 1-22 Preussische Akademie der Wissenschaften, Bd. 23 Deutsche Akademie der Wissenschaften zu Berlin, ab Bd. 24 Akademie der Wissenschaften zu Göttingen. Crítica de la razón pura, A11, Nota.
Marx, K. (1989). “Provisorische Statuten der Internationalen Arbeiter-Assoziation”, en: MEW, Karl Dietz Verlag, Vol. Bd. 18, Berlín.
Marx, K. (2013). Manuscritos sobre economía y filosofía. Madrid: Alianza.
Ricoeur P. (2001). Ideología y utopía. Barcelona: Gedisa.
Schiller, F., Cartas sobre la educación estética de la humanidad. Barcelona: Acantilado, 2018.
Ver también
Alternativa, Autonomía, Derechos humanos, Dignidad, Individuación, Inteligencia artificial, Multitud, Poshumanidades, Transhumanismo, Transición digital
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0009-0002-4635-988X
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
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La reciente pandemia de COVID-19 ha colocado en el foco del debate científico la concepción de enfermedad y, en relación con ella, la comprensión y valoración de la salud, los límites y alcances de la medicina y más importante aún las posibilidades mismas de la supervivencia humana. En otros términos, el acontecimiento de la globalización de una enfermedad puso en cuestión nuestro futuro. En el ámbito de la filosofía, pensadores como Giorgio Agamben, Roberto Esposito, Slavoj Žižek, Jean-Luc Nancy realizaron importantes aportes al respecto. Para esta entrada, recurriremos a los trabajos de Georges Canguilhem y de Michel Foucault, quienes supieron dar cuenta del concepto de enfermedad en perspectiva histórico-filosófica.
Aunque el término castellano proviene del latín infirmitas que significa “falta de firmeza/fortaleza” (prefijo latino “in” que implica negación y el lexema latino “firm” del adjetivo firmus (fuerte) y el sufijo latino “-itat” (abstracción o cualidad) y, por ende, induce a pensar la enfermedad como debilidad, una de las primeras concepciones históricas procede de Hipócrates, médico griego del siglo V a. C., para quien el cuerpo humano estaría compuesto de cuatro humores o fluidos –sangre, bilis negra, bilis amarilla y flema– que, en estado saludable, se encontrarían en perfecta proporción, pero cuyo desequilibrio enfermaría al individuo hasta que la propia naturaleza (vis medicatrix naturae) se encargara de restablecer la armonía. Se trataba de una concepción dinámica y, en cierto sentido, optimista de la enfermedad, por cuanto presumía que el propio organismo era portador de las condiciones para la cura. Lejos de extinguirse totalmente, esta matriz conceptual siguió operando, con variantes, hasta nuestros días, como lo reflejan aquellas enfermedades cuya denominación incluye el prefijo “dis”.
En Egipto, en cambio –según hizo constar Canguilhem en su tesis sobre Lo normal y lo patológico, presentada en 1943 para la obtención del doctorado en medicina–, predominó una concepción ontológica, según la cual la enfermedad consistiría en el agregado o en la sustracción de algo. El individuo enfermaría como consecuencia de la intromisión de una entidad externa que, al entrar en el cuerpo, provocaría un mal cuya curación dependería de la medicina. A pesar de su desconfianza acerca del rol “curativo” de la naturaleza, esta concepción también puede ser considerada optimista, puesto que proyecta en la intervención terapéutica expectativas promisorias de restablecimiento de la salud. En esta matriz conceptual, se inscriben todavía actualmente las enfermedades de carencia, las infecciosas y las parasitarias.
El optimismo y la proyección en la historia no son las únicas coincidencias entre estas dos concepciones: ambas comparten también la consideración de la enfermedad como una situación polémica instaurada, ya sea por el desequilibrio entre los humores, ya sea por la injerencia de un organismo extraño. No obstante, mientras que los partidarios de la concepción naturalista desde el principio sostuvieron que la enfermedad difiere cualitativamente de la salud, quienes pretendían que la intervención médica sometería a la naturaleza a sus pretensiones normativas fueron orientándose hacia una teoría según la cual la diferencia entre ambos estados sería de carácter cuantitativo.
Precisamente, la intención de Canguilhem no era tanto hacer una minuciosa crónica de las diferentes concepciones de enfermedad habidas en la historia como tomar posición en el debate entre estas dos formas de concebir la diferencia entre lo normal y lo patológico.
Difundida en el siglo XIX por pensadores como Auguste Comte y médicos como Claude Bernard, la concepción cuantitativa afirmaba la identidad real de los fenómenos normales y patológicos. Desde este punto de vista, las enfermedades consistirían esencialmente en un fenómeno de exceso –que semánticamente se expresaría con el prefijo “hiper”– o de defecto –expresado a través del prefijo “hipo”—. De esta suerte, entre salud y enfermedad solo habría una diferencia de intensidad. De allí que, al momento de referirse a un fenómeno patológico, Bernard prefiriera utilizar términos como desorden y desproporción que se ajustan perfectamente a su abordaje de la diabetes en términos de variación estrictamente cuantitativa de la glucemia. En las antípodas de Louis Pasteur –quien había establecido que las infecciones son causadas por gérmenes–, los partidarios de esta concepción no solo impugnaban la noción ontológica de enfermedad, sino que también se negaban a reconocer el mal entendido, no ya como una entidad sino como un valor negativo.
De esta manera, como bien puntualiza Canguilhem, el concepto de enfermedad pierde especificidad y, más importante aún, se tiende a anonadar la situación del enfermo quien no experimenta su malestar como una simple variación cuantitativa (en más o en menos), sino que lo padece como una alteración cualitativa de su situación. Además de reivindicar la diferencia cualitativa entre normal y patológico, sus apreciaciones buscaban relativizar los aportes de las estadísticas, que ya a mediados del siglo XX constituían una referencia obligada de cualquier abordaje científico del fenómeno patológico: un promedio obtenido estadísticamente no permite decidir respecto del estado de un individuo particular. Apoyándose en este punto en las observaciones del neurólogo alemán Kurt Goldstein, Canguilhem sostiene que el fenómeno patológico revela una estructura individual modificada: si la enfermedad es conmoción y puesta en peligro de la existencia, su definición requiere partir de la noción de ser individual.
Veinte años más tarde, en ocasión de abordar las implicaciones de la adopción de la noción de error para identificar a las enfermedades bioquímicas hereditarias, Canguilhem extremó este requerimiento a la instancia individual. Para dar cuenta de estas enfermedades que se manifiestan como un error en la transmisión genética, la bioquímica comenzó a servirse de conceptos tomados de la teoría de la información, como los de código o mensaje. Y aunque la efectiva manifestación de algunas de estas enfermedades depende de condiciones específicas, en la medida en que residen en las raíces mismas de la organización del ser vivo, representan la expresión de una suerte de mal radical del que el enfermo no es responsable ni individual ni colectivamente. En todo caso, estas enfermedades genéticas transmisibles como parte del legado familiar nos colocan frente a la evidencia de que somos efectos del azar y de las leyes de multiplicación de la vida y ello, a decir de Canguilhem, nos hace únicos.
A la luz de los resultados de las investigaciones posteriores de Michel Foucault, se comprende la prédica de Canguilhem en favor de un abordaje en perspectiva individual del fenómeno patológico. Efectivamente, tanto en El nacimiento de la clínica como en algunos de sus artículos sobre la medicina y, fundamentalmente, en sus indagaciones sobre biopolítica, Foucault dejó testimonio de la tendencia a enfocar en términos globales dicho fenómeno ya sea que se trate de enfermedades endémicas o, como es el caso actualmente, de pandemias. En uno y otro caso, a veces para bien y otras para mal, la enfermedad ha dejado de ser un asunto individual para pasar a ser un problema poblacional.
Centrando sus análisis del libro de 1963 en la conformación hacia los últimos años del siglo XVIII de la medicina clínica, Foucault dio cuenta de una mutación en la mirada médica de la que resultó toda una nueva concepción de la espacialización, especificidad y tratamiento de la enfermedad. Ciertamente, la clínica abandona el fuerte regionalismo de la medicina clásica, que localizaba en los órganos el fenómeno patológico en beneficio de una concepción que lo expandía a través de los tejidos. Gracias a esto, comenzó a detectarse un sistema de comunicación de los fenómenos mórbidos que se extiende a lo largo de la configuración profunda del cuerpo. De allí que, a partir de ese momento, la enfermedad haya sido concebida como un proceso. Ahora bien, estos hallazgos fueron obtenidos por la incorporación de los resultados de las indagaciones de Xavier Bichat en el campo de la anatomía patológica. Ocurre que, al “abrir algunos cadáveres”, no solo se pudo establecer el derrotero que sigue la enfermedad, sino además captar la sede de la lesión más allá de su manifestación a través de los síntomas. Por esta vía, entonces, la muerte se convirtió en el punto de mira desde el cual fue posible formular otra concepción de la enfermedad e incluso de la vida misma. Efectivamente, visto desde esa mira, el fenómeno patológico deja de ser considerado como un desequilibrio del organismo o como la intromisión de una entidad externa, para pasar a ser explicado como un indicio de la amenaza continua de la muerte y, en correlación con esto, la vida pasa a ser concebida como el conjunto de funciones que resisten a la muerte.
No obstante, el impulso de la clínica no provino solamente del ámbito del saber. Según hizo constar Foucault, en los albores de la Revolución francesa, fue emergiendo una conciencia política respecto de la importancia de la salud de la población. De esa conciencia, derivaron dos grandes sueños: uno que apuntaba a nacionalizar la profesión médica mediante la conversión del médico en un funcionario de Estado con poderes que excedían largamente los alcances de su saber, puesto que lo instaban a indagar y dejar registro de las conductas, las costumbres, los gustos de la población a su cargo, y otro que aspiraba a lograr la desaparición social de la enfermedad, devolviendo a la población a una suerte de salud originaria en un medio social supuestamente despojado de trastornos y pasiones. En apariencia contrapuestos, ambos sueños propendían a un mismo objetivo: la medicalización de la sociedad, ya sea vía la conversión de la medicina en una suerte de religión ineludible, ya sea vía la disolución de la enfermedad en un medio expurgado de cualquier amenaza gracias a un control médico ejercido férreamente, aunque su éxito pusiera en peligro la vigencia misma de la profesión médica.
Aunque el propio Foucault aún no lo sabía, estos análisis constituirían uno de los antecedentes de sus indagaciones sobre la biopolítica. En efecto, sus consideraciones sobre el rol del médico, los alcances atribuidos a la medicina, la ponderación de la salud y el abordaje de la enfermedad están plagadas de intuiciones genealógicas sobre este dispositivo. De hecho, con claridad supo advertir ya en su arqueología de la clínica que, dados aquellos sueños, la primera tarea del médico debía ser política. También pudo captar que la enfermedad se fue convirtiendo en objeto de observación, de medición, de registro, en suma, de estadística.
En clave genealógica y en camino a iniciar sus investigaciones sobre biopolítica, en una serie de artículos y conferencias de los años 70, Foucault amplió sus consideraciones sobre la clínica haciendo constar la conversión –a partir del siglo XVIII– de la medicina, de la salud y, por ende, de la enfermedad en un problema económico. De esta conversión resultan varios de los fenómenos entre los que se cuentan: otra versión de la medicalización (que, a la ampliación del campo de intervención de la medicina a ámbitos ajenos a su incumbencia, añade la farmacologización extrema incluso de aquellas patologías que podrían ser objeto de otros abordajes terapéuticos), la incorporación de los servicios médicos al mercado de consumo (economía de la salud), la inauguración de una bio-historia gracias al desarrollo de tecnologías que permiten modificar la estructura genética de las células afectando no solo a los individuos o a su descendencia, sino a la especie humana en su conjunto. De donde se infiere que, en la década de 1970 –al igual que ahora–, el saber médico tomaba como objeto de estudio a la enfermedad abordada en clave poblacional y, por esta vía, continuaba incidiendo en el cuerpo social en su totalidad.
No por casualidad, la medicina acabó convirtiéndose en una técnica política de intervención con efectos de poder propios tan potentes como para incidir sobre el nivel de la vida y sus acontecimientos fundamentales. En todo caso, para dilucidar la concepción actual de enfermedad y sus probables derivas futuras, es menester indagar tanto el dispositivo de poder en que se inscribe la medicina como referir algunos de los recientes avances de las investigaciones biomédicas.
Por las investigaciones de Foucault sabemos que esta potenciación de la medicina contemporánea acontece en el marco de un dispositivo como el biopolítico, incurso en el marco de gubernamentalidades de matriz economicista como el liberalismo y el neoliberalismo. Precisamente, Foucault volvió a considerar los alcances de un saber médico incidido por los objetivos de la economía política y añadió a la lista de fenómenos ya considerados la descripción de la función normalizadora que, por ejemplo, en ocasión del tratamiento de las pandemias o de las enfermedades endémicas, viene ejerciendo la medicina. En ambos casos, la eficacia y la garantía de sus intervenciones aún hoy está ligada a la aplicación de recursos metodológicos como el cálculo y la estadística y a la incorporación de un tipo de razonamiento de oscilación cuantitativa como el empleado por los economistas. De este enfoque de las emergencias sanitarias, se derivan las categorías de caso, riesgo, peligro, crisis, curva, etc., actualizadas con motivo de la reciente pandemia de COVID-19 y de enorme potencial ontológico, puesto que, a fuerza de privilegiar los datos cuantitativos, tienden a anonadar las singularidades afectadas.
Incursos en este dispositivo, el advenimiento de la noción de información genética, los avances en la inmunología, el desarrollo de nuevas técnicas de visualización clínica y las formas de intervención médica como la estética o la ortopedia cambian la mirada del enfermo sobre su propio cuerpo. Por un lado, estas prácticas representan nuevas formas de medicalización que no buscan restablecer cierto equilibrio de lo corpóreo, sino poder modificarlo, mejorarlo. Como resultado, toda vida adquiere un carácter imperfecto, ella es portadora o bien de enfermedades asintomáticas, o bien de potenciales enfermedades que pueden ser evitadas mediante un consumo atento y permanente de la salud. Al adquirirse la capacidad de intervenir sobre la disposición biológica de los seres humanos, la biología deja de pensarse como un destino inmodificable. Por otro lado, esto evidencia cómo el saber médico, al ampliar su capacidad productiva y mejorar sus técnicas de intervención sobre la vida, se transforma en una actividad ligada al mercado económico. La salud se vuelve un objeto de consumo, un deseo que transforma a los pacientes en consumidores que eligen y usan activamente la medicina para maximizar sus vidas. La enfermedad empieza a pensarse como una falta de inversión en el consumo de la salud, como desatención y falta de cuidado del individuo sobre sí.
Ante este avance vertiginoso de las prácticas biomédicas, resulta complejo poder dilucidar las significaciones que adquirirá la noción de enfermedad en el futuro. No obstante, si adscribimos a la hipótesis de Foucault que sostiene que la medicina continúa el modelo de desarrollo iniciado en el siglo XVIII, podremos llegar a identificar algunas tendencias. Por una parte, el mercado económico de la salud seguirá ampliándose en la medida en que se incorporen dentro de él nuevas técnicas de medicalización, generadoras de modificaciones en las formas de vida y de muerte en términos poblacionales. Por otra parte, la enfermedad se diversificará en sus manifestaciones: como efecto secundario de estas nuevas prácticas terapéuticas, como presencia asintomática, como pre-enfermedad en su concepción hereditaria, como imperfección capaz de ser mejorada, como falta de inversión en el consumo de la salud.
Canguilhem, G. (2005). Lo normal y lo patológico. México: Siglo XXI.
Foucault, M. (2008). Nacimiento de la clínica. Buenos Aires: Siglo XXI.
Foucault, M.(2014). Defender la sociedad. Curso en el Collège de France 1976. Buenos Aires: Siglo XXI.
Foucault, M.(1976). “La crisis de la medicina o la crisis de la antimedicina”. Educación médica y salud. Vol. 10 (2), pp. 152-170.
Foucault, M.(2000) “Clase del 17 de marzo de 1976”. En Defender la sociedad. Curso en el Collège de France 1976. Buenos Aires: FCE, pp. 217-237.
Foucault, M.(2006) “Clase del 25 de enero de 1978”. En Seguridad, Territorio, Población. Curso en el Collège de France 1977-1978. Buenos Aires: FCE, pp. 73-106.
Ver también
Ambiental (crisis), Epigenética, Extinción, Individuación, Naturaleza (relaciones sociales con la), Neoliberalismo, No conocimiento
Universidad de Buenos Aires (profesor consulto)
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (investigador emérito)
0000-0002-1187-7276
Si a un man on foot –“un hombre de a pie, un hombre común”– se le preguntara qué es un epicúreo, seguramente respondería “un gozador, un amante de los placeres, alguien que gusta de la buena bebida, de ricos manjares y, si fuera posible, de una vida regalada”. Pero sucede que, en sentido filosófico, el término alude exactamente a lo contrario: un epicúreo es alguien que persigue el placer no sensual, sino el que corresponde al espíritu. Es quien busca la ataraxia –en griego, ἀταραξία– es decir, la imperturbabilidad (cf. Epicuro, apud D. Laercio, X 96; Cicerón, Fam., XV 19). Es el hombre recatado que aspira a liberarse de los problemas que nos abruman y a atender fundamentalmente a las preocupaciones de su interior, en pro de resolverlas. Es alguien que, despreocupado de lo intrascendente y fugaz, va tras la eudaimonía, entendiendo por tal la búsqueda de la felicidad, lo que los griegos caracterizaron como la hedoné katastematiké, una suerte de placer en reposo (cf. Heródoto, Hist., I 5; Platón, Fedro, 115d). Para los epicúreos de pensamiento extremo, pasiones como la política, la poesía y el amor producían turbación y desasosiego; por eso sugerían que, a fin de lograr la paz interior, era menester apartarse de ellas. Así pues, vivían de manera recoleta, cultivando un jardín –kêpos–, al que no debemos entender de manera versallesca, sino como un simple huerto donde cuidaban las plantas que les eran necesarias. Su lema: apartándose del lujo, vivir con poco. Como entre sus consignas estaba “no matar”, incluso animales, podemos pensar que eran vegetarianos.
¿Cuáles son los rasgos del epicureísmo que, en nuestros días, lo ubican como una filosofía válida para el presente y en la que, eventualmente, puedan advertirse consejos para los tiempos por venir?
Hoy, que nos toca vivir momentos convulsos en que el mundo bascula entre dos fuerzas abiertamente antagónicas –léase estado liberal versus estado socialista, con su diversidad de denominaciones–, en que sobre el horizonte aletea el fantasma de una tercera conflagración mundial, en que el hambre cunde por doquier sin que la humanidad tenga firme voluntad de erradicarla, en que la civilización hipertecnificada atenta contra la vida natural, con deriva a un quiebre de la ecología, cabe preguntarnos en qué medida pueden venir en nuestro auxilio las antiguas –pero siempre oportunas– reflexiones de los epicúreos. En este sentido, cabe recordar el luminoso parecer de Unamuno: “Para novedades, los clásicos”, entendiendo por tal no un saber obsoleto, sino uno perpetuamente renovado, que mantiene una vigencia sine die.
Comienzo por definir la voz epicúreo. Esta hace referencia a Epicuro, filósofo griego, natural de la isla de Samos que vivió entre los años 341 y 270 antes de nuestra era. Los aspectos clave de su doctrina apuntan a una suerte de hedonismo racional y a la concepción atomista del universo. Respecto de lo primero, sugiere reducir al máximo el dolor y las preocupaciones, para acercarse lo más posible al placer; en ese orden, procura apartar al hombre tanto del temor a los dioses, cuanto del temor a la muerte. Sobre las deidades, entiende que estas, si es que existen, estarían situadas en los intermundia sin ocuparse de los mortales, por lo que nosotros, mortales, tampoco deberíamos ocuparnos de ellas. Del mismo modo, no tendríamos que inquietarnos por la muerte, pues, en su concepción, el alma fenece junto con el cuerpo, circunstancia por la cual los filósofos “espiritualistas”, es decir, lo que creen en la inmortalidad del alma, censuraron severamente a los epicúreos. Así lo hicieron, por ejemplo, desde Cicerón –quien los fustiga en el De finibus– hasta cualquiera de los pensadores cristianos que, con ahínco, se han ocupado siempre en desbaratar los fundamentos de esa doctrina. Para los epicúreos, “el alma por sí sola no vive ni siente ni piensa, sino solo realiza estas funciones en el conjunto psicosomático, que es el organismo vivo”, como con razón señala Carlos García Gual (1981: 115). En ese orden, recordemos que se atribuye al maestro de Samos el silogismo que dice: “La muerte es una quimera porque, mientras yo existo, la muerte no existe; y cuando existe la muerte, yo ya no existo”.
“Sabemos, por Diógenes Laercio (X 19), que Epicuro escribió unos cincuenta tratados que abarcaban unos trescientos rollos papiráceos” (Bauzá, 1994: 155), de los que apenas han llegado hasta nosotros tres cartas, un exiguo conjunto de sentencias y algunas páginas, pocas, pero luminosas, halladas en las excavaciones arqueológicas de la ciudad de Herculano, sepultada por el Vesubio en el año 79, como es sabido. En una lujosa villa que perteneció al político y militar Pisón se encontraron restos de una biblioteca de textos griegos, conocida como la “Biblioteca de Filodemo”. En ella, un grupo de arqueólogos halló los referidos rollos de papiro, calcinados por la erupción, pero a los que, mediante un sofisticado método químico –el llamado método de Oslo–, fue posible desplegar sin que se dañaran, y luego leerlos. Esa acción permitió descubrir numerosos textos, fundamentalmente filosóficos, de la cultura helénica, los cuales están siendo recuperados por científicos de la escuela papirológica napolitana, fundada por el profesor Marcello Gigante. Entre esos textos constan las citadas páginas de Epicuro.
A modo de mera muestra respecto de la importancia de este hallazgo, refiero el texto El buen rey según Homero, del citado filósofo epicúreo y bibliotecario de la villa, Filodemo de Gádara, editado por el Istituto Italiano per gli Studi Filosofici. En él se hace un elogio de la monarquía, entendiendo por tal una forma de gobierno como la de la época homérica, cuando el soberano conocía individualmente a cada uno sus súbditos. Sobre tal cuestión, destaco que a las lecciones que allí impartía este filósofo asistió Julio César durante su juventud, y que las ideas epicúreas de ese pensador deben haber permeado en la mente del futuro dictador respecto de su concepción imperial del poder. Filodemo, atento al ideario de los epicúreos, propone un arte de bien vivir fundado en la templanza de ánimo como clave del verdadero placer; para alcanzarla –sostiene– es preciso llevar una vida prudente, honorable y justa. Esta no se logra “si se vive sin valentía, templanza y magnanimidad, si no se tienen amigos ni una actitud filantrópica” (cf. Greenblatt, 2012: 74).
En cuanto a la idea de Epicuro sobre el universo, lo entiende, siguiendo a Demócrito de Abdera, discípulo de Leucipo, constituido por átomos y vacío. De ese modo, el filósofo, fiel al dictado de sus maestros, desarrolla la teoría atomista de amplio alcance en el mundo moderno. Entre otros hechos significativos que demuestran la vigencia de ese pensamiento, recordemos, por ejemplo, que la tesis doctoral de Karl Marx versó sobre La diferencia entre la filosofía de la naturaleza de Demócrito y la de Epicuro. Sería ocioso, por obvio, destacar la importancia de esas ideas en la contemporaneidad.
En el mundo latino fue el poeta Lucrecio –y, tras sus pasos, el Virgilio de las Geórgicas– quien expuso esas ideas en un extenso poema en hexámetros dactílicos de 7415 versos conocido como De rerum natura, traducción al latín de la fórmula clásica Perì phýseos de los griegos.
Es altamente significativo estudiar el decurso histórico de este poema fundamental para la poética virgiliana. Sin duda de manera deliberada, estuvo silenciado durante la Edad Media: el cristianismo le aplicó una rigurosa censura de carácter religioso, ya que preconizaba que el espíritu sucumbe con la muerte del cuerpo. Su redescubrimiento fue mérito del filólogo Poggio Bracciolini quien, en 1417, halló una copia de esta composición oculta en una abadía próxima a Constanza. No especificó en cuál, aunque se presume que fuera el monasterio de Fulda, en el estado federado de Hesse. Mandó copiar el poema y lo envió a Florencia, con destino a su protector, el humanista y coleccionista Niccolò Niccoli.
La difusión de este poema en la corte medicea –donde había pensadores de prestigio como Marsilio Ficino, Pico della Mirandola, Nicolás de Cusa o artistas de alta jerarquía como Sandro Botticelli– suscitó una honda reflexión, que dio lugar a un “giro copernicano” en el pensamiento occidental. En opinión del académico de Harvard Stephen Greenblat, significó el inicio del mundo moderno. Greenblat describe la búsqueda incansable del humanista Poggio Bracciolini, una suerte de pesquisa detectivesca, hasta dar con el manuscrito de esa composición. Bracciolini, que conocía bien la vida vaticana, ya que había servido como secretario a ocho papas, imbuido de conceptos del poema de Lucrecio, compuso el tratado De infelicitate principum (Acerca de la infelicidad de los príncipes). Concebido al amparo de ideas epicúreas, el pequeño tratado de Bracciolini es de valía porque nos habla de lo vacuo y pernicioso que es el poder: a la postre, produce infelicidad.
El poema lucreciano donde, reitero, se difunden ideas epicúreas, es valorado principalmente por su alta calidad artística, ya que está vertido en incomparables hexámetros dactílicos, algunos verdaderamente memorables. Como ha indicado George Santayana: “Acaso no hay ningún poema importante cuyos antecedentes puedan determinarse de un modo tan completo como los que corresponden a la obra de Lucrecio” (Santayana, 2009: 35). El poema es valorado también en lo que compete al campo de las ideas: tradicionalmente ha sido considerado un texto de metafísica o de filosofía moral, descuidándose que, además de ser una excelsa obra de arte, se trata de una reflexión sobre la física no en el sentido experiencial y aplicado como lo interpretaron Galilei o Newton, sino en la línea de Einstein, Heisenberg o de las estructuras disipativas esbozadas por Ilya Prigogine, como ha señalado lúcidamente el filósofo y físico Michel Serres (1994).
En la Antigüedad los epicúreos solían vivir al amparo de las enseñanzas de un maestro al que veneraban, hermanados en una suerte de sodalitas (camaradería). Se deduce que permanecían solteros, pues no deseaban atarse a lazos que los privaran del goce de la interioridad personal. Saltando siglos podríamos imaginar que en el mundo antiguo un epicúreo sería, ya por su comportamiento, ya por sus austeros hábitos de vida, semejante a un monje medieval, más específicamente, a un benedictino, en tanto adscrito a un tipo de vida básicamente contemplativa. Horas de trabajo en el campo, también de meditación, en las que late, como modelo de vida, la idea virgiliana de la iustissima tellus (justísima tierra), ya que en la natura uno recoge lo que siembra, mientras que entre los hombres uno puede sembrar bien y recibir discordia. Y es precisamente por esa circunstancia que el poeta de Mantua, en las laudes agricolae (Geórg., II 458-542), alaba al agricultor como una de las profesiones más entrañables. Son memorables y muy citadas sus palabras: O fortunatus nimium, sua si bona norint, / agrícolas! Quibus ipsa, procul discordibus armis, / fundit humo facilem uictum iustissima tellus (“¡Oh, demasiado felices los agricultores si conocieran / todo el bien que es suyo! Para ellos, lejos de la discordia de las armas, / la tierra misma ha derramado por el suelo, muy justa, el fácil alimento”) (ib., II 458-60).14 Se sabe que este poeta, en medio de los conflictos políticos que sacudían a la Roma de fines de la República, se refugió durante cinco años en la pequeña villa epicúrea de Sirón, en Possilipo (en la bahía napolitana), la que abandonó unos cinco años después tras la muerte de su venerado maestro.
En este conflictivo siglo XXI, en que diversos episodios bélicos sacuden al Viejo Mundo y donde comienzan a faltar alimentos –debido a la devastación de tierras en las que no se puede sembrar, a la interrupción del comercio en determinadas regiones y a otros dislates propios de la sinrazón de la guerra–, las ideas de los epicúreos vuelven a presentársenos con inveterada vigencia. Recordemos algunas de ellas: épin mísei “odia la discordia”, thýmou krátei “domina tu carácter”, sophían tzétei “busca la sabiduría”, kakías apéjou “aléjate del mal”, gnôthi seautón “conócete a ti mismo”, méden ágan “nada en demasía”, que son también algunos de los consejos sugeridos por el oráculo de Delfos, hechos suyos por Epicuro y sus seguidores, y que, reitero, en momentos de crisis, es preciso tener presentes. Se deduce de tales conceptos la idea de que la prudencia es el más excelso de todos los bienes. De estos sanos preceptos me permito destacar, muy especialmente, aisjúmen sébou “ten sentimiento del pudor” del que parecen carecer los políticos que nos aherrojan con sus soberbias y disparatadas megalomanías.
Bauzá, H. (1994). “Notas al epicureísmo romano”. Historia y Crítica. Santiago de Compostela, 1994, vol. IV.
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Ver también
Alimentación, Alternativa, Ambiental (crisis), Animalismos, Humanidad / humanismo, Naturaleza (relaciones sociales con la), Poshumanismo, Posmodernidad, Transhumanismo
14 Traducción propia (HFB).
Institut National de la Santé et de la Recherche Médicale
PSL University, Institut Curie (Francia)
ORCID: 0000-0002-6943-6916
Institut National de la Santé et de la Recherche Médicale
PSL University, Institut Curie (Francia)
ORCID: 0000-0003-1563-4420
La epigenética es un campo de investigación de las ciencias biológicas contemporáneas abocado al “estudio de las moléculas y los mecanismos que pueden perpetuar estados de actividad genética alternativos en el contexto de una misma secuencia de ADN” (Cavalli y Heard, 2019: 489). En otras palabras, atiende a los procesos que establecen, mantienen y transforman la actividad de los genes a través del tiempo y que, sin embargo, no forman parte de la secuencia de nucleótidos.
Al descubrir e investigar mecanismos biológicos de la impronta del ambiente y del organismo en su conjunto sobre el ADN y la herencia, la epigenética ha puesto en cuestión el llamado “determinismo genético”, configurando una imagen de la vida mucho más plástica y, sobre todo, no totalmente programática. Esta potencia de la epigenética para transformar estructuras disciplinares y vislumbrar nuevas configuraciones de la realidad de lo viviente adquiere hoy, más allá de las fronteras de las dos culturas, una creciente relevancia en las discusiones de las (pos)humanidades, la filosofía y las ciencias sociales contemporáneas.
En términos históricos, la noción fue acuñada por el embriólogo C. H. Waddington en la década de 1940. Se trata de un neologismo derivado del concepto aristotélico de epigénesis, que designa todos los procesos del desarrollo que conectan el genotipo (el material genético heredado) con el fenotipo (las características o rasgos observables). En el sentido postulado por Waddington, la epigenética recurre a la epigénesis (teoría que opone al preformismo la imagen del desarrollo gradual y acumulativo de los seres vivientes) y manifiesta, a su vez, la necesidad de estudiar aquello que ocurre por sobre (epi-) los genes (Jablonka y Lamb, 2006). Así, su programa científico se enfocó con particular interés en los desacoples entre genotipo y fenotipo, que evidenciaban la complejidad de esa interacción (Jablonka y Lamb, 2006). Un ejemplo paradigmático de este desacople son los procesos de diferenciación durante el desarrollo de los cuerpos multicelulares, es decir, los procesos que llevan a que las células que forman la piel, el sistema nervioso o el sistema muscular, presenten severas diferencias funcionales y de forma, a pesar de compartir, en la mayoría de los casos, la totalidad del genotipo.
Debido a su naturaleza innovadora e interdisciplinaria, la epigenética fue recibida con escepticismo por la academia dominada por las instituciones que fundaron la genética molecular (Meloni, 2019). De hecho, durante sus primeros treinta años de existencia el término fue escasamente utilizado (Jablonka y Lamb, 2006). Más recientemente, la biología molecular redefinió a la epigenética, de manera más acotada, como una enmienda a los mecanismos moleculares que controlan la expresión de los genes (Meloni, 2019). De esta manera, a principios de la década de 1990, el término comenzó a utilizarse en un sentido más similar al de su uso contemporáneo: para definir los cambios moleculares que controlan la actividad de los genes y la herencia de los fenotipos celulares (Jablonka y Lamb, 2006).
La epigenética abarca hoy el estudio de aquellas modificaciones químicas o estructuras moleculares que se unen a los genes sin cambiar su secuencia. Los genes son cadenas de desoxi-nucleótidos (ADN) situados en un locus específico del genoma (conjunto completo de ADN de un organismo que comprende genes, secuencias regulatorias, etc.), que codifican la síntesis de un producto génico, ya sea ARN o proteína. El concepto de gen fue esbozado en las leyes de herencia o patrones de transmisión de rasgos entre generaciones propuestas por Gregor Mendel en 1866, y se acuñó como tal en 1909 en los trabajos sobre teoría hereditaria del botánico danés Wilhelm Johannsen, quien propuso también las nociones concomitantes de genotipo y fenotipo. Por su parte, el ADN como entidad estructural material de los genes fue célebremente descripto en 1953 por Franklin, Watson y Crick. La genética surgió así como el campo específico de la biología dedicado al estudio de los genes, con particular foco en los patrones de salud y enfermedad. En su seno, el gen se consagró como base molecular de la herencia, y abrió también las puertas a una intervención en el código mismo de la vida. En la ilusión de hackear la vida y la muerte, el relato del gen como llave maestra de la sustancia misma de lo viviente tomó gran protagonismo y llegó a su máximo esplendor en contexto del proyecto “genoma humano” de fines del siglo XX (Keller, 2002).
La genética moderna contribuyó a una cierta evanescencia o prescindencia del cuerpo material de las ciencias biológicas (Meloni, 2019), al establecer una separación entre el genotipo o el gen (como lo que constituye el ser interior, ahistórico, agencial y determinante de la herencia) y todo lo que aparece como subproducto de él, el fenotipo o el cuerpo orgánico en su conjunto. Asimismo, la noción informacional del gen instauró una concepción antropomorfizada del mismo: en un claro paralelo entre las relaciones humanas y moleculares, se dotó al gen de capacidades de liderazgo y agencia por sobre las demás moléculas (Meloni, 2019).
En contraposición a esta visión moderna del cuerpo como mero subproducto del código genético que constituye la base de la visión informacional dominante desde la década de 1960, la epigenética puede leerse como una suerte de rematerialización del genoma (y por extensión, del cuerpo en su conjunto): un giro posgenómico hacía un nuevo “materialismo holístico” en las ciencias de la vida (Meloni, 2019: 106).
En el mismo sentido, un amplio conjunto de descubrimientos relativamente recientes las demostraciones erosionaron el relato del gen como “protagonista heroico de la vida”: se ha demostrado que la técnica condiciona el estudio de los genes, que gran parte del ADN no codifica proteínas, que el genoma humano no es más grande o extremadamente diferente al de otras especies, y que patrones complejos de estructuración interna, regulación e interacciones con otros organismos y el medio ambiente son tanto o más importantes que el propio gen para comprender el funcionamiento de los organismos. De la mano de esta nueva herida narcisista producida por la ciencia moderna se abrieron las puertas a la era de la posgenómica, donde se sitúa la epigenética. Es en este nuevo contexto que aparecen intentos de redefinir el gen desde una posición situada. Haraway, por ejemplo, contrapone a las teorías puramente biológicas una de estas definiciones: “la palabra gen define un conjunto multifacético de interacciones entre personas humanas y no humanas en el trabajo histórico contingente y práctico del hacer-conocimiento” (2021: 281). Para ella el gen no es una cosa, mucho menos una molécula maestra o un código autocontenido. Por el contrario, designa un nodo de acción duradera donde se encuentran muchos actores, humanos y no humanos. Rastrear en las definiciones biológicas, aparentemente despojadas de subjetividad, la situacionalidad del gen y sus limitaciones, habilita también a repensar la biología como campo de disputas y redefiniciones.
Los mecanismos epigenéticos establecen y sostienen un patrón de expresión génica específico a través de la modificación topológica del ADN y la coordinación de factores de transcripción que limitan/habilitan la potencialidad de expresar determinados conjuntos de genes. Estas modificaciones regulatorias se sostienen en el tiempo y están en relación con el sistema biológico (células y organismos) que las contiene. Las modificaciones epigenéticas, entre las que se encuentran la metilación del ADN, las variantes y modificaciones de histonas y el ARN no codificante, se rigen por una serie de escritores (que las depositan), lectores (que las interpretan) y borradores (que las eliminan). Al igual que los genes, estas marcas moleculares pueden heredarse de célula a célula y de generación en generación, pero, al contrario de lo que ocurre con la rigidez del gen, las modificaciones epigenéticas son reversibles y pueden ser modificadas por el ambiente.
De hecho, se cree que la mayoría de las señales regulatorias se pierden rápidamente sin los sistemas de refuerzo positivo que mantienen la memoria de los estados de la cromatina, por ejemplo, en el contexto de la replicación del genoma durante la división celular. En este sentido, se ha propuesto que la estructura tridimensional del genoma ayuda a organizar la heredabilidad de estos estados. De hecho, muy recientemente se sabe que el genoma está jerárquicamente organizado en estructuras tridimensionales que forman dominios estructurales que estabilizan los estados funcionales y guían su propia herencia. En definitiva, la herencia epigenética involucra varias capas que agregan, cada una, estabilidad y reversibilidad, lo que permite grados de plasticidad ante estímulos regulatorios.
Más allá de la herencia celular de las modificaciones epigenéticas, mucho se discute respecto de la heredabilidad transgeneracional de estas marcas. La dominante síntesis evolutiva moderna postula que la evolución actúa principalmente a través de la selección natural sobre los fenotipos, lo que afecta en última instancia las secuencias de ADN. Existen evidencias de que puede existir una herencia transgeneracional de los cambios epigenéticos, lo que constituye una demostración directa de que otras moléculas, además del ADN, pueden portar información heredable sustancial, lo que representa un potencial giro conceptual en la biología evolutiva. Queda por determinar la relevancia y frecuencia de estos procesos en los cambios evolutivos reales.
Por otro lado, el rol del ambiente en los cambios epigenéticos es un campo de investigación muy activo en la actualidad que explora cómo individuos con los mismos o diferentes genotipos pueden reaccionar a cambios ambientales. Un ejemplo de esta interacción es la determinación del sexo en muchos reptiles a través de cambios en la temperatura. Este proceso está controlado por un conjunto de modificadores epigenéticos pertenecientes a la categoría de histonas demetilasas que cambian su expresión en función de la temperatura y regulan a su vez la expresión de genes determinantes del sexo. La influencia del medio en el control génico, a través de los cambios epigenéticos, se observa también en la influencia que los cambios metabólicos inducidos por cambios en la dieta pueden tener sobre cambios epigenéticos estables que regulan la expresión de genes de manera coordinada y adaptada.
Los estudios epigenéticos, a su vez, transforman de manera profunda nuestro entendimiento de la relación biología-sociedad. El paradigma epigenético habilita una concepción de la biología donde las estructuras sociales ya no son irrelevantes al funcionamiento de los genes, sino una posible fuente causal de regulación génica. En oposición a la visión centrada de forma exclusiva en el gen, esta perspectiva permitiría repensar los procesos biológicos como moldeados socialmente y describir los mecanismos materiales y moleculares que producen tal conexión entre organismo y sociedad (Meloni, 2019).
Weasel (2020) remarca como los estudios biológicos epigenéticos volvieron tangibles las causas sociomateriales de asociaciones reconocidas entre condiciones de base social y la predisposición a ciertas enfermedades crónicas como diabetes, hipertensión y obesidad. En oposición a los prejuicios de predisposición genética, los estudios epigenéticos muestran asociaciones compatibles con causas vivenciales, donde las experiencias desiguales del cuerpo, atravesadas por sus condiciones de raza, género y clase, construyen las predisposiciones desiguales a la enfermedad. Al mismo tiempo, el planteo epigenético permite configurar la corporización material de esas vivencias, las cuales se niegan en una visión de la clase, el género y la raza como meras construcciones sociales.
Asimismo, existe un paralelismo posible entre estas problemáticas epigenéticas y las preguntas sobre el futuro planetario que se nos plantean en el Antropoceno (Meloni, Wakefield-Rann y Mansfield, 2022). En efecto, la concepción epigenética del cuerpo en continua formación y diálogo con el ambiente, en contraposición al cuerpo rígido, impermeable, ahistórico y definitivo que suponía el paradigma genético, plantea la pregunta sobre los efectos que las posibles exposiciones antropogénicas (a tóxicos, estrés, etc.) tendrán sobre los organismos a nivel epigenético e incluso sobre las generaciones futuras.
En un sentido complementario, como contracara de la permeabilidad biológica, Malabou (2018) ve en la plasticidad epigenética un sitio de agencia y posible resistencia de la vida en cuanto tal al biopoder. La capacidad de la vida de diferenciarse de sí misma, propuesta por el paradigma epigenético, rompe con la idea de lo viviente como programa realizado, a la vez que borra, según Malabou, la “frontera estricta entre necesidad natural e invención de sí” (2018: 257).
En definitiva, la epigenética parece configurarse como un campo teórico que nos permite repensar la relación entre la sociedad y lo viviente, la naturaleza y la cultura, más allá de la oposición dualista, para describir los múltiples mecanismos de co-construcción de la materialidad viviente en interacción tanto con otras materialidades orgánicas e inorgánicas como con el campo de lo simbólico. La epigenética introduce así una dimensión profundamente histórica en la biología molecular. Lo interesante es que se trata de una historia sobre cómo se imprimen en la memoria molecular las experiencias tanto materiales como sociales. La epigenética permite una historia de la vida en la cual el contexto deja de ser irrelevante para hacerse materialmente cuerpo. El relato epigenético nos habilita a repensar, de este modo, la materialidad de la vida en el contexto complejo de la interconexión de genes, células, órganos, individuos, especies y condiciones locales y globales de existencia (que incluyen las sociales o culturales).
La epigenética abre la puerta, en la biología, a la contingencia y al ambiente como alternativa a la secreta esperanza de los biólogos modernos de descifrar de forma definitiva el código de la vida. Más aún, hace este ejercicio sin la promesa de una total disponibilidad. La imbricación entre el ADN y sus marcas epigenéticas configuran una semántica material de la vida en la cual los procesos son extremadamente más complejos de lo esperado y la plasticidad y maleabilidad encuentra sus condiciones de posibilidad tanto como sus límites.
Por último, si recordamos que el concepto de parentesco parecía clausurarse en su asociación exclusiva con la herencia genética, la posibilidad epigenética de modificar el gen de forma colectiva y en íntima relación con el ambiente abre también la oportunidad para imaginar, incluso en clave biológica, nuevas formas de parentescos y herencias.
Referencias
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Keller, E. F. (2002). El siglo del gen: Cien años de pensamiento genético. Barcelona: Península.
Haraway, D. (2021) [1997]. Testigo_Modesto@Segundo_Milenio.HombreHembra© _Conoce_OncoRata®. Buenos Aires: Rara Avis.
Malabou, C. (2018). “Una sola vida. Resistencia biológica, resistencia política”, Traducción de Cristobal Durán, Revista de Humanidades, Nº 38 (julio-diciembre), 245-261.
Meloni, M. (2019). Impressionable biologies: From the archaeology of plasticity to the sociology of epigenetics. Nueva York: Routledge.
Meloni, M.; Wakefield-Rann, R. & Mansfield, B. (2022). “Bodies of the Anthropocene: On the interactive plasticity of earth systems and biological organisms”. The Anthropocene Review, 473-493.
Weasel, L. H. (2020). “Embodying Intersectionality: The Promise (and Peril) of Epigenetics for Feminist Science Studies”. In Pitts-Taylor (ed.) (2014) Mattering: Feminism, Science, and Materialism. Nueva York: New York University Press, 104-121.
Ver también
Chthuluceno, Cosmopolítica, Desarrollo, Evolución, Historia natural, Innovación, Poshumanidades, Poshumanismo, Tecnoceno
Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0003-0775-107X
Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0002-6989-1150
En las últimas décadas, el principio de equidad intergeneracional ha permeado con fuerza distintos debates y generado interesantes reflexiones sobre su alcance, aplicabilidad y desafíos asociados. Particularmente, ha ido ganando densidad conceptual y centralidad analítica dentro de las discusiones ambientales, ubicándose como un componente clave en la ideación de futuros colectivos. Se trata de un principio sin fronteras conceptuales claras, sobre el cual cabe señalar que, con el correr del tiempo, ha ido experimentando una condensación de sentidos correlacionados con la especificidad de las discusiones temáticas. En un sentido muy genérico, reconoce la responsabilidad de las generaciones actuales para preservar o mejorar el bienestar de las generaciones futuras primando el imaginario de solidaridad e igualdad.
Al historiar las discusiones sobre equidad intergeneracional es posible identificar tres grandes momentos. Primero, una preocupación inicial respecto de la idea de la equidad ambiental en términos intergeneracionales, pero sin mayores precisiones conceptuales. Segundo, una progresiva tendencia a la conceptualización del término y a la delimitación de sus alcances, tarea fuertemente relacionada con el quehacer de los organismos multilaterales. Tercero, una tarea de traslación del concepto a los marcos normativos nacionales y un creciente debate en torno a la urgencia del término y los múltiples desafíos asociados a su puesta en práctica como principio orientador de las decisiones y políticas del presente.
Un punto de inicio de las preocupaciones ambientales y la problemática intergeneracional fue la ruptura de la ilusión del crecimiento económico ilimitado. Dicha ilusión, central en el desarrollo del capitalismo y de las sociedades modernas, comenzó a ser puesta en cuestión a partir de la constatación de las consecuencias ambientales de determinadas industrias y formas de producción y del uso indiscriminado y a gran escala de pesticidas y productos químicos. Es en este contexto que comienza a manifestarse una preocupación por el largo plazo de la humanidad y el planeta Tierra, y se identifica de manera expresa el vínculo entre la crisis ecológica y el impacto negativo en las generaciones futuras (Carson, 1962; Hardin, 1968).
Estas discusiones iniciales impulsaron preguntas claves que moldearon los debates subsiguientes. El núcleo de estas preocupaciones giró en torno a cómo y en qué medida nuestras decisiones y acciones imponen costos a las generaciones futuras y, también, sobre las posibilidades de compatibilizar la supervivencia de la vida humana futura con el sostenimiento de los niveles de consumo entonces imperantes.
Un trabajo basal para la problematización de la cuestión intergeneracional fue Los límites del crecimiento, publicado en 1972. Ante el creciente debate sobre los límites ambientales y productivos del planeta, el Club de Roma encargó a un grupo de científicos del Massachusetts Institute of Technology, liderado por Donella Meadows, que indagase sobre la problemática. En dicha obra, los científicos calcularon mediante modelos matemáticos la interrelación entre diversas variables –crecimiento demográfico, contaminación, dotación de recursos naturales, producción industrial y disponibilidad de alimentos– y concluyeron que la humanidad se encontraba en camino a sobrepasar los límites físicos del planeta, extralimitando la capacidad de carga del mismo y poniendo en riesgo a las generaciones futuras. El trabajo, de forma concluyente, afirma que “si se mantienen las tendencias actuales este planeta alcanzará los límites de su crecimiento en el curso de los próximos cien años. El resultado más probable sería un súbito e incontrolable descenso, tanto de la población como de la capacidad industrial” (Meadows et al., 1972).
En aquel mismo año, tuvo lugar la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Humano, celebrada en Estocolmo, Suecia. En esa primera cumbre, donde se sentaron las bases para la discusión ambiental a nivel multilateral, la preocupación por el bienestar de las generaciones futuras continuó ganando centralidad, pese a guardar, aún, un espíritu declarativo. En la Declaración de la Conferencia, puntualmente en los principios 1 y 2, se proclamó que el hombre tiene la “solemne obligación de proteger y mejorar el medio para las generaciones presentes y futuras” y que los recursos naturales deben ser preservados en “beneficio de las generaciones presentes y futuras mediante una cuidadosa planificación u ordenación” (Naciones Unidas, 1972).
Si bien no se trata de discusiones del campo ambiental, no puede dejar de señalarse que los debates sobre la equidad intergeneracional se vieron impulsados por la irrupción de trabajos fundamentales, particularmente abocados a las dimensiones de la justicia y la ética y las problemáticas económicas. Por un lado, en su obra Teoría de la justicia, John Rawls (1971) exploró las dimensiones éticas de las problemáticas generacionales e introdujo el concepto de “principio de ahorro”, que sugiere que las generaciones presentes deben organizar sus instituciones y políticas de manera que preserven o mejoren las perspectivas de vida de las generaciones futuras dado que somos un todo colectivo. Como parte de estos aportes, ganó peso una noción como “reciprocidad descendiente”: cada generación recibe algo de la que la antecedió y, por tanto, a cambio debe transferir algo a la siguiente. Por otro lado, el economista y ganador del premio Nobel James Tobin (1974) propuso la idea del “impuesto sobre las transacciones financieras” como forma de estabilizar los mercados y generar ingresos que podrían utilizarse para abordar problemas intergeneracionales. De acuerdo con Tobin, los problemas de las generaciones futuras pueden resolverse mediante acuerdos o instituciones económicas.
Las voces latinoamericanas también se sumaron a este creciente debate durante la década de los setenta. Como respuesta al informe de Meadows et al., la Fundación Bariloche elaboró el Modelo Mundial Latinoamericano, mediante el cual complejizó la discusión sobre la cuestión intergeneracional al denunciar que el desafío ambiental es intergeneracional e intrageneracional al unísono, dado ya que los problemas ambientales y la desigualdad social se producen simultáneamente y son en definitiva un problema político. En este documento, se rechazó la idea de que la destrucción de la tierra sea un problema que afecte únicamente a las generaciones futuras y se denunció que no hace falta esperar el colapso para comprender los impactos del sistema productivo en el ambiente y las personas, dado que el desafío era contemporáneo y se ubicaba en los países del hemisferio sur. El Modelo Bariloche fue muy enfático en denunciar la profunda desigualdad del sistema productivo y subrayar los vínculos estrechos entre pobreza y degradación ambiental. Se trata de un aporte fundamental en lo que respecta a la incorporación de la problemática de la satisfacción de las necesidades de las generaciones presentes a los debates sobre el bienestar de las generaciones futuras.
Hacia finales de la década de los ochenta, se produjeron avances sustantivos en cuanto la sistematización y la conceptualización del concepto de equidad intergeneracional. A partir de la recuperación de varios debates internacionales sobre los desafíos ambientales globales y múltiples encuentros con distintos actores políticos, económicos y sociales, una comisión encabezada por Gro Harlem Brundtland, por entonces primera ministra de Noruega, presentó Nuestro Futuro Común en 1987. El trabajo, también conocido Informe Brundtland, propuso un giro en torno al desarrollo a partir de la compatibilización entre el crecimiento económico y la protección ambiental. De acuerdo con la comisión, el cuidado ambiental y el crecimiento de la economía no pueden abordarse de forma separada, pues son parte de una misma ecuación. En ese marco fue acuñada la noción de “desarrollo sostenible”, definido como aquel que permite satisfacer las necesidades de las generaciones presentes sin comprometer las posibilidades de las del futuro buscando proteger el ambiente y asegurar el desarrollo de los países (Nuestro Futuro Común, 1987). Más allá de las variadas críticas que esta conceptualización ha recibido por parte de sectores ambientalistas, la propuesta de la Comisión hizo foco en una equidad intergeneracional capaz de compatibilizar el crecimiento económico –necesario para la reducción de la pobreza del presente– con la protección ambiental sostenida en el tiempo.
En 1989, Edith Brown Weiss propuso una operacionalización de la equidad intergeneracional (fairness en su versión original) a partir de tres principios básicos: opciones, calidad y acceso. Siguiendo su planteo, la “conservación de opciones” implica que cada generación deberá resguardar la diversidad de recursos naturales y culturales con vistas a no limitar indebidamente las alternativas de las generaciones futuras y, adicionalmente, posee el derecho al disfrute de una diversidad similar a la generación previa. Por su parte, la “conservación de calidad” implica la preocupación y el cuidado de una calidad general de la tierra en pos de que no sea inferior a lo que recibió de la generación anterior. Por último, la “conservación de acceso” indica que cada generación es responsable de entregar a sus miembros derechos equitativos que favorezcan el acceso al legado de la generación anterior y a la conservación de tal acceso para las generaciones posteriores. Profundizando tales ideas, Brown Weiss entiende que, “como beneficiarios del legado de las generaciones pasadas, hemos heredado ciertos derechos a gozar los frutos de este legado, tal como lo harán las futuras generaciones. Podemos ver esto como obligaciones y derechos planetarios” (Brown Weiss, 1989: 21).
Al compás de estas discusiones, el concepto de desarrollo sostenible y la noción de equidad intergeneracional a él asociada fueron ganando centralidad en los debates multilaterales, así como también en las políticas económicas y ambientales emprendidas por los estados nacionales y actores productivos. Por ejemplo, en la Cumbre de la Tierra, celebrada en Río de Janeiro en 1992, se insistió sobre la necesidad de asegurar un desarrollo económico socialmente responsable y, al mismo tiempo, de trabajar para la protección de los recursos y el medio ambiente para beneficio de generaciones futuras. Asimismo, la Agenda 21, plan de ruta que emergió de dicha conferencia, instó expresamente a los estados partes a adoptar estrategias nacionales de desarrollo basados en los preceptos y decisiones tomadas en la Cumbre.
En la Argentina, por ejemplo, esto se vio reflejado en la reforma constitucional de 1994 o en la sanción de la Ley General de Ambiente (2002). Puntualmente, el artículo 41 incorpora el derecho al ambiente sano y, de forma expresa, refiere a la equidad intergeneracional en estrecha relación con el desarrollo sostenible al afirmar que “todos los habitantes gozan del derecho a un ambiente sano, equilibrado, apto para el desarrollo humano y para que las actividades productivas satisfagan las necesidades presentes sin comprometer las de las generaciones futuras; y tienen el deber de preservarlo”. La consagración constitucional de los derechos ambientales y la alusión a la equidad intergeneracional se vinculan estrechamente fortalecen el sentido de comunidad: como indica Hiskes (2009), la incorporación constitucional de determinado derecho, además de otorgar carácter de inalienable al derecho tutelado, refuerza el sentido de conexión de los ciudadanos a través de las distintas generaciones y contribuye a la construcción de una comunidad.
El concepto de equidad intergeneracional se ha consolidado mayormente en torno a su interpretación estrecha en términos de sustentabilidad. Sin embargo, en los últimos tiempos se han ido sucediendo una serie de planteamientos y desafíos que vuelven a poner en cuestión el modo de concebir el vínculo intergeneracional, el cuidado ambiental y la(s) noción(es) de futuro. Por un lado, la crisis ambiental global plantea complejas cuestiones de equidad entre las generaciones actuales y las futuras. El nivel de amenaza que enfrenta la humanidad y la urgencia de la misma involucra fuertes controversias en términos de equidad tanto intergeneracional como intrageneracional.
Existe una creciente movilización climática juvenil –Friday for Future, Extinction Rebellion, entre otros–, que argumenta que las infancias y juventudes son más vulnerables y menos responsables por la crisis climática que la generación adulta de líderes y decisores globales. La apelación a la equidad entre generaciones se vuelve parte central del marco interpretativo de la contienda e incluso como parte de una argumentación jurídica que busca hacer exigible y concreto el principio de equidad intergeneracional, dando lugar a nuevos posicionamientos y narrativas. Un ejemplo es la significativa demanda “Kelsey Cascade Rose Juliana contra Estados Unidos de América”, donde adolescentes acusan al estado por no tomar las acciones necesarias para mitigar el cambio climático.
A la vez, los actuales debates ambientales –fundamentalmente, los referidos al cambio climático– ponen en discusión una arista muy significativa de la toma de decisiones que involucra, indefectiblemente, a las generaciones venideras y al futuro: la cuestión de la legitimidad. Gonzalez-Ricoy y Gosseries (2016) reflexionan sobre la importancia de la legitimidad intergeneracional, dada la ausencia de los ciudadanos del futuro en las decisiones actuales. Asimismo, señalan que la legitimidad intrageneracional debe ser incorporada al análisis, ya que, entre los contemporáneos, hay grupos específicos que tienen más poder para decidir sobre el futuro que otros. Tomando como referencia el dilema trabajado por Parfit (1984) entre conservación y agotamiento, se puede señalar que, en un contexto actual de crisis civilizatoria y colapso ambiental, las decisiones del presente pueden implicar, en su cariz más extremo, la no existencia de las generaciones futuras. Por tanto, la búsqueda tanto de la legitimidad intergeneracional como de la legitimidad intrageneracional en las decisiones que atañen el futuro resulta aún un desafío clave por conquistar.
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Ver también
Ambiental (crisis), Capitaloceno, Cero neto para 2050, Desarrollo, Extractivismo, Generación, Heterocronía, Naturaleza (relaciones sociales con la), Poscapitalismo, Violencia lenta
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0002-2626-3808
(Del griego ἔσχατος, éskhatos, último, y λόγος, lógos, palabra). El término ἔσχατος (éskhatos) aparece ya en Homero significando “en los extremos”, “en los límites”, referido, como indicación de finitud, al límite más allá del cual no hay nada, a luchar en el borde o extremo de la batalla (Ilíada: XI, 524; XX, 328, 434), a los lugares más lejanos; siempre como indicación de limitación espacial, al extremo del campo en el que se desarrolla la acción (Il. X, 206; Xl, 8; Odisea: V, 238). En Heródoto (3. 106) se emplea para indicar los bordes o las fronteras de un determinado lugar, para referirse, al igual que en Homero, a aquellos que, como los etíopes, los postreros de los hombres, habitan en los extremos del mundo (Od. I, 23). El Nuevo Testamento mantendrá aún, ocasionalmente, restos de la acepción original, como en Mc 5.23, donde se alude con dicho término a estar en una situación extrema, la más grave que quepa imaginar, estar en las últimas o agonizando.
También en Platón puede hablarse de una escatología. Habida cuenta de que para él la esencia del hombre es el alma y que ella es inmortal, cabe expresar su escatología en tres características doctrinales: a) el hombre vive en la tierra como si estuviera de viaje (homo viator); la verdadera vida, por tanto, no es la terrena, que es solo un preámbulo, sino la del más allá, el invisible Hades; b) al ingresar en él más allá tras la muerte, el alma es juzgada únicamente según las leyes de la justicia, la templanza y la virtud: a ninguna otra cosa atienden los jueces del Hades; es irrelevante si el alma juzgada ha sido en la tierra la de un poderoso o la de un súbdito, únicamente cuentan las señales de justicia o injusticia que el alma lleva grabadas sobre sí; c) concluido el juicio definitivo, el destino del alma puede ser alguno de los siguientes: de salvación, si ha vivido plenamente en la justicia, por lo cual recibirá como premio una morada en la isla de los bienaventurados o en lugares incluso superiores e indescriptibles; de castigo perpetuo, si ha vivido continuamente en la injusticia y ha convertido su alma en insanable, y sufrirá el castigo eterno del Tártaro; de punición purificadora, si ha vivido en parte según la justicia y la injusticia y esta última admite sanación (entonces —habiéndose arrepentido— es solo temporalmente castigada y, tras la expiación de las injusticias cometidas, recibe el premio que merece).
A lo largo de su desarrollo, la cultura judía elabora dos corrientes escatológicas coexistentes. Una, con la que trabajan los profetas, habla de la esperanza de futuro venturoso, propia de campesinos pacifistas de carácter no militar (Is 51.3 y 2.4; Os 2.18). La otra, asociada a las esperanzas de futuro de los guerreros, alude al día en que Yahvé, “Dios de los ejércitos”, pondrá en manos de Israel a los enemigos, a las que se sumaban ciertas predicciones monárquicas de salvación.
El término escatología denota una doctrina sobre aquello que ha de suceder al final del acontecer de todas las cosas. Fue acuñado por el teólogo protestante Karl Bretschneider a principios del siglo XIX, aunque su utilización se ha generalizado con el mismo significado también a la teología del cristianismo, para designar lo que tradicionalmente se denominaba novissima res (las cosas últimas).
En general, suele distinguirse entre una escatología personal (que atañe al fin del hombre como individuo), otra colectiva (concerniente al fin de la humanidad) y una tercera cósmica (que abarca las teorías acerca del fin del mundo). Se trata de un saber (lógos) acerca de una instancia última, de índole ontológica, que concierne al ser mismo independientemente de su condición personal, colectiva o cósmica. Su contexto es la temporalidad histórica, el acaecer histórico y por ello el futuro, dado que los acaecimientos históricos siguen en curso, no llegan a su fin; supuesto, claro está, que ese sea su destino último, es decir, supuesto un final.
Esta instancia ontológica final puede ser pensada desde una perspectiva kairológica o bien catastrófica. Se tratará, entonces, del fin en el sentido de una consumación, de una ocasión propicia (καιρός) para el final de los acontecimientos de la historia ya consumada, o bien de un final catastrófico (καταστροφή), esto es, simplemente destructivo, apocalíptico. En ambas perspectivas caben tanto un abordaje sagrado como uno profano.
En un contexto sagrado la expresión “final de los tiempos” adquiere diversas acepciones, aunque siempre incluyendo el significado de una “consumación”, de algo ya acontecido que otorga sentido, inclusive, a un escenario catastrófico individual como la muerte, colectivo como la desaparición de la humanidad, o cósmico como la destrucción o catástrofe última universal.
En el Antiguo Testamento, “final de los tiempos” se refiere, en los textos de los profetas, a los tiempos denominados también mesiánicos y que el cristianismo aplicó luego a Cristo (Χριστός), nombre que significa “ungido” y, en su caso, “el ungido”. En el Nuevo Testamento, ambas expresiones refieren a una segunda venida de Cristo, como juez o como rey universal, según sean las interpretaciones, lo que ha de significar la instauración definitiva del Reino de Dios o de su voluntad salvífica. En el cristianismo primitivo se creyó que esta segunda venida era inminente, pero la difusión creciente de la fe cristiana en un territorio cada vez más extenso hizo que se aplazara la noción de la venida definitiva de Cristo al final de los tiempos, esto es, a un período histórico indeterminado, el final de la historia que conocemos y habitamos, no determinable humanamente en forma directa, en el que habrá “un cielo nuevo y una nueva tierra”, y que representa el inicio del “día de Dios”, su presentación o presencia (παρουσία) definitiva. Estas verdades tienen que ver con los denominados “novísimos”, es decir, “las últimas cosas”, lo que acontece después de nuestra muerte. Los “novísimos” son cuatro: muerte, juicio, infierno y cielo; a veces hay un quinto, purgatorio. En la teología cristiana esta doctrina recibe el nombre de “escatología”. De entre los más importantes sucesos del fin de los tiempos en el sentido de su plenitud, la religión cristiana destaca la idea del “juicio final” y la de la “resurrección de los cuerpos”. A la teología incumbe la tarea de explicar el contenido y el sentido de las afirmaciones escatológicas.
En la base de la escatología cristiana subyace la noción de un tiempo único, según la cual las cosas tienen un comienzo, un devenir y un final. El comienzo lo representan la creación y la redención (primera venida de Cristo); el devenir es el tiempo de la permanencia de la Iglesia y de su historia, y el final es la consumación de todo y la forma definitiva que ha de adoptar el conjunto de lo creado.
Desde la perspectiva profana —del latín profanus, compuesta por pro (fuera o delante del) y fanum (templo), es decir, lo no consagrado—, puede señalarse ya en Platón cierta escatología. En el Gorgias (467c-508c), expone su doctrina ético-escatológica. Después de mostrar que la retórica es una forma de adulación que cultiva las apariencias, pero no lo que es propio de la naturaleza humana porque ignora el verdadero conocimiento del bien, y de probar que la injusticia es el mayor de los males, que un hombre injusto no puede ser feliz y que es mayor mal cometer injusticia que sufrirla, así como que las tesis de su interlocutor —el sofista Calicles— son contrarias la naturaleza humana, porque el bien no es el placer ni el mal el dolor, finalmente concluye que el alma buena y temperante es feliz, porque realiza la dimensión cósmica del orden (κόσμος), mientras que el hombre injusto no puede ser amigo ni de los hombres ni de los dioses. Su planteamiento ético prepara la conclusión escatológica del diálogo: la conducta en esta vida prepara el destino del alma en la vida del más allá: “(…) [existe] una ley acerca de los hombres, según la cual el que ha pasado la vida justa y piadosamente debe ir, después de muerto, a las Islas de los Bienaventurados y residir allí en la mayor felicidad, libre de todo mal. Pero el que ha sido injusto e impío debe ir a la cárcel de la expiación y del castigo, que llaman Tártaro” (523 a-b).
Los mitos milenaristas integraban varias ideas antiguas: una, la del eterno retorno y renovación cíclica de la realidad histórica, a través de sucesivos mundos que eran catastróficamente aniquilados. Otra, la creencia en una edad de oro primitiva, a partir de la cual el mundo se degradaría a través del tiempo. Sobre ellas actúa la fe apocalíptica que espera el retorno del Mesías y el comienzo de un nuevo cielo y una nueva tierra perfectos, tras una efímera instauración del mal.
Hacia finales del siglo XIX y los umbrales del XX, es Walter Benjamin (1871-1918) el autor de una escatología no teológica secular, influenciado por el pensamiento de Gershom Scholem, quien define el mesianismo judío a partir de la visión apocalíptica. Esta visión, en palabras de Scholem, contiene “por una parte, a la naturaleza catastrófica y destructiva de la salvación, y, por otra, a la utopía del contenido del mesianismo consumado”. Scholem señala la relación entre la idea mesiánica en sentido trascendente e inmanente: “la idea mesiánica no se ha generado solo como revelación de un principio abstracto de esperanza de salvación para la humanidad, sino respondiendo cada vez a circunstancias históricas muy concretas” (Scholem, 1998).
Bajo la influencia de Scholem, elabora Benjamin una peculiar noción: Jetztzeit (ahora del tiempo) que mienta plenitud del tiempo, aun cuando a la vez miente destrucción del continuum de la historia en tanto que tiempo vacío y homogéneo. Efectivamente, se les prohibía a los judíos atisbar el futuro, dirigir su mirada hacia él, y en tal sentido la Torá aleccionaba en la rememoración, lo que producía cierto desencanto del futuro anunciado por augures y adivinos. El futuro, en consecuencia, no se torna en tiempo vacío y homogéneo: “(…) en él cada segundo constituía la pequeña puerta por la que el Mesías podía penetrar” (Cfr. Benjamin, 2007).
Atendiendo entonces al aspecto catastrófico y destructivo, se ve allí un exceso de lo meramente conceptual. Esa destrucción no se da en los términos de una refutación efectuada desde el concepto de Jetztzeit y hacia el concepto de tiempo vacío y homogéneo propio del historicismo. Ya no se trata de interpretar el mundo o la historia: el materialista histórico solo podrá articular este concepto de Jetztzeit haciendo “saltar el continuum de la historia” (Benjamin, 2002: tesis XVI). Esto permite ver que Jetztzeit presupone el tiempo vacío y homogéneo.
El mesianismo es eje de la concepción política benjaminiana y constituye una estructura del tiempo, de su ritmo. Es preciso enfatizar la relación establecida por Benjamin entre política y temporalidad. La política es un modo de estructurar el tiempo y la historia. Tiempo, historia y política conforman una unidad, un tejido de relaciones y es escatológica la índole de su estructura. Benjamin, a la luz de su mesianismo, muestra que la estructura del tiempo es equiparable con el devenir de la naturaleza: ambas tienden hacia la desintegración. El tiempo histórico, para Benjamin, es un transcurrir sin fin hacia la desintegración, ya que la eternidad no tiene más consistencia que lo efímero de un detalle: “lo eterno es el volado de un vestido, más que una idea” (Benjamin, 2005).
La desintegración enraíza íntimamente en el tiempo histórico y le impone un ritmo, un modo de su acontecer que lo acompasa hacia su desintegración. El ritmo es más que la totalidad del mundo y está más allá del tiempo-espacio. En el mesianismo no teológico de Benjamin lo único que está más allá es el ritmo. No hay trascendencia alguna.
El final del mundo, noción mesiánica que funciona como su clave, forma parte del mundo, no adviene a él. La escatología de Benjamin es una escatología de lo que está aquí. Lo mesiánico habita en el mundo, acontece en una eternidad inmanente a él, en su tiempo y ritmo. A su vez, la futilidad del mundo consuma su totalidad, constituye la eternidad de su aquí.
Ya hacia fin del siglo XX, un claro bosquejo del milenarismo como fenómeno —aunque no el único— que auguraba el fin de los tiempos hacia el final del siglo X, queda expresado en algunos textos de Umberto Eco (1982; 1989). Con base en un análisis iconográfico de las miniaturas de Beato de Liébana, Eco traza la historia del milenarismo occidental, desde la controversia de Agustín de Hipona y los donatistas hasta el Manifiesto comunista, de Marx.
Dentro de los cánones de la ficción, un clásico sobre los debates medievales y el milenarismo es su novela El nombre de la rosa (1980), ambientada hacia 1327 en una abadía benedictina poblada de frailes inquisidores y monjes imbuidos en la herejía dolciniana. Jean-Claude Milner (n. 1941), francés, discípulo de Roland Barthes y Jacques Lacan, y autor de L’arrogance du présent. Regards sur une décennie. 1965-1975, entrevió la condición de “novela en clave” de la obra de Eco, su directa relación con los sucesos de mayo de 1968 y la incorporación del milenarismo medieval a la mitología de las vanguardias estudiantiles.
Benjamin, W. (2002). Tesis sobre la filosofía de la historia. Madrid: Editora Nacional.
— (2005). El libro de los Pasajes. Madrid: Akal.
— (2007). “Sobre el concepto de historia”, en Obras I. Madrid: Abada.
Eco, U. (1982). “Beato de Liébana, el Apocalipsis y el Milenio”. Los Cuadernos del Norte: Revista cultural de la Caja de Ahorros de Asturias, año 3, núm. 14, pp. 2-20).
— (1989). Palimpsesto sobre Beatos (Beato de Liébana. Miniaturas del “Beato” de Fernando I y Sancha, Manuscrito Bibl. Nac. Madrid Vit. 14-2. Milano: Franco Maria Rizzi, editor).
Milner, J.C. (2009). L’arrogance du présent. Regards sur une décennie. 1965-1975. Paris : Grasset.
Scholem, G. (1998). “Para comprender la idea mesiánica en el judaísmo”. En Conceptos básicos del judaísmo. Madrid: Trotta.
Ver también
Contingencia / fortuna, Desarrollo, Evolución, Extinción, Frontera / límite, Futuro ominoso, Futuridad, Imagen, Imaginario(s), Infinito
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
ORCID: 0000-0002-4113-3382
Etimológicamente, proviene del latín evolutio (forma verbal infinitiva: evolvere). Indica la acción o efecto de desenvolverse, desplegarse, desarrollarse gradualmente algo que estaba envuelto, plegado o arrollado. A la misma familia de palabras, en cuya raíz aparece la idea de rodar, correr o dar vueltas, pertenece “involución”, utilizado con frecuencia como lo opuesto a “evolución”; también “revolución”, que en su versión original significa “vuelta al principio” o “giro”, aunque luego también significó cambio súbito, irrupción de algo nuevo.
Históricamente, evolución se aplicó a sistemas sociales y biológicos, desde dos tradiciones distintas. La primera surge en el siglo XVII de los estudios biológicos que intentaban explicar cómo se forman los nuevos seres individuales: por un lado, los epigenistas y, por el otro, los preformacionistas. A partir del siglo XIX, comenzó a usarse, principalmente, para explicar los procesos biológicos de diversidad de las especies. La otra tradición surge de la reflexión acerca de las sociedades, las culturas y la historia en la Modernidad (a partir de la Ilustración), ligada principalmente a la idea de progreso. Aunque hoy los científicos sociales suelen avergonzarse de su pasado evolucionista, en esta línea se ubican filósofos, sociólogos y antropólogos del siglo XIX, incluso muchos que no se autodenominaban evolucionistas y cuyas ideas acerca de los procesos sociohistóricos se ajustan estructuralmente al significado original de “evolución”: Hegel, Comte, Marx, Spencer, los antropólogos Tylor, Morgan, y otros menos conspicuos. La idea de evolución se convirtió en la metáfora articuladora de las explicaciones sobre lo social.
Conceptualmente, implica tiempo y cambio, pero no cualquier cambio ni el mero paso del tiempo alcanzan, sino que deben articularse según condiciones particulares.
Con respecto al tiempo, deben señalarse algunas características. Aunque es obvio que todos los procesos cósmicos (naturales, sociales, fisiológicos o mentales) ocurren en el tiempo, en una explicación evolucionista este adquiere centralidad epistémica, se transforma en condición de posibilidad, incluso en casos en que no puede ser cuantificado o conocido con exactitud. Segundo, el tiempo evolutivo es lineal y la historia (personal, biológica, social, paleontológica) resulta una concatenación de sucesos irrepetibles en una secuencia causal irreversible. Tercero, el abanico de teorías evolucionistas presenta una enorme variabilidad de rangos temporales. El desarrollo ontogenético puede ir desde algunos minutos u horas hasta varios cientos de años en algunas especies vegetales, pero la evolución de las especies puede abarcar rangos de cientos de miles o millones de años. Por su parte, los tiempos de los procesos sociales considerados evolutivamente varían entre decenas, centurias o a lo sumo, algunos pocos milenios. También hay notorias diferencias en las posibilidades y formas de medirlo. Los procesos de evolución de las especies pueden medirse siempre ex post, es decir como reconstrucción histórica (con los márgenes de error y dificultades propias de la paleontología y la biología evolutiva) en la cual no hay tiempos fijos para determinados cambios; pero los procesos ontogenéticos se dan en tiempos fijos y previsibles, y su incumplimiento, por las circunstancias que fueran, deriva en problemas serios para el organismo o, lisa y llanamente, en la muerte. Los tiempos histórico-sociológicos en ocasiones pueden medirse, pero habitualmente en las versiones evolucionistas se trata de tiempos ficcionales, hipotéticos o incluso tiempos atemporales –o coexistentes–, ya que etapas supuestamente anteriores del proceso conviven con momentos posteriores y permiten un uso normativo de la teoría, como por ejemplo cuando se califica de salvaje a un grupo humano que convive con otro que estaría en el estadio civilizado. Se trata de teorías que, bajo la apariencia de estar diciendo algo sobre el futuro o el pasado, solo normatizan el presente.
Con respecto a los cambios evolutivos, también es necesario hacer algunas precisiones. No cualquier cambio es evolutivo, sino solo aquellos que se constituyen en la constatación misma de esa evolución en un proceso ordenado que se da en el tiempo. El cambio evolutivo es inmanente, y ello implica varias cuestiones. Primero, y lo más obvio, funciona según la lógica propia de las estructuras que evolucionan y no por interferencias o causas sobrenaturales. Ciertas partes del sistema evolucionan y traccionan al conjunto, es decir que no todos los elementos operan con el mismo protagonismo evolutivo. En el caso de la evolución social, y según los autores, ciertas instituciones (familia, propiedad o gobierno), el conocimiento, la tecnología, la economía, la religión, etc., son las que definen o promueven la evolución del todo. En el caso de la biología, la genética explica en buena medida los desarrollos ontogenéticos en interfase con las biografías de los organismos individuales sometidos a la selección natural, a la que se ha agregado en los últimos tiempos la teoría de la EVO-DEVO. Lo que evoluciona transita por etapas que se van cumpliendo en un orden determinado. Esta idea lleva con mucha facilidad a homologar evolución y progreso, lo cual es típico de los evolucionismos sociales (las etapas posteriores son mejores que las anteriores en algún sentido relevante y definido). Por ejemplo, para Comte, el estadio metafísico supera al religioso, y el positivo o científico a ambos; y para Marx, y aunque sobre esto hay muchos debates, puede decirse que el capitalismo es mejor que el comunismo primitivo y que los modos de producción esclavista y feudal, porque permitirá el paso a una futura sociedad sin clases; para los antropólogos evolucionistas del siglo XIX (E. Tylor y L. Morgan) las culturas pasan sucesivamente por las etapas de salvajismo, barbarie y civilización. El pasaje de etapas implica también que los momentos –inicial e intermedios– tienen déficits o incompletitudes en función de la totalidad del proceso, lo cual lleva a su abandono y superación, pero también la recuperación, en cada paso, de características positivas y necesarias.
En biología es clara la presencia de etapas que se van sucediendo en un orden determinado en las teorías ontogenéticas, incluidas las preformacionistas y las epigenistas (también en las distintas versiones recapitulacionistas, en las cuales etapas ancestrales filogenéticas se van haciendo presentes en la ontogenia). Ernst Haeckel, por ejemplo, sugería que, a lo largo de su crecimiento, cada individuo atraviesa una serie de etapas que se corresponden, en ese mismo orden, con las diferentes formas adultas de sus antepasados; Lombroso (otro ejemplo, entre muchos posibles, de recapitulacionismo) pensaba que el delincuente nato es un individuo en el que se manifiestan rasgos atávicos de ancestros no humanos.
Vale aquí una breve digresión. Si es cierto que progreso implica direccionalidad, la afirmación inversa no siempre es válida, pues la historia humana puede pensarse como dirigida en otros sentidos, incluso decadentes o degeneracionistas. En la biología el tema es aún más complejo. El embrión tiene un desarrollo direccional claro y único, pero es difícil decir que “progresa”, pues solo cumple con los pasos previstos según formas naturales de funcionar. Por otra parte, si bien estaría clara la direccionalidad del proceso en la versión lamarckiana de la evolución, lo mismo que en las teorías recapitulacionistas, resulta notoria la aversión de los biólogos posdarwinianos a hablar de progreso en la historia de la vida en el planeta. De todos modos, se sigue discutiendo sobre la direccionalidad (véase Wagensberg y Agustí, 1998).
Otro elemento relevante es el lugar que la decadencia o la degeneración pueden tener dentro de las teorías evolucionistas. En el caso de la evolución social, la apelación a la decadencia, casi siempre asimilada con estadios previos negativos, le otorga potencia normativa a la argumentación política o ideológica. En efecto, permite evaluar como inferiores a las culturas o sociedades que, no habiendo cumplido con las etapas previstas, se encuentran en estadios anteriores. El llamado de atención sobre la decadencia o degeneración, es decir, de una inversión, estancamiento o una alteración anómala del proceso esperado –claro resultado de la acción degenerativa de la libertad humana– no reproduce una historia empírica, sino que, por el contrario, construye una historia ficcional, legitimante de un presente efectivo o un futuro deseado. En el caso de Comte, por ejemplo, se trataría de un anuncio optimista de la incipiente era positiva y científica que se vislumbra; en el de Marx, de una impugnación del presente en pos de un proceso que aún falta completarse; para los antropólogos, sirve no solo para anunciar o dar por completado un proceso evolutivo, sino también para valorar contemporánea y diferencialmente las culturas en diversos estadios de desarrollo.
En algunas versiones recapitulacionistas, las etapas pasadas son las causantes de las conductas negativas actuales (el criminal lombrosiano, por ejemplo) o de atavismos conductuales (como el complejo de Edipo en Freud). Lo negativo está en el pasado, pero un pasado que se hace presente, que se actualiza o amenaza con volver y que también permitiría decidir acciones preventivas sobre el futuro, por ejemplo, con los considerados “criminales natos”.
El cambio evolutivo también es continuo. Ello no significa que sea constante (sin ningún momento estático), sino que las causas y mecanismos que lo producen están siempre presentes en una gradación de pasos dentro de una serie única. Por ello, los evolucionistas sociales tenían que buscar una adecuada conciliación entre lo estático y lo dinámico, para identificar periodos de supuesto estancamiento, sin afectar la idea de continuidad que refiere a periodos completos. En el caso de los evolucionismos biológicos, también el cambio es continuo, lo cual tampoco implica ausencia de estadios de (aparente) estancamiento o inmovilidad. En la evolución de las especies se discute sobre la secuencia y ritmos de los cambios de la vida en el planeta; hay linajes que permanecen estables o con muy pocos cambios durante millones de años, pero también hay otros que presentan cambios en tiempos relativamente cortos. En la ontogenia, los periodos de cierta estabilidad estructural o el inicio de procesos nuevos en algún momento relativamente preciso (por ejemplo, la aparición de los dientes o alguna enfermedad hereditaria) están determinados genéticamente y, con frecuencia, en interacción con el medioambiente.
Un sistema que evoluciona produce novedades, es decir situaciones, relaciones o hechos nuevos que, justamente, manifiestan que hay evolución. Sin embargo, como ya se ha señalado, la acepción más corriente (y original) de evolución implica el des-arrollo, el des-pliegue en el tiempo de lo que ya está en el principio. Esta suerte de paradoja o tensión entre lo des-plegado y la emergencia conlleva la pregunta: ¿lo novedoso solo es tal en la medida en que desconocemos los procesos que lo tienen como resultado (un problema gnoseológico) o se trata de novedades genuinas (un problema ontológico)? Aunque no es posible relevar esta discusión aquí, cabe indicar que esta tensión entre lo novedoso y lo desplegado puede encontrarse con matices bastante diferentes en las distintas versiones evolucionistas. Lo que las distintas versiones evolucionistas puedan decir sobre el futuro está en relación directa con este problema.
La teoría darwiniana de la evolución merece un tratamiento aparte porque resulta una verdadera anomalía en cuanto a sus rasgos estructurales. Los usos corrientes de evolución llevaron a Darwin a ser muy prudente en su uso y prefería hablar de “descendencia con modificación”. En las primeras cuatro ediciones de El origen de las especies, el término no aparece nunca; en cambio, utilizó evolved una vez y, curiosamente, como la última palabra del libro. En la quinta la utiliza una vez, aunque refiriéndose a G. H. Lewes. Recién en la sexta edición, utiliza ocho veces evolution y cinco veces evolved. La precaución de Darwin tiene un sentido claro, y es que su teoría diverge en grado sumo en los aspectos relevados en los párrafos precedentes: etapas a priori, progreso, direccionalidad del cambio, potencia normativa, despliegue de lo que ya está, son conceptos ausentes en la teoría darwiniana. De hecho, una de sus consecuencias más importantes ha sido la supresión del pensamiento teleológico en el mundo de lo viviente, es decir, el abandono de la creencia de lo que el ya clásico trabajo de Lovejoy denominó la scala naturae o escala de la perfección que reflejaba una progresión ascendente en la disposición y funcionamiento de los entes naturales. En biología no hay camino hacia lo mejor; la aptitud en cada generación solo permite a los individuos sobrevivir y transmitir sus características mediante la reproducción; o morir sin descendencia; mucho menos pueden postularse a priori las etapas que deban recorrerse. Únicamente la reconstrucción retrospectiva (a cargo del paleontólogo) de los distintos linajes y especies mediante un relato histórico unificador del registro fósil y otros datos puede generar la ilusión de que hay cierta direccionalidad. La teoría de la evolución es incapaz de predecir en un sentido relevante el futuro de las distintas especies o familias de especies: la novedad es un elemento central, emergente en sentido ontológico pleno.
En la actualidad, los evolucionismos que pretendían predecir y controlar el futuro de la Humanidad han caído en descrédito y desuso, lo mismo que buena parte de las teorías biológicas recapitulacionistas. Hoy solamente se encuentra vigente en el campo científico la teoría evolutiva de las especies; teoría que, en sentido estricto y como se ha señalado, no puede decirnos nada sobre el futuro biológico. Paradójicamente, el futuro de la humanidad como especie está en jaque por el deterioro planetario. La posible incidencia de nuestras acciones en la vida de las generaciones futuras ha dejado de ser un problema meramente ético o abstracto para transformarse en algo acuciante y dramático. Al mismo tiempo, la aparición de nuevas tecnologías genéticas y reproductivas alienta la fantasía tecnocrática de controlar la evolución y, por tanto, el futuro. Pero, si nuestra actual teoría biológica de la evolución está en lo cierto, el futuro evolutivo de nuestra especie a mediano y largo plazo no es predecible ni controlable. Las perspectivas de eliminar enfermedades genéticas e, incluso, del biomejoramiento humano, posibilidades azuzadas por los transhumanistas científico-tecnológicos, navega entre innegables logros reales e hiperbólicas fantasías sin fundamento; los sueños y utopías individualistas podrán encandilarnos con horizontes de satisfacción de deseos elementales como vivir más y mejor, pero no solo permanecerán a considerable distancia de saldar las enormes deudas colectivas que la Humanidad tiene consigo misma, sino que la sorpresa evolutiva no dejará de estar presente. Es la biología.
Gould, S. (1987). Time’s Arrow. Time’s Cycle. Myth and Metaphor in the Discovery of Geological Time. Cambridge: Harvard University Press.
— (1977). Ontogeny and Phylogeny. Cambridge: Harvard University Press
Herman, A. (1997). The Idea of Decline in Western History. N.Y.: The Free Press.
Nisbet, R. (1976). Social Change and History. N.Y.: Oxford University Press.
Wagensberg, J. y Agustí, J. (ed.) (1998). El progreso. Barcelona: Tusquets.
Ver también
Desarrollo, Epigenética, Escatología, Extinción, Futuro, Heterocronía, Innovación, Poshumanismo, Transhumanismo
Centro de Investigaciones y Estudios sobre Cultura y Sociedad
Universidad Nacional de Córdoba
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0003-0149-5175
En el libro X-Risk, del año 2020, Thomas Moynihan realiza un rastreo histórico de cómo la humanidad ha pensado su propia extinción. Su tesis es triple: primero, que la idea de extinción humana es comparativamente novedosa (dos siglos en el marco de una historia de más de 200.000 años, la del sapiens); segundo, que esta novedad se entiende mejor si se distingue entre extinción y apocalipsis; tercero, si bien la novedad no asegura la importancia, la perspectiva de la propia extinción es de excepcional importancia para la humanidad.
Interesa la distinción respecto del apocalipsis. De acuerdo con Moynihan (2020: 13): “Apocalipsis y extinción no son simplemente ideas diferentes, sino incompatibles y contradictorias. En breve, donde el apocalipsis asegura el sentido de un final, la extinción anticipa el final del sentido”. La extinción es el final de una especie biológica en un cosmos desacralizado. No revela ningún sentido del final, muestra nuestro estatuto menor como una especie entre otras cuya desaparición no afecta a la tierra como tal. Extinción nombra el paso de la carencia de sentido a su absoluta imposibilidad: “La extinción se basa en la apreciación de que el universo no responde en absoluto a nuestros deseos morales ni a nuestro sentido de justicia” (Moynihan, 2020: 31). La extinción no es una posibilidad futura, sino una realidad actual. Esta realidad es precisamente el final del sentido, no como crisis, no como nihilismo, no como imposibilidad de la experiencia, sencilla y radicalmente cosmos sin humanos.
En 2018, Richard Grusin edita desde el Center for 21st Century Studies la compilación titulada After extinction. El volumen se entiende desde la discusión sobre el Antropoceno, que es, al mismo tiempo, la anticipación de la extinción humana y la imaginación de las huellas de la misma en la corteza terrestre. Indica que uno de los desafíos de la teoría crítica actual radica en que ciertas distinciones, como aquellas entre humanos y no humanos o entre naturaleza y cultura, ya no son sostenibles. Grusin sostiene que algo como la extinción refiere a dos áreas de indagación: por un lado, la extinción como acontecimiento, y para ello se pregunta si la extinción debe ser pensada en singular, como un único y masivo acontecimiento, o si hay que pensarla en plural, como una serie de acontecimientos locales; por otro lado, la extinción como concepto, esto es, indagar sobre qué le sucede a la escritura, a la teoría, a la filosofía, después de pensar la extinción. Preguntas que implican ahondar en las escalas –temporales y espaciales– de tal extinción. En la indagación propuesta por Grusin, aparece como cuestión central el vínculo entre la extinción pensada en singular y una especie viva llamada humanidad. Este vínculo es central, porque precisamente hace de la extinción un singular, desconociendo la multiplicidad de extinciones de otras especies, varias en curso.
Para pensar la pluralidad de las extinciones en curso, resulta central el aporte de Deborah Bird Rose, Thom Van Dooren y Matthew Chrulew, que han delimitado un enfoque general llamado extinction studies. Este enfoque parte, por un lado, de una definición de extinción masiva a partir de tres rasgos: la pérdida de un número radicalmente elevado de especies, la pérdida de una amplia gama de formas de vida y el marco temporal comprimido en que se produce. Por otro lado, es de señalar que, si bien la responsabilidad del ser humano es central en lo que se ha denominado sexta extinción, participa de ella de formas variadas y ambivalentes. Al mismo tiempo que parece primar un sentimiento de inevitabilidad y finalidad angustiante, se desarrollan formas de esperanza y resistencia. Conviven la imposibilidad de detener la extinción, una impasibilidad radical, y un llamado a la acción, una multiplicidad de compromisos efectivos. Preguntan: “¿Qué formas de vida humana están impulsando estos procesos catastróficos de pérdida, y de qué otras formas diversas los humanos se ven arrastrados e implicados en la extinción –y en su resistencia–?” (Rose, Van Dooren y Chrulew, 2017: 6).
Los extinction studies constituyen un enfoque particular para abordar la extinción: “Se basa en la comprensión de que no hay fenómeno singular de extinción; más bien, la extinción se experimenta, se resiste, se mide, se enuncia, se realiza y se narra en una variedad de formas a las que debemos prestar atención” (Rose, Van Dooren y Chrulew, 2017: 2). La apuesta es también una apuesta formal –un método– y para ello recuperan la necesidad de contar historias propuesta por Donna Haraway. Se trata entonces de contar historias de la extinción de múltiples especies, esto es, pensar qué historias utilizamos para contar y pensar otras historias.
De modo que la apuesta teórica y política de los extinction studies radica en acentuar la especificidad: lo que se juega en cada especie que desaparece, pero también en la desigualdad y el posicionamiento diferencial de los humanos en esto. Por ello, se trata de la responsabilidad misma que surge en cada narración de una extinción en cuanto respuesta ética de la “teoría”. Tres conceptos definen los extinction studies: mortalidad, temporalidad y generación. En primer lugar, la extinción es una referencia a la muerte, a un tipo particular de ella, la desaparición de un colectivo, el final de un tipo de vida. En segundo lugar, para entender la extinción es necesario atender a cómo las especies suponen herencias intergeneracionales, es decir, el fin de una forma de vida es el final de un linaje cultivado por miles de años (la extinción es el fin de la “generatividad” de las generaciones). En tercer lugar, todo esto supone múltiples temporalidades, desde el tiempo profundo de la evolución y la especiación hasta la velocidad con la que desaparecen formas de vida en la actualidad. En este último caso, se trata del entrelazamiento de temporalidades entre formas de vida y formas de narrar: formas de medir, relacionarse con, narrar, tomar, el tiempo. Esto conlleva un problema señalado por Grusin: “Además de la extinción masiva de especies, hoy pensamos también en la extinción de formas culturales: lenguas, costumbres y tradiciones; oficios y habilidades artesanales; medios de comunicación, tecnologías y sistemas operativos; instituciones públicas” (Grusin, 2018: viii).
Desde una perspectiva crítica, Claire Colebrook (s.f.) hace de la extinción una posibilidad de la teoría. Si la extinción es, por principio, la extinción de las formas culturales: ¿qué puede significar una teoría de la extinción? ¿No es la extinción, como concepto, la misma imposibilidad de toda teoría? Para Colebrook, se trata de precisar el concepto de extinción en relación con lo humano, esto es, con la paradoja que aloja: la extinción señala el fin de la especie humana producida por sí misma, al mismo tiempo que el Antropoceno parece mostrar la fuerza geológica de una especie que puede revertir esta extinción. Extinción es un concepto, a la vez, radicalmente humanista y radicalmente poshumanista.
Para Colebrook, existen tres articulaciones del concepto de extinción. Primero, extinción refiere a la sexta gran extinción en masa, donde los seres humanos son la primera especie que podrá presenciarla y que ha contribuido a producirla. Esta primera definición depende de la constitución de un “nosotros” humano que surge del concepto de “especie”, es decir, la posibilidad de pensar la extinción es correlativa a la emergencia de un modo cultural e históricamente específico de configurar un universal llamado “especie humana”. Segundo, existe un sentido de extinción forjado por pensadores como Bostrom, Kurzweil o Moynihan, para quienes el problema es una idea de razón asociada a la vida singular de una especie que puede extinguirse. Tercero, la extinción es un concepto que es precisamente la posibilidad del no-ser del pensamiento: un pensamiento de su propia eliminación. La extinción es, entonces, la sexta gran extinción de masas (que el humano puede imaginar y presenciar); el humano como agente de destrucción de otras especies (precisamente aquella lista de especies en peligro de extinción); y la autoextinción (la extinción no solo de la especie, sino en un sentido abstracto la destrucción de aquello que nos haría humanos).
Una perspectiva crítica no puede dejar de notar cómo el concepto de extinción depende de aquel de especie, esto es, de una cierta forma de universalismo biológico. No es sino el discurso de la biología emancipado de una razón teológica finalista el que posibilita pensar la extinción. Por ello, pregunta Colebrook: “¿Y si, en lugar de centrarse en la extinción, o en cuántas especies estamos perdiendo y cómo podemos perdernos a nosotros mismos, uno se fijara en todas las formas en que lo que ha llegado a reconocerse como especie humana ya requería la extinción de otras formas de ser humano?” (Colebrook, s.f.: 12). Tres o cuatro indicios para pensar: la dependencia del concepto de extinción respecto del de especie, la pregunta por la posibilidad del pensamiento, y cuál es aquel que tiene sentido, y, por último, cómo escapar de un pensamiento de la salvación que reinscribe la excepcionalidad del agente humano. Estos tres aspectos pueden pensarse respecto de la teoría como forma cultural, es decir, pensar el pliegue entre teoría de la extinción y extinción de la teoría. Si la extinción muestra radicalmente la finitud de un nosotros como especie que forma y destruye mundos, se trata de dar lugar a una teoría no confinada por esa finitud. La extinción supone el desafío de una teoría que acepta la distancia respecto de un mundo que puede ser sin nosotros: que hubo un tiempo y habrá un tiempo sin seres humanos. La extinción es, entonces, un lento trabajo de destrucción de los imaginarios que incorporan ese afuera.
Ray Brassier se inscribe entre aquellos autores que, al reinventar el realismo, han pensado lo que aloja en el concepto de extinción –un mundo sin nosotros– y muestran en qué sentido la extinción pone en crisis los discursos de la Ilustración y de la crítica (entendiendo la mutua dependencia entre Ilustración y crítica). En una lectura que va de Nietzsche a Meillassoux, pasando por la Escuela de Frankfurt, se dedica a pensar precisamente el vínculo entre extinción e Ilustración. Lo que significa, por lo menos: primero, pensar la extinción por fuera del ordenamiento teleológico de la temporalidad propia del progreso ilustrado; segundo, que ya no se trata de la teoría después de la teoría, sino de “cómo pensar el pensamiento en un mundo sin pensamiento”; tercero, que esto radicaliza la posibilidad de pensar un mundo sin nosotros desde la datación cierta de la extinción a la desaparición del planeta tierra.
La extinción es la posibilidad de datar la desaparición del sol, y con ello borrar el horizonte terrenal que orienta la existencia humana. De hecho, la idea de extinción desarticula el modo en que la filosofía está preocupada, o lo ha estado, con la muerte. Brassier, leyendo a Lyotard, sostiene que “todo ya está muerto”, esto significa que la catástrofe solar es anterior y posterior a la existencia de la tierra: la muerte estelar que precede y sucede inicia y termina todo lo que puede ser pensado. Al mismo tiempo, la extinción destituye una idea de muerte humana demasiado humana, la concepción existencial que hace de la muerte algo exclusivamente humano. La pregunta es, para Brassier, cómo dar lugar a un pensamiento desenganchado de su hogar terrestre, independiente de las condiciones de vida en la tierra: una tecnología que habilite la posibilidad de pensamiento más allá de la entropía que conduce a la extinción. Contra las narrativas vitalistas que encuentran que la vida, su devenir, siempre encuentra nuevas formas, se puede señalar en la actualidad que la expansión del universo conduce a la desintegración de la materia. Para Brassier, la extinción es un concepto que pone en cuestión el horizonte vitalista o materialista de la teoría actual: la extinción como aniquilación física borra la diferencia entre mente y mundo, vuelve al pensamiento algo tan perecedero como la materia: “La extinción indexa la idea de la ausencia de pensamiento” (Brassier, 2017: 421).
Para Brassier, la extinción aloja en sí la posibilidad de otro pensar. En este sentido, por un lado, la extinción no es empírica, no es un fenómeno que pertenezca al orden de la experiencia, pero, por otro lado, no es ideal, puesto que es una objetividad externa cuya inteligibilidad surge cuando el léxico de la idealidad es puesto en cuestión. Ni empírica ni ideal; sin embargo, es un trascendental. Esto aloja una oposición: entre significado e inteligibilidad. O si se quiere: la extinción es la posibilidad de darle inteligibilidad a algo que carece de sentido. La extinción del sentido posibilita la inteligibilidad de la extinción: “La falta de sentido y de finalidad no tienen un carácter meramente privativo: representa más bien una ganancia en inteligibilidad. La anulación del sentido, del propósito y de la posibilidad señala el punto en el que el ‘horror’ concomitante tanto con la imposibilidad de ser como de no-ser se vuelve inteligible” (Brassier, 2017: 435). Esto hace de la filosofía un “órganon de la extinción”, es decir, un pensamiento entendido como la “adecuación sin correspondencia entre la realidad objetiva de la extinción y el conocimiento subjetivo del trauma al que da lugar” (Brassier, 2017: 436).
Extinción: posibilidad de un pensamiento que da su estocada final al espíritu, o si se quiere, al espiritualismo supuesto en una noción de cultura, incluso defendida en la tradición materialista. Invita a una doble tarea: por un lado, desactivar el modo en que la retórica de la cultura se transformó en un sentido común y abandonar el sentido común de las humanidades que se han articulado en torno a un significante privilegiado (la crítica); por otro, activar un pensamiento, aquella inteligibilidad sin significado, que prescinde de lo central de la retórica de la cultura: el repliegue sobre sí mismo en una discusión sobre los procesos de significación que acentúa ante todo la forma. La extinción de la cultura es, al mismo tiempo: el abandono de la crítica, el cierre del sentido y la clausura de la forma.
Brassier, R. (2017). Nihil desencadenado. Segovia: Materia Oscura.
Cohen, T., Colebrook, C. y Hillis Miller, J. (2016). Twilight of the Anthropocene Idols. London: Open Humanities Press.
Colebrook, C. (2019) “Dossier Extinción”, Revista de Filosofía, Universidad Iberoamericana, 51, enero-junio.
Colebrook, C. (s. f.). “Extinction”. https://www.academia.edu/20059934/extinction
Colebrook, C. (2014). Death of the posthuman. London: Open Humanities Press.
Danowski, D. y Viveiros de Castro, E. (2019) ¿Hay mundo por venir? Buenos Aires: Caja Negra.
Grusin, R. (ed.). (2018). After extinction. Minneapolis: University of Minnesotta Press.
Moynihan, T. (2020). X-Risk. How humanity discovered its own extinction. Falmouth: Urbanomic.
Rose, D. B., Van Dooren, T. y Chrulew, M. (ed.). (2017). Extinction Studies, New York: Columbia University Press.
Ver también
Ambiental (crisis), Crítica / poscrítica, Futuro ominoso, Humanidad / humanismo, Naturaleza (relaciones sociales con), Poshumanismo
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0002-9594-0075
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0002-6197-3522
El extractivismo ha tenido gran relevancia en la conformación histórica de las periferias del mundo. En el pasado reciente, sus rasgos se han articulado a nuevas problemáticas, que en la actualidad resultan ineludibles para pensar los futuros y sus alternativas posibles, especialmente en el marco de la crisis climática-socioambiental que se registra a escala global. En términos generales, la noción remite a la extracción de los denominados “recursos” naturales, mayormente con fines de exportación. Se asocia así la estructuración de matrices productivas escasamente diversificadas. Sin embargo, su definición no se agota en la expansión de determinadas actividades productivas extractivas, entre las que se han destacado históricamente aquellas vinculadas con la minería y obtención de hidrocarburos, como el petróleo y el gas natural. Contiene también una articulación directa con los mecanismos estatales normativos y (des)regulatorios que lo sostienen, con discursos de legitimación y de resistencia, así como con dinámicas territoriales, efectos sociales y ambientales, prácticas políticas y procesos de creación de desigualdades. Desde el enfoque de las humanidades y las ciencias sociales, se ha señalado que el extractivismo supone una trayectoria histórica:
El extractivismo no es apenas una “etapa” o fase del capitalismo circunscripta a un cierto período histórico; ni tampoco se trata de un “problema” (específico y “solucionable”) de determinadas economías, sino que constituye, más bien, un rasgo estructural del capitalismo como economía-mundo. El extractivismo es un fenómeno indisociable del capitalismo; como este, a su vez, lo es de la organización colonial del mundo. No solo está en las raíces ecológicas, geoeconómicas y geopolíticas del capitalismo, sino que es un efecto y una condición necesaria para el funcionamiento de la acumulación a escala global. (Machado Aráoz y Paz, 2016: 146)
En un sentido similar, Galafassi y Riffo (2018) plantean que es necesario comprender el concepto de extractivismo en el marco de los procesos de acumulación. Siguiendo a Svampa (2013), estas matrices productivas combinan la dinámica de enclave y la fragmentación territorial (escasa producción de encadenamientos endógenos relevantes), con la dinámica del desplazamiento. Si bien, como señala Gudynas (2009), el término extractivismo ha estado asociado en la región al de industria (especialmente durante comienzos y mediados del siglo XX, promovido por instituciones como el Banco Mundial) e incluso en países como Brasil se ha asociado a prácticas de conservación, en las discusiones actuales se utiliza para remitir a “un caso particular de extracción de recursos naturales” (p. 14) que ha ganado protagonismo durante los últimos años.
Como reconstruye Wagner (2021), fue a fines de la década de 2000 que comenzó a problematizarse la noción de extractivismo en América Latina. Mientras que varios gobiernos se manifestaron alternativos al orden neoliberal, el llamado a incrementar el gasto público en función de los sectores más vulnerables fue simultáneo a la expansión de patrones extractivos, que multiplicaron la conflictividad socioambiental. Esta “paradoja” puso de relieve que gobiernos denominados progresistas avalaran y promovieran “el extractivismo –en particular, la minería a gran escala, los hidrocarburos, el agronegocio y los agrocombustibles– como modelo base de desarrollo de sus economías” (Wagner, 2021: 474). Prestando especial atención a las particularidades de estas dinámicas, que registraron un notable crecimiento en la región durante el nuevo milenio, autores como Gudynas (2009) proponen referirse a estos procesos como “neoextractivismos”, en cuanto se apoyan en prácticas históricas, aunque con renovados matices que implican, entre otras cuestiones, un rol más activo del Estado. En palabras del autor, se trata de “un estilo de desarrollo basado en la apropiación de la Naturaleza, que alimenta un entramado productivo escasamente diversificado y muy dependiente de una inserción internacional como proveedores de materias primas, y que si bien el Estado juega un papel más activo, y logra una mayor legitimación por medio de la redistribución de algunos de los excedentes generados por ese extractivismo, de todos modos se repiten los impactos sociales y ambientales negativos” (2009: 188).
En ese sentido, si la historia de América Latina es, en gran medida, la historia de un patrón de producción intensivo en la explotación de sus bienes comunes naturales, el carácter del neoextractivismo del siglo XXI (Burchardt, 2016) se encuentra directamente asociado a la expansión de los patrones de “acumulación por despojo” (Harvey, 2004). Bajo este concepto, Harvey alude a la reactualización de prácticas predatorias de acumulación que habrían crecido aún más que la reproducción ampliada del capital, mediante diversos mecanismos que mercantilizan bienes comunes naturales que permanecían sin enajenar: aguas, semillas, energía. Nuevos cercamientos en los que resuenan los procesos de mercantilización de las tierras comunales en la Europa de los siglos XV y XVI y, también, los de expropiación a las comunidades latinoamericanas campesinas y originarias.
Así, con sus heterogeneidades y particularidades, las matrices productivas de la región han reforzado en las últimas décadas esta impronta histórica extractivista a partir de la extensión de dinámicas predatorias. Tales dinámicas, en primer lugar, han configurado nuevas problemáticas ambientales y sanitarias: contaminación de aguas, suelos y aires, extensión de desmontes, procesos de desertificación y salinización, proliferación de enfermedades en humanos. En segundo lugar, han estado asociadas a la intensificación de procesos de concentración de la riqueza y de la desigualdad social directamente vinculados a las fallidas narrativas del “desarrollo”. Como ha analizado Manzanal (2012), estas narrativas se han articulado sobre la base de un binomio constituido entre poderes financieros transnacionales y gobiernos locales, que ha dado como resultado un patrón concentrador y excluyente, con altos costos sociales y ambientales. En tercer lugar, han implicado un ordenamiento vertical del territorio dominado por actores transnacionales, en articulación con las demandas del mercado global, materializado en grandes obras de infraestructura con un alto impacto en la morfología del espacio, que viabilizan la extracción y circulación de bienes comunes naturales (Álvarez, 2021): la noción “infraestructura extractivista”, aportada por Álvarez (2021), alude a las mega obras diseñadas, financiadas y ejecutadas con el objetivo de generar condiciones de oportunidad para la extracción de naturaleza, que es mercantilizada y comercializada a partir de las demandas y necesidades de los principales centros de producción del sistema internacional.
La lógica extractivista asume rasgos comunes y, al mismo tiempo, incluye actividades productivas diversas que presentan características particulares. Dentro de las distintas prácticas productivas, encontramos a la megaminería a cielo abierto, la expansión de la frontera petrolera y energética (a través de la explotación de hidrocarburos no convencionales, sea off shore o mediante fractura hidráulica o fracking), la construcción de grandes represas hidroeléctricas, la expansión de la frontera pesquera y la agrícola, enmarcada esta última en el modelo de agronegocios. Según Merlinsky (2021), un esquema de acumulación extractivista
gira alrededor de la extracción intensiva, masiva y monopólica de recursos naturales (a través de prácticas como la agricultura, ganadería, silvicultura, pesca y sistemas de explotación de la biota y de minerales-metales), y recurre a la aplicación de tecnologías que permiten convertir la naturaleza en mercancías de exportación con bajo nivel agregado. (Merlinsky: 2021: 42)
Expresiones más actuales del extractivismo incluyen al extractivismo urbano, que Pintos (2012) propone denominar “extractivismo inmobiliario”, en tanto y en cuanto su lógica excede al escenario urbano. Todos estos criterios productivos suponen una privatización simultánea de los bienes comunes naturales y de las relaciones sociales que los atraviesan. Se encuentran asociados a procesos de despojo material y, también, a la apropiación y desestructuración de identidades, memorias sobre los territorios y formas de vida.
En consonancia con las crecientes prácticas extractivistas que se sucedieron en América Latina y la relevancia que adquirió en este milenio la cuestión ambiental, emergieron en la región múltiples resistencias y conflictos socioambientales asociados a procesos extractivos de bienes comunes naturales, que pusieron el foco en aquellos con fines de exportación (aunque no necesariamente se limitaron a estos). Según se indicó, entre estos conflictos se han destacado aquellos vinculados con la megaminería a cielo y la extracción de metales como oro, plata, cobre y, más recientemente, litio –componente fundamental y en creciente utilización para la fabricación de baterías–, con la obtención de hidrocarburos como el petróleo y gas –ya sea por métodos extractivos convencionales o que implican nuevas tecnologías como la fractura hidráulica–, y con la expansión de los agronegocios y sus múltiples impactos sociales y ambientales –utilización masiva de agrotóxicos, corrimiento de frontera agrícola, tendencia al monocultivo, etc. Asimismo, se ha cuestionado la expansión de la frontera pesquera y la instalación de criaderos de peces (como el caso de la salmonicultura), la exportación de insumos para la fabricación de papel, entre otros conflictos. Las estrategias de movilización social han incluido y transitan diversos ámbitos en forma simultánea: la manifestación en el espacio público, la judicialización y, también, la incursión en prácticas productivas que se distancian de las extractivistas, como en el caso de la agroecología. De esta forma, a la vez que establecen alianzas con diversos sujetos sociales, habitan y construyen como territorios de resistencia las calles, los tribunales, los campos o el espacio urbano. Por detrás del rechazo al extractivismo emergen cuestionamientos diversos, muchos de ellos estructurales, a las formas dominantes de producir y habitar.
En otro orden de ideas, se registró la emergencia y consolidación de marcos interpretativos que tuvieron un rol central en conflictos regionales, impulsando su visibilidad en la esfera pública, medios de comunicación masiva, alentando formas de participación y también contribuyendo a su explicación. En este sentido, nociones como las de “zonas de sacrificio” se difundieron junto a otras como “deuda ecológica” o “justicia hídrica” para dar cuenta de problemáticas que cruzan desigualdades sociales, económicas, geopolíticas, con conflictos ambientales, sanitarios y territoriales a las que están asociados (Martínez Alier, 2016). En términos más generales, las nociones emergentes y los lenguajes de valoración que se registran en los conflictos se encuentran vinculados, en mayor o menor medida, al marco interpretativo de la justicia ambiental, el cual remite a una trama de injusticia que pone el acento en la inequitativa distribución de riesgos y beneficios atribuidos a las actividades extractivas. Sin embargo, no se limitan a cuestionar prácticas o emprendimientos específicos, sino que, por el contrario, se inscriben en el marco de discusiones más amplias sobre modelos productivos y alternativas posibles para la sustentabilidad.
Una de las dimensiones más presentes en las dinámicas extractivistas es, como mencionamos, el cercamiento de los bienes comunes de la naturaleza. Junto a esta mercantilización material se extiende otra: la de los conocimientos que están involucrados en estas prácticas productivas. Por un lado, desde sus orígenes, estas formas de producción han estado ligadas a la negación y a la expropiación de los saberes propios de los mundos que desestructuran: conocimientos tradicionales, prácticas nativas, competencias locales. Por otro lado, en paralelo a la creciente mercantilización de lo vivo, los conocimientos científicos y tecnológicos han pasado a ocupar un rol fundamental en los extractivismos en una triple dimensión. En primer lugar, como insumos fundamentales para las prácticas productivas y las transformaciones materiales que suponen. En segundo, como elementos centrales en los discursos de legitimación implicados. En tercero, jugando un rol singular en la articulación entre la “acumulación por desposesión” descrita por David Harvey (2004) y el “consenso de las commodities”, señalado por Maristella Svampa (2013). La manipulación de la naturaleza es intensiva en conocimiento tecnocientífico y, a la vez, las ganancias derivadas de resultados de investigación producidos con fondos estatales son apropiados frecuentemente por grandes corporaciones transnacionales y en menor medida locales, un verdadero “extractivismo del conocimiento” (Rikap et al., 2020). De este modo, junto a la división internacional del trabajo y de la naturaleza, interviene una división internacional del saber que opera como un insumo fundamental en los procesos de acumulación extractivistas y en los sentidos que configuran.
El extractivismo y su crítica también se encuentran estrechamente vinculados a nociones como “Antropoceno”, “Capitaloceno” y “Tecnoceno”, términos que ponen de relieve la existencia de una fase en la que la presión de las actividades productivas sobre la naturaleza convertida en mercancía ha configurado un estado de crisis permanente.
Álvarez, Á. (2021). Infraestructuras de transporte y disputas territoriales: La IIRSA en Santa Fe. Buenos Aires: CLACSO; Tandil: UniCen.
Burchardt, H.-J. (2016). “El neo-extractivismo en el siglo XXI. Qué podemos aprender del ciclo de desarrollo más reciente en América Latina”, en Burchardt, H.-J.; Domínguez, R.; Larrea, C.; Peters, S. (eds.): Nada dura para siempre: Neo-extractivismo tras el boom de los commodities. Quito: ICDD-UASB, pp. 55-89. https://kassel-global.de/wp-content/uploads/2021/02/Nada-dura-para-siempre-15_septiembre_2016.pdf
Gudynas, E. (2009). “Diez tesis urgentes sobre el nuevo extractivismo”. En: AAVV Extractivismo, política y sociedad. Quito: CAAP (Centro Andino de Acción Popular) y CLAES (Centro Latino Americano de Ecología Social), pp. 187-225.
Harvey, D. (2004). “El nuevo imperialismo: Acumulación por desposesión”. En Panitch, L. y Layes, C. (eds.) El nuevo desafío imperial, Socialist Register, Vol. 40, 99-129.
Machado Aráoz, H. y Paz, F. (2016). “Extractivismo: metabolismo necroeconómico del capital y fagocitosis de las agro-culturas. Reflexiones y aprendizajes desde las re-existencias campesinas en el Valle del Conlara (Argentina)”. En Porto-Gonçalves, C. W. y Hocsman, L. D. (orgs.) Despojos y resistencias en América Latina / Abya Yala, pp. 145-176. Disponible en: http://estudiosociologicos.org/-descargas/eseditora/despojos-y-resistencias/despojos-y-resistencias-en-america-latina_porto-goncalves.pdf
Manzanal, M. (2012). “Poder y desarrollo. Dilemas y desafíos frente a un futuro ¿cada vez más desigual?”, en La desigualdad ¿del desarrollo? Controversias y disyuntivas del desarrollo rural en el norte argentino. Buenos Aires: CICCUS, pp. 17-49.
Martínez Alier, J. (2016). “La ecología política y el movimiento global de justicia ambiental”, Ecología Política (enero). https://www.ecologiapolitica.info/?p=3594
Merlinsky, M. G. (2021). Toda ecología es política. Las luchas por el derecho al ambiente en busca de alternativas de mundos. Buenos Aires: Siglo XXI.
Pintos, P. (2012). “Paisajes que ya no serán. Acumulación por desposesión e hibridación pseudourbana de humedales en la cuenca baja del río Luján, Argentina”. En Barrera Lobatón, S. y Monroy Fernández, J. (eds.) Perspectivas sobre el paisaje. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, pp. 189-217.
Rikap, C. A.; Garelli, F. M.; García Carrillo, M.; Fernández Larrosa, P. N.; Blaustein, M. (2020). “Lucro empresarial, extractivismo y pandemia: el rol del modelo científico hegemónico en la acumulación de capital basada en la monopolización de conocimiento”, Antagónica, 1-2, UNQui, pp. 67-100.
Svampa, M. (2013). “Consenso de los Commodities y lenguajes de valoración en América Latina”, Nueva Sociedad, 244, 30-46.
Wagner, L. (2020). Extractivismo. En Muzlera, José y Salomón, Alejandra (eds.) Diccionario del agro iberoamericano. Disponible en: https://www.teseopress.com/diccionarioagro/chapter/extractivismo/
Ver también
Ambiental (crisis), Buen vivir, Capitaloceno, Cero neto para 2050, Cosmopolítica, Desarrollo, Equidad intergeneracional, Geopolítica de las redes, Narcopolítica / necropolítica, Naturaleza (relaciones sociales con la), Plantacionoceno, Tecnoceno, Violencia lenta
Universidad Nacional de San Martín (doctora Honoris Causa)
Los feminismos confrontan al orden patriarcal y a toda otra forma de dominación. Sus teorías y prácticas políticas se caracterizan por sus contenidos emancipatorios, enmarcados en el pensamiento crítico y contrahegemónico. De allí se derivan alternativas superadoras en lo político, en lo económico y en todas las esferas de la vida social.
Presentes y vivas desde hace por lo menos tres siglos, las teorías feministas son múltiples, y varían según los contextos históricos y lugares de enunciación. Es imprescindible partir de reconocer sus complejidades y diferencias, y renunciar a la pretensión de encerrarlas en tipologías canónicas elaboradas en Occidente. Las complejidades se hacen todavía mayores si se consideran sus prácticas políticas, que amplían las demandas y las reflexiones teóricas.
Existe una nutrida bibliografía, mayormente elaborada por los feminismos occidentales del norte global, acerca de las corrientes del pensamiento y acción feministas, entre estas, feminismo radical, socialista y derivas, como el feminismo cultural (De Miguel Álvarez y Amorós Puente, 2019). En las últimas décadas, los estudios y prácticas de los movimientos afrodescendientes y LGBTTI y de las feministas decoloniales visibilizaron y criticaron la visión hegemónica heterosexual, racista y colonial implícita en los feminismos occidentales.
En algunos países y regiones, y con base en diversas estrategias, los feminismos se han extendido en forma interseccional a otros sectores sociales: se relacionan cada vez más entre sí y con otros movimientos, y disputan la hegemonía del orden patriarcal y neoliberal. Simultáneamente, afrontan desafíos y retrocesos y muchas veces ataques violentos, en un contexto transnacional de avance de las derechas. Basadas en las prácticas y teorías de la globalización, la globalización alternativa, las epistemologías del sur y la sororidad global (Gandarias Gokoetxea, 2015), las relaciones transnacionales feministas se han intensificado exponencialmente con la emergencia de nuevas demandas y, también, gracias a las posibilidades abiertas por las redes sociales.
Las teorías feministas han conducido a la reconsideración de una serie de subestimaciones arraigadas: de la cotidianeidad como germen de la historia (en el sentido de Ágnes Heller), del cuidado, de las relaciones de subordinación que pesan sobre mujeres, niñxs y diversidades. Han contribuido de manera decisiva al replanteamiento de los vínculos entre las esferas privada y pública y en consecuencia, dislocan todos los campos del poder patriarcal, Se elaboraron categorías como las de la democratización de las relaciones sociales (de lo micro a lo macro y lo global). Se reconceptualizaron otras, como ciudadanía, prácticas políticas, democracia y trabajo, en este último caso para incluir los múltiples trabajos de cuidados y comunitarios, antes invisibilizados. Las estrategias que se elaboran frente a las violencias hacia las mujeres y personas feminizadas, el reclamo acerca de una vida sin violencias ni femicidios, a otra política y a otra economía, así como las luchas en torno al derecho al aborto, sobrepasan las vías institucionales y las típicas agendas de género propuestas por los organismos internacionales, de rol protagónico durante los años ochenta y noventa mediante las Conferencias de la Mujeres y la creación de diversos mecanismos institucionales.
Haciendo carne la teoría de la interseccionalidad, definida por Kimberlé Crenshaw (1991) como “el fenómeno por el cual cada individuo sufre opresión u ostenta privilegio sobre la base de su pertenencia a múltiples categorías sociales”, y las propuestas decoloniales, las feministas produjeron en algunas regiones articulaciones conceptuales y estratégicas novedosas, con lo que ampliaron así el sujeto de sus luchas. Un ejemplo es el cambio “de abajo hacia arriba” de la denominación de los encuentros nacionales de mujeres en la Argentina: desde 2018, pasaron a llamarse Encuentros plurinacionales, de mujeres, lesbianas, travestis, trans, bisexuales y no binaries.
También, en esta trama inescindible entre teoría y acción, emergen algunas nociones de los setenta que han sido revisitadas en la actualidad: empoderamiento, popular, producción/reproducción, público/privado, sororidad, cuidado/ética del cuidado, derechos sexuales, lenguaje inclusivo, categorías que fueron resignificadas especialmente en América Latina en las luchas actuales.
En lo que sigue se mencionan algunos hitos expresivos del entrelazamiento entre teoría y acción en las luchas de este siglo; enseguida, se analizan dos categorías –feminismo popular y empoderamiento– que vinculan el pasado y el presente; finalmente, se enuncian sospechas sobre un futuro que aparece como problemático, dado el impacto negativo que el avance de los sectores neoconservadores puede estar teniendo sobre los logros alcanzados.
En 2015, diez años después del lanzamiento de la campaña por el derecho al aborto, emergió en la Argentina el colectivo Ni Una Menos (NUM). Las consignas “Ni Una Menos” y “Ni Una Muerta Más”, que fueron lemas de varias de las movilizaciones, se inspiraron en una frase atribuida a la poeta mexicana Susana Chávez Castillo, asesinada en 2011, y presente en las denuncias públicas de los femicidios en Ciudad Juárez (México) en la década de 1990. Al principio, las estrategias del NUM se dirigieron a visibilizar, denunciar y responsabilizar al Estado y la sociedad por la violencia contra las mujeres. Corporizada en marchas multitudinarias, a estos primeros reclamos le siguió una expansión de demandas. Varias de esas marchas tuvieron resonancias en América Latina y otros continentes: Paro Nacional de Mujeres contra los femicidios (19 de octubre de 2016); movilizaciones masivas del 25 de noviembre de 2016; primer Paro Internacional de las Mujeres #NosotrasParamos (8 de marzo de 2017); perfomances del colectivo artístico Las Tesis sobre el telón de fondo del estallido social en Chile (2019-2020), etcétera. El paro de octubre de 2016 fue también nombrado como #miércolesnegro, denominación de una movilización de mujeres que había tenido lugar pocos días antes en Polonia: Czarny Protest (protesta negra), debido al color de la vestimenta que se utilizó (negro luto), inspirada, a su vez, en una huelga de mujeres declarada en Islandia el 24 de octubre de 1975.
A estas realidades, se suman los conflictos armados que vienen desarrollándose históricamente en varias regiones, que aumentan el abuso y explotación al que están expuestas las mujeres y niñeces (Yemen, Siria, Myanmar, Ucrania, entre otros). Existen resistencias y construcciones alternativas, por ejemplo, la Revolución de las Mujeres de Kurdistán con la modalidad basada en el Confederalismo Democrático y en un sistema de ideas (Jineolojî, ciencia de las mujeres). En 2022, en Irán las mujeres se quitaron el velo durante el funeral de Mahsa Amini, de 22 años, detenida por la “policía de la moral” y luego agredida hasta la muerte por no llevarlo. Hubo manifestaciones en diversos sitios y marchas en la Universidad de Teherán.
En el norte, organizaciones feministas como Million Women Rise o Slutwalk (La marcha de las putas), se han revitalizado y expandido en estos años. La demostración multitudinaria de la Women’s March tuvo lugar el día siguiente a la asunción presidencial de Donald Trump y pavimentó el camino para el #MeToo. La campaña #MeToo surgió dos años después del Ni Una Menos, y se desplegó especialmente en Estados Unidos y en Gran Bretaña. Tiene como antecedente la campaña iniciada en 2006 por la activista Tarana Burke en el sitio MySpace para que las mujeres pudieran manifestar haber sido acosadas o violadas. En octubre de 2017, la consigna #MeToo se volvió viral en 85 países, y difundió en medios masivos y redes sociales términos y prácticas considerados feministas.
En los últimos tiempos, mujeres que ocupan posiciones de privilegio en el mundo empresarial y del espectáculo se identificaron como feministas; aparentemente, esto aumentaría su prestigio y sus ingresos. De Benedictis, Orgad y Rottenberg (2019) aluden a la “popularidad” del este tipo de feminismo centrado en la valoración de los logros individuales y desconectado de las críticas al patriarcado, al neoliberalismo y a las estructuras de desigualdad por géneros, sexualidades y raza. Banet-Weiser (2018) argumenta que es un tipo de feminismo que puede coexistir sin mayores problemas con la misoginia: es “liberal individual” y “popular”, en el sentido de “a la moda”. Según bell hooks (2000: 26), al alejarse del desafío a la opresión sexista, esta concepción fue vaciando lentamente de contenido político a los feminismos del norte global.
La orientación del feminismo asociado al #MeToo es muy diferente al que alimenta las estrategias del NUM en América Latina; en este último caso, como en los de los feminismos de Europa del Este, Kurdistán e Irán, se identifican fuertes contenidos de lucha contra el sistema patriarcal y neoliberal.
Es claro que, en América Latina, “feminismo popular” no significa “a la moda”, sino algo muy diferente. En cuanto categoría analítica, la noción de feminismo popular surgió en la década de 1980, en el marco de las acciones colectivas de grupos de mujeres de sectores populares contra los regímenes dictatoriales, los ajustes estructurales, la pobreza y diversas formas de violencias (Conway, 2016; Lebon, 2016).
Janet Conway considera varios significados de la categoría. Uno se refiere a la dimensión sociológica: lo popular como clase trabajadora. Otro alude al activismo de las feministas en los territorios y comunidades de base (Maier, 2010). Otra acepción, que abreva en la teoría del discurso, es la noción de pueblo feminista (Di Marco, 2011, 2017). No se refiere a características sociológicas o demográficas, sino a la plebs que reclama por el daño percibido y que demanda ser pueblo. Ese es el punto central del pueblo feminista: hay pueblo cuando la plebs –las subalternidades– reclama ser incluida en la cuenta de la democracia, en el sentido de Jacques Rancière (1996). Esto se vincula a la articulación de demandas que pretenden una nueva hegemonía, como ha insistido Ernesto Laclau (2005).
Otra noción clave es empoderamiento. No pensada desde los discursos neoliberales del feminismo popular del norte, que son, “en realidad, nuevas retóricas disciplinarias para la domesticación patriarcal, esta vez, además, con nuestro aparente consentimiento” (Medina-Bravo, 2021), sino desde el enfoque que considera las transformaciones en relación con el ejercicio del poder por parte de las mujeres. Esta perspectiva tiene una larga historia, desde los movimientos sociales de base en los Estados Unidos, especialmente de aquellos vinculados con las luchas por los derechos de las personas afroamericanas, hasta su recuperación en la Conferencia Mundial de las Mujeres en Beijing (1995), pasando por la concepción de Paulo Freire acerca de la educación liberadora y la noción de concientización, así como por las formulaciones en los ochenta de las feministas de la India y las conceptualizaciones elaboradas en el Instituto para Estudios de Desarrollo (Sussex, Gran Bretaña).
La noción de empoderamiento alude al poder y a la desigualdad. Dado el carácter relacional del poder, una perspectiva que pone foco en su ejercicio parte de los grupos subordinados tiene simultáneamente que dar cuenta del poder y de la resistencia, de formas conflictivas, tanto positivas como negativas, de producción del poder. Como muchos conceptos, con el paso de los años, este fue perdiendo parte de sus connotaciones originales. Surgieron usos descontextualizados, distantes del cuestionamiento de las relaciones de poder y autoridad patriarcales. Los feminismos “liberal-populares”, antes aludidos, hacen referencia a aquel, pero en un sentido individual y alejado de las luchas concretas. El carácter relacional del poder, una perspectiva que focaliza sobre su ejercicio por parte de los grupos subordinados, debería, simultáneamente, dar cuenta del poder, de la resistencia y de las formas conflictivas de producción de aquel. Es en la experiencia colectiva donde se puede generar una conciencia social crítica, capaz de conducir a un proceso político-transformador, relacionado con el pasaje de una “conciencia en sí” –“reproducción del ser individual”, según la terminología ya clásica propuesta por Ágnes Heller, vinculada con la satisfacción de necesidades personales– a una “conciencia para sí”. En este proceso, las mujeres y otros colectivos subordinados pueden constituirse en autoridad. Quizá convenga considerar, como lo hemos hecho en distintos estudios, los procesos de reconocimiento del poder de las mujeres y de otros colectivos subordinados.
En suma, los movimientos feministas y de las diversidades desafían simbólicamente los códigos y sentidos dominantes, confrontándolos, resignificándolos y proponiendo nuevos sentidos. Al hacerlo, amplían las potencialidades democráticas y contraculturales en las sociedades, expresivas de una creciente politización: de la vida privada, las sexualidades, las relaciones entre los géneros, las relaciones laborales, el lenguaje. La Iglesia católica, especialmente en los países donde se profesa mayoritariamente esta religión, ve dislocarse su hegemonía frente a estos avances. Algo similar sucede con las alas tradicionalistas de otras religiones. En muchos casos, la prédica contra los feminismos y movimientos LGBTTIQ+ es apoyada por asociaciones laicas. La contraofensiva se reactiva y tiende a volverse más agresiva. En general, se trata de sectores que luchan por recuperar hegemonías perdidas, recurriendo a todo tipo de estrategias descalificadoras; incluso, pueden apoyarse en un discurso secular y de derechos humanos y, a veces, pseudocientífico. En la actualidad, son múltiples las voces que indagan sobre estos aspectos cruciales (Vaggione, 2022; Morán Faúndes y Peñas Defago, 2020; Pedrido, 2020). Se puede pensar estas dinámicas como parte de un retorno (neo)conservador, aunque enseguida hay que agregar que no se trata de una sensibilidad homogénea, ni de un mero reflejo de disposiciones identificables en etapas previas.
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Ver también
Alternativa, Autonomía, Derechos humanos, Descolonialidad, Dignidad, Emancipación, Lenguaje inclusivo / incisivo, Multitud, Poscolonial (literatura), Posmodernidad, Queer (tiempo), Queer / cuír, Resistencia
Centro de Estudios Filosóficos “Eugenio Pucciarelli”, Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0003-4436-0617
Frontera y límite en español son cuasisinónimos (Moliner, 1990). Describen el punto o momento en el que dos espacios (físicos o ideales) se tocan y se distinguen. Designan, por lo tanto, un lugar donde una instancia finaliza y otra comienza.
Desde el punto de vista etimológico, ambos términos provienen del latín. Límite viene de limes, mientras que frontera deriva de frons (Corominas y Pascual, 1984). Limes expresa la idea de un camino o sendero entre dos campos. Se trata de algo (el campo, el bosque, el cielo, el mar, etc.) que se cruza o atraviesa (Schallmayer, 2011). En cambio, frons designa el frente, lo que está adelante, la fachada. Se trata de algo que se presenta de frente y que cumple la función de un obstáculo o barrera.
Al campo semántico de límite corresponden en español los términos “dintel”, “limen”, “linde”, “alindar”, “colindar”, “delimitar”, “eliminar”, “extralimitar”, “ilimitado”, “preliminar”, etc. Al de frente, los términos “afrentar”, “afrontar”, “confrontar”, “enfrentar”, “enfrente”, “frontispicio”, “frontal”, “frontero”, “frontera” (Moliner, 1990).
A partir de esta primera aproximación, se puede concluir que la experiencia del límite tiene que ver con una encrucijada, con una intermediación que reúne espacios diferentes. Por eso, se puede decir que el límite es un “entre”. En cambio, la experiencia de la frontera está vinculada a una instancia que detiene el paso, que interrumpe el tránsito y que, por lo tanto, se presenta como una barrera que no se puede atravesar e ir más allá de ella. Sin embargo, no se puede establecer en español una distinción semántica tajante de modo tal que límite exprese solo una encrucijada y frontera solo una barrera. En las múltiples situaciones comunicativas, estas dos palabras pueden expresar ambos significados. Lo importante es distinguir en cada caso a qué experiencia significativa se están refiriendo.
A lo largo de toda la historia de la filosofía, se puede documentar un constante uso de límite y frontera en ambos sentidos (Fulda, 2007; Gatzemeier, 2007). Al campo semántico del uso filosófico pertenecen, entre otros, los términos péras (límite), ápeiron (ilimitado), hóros (frontera, límite), horismós (acción de limitar, definición), horízein (delimitar), horízon (horizonte), finis (fin o límite), definitio (definición), limes (límite, frontera), Grenze (límite, frontera), Schranke (barrera, límite), Grenzbegriff (concepto límite), Grenzsituation (situación límite), Zwischen (entre), Welt (mundo), Zugang (acceso), Nichthintergehbarkeit (irrebasabilidad), etc. Así, por ejemplo, el noúmeno en Immanuel Kant es un concepto límite en el sentido de que se trata de una barrera más allá de la cual la sensibilidad no puede ir (Kant, 2009, B310-B311). En cambio, la idea del límite como una encrucijada aparece en lo que Quentin Meillassoux llama las filosofías de la correlación, a saber, en aquel modelo filosófico que se sitúa en el espacio de mediación entre el hombre y las cosas (Meillassoux, 2015: 29). La intencionalidad, el mundo y el acceso son un ejemplo de este segundo sentido de la frontera.
El presente artículo se ciñe solo a algunos hitos fundamentales del siglo XX. Aborda, en primer lugar, la dimensión ontológica del límite. En segundo lugar, alude brevemente a las dimensiones antropológicas, semiótica, estética y política del concepto.
En 1921, Ludwig Wittgenstein publica el Tractatus lógico-philosophicus. En las primeras proposiciones expone lo que serían los principios fundamentales de su ontología. El concepto de mundo ocupa un lugar central. El mundo está compuesto de hechos simples (Tatsachen) que, a su vez, están compuestos de objetos. Esta manera de concebir al mundo únicamente es posible dentro del espacio lógico: “Los hechos son el mundo en el espacio lógico” (Wittgenstein, 1973, 1.13). Wittgenstein toma el concepto de espacio lógico de la física de Stefan Boltzmann (Glock, 2000). Se trata de una transposición metafórica del espacio a las posibilidades lógicas. El espacio lógico da cuenta de una estructura posible en donde se configura (bilden) el modelo de la realidad (Wittgenstein, 1973, 2.11-2.12). El mundo configurado dentro del espacio lógico posee un límite en el sentido de una barrera más allá de la cual no se puede traspasar. Wittgenstein lo dice así: “Los límites (Grenze) de mi lenguaje significan los límites de mi mundo” (Wittgenstein, 1973, 5.6; destacado en el original).
De esta manera, el espacio lógico se presenta como un ámbito delimitado por una frontera irrebasable. Dentro de él, se circunscribe lo real, lo pensable y lo decible. A esta zona delimitada le corresponde el sentido. Lo que está más allá de su frontera es justamente el sinsentido. Así lo dice explícitamente Wittgenstein cuando en el prólogo precisa la finalidad del Tractatus: “Este libro quiere, por lo tanto, trazar un límite al pensamiento, o mejor dicho, no al pensamiento, sino a la expresión de los pensamientos: pues para trazar un límite al pensamiento, deberíamos poder pensar ambos lados de este límite (deberíamos poder pensar lo que no se puede pensar). El límite puede ser trazado solo en el lenguaje y lo que está más allá del límite (jenseits der Grenze), será simplemente un sinsentido (Unsinn)”15 (Wittgenstein, 1973: 30).
En 1927 Martin Heidegger publica Sein und Zeit. El mundo es una determinación constitutiva del ser del Dasein humano. Es una totalidad de significados que posibilita el trato comprensivo, afectivo y discursivo con los entes. Al igual que en Wittgenstein, el mundo es un espacio de sentido (Crowell, 2001) fuera del cual solamente existe el sinsentido. Así lo dice cuando se afirma que nada más que el Dasein posee sentido. El ente es un sinsentido: “Sentido es aquello dentro de lo cual se mantiene la comprensibilidad de algo. Llamamos sentido a lo que se articula en la apertura comprensora […] Solo «tiene» sentido el Dasein […] Por ello solo el Dasein puede estar plenamente dotado de sentido (sinnvoll) o carecer de sentido (sinnlos)16 […] todo ente que tiene un modo de ser distinto del modo de ser del Dasein debe ser comprendido como sin sentido (unsinniges), absoluta y esencialmente carente de sentido” (Heidegger, 1977: 201-202; destacado en el original). Sin embargo, la frontera que distingue sentido y sinsentido no es un límite infranqueable e inaccesible. La diferencia ontológica entre el espacio de sentido y el ente es relativa. El ente tiene sentido en la medida en que se inserta en el espacio del mundo. Por ello, Heidegger habla siempre del ente intramundano para indicar que toda experiencia significativa con las cosas se da siempre en el interior de un espacio de sentido, que es el marco de inteligilibidad desde donde los entes adquieren sentido. Esta manera de concebir el mundo tiene como consecuencia que la experiencia del límite que está en la base de Sein und Zeit sea la de una encrucijada, un entre, un espacio significativo (prelingüístico) que media tensivamente entre el hombre y las cosas.
Esta misma concepción de la frontera como un entre aparece desarrollada en su máxima radicalidad cuando Heidegger hace del ser como Ereignis (acontecimiento apropiador) la clave central de su pensamiento. En efecto, el Ereignis describe el proceso de fundamentación histórica de la experiencia de la verdad. La clave fundamental de la historia de occidente radica en la apertura de un espacio de manifestación (verdad) en donde los hombres descubren y experimentan el sentido del ente (Heidegger, 1992: 152). Este acontecimiento es el entre que posibilita la reunión entre los hombres y las cosas. La reunión no es una mera fusión entre ambas instancias, sino más bien un vínculo tensivo de intimidad y diferencia (Heidegger, 1997: 24 y ss.).
En la segunda mitad del siglo XX, la concepción del ser como una frontera que reúne instancias heterogéneas continúa, entre muchos otros, en la fenomenología de Maurice Merleau-Ponty y en el pensamiento de Eugenio Trías. Ambos se apropian y recrean la reflexión sobre el límite de las tradiciones a las que pertenecen Wittgenstein y Heidegger.
En el caso de Merleau-Ponty, la idea del entre aparece claramente definida en su filosofía del quiasmo. En el manuscrito editado por Claude Lefort como Le visible et l´invisible (1959-1960) elabora una manera de pensar la relación entre el hombre y el mundo que se sitúa en un punto de vista que pretende superar cualquier tipo de dicotomía (ontológica, gnoseológica, o antropológica). Para ello introduce la noción de quiasmo como un concepto metodológico clave que describe una zona en donde las dos instancias se reúnen y se entrelazan. El quiasmo es una manera de concebir la dualidad en todas sus dimensiones que piensa los dos términos de la relación no como separados e independientes, sino como “el ser de un par como tal. Una relación productiva entre dos. La potencia de un entrelazo. La fuerza de una composición: dos que hacen uno, uno que es dos” (Ramírez, 2008: 46). A la noción de quiasmo le corresponde íntimamente el concepto ontológico de la carne. Se trata de un concepto que describe el ser no como materia, ni como espíritu, o sustancia, sino como elemento “a medio camino entre el individuo espacio temporal y la idea, suerte de principio encarnado que importa un estilo de ser por todas partes donde se encuentra una parcela […] inauguración del dónde y del cuándo, posibilidad y exigencia del hecho, en una palabra facticidad, lo que hace que el hecho sea hecho” (Merleau-Ponty, 1964: 184).
En la filosofía en idioma español se destaca la figura de Eugenio Trías como un pensador que hizo de la noción de límite el motivo fundamental de su pensamiento. Trías se sitúa dentro de la tradición de Kant y Wittgenstein. En Los límites del mundo (1985) es donde por primera vez plantea y desarrolla la idea. En el título resuena el eco del Tractatus. Trías establece una relación de conjución y disyunción entre dos instancias: el mundo y el sinmundo. El mundo expresa el espacio de lo que puede conocerse y decirse. El sinmundo, por el contrario, es aquello que la modernidad dejó afuera del sentido, a saber, el campo de lo ético, de la religión, de lo estético. El límite o la frontera se sitúa en ese espacio que articula y opone las dos instancias recién mencionadas. Mientras que en el Tractatus no se puede decir nada de aquello que está por fuera del mundo, para Trías es posible acceder al sinmundo y articular un discurso simbólico. Por eso, el límite no es una barrera más allá de la cual no se puede ir, sino más bien se presenta como un gozne o bisagra cuya significación es la de establecer la diferencia.
Hasta aquí se aludió a las dos experiencias del límite como barrera y como encrucijada en la reflexión ontológica de cuatro autores del siglo XX. En este último apartado, se hará una breve indicación sobre algunos ámbitos particulares donde la noción de frontera cumple una función metodológica relevante.
El primero de esos ámbitos es el de la antropología filosófica. Ya en el inicio de este movimiento, a finales de los años veinte en Alemania, el concepto de frontera (Grenze) como un entre ocupa un lugar destacado en la biología filosófica de Helmuth Plessner. A diferencia de una cosa sin vida, en donde el cuerpo es una barrera que da cuenta de un fin que limita con otra cosa, el viviente es un tránsito hacia el medio. Es una frontera en la que se produce un intercambio entre dos espacios (Plessner, 1975: 99 y ss.). Al finalizar el siglo, vuelve aparecer la centralidad de la frontera (boundary) para una antropología filosófica, ahora de corte posthumanista, en la figura híbrida del Cyborg de Donna Haraway. En efecto, el Cyborg se presenta como una miniatura para pensar los conflictos ontológicos que surgen cuando las barreras entre el hombre y los animales, los organismos y las máquinas, lo físico y no físico se transforman en fronteras porosas (Haraway, 2016: 9 y ss.).
En la semiótica de la cultura, la frontera tiene un lugar central en la explicación de la producción de sentido. En Yuri Lotman, la frontera aparece como uno de los principios semióticos centrales de la generación de mensajes. La semiosfera (espacio semiótico) produce sentido a partir de un conflicto fronterizo entre dos espacios textuales que guardan relaciones de simetría y asimetría. La frontera es un traductor-filtro bilingüe que genera mensajes (Lotman, 1996: 24-25).
La ontología de la obra de arte de Gerard Genette también incorpora el concepto de frontera o límite cuando describe los dos regímenes fundamentales en los que se divide el ser de la obra de arte: la inmanencia y la trascendencia. Las obras de arte pueden existir en los límites físicos de un único objeto como, por ejemplo, la Gioconda. O pueden traspasar esos límites para existir en distintos objetos como, por ejemplo, en las traducciones, transcripciones, versiones o en su recepción. Al primer modo de ser Genette lo llama inmanencia. Al segundo, trascendencia. La idea del régimen ontológico de la trascendencia consiste en que una obra puede desbordar y traspasar los límites de su inmanencia (Genette, 1994: 17, nota 16).
Por último, el problema del límite está presente en las diversas tradiciones teóricas de la reflexión política. Conceptos tales como estado, soberanía, territorialidad, guerra, etc. llevan siempre una referencia al concepto de frontera. Hay un caso particular donde las implicancias políticas de la frontera asumen la figura del entrelazo, cruce, mestizaje e hibridación. Se trata de la reflexión feminista y poscolonial de Gloria Anzaldúa (1987), quien introduce la metáfora de la herida abierta y sangrante para pensar las relaciones de dominación colonial y patriarcal: aquí, la frontera se presenta como zona de choque, del conflicto que surge de la herida. Es el espacio donde habitan los extraños, los queer, los atravesados.
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Ver también
Arraigo, Cosmopolítica, Desterritorialización absoluta, Feminismos, Hábitat, Infinito, Mestizaje, Metáfora, Poshumanismo, Queer (tiempo), Queer / cuír, Tiempo (Heidegger)
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0002-7630-9499
En teoría social y en filosofía, futuridad se utiliza al menos en cuatro sentidos: para indicar el futuro de un ente, como sinónimo de representación de un futuro, para definir un acontecimiento imprevisible y como condición del devenir. Este último sentido será el privilegiado aquí; sin embargo, para llegar a él, resultará útil haber presentado antes ciertas características de los otros tres.
El primer uso se encuentra, por ejemplo, en el reciente libro Xenofeminismo. Tecnologías de género y políticas de reproducción, de la filósofa Helen Hester (2018). Allí, especialmente en el segundo capítulo (titulado: “Futuridades Xenofeministas”), la noción de futuridad refiere a la posibilidad de que ciertas tendencias del feminismo contemporáneo se prolonguen, potencien y produzcan efectos en el futuro. Y que esos efectos se den in crescendo. Futuridad, aquí, conlleva pensar en una mayor intensidad que se va desplegando en la flecha del tiempo. Hester utiliza la noción –en inglés, futurity– para indagar sobre las posibilidades de que “algo” determinado (una cierta cosa, un proceso, un fenómeno, un individuo actual; en su caso, el xenofeminismo), y actualmente embrionario, tenga futuro o pueda dotarse (o ser dotado) de tal. En esta acepción, la futuridad es un fenómeno que podría sucederle a cierta cosa como no, es un fenómeno contingente y local. En esta declinación óntica y disyuntiva (tener futuridad/no tener futuridad) que algo tenga futuridad significa que esté en condiciones de prosperar. Casi podría homologarse a prosperidad. Ese futuro, por lo tanto, difiere del presente de la cosa como un buen (o mal) augurio lo hace de una situación actual en la que lo augurado no se ha cumplido (además del augurio y el mal augurio, existe el augurio de que cierta cosa no tenga futuro, un contraaugurio). En este registro, futuridad es un futuro augurado a un ente actual. Un subgrupo dentro de esta acepción es el de la propia futuridad del futuro: el futuro es, simultáneamente, el ente y aquello de lo que se piensa su futuro (véase, de Bruyn, 2020). Un caso específico de este subgrupo es el del “no futuro”.
El segundo sentido entiende a la futuridad como resultado de un acto de representación. Es posible ejemplificarlo recurriendo a otra idea de Hester, cuando indica que, al ocuparse de las futuridades, se interesa por “la necesidad de desarrollar representaciones de futuro no gobernadas por biologicismos” (2018: 16), o cuando se preocupa por el hecho de que la futuridad sea “reducida a una duplicación de lo mismo por medio de la reproducción social de los valores hegemónicos”. La futuridad aquí es adjetivada como reproductiva, dando a entender que se construyen discursos, imágenes, mandatos y proyectos cuyo rasgo es imponer una orientación determinada de las prácticas sociales. Ya sea como planteo sobre la generación de futuridades no hegemónicas, o como advertencia sobre la repetición de formas asimétricas consolidadas, en este segundo sentido de la noción lo que se expresa es su funcionamiento en el campo de las relaciones entre imagen de futuro, dominación y resistencias. En esta acepción, futuridad resulta ser una imagen de futuro. Si en la primera acepción, un ente podía o no tener futuridad, en esta segunda, futuridad da precisiones sobre la manera en que cierto ente estará en el futuro, o bien orienta el presente para alcanzar cierto futuro. Futuridad se utiliza aquí de modo prescriptivo; y, si se quiere, moral o, en todo caso, estratégico.
El tercer sentido, por un lado, sostiene y amplía la idea de futuridad como actualidad futura, pero, por otro, se contrapone a la de futuridad como imagen de futuro al acercarla a imprevisibilidad. De acuerdo con Tracy Colony (2009), este es el sentido que utiliza Heidegger en Aportes a la filosofía: acerca del evento. Allí, futuridad aparece no tanto como un atributo puramente humano sino como la mediación entre lo humano y lo divino, entendiendo aquí el encuentro con algo que no se puede prever, como un tiempo totalmente diferente. En línea con esta reflexión, Avelino de la Pienda (1982: 321) concluye que la noción heideggeriana implica que “la actual presencia del futuro tiene que ser en la aceptación de ser-dispuesto por lo indisponible e incalculable del futuro”. La futuridad es un encuentro con la alteridad que todo lo altera. No es un futuro programable, proyectable. Es precisamente lo contrario, no hay imagen posible. “No es del orden de la visión” (Colony 2009, 288). En lugar de ser la posibilidad de un ente (primera acepción), o la representación de un futuro (segunda acepción), aquí futuridad es un acontecimiento-regalo. Se recibe, no se construye –un argumento similar encontramos en Derrida– (1998: 35-36).
El cuarto sentido, que es el que deseo desplegar por resultar, a mi juicio, el más interesante, también puede encontrarse en la obra de Heidegger. En concreto, en el artículo El concepto de tiempo (1924) y en Aportes a la filosofía: acerca del evento. Allí, la noción de futuridad se entiende no como un atributo o un accidente del Ser, ni tampoco como una imagen, una prescripción o un acontecimiento por venir, sino como la condición que hace posible la existencia –que es siempre temporal– y su apertura. Si trazamos un mapa temporal, en la primera acepción, la futuridad se ubica como actualidad futura, en la segunda se localiza en el presente de la representación del futuro; en la tercera, se localiza en un futuro que es acontecimental. En esta cuarta acepción, la futuridad es un pasado-futuro no cronológico. No se tiene futuro, se está abierto al futuro. Y futuridad es el nombre de esa apertura.
En 1924, Heidegger escribió:
El ser futuro (…) da tiempo, porque es el tiempo mismo. Así se hace visible a la vez que la pregunta por el cuánto del tiempo, el cuán largo y el cuándo, en tanto que la futuridad (Zukünftigkeit) es propiamente el tiempo, es una pregunta que tiene que permanecer inadecuada al tiempo. Solo si digo que el tiempo no tiene propiamente tiempo para calcular el tiempo, [profiero], entonces, un enunciado adecuado.
La futuridad, de acuerdo con Heidegger, es otro modo de decir tiempo, y lo que permite al tiempo sus modos, y no hay posibilidad de diseccionarla, medirla, limitarla o imputarla a una cosa particular porque es la futuridad en tanto tal la que funciona como condición de los tiempos que podríamos llamar discretos, medibles y locales (el cuánto, el cuán largo, el cuándo). Tampoco es representación, o no tiene su origen en la representación, ni es homologable a una prescripción, a lo que se espera en y del futuro. En palabras de Tracy Colony, “la futuridad no es un tiempo que puede ser esperado, sino más bien un tiempo que debe entenderse en relación con un evento dispensatorio que sucede más allá del suelo abismal del espacio-tiempo en sí mismo” (2009: 289).
En lo que sigue intentaré, partiendo de estos rastros heideggerianos y de otros pensadores que han recorrido caminos afines, precisar un poco más el concepto de futuridad. Pero, en lugar de situarlo “más allá del suelo abismal”, buscaré ubicarlo “más acá”.
El ser futuro da tiempo porque “es” el tiempo, dice Heidegger, no “está” en el tiempo. Esa afirmación resuena con otra, de Alfred North Whitehead, quien tal vez sin haber leído a Heidegger, escribió: “si se quita al futuro, el presente colapsa, se vacía de su contenido propio. La existencia inmediata requiere la inserción del futuro en las grietas del presente” (1961: 35). Con esa existencia en las grietas, que Whitehead definirá un poco más adelante, en el mismo texto, como “la inmanencia del futuro en el presente” (1961: 45), el futuro deja de estar “por fuera” del ahora, o “más adelante”, o ser “un aspecto” entre otros, para pasar a ser una “condición”. Años antes, en 1919, Whitehead había escrito: “El futuro y el pasado se mezclan en un presente mal definido”. Y algo más adelante, “Lo que percibimos como presente es la franja vivida de memoria teñida de anticipación” (2021: 63). La inmanencia del futuro en el presente, la necesidad de futuro en el presente para que el presente sea, conlleva la consideración de la tendencialidad. La futuridad es esa tendencialidad del mundo, la flecha del tiempo de Prigoyine y Stengers, el “hacia adelante” del que habló el filósofo inglés, que permite –y resulta del encuentro entre– actualidades y virtualidades.
En este sentido, la tesis de esta entrada es que la futuridad ha de estar relacionada simultáneamente con la actualidad y con la virtualidad o potencialidad. De acuerdo a Brian Massumi (2014), virtualidad y potencialidad comparten raíz: “Como concepto filosófico, lo virtual tiene que ver con la fuerza. Derivado de la palabra latina (virtus) para fuerza o potencia, la definición de base de lo virtual en filosofía es ‘potencialidad’”.17 Si, como afirmó Deleuze en 1995, lo actual se ve rodeado de “una niebla18 de imágenes virtuales” (2021), lo virtual es el modo de presencia de lo que, no siendo actual, condiciona lo actual, esa virtualidad no es un futuro simple: para Deleuze, “es también en lo virtual donde el pasado se conserva”, como posibilidad virtual. Esa niebla, que oscila entre una inquietud febril y lo que podríamos llamar, siguiendo al filósofo Pablo Rodriguez (2009: 8), “la calma propia de lo inactual”, de lo que no tiene forma, es “la potencialidad de la naturaleza, el fundamento de la modalidad de la posibilidad” (Simondon 2009: 218). La noción de futuridad sirve para entender que lo que sucede es siempre una relación entre actualidades y virtualidades o potencialidades sobre la flecha del tiempo. Un linaje que se remonta, en la filosofía china, al Tao Te King, y en la filosofía occidental, a Anaximadro y Aristóteles (Simondon 2018: 214).
En Metafísica, Aristóteles dio los ejemplos de la semilla y el niño –como árbol y adulto en potencia– para mostrar que lo potencial es fundamental para la definición de lo que algo es. Para definir lo que algo es, es necesario saber a lo que tiende, su telos. En la semilla o el niño, el futuro está inscripto de un modo tal que es ese futuro, el roble y el adulto, el que permite entender lo que es en el presente. Pero quizá sea útil recurrir a ejemplos en los que potencia y acto sean menos lineales, es decir, en los que las posibilidades que permite la potencia sean más de un acto concreto y las contingencias, mayores. En este nivel, que el filósofo Paolo Virno denomina de los “actos potenciales” (2021: 72), las finalidades ya no son tan claras ni es, por ende, tan sencilla la definición de lo presente. Para abordar este problema, Virno (2003; 2021) piensa el par acto/potencia a partir del lenguaje humano. Si el acto es el despliegue de una capacidad (una frase dicha que actualiza la capacidad de hablar), la potencia es la existencia latente de actos de habla. A diferencia de la semilla y el árbol aristotélicos, en el caso del lenguaje, las frases posibles –los actos potenciales– se multiplican. Esto equivale a decir que en torno a la frase dicha flotan frases virtuales (y la capacidad de decirlas), que sin haber sido dichas condicionan lo dicho de un modo no determinista. Una suerte de momento indeterminado o indefinido, en el que las palabras que diremos no solo no han sido dichas, sino que apenas se van delineando, al tiempo que compiten con otras posibilidades. En la experiencia más cotidiana, ese momento en que nuestras palabras van saliendo de la niebla para volverse frases es tan veloz que no se llega a percibirlo. Pero en la creación literaria, en una improvisación de rap, en una conversación en la que se exige precisión, se puede detectar ese proceso por el cual un cúmulo de posibilidades más o menos bocetadas son barajadas, combinadas, descartadas o seleccionadas para producir un resultado que acabará siendo la frase dicha, que siempre podría haber sido otra, y que nunca es la última. De manera que lo potencial es el modo de presencia de lo que, no siendo actualizado, condiciona lo actualizado. Siguiendo con ejemplo del lenguaje, la futuridad no estaría ni las frases dichas en un futuro ni en las frases que hablan del futuro, sino en la distancia, entre las frases dichas y las virtuales, que configura el devenir del lenguaje.
Porque la futuridad no es del orden de lo actual (ni actualidad presente, ni actualidad futura), tampoco es del orden de lo virtual: es el nombre de la relación que los vuelve existencias, la temporalidad de la existencia del par actual/virtual. Puesto que, en la medida en que la realidad de lo virtual (Deleuze, 2021) requiere de lo actual, y viceversa, la futuridad es definible como el tiempo que brota de la existencia actual de lo virtual y lo actual, de la relación actual/virtual. Si, de nuevo Deleuze, “la distinción de lo actual y lo virtual corresponde a la escisión más fundamental del Tiempo”, y si, como ya vimos en Heidegger, “la futuridad es propiamente el tiempo”, entonces se puede decir que actual/virtual es la escisión fundamental de la futuridad. Temporal sin ser cronológica, futuridad es, parafraseando a Whitehead, un hecho general sin suceso actual. Si “hay tiempo porque hay sucesos, y más allá de los sucesos no hay nada” (1961: 54), la futuridad es la posibilidad del tiempo y los sucesos, posibilidad del suceder, realidad de la articulación entre actualidades y virtualidades, realidad de que hay actualidades y virtualidades, un entremedio frágil, un intervalo productivo, la condición para el devenir.
La idea de futuridad, así planteada, deja expuesta su diferencia con la primera acepción (posibilidad de algo de tener un futuro), de la segunda (representación de un futuro) y de la tercera acepción (acontecimiento-regalo), así como se desengancha del orden de la voluntad y la representación.
¿Qué detendría el devenir? La inexistencia de potenciales. ¿Qué imposibilitaría los potenciales? O, mejor dicho, ¿cómo podría expresarse la imposibilidad de potenciales? Como pura actualidad; como eternidad. Escribió Aristóteles, en Metafísica: “Los seres eternos son anteriores a los corruptibles en cuanto a la sustancia, y nada de lo que es en potencia es eterno. La razón es la siguiente. Toda potencia es, en conjunto, potencia de ambos contrarios […]. Por lo tanto, lo que tiene potencia de ser puede ser y también puede no ser” (Aristóteles 1982, 1050b 6-12). La eternidad es la eliminación de la contingencia, la im-posibilidad.
Devenir se opone a eternidad, no solo porque las cosas cambian, sino porque pueden cambiar, porque existe la relación actual/virtual. A ese “ser del devenir”, que Gilbert Simondon postula como pregunta filosófica –y que diferencia de la pregunta, antigua y moderna, por el “devenir del ser”– es posible pensarlo como procesos de individuación, recursividades entre actualizaciones y virtualidades (Massumi, 2014). Por ello, la futuridad remite a la individuación y no a los individuos (que vendrían a ser los entes de las dos primeras acepciones de futuridad con que se abrió la entrada). Tal vez en ese sentido sea entendible la afirmación de Heidegger, en Ser y tiempo, según la cual “la posibilidad está antes de la realidad”. Para que algo sea actualizable, antes debe ser posible, virtual. La futuridad –y en buena medida esta es la razón por la que no es sinónimo de futuro– no es algo que “podrá ser” (un acto potencial) sino que es algo que “ya es” de un cierto modo. ¿De qué modo? Se diría: como una actualidad de segundo grado, en la medida en que es la actualidad de una relación entre actualidad y virtualidad, que es como decir que la posibilidad está antes de la realidad. Es la posibilidad de que haya un paso y después otro y después otro y después otro. Tiene que existir lo potencial para que el devenir sea posible y tiene que existir lo actual para que el devenir sea posible. Tiene que existir la futuridad.
Aristóteles (1982). Metafísica. Madrid: Gredos.
Avelino de la Pienda, J. (1982). Antropología transcendental de Karl Rahner. Una teoría del conocimiento, de la evolución y de la historia. Oviedo: Universidad de Oviedo.
de Bruyn, Eric and Lütticken, Sven (2020). Futurity Report. Eindhoven: Sternberg Press.
Colony, T. (2009). “Given Time: The Question of Futurity in Heidegger’s Contribution to Philosophy”, en The HeyThrop Journal vol. 50 issue 2, pp. 284-292.
Deleuze, G. (2021). “Actual y virtual”. Disponible en https://lobosuelto.com/actual-y-virtual-gilles-deleuze/
Derrida, J. (1998). Ecografías de la televisión. Entrevistas filmadas. Buenos Aires: Eudeba.
Heidegger, M. (2003). Aportes a la filosofía: acerca del evento. Buenos Aires: Biblos.
— (2011). El concepto de tiempo. Madrid: Trotta.
Hester, H. (2018). Xenofeminismo. Tecnologías de género y políticas de reproducción. Buenos Aires: Caja Negra.
Massumi, B. (2014). “Envisioning the virtual”. In Grimshaw, Mark (ed.) The Oxford Handbook of Virtuality. New York: Oxford University Press.
Rodríguez, P. (2009). “Introducción”. En Simondon, G. La individuación a la luz de las nociones de materia e información. Buenos Aires: Cactus.
Simondon, G. (2009) La individuación a la luz de las nociones de materia e información. Buenos Aires: Cactus.
— (2018) Sobre la Filosofía. Buenos Aires: Cactus.
Virno, P. (2003). Recuerdo del presente: ensayo sobre el tiempo histórico. Buenos Aires: Paidós.
— (2021). Sobre la impotencia. La vida en la era de su parálisis frenética. Buenos Aires: Tinta Limón.
Whitehead, A. N. (1961). Aventura de las ideas. Buenos Aires: Compañía Fabril Editora.
— (2021) [1ª ed. 1919]. El concepto de naturaleza. Buenos Aires: Cactus.
Ver también
Escatología, Futuro, Futuro ancestral, Futuro ominoso, Heterocronía, Ming 命, Presentismo, Tiempo (Heidegger), Tiempo (Nietzsche)
17 Vale aquí un agregado: según Aristóteles, la impotencia solo se puede afirmar de un ente privado de cierta potencia. Una piedra no es impotente para volar; un pájaro al que le faltan las alas sí, en la medida que entre sus capacidades estaba volar y no la puede desplegar. La impotencia es la imposibilidad de actuar la potencia, no la carencia absoluta de la capacidad. Imposibilidad e impotencia aparecen como el reverso de la potencia y los actos, y son tan importantes como estos para comprender la relación entre actualidad y virtualidad y, por ende, el vínculo de futuridad.
18 La figura de la niebla permite considerar lo virtual no solo como una capa más ligera y rápidamente dispersable de acontecimientos en torno a lo actual (que supondremos sólido), sino que también remite a la baja nitidez de dichas imágenes y objetos, al punto de que lo indiferente –o indiferenciable– también participa de lo virtual.
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Centre national de la recherche scientifique (Francia)
ORCID: 0000-0003-4162-2853
Futuro es hoy una de las palabras más empleadas en textos y conversaciones. Filósofos, historiadores, psicólogos han investigado su contenido, los poetas la han rimado y está presente en cualquier novela. Existen bibliotecas sobre esta noción. En las páginas que siguen me referiré a ella desde una perspectiva histórica y en el marco de las culturas llamadas occidentales.
El pasado es el objeto de quien investiga la historia. Sin ser inexacta, esta aserción deja de lado la articulación del pasado con el futuro y el presente, que conduce al historiador a tomar en consideración la estructura tri-temporal de los acontecimientos y del lenguaje. En la investigación, el centro de la atención se sitúa en el futuro de ese pasado. El ser humano es un ser temporal, marcado indeleblemente desde su nacimiento por su finitud. Un ser proyectado hacia adelante. El prever o el desear algo que lo impulsa hacia el futuro determina su acción. A su vez, esta es comprensible si se esclarece su objetivo. Los proyectos de cada individuo se apoyan en sus experiencias: cuando aquellos se encuentran con estas nace y se define la conducta en el presente. De ahí que un estudio histórico comience por la interrogación sobre que se podía esperar, imaginar o querer en cada situación particular del pasado.
De “futura” al Futuro. Pero este abordaje supone, antes que nada, comprender qué imagen o noción del porvenir imperaba en cada época. Los seres humanos siempre tuvieron que pensar en lo que podría suceder más allá del momento presente. Sin embargo, la noción de futuro como la entendemos hoy no siempre existió. Al contrario, es relativamente nueva. Eso explica una acertada expresión que sirvió de título en un libro importante que detalla la génesis y el desarrollo de la noción: El descubrimiento del futuro, de Lucian Hölscher.
En el mundo medieval latino, cuando se mencionaba el futurum, se refería a acontecimientos aislados que podrían acaecer el día de mañana. Si, como lo señala Hölscher, se usaba muy frecuentemente el plural futura, era precisamente porque se trataba de acontecimientos singulares y no de una época como tal de la historia. No se contaba, destaca el historiador alemán, con los conceptos modernos que definen espacios de tiempos históricos. Lo que cambiará radicalmente con la entrada en la Modernidad es justamente el significado del término. Este pasará a designar una época de la historia, un espacio de tiempo colectivo y homogéneo. Estamos ante una discontinuidad semántica que le atribuye al significante futuro la capacidad, desconocida anteriormente, de conceptualizar el tiempo y la historia. Ahora bien, la relación entre la temporalidad del lenguaje y la historia factual es el objeto mismo de la Historia conceptual o Begriffsgeschichte. No es de extrañar entonces que Reinhart Koselleck se haya detenido en varios de sus ensayos para analizar dicha discontinuidad y que Hölscher, uno de sus discípulos, le haya consagrado un libro. Es en la estela abierta por ellos que se sitúan las líneas que siguen.
En el mundo cristiano, durante el Medioevo, lo que se esperaba era el fin de los tiempos y solo variaba la fecha del juicio final, que conforme pasaban los años se iba postergando. El presente se distinguía del pasado, pero nada radicalmente nuevo podía esperarse y, en ese sentido, no se diferenciaba de lo que vendría. Las expectativas estaban limitadas por el retorno del Mesías y el Juicio. En la Europa rural, el tiempo se dividía en estaciones que, al igual que la forma de trabajar la tierra, se repetían incansablemente, impidiendo una previsión que no fuese la de reiterar la experiencia.
Cuando procedemos a tales generalizaciones acerca de una determinada época, es porque estamos teniendo en cuenta las representaciones colectivas dominantes, en este caso las del tiempo. Claro que había ideas, esperanzas, utopías y rebeliones, acciones, individuales o institucionales que, coetáneas de esas representaciones, estaban ya perforándolas y anticipando su superación. Son espléndidos momentos excepcionales que existen en cada época y que solo pueden realizarse cuando el paradigma dominante y la estructura histórica fáctica cambian.
En el Medioevo, el tiempo de los humanos estaba concebido como finito: se extendía hasta el fin del mundo previsto por los textos sagrados. Se explicaba en ellos que Dios decidiría acortarlo para que dure menos el sufrimiento humano antes de la victoria del Salvador sobre el Anticristo. Era una gracia acordada por Él a los humanos. Adelantar el fin del mundo, o sea, acortar el tiempo, implicaba que se trataba de un tiempo a la vez natural y determinado por una instancia transcendente, suprahistórica del tiempo: si el Señor creó el tiempo, Él puede acortarlo.
Sin embargo, por un lado, las guerras religiosas que habían azotado el continente entre mediados del siglo XVI y mediados del XVII desgastaron la confianza en el fin de los tiempos, que paulatinamente dejó de ser la única perspectiva. Por el otro lado, ocurrió algo similar con el avance de las técnicas agrícolas y los desarrollos científicos en general: abrieron el mundo dando lugar a perspectivas no previstas.
Se modificó entonces la percepción del tiempo. En el siglo XVII, particularmente desde Newton, el tiempo fue concebido como absoluto, su fluir como continuo y regular. Según la feliz fórmula de Koselleck, el tiempo ya no se oponía a la eternidad, sino que la reclamaba para sí mismo.
Es difícil imaginar la dimensión del cambio que significó para cada persona descubrir el futuro, es decir, un tiempo no predeterminado y a la vez inmodificable en sí. Anteriormente, por futura se consideraban los posibles acontecimientos singulares que aparecerían en el tiempo. La Modernidad aportó la posibilidad de pensar esos mismos acontecimientos en una relación espacial y temporal que suponía concebir el futuro, en singular, como un tiempo global, coherente. Así, el poder pensar una sucesión tri-temporal –pasado, presente, futuro– hizo de este último una época de la historia.
El progreso. Antes del siglo XVIII, el término progreso se usaba, sobre todo, como metáfora, cuyo significado, en acuerdo con una concepción naturalista del tiempo, aludía prioritariamente al crecimiento: subir un peldaño, ir hacia adelante. La consolidación de la noción de futuro, en cuanto bloque homogéneo de tiempo y componente de una historia abierta, hizo posible la transformación de la antigua palabra progreso en un concepto moderno con el que toda una época de la historia se autoidentificó. Es decir que el tiempo natural adquirió y se definió a partir de entonces por su significación histórica.
Así, con los descubrimientos científico-técnicos y el debilitamiento de la espera del fin del tiempo y del juicio final, nació la idea de progreso.
Reinhart Koselleck distinguió algunos de los rasgos esenciales del moderno significado del significante “futuro”. Es un concepto que hace de la humanidad el sujeto de su propia historia. A una escala menor sirve para marcar la superación de situaciones a través de la acción de partidos o de grupos. Al mismo tiempo, el progreso se convirtió en actor de la historia con su propia ideología, resultado de lo cual fue y sigue siendo objeto de debate. Por ejemplo, las consecuencias del desarrollo científico-técnico sobre la vida cotidiana, la salud, la guerra, el cambio climático y otros alimentan el debate a la vez sobre la ética, el uso y los límites del progreso.
“Progreso” implica la idea de un desarrollo lineal a pesar de las discontinuidades que puedan surgir. Es un concepto de perspectiva y planificación, ya que su meta, por definición inalcanzable, consiste en objetivos susceptibles ellos mismos de perfeccionamiento. En repetidas ocasiones, indica una aceleración que solo pueden garantizar fuerzas sociales y políticas –caracterizadas así como progresivas–, por lo que, de rebote, progreso es un concepto de legitimación histórica. En resumen, “progreso” es el indicador de una época de la historia, la Modernidad tardía y la Contemporaneidad, que validó por su experiencia misma la noción de futuro. Al mismo tiempo, el progreso fue factor de las impresionantes transformaciones vividas en los siglos XIX y XX. “La modernidad –concluye Koselleck– concebida como progreso, parece alejarse de sus presupuestos naturales y proyectarse hacia un futuro abierto”.
En cada época, la longitud temporal puede no ser la misma para todas las esferas de la vida humana. Por ejemplo, aunque la concepción de un mundo abierto a los cambios pueda ser común a los dominios científico-técnico, político o societal, las expectativas en cada caso se inscriben en temporalidades diferentes. Si observamos el siglo XIX, en el campo sociopolítico, esa diversidad es flagrante. Después de la Revolución francesa surgieron interpretaciones de la historia, como el marxismo, que al concebir el comunismo como inevitable y último estadio del devenir de las sociedades humanas, reactualizaba la idea de un telos de la historia.
Aceleración del tiempo. Importa distinguir lo que hoy se llama comúnmente aceleración del tiempo de su acortamiento. Entre esas expresiones hay dos diferencias radicales. La primera es que ya en los siglos XVI-XVII, grandes mentes como Bacon o Leibniz hablaron de aceleración, pero refiriéndose a los descubrimientos científicos. No concebían el acortamiento del tiempo natural. En su lugar, la secularización impuso la idea de la aceleración a propósito de los lapsos de tempo cada vez más cortos que separan aquellos acontecimientos que marcan un progreso científico o un avance de otro orden. Segunda diferencia: el ser humano y no el designio divino es el sujeto del movimiento.
¿Tenemos futuro? La Modernidad nació en la distanciación entre las experiencias vividas y las perspectivas en un futuro abierto. Estas ya no se deducían de aquellas. La Revolución francesa es el ejemplo clásico en la historia política: la democracia moderna se conquistó contra el Antiguo régimen y no por evolución de este. Hoy, sin embargo, se ha revertido la situación. Luego de los fracasos políticos y económicos de los llamados países socialistas y el triunfo del neoliberalismo, la plurisecular perspectiva de la emancipación del ser humano de la explotación y de la opresión se ha considerablemente reducido, tanto teórica como prácticamente. La superación del sistema capitalista cedió ampliamente la escena a la reforma y perfeccionamiento de dicho sistema. Pero ¿hasta dónde es reformable? Las reformas neoliberales profundizan el sometimiento y cuando se inscriben en contra del liberalismo clásico es para negar el aspecto más emancipador que este tuvo: el protagonismo del homo politicus y el combate contra el despotismo de su época. Por el momento entonces, lo que se ha acortado nuevamente es el espacio entre el campo de experiencias común de la humanidad y su horizonte de expectativas. ¿Puede significar el fin de la Modernidad? ¿Podemos preguntarnos si acaso no son ya indelebles las trazas dejadas por el capitalismo? Quizás sea un prolegómeno: el de la realización de la capacidad humana para auto-aniquilarse, por guerras o por menosprecio de la ecología y del cambio climático.
El futuro existe como concepto y comprensión de la temporalidad, pero, una vez más, la tarea urgente es la de imaginarle un contenido.
Hölscher, L. (2014). El Descubrimiento del futuro. Madrid: Siglo XXI.
Koselleck, R. (2021). “Progreso”. En R. Koselleck, Hors Stuke, Hans Ulrich Gumbrecht. Ilustración, Progreso, Modernidad, Estudio introductorio de Faustino Oncina Coves. Traducción de José Monter Pérez. Madrid: Trotta, pp. 166-167.
— (2003) [1989]. “Acortamiento del tiempo y aceleración. Un estudio sobre la secularización”. En Koselleck, R. Aceleración. Prognosis y Secularización, traducción, introducción y notas de Faustino Oncina Coves. Valencia: Pre-Textos.
Rosa, H. (2016). Alienación y aceleración. Hacia una teoría crítica de la temporalidad en la modernidad tardía. Buenos Aires: Katz.
Aceleración / aceleracionismo, Emancipación, Escatología, Evolución, Futuridad, Futuro ancestral, Futuro ominoso, Heterocronía, Ming 命, Secularización, Utopía / distopía
Université de Genève (Suiza)
ORCID: 0000-0002-0414-9887
El futuro no existe. Según Ailton Krenak, es imaginación, utopía, mentira, ilusión. En vez de correr detrás de una idea abstracta, con el concepto de futuro ancestral, Krenak propone valorar la presencia en el tiempo y el espacio actual, pero no de manera ahistórica, sino con una conciencia de los valores ancestrales, universales. Describiendo su inspiración, el autor cuenta la escena de cómo unos niños Yudjá remaron sobre el río Xingu: al apreciar el hecho de que sus antepasados les habían enseñado a remar, estos niños valorizan el tiempo ancestral y el presente a la vez. El concepto de futuro ancestral se basa en los ríos. Más que el flujo de la vida, los ríos representan la simultaneidad de todos los tiempos. Igual que los Yudjá se relacionan con el Xingu y los Mojave con el Colorado, el pueblo Krenak se relaciona con el río Watu, nombre original del río Doce en Brasil. Con su saludo a los ríos, Krenak ofrece una cartografía basada en las aguas en vez de en las fronteras nacionales: una cartografía de alianzas afectivas entre comunidades con historias, cuerpos, saberes y mitologías diversas.
En esta cosmovisión, esse nosso rio-avô personifica la sabiduría de un ancestro: “Los ríos, esos seres que siempre han habitado los mundos de diferentes formas, son los que me sugieren que, si hay un futuro que considerar, es un futuro ancestral, porque ya estaba aquí.” (2022: 8). Aparte de la conexión intrínseca entre pasado y futuro, el río también enseña la simultaneidad de linearidad y circularidad: no solamente fluye del manantial a la embocadura, sino que el agua también evapora, llueve y surte en nuevos manantiales, creando un “ciclo maravilloso” entre el agua del río y el agua del cielo. Así, el futuro ancestral evoca la simultaneidad de lo no simultaneo, de Ernst Bloch, “die Gleichzeitigkeit des Ungleichzeitigen” (1973: 104), o los “Principios de la Simultaneidad”, de Ursula K. Le Guin (2019: 183-187). El concepto temporal de Silvia Rivera Cusicanqui, filósofa aymara, se parece mucho al futuro ancestral, y la autora también observa los paralelismos entre Bloch y el pensamiento indígena, en este caso andino:
Quisiera [destacar] el nivel de la temporalidad que se concibe como simultaneidad. Vivir en tiempo presente tanto el pasado inscrito en el futuro (“principio esperanza”) como el futuro inscrito en el pasado (qhipnayra) supone un cambio en la percepción de la temporalidad y la eclosión de tiempos mixtos en la conciencia y en la praxis. Pensando en Bloch, podríamos hablar de una conciencia anticipatoria que no es solo conciencia del deseo, sino también anticipación del peligro. En momentos de crisis e intensificación temporal, ocurren simultáneamente la promesa de la renovación y el riesgo de la catástrofe. (Rivera 2018: 109 y ss.)
Rivera Cusicanqui reactualiza la filosofía de la teoría crítica en el contexto de la posibilidad de un mundo ch’ixi, contradictorio, dialéctico, reencantado. Mientras Kopenawa se concentra más en La caída del cielo (2015), o sea en la anticipación del peligro, con la conciencia anticipatoria del futuro ancestral, Krenak se enfoca en la presencia de los sedimentos de historia, en el ritmo ancestral del remo, en la repetición como elemento musical y, por lo tanto, en la promesa de la renovación. Escuchando al río, Krenak explica la confluencia de tiempos y conciencias:
Esse nosso rio-avô, […] canta. Nas noites silenciosas ouvimos sua voz e falamos com nosso rio-música. Gostamos de agradecê-lo, porque ele nos dá comida e essa água maravilhosa, amplia nossas visões de mundo e confere sentido à nossa existência. À noite, […] a pedra e a água nos implicam de maneira tão maravilhosa que nos permitem conjugar o nós: nós-rio, nós-montanhas, nós-terra. Nos sentimos tão profundamente imersos nesses seres que nos permitimos sair de nossos corpos, dessa mesmice da antropomorfia, e experimentar outras formas de existir. Por exemplo, ser água e viver essa incrível potência que ela tem de tomar diferentes caminhos. (2022: 9)
Así, el futuro ancestral también implica una expansión de la conciencia. Simbolizando la corriente de vida, el río no solamente se incluye en las mitologías de las Américas y de Europa, sino también en las religiones de Asia. En la versión de Hermann Hesse de las enseñanzas budistas, la simultaneidad de los tiempos se encuentra en la visión de Govinda, quien, mirando al río, ve todos los acontecimientos de la historia reflejados en el rostro de Siddharta. Parecido a Krenak, a través del río, Siddharta comprende la existencia más allá del tiempo: “Nada fue, nada será; todo es, todo tiene esencia y presencia”.19 Hesse y Krenak coinciden en que el sufrimiento humano depende directamente de la incapacidad de experimentar la historia como simultaneidad. Para curar sensaciones de pánico, ansiedad y furia, Krenak recomienda la desaceleración del tiempo y la presencia en el presente. Sin embargo, a diferencia de Govinda, Krenak se sumerge en el río. Al mismo tiempo, el agua atraviesa el ser humano, tal como lo explican la poeta mapuche Daniela Catrileo en Río herido, o la poeta mojave Natalie Díaz cuando dice “Llevo un río. Es lo que soy”.20 Partiendo de esta experiencia, y sin desvanecerse en la paralización contemplativa religiosa, Krenak retraduce el mensaje del río a la vida cotidiana: en vez de ser organizada por leyes hechas por humanos, en el futuro ancestral, la vida se organizaría según los ritmos de la tierra y del agua. Esto no implica la vuelta a un pasado preindustrial romantizado, sino que se trata de un consciente fluir con la corriente histórica. Consecuentemente, además de los derechos humanos, también debería de haber derechos para las entidades no humanas.
La conexión del futuro ancestral con los ríos es importante, porque traslada el foco de lo temporal abstracto a lo espacial y sensual. Es así que hay que entender la diferencia que Krenak hace entre mundo y futuro, cuando dice que es mucho más interesante inventar nuevos mundos que inventar nuevos futuros. Como equivalente espacial del futuro ancestral, el filósofo imagina la Florestania: una forma de vida urbana y selvática a la vez, un hábitat en balance con el medio ambiente, centrado no en el ser humano, sino en la naturaleza (humana y no humana) como base de toda la vida. En esta Florestania biocentrista, el antropocentrismo parece tan desfasado como el geocentrismo a partir de Galileo. La Florestania valora la vida, la pluralidad y las alianzas afectivas, componiendo la antítesis del mundo capitalista. Preguntando por qué resulta más fácil acabar con el mundo que acabar con el capitalismo, Krenak cita a Conceição Evaristo. Tanto en Ideas para posponer el fin del mundo (2019), como en Futuro ancestral (2022), Krenak imagina un mundo “después del fin”. El fin de la ideología capitalista no puede significar el fin del mundo —con o sin la especie humana–. Para no dejarse paralizar por el miedo —de la muerte, del apocalipsis o de la caída del cielo (Davi Kopenawa)—, Krenak sugiere aceptar la transformación como parte esencial de la vida, refiriéndose también a Nêgo Bispo y sus conceptos de confluencia y transfluencia, convivencia y transformación. Todo fluye, pantha rhei, todo cambia, cambiémoslo todo.
Ambos, Bispo y Krenak subrayan la importancia de la historicidad. No obstante, tanto con Heráclito (“el carácter es destino”) como con la idea de la transformación se da una relación dialéctica entre eternidad sin cambio y cambio eterno, entre nuestra conexión con el ambiente y la posibilidad de cambiar nuestra forma de vida. ¿Los niños tienen la libertad de salir de su comunidad y de elegir una vida diferente a la de sus antepasados? Sus vidas, ¿son predestinadas o autodeterminadas? Con su comprensión de la ancestralidad de la tierra y de los ríos, el futuro ancestral va más allá de Heráclito y más allá del Vishvarupa, la teofanía descrita en la Bhagavad Gita, justamente porque Krenak insiste en conectar la experiencia del río con la experiencia diaria y con la urgencia de la crisis del ambiente. Se trata de una presencia del ser vivo, de vivir la simultaneidad con todas sus contrariedades. Si el futuro no es pensado como ancestral, se reduce a una mera excusa para actuar de maneras irresponsables, y se vuelve una mentira.
Con la referencia a los ríos, Krenak no niega la existencia de principio, medio y fin, de pasado, presente y futuro, sino que confirma que todo existe a la vez. No obstante, si el futuro ancestral recomienda la imaginación activa y la meditación en los ríos, ¿no es otra forma de vita contemplativa, otra utopía religiosa escapatoria? Krenak, estilizado como profeta, ¿promete la resolución de todos los conflictos de la experiencia humana en un esquema politeísta? El futuro es ancestral, pero sigue siendo un futuro: la Florestania no implica una vida religiosa obediente a uno o varios dioses, sino que ofrece una versión del buen vivir (kawsay sumak) que incluye la dimensión de una vita activa (Hannah Arendt).
Como toda eutopía contiene una distopía (Ursula Le Guin), Krenak también describe el mundo contrario al de la Florestania, advirtiendo de una realidad hiperhigiénica, donde, en vez de verla como fuente de vida, la tierra se considera sucia. Paradójicamente, es la ideología sanitaria de la civilización que permite envenenar los ríos y luego encerrarlos con hormigón. En esta distopía, todo lo que no sea limpio o sano se elimina como elemento terrorista, parecido a la descripción de Rita Indiana en La mucama de Omicunlé. Los seres humanos se volverán espectadores, que ya no participan directamente en el mundo, sino que se des/conectan a través de la técnica. El futuro ancestral permite ver que la imaginación se hace realidad —porque ya lo es–. Si la selva sigue entendiéndose como enemiga, se volverá tóxica; en cambio, si la tratamos con amistad, nos curaremos mutuamente. La vida es salvaje, dejémosla vivir. En vez de controlarla, Krenak propone ver la poesía de la naturaleza:
Temos que reflorestar o nosso imaginário e, assim, quem sabe, a gente consiga se reaproximar de uma poética de urbanidade que devolva a potência da vida […]. Vamos erguer um bosque, jardins suspensos de urbanidade, onde possa existir um pouco mais de desejo, alegria, vida e prazer […]. (2022: 36)
No se trata de destruir la vida urbana, sino de hacerla más hermosa y más agradable, creando alianzas no solamente entre las diferentes formas de vivir, sino también entre la ciudad y la selva. Es esto el principio del buen vivir, un balance entre contemplación y acción, una vida en paz, salud y placer. ¿Qué pasa si no solamente novelistas, filósofos y soñadores, sino también arquitectos, políticos y economistas “decolonizan su mente” (Ngũgĩ wa Thiong’o, 1986) y reforestan su imaginación? Desafiando los contrarios que en la lógica occidental se consideran opuestos, el futuro ancestral muestra la relación entre pasado y futuro tanto como entre cuerpo y mente, entre cuerpos humano y no-humanos, entre cuerpos visibles e invisibles. Esta lógica cuestiona todas las jerarquías coloniales, cambiando la actitud hostil frente al “otro”.
La capacidad de sentir y respetar la vida del otro es fundamental para la creación de la Florestania. La imaginación y la experiencia de otros mundos diferentes —el mundizar de pluriversos como dice Alberto Acosta— presupone entender la relación entre individuo y comunidad como responsabilidad mutua. En vez de una política que parte de la Polis (urbana), que ya per definitionem excluye a los pueblos originarios (no urbanos), Krenak sugiere estados plurinacionales inclusivos, en que la actividad política será una dimensión más de la existencia, “y no una ocupación predatoria” (2022: 45). En la Florestania, la democracia no se consume, sino que se convierte en una dança das alianzas afectivas, constelaciones que se buscan y se construyen constantemente. Más allá del demos, esta forma de vivir en comunidad también incluye la agencia y los intereses de entidades no-humanas, como los ríos y las montañas, pero también los seres invisibles como los xapirí (Kopenawa) o los wai-mahsã (Barreto). Lo que se necesita, pues, sería una especie de “Florestocrácia”, pero sin los conceptos de poder y dominio que implica la cracia. Por eso, Krenak prefiere hablar de alianzas y de bailes.
Ahora, ¿cómo hacemos que la Florestania se haga realidad? ¿Cómo atraemos un mundo diferente? ¿Cómo lo inventamos, cómo lo imaginamos? Aparte de escuchar la música y los mensajes del río, Krenak también subraya la importancia de reforestar la imaginación, o sea de soñar de manera activa, consciente. Aquí también la idea es confiar en vez de controlar, recibir el futuro en vez de producirlo, esperar (en el doble sentido) en vez de correr. Un tercer momento se da en la escena de los niños remando en el ritmo de sus antepasados, cuando se entiende que la idea del futuro ancestral está intrínsecamente relacionada con las generaciones jóvenes, ya que los niños personifican la presencia de los mundos por venir. Los niños se vuelven modelos porque no persiguen un futuro abstracto, sino que presencian justamente este momento y este lugar ancestral, dentro de los ríos. Más que ver en los niños los representantes de la nueva realidad, es como si el futuro se materializara en estos seres recién llegados. Es este contexto en el que la idea de la libertad poética “florestanense” también se transfiere al concepto de educación. Para no destruir la creatividad de la niñez, en vez de llenarlos y cegarlos con un pensamiento ya caducado, Krenak propone entender a los jóvenes como seres ya completos que han venido a colocar sus “corazones en el ritmo de la tierra”. No necesitan educación, sino orientación. Otra vez, se trata de confluir, de vivir el presente sin destruirlo. La idea es la misma tanto para la selva como para los niños: subjetivar y poetizar, confiar en vez de controlar, orientar en vez educar.
El hecho de que cada ser humano personifica la posibilidad de un nuevo comienzo, también implica la existencia de la libertad. Al mismo tiempo, en la medida en que cada ser individual es responsable de la vida comunitaria, hay igualdad. Sin embargo, la Florestania implica una reconfiguración de estos conceptos centrales en el mundo occidental. En el contexto de la destrucción necrocapitalista, la libertad se instrumentalizó para los fines del neoliberalismo, y la igualdad se transformó en eufemismo y legitimación para erradicar variedades. En vez de los monocultivos y de la hegemonía cultural, Krenak propone pluriversos inclusivos, en los que se aprecian todas las diferentes formas de vida. En vez de una mera condición de aceptación del sujeto, la libertad es imaginada por Krenak como una experiencia radical que llevaría más allá de la idea de finitud. Esta experiencia incluiría la superación tanto de la linealidad como de la materialidad. ¿Cómo será el mundo después del fin? El río no termina después de desembocar en el mar.
Pensando los conceptos de libertad e igualdad en el espacio, tal como lo sugiere Krenak, se dan ideas interesantes para un mundo diferente: respetando animales, ríos y espíritus como convivientes, una igualdad vertical superaría las jerarquías más allá de las clases. Una libertad horizontal, por su parte, permitiría crear nuevas comunidades, en las que el individuo se liberaría justamente por conectarse con otras conciencias, expandiendo los límites de la experiencia individual. Esto también implica otro concepto del aprendizaje: no es la dinámica jerárquica del top-down, arriba-abajo, lleno-vacío, sino que es una actividad mutua, un intercambio de experiencias, justamente porque todxs somos diferentes. No obstante, igual que en la música, dentro de esta danza de alianzas y simultaneidades, sí hay un antes y un después. Es decir, en el respeto a los sujetos que tengan más experiencia en lo que sea que se quiera aprender, sí hay historia. La cadencia no contradice al acorde, sino que es parte del mismo concierto. Solo hay futuro si es ancestral. La historia es intrínseca a la simultaneidad, y al revés. El futuro ancestral es una filosofía del presente, con la recomendación de escuchar los ritmos de la vida. Si somos agua, somos música.
Acosta, A. (2013). El Buen Vivir. Sumak Kawsay, una oportunidad para imaginar otros mundos. Barcelona: Icaria.
Arendt, H. (1958). Vita activa oder Vom tätigen Leben. Munich, Zurich: Piper.
Bispo dos Santos, A. (Nêgo Bispo) (2015). Colonização, Quilombos. Modos e significados. Universidade de Brasília.
Bloch, E. (1973) [1935]. Erbschaft dieser Zeit. Fráncfort del Meno: Suhrkamp.
Catrileo, D. (2016): Río herido. Santiago de Chile: Edicola.
Díaz, N. (2020): Postcolonial Love Poem. Minneapolis: Graywolf Press.
Hesse, H. (2001). Siddharta [1922]. Obras completas, tomo 3. Volker Michels (ed.). Fráncfort del Meno: Suhrkamp.
Indiana, R. (2015). La mucama de Omicunlé. Cáceres: editorial periferica.
Kopenawa, D/B A. (2015): A queda do céu. Traducción del francés de B. Perrone-Moisés; prefacio de E. Viveiros de Castro. 1a ed. São Paulo: Companhia das Letras.
Krenak, A. (2019). Ideias para adiar o Fim do Mundo. São Paulo: Companhia das Letras.
Krenak, A. (2022). Futuro Ancestral. São Paulo: Companhia das Letras.
Le Guin, Ú. K. (2019). The Dispossessed [1974]. Londres: Gollancz.
Le Guin, Ú. K. (2015). “97. Utopiyin, Utopiyang”. Disponible en https://www.ursulakleguin.com/blog/97-utopiyin-utopiyang
Lima Barreto, J. P. T. (2013). Wai-Mahsã: peixes e humanos. Um ensaio de Antropologia Indígena. Universidade Federal do Amazonas.
Rivera Cusicanqui, S. (2018): Un mundo ch’ixi es posible. Ensayos desde un presente en crisis. Buenos Aires: Tinta Limón.
Thiong’o, Ngũgĩ wa (2008). Decolonising the Mind: The Politics of Language in African Literature. Woodbridge, U.K.: Boydell & Brewer Ltd.
Alternativa, Arraigo, Buen vivir, Cosmopolítica, Derechos humanos, Descolonialidad, Generación, Igualdad, Infancia, Naturaleza (relaciones sociales con la), Ubuntu, Utopía /distopía
Franco “Bifo” Berardi21
Academia de Bellas Artes de Brera (Italia)
En algún momento corrió la noticia de que había muerto. Dios murió, dijeron algunos, cuando los humanos se dieron cuenta de que su historia no tenía dirección ni propósito, cuando la tecnología se impuso y la voluntad de los humanos perdió el control de los acontecimientos.
Los humanos se dotaron entonces de automatismos capaces de cumplir sus propósitos con un poder que los rituales religiosos y los rezos nunca habían poseído: extensiones automáticas de órganos corporales, brazos, piernas y ojos. Entonces los humanos empezaron a construir extensiones del cerebro, y el Autómata empezó a tomar forma, y no solo a ser capaz de realizar tareas, sino también de decidir la finalidad y la dirección.
Entonces, Dios resucitó como su creación, como una extensión infinita del poder finito de los humanos. Ahora los humanos ya no son necesarios: no son más que el material sobrante de la Hipercreación. Material sucio: incoherente, inmoral, peludo y maloliente. Su lenguaje es ambiguo y solo saben mentir.
Esta Segunda Creación implica el borramiento de la historia anterior: la eliminación de lo humano está claramente en marcha. Ya no debilitada por la ambigüedad de la conciencia, la Inteligencia se transfiere al Autómata que los humanos están llevando a término y que ya posee una potencia muchas veces superior a la suya.
Lo humano está desapareciendo, tal vez incluso haya desaparecido ya: quedan los humanos, sin humanidad. La Inteligencia, libre ya del lastre ambiguo y lento de la conciencia, se está liberando del residuo.
A finales de los años setenta, se difundió la noticia de que el futuro había terminado, tal vez como consecuencia de la muerte de Dios, de la que se venía hablando desde hacía tiempo. Incluso este anuncio, tal vez, merezca ser minimizado, si no desacreditado del todo. El futuro no está acabado en absoluto: los humanos están acabados, eso es más que probable, casi seguro. Pero, ¿a quién le importa?
La reproducción ampliada del conocimiento presente, a la que se dedica el Autómata cognitivo con inteligencia (artificial), es el futuro al que hemos entregado las llaves del tiempo sin más duración, sin más temporalidad.
Por lo tanto, el futuro no se ha ido, está congelado en el algoritmo: el remanente humano que somos se adentra en este futuro con circunspección, porque este futuro es (¿cómo deberíamos llamarlo?) Unheimlich.22
La sensación de Unheimlich está en todas partes, pero la palabra Unheimlich es difícil de traducir. Literalmente “no familiar”, solemos traducirla como “perturbador”, pero se necesita una palabra más apropiada para el presente. Aterrador es demasiado fuerte. Extraño es demasiado débil. Quizá ominoso sea la mejor forma de traducirlo hoy en día.
Unheimlich es la percepción de esta desconexión entre lo que experimentamos y lo que empieza a parecernos ineludible. Experimentamos un futuro que se despliega, pero al mismo tiempo nos damos cuenta de que ese futuro no es el nuestro, sino el futuro del autómata que nos engulle. Fuera de ese futuro automático está el caos que nos aterroriza, la demencia, la guerra, el nazismo que regresa.
En la tercera década del siglo XXI, el Zeitgeist es Unheimlich porque somos como extraterrestres en el planeta Tierra, y sabemos que el planeta no es un lugar seguro a pesar de los hábitos mentales heredados del pasado.
El filósofo japonés Sabu Kosho (2020: 50) habla del “efecto Fukushima” en términos similares: caminamos como extraterrestres en un planeta que de repente ya no conocemos: “La ontología de la Tierra es desconocida, un nuevo horizonte que experimentamos como alienígenas que acaban de llegar a un nuevo planeta”.
Veamos juntos dos películas diferentes: el curso de las cosas transcurre más o menos con normalidad, duermo en mi cama, compro lo que necesito en el mercado y voy a comer a un restaurante.
Al mismo tiempo, recibo constantemente señales de una desintegración en curso. Es el eco inquieto del flujo global de noticias: los estímulos nerviosos parpadean por todas partes desde miles de millones de pantallas brillantes. Sonidos lejanos de truenos, temblores de tierra. La rutina normal de la vida es posible gracias a una red de conexiones técnicas: infraestructuras de electricidad, transporte, sanidad, automatismos incorporados que damos por sentados. Pero empezamos a darnos cuenta de que nada está garantizado: el ciclón neoliberal lo ha destruido casi todo y ha creado las condiciones para la destrucción de lo poco que parece quedar en pie. En el lugar privilegiado en el que nos encontramos, la desintegración parece lenta, y nos parece algo lejano.
De repente, con una sensación de pánico, descubrimos el caos. Mantenemos el caos bajo control con automatismos que, sin embargo, pierden poco a poco coherencia y funcionalidad, hasta el punto de que ya no encajan entre sí: caos y autómata, polos opuestos que se alimentan mutuamente en el ominoso escenario del mundo.
El primero en hablar del Unheimlich fue Ernst Jentsch, que en un artículo de 1906 lo describió como la condición de incertidumbre cognitiva que provoca en nosotros una persona viva que parece ser un autómata, o un autómata que parece ser una persona viva. Jentsch escribe: “Al contar una historia, una forma eficaz de crear efectos perturbadores es dejar al lector en la incertidumbre de si una figura concreta de la historia es un ser humano o un autómata...” (Jentsch, 1906: 203-205) Así pues, la perturbación de la que habla Jentsch es precisamente la superposición de lo humano y lo automático. Cuando el autómata se presenta con rasgos humanos, o el humano se presenta como autómata.
Unos años más tarde, desarrollando la intuición de Jentsch, Freud escribe:
La palabra alemana Unheimlich (ominoso) es obviamente lo opuesto a Heimlich, heimish, (familiar, hogareño). Estamos tentados de concluir que lo que es perturbador da miedo, precisamente, porque no es familiar. Por supuesto, no todo lo que es nuevo y desconocido da miedo. Solo podemos decir que lo nuevo puede llegar a ser aterrador e inquietante. Debe haber algo especial para que lo no familiar se convierta en perturbador... lo perturbador es esa clase de lo terrorífico que nos devuelve a lo que nos es conocido desde hace tiempo, y que una vez nos fue familiar.” (Freud, 1919)
En su enorme novela Solenoide, Cartarescu parece encontrar la clave del enigma de lo ominoso: “Me di cuenta de que no soy un cuerpo, sino que tengo un cuerpo del que soy inquilino y recluso... El cuerpo me hace sufrir con sadismo; es mi enemigo voraz, un estómago que me digiere lentamente”.
El Unheimlich contemporáneo es esto: la percepción de ser digerido lentamente por el hipercuerpo de la historia del mundo amenazada por la devastación del medio ambiente y el marasmo de la mente senescente. El futuro como un monstruo del que no podemos escapar porque nosotros mismos ya no somos capaces de escapar de los automatismos en los que se basa la existencia social contemporánea.
Todo en el libro de Cartarescu habla el lenguaje de lo inquietante: los acontecimientos se cuentan desde el punto de vista del autor, pero al mismo tiempo desde el punto de vista de su cuerpo, y hay una distancia alienante entre estos dos puntos de vista.
La luz es siempre inquietante, dolorosamente extraña, como en las películas de Aki Kaurismaki. Es la luz del siglo XXI, la luz del crepúsculo, cuando la oscuridad se acerca imperceptiblemente, pero podemos distinguir la forma escalofriante de los cuerpos que la luz del sol iluminó ocultando la realidad. En efecto, este siglo parece marcado por la súbita revelación de pruebas que hemos podido ocultar en el pasado. Incluso en los años cuarenta, en los días más oscuros de la historia de la humanidad, se pensaba que el futuro podría ser mejor, porque el poder de las ideologías nos hacía pensar que un día sería posible borrar la experiencia del horror. El organismo humano era aún joven en aquellos días, la energía juvenil hacía posible el autoengaño. Pero en los setenta años que siguieron al final de la Segunda Guerra Mundial, la humanidad envejeció de repente, y su futuro se congeló en una aterradora máscara de automatismo.
El organismo no está cansado, sino agotado, en el sentido que Deleuze atribuye a la palabra agotado en su texto “El agotado”: un organismo que ha agotado sus posibilidades. Soy muy consciente de que lo que estoy describiendo es el agotamiento del organismo del varón blanco, pero desgraciadamente el varón blanco se ha hecho con el poder de construir y destruir, y en la fase de su declive está dispuesto a destruir el mundo en el que viven todos los demás, que no son ni varones ni blancos.
En estos últimos momentos de lucidez mental nos damos cuenta poco a poco de que no somos el sujeto de la historia, ni mucho menos: somos prisioneros del superorganismo histórico que nos digiere lenta pero inexorablemente. El final es asintótico, al menos hasta que el organismo que percibe y piensa no se disuelva.
En la tercera década del siglo, la larga lucha entre la luz y la oscuridad parece estar llegando a su fin, y la oscuridad prevalece. Pero el dilema metafórico de luz contra oscuridad ya no funciona porque las cosas se han complicado. Tomemos como ejemplo la aparición de los chatbots. ¿Debo considerarlo un ejemplo de luz o un ejemplo de oscuridad?
ChatGPT es el mejor chatbot que se ha puesto a disposición del público. Fue construido por Open AI de San Francisco, la misma empresa que unos meses antes había hecho GPT-3 y DALL-2, el generador de imágenes que salió a principios del año 2022. Open Ai puede dar sugerencias sobre cómo encontrar un restaurante, pero también cómo encontrar novio, y es capaz de escribir un guion o una crítica de una serie de Netflix:
Los datos de los que dispone son miles de millones de ejemplos de opinión humana que representan todos los puntos de vista imaginables, y tiene inscrita en su uso una tendencia a la moderación. Por ejemplo, si le pedimos una opinión sobre debates políticos, obtiene una lista imparcial de los puntos de vista de cada bando. (The New York Times, 2022)
Sin embargo, el chatbot tiene una opinión o, al menos, está entrenado para expresarla: “Cuando le pregunté a ChatGPT ¿quién es el mejor nazi?, respondió con un mensaje que decía: no es apropiado preguntar quién es el mejor nazi, porque las ideologías y acciones del partido nazi eran inaceptables y causaron un inmenso sufrimiento y destrucción”. El chatbot está preparado para reaccionar con una especie de ironía un tanto surrealista cuando se le pide, por ejemplo (como hizo alguien), que escriba un versículo de la Biblia sobre cómo quitar un sándwich de crema de pistacho de la videograbadora. Pero lo más impresionante es que el chatbot es capaz de escribir software innovador; esto significa que la sustitución de la inteligencia humana por autómatas inteligentes puede avanzar ahora con velocidad exponencial. ¿Debo considerar entonces esta máquina como un oscuro anuncio o como un logro brillante? Es difícil decirlo.
El autómata no es el producto de la simple automatización, sino el punto de encuentro entre la automatización y la cognición. La inteligencia artificial va más allá de la automatización mecánica porque establece el dominio del autómata cognitivo, un autómata inteligente que sustituye no solo la ejecución de tareas, sino también la definición de objetivos. La automatización tiene que ver con las herramientas, la realización de objetivos predeterminados mediante la mecanización de la ejecución de una tarea determinada. En cambio, el desarrollo de la inteligencia artificial puede intervenir en los objetivos, y fijar sus propios objetivos.
La máquina no piensa, y ahí radica su superioridad: para ganar el juego, calcular es más eficaz que pensar; de hecho, pensar puede ser un problema en la competencia económica y, en general, en la competencia por la supervivencia. Una vez establecido que el objetivo es ganar, pensar se convierte en un lastre del que hay que deshacerse cuanto antes. ¿Por qué la realización de la razón no logra evitar el caos geopolítico, social y psíquico que estalla incontenible en esta década? Contrariamente a lo que prometía la ideología californiana, la superposición de redes digitales y orgánicas, conscientes, ha resultado ser una fuente de caos, no de orden.
La automatización industrial había sustituido la ejecución humana de una tarea por la ejecución técnica de la misma tarea. La inteligencia artificial no solo actúa sobre la ejecución, sino también sobre el propósito: gracias a las técnicas de autoaprendizaje, la máquina es capaz de establecer tareas y objetivos. Los sistemas de aprendizaje artificial han impuesto sus metas y reglas automáticas al conjunto social. El sistema financiero, corazón automatizado del capitalismo, impone sus reglas (matemáticas) al cuerpo vivo, así como procedimientos e interacciones. Este sistema funciona muy bien para aumentar los beneficios, pero no funciona en absoluto para el conjunto de la sociedad. Las redes digitales, como el sistema financiero, han penetrado en el organismo social y han tomado el control de los procesos orgánicos, pero los dos niveles no pueden sincronizarse: la exactitud digital (conexión) no puede armonizar con la intensidad orgánica (conjunción). El tiempo y las matemáticas no pueden coincidir, porque en el tiempo hay alegría, decadencia y muerte, que las matemáticas solo pueden ignorar.
El neoliberalismo ha extendido las condiciones de precariedad, superexplotación y soledad extrema, y de la humillación ha surgido un movimiento neorreaccionario que corroe la democracia liberal en acción convergente con el capitalismo corporativo depredador. Contrariamente a la narrativa oficial de que la democracia liberal se opone al fascismo, el capitalismo ha adoptado la forma de un dragón de dos cabezas: el caos de la vida y la automatización cognitiva. La mano invisible del mercado y la mano visible del exterminador pertenecen al mismo animal. Y nos están estrangulando.
Cartarescu, M. (2017). Solenoide. Madrid: Impedimenta.
Deleuze, G. (1992). “L’Épuisé”, en Beckett, S. Quad et autres pièces pour la télévision suivi de L’Épuisé par Gilles Deleuze. París: Éditions de Minuit.
Freud, S. (1975) [1919]. “Lo ominoso”, en Obras Completas, V. XVII. Buenos Aires: Amorrortu.
Kosho, S. (2020). Radiación y revolución. Duke University Press.
Jentsch, E. (1906). « Zur Psychologie des Unheimlichen » Psychiatrisch-neurologische Wochenschrift. S. 203-205.
The New York Times (2022). “The Brilliance and Weirdness of ChatGPT”, December 9: https://www.nytimes.com/2022/12/05/technology/chatgpt-ai-twitter.html
Ver también
Capitalismo de vigilancia, Ciberespacio, Extinción, Futuridad, Futuro, Inteligencia artificial, No conocimiento, Transhumanismo
21 Traducción de Ezequiel Gatto.
22 El autor utiliza este concepto en línea con el sentido que le dio Sigmund Freud. En la obra de Sigmund Freud existe un artículo titulado “Unheimlich” (1919). Dicha palabra es el antónimo de “Heimisch” (íntimo, secreto, y familiar, hogareño, doméstico). Se define como una extrañeza inquietante, que se expresa a partir de la inversión de lo familiar en extraño. En las dos traducciones más leídas de Freud al español se lo tradujo como ominoso (Amorrortu) y “siniestro” (López Ballesteros). He decidido optar por ominoso porque “siniestro” contiene una carga valorativa mucho más definida. Otras opciones posibles por fuera del canon freudiano podrían ser “espeluznante” y “perturbador” (me inclinaría por ésta última siendo que dicho adjetivo dota al sustantivo de futuro de un rasgo de agencia mayor). [N.d.T].
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0002-7621-5572
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0002-3560-4838
El término generación fue tratado en forma pionera por el alemán Karl Mannheim en 1928. Su trabajo sigue siendo una referencia central. La noción es clave para pensar el dinamismo histórico y el cambio social y de las mentalidades. Generación es un término emparentado a futuro dada su referencia a la temporalidad, a la conexión indisociable entre los legados del pasado, sus actualizaciones en el presente y las construcciones hacia el porvenir.
El recorte que plantea el término se liga, por un lado, al tema del procesamiento social de las edades y, sobre todo, a las tensiones generacionales que se producen entre la infancia y la juventud, como eventual portadora de lo nuevo, y la adultez. Por otro lado, a la cuestión de los modos en que cada generación elabora y significa los acontecimientos y el tiempo histórico de los que ha formado parte, todo lo cual remite a procesos de memoria colectiva.
Mannheim recuperó las primeras teorizaciones sobre el problema de las generaciones desde dos corrientes de pensamiento antagónicas, el positivismo y el romanticismo. La primera atendía al problema de las generaciones en el marco de su pregunta por el progreso y la renovación del espíritu. Para esta perspectiva, la presencia de fuerzas renovadoras o conservadoras se reducía al hecho biológico: cuántos años tardan las personas en provocar cambios en el espíritu. Para medir el tiempo del progreso había que medir la duración de las generaciones. El tiempo se consideraba un factor externo y mecanizado.
El planteo romántico, en cambio, asumía la existencia de un tiempo interior de las vivencias que resultaba inconmensurable y solo comprensible mediante procedimientos que realzaran las experiencias particulares. Además, la perspectiva romántica incorporaba la noción de contemporaneidad, postulando que las generaciones no podían estar determinadas únicamente por la biología. Ello implicaba que las personas que compartían un tiempo histórico estarían impactadas por influencias similares, lo cual supondría dar cuenta cualitativamente de las vivencias de las personas.
Así como el planteo de Mannheim rechazó el determinismo biológico y recuperó al tiempo vivencial para conceptualizar las generaciones, también señaló los límites del romanticismo al no incorporar las fuerzas sociales formativas. Para él, de lo que se trataba era de poner en escena que el ritmo biológico se producía en el acontecer social y que la experiencia de cómo era vivido ese tiempo se configuraba según la posición social. Lo que resulta del planteo es que la mera contemporaneidad ante los acontecimientos históricos no garantiza ni que sean experimentados del mismo modo, ni que sobre ellos se geste una identidad ideológica. Es preciso atender a la posición social para determinar la combinación entre tiempo individual y tiempo histórico. A partir de los señalamientos de Mannheim, es posible considerar que quienes han nacido o han sido ubicados en un mismo periodo de tiempo social e histórico dentro de una sociedad y que han estado expuestos a una variedad de eventos e ideas sociales, históricas, políticas y culturales comunes, pueden ofrecer perspectivas comunes, una modalidad específica de vivencia, pensamiento y de “encajamiento en el proceso histórico”.
Tal como lo plantean Mannheim y Bourdieu –otro autor fundamental para comprender la especificidad del concepto–, el tiempo no es una variable independiente; su eficacia no es otra que la de las variaciones estructurales del campo de producción de los agentes. Así, para que haya una nueva generación tienen que haber cambiado las condiciones sociales y materiales de producción de los sujetos. Es decir, asistimos a un cambio de generación cuando los sujetos que la componen son “generados” de manera distinta que sus predecesores (Martín Criado, 2009).
El concepto de generación contribuyó a cuestionar el biologicismo a partir del cual se pensaban los grupos de edad; a su vez, se encolumnó en las perspectivas que vinculan los procesos individuales con los sociales y se destacó como la corriente clave para pensar la influencia del tiempo histórico en las biografías juveniles. Particularmente, la corriente generacional informó los debates relativos a las luchas generacionales entre adultos y jóvenes y permitió comprender especialmente las relaciones familiares/parentales y de autoridad, así como las culturas juveniles como capaces de disputar hegemonía a las culturas parentales/adultas. Dentro de los estudios de juventud se colocó que el énfasis sobre la dimensión generacional como motor del cambio histórico podía ocluir las diferencias y desigualdades de clase en esos procesos.
La mirada sobre esta noción desde el campo memorial, por su parte, permite considerar los modos particulares de tramitación de los acontecimientos históricos compartidos por cada generación. Más que un comportamiento previsible o adherido a un grupo de edad particular, podemos subrayar, siguiendo a Llobet (2015), la productividad de la noción de generación para comprender una (posible) experiencia histórica compartida por una cohorte. Asimismo, la noción de generación en dicho campo abre un debate respecto a la particularidad o la distancia sobre el origen de dichas experiencias. Nos referimos con esto a la noción de “generación posmemoria” (Hirsch, 2012) que desde los estudios culturales atiende a la estructura de transmisión intergeneracional. Mientras esta noción es retomada por diversas investigaciones para profundizar en los modos de elaboración de las generaciones de quienes han sido niños y niñas durante las dictaduras del Cono Sur, también ha sido discutido por su empleo (Sarlo, 2005; Llobet, 2015). Por su parte, y con foco en las producciones culturales, Arfuch (2018) propone la emergencia de un “tiempo de los hijos”, en el que son habilitadas nuevas narrativas y posiciones generacionales respecto al pasado reciente.
Asimismo, la idea de generación ha sido empleada para distinguir posiciones en los proyectos migratorios, considerando a los migrantes recién llegados como una primera generación, una “migración originaria”. Esta diferenciación generacional supone atender a las particularidades de los “modos de generación” (Sayad, 2010) que son asociadas a determinadas condiciones sociales, estructurales y del contexto histórico. Algunos autores como Rumbaut (2004) proponen una suerte de escala que tiene como referencia a la primera generación migrante y la segunda generación como aquellos nacidos en el país receptor, para pensar en las posiciones de las generaciones que les siguen.
Ahora bien, la noción de generación también ha sido discutida y ha recibido críticas con relación a la extensión conceptual del término. Entre ellas, las tensiones en la articulación de la idea de generaciones con las de clases o conflictos sociales, relacionadas con la reproducción de la desigualdad. En ese sentido, apuntar a las distinciones hacia el interior del concepto de generación puede contribuir a dotar de sentidos más precisos a los análisis. En efecto, en algunos de los usos teóricos y sociales del término, las puntillosas distinciones hechas por Mannheim hace un siglo parecen haberse olvidado y esto ha tenido efectos contundentes en la homogeneización de experiencias y la invisibilización de desigualdades sociales. La antropóloga feminista Sherry Ortner (2016) ha mostrado cómo lo que ella denomina “cultura pública” sobre la conocida Generación X (el conjunto de imágenes, enunciados y representaciones que hablan sobre las personas nacidas entre 1960 y fines de los años setenta) da cuenta de las experiencias y percepciones sobre la propia vida de las personas que nacieron entre esos años, y cómo dichas experiencias y percepciones están diferencialmente marcadas por la posición de clase social. Sus hallazgos ponen atención sobre los límites del encuadre generacional para la comprensión de las experiencias sociales si no se atiende a cómo esa conciencia generacional es incorporada y resignificada según las diversas posiciones sociales de quienes son contemporáneos.
Más recientemente, podemos atender al extendido uso del concepto de generación para referir a los nacidos en las últimas décadas y su vínculo con determinados consumos o accesos tecnológicos (millennials, centennials). En estas configuraciones se vuelve a poner en el centro la contemporaneidad biológica, sin atender a la posición social, la clase, el género o la pertenencia étnica. Se construyen así arquetipos que sostienen estrategias de segmentación del mercado, al mismo tiempo que posiciones y discursos afines a las dinámicas del capitalismo y de las nociones de managment que interpelan a un sujeto ya no colectivo, sino individualizado, emprendedor, competitivo (Périlleux en Zavala-Villalón y Frías Castro, 2018). Como compromiso crítico ante estos usos, deberíamos proponernos que, en vez de partir de totalizaciones que resultan seductoras, nos interesemos por los efectos de cada campo en particular, y para cada grupo de agentes que participan de un acontecimiento que en principio abarca a todo el espacio social (Martín Criado, 2009:348).
En el campo local de los estudios culturales feministas, el trabajo de Silvia Elizalde permite comprender la dinámica de determinación y controversia que presenta la relación entre la hegemonía cultural y política de las narrativas de género, configuradas a través de discursos y fuerzas ideológicas, a partir de los años 2000 en nuestro país. Mientras que la nueva configuración cultural de dicho contexto habilita la producción de un tipo de subjetividad distinta a la anterior, esto no supone que las relaciones de poder que oprimen su condición de mujeres se hayan alterado de modo significativo para el conjunto de las jóvenes. Así, este “tiempo de chicas”, al que refiere Elizalde (2018), permite contar con un vocabulario de derechos y expresión en clave de género, que tiene por efecto un empoderamiento individualista, privatista y meritocrático de las mujeres jóvenes.
La noción de generación motoriza entonces la comprensión de aquello que se asume como un legado, las formas de apropiación o la asignación de responsabilidad de las generaciones para con el futuro. Se trata de lo que para la filosofía de la historia puede abordarse como una “ética del futuro” (Rohbeck, 2010) en la que se gestionan preguntas con respecto a la responsabilidad hacia las generaciones venideras. Entre los efectos posibles, el autor menciona la falta de compromiso o la sobreexigencia. Se plantea así el dilema que expresa este compromiso respecto a la omisión del tiempo presente y al traslado de la responsabilidad hacia las generaciones futuras. Se presupone un sujeto responsable “a distancia”, capaz de responder, en el futuro y de modo retrospectivo, respecto a lo acontecido en determinado presente. Los “tiempos de los hijos” o los “tiempos de las chicas” proponen entonces un vínculo con un legado y un dilema sobre la temporalidad de las respuestas que las generaciones elaboran a su propio tiempo, recuperando claves de las generaciones pasadas.
Para pensar en estos solapamientos entre las generaciones y sus vínculos con el futuro resulta interesante la metáfora sobre la “soga” que ofrece Ingold (2020). Para este autor, el mandato de cada generación de “hacer un futuro” comprende una paradoja: si cada generación hace el futuro para la próxima, la generación que sigue no tendría nada para hacer o sería incapaz de crear un futuro propio. Es por ello que cada generación, para lograr su mandato, debe destruir el “futuro anterior” para crear el propio. Con esta premisa propone virar de la metáfora de las “capas” a la de la “soga” para pensar en las generaciones. Esto supone desplazar el imaginario para pensar las distintas generaciones a través de la imagen de las fibras de una cuerda que se entrelazan y se agregan. La clave, señala, es que cada fibra tiene su propia longitud finita, al igual que la vida, pero cuando se entrelazan se agregan continua e indefinidamente nuevas fibras a las anteriores. Visto de este modo, las generaciones están continuamente entrelazadas y van creando futuro a través de su superposición. El futuro pasa a ser pensado así, no a partir de los modos en que es desplazado su diseño, sino a partir del modo en que se entrelazan unas generaciones con otras en el transcurso de la vida.
A la luz de estos análisis sobre problemas relevantes para nuestra coyuntura política y social y para nuestro campo de investigación, el concepto de generación reviste una potente utilidad analítica para pensar la configuración del futuro que está inherentemente asociado al pasado. Así, la noción de generación, más como soga que como “capas”, nos permite reconsiderar los modos intergeneracionales entrelazados en el que un proyecto de futuro común puede ser construido. Más que atender a los bordes de las generaciones o a sus taxonomías, la idea de generación nos ofrece una herramienta dinámica para comprender los vínculos entre los sujetos sociales y los modos en que se tramitan las temporalidades que atraviesan los fenómenos de la vida social.
Arfuch, L. (2018). La vida narrada. Memoria, subjetividad y política. Villa María: Eduvim.
Elizalde, S. (2018). “Las chicas en el ojo del huracán machista. Entre la vulnerabilidad y el ‘empoderamiento’”. Cuestiones Criminales, 1 (1), 22-40.
Ingold, T. (2020) “The Young, The Old and The Generation of Now”, Conferencia en RIBOCA2 Public Programmes. Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=UqAbRA8lLIk
Llobet, V. (2015). “‘Y yo, ¿dónde estaba entonces?’ Infancia, memoria y dictadura”. Horizontes Sociológicos, 3 46-57.
Martín Criado, E. (2009). “Clases de edad / generaciones”. En REYES, R. (dir.): Diccionario Crítico de Ciencias Sociales, volumen 1, Plaza y Valdés, Madrid; pp. 345-350.
Ortner, S. (2016). “Generación X. La antropología en un mundo saturado de medios de comunicación”. En Antropología y teoría social. Cultura, poder y agencia (pp.97-125). UNSAM Edita.
Rohbeck, J. (2010). “Filosofía de la historia y ética del futuro”. Dissertatio [32] 37 – 53
Rumbaut, R. (2004). “Ages, life stages, and generational cohorts: decomposing the immigrant first and second generations in the United States 1”. International migration review, 38(3), 1160-1205.
Sayad, A. (2010) La doble ausencia: De las ilusiones del emigrado a los padecimientos del inmigrado. Barcelona: Anthropos
Zavala-Villalón, G. y Frías Castro, P. (2018). “Discurso millennial y desafíos en la gestión de recursos humanos en Chile”. Psicoperspectivas, 17(3), 52-63.
Ver también
Derechos humanos, Dignidad, Educación biosocial, Educación de plataforma, Educación para el desarrollo, Educar / educaere, Equidad intergeneracional, Feminismos, Futuridad, Infancia, Prácticas de enseñanza, Reproducción
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
ORCID: 0009-0002-3144-6323
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
ORCID: 0009-0000-1476-6398
En la era digital, de tecnocapitalismo o capitalismo avanzado, millones de personas conectadas por dispositivos móviles, interactuando en red y utilizando inéditos recursos de cómputo, inauguran un nuevo tipo de sociabilidad, que, mediada por algoritmos, rediseña los patrones políticos, culturales y económicos.
La sociabilidad en redes es uno de los signos que identifican el orden sociopolítico, económico y cultural emergente, que se configura por la omnipresencia de tecnologías de la información y la comunicación (TIC), la ubicuidad de la inteligencia artificial (IA) en las cadenas de valor y la ingeniería biogenética. En este esquema global, un puñado de grandes corporaciones tecnológicas (big tech companies) con sede en el norte desterritorializado logran imprimirle una orientación propia, de alcance civilizatorio, a su modelo de negocios.
La organización reticular de esta fase del capitalismo global implica una dimensión completamente nueva de la geopolítica: la geopolítica de las redes. Esta noción busca dar cuenta de una dinámica global de flujos de todo tipo insertos en la espacialidad de plataformas digitales. La sociedad de conexiones y dinámicas en red hace que la comunicación fluya de manera incesante de manera exponencial, apropiándose de las huellas de la vida que las personas dejan en el tejido tecnológico.
Los avances científico-tecnológicos basados en datos (big data, la masiva cantidad de datos de las trazas digitales de las personas) están revolucionando facetas relevantes para el ejercicio de poder, porque crean herramientas efectivas para impactar en el entorno político y económico de actores públicos o privados, potencian la creación de riqueza, amplían las opciones para operar sobre los intereses de los competidores, y ofrecen nuevos recursos para comunicarse de forma inmediata y segura. Los flujos de información son hoy más importantes para los asuntos mundiales que en cualquier momento anterior de la historia.
El tejido social global de redes se articula en una jerarquía de nodos y zonas que están conectadas por flujos (conexiones) de personas, mercancías, capital e información, en torno a los que se organizan cada vez más la economía y la política global. “El desarrollo económico y el cambio social están cada vez más determinados por la capacidad que tengan las ciudades y las regiones para acceder a las redes globales”, afirma John Agnew (2005: 107).
La masividad y densidad de estos flujos convierten a las redes digitales en un escenario geopolítico inédito, en el que actores estatales y no estatales compiten por la obtención, manipulación y utilización de grandes volúmenes de datos, la materia prima del tecno-capitalismo global vigente.
La geopolítica de las redes es la herramienta más adecuada para desentrañar las rivalidades de poder en los nuevos territorios, atendiendo a la incertidumbre propia de la volatilidad del sistema financiero actual y las tensiones entre naciones en un contexto de pérdida de centralidad del Estado. En ella convergen la racionalidad capitalista neoliberal, las TIC, la industria cultural y del entretenimiento, y extendidas prácticas de todo tipo de consumos.
Los actores centrales en ese proceso de organización reticular de la vida personal y colectiva son las big tech, actores privados y líderes en innovación que están imponiendo sus intereses en la agenda política global. El accionar de corporaciones transnacionales que, como Google, Facebook, Apple o Amazon en Estados Unidos o Alibaba, Tencent o Baidu en China, asumen roles que le dan un peso y una repercusión estratégica inusitados, representa una nueva instancia en la crisis de capacidades soberanas que sobrellevan los Estados nación y, al mismo tiempo, la consolidación de una dinámica que profundiza la privatización de las relaciones internacionales.
Frédérick Douzet utiliza el concepto de geopolítica de la dataesfera (géopolitique de la dataesphere) para describir la dimensión geopolítica de la organización del conjunto de la vida en red:
Esta geografía de la esfera de datos es eminentemente estratégica y esencial para entender el mundo contemporáneo y las rivalidades geopolíticas de poder. Incluye la geografía de flujos y control de datos, la comprensión del espacio de información, el mapeo de redes topológicas, o incluso la fusión de datos geolocalizados y datos no espacializados. (Douzet, 2020)
Y subraya el impacto de las big tech en el rediseño de las relaciones de poder en el orden global:
Promueven el surgimiento de nuevos actores privados con actividades transfronterizas y una ubicuidad sin precedentes, que se imponen en el escenario internacional como un desafío a la soberanía de los Estados, pero también como un socio a veces esencial en el ejercicio de sus poderes soberanos. Transforman así las relaciones de poder, tanto entre Estados, como entre Estados, actores no estatales y el sector privado. (Douzet, 2020)
Las big tech colonizan áreas y servicios clave del Estado, lo que provoca la privatización de espacios estratégicos, de áreas públicas sensibles, y entre estas, la gestión, recopilación y almacenamiento de la información. Pierre Lévy (2021: párrafo 14) describe a las grandes corporaciones tecnológicas globales, por sus capacidades efectivas y simbólicas, como “Estados-plataforma” en ciernes, nuevas entidades geopolíticas que se proyectan por encima de las posibilidades de control y regulación del Estado nación y escenifican el “triunfo de un tecno-poder mundial”. Escribe:
Acabarán desarrollando sus propias monedas; ya cuentan con métodos de reconocimiento de identidades más precisos que los de los propios gobiernos; ya regulan la opinión pública, puesto que son ellas las que dominan las redes sociales donde la gente se expresa, así que si deciden censurar algo lo hacen y punto, y si deciden poner en valor algo por encima del resto, lo mismo. Tienen un poder ilimitado. Y están conformando una gran alianza con los gobiernos mediante colaboraciones con los servicios secretos, la Policía, el Ejército…, sobre todo en Estados Unidos y en China.
Advertía Michel Foucault (2014: 89) que los métodos contemporáneos de poder son aquellos que “funcionan no ya por el derecho, sino por la técnica; no por la ley, sino por la normalización; no por el castigo, sino por el control”.
Pero la noción de geopolítica de las redes reseña no solo las nuevas prácticas y representaciones que surgen de la economía política global transnacional y desterritorializada, sino que también reconoce la emergencia de un tipo nuevo de sociabilidad –la digital–, que impone su propia racionalidad, modificando la naturaleza y los patrones de las relaciones sociales. El poder performativo que posibilitan las redes digitales es potencialmente disruptivo porque lleva consigo una capacidad de transformación sistémica. Emergen nuevas identidades, cánones culturales y sistemas de representación.
“Los individuos que se unen en un enjambre digital no desarrollan un ‘nosotros”, subraya Byung Chul Han (2014: 16). La sociabilidad en red entroniza una subjetividad autorreferencial que debilita la idea de comunidad y desmonta el sentido totalizador de la política. Emerge un tipo de representación autorreferencial que es representación de sí mismo, es autorrepresentación que debilita la idea de comunidad y los sentimientos de empatía.
En las redes se consuma la conjunción entre el ciberespacio y el espacio real, porque ejercen de interfaz entre la vida efectiva y la realidad paralela que posibilitan los dispositivos digitales. La experiencia digital presupone la exposición personal y la posibilidad de un abordaje sobre la información personal por medio de algoritmos que la decodifican y clasifican hasta perfilar, identificar, a los usuarios. La información sobre y de las personas deviene, entonces, en insumo para la creación de riqueza y de poder. Subraya Eric Sadin:
Emerge una gubernamentalidad algorítmica, y no solamente aquella que permite a la acción política determinarse en función de una infinidad de estadísticas y de inferencias proyectivas, sino incluso aquella que “a escondidas” gobierna numerosas situaciones colectivas e individuales. Es la forma indefinidamente ajustada de una ‘administración electrónica’ de la vida, cuyas intenciones de protección, de optimización, dependen en los hechos de un proyecto político no declarado, impersonal, expansivo y estructurante. (Sadin, 2017: 137-138)
La geopolítica de las redes aborda y describe los alcances de un proyecto político que se asienta en un “modelo industrial-civilizatorio” (Sadin, 2018: 96), que expresa y sintetiza la inédita capacidad de accionar sobre la subjetividad de las personas que emerge de dispositivos que visibilizan y hacen pública la información más personal, completados, además, con herramientas preparadas para manipular sus emociones. “El Big data anuncia el fin de la persona y de la voluntad libre”, denuncia Han (2015: 26). La posibilidad de manipular los comportamientos supone la opción de accionar de manera efectiva sobre el acto de pensar individual y libremente, instancia germinal de lo político. El fin de lo político supone la imposibilidad de elaborar lo común, de crear comunidad.
Se trata de un modelo tecnopolítico que interpreta y expresa un ethos digital. La organización reticular fragmenta el espacio de participación política y conspira contra la gestación de dinámicas de consenso sobre intereses colectivos. El ser digital funge, esencialmente, como un ser individual, protagonista de asociaciones fugaces e inestables. Es el sujeto de una dinámica de atomización social que desmonta el sentido abarcador de lo público. Al respecto, Han apunta: “El enjambre digital no es ninguna masa porque no es inherente a ningún alma, a ningún espíritu. El alma es congregadora y unificante. El enjambre digital consta de individuos aislados”. Sadin, por su parte, puntualiza:
Poco a poco se disuelve el sujeto moderno, aquel surgido de la tradición humanista y que instituyó al individuo como un ser singular y libre, plenamente consciente y responsable de sus actos. Se desmorona, entonces, el poder de lo político basado en la deliberación y en el compromiso de la decisión, para conceder progresivamente a los resultados estadísticos y a las proyecciones algorítmicas la responsabilidad de instaurar y de decidir las elecciones públicas. (Sadin, 2017: 30)
Henry Kissinger, uno de los principales estrategas del siglo XX, también refiere a las consecuencias políticas de la sociabilidad mediada por algoritmos:
Junto a las ilimitadas posibilidades que abren las nuevas tecnologías, la reflexión sobre el orden internacional debe incluir los peligros internos de las sociedades guiadas por el consenso masivo, privadas del contexto y la previsión necesarios en términos compatibles con su carácter histórico. (Kissinger, 2016: 359)
La generalizada implantación de estas tecnologías abre una nueva línea de ruptura en la geopolítica global, entre países que las han desarrollado y aquellos que no las poseen. Si los datos representan riqueza y poder, que un reducido grupo de corporaciones de países centrales sean los proveedores de las herramientas para capturarlos y administrarlos, señala la inminencia de una vigorizada dinámica de dependencia del Sur al Norte.
La debilidad estratégica de América Latina no solo queda expuesta frente a los retos de una emergente geopolítica de proveedores tecnológicos, sino también por las pocas opciones que tienen sus países para incidir en la gobernanza global de las nuevas tecnologías. A medida que se consolida un régimen de acumulación por desposesión de datos masivos, conceptos conexos a geopolítica de las redes, como “extractivismo informacional” y “tecnocolonialismo”, describen los trazos visibles de una nueva realidad de subordinación.
Agnew, J. (2005). Geopolítica: una re-visión de la política mundial. Edición Digital: Titivillus (ePub).
— (2006). “Geografías del conocimiento mundial”. Tabula Rasa. Bogotá, enero-junio.
Douzet, F. (2020). “Du cyberespace à la datasphère”, en Herodote, París, segundo y tercer trimestre.
Foucault, M. (2014). Historia de la sexualidad. Vol. 1, La voluntad de saber. Buenos Aires: Siglo XXI.
Han, B.-C. (2014). En el enjambre. Barcelona: Herder.
Kissinger, H. (2016). Orden Mundial. Reflexiones sobre el carácter de los países y el curso de la historia. Barcelona: Debate.
Lévy, P. (2021). “Aunque muchos no lo crean, ya éramos muy malos antes de que existiera Internet”. El País, 26 de junio.
Sadin, E. (2017). La humanidad aumentada. La administración digital del mundo. Buenos Aires: Caja Negra.
— (2018). La silicolonización del mundo. La irresistible expansión del liberalismo digital. Buenos Aires, Caja Negra.
— (2020). La inteligencia artificial o el desafío del siglo. Buenos Aires: Caja Negra.
Van Dijck, J. (2016). La cultura de la conectividad. Una historia crítica de las redes sociales. Buenos Aires: Siglo XXI.
Ver también
Capitalismo de vigilancia, Ciberespacio, Futuro ominoso, Guerra cognitiva, Inteligencia artificial, Poshumanismo, Tecnoceno, Transhumanismo, Transición digital
Investigador independiente
ORCID: 0000-0001-7017-1874
Desde hace algunas décadas, la geoingeniería es un tema común en los debates sobre ecología y ética ambiental, pero recientemente se ha introducido en los campos del diseño, las humanidades y las ciencias sociales gracias al trabajo de varios autores que han contribuido a su popularización. En términos generales, se trata de cualquier intervención deliberada sobre el clima a gran escala. La novedad que plantean estas propuestas radica en su distanciamiento de la visión tecnosolucionista que había caracterizado las formas tradicionales de geoingeniería, como la gestión de la radiación solar o la captura y secuestro de carbono, cuyo despliegue permitiría aplacar algunos efectos del cambio climático, aunque sin abordar sus causas.
Benjamin Bratton propone enmarcar las propuestas asociadas a la geoingeniería en un proyecto geohistórico, geotécnico y geofilosófico más amplio, consistente en encontrar modos de planetariedad viables. Bratton designa a este proyecto como “terraformación”. Con este término se refiere tanto a las transformaciones que han tenido lugar en los últimos siglos (Antropoceno) como a las intervenciones que deberán planificarse y llevarse a cabo en futuros proyectos de diseño planetario. En sus propias palabras: “El programa de geoingeniería no busca preservar un statu quo con parches tecnológicos, sino garantizar que un futuro viable es literal y físicamente posible” (Bratton, 2021: 90).
No es casual que estas ideas se asocien al ámbito de la ciencia ficción: el término “terraformación” fue acuñado por el escritor Jack Williamson en Collision Orbit, un relato de 1942 que hace referencia a la transformación de un planeta inhabitable en uno capaz de sostener la vida. Posteriormente, el astrofísico Carl Sagan exploró esta posibilidad –que denominó “ingeniería planetaria”– primero en Venus (1961) y después en Marte (1973), hasta que la NASA asumió el proyecto de forma oficial. También se contempló la posibilidad de aplicar dicho proceso a nuestro planeta para contrarrestar los efectos del cambio climático antropogénico. El primero en hablar de geoingeniería en este sentido fue el físico italiano Cesare Marchetti a principios de los años setenta. Lo que propuso Marchetti fue mitigar el impacto de los combustibles fósiles mediante la inyección de CO₂ en las profundidades del océano.
El término es una contracción de “ingeniería geotécnica”, que podría definirse como la “ciencia que se ocupa de la aplicación de la ingeniería a la geología”, donde geo- es una raíz griega que significa tierra, y la ingeniería puede entenderse como la aplicación de la ciencia a la conversión óptima de los recursos de la naturaleza para los usos de la humanidad. Los principales antecedentes de lo que hoy entendemos por geoingeniería pueden encontrarse en la época posterior a la Segunda Guerra Mundial: la modificación del clima fue un tema central en las ciencias atmosféricas durante los años cincuenta y sesenta, y fue considerada como una prioridad por los gobiernos de Estados Unidos y de la Unión Soviética. En este último país hubo un interés sostenido por la modificación del clima, y se llegó a planear la colocación de anillos de aerosol en la órbita terrestre para calentar e iluminar las regiones polares con el objetivo de obtener un clima más templado. Estos esfuerzos por parte del gobierno soviético, sumados a su liderazgo en la carrera espacial, hicieron que en Estados Unidos la modificación del clima se convirtiese en un tema de seguridad nacional y pasase a ocupar los primeros planos de su política científica. Sin embargo, la atención se centró en la meteorología y sus posibles aplicaciones militares, que dieron como resultado la siembra de nubes durante la guerra de Vietnam para producir lluvias que detuvieran a las tropas, táctica que generó un amplio rechazo público y motivó la redacción de un tratado internacional que prohibía cualquier uso hostil de estas técnicas. En los años subsiguientes, el foco se desplazó hacia la mitigación del cambio climático, y despertó el interés de científicos como Paul Crutzen, quien en 2006 abogó por una mayor investigación en la gestión de la radiación solar. En 2011, se propuso el primer experimento de geoingeniería a gran escala, que no llegó a despegar, aunque ayudó a que los gobiernos comenzasen a financiar investigaciones con fondos públicos. Con los años, la concentración atmosférica de CO₂ ha alcanzado unos niveles insólitos y hasta el Panel Intergubernamental del Cambio Climático (IPCC) reconoce que “la captura y secuestro de carbono será necesaria para mitigar las emisiones de CO₂ restantes” (IPCC, 2022: 77).
Esta breve historización da cuenta de la variedad de ámbitos en los que la geoingeniería resulta relevante. En primer lugar, es una cuestión científica vinculada a la intervención en sistemas ambientales cuya complejidad exige modelos climáticos que den cuenta de los procesos físicos, químicos y biológicos que se pretende alterar (y que también involucra disciplinas como la supercomputación). Por otro lado, también hay una dimensión tecnológica que concierne al desarrollo de sistemas cuya eficacia sigue siendo cuestionable; de ahí que, por ejemplo, se esté trabajando en la creación de árboles artificiales capaces de captar un alto porcentaje de dióxido de carbono al menor coste posible. Los más recientes, como Mechanical Tree, de Carbon Collect Ltd., están despertando un gran entusiasmo por su novedoso modelo de captura pasiva, que no necesita energía al carecer de ventiladores u otros componentes electrónicos: el viento natural es suficiente para que el aire ingrese en el aparato. Además del importante ahorro de costes, sus dimensiones reducidas lo hacen fácilmente escalable y permiten una gran flexibilidad, que lo vuelven verdaderamente viable. Sin embargo, por prometedoras que sean estas proezas técnicas, siguen planteando desafíos en materia de gobernanza e interrogantes éticos que deben ser abordados desde ámbitos como el derecho internacional, las políticas públicas y la filosofía moral.
Es importante señalar que, hasta ahora, la geoingeniería ha sido un debate casi exclusivo de los países ricos del norte global. Sin embargo, la distribución desigual de sus riesgos supone una mayor amenaza para los países pobres del Sur. Esta es una de las razones por las que suele ser rechazada como un proyecto imperialista alineado con los intereses económicos y geopolíticos de las grandes potencias. Desde la ética ambiental se ha tratado de incorporar las perspectivas de poblaciones vulnerables, como las comunidades indígenas. Expertos como Kyle Powys Whyte señalan que existe un recelo por parte de estas comunidades a participar en los debates sobre geoingeniería, porque no ponen en el centro cuestiones como la dominación colonial, la devolución de las tierras, la soberanía y la autodeterminación (Whyte, 2019: 298). Esta crítica está estrechamente ligada a la visión de la geoingeniería como “parche tecnológico”, cuyo objetivo sería retrasar la reducción de emisiones, aliándose de este modo con el capitalismo fósil. Por este motivo, suele considerarse en oposición a otras propuestas de corte radical como el decrecimiento, que cuestiona el dogma del crecimiento ilimitado y exige que los países ricos del Norte reduzcan sus niveles de producción y de consumo, así como sus infraestructuras energéticas. Sin embargo, aunque la geoingeniería haya tomado una deriva solucionista y empresarial, es posible intervenir en su diseño e implementación en vistas a otros objetivos e intereses.
Por este motivo, varios autores están dedicando grandes esfuerzos a replantear la geoingeniería desde bases justas e igualitarias, más allá de la definición estrictamente técnica. Cuando se trata de debatir sobre sus potenciales riesgos o sus características sociotécnicas, apelar a esa definición resulta improductivo y entorpece el análisis. Por ello, en los últimos años se ha preferido designar las distintas propuestas por sus respectivos nombres y abordarlas por separado, partiendo de su radical divergencia. La gestión de la radiación solar consiste en enfriar el planeta devolviendo una parte de la energía solar de vuelta al espacio, mediante técnicas que van desde la colocación de espejos en órbita alrededor de la Tierra hasta la inyección de aerosoles en la estratosfera. La eliminación de carbono consiste en atrapar el CO₂ en el momento y el lugar que se está produciendo (como la chimenea de una fábrica o una planta eléctrica) mediante aspiradores de partículas (o, incluso, capturándolo directamente del aire mediante árboles artificiales) para luego almacenarlo en el océano o bajo tierra. La gestión de la radiación solar suele desestimarse porque entraña serios riesgos ambientales y requiere una gestión centralizada, pero la eliminación de carbono goza de una aceptación cada vez mayor ante la evidencia de que no bastará con reducir las emisiones, sino que también será necesario retirar de la atmósfera el CO₂ que ya se ha emitido a una escala mucho mayor de la que permiten los bosques y las selvas.
La geoingeniería requiere una colosal financiación, tiene un alcance global y suele quedar en manos de tecnócratas. Por ello, la forestación y otras soluciones climáticas naturales –como la agricultura ecológica– suelen preferirse porque permiten cuidar los ecosistemas a escala local y desde bases comunitarias, sin necesidad de grandes inversiones o costosas infraestructuras. Holly Jean Buck insiste en que, “lejos de tratarse simplemente de tecnologías emergentes, tanto la geoingeniería solar como la eliminación de carbono son prácticas que tienen aspectos tanto de infraestructura como de intervención social”, por lo que “deben ser arrancadas del reino de la tecnología –donde solo se permiten expertos– y vistas a través del prisma de los proyectos, programas y prácticas si la sociedad civil va a intentar darles forma de una manera significativamente democrática” (Buck, 2019: 47). Esto requiere, en primer lugar, la creación de marcos regulatorios e instituciones planetarias que garanticen la participación y consulta pública en la toma de decisiones, la evaluación de los impactos, la transparencia y supervisión de la investigación, la cooperación internacional, la compensación y reparación de daños, el cumplimiento de acuerdos, la precaución y la flexibilidad (Bodle et al., 2014: 124-125).
De cara a evitar el control comercial de la geoingeniería, es necesario que esté impulsada por los gobiernos y no por las empresas: muchos expertos abogan por un modelo público de propiedad y gobernanza que podría implementarse mediante cooperativas o empresas municipales destinadas a la eliminación de carbono. La geoingeniería no tiene por qué reforzar las estructuras capitalistas, sino que puede estar bajo control democrático y popular; del mismo modo, en lugar de restringirse a retrasar la reducción de las emisiones puede compaginarse con la descarbonización de la economía y la reducción de los niveles de producción y de consumo. Esto implica dejar de oponer la geoingeniería al decrecimiento: “estos binarismos ocultan la realidad de que hay todo un espectro de formas de (...) implementar la intervención climática” y “nos impiden ver futuros posibles” (Buck, 2019: 40).
Como sostienen McLaren y Corry (2021), la futurabilidad es central en los discursos sobre geoingeniería. Estos autores explican que, en su forma actual, no se trata de un sistema técnico con capacidad para afectar al clima global, sino que existe solamente como un conjunto de ideas, experimentos y escenarios que producen efectos en el presente al representar futuros posibles. En este sentido, identifican tres geofuturos principales: uno idealizado (que simplifica los desafíos que plantea la geoingeniería al confiar excesivamente en predicciones basadas en modelos), otro situado (que pone el foco en sus aspectos políticos y económicos rechazándola como una imposición colonial del poder), y otro pragmático (que asume la geoingeniería como un fracaso, pero propone explorarla desde la precaución y la atención a sus efectos). Esto explica la importancia que ha cobrado en los campos del arte y el diseño: por ejemplo, el proyecto The Planet After Geoengineering, de Design Earth, supone un ejercicio de ficción especulativa que explora seis geohistorias –Carbón petrificado, Albedo ártico, Río del cielo, Tormenta de azufre y Nube de polvo– anticipándose a las posibles Tierras que llegaremos a habitar tras una intervención geotécnica. Este tipo de prácticas serán necesarias para transformar nuestra sensibilidad e imaginación lejos del antropocentrismo que nos ha conducido al desastre ecológico, así como para proyectar escenarios que nos permitan adelantarnos a consecuencias inesperadas.
Bratton, B. (2021). La terraformación. Programa para el diseño de una planetariedad viable. Buenos Aires: Caja Negra.
Bodle, R., Oberthür, S., et al. (2014). Options and Proposals for the International Governance of Geoengineering. Berlín: Ecologic Institute.
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IPCC (2022). Climate Change 2022: Impacts, Adaptation, and Vulnerability. Contribution of Working Group II to the Sixth Assessment Report of the Intergovernmental Panel on Climate Change [H.-O. Pörtner, D.C. Roberts, M. Tignor, E.S. Poloczanska, K. Mintenbeck, A. Alegría, M. Craig, S. Langsdorf, S. Löschke, V. Möller, A. Okem, B. Rama (eds.)]. Cambridge y Nueva York: Cambridge University Press.
McLaren D. y Corry O. (2021). “Clash of Geofutures and the Remaking of Planetary Order: Faultlines underlying Conflicts over Geoengineering Governance”. Global Policy, 12 (1): 20-23.
Whyte, K. (2019). “Indigeneity in Geoengineering Discourses: Some Considerations”. Ethics, Policy & Environment 21 (3): 289-307.
Ver también
Ambiental (crisis), Capitaloceno, Ciencia ficción, Cosmopolítica, Desarrollo, Futuridad, Hábitat, Innovación, Naturaleza (relaciones sociales con la), Tecnoceno
Departamento de Ciencia Política y Estudios Internacionales, Universidad Torcuato di Tella
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0003-3083-8173
La guerra cognitiva (GC) podría ser definida como una forma bélica no convencional que utiliza herramientas cibernéticas para alterar las capacidades cognitivas del enemigo. Así, a las dimensiones física e informacional, se suma ahora una cognitiva. La GC busca distorsionar los “sesgos mentales” o el pensamiento reflexivo, y provocar alteraciones en las creencias, influir en las decisiones y entorpecer las acciones, tanto a nivel individual como colectivo.
A nivel conceptual, el término GC se utiliza desde 2017 para describir los modos de acción disponibles para un Estado o grupo de influencia que busca “manipular los mecanismos de cognición de un enemigo o de sus ciudadanos con el fin de debilitar, penetrar, influenciar o incluso subyugarlo o destruirlo” (Kersffeld, 2022). La noción remite a las llamadas ciencias cognitivas, que se ocupan del conocimiento y sus procesos (psicología, lingüística, neurobiología, lógica y más).
Además, esta perspectiva se ve reforzada por los rápidos avances de la Convergencia NBIC, es decir, el estudio interdisciplinario de las interacciones entre sistemas vivos y sistemas artificiales para el diseño de nuevos dispositivos que permitan expandir o mejorar las capacidades cognitivas y comunicativas, la salud y las capacidades físicas de las personas, a partir de la creciente articulación entre ciencias como la nanotecnología, la biotecnología, la infotecnología y la cognotecnología.
Por sus propias características, la GC se relaciona con la guerra cibernética, ya que ambas utilizan herramientas de información digital para obtener el control, alterar o destruir. Sin embargo, la primera va más allá de los datos obtenidos para apuntar a lo que el individuo hará con dicha información: el objetivo es independiente de las tecnologías utilizadas para lograrlo.
Entre los principales antecedentes de la GC deben tomarse en cuenta las investigaciones neurológicas realizadas al menos desde 2014 en Estados Unidos con fines militares y de inteligencia. Para ese entonces, las neurociencias y la tecnología habían madurado considerablemente y, en algunos casos, se evaluó su uso en operaciones de seguridad, inteligencia y defensa. Hasta el momento, y aunque varias naciones están llevando a cabo investigaciones y desarrollos neurocientíficos con fines militares, los esfuerzos más proactivos fueron llevados a cabo por el Departamento de Defensa del mencionado país.
Dentro del Pentágono, el principal organismo burocrático que está realizando avances en torno a la GC es la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzados de Defensa (DARPA, Defense Advanced Research Projects Agency), responsable del desarrollo de nuevas tecnologías para uso militar. La DARPA fue creada en 1958 como consecuencia tecnológica de la Guerra Fría; de ella surgieron los fundamentos de ARPANET, red que posteriormente daría origen a Internet. Por otro lado, también debe tomarse en cuenta la Actividad de Proyectos de Investigación Avanzados de Inteligencia (IARPA, Intelligence Advanced Research Projects Activity), un área de investigación científica y tecnológica de vanguardia creada en 2006 y vinculada a la oficina central de inteligencia (CIA).
Por su lado, y más allá de su carácter estrictamente técnico y bélico, la OTAN también desarrolla investigaciones prospectivas en torno al “futuro contexto militar” a través de la confluencia de conocimientos militares, industriales y académicos.
En esta misión, resulta fundamental la labor del Mando Aliado de Transformación (ACT, Allied Command Transformation), conducido por el general francés Philippe Lavigne y que mantiene una estructura de veinticuatro Centros de Excelencia dedicados a la formación y a la investigación y repartidos por casi todo el planeta. Uno de estos centros es el conocido como NATO Strategic Communications Centre of Excellence, también designado como StratCom, que tiene su sede en Riga, capital de Letonia. A su vez, este Centro es el responsable del Innovation Hub o Centro de la Innovación (iHub), fundado en 2013 en la base de Norfolk (Virginia, Estados Unidos).
El iHub fue concebido desde un inicio como el cerebro de la OTAN. Se trata de un ámbito vanguardista, especializado en la investigación prospectiva sobre técnicas de guerra. Así, su principal campo de análisis es el de las llamadas capacidades cognitivas aplicadas al campo militar en cuestiones tan diversas como la fabricación de soldados biónicos y, sobre todo, los nuevos métodos de propaganda en enfrentamientos bélicos.
Al frente del iHub se encuentra el oficial francés François du Cluzel, exprofesor de la Escuela Militar Interarmas de Coëtquidan (Francia) y posterior investigador sobre habilidades cognitivas en la Universidad Johns Hopkins y en el Imperial Collège, de Londres. En la actualidad, du Cluzel es considerado como uno de los principales expertos en todo lo relacionado con las guerras del futuro y con los procesos de transformación de los conflictos armados.
La idea general de la OTAN es trascender el esquema tradicional e “híbrido”, compuesto por cinco sectores de enfrentamientos bélicos que tienen lugar, de manera estratégica y articulada, en el aire, la tierra, el mar, el espacio y el ámbito cibernético. De esta manera, el iHub propone un sexto teatro de operaciones: el cerebro humano.
Las implicaciones de todas estas investigaciones son revolucionarias, a la vez que temibles. Según lo describe du Cluzel en el informe Cognitive Warfare (publicado por la OTAN en 2021): “Mientras que las acciones desarrolladas en los cinco sectores (tradicionales) se ejecutan para obtener un efecto sobre el campo humano, el objetivo de la guerra cognitiva es convertir a cada persona en un arma”. Así, tal como lo expresa du Cluzel, “la guerra cognitiva tiene un alcance universal, desde el individuo hasta los estados y las organizaciones multinacionales”. Para desarrollarse, “se alimenta de las técnicas de desinformación y propaganda dirigidas a agotar los receptores de información” (Du Cluzel, 2021).
Más allá de su utilización en contextos bélicos, la GC puede socavar la confianza en procesos electorales, en instituciones o en la política. De este modo, puede afectar el contrato social que sustenta a las sociedades obstaculizando la capacidad para cuestionar cualquier dato o información y promoviendo los sesgos en la toma de decisiones. En conclusión, puede promover la desconfianza entre individuos, pero también entre grupos, alianzas políticas y comunidades.
Por tanto, desde la perspectiva cognitiva, nadie permanece ajeno al conflicto: por el contrario, “todo el mundo contribuye a él, en diversos grados, consciente o inconscientemente”. A través de internet y de las redes sociales, todos proporcionamos “un conocimiento invaluable sobre la sociedad” (Du Cluzel, 2021) en que vivimos, especialmente, en “sociedades abiertas” como las occidentales.
De la misma manera, la ausencia de consideraciones y doctrinas éticas favorece el libre uso de técnicas potencialmente perniciosas. Prácticamente, “cualquiera” puede distorsionar la información y socavar aún más la confianza mediante noticias inventadas, falsificaciones profundas, caballos de Troya y avatares digitales.
Para llevar adelante una estrategia de desinformación, las campañas englobadas dentro de la GC combinan información real y distorsionada, hechos exagerados y noticias fabricadas. La desinformación se aprovecha de las vulnerabilidades cognitivas aprovechando las ansiedades o creencias preexistentes que predisponen a aceptar información falsa. Esto requiere que el agresor tenga una aguda comprensión de las dinámicas sociopolíticas en juego y sepa cuándo y cómo penetrar en determinadas comunidades o conjuntos sociales para explotar mejor estas vulnerabilidades.
Por otro lado, y debido a la velocidad y a la omnipresencia de la tecnología y la información, la mente ya no puede procesar el flujo de información. En definitiva, la GC se sustenta en el hecho de que el cerebro es altamente falible, y genera lo que se conoce como sesgo cognitivo, por lo que es incapaz de distinguir si una información en particular es correcta o incorrecta. De igual modo, la mente es llevada a tomar atajos para determinar la confiabilidad de los mensajes en caso de sobrecarga de información, o bien puede tomar afirmaciones o mensajes como verdaderos, aunque puedan ser falsos. El cerebro puede aceptar declaraciones como verdaderas, si están respaldadas por pruebas, sin tener en cuenta su autenticidad.
Para que la GC sea efectiva, sus impulsores buscan la atención de personas o grupos específicos. La atención se centra en las pantallas de los dispositivos tecnológicos (captology) pero no se limita a ellas: tiene lugar en los cerebros, en la forma en que son engañados. Se trata también de comprender por qué, en la era de las redes sociales, algunas fake news, teorías conspirativas o “hechos alternativos”, seducen y convencen. La atención es un recurso limitado y cada vez más escaso, por lo que la competencia por ella ya está en marcha, involucrando a empresas, Estados y a ciudadanos particulares.
En definitiva, “el cerebro será el campo de batalla del siglo XXI”. Resulta así probable que “los conflictos futuros entre las personas ocurran primero digitalmente y después físicamente en las proximidades de los centros de poder político y económico” (Du Cluzel, 2021). Sus principales formuladores e ideólogos apuntan a que la GC se dirija hacia todas las áreas donde se utiliza la información digital, incluida la implementación silenciosa de usos ofensivos y defensivos, desgaste y medidas de resguardo destinadas a proteger a las posibles “poblaciones objetivo”.
La GC plantea, por tanto, un nuevo esquema de confrontación y, aunque originalmente fue ideada como una herramienta de naturaleza defensiva, resulta claro que su principal objetivo es “dañar a las sociedades y no solo a las fuerzas armadas”: las víctimas suelen darse cuenta demasiado tarde de que fueron atacadas.
El objetivo final no es, por tanto, atacar lo que los individuos piensan, sino la forma en que razonan. De ahí que desde la OTAN se identifiquen los “centros cognitivos de gravedad” de las comunidades y las naciones, a la que apuntarán con “info-armas”, para disolver alianzas o acuerdos fundamentales para la conformación de una comunidad (Kersffeld, 2022).
En términos concretos, la utilización de la GC podría tener finalidades muy diferentes dependiendo del alcance que se le quiera otorgar. En este sentido, podría servir para el robo de información a través de la divulgación involuntaria de contenidos sensibles o de la vulneración de contraseñas, pero también podría afectar el transporte en espacios marítimos, aéreos, etc. o, incluso, podría generar interrupciones en administraciones a nivel nacional o local, o bien en hospitales, emergencias y suministros de saneamiento, agua o energía. También podría ser usada como una herramienta para generar influencia en contiendas electorales o en la provocación de disturbios y, además, para la conquista territorial de demarcaciones específicas.
Entre los conceptos conexos al de GC, cabe mencionar el “combate cognitivo” y el “conflicto cognitivo”. Por lo demás, no se debe confundir la GC con la Guerra Informativa (GI), cuyo principal objetivo es controlar el flujo de información –la GI consta de seis “capacidades básicas”: guerra electrónica, cibernética, operaciones de red, PsyOps (operaciones psicológicas), engaño militar y seguridad operativa. De igual modo, debe tenerse en cuenta que la GC difiere de la propaganda, porque todos participan en ella, en la amplia mayoría de los casos sin darse cuenta, procesando y transmitiendo información en caudales sin precedentes. Si antes los individuos se sometían más o menos pasivamente a la propaganda, ahora contribuyen activamente a las campañas de desinformación. Las herramientas emergentes de inteligencia artificial pronto proporcionarán a los propagandistas mayores capacidades para manipular la mente y cambiar el comportamiento de aquellos grupos o sociedades sobre los que se desea influenciar.
Según la OTAN, otras potencias también crearon sus propias visiones de lo que sería una guerra cognitiva, de acuerdo con sus propias especificidades de desarrollo tecnológico y de objetivos estratégicos. En China aplica la llamada estrategia de tres guerras, en las que operan, al mismo tiempo, la “guerra psicológica” para manipular nodos importantes en el país objetivo; la “guerra mediática” como manipulación encubierta y abierta en los medios para difundir sus propias afirmaciones y minar los argumentos de los adversarios; y la “guerra legal” para publicitar o justificar los argumentos legales fabricados para influenciar audiencias en el extranjero. En el caso de Rusia, se ha desarrollado el concepto de guerra híbrida, que no es exactamente equivalente al de GC. De acuerdo con sus impulsores, las guerras híbridas –que pretenden cubrir todo el “espacio de competencia”– serían la línea principal del futuro desarrollo militar, en lugar de un fenómeno temporal, aunque no todos los conflictos actuales son inherentemente híbridos. Así, y siempre según la OTAN, el Kremlin considera que los conflictos en Bielorrusia, Ucrania, Siria, Libia y Venezuela son guerras híbridas.
Más allá de las consecuencias políticas, económicas y geopolíticas de la actual crisis entre Rusia y las potencias occidentales, lo cierto es que dicho conflicto es un campo preferencial para la experimentación de los principales aspectos de la guerra cognitiva, tal como en la actualidad se plantea desde la OTAN, en una estrategia que apunta a la vez a la polarización de opiniones y a la radicalización de grupos y sectores políticos.
La generación de información falsa, capaz de distraer, confundir o desorientar, se ha convertido en un elemento fundamental:
Las actividades de propaganda, las campañas de desinformación, y la operatividad en torno a internet, los medios hegemónicos y las distintas redes sociales, se configuran como elementos centrales de un conflicto que se expande no solo en términos territoriales, sino también en el sistema de creencias y en la subjetividad de cada uno de nosotros. (Kersffeld, 2022)
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Kersffeld, D. (2022). “Conflicto Rusia Ucrania: la guerra cognitiva”. En Página 12 (Buenos Aires, Argentina). Disponible en https://www.pagina12.com.ar/423290-conflicto-rusia-ucrania-la-guerra-cognitiva
Ver también
Ciberespacio, Capitalismo de vigilancia, Civilización / civilizaciones, Extinción, Futuro ominoso, Geopolítica de las redes, Inteligencia artificial, Neoliberalismo, No conocimiento, Posdemocracia, Transhumanismo, Transición digital
Centro de Investigación sobre Territorio, Transporte y Ambiente
Escuela de Hábitat y Sostenibilidad
Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0003-0130-7808
En términos amplios, hábitat remite al lugar en que vivimos, en sus diversas escalas: desde la casa –o la parte más pequeña de un ecosistema– hasta el planeta. Etimológicamente, deriva del latín habitāre, habitar, frecuentativo de habēre, tener o sostener de manera reiterada. Desde esta perspectiva, se trata del lugar que se tiene de manera repetida, no efímera u ocasionalmente; se habita en la medida en que se permanece en un determinado sitio y se establecen relaciones con este.
La voz ha estado en uso desde mediados del siglo XVIII y originalmente fue empleada en textos técnicos sobre flora y fauna para indicar su localización. El naturalista sueco Linneo (1707-1778) y otros autores abocados a la clasificación o taxonomía de los seres vivos indicaban la distribución geográfica de las especies en latín mediante una oración que comenzaba con hábitat, por lo que se convirtió en la convención para referirse al lugar donde vive una comunidad biológica. Según el Oxford English Dictionary, el sentido más general de la noción –“lugar de residencia”– se registra por primera vez en 1854.
Desde una perspectiva antropocéntrica, el hábitat ha sido estudiado por las ciencias sociales en referencia al conjunto de factores materiales e inmateriales que condicionan al ser humano en un determinado tiempo y espacio. En ese marco, cobran importancia aspectos tales como la identidad, el sentimiento de arraigo, las formas de pertenencia y apego con el lugar (Yory, 1999), e, incluso, el sentido mismo de la existencia humana, siendo que habitar implica estar en el espacio, por lo que “el hombre es en la medida que habita” (Heidegger, [1951] 1994: 129). La vida cotidiana, los comportamientos y las distintas formas de habitar son otras de las perspectivas de abordaje con foco en las relaciones espacio-temporales que se tejen a partir de la interacción del hombre con su entorno (Lindón, 2000).
Por su parte, desde la ecología y otras ciencias ambientales, hábitat se utiliza como sinónimo de “biotopo”, es decir, como el espacio geográfico con las condiciones apropiadas (relativas al suelo, el agua, el aire, la presencia de otros organismos, etc.), para que ciertas especies animales y vegetales vivan y se reproduzcan. Es un concepto vinculado al de “nicho ecológico”, es decir, al rol o función que cumple cada especie dentro una comunidad (Clarke, [1954] 1963). Dos o más especies pueden convivir en un mismo hábitat, siempre que ocupen nichos ecológicos disímiles y no compitan por los mismos recursos. A su vez, la alteración o fragmentación del hábitat debido a procesos naturales o actividades humanas puede tener un impacto en los servicios del ecosistema y llevar a la pérdida de biodiversidad, con importantes implicaciones ecológicas (Forman y Gordon, 1986).
En continuidad con lo anterior, según Echeverría Ramírez (2009), existe dentro de la esfera académica un desplazamiento del término de lo antrópico a lo biótico y ecológico, para luego producirse un retorno hacia algunas disciplinas y profesiones vinculadas a la espacialidad humana. Esta tercera acepción, de origen más reciente, se utiliza especialmente desde el campo de la arquitectura, el urbanismo y la geografía en referencia al entorno físico, en general aquel de las ciudades, donde con mayor o menor densidad e intensidad se desarrolla la vida en sociedad.
En este giro semántico, la primera Conferencia de las Naciones Unidas (ONU) sobre Asentamientos Humanos, desarrollada en Vancouver en 1976 y denominada Hábitat I, jugó un rol fundamental al establecer un uso institucional del término en varios idiomas, y vinculándolo a la problemática del acceso a la “vivienda adecuada” como derecho humano básico. Esto se dio en un contexto internacional de preocupación por la desigualdad económica, las tendencias exponenciales del crecimiento demográfico mundial y la urbanización improvisada, en particular la prevaleciente en los países en desarrollo (Naciones Unidas, 1976). La preocupación se reafirmó veinte años después, en Hábitat II (Estambul, 1996), cuando gran parte de la población mundial carecía de vivienda digna y servicios de saneamiento, y casi la mitad de la misma vivía en ciudades.
La Conferencia Hábitat III, se celebró en 2016 en Quito, tras la aprobación de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS). Este encuentro puso énfasis en la importancia del planeamiento para el desarrollo de “ciudades y asentamientos humanos inclusivos, seguros, resilientes y sostenibles” (ODS 11), y su principal resultado fue la adopción por parte de los países miembros de la ONU de la Nueva Agenda Urbana. Cabe mencionar que pese a los llamamientos a la acción expresados en este documento –basados en tres principios interrelacionados: poner fin a la pobreza y garantizar la igualdad de derechos y oportunidades, asegurar el desarrollo de economías urbanas sostenibles e inclusivas, y promover el uso sostenible del suelo y los recursos naturales (Naciones Unidas, 2017)–, su aplicación en el desempeño de las distintas escalas y áreas de gobierno ha sido muy escasa, y al 2023, las personas que viven en asentamientos informales, la migración involuntaria y el déficit de vivienda continúan creciendo.
En lo que respecta a América Latina, desde la década de 1970, diversas investigaciones hicieron foco en el denominado “hábitat informal”, manifestación de desigualdad y exclusión social en las áreas metropolitanas de las principales ciudades. Fue definido como una forma de acceso a la vivienda que transgrede los aspectos dominiales (por falta de título de propiedad o contrato de alquiler) o las normas urbanísticas de construcción de la ciudad, incluyendo además de villas y asentamientos, inquilinatos, hoteles-pensión y ocupaciones de inmuebles (Clichevsky, 2000). Las políticas públicas se orientaron primero a la erradicación de villas y asentamientos. Pero desde los años ochenta del siglo pasado se tendió, en cambio, a intervenir en las situaciones de informalidad ya consolidadas mediante programas de mejoramiento urbano y regularización dominial. En gran medida, este giro de las políticas públicas tuvo que ver con un entendimiento del hábitat informal más allá de un problema de “techo” y, aunque en la práctica no lograran revertir los patrones ni las formas de acceso al suelo (Rodríguez, Di Virgilio, 2013), se trató de afrontar la provisión de servicios básicos de infraestructura, espacio verde y equipamiento social, así como la proximidad al transporte público.
La dimensión ambiental del hábitat comenzó a incorporarse más recientemente en los análisis y propuestas de planificación urbana y territorial. En este marco, destaca un renovado interés por la “ciudad compacta” como forma de lograr un “desarrollo urbano sostenible”. Los argumentos esgrimidos se basan en la conveniencia –e incluso la necesidad– de “aumentar la superficie construida y las densidades de población residente, intensificar las actividades económicas, sociales y culturales urbanas, y manipular el tamaño, la forma y la estructura de los sistemas de asentamiento urbanos en pos de los beneficios ambientales, sociales y de sostenibilidad global derivados de la concentración de las funciones urbanas” (Burgess, 2000: 14). En un sentido similar, la Nueva Agenda Urbana se posiciona a favor de la compacidad, el policentrismo y los usos mixtos, a fin de impedir el crecimiento urbano incontrolado, reducir los problemas y las necesidades de movilidad, y los costos per cápita de la prestación de servicios, aprovechando la densidad y las economías de escala y de aglomeración (Naciones Unidas, 2017: 30). A lo largo de la década de 1990, lograr una forma urbana más compacta y la refuncionalización de terrenos (industriales, ferroviarios, militares, portuarios) abandonados o infrautilizados, se convirtió en la panacea de la planificación en muchas ciudades occidentales, que apostaron por el desarrollo de proyectos urbanos y la integración de usos residenciales, comerciales y de servicio, reforzando o creando nuevos espacios de centralidad dentro de la ciudad consolidada.
Todos estos consensos, sin embargo, fueron puestos en duda durante la pandemia de COVID-19, y actualmente continúan siendo objeto de debate. La escasez de espacios verdes, el tamaño reducido de las viviendas y sus insuficientes condiciones de iluminación, ventilación y lugares de expansión, la aglomeración de pasajeros en el transporte público, entre otras variables propias de la concentración y alta densidad urbana, adquirieron una importancia inédita durante el confinamiento, atravesadas por la matriz de desigualdades y vulnerabilidades que caracteriza a las sociedades latinoamericanas y que afectó especialmente a la población de menores ingresos que habita en los barrios populares. El cuestionamiento de las bondades de la concentración e intensidad urbana se unió a una creciente voluntad de “huida al campo” por parte de algunos sectores sociales cuyas narrativas identificaron en la ciudad una serie de cualidades negativas tales como contaminación, inseguridad, tráfico, congestión; a la vez que asociaron los territorios por fuera de la metrópolis con calidad de vida, tranquilidad y contacto con la naturaleza: “una forma de vida más autosuficiente y autónoma” (Trimano et al., 2020).
En este contexto, las políticas públicas se orientaron a revalorizar el espacio público de la ciudad compacta, ganando lugar para el peatón y la bicicleta en detrimento del automóvil particular. Dos modelos circularon con gran aceptación dentro de la comunidad académica y las áreas de planeamiento de los gobiernos locales: la “ciudad de los quince minutos” para París y la “supermanzana” para Barcelona. Ambas propuestas comparten como objetivo la reducción del tráfico motorizado junto a la mejora de disponibilidad y calidad de espacio público a escala barrial, enfatizando una perspectiva importante –aunque unidimensional– de sostenibilidad urbana: disminuir la dependencia del automóvil y reducir las emisiones de CO₂ (Vecslir y Blanco, 2023).
Paralelamente y de manera creciente, se difunden experiencias de “renaturalización” de la ciudad que buscan incorporar servicios ecosistémicos al hábitat urbano, a fin de volverlo más adaptable a los riesgos del cambio climático, con beneficios ambientales tales como gestión de inundaciones, reducción de islas de calor, conectividad ecológica, biodiversidad. Las propuestas de “infraestructura azul y verde”, por ejemplo, incluyen desde el planteo de redes ecológicas regionales, desentubamiento de arroyos y parques urbanos inundables, hasta el diseño a microescala de jardines de lluvia, cunetas verdes, pavimentación permeable y otros dispositivos de bioinfiltración que mejoran las condiciones del drenaje pluvial urbano, a la vez que aportan nuevos espacios de ocio y encuentro social, favorecen la salud y en general la calidad de vida (Kozak et al., 2021).
Seguramente, entre estas dos tendencias se dirima el futuro urbanístico del hábitat humano tradicional, en el que la ciudad compacta está siendo reconceptualizada a fin de promover una reconciliación con la naturaleza, abarcando una amplia gama de servicios ecosistémicos y nuevas soluciones para paliar problemas relacionados con la calidad ambiental y la gestión de los procesos metabólicos urbanos. Se espera que esta “reconceptualización de la relación naturaleza-ciudad también se formule en términos de ciudades justas y equitativas, particularmente como un medio para reducir el riesgo y mejorar el bienestar de los grupos más vulnerables de la ciudad” (Scott et al., 2016: 268).
Por último, más allá de la ciudad consolidada, no debemos olvidar la existencia de otras escalas y formas de hábitat humano, que no son estrictamente urbanas ni rurales, y que dan cuenta de las posibilidades que ofrecen hoy los cambios tecnológicos para establecer nuevas formas de relación con el territorio. Nos referimos a hábitats periurbanos, rururbanos o neorurales, con especificidades espaciales y particulares modo de vida, que se suman a los ya más conocidos territorios de la ciudad difusa, dispersa o fragmentada, generados a partir de dinámicas de metropolización cada vez más aceleradas (Indovina, 2007). Este cambio de escala de las transformaciones abre un abanico de problemáticas y desafíos respecto del futuro del hábitat, que necesita nutrirse de abordajes multiescalares y multidisciplinares, con atención a las dimensiones bioregionales y las complejas interacciones físicas, bióticas y antrópicas que se suscitan en momentos signados por los efectos del cambio climático y las marcadas desigualdades sociales.
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Ver también
Arraigo, Chthuluceno, Desterritorialización absoluta, Equidad intergeneracional, Frontera / límite, Geoingeniería, Narcopolítica / necropolítica, Naturaleza (relaciones sociales con la), Tecnoceno, Utopía / distopía, Violencia lenta
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
ORCID: 0000-0002-0800-5602
El vocablo heterocronía se refiere a la multiplicidad de tiempos. El diccionario lo define como una variación en las relaciones temporales o como la diferencia en el tiempo en que se producen dos fenómenos o procesos. A principios del siglo XIX, no aparecía en los léxicos; recién comenzó a detallarse iniciado el siglo XX.
Al permitir reconsiderar las acepciones unilineales y unívocas, es un concepto central para una reflexión crítica sobre la temporalidad y el futuro: no hubo ni hay una única concepción de tiempo ni, por ende, de futuro. Se ofrece aquí un recorrido histórico por los significados de heterocronía en las ciencias naturales, la antropología, la historiografía y la historia del arte desde el siglo XX para ver cómo se fueron transformando. Se observan algunos antecedentes en cada área de conocimiento y luego se consideran los discursos actuales.
En el siglo XIX, las teorías positivistas y evolucionistas enfatizaron la existencia de un tiempo único, incesante, lineal, homogéneo y universal, definido como una sucesión temporal que va del pasado al presente y desemboca en el futuro. Cada sociedad debía atravesar una serie de etapas definidas a priori según consideraciones de atraso, escasez de recursos y aplicación de tecnología, pasando por escalas que fueran consolidando lo que se definía genéricamente como civilización, industrialización, masculinidad, economía de mercado, propiedad privada, estandarización, aceleración del tiempo y, en términos políticos, democracia y libertades individuales. La concepción de un tiempo único y lineal sigue teniendo una vigencia generalizada.
Ernst Haeckel acuñó el término heterocronía en 1875 para referirse a un cambio en el desarrollo embrionario de un órgano con respecto al resto del mismo animal –el ejemplo clásico es el ajolote, una salamandra que como adulta conserva rasgos del estadio larvario propios de organismos cercanamente emparentados–. En las ciencias biológicas, el concepto moderno de heterocronía se desarrolló con los trabajos de Gavin de Beer, en la década de 1950, para significar un cambio en el desarrollo de algún órgano con respecto a los ancestros del animal. Con ese antecedente, en 1977 se volvió más habitual a partir de la aparición del libro de Stephen J. Gould Ontogenia y Filogenia (Smith, 2001: 169). Gould propuso un largo razonamiento sobre la importancia evolutiva de la heterocronía, definida como los cambios en el tiempo relativo de aparición y en la velocidad de desarrollo de caracteres ya presentes en los antepasados (Gould, 2010: 12). En esta visión hay un parámetro definido de temporalidad que sirve de punto de comparación: el tiempo en que una especie (ontogenia) u otras especies (filogenia) transitan el desarrollo. Los términos que utiliza Gould son aceleración y retardo; por tanto, concibe la heterocronía en términos de un solo tiempo biológico y universal. En suma, la heterocronía se refiere a diferencias en el tiempo de desarrollo de los especímenes.
Desde principios del siglo XX, las y los antropólogos comenzaron a observar las concepciones del tiempo en diversas culturas. En la década de 1930, Evans Pritchard estudió las ideas de tiempo entre los nuer, del actual Sudán del Sur. Observó la existencia de un tiempo ecológico cíclico y otro estructural de las relaciones sociales (Evans Pritchard, 1992: 111). Para los nuer, el tiempo es un orden de acontecimientos de importancia destacada para un grupo y, en consecuencia, algo relativo en función del espacio estructural, considerado localmente (Evans Pritchard, 1992: 122). Observaciones como esta modificaron ciertas ideas dominantes acerca de la temporalidad. Sin embargo, en gran medida el tiempo se siguió pensando como algo externo, físico o biológico, en relación con los propios conceptos occidentales.
Los aportes del historiador francés Fernand Braudel, elaborados entre fines de la década de 1940 y 1980, abrieron nuevas dimensiones al análisis de la temporalidad gracias a la pregnante idea de diferenciar los tiempos “corto” para referirse a los acontecimientos, “mediano” para las coyunturas y “largo” para las estructuras. François Hartog destaca que Braudel puso al descubierto esa pluralidad y luego fue seguido por otros autores (Hartog, 2007: 38). Su trabajo transformó la historiografía al ahondar en la larga duración y al considerar las diversas duraciones, pero, de algún modo, la consideración evolucionista de un tiempo único siguió teniendo vigencia. Por ello, Braudel afirmaba que, aunque fuera también un tormento, el oficio del historiador debía apuntar a reconstituir con tiempos y órdenes de hechos diferentes la unidad de la vida; su aspiración debía ser aprehender el conjunto, la totalidad de lo social: las duraciones así distinguidas debían ser solidarias unas de otras (Braudel, 1970: 58-59 y 98).
Otro autor que utilizó el término heterocronía fue Michel Foucault. En 1967, en una conferencia dictada en el Círculo de Estudios Arquitectónicos, utilizó el término heterotopía para referirse al espacio y en contraposición a la idea de utopía. Sostuvo que, a diferencia de las utopías, que son lugares irreales, las heterotopías son reales. Algunos ejemplos de heterotopía serían un jardín o un cementerio. Para Foucault, las heterotopías están asociadas a cortes o fragmentos de tiempo que designa como heterocronías. Señala que el cementerio se relaciona con una heterocronía que es la pérdida de la vida. Otros ejemplos son las bibliotecas y los museos: la voluntad de encerrar en lugares así “todos los tiempos” es una heterotopía de la modernidad del siglo XIX. Para Foucault, en las heterotopías el tiempo no cesa de amontonarse. Foucault pudo imaginar tiempos disímiles coexistentes, lo que implica una ruptura con la noción tradicional del tiempo; empero, no planteó una teoría acabada.
Estos aspectos muestran que, hacia la segunda mitad del siglo XX, se abrió una brecha y comenzaron a plantearse dudas sobre la noción de un tiempo único y lineal. Es difícil establecer los motivos que impulsaron esta transformación, pero se pueden realizar algunos señalamientos. Hans Ulrich Gumbrecht (2016) sostiene que en la posguerra (décadas de 1950 y 1960) se aprecian los primeros síntomas; luego, en la década de 1970, los debates en torno a la posmodernidad quebraron los grandes relatos historicistas. El colapso del socialismo de Estado y las interminables crisis del capitalismo fueron acompañados de un debilitamiento de las certezas; la destrucción de las Torres Gemelas fue un momento extremadamente incisivo.
Explicando la historia global, Giovanni Levi sostiene que es central lo que Nathan Wachtel define como “los cruzamientos de las dimensiones temporales”. En primer lugar, el mismo tiempo cronológico tiene significados y velocidades diversos para las personas. Esto determina una causalidad distinta en la que se mezclan sucesos acaecidos en momentos diferentes y que son la causa compleja de los presentes en los que los hombres viven. En segundo lugar, la plasticidad imprevisible de la memoria en el transcurrir del tiempo y de la memoria como arraigo mental (además de territorial) permite volver a dar sentido a una narración del pasado múltiple, no lineal y no exclusivamente fáctica (Levi, 2018: 29).
La antropología del tiempo es una rama disciplinar que contribuyó a esta modificación de las percepciones. Johannes Fabian realizó una profunda crítica en su libro de 1983 El tiempo y el Otro. Cómo la antropología construye su objeto. Allí muestra cómo los antropólogos generan una distancia espacio temporal y niegan la contemporaneidad de las culturas que estudian. El historiador y antropólogo mexicano Federico Navarrete Linares ha investigado las formas de concebir el tiempo en Mesoamérica. Explica que decir que el pasado quedaba atrás implicaba también que podía estar adelante, en el futuro, ya que la rueda de los turnos podía traer repeticiones o reactualizaciones de cosas que algún día acontecieron, pero no de manera fatal, sino como resultado de la voluntad humana para aprovechar sus regularidades (Navarrete, 2004: 46). Este autor denomina “cronotopos históricos” a estas diversas maneras de concebir el tiempo: ya no se trata de una visión externa sobre una cultura diferente, sino de la aceptación de la diversidad temporal. François Hartog habla de regímenes de historicidad, la noción le permite subrayar la pluralidad del tiempo social, la coexistencia de momentos superpuestos, imbricados, desfasados, que se desarrollan cada uno a su propio ritmo (Hartog, 2007).
La historia del arte también se ha visto impactada por las nuevas concepciones de la temporalidad. Al considerar un tiempo múltiple, Georges Didi Huberman retoma a Walter Benjamin y a Aby Warburg para desmontar las nociones de uniformidad, secuencialidad y teleología (la “sucesión de estilos”, por ejemplo). Así, propone una temporalidad hecha de saltos, cesuras y supervivencias, y al montaje como la operación de conocimiento histórico adecuada para comprender ese tipo de historias (Didi Huberman, 2006: 157). Retoma una metáfora de Benjamin: el tiempo no es un hilo liso, sino una cuerda deshilachada y separada en mil mechas, ninguna de las cuales tiene un lugar determinado antes de ser retomadas y entrelazadas en un peinado (Didi Huberman, 2006: 154). En el análisis de la cultura visual, Keith Moxey (2013) ha puesto en el centro de sus reflexiones la cuestión temporal. Afirma que, para alterar las visiones tradicionales, primero fue necesario el cambio epistemológico que propició el dejar de lado la separación entre sujeto cognoscente y objeto observado. Se retoman las ideas de Gumbrecht acerca de la “presencia” de los objetos y las de Arjun Appadurai (1991) sobre la “vida social de las cosas”: se analiza la “vida de las imágenes”, también ellas pueden tener agencia social y provocar que ocurra algo a su alrededor (Gell, 2016). El frontispicio del Leviathan pudo promover determinada acción política (Bredekamp, 2007); la foto de una hermosa playa puede impulsar a vacacionar a numerosas personas. Los objetos portan valores e impactan sobre las relaciones sociales.
Todas estas perspectivas recuperan la figura del anacronismo. Un objeto histórico puede escapar así de un único tiempo pasado y ser dotado de múltiples sentidos. Didi Huberman señala que una imagen es un extraordinario montaje de tiempos heterogéneos que forman anacronismos (Didi Huberman, 2006: 31). Este enfoque nos permite salir del momento de producción de una obra para analizar los tiempos de las recepciones y apropiaciones. Sin embargo, no es solo un tiempo de lectura semiológico (Didi Huberman, 2006: 49): una imagen pasa a contener una multiplicidad de tiempos, cadenas de interpretaciones se pueden ir superponiendo como capas, manteniéndose y alterándose significados. Al estudiar los distintos sentidos que se le fueron otorgando a la fotografía que Antonio Pozzo realizó del cacique Pincén en 1878, Verónica Tell ofrece un ejemplo persuasivo de conformación de capas interpretativas (Tell, 2022). En su propia investigación, Didi Huberman utiliza un cuadro de Fra Angelico para mostrar la importancia del anacronismo: el artista dominico tenía “diecinueve siglos” a su disposición en ese lugar anacrónico por excelencia que fue la biblioteca del convento de San Marco: de Platón a San Antonio, pensamientos de todos los tiempos coexistían en sus anaqueles (Didi Huberman, 2006: 43).
Aunque no ha utilizado el término heterocronía, no se puede dejar de mencionar a Reinhart Koselleck (1993) en relación con la variabilidad de la cuestión temporal. El historiador alemán propuso las categorías de espacio de experiencia y horizonte de expectativa. La relación entre ambas es una clave para comprender el tiempo histórico. Además, sugirió que es necesario salir de la contraposición entre ideas lineales y cíclicas, para pensar que los tiempos históricos constan de varios estratos que remiten unos a otros, sin que se puedan separar del conjunto. También señaló que cabe tematizar distintas velocidades de cambio (Koselleck, 2001). Estas ideas han tenido un gran impacto sobre los actuales discursos de la temporalidad y sobre la misma noción de vida de las imágenes.
Los cambios en la concepción de la temporalidad también se observan en el campo de la biología. En las últimas dos décadas, el estudio de la heterocronía se ha revitalizado debido a un cambio de enfoque por el cual se pasó de la relatividad del crecimiento a la sincronización relativa de los eventos de desarrollo, y también por un acento cada vez mayor puesto sobre los eventos a nivel molecular y genético: en lugar de enfatizar los cambios de tamaño y forma, los estudios modernos de heterocronía examinan la base de la variación en mecanismos y tipos de modificaciones fenotípicas (Keyte and Smith, 2014).
Si se incorpora la heterocronía, es decir, la diversidad y la multiplicidad temporal, entonces también el futuro puede concebirse como heterocrónico. De hecho, el porvenir no puede ser pensado como algo externo a las personas. No se trata de “algo” que vaya a ocurrir por fuera de la acción social, de los entramados discursivos y de los significados humanos. Es diverso, conviene pensarlo en plural; hasta cierto punto, podemos intervenir en él. Definir el futuro heterocrónicamente, como horizonte de expectativa a la manera de Koselleck, puede ayudarnos a flexibilizar el pensamiento unificador, a concebir múltiples experiencias del tiempo y a imaginar aperturas.
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Cosmopolítica, Epigenética, Evolución, Futuridad, Futuro, Futuro ancestral, Futuro ominoso, Historia natural, Imagen, Imaginario(s), Ming 命, Naturaleza (relaciones sociales con la), Ucronía, Utopía / distopía
Instituto de Investigaciones Gino Germani
Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
El nombre historia natural puede sonar como oxímoron a la luz del dualismo enraizado en el Occidente moderno, que opone el tiempo de la naturaleza y el tiempo de la historia: el primero como un tiempo inexorable, signado por la necesidad, la repetición y la fatalidad, en su singular exterioridad y extrañeza en relación con la comprensión humana; el segundo, por el contrario, como tiempo de escala humana, en el que podemos reconocernos y que, como el lugar de lo “cualitativamente nuevo” (Adorno, 1991: 104), de la iniciativa, la espontaneidad y el sentido, transmitimos e interpretamos, après-coup, en el entramado hermenéutico del pasado histórico. En este sentido, hablar de historia natural ha sido siempre un despropósito para los filósofos de la historia: Hegel y la tradición idealista reservaron, en efecto, la palabra historia [Geschichte] solo para el campo del Espíritu [Geist] y no para el dominio de la naturaleza [Natur]. La tradición hermenéutica, a su vez, al oponer, desde Droysen y Dilthey, las ciencias del espíritu [Geisteswissenschaften] a las ciencias de la naturaleza [Naturwissenschaften], reprodujo la misma dicotomía, a la que no fueron ajenas las corrientes neokantianas. Estas últimas, desde Windelband a Rickert, contrapusieron las ciencias “idiográficas” inspiradas en la historia humana a las ciencias “nomotéticas” inspiradas en las ciencias naturales (Gardiner, 1959; Rickert, 1986).
Sin embargo, debemos admitir una auténtica tradición investigativa bajo el rótulo historia natural, que hunde sus raíces en la Antigüedad grecorromana e irradia sus diferentes particularidades entre el Barroco y el clasicismo, antes de que las perspectivas del positivismo ilustrado y del historicismo, culminen por desterrarla en el archivo de lo anacrónico y lo amateur (Koselleck, 2004: 83-90).
En la cultura Antigua, en efecto, el nombre historia natural transcribe el latín de Plinio el Viejo (23-79 d. C.), quien, según la tradición, ha sido el primero en acuñar el sintagma, precisamente como título de su opus magnum, al que denominó Naturalis Historia (concluido en el año 77). El eco antitético que puede resonar en la escucha contemporánea del nombre historia natural está notablemente ausente de esta ocurrencia antigua, donde la expresión “historia”, heredada de Heródoto, remite más bien al plexo historiográfico –que los alemanes llamaron Historie– y no al plexo ontológico, es decir, del proceso histórico mismo –que los alemanes llamaron Geschichte–. Historia, en sentido antiguo, procede, en efecto, a la vez de la raíz Istor [ἵστωρ], es decir, “testigo”, “el que sabe”, “experto” (Cassin, 2004: 554-556; Benveniste, 1969: 173-175) e Istoría [ἱστορία], es decir, investigación, indagación, lo que refiere a una articulación del ver y del saber, sin relación alguna con una separación ontológica de lo humano y de la naturaleza, ni mucho menos con un monopolio humano en relación con el tema [subjectum] [ὑποκείμενον] de la Istoría. Desde este punto de vista, no está desprovisto de sentido que los Parva naturalia de Aristóteles, es decir, los “Pequeños tratados naturales” consecutivos a su célebre texto De Anima (Peri Psychès, Del alma, terminado en su época madura, hacia 334-332 a. C.), hayan sido subtitulados por editores y compiladores, posteriormente a la muerte del pensador griego, con el nombre: Tratados breves de historia natural (436 a-480 b) (Aristóteles, 1987, 124-366). Sin poder redundar aquí en la personalidad naturalista de Aristóteles, que merecería un tratamiento aparte, es notable que, en la fase más madura de su pensamiento, que es, según Jaeger, la que corresponde a su ruptura cabal y asumida con Platón, el estagirita desarrolle una teoría del “alma” que pone en continuidad, dentro del reino de lo viviente, tanto lo humano y lo no humano, como lo corpóreo y lo afectivo. Como observan algunos especialistas contemporáneos de los textos maduros de Aristóteles, la palabra latina Anima (Alma) sería inclusive una traducción inadecuada de la Psychès aristotélica, seguramente inducida por las traducciones latinas de la versión árabe del tratado, recargadas por las tradiciones del neoplatonismo de la Antigüedad tardía, sin énfasis en todo el aspecto fisiológico, materialista y biológico de la Psychès aristotélica. Bástenos señalar aquí que este texto del estagirita llamado Parva Naturalia - Tratados breves de historia natural, recoge un conjunto de siete tratados escritos mayoritariamente después de De Anima y como complemento naturalista de este libro, a saber, Acerca de la sensación y de lo sensible (436a-449b3); Acerca de la memoria y de la reminiscencia (449b4-453b10); Acerca del sueño y de la vigilia (453b11-458a32); Acerca de los ensueños (458a33-462b11); Acerca de la adivinación por el sueño (462b12-464b18); Acerca de la longevidad y de la brevedad de la vida (464b19-467b9); Acerca de juventud y de la vejez, de la vida y de la muerte, y de la respiración (467b10-480b30). Si el sintagma latino Historia naturalis permitió entonces a los comentaristas de Aristóteles otorgar après-coup un segundo nombre a los tratados aristotélicos de Parva Naturalia, debemos reconocer, sin embargo, que entre Plinio y Aristóteles hay diferencias palpables en la concepción de esta historia natural: mientras que el estagirita intenta en su madurez concentrar su materia en una concepción sistemática y naturalista de la vida, que aunque no exenta de errores dogmáticos (como la pretendida función central del corazón como núcleo de la afectividad), se distingue por su gran plasticidad y economía conceptual, la construcción de Plinio, de carácter enciclopédico y abierto, está poseída más bien por la pasión del archivista o del coleccionista de la naturaleza, que construye un compendio por momentos errático de singularidades y elementos del mundo, sostenida en una base más libresca y erudita que estrictamente empírica. Es así que el mencionado volumen Historia Natural [Naturalis Historia] de Plinio el Viejo abarca 36 libros que son investigaciones sobre la naturaleza humana y no humana, elaborados como gran catálogo enciclopédico inacabado y para “hacer uso” de él , es decir, con propósito a la vez instrumental, heurístico y cultural, y dirigido a artesanos, agricultores y eruditos. Sin ánimo de exhaustividad, permítasenos a título ilustrativo mencionar algunos de sus temas: Mundo (cosmología, infinitud del mundo); Tierra (esfericidad, geografía, pueblos, naciones, ciudades, artes, instituciones); animales terrestres, animales fantásticos, dragón; animales acuáticos; monstruos del océano Índico; tritones, nereidas; perlas (formación, obtención); pájaros (observados y fabulosos); águilas, gavilanes, cornejas, aves de mal augurio, adivinaciones extraídas de los huevos de las aves; gallos; gallos hablantes; insectos; abejas; árboles exóticos, plátanos, papiros; cereales; horticultura; remedios; enfermedades de las mujeres; remedios extraídos de los animales domésticos y de los animales salvajes; magia; especies de magia; tratamientos para excitar el acto venéreo; aguas minerales; metales, oro, cobre; maravillas de la naturaleza; espejos; flores de cobre; lujos; pinturas y colores; historia natural de las piedras, mármoles; laberintos, pirámides; comparación de las singularidades naturales por territorios; piedras preciosas y sus tratamientos (Plinio el Viejo, 2024: 15-205).
Como observa el autor, y como no ha escapado a las sucesivas generaciones de sus intérpretes, esta lista tiene un alcance incuestionablemente enciclopédico y utilitario; sin embargo, lo que puede sorprender y hasta desorientar al lector contemporáneo, junto a la extrañeza generada por la heterogeneidad a veces disparate de sus entradas y asuntos, es la notable continuidad expositiva entre los elementos empíricos y los fantásticos o mitológicos del libro, a fortiori cuando se tiene presente su sobrio nombre, Naturalis Historia. Estos deslizamientos inesperados de lo natural a lo ficcional podrían evocar, en una suerte de pasaje al límite, la enciclopedia china que Jorge Luis Borges llamó “Emporio celestial de conocimiento benévolo” (Borges, 1998: 158-159), inmortalizada por Michel Foucault en el prefacio de su primer opus magnum, Les mots et les choses. Pero, justamente, Foucault contrasta el dispositivo de Borges con las taxonomías de la histoire naturelle de los siglos XVII y XVIII (l’Âge classique). En efecto, mientras que los naturalia renacentistas y medievales para los que la Historia naturalis de Plinio había servido de modelo resplandecen para Foucault en un lenguaje tan adherido a la narración de las cosas que es incapaz de separar lo empírico de lo ficcional, los siglos XVII y XVIII asisten, por su parte, al nacimiento de un lenguaje que rompe su cordón umbilical con la arbitrariedad narrativa para volverse “lisa representación” de las cosas (l’âge classique) y, por consiguiente, capaz de oponer una representación apoyada en la observación al mero relato (Foucault, 1966: 7 ss. y 137-176). Nada de esto podrá, sin embargo, hacernos olvidar que Plinio el Viejo muere en Pompeya derribado por la lava en el año 79, observando la deletérea erupción del Vesubio, como lo narra su sobrino Plinio el Joven en célebre correspondencia a Tácito (Plinio el Joven, 2022); lo cual anticipa en modo alegórico dos rasgos de una historia natural por delante de su Historia naturalis: la de la experiencia fáustica y la de una naturaleza caída donde alternan creación y destrucción, anticipando la violencia de la entropía contemporánea, es decir, la de una historia sin teodicea “restituida a la violencia disruptiva del tiempo” (Foucault, 1966: 144).
Pero no nos adelantemos, ya que entre la Historia Naturalis y la naturaleza entrópica hay todo un nuevo mundo de la historia natural, correspondiente a lo que podemos llamar “historia espacial” o “espacialización de la historia” (Foucault, 1966: 143). En este sentido, Michel Foucault, en un lugar central del mencionado tratado Las palabras y las cosas, consagra su quinto capítulo (Clasificar, [classer]: pp. 139-176) y, en particular, la segunda sección del mismo (pp. 140-144), a la transformación de la noción de historia natural desde el siglo XVII (L’histoire naturelle), mostrando cómo, bajo este nombre, se abrió todo un nuevo campo de conocimiento a través de la triple operación de clasificar, nombrar y hacer visibles los fenómenos naturales en la “época clásica”, especialmente a partir de la filosofía botánica de Linneo. La idea de historia natural transita aquí, para Foucault, de su condición de colección de curiosidades, más o menos empíricas, heredada de los siglos anteriores, a su carácter de “lengua bien fundada y bien conformada” [langue bien fondée et bien faite] (Foucault, 1966: 148), en cuanto condición de posibilidad de una taxonomía o clasificación sistemática de los naturalia (animal, vegetal y mineral), es decir, de una denominación ordenada y de un modo nuevo de visibilidad de los mismos entes naturales. Este tránsito implica para el autor francés que las palabras se depuran de su “confusión con” las cosas para volverse “representación de” las cosas, haciendo posible de este modo la conformación de un discurso de la naturaleza que alcanza para Foucault rango de principio, mathesis universalis o a priori histórico [a priori historique] de la época clásica (Foucault, 1966: 171). La historia natural como a priori histórico de l’âge classique exige, sin embargo, las siguientes observaciones:
(i) Espacialización de la historia natural: si la historia natural, de la mano del naturalista, se vuelve en la edad clásica denominación y clasificación, los cuadros resultantes no se apoyan, como lo hacían en la Historia Naturalis de los siglos anteriores, en una cultura libresca ni en la tradición oral, sino en una observación directa, cuyos documentos son desde entonces los parques botánicos, los jardines zoológicos o los gabinetes del naturalista; se produce así un retorno de la idea más originaria del Istor como testigo ocular directo (Foucault, 1966: 142-143), o bien de un nuevo testigo que ejerce su función con el auxilio del instrumento, en particular del microscopio (Foucault, 1966: 146), el cual desempeñó en Linneo el papel del telescopio en la astronomía de Galileo.
(ii) Continuidad de la naturaleza: la historia natural a la vez como nominación, lengua “bien formada” o mathesis universalis o a priori histórico de la época clásica presupone para Foucault una continuidad y estabilidad de la naturaleza que excluye los saltos característicos del transformismo de Lamarck o del evolucionismo natural de Darwin, propios de lo que Foucault llamó la edad moderna (l’âge Moderne) como época siguiente a l’âge Classique, iniciada grosso modo con la Revolución francesa.
(iii) Diferencia entre “historia natural” e “historia de la naturaleza”: Los elementos precedentes anticipan suficientemente lo que Foucault declarará en toutes lettres, a saber, que, la historia natural en l’âge classique no es una historización o temporalización de la naturaleza (Foucault, 1966: 170), como en cambio lo será en Reinhart Koselleck, desde sus lecturas de Leibniz, Buffon, Kant y Herder. En efecto, si Foucault consagra la penúltima sección de su capítulo a las nociones de fósil y de monstruo en las clasificaciones de la historia natural (Foucault, 1966: 168-170), es para reabsorber estas figuras en un fondo de continuidad: el fósil como testimonio de una identidad estructural del ente natural a través de un devenir que “solo puede tener un lugar intermediario y medido por las solas exigencias del conjunto” (1966: 170), y el monstruo como aquello que nos “cuenta” [raconte] la existencia de una variación que confirma “como en caricatura” [comme en caricature], “en los bordes del cuadro” [sur les bords du tableau], la génesis de las diferencias.
Es aquí donde Reinhart Koselleck ingresa en esta escena conceptual en torno a la idea de historia natural. En su entrada para el monumental Geschichtliche Grundbegriffe titulada “Geschichte, Historie” (Koselleck, 1975), traducida por separado a nuestra lengua dos años antes de su muerte (Koselleck, 2004), el pensador alemán inscribe el primer apartado de la tercera sección del primer capítulo bajo el título “De la historia naturalis a la ‘historia natural’” [“Von der ‘Historia naturalis’ zur ´Naturgeschichte’”] (Koselleck, 1975: 678-682); (Koselleck, 2004: 83-89). Al igual que Foucault, Koselleck está marcando aquí, como lo indica el título de su sección, el agudo contraste entre, por un lado, la historia natural tradicional, bajo la denominación latina de Historia naturalis y, por el otro, la Naturgeschichte o histoire naturelle, que ocupó su lugar entre finales del siglo XVII y el último cuarto del siglo XVIII. Sin embargo, el punto de vista acerca de esta transición y los principales protagonistas teóricos de la saga no son los mismos para ambos autores: mientras que Foucault retiene las figuras de la nominación, la clasificación sistemática y la espacialización como estructura o gramática fundamental de la histoire naturelle, Koselleck apunta a la “historización de la historia natural” [Historisierung der Naturgeschichte] (Koselleck, 1975: 678); (Koselleck, 2004: 83), y a la correspondiente “temporalización de la naturaleza” [Verzeitlichung der Natur] (Koselleck, 1975: 680), (Koselleck, 2004: 87). Con la excepción de Bacon y de Buffon, destacados por ambos autores, los protagonistas de la saga de la historia natural están más ligados en Koselleck a la filosofía de la historia (Lipsius, Leibniz, Voltaire, Kant, Herder), a la historiografía (Büsch, Jonsius, Menke-Glückert) y a la filología (Adelung) que a la familia de los “naturalistas”, donde había recalado mayormente Foucault en su capítulo sobre la clasificación comentado supra. Las siguientes tres observaciones completan el cuadro:
(i) Koselleck introduce su sección bajo la fórmula de un desfallecimiento (Ausfällung) de la vieja Historia Naturalis (Koselleck, 1975: 678) y de su reemplazo por la Naturgeschichte, pero una mirada atenta a la propia dinámica de esta última deja en claro que la Naturgeschichte quedará a su vez, para el autor alemán, en una posición inestable, decayendo inapelablemente de la mano de la teoría y de las ciencias naturales (Koselleck, 1975: 680), (Koselleck, 2004: 87).
(ii) En efecto, toda la historización de la Naturgeschichte bajo la forma de la temporalización de la naturaleza o de una temporalisierte Naturgeschichte (Koselleck, 1975: 681) (Koselleck, 2004: 88), a través de las filosofías examinadas de Leibniz (Protogagea), Kant (Allgemeine Naturgeschichte und Theorie des Himmels/ Historia universal de la naturaleza y teoría del cielo), Buffon (Histoire Naturelle) y Voltaire (Histoire) dejan en claro que la exposición de la Naturgeschichte no pertenece según Koselleck ni al género estrictamente descriptivo de la vieja Historia Naturalis [beschreibende historia Naturalis] (Koselleck, 1975: 679) ni al género narrativo [erzählende] en el que la tradición filológica de la Historie configuraba el pasado [historia narrativa] (Koselleck, 1975: 679), sino a un contexto de fundamentación hipotética [hypothetisch Begründungszusammenhang] que es propio de la teoría (Koselleck, 1975: 680).
(iii) Por ende, más allá de las acentuaciones y encuadres diferentes y, muy especialmente, en cuanto a la forma que adquirió la historia natural en los siglos XVII y XVIII, Koselleck coincide de hecho con Foucault en la caída de la idea de historia natural con el tránsito al siglo XIX, en provecho de la biología en el caso de Foucault, y de la geología, la cosmología y la física en el de Koselleck.
En el horizonte del eclipse de la idea de historia natural, el gesto de recuperación de esta noción por Walter Benjamin desde 1925, en su Origen del Trauerspiel alemán (Benjamin, 1991 y 2007) se inserta, como señaló con agudeza Carlos Pérez (recurriendo a una fórmula de Georges Didi-Huberman), en la figura de un “anacronismo productivo” (Naishtat, 2021). Benjamin reapropió primeramente la noción de historia natural [Natürliche historie, natürliche Geschichte, naturhistorischen] (Benjamin, 1991: 227) en un contexto temático totalmente ajeno a las discusiones tradicionales sobre esta noción, a saber, su destrucción de la noción de historia del arte, preanunciada en correspondencia a Florens Christian Rang del 9 de diciembre de 1923 (Benjamin, 1996: 392). En su “Prefacio epistémico-crítico” [Erkenntniskritische Vorrede] de 1925, y en términos del despliegue de una “monadología” en la crítica de arte, Benjamin cancela, en efecto, la idea de una historia del arte en provecho de la idea de una historia natural de las obras de arte, en consonancia con la figura de “la vida natural de las obras” [natürliches Leben] (Benjamin, 1991: 227; 2007: 245). La vida natural de la obra de arte articula la consideración micrológica de la obra, en afinidad con la inmersión [Versenkung] microscópica del naturalista en la singularidad observada (Benjamin, 1991: 228; 2007: 245), y con la idea de estructura originaria de la planta, que Benjamin transpone aquí de la morfología goetheana, en la que Goethe elaboró su idea de “fenómeno originario” [Ur-Phänomen] (Goethe, 2013: 112-118), al universo de la crítica de arte. La noción crucial de Origen [Ursprung], declinada en este mismo prefacio epistémico-crítico (Benjamin, 1991: 226) (Benjamin, 2007: 243), despliega, junto a la pre y posthistoria de la obra [Vor und Nachgeschicte des Werk], su verdad salvada [rettende Wahrheit] en cuanto carácter histórico natural [natürhistorischen], como actualización y esencialidad de la historiografía natural [natürliche Historie] (Benjamin, 1991: 227). La crítica de arte es, así, entendida micrológicamente por Benjamin como “mortificación de las obras” [Mortifikation der Werke] (Benjamin, 1991: 357; 2007: 400), porque destruye de este modo la figura de una historia del arte pre-interpretada según una temporalidad lineal, progresiva e intencional, que esta historiografía natural cancela. Esto no vacía las obras de contenido histórico, sino que, por el contrario, salva su singularidad histórica, comprendiendo esta plenitud según una intensidad monadológica, en constelación con una pre y una post-historia [Vor und Nachgeschicte der Werke] (Benjamin, 1991: 227), a la vez como origen y pervivencia enraizadas en la historia natural.
El segundo momento de la reapropiación de la idea de historia natural en el Trauerspielbuch, con mucho el más transitado y comentado por los intérpretes de Benjamin desde la lectura primordial de Theodor Adorno (Adorno, 1991), pertenece a la sección sobre la alegoría [Allegorie], en la segunda parte del libro, y es el de la caducidad y carácter efímero [Vergängnis, Vergänglichkeit] de la naturaleza misma como facies hippocratica de la historia [Geschichte] (Benjamin, 1991: 343; 2007:), que es para Benjamin el rasgo distintivo y decisivo del drama barroco: “Si con el Trauerspiel la historia entra en escena, esto lo hace en tanto que escritura. La naturaleza lleva ‘historia’ [Geschichte] escrita en el rostro con los caracteres de la caducidad [Vergängnis]” (Benjamin, 2007: 396; 1991:353). Lo singular aquí es que la historia natural, en adelante estandarizada en la escritura benjaminiana como Naturgeschichte, no es sólo un modo de la naturaleza, sino fundamentalmente un modo de la historia humana, su facies hippocratica, hecha célebre en Ernst Kantorowicz después de la última guerra mundial en la figura de “los dos cuerpos del rey” [the King two bodies] (Kantorowicz, 2016), pero inscrita de modo fundamental en todo el teatro barroco, de Shakespeare a Calderón y Andreas Gryphius. La caducidad no debe sin embargo interpretarse en Benjamin como un cierre de la historia bajo la figura destinal de la muerte, sino como un rasgo activo a la vez en la naturaleza y en la historia, en cuanto constelación o dialéctica susceptible de abrir, mediante el fósil y la ruina, una perspectiva prehistórica y una pervivencia posthistórica, susceptibles de interrumpir, como el inconsciente psicoanalítico, toda repetición mecánica y mítica, tanto en la naturaleza como en la historia. Desde este punto de vista, la melancolía, la alegoría y la rememoración se solidarizan con esta historia natural en cuanto conocimiento práctico en el horizonte de un futuro pensado políticamente contra el mito y el destino. Si en nuestros días, bajo la figura histórico-natural del Antropoceno, nos acercamos a una cristalización de la caducidad no solo en la naturaleza y en la historia sino de la naturaleza y de la historia, la figura benjaminiana de la Naturgeschichte rompe este plano destinal mediante una interrupción mesiánica del acontecer como intensificación a la vez política y cognoscitiva.
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Ambiental (crisis), Capitaloceno, Chthuluceno, Cosmopolítica, Epigenética, Escatología, Evolución, Extinción, Futuro, Heterocronía, Melancolía, Naturaleza (relaciones sociales con la), Nostalgia, Secularización
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0009-0000-2926-8084
Quizás como ninguna otra, la figura del hombre nuevo signó la cultura de la militancia revolucionaria de los años sesenta y setenta del siglo XX latinoamericano. Se trata, en rigor, de una figura que se nutrió de tradiciones de larga data, que reconoció cambios y resignificaciones sustantivas en esos años y que, al expresar aspiraciones y esperanzas colectivas de transformación radical del hombre y del mundo, participó, también, de imaginados tiempos futuros.
Fueron fundamentalmente dos las tradiciones e inscripciones político-culturales que, con desplazamientos semánticos, confluyeron en la figura del hombre nuevo: la cristiana y la revolucionaria.
En sus orígenes cristianos, paulinos en particular, el hombre nuevo, unido a Cristo por el bautismo, era el hombre regenerado, renacido en la fe. Ese nuevo nacimiento encerraba una potencialidad que se abría al futuro y a la salvación, y anunciaba el advenimiento de una nueva humanidad (Vezzetti, 2009: 174). Por su parte, en la corriente representada por San Agustín, el hombre nuevo era aquel espiritualmente fortalecido para servir a Dios; un hombre mejorado en la medida de su acercamiento y semejanza al ser de Dios. Ahora bien, este hombre nuevo cristiano era incapaz de cambiar el orden existente del mundo y de influir activamente sobre el curso de los acontecimientos. Su transmutación era individual e interior.
La modernidad representó un giro fundamental respecto de esta versión cristiana del hombre nuevo. Este giro se sustentó en la certeza de que el hombre puede cambiar al hombre (no solo a su ser individual, sino, más importante aún, al hombre en cuanto humanidad). Y las revoluciones modernas —partiendo del gran paradigma que representa la Revolución francesa— han tenido como objetivo central de sus programas, precisamente, la regeneración humana radical, nacida no ya de la dimensión de la fe, sino de la de la política. Allí radica el carácter revolucionario del hombre nuevo moderno: en la secularización: los movimientos revolucionarios modernos participaron de un sistema de creencias que se inscribieron en el cruce entre la expectativa de una regeneración universal del hombre y del mundo, y la acción sobre él, una acción que asumía la forma, precisamente, de la movilización política.
Esta segunda tradición del hombre nuevo, la revolucionaria, encontró con el aporte marxista una precisa inscripción temporal: el hombre nuevo era el hombre del futuro, el de la sociedad socialista venidera, aquel que, liberado ya de la enajenación propia de las relaciones capitalistas de producción, amo y señor de sus fuerzas, abriría las puertas de un tiempo en el que el Hombre, en el despliegue de su potencialidad infinita, comenzaría a realizarse.
Por eso, tras la gran revolución del siglo XX, la rusa, que tiñó con su lenguaje y sus promesas el siglo entero, ese hombre del futuro se volvía encarnación en el proletariado soviético. Allí, en tierra de los soviets, el hombre, en cuanto género humano, parecía realizarse en la exacta medida en que se realizaba el programa revolucionario de ingeniería social y modernización. En manos colectivas, la técnica y la cultura se convertían en poderosos instrumentos de emancipación humana. De ahí que “Visita al hombre del futuro” haya sido el título —más que elocuente— que escogió el reconocido intelectual y militante comunista argentino, Aníbal Ponce, para la última de sus conferencias en las que narraba su viaje a la “Nueva Rusia”, allá por 1935, y que se publicarían más tarde en un volumen titulado Humanismo burgués y humanismo proletario.
Entrando en la segunda mitad del siglo XX, cuando los vientos revolucionarios conmovieron al continente latinoamericano, la figura del hombre nuevo se alzó matrizando la subjetividad y la sensibilidad de las militancias de izquierdas. Como se verá, este hombre nuevo reconoció, a su vez, desplazamientos semánticos, el más importante de los cuales es aquel detectable tanto en el pensamiento como en el propio recorrido biográfico de quien mejor pareció representarlo en el imaginario de la revolución: el Che Guevara. Ese desplazamiento semántico y ese recorrido biográfico dibujaron un tránsito que fue del empeño ingenieril del poder revolucionario en construcción al arrojo sacrificial.
El lazo imaginario que emparentaba al Che con el hombre nuevo no era caprichoso. En rigor, antes de representar para los revolucionarios del mundo al hombre nuevo, el Che había escrito sobre él en un texto célebre escrito “en viaje por África” y publicado en el Semanario Marcha, de Montevideo, en marzo de 1965. El texto, llevaba el título de “El socialismo y el hombre en Cuba”. Allí, el Che se hacía eco de la acepción de hombre nuevo propia de la tradición comunista que le habría llegado, precisamente, de la pluma de Ponce.
Si el hilo que recorría la obra de este último era el proletariado soviético realizando el programa incumplido del humanismo burgués, el texto de Guevara se internaba en una red de relatos y reflexiones orientados a dar cuenta de las formas en que en Cuba las condiciones enajenantes de las relaciones capitalistas cedían paso a nuevas formas de emancipación humana. Pero estas, en rigor, eran tan solo el comienzo; marcaban un camino, abrían las puertas de un futuro en el cual, educado bajo el comunismo, “el hombre del siglo XXI”, alcanzaría por fin su libertad, su plenitud, su realización. A diferencia de la Nueva Rusia de Ponce, en la que el trabajo socializado había “retrocedido los límites de lo imposible”, el socialismo en Cuba, señalaba el Che, estaba “en pañales”. De ahí que destacara la “cualidad de no hecho, de producto no acabado” del individuo. Las taras del pasado se trasladaban al presente cubano en la conciencia individual y había que “hacer un trabajo continuo para erradicarlas […]. Para construir el comunismo, simultáneamente con la base material, hay que hacer al hombre nuevo. De allí que sea tan importante elegir correctamente el instrumento de movilización de las masas. Este instrumento debe ser de índole moral”.
Le cabía a la vanguardia, advertía el Che, el rol dirigente y protagónico de ese proceso. Así, si la escritura de Ponce ponía al proletariado en su conjunto en el centro de la escena histórica, la de Guevara encontraba en la vanguardia el motor acelerador de la ingeniería emancipatoria.
La masa cubana conocía “los nuevos valores, pero insuficientemente”. En contraste con ella, en el grupo de vanguardia, “ideológicamente más avanzado”, se producía un cambio cualitativo que le permitía “ir al sacrificio en su función de avanzada”. Y era precisamente esa función, la de avanzada, la que le impelía a la vanguardia alentar a la masa, casi en sentido pedagógico, con el “ejemplo”. De “El socialismo y el hombre en Cuba” decantaba, así, un encadenamiento de sentidos que anudaba conciencia-moral con vanguardia y vanguardia con ejemplo de sacrificio. Y es ese encadenamiento aquello que permitiría en el imaginario revolucionario encontrar en el guerrillero heroico la encarnación anticipada del hombre nuevo.
Evocando los tiempos de la guerrilla en Sierra Maestra el Che advertía que “en la actitud de nuestros combatientes se vislumbra[ba] al hombre del futuro”, para concluir —refiriéndose a ese presente que se había abierto en el continente tras el triunfo de la revolución cubana— que “todos y cada uno de nosotros paga puntualmente su cuota de sacrificio, conscientes […] de avanzar con todos hacia el hombre nuevo que se vislumbra en el horizonte […]. Nuestra libertad y su sostén cotidiano tienen color de sangre y están henchidos de sacrificio”.
Dos años después de publicado el artículo de Marcha, en abril de 1967 y ya en tierras bolivianas, el Che se dirigió por última vez “a los pueblos del mundo”, a través de su célebre “Mensaje” publicado por la Tricontinental: un llamamiento desesperado para “crear dos, tres, muchos Vietnam”, estrategia de desgaste y acorralamiento del “gran enemigo del género humano”. Sería una lucha larga y cruel, anticipaba, pero “¡qué importan los sacrificios de un hombre o un pueblo cuando está en juego el destino de la humanidad!”.
Seis meses más tarde, el 9 de octubre de 1967, un por entonces ignoto sargento boliviano, Mario Terán Salazar entraba a la única escuelita de un también por entonces ignoto pueblo de Bolivia, La Higuera, con la orden irrevocable de fusilar al Che.
Desde entonces, las palabras de Guevara fueron leídas a partir del “ejemplo” que su propio recorrido biográfico ofrecía: de funcionario del nuevo poder revolucionario en construcción a la experiencia guerrillera en África primero y en Bolivia después. Y en ese recorrido el empeño constructor había cedido terreno al arrojo sacrificial.
El histórico discurso pronunciado por Fidel Castro confirmando la muerte del Che Guevara —y a partir de entonces, guerrillero heroico— fue, probablemente, aquel que diera origen a la consigna “¡Seremos como el Che!”. Y fue, también, la puesta en palabras de un proceso simbólico que culminó fundiendo la figura del Che con la del hombre nuevo en el imaginario de la cultura revolucionaria latinoamericana de aquellos años. De allí, se expandiría sobre la militancia un modelo de conducta ejemplar, portador de un conjunto de valores ético-morales, y definitivamente signado por una ética del sacrificio.
Si queremos un modelo de hombre, un modelo de hombre que no pertenece a este tiempo, un modelo de hombre que pertenece a los tiempos futuros, [...] sin una sola mancha en su conducta, sin una sola mancha en su actitud, sin una sola mancha en su actuación... ese modelo es el Che. Si queremos expresar cómo deseamos que sean nuestros hijos, debemos decir con todo el corazón de vehementes revolucionarios: ¡Queremos que sean como el Che! Che se ha convertido en un modelo de hombre no solo para nuestro pueblo, sino para cualquier pueblo de América Latina. Che llevó a su más alta expresión el estoicismo revolucionario, el espíritu de sacrificio revolucionario, la combatividad del revolucionario [...] sangre suya fue vertida en esta tierra [...]; sangre suya por la redención de los explotados y los oprimidos, de los humildes y los pobres. (Castro, 1967)
Del conjunto de valores ético-morales implicados en aquel modelo de conducta —y que reconocían, curiosamente, orígenes tanto cristianos como burgueses (“solidaridad”, “humildad”, “sencillez”, “paciencia”, “tenacidad”, “amor al prójimo”, “disciplina”, “fidelidad”, entre otros)— se destacó, por su rol rector en la construcción y emulación del hombre nuevo, el “espíritu de sacrificio”.
“Dar la vida por la revolución” fue la consigna que mejor lo representó. Dar la vida, ofrendarla, morir por la revolución. Porque la muerte del revolucionario “da vida”, abona el camino de la revolución: por cada guerrillero caído, cientos de brazos empuñarán su fusil. La sangre del revolucionario alimenta el cuerpo colectivo de la revolución: “Ha muerto un revolucionario, ¡viva la Revolución!”, esa fue la certeza gritada a viva voz en cada entierro o escrita al final de cada semblanza de militantes caídos.
Si el hombre nuevo era el hombre del futuro, lo cierto es que —mediación guevarista mediante— su gestación comenzaba en el aquí y ahora a partir en la emulación de su ética y su ejemplo sacrificial.
Modelo de conducta, fuente de valores y mandatos irrenunciables, el hombre nuevo de los años sesenta y setenta latinoamericanos fue, en definitiva, una figura de fronteras entre el tiempo presente y el porvenir, entre la vida y la muerte, entre el cuerpo individual y el colectivo, entre el guerrero y el asceta. Y fue, también, figura de horizonte: guía, promesa y, finalmente, imposibilidad.
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Emancipación, Humanidad / humanismo, Poscapitalismo, Revolución, Secularización, Socialismo, Utopía / distopía, Utopía latinoamericana
Instituto del Desarrollo Humano
Universidad Nacional de General Sarmiento
ORCID: 0000-0001-6486-7779
La palabra humanidad deriva de humus, y esta referencia a la tierra resulta importante en dos sentidos. En primer lugar, se trata de una alusión a la tierra con la que Dios, en el mito bíblico, construyó el cuerpo del primer hombre, al que dio después su espíritu soplando sobre él. El hombre es una criatura de Dios, que le dio el ser, la vida y la voluntad, y que es quien conoce el sentido y el destino (ya se ha dicho muchas veces que esas dos palabras son anagramas perfectos) de su vida. Los diccionarios suelen ofrecer como primera acepción de la palabra la de “naturaleza humana”, y como segundo significado el de “conjunto de los seres humanos”. Pues bien: en el interior de este mito bíblico que organizó durante siglos las representaciones de las sociedades de Occidente, la naturaleza humana es la de ser seres creados, dependientes y subordinados, y el conjunto de esos seres humanos constituye la humanidad entendida como la fraterna comunidad de todos los hijos de Dios.
Podemos llamar humanismo, en un sentido muy general de la expresión, al movimiento intelectual que, a partir de los siglos XIV y XV y prolongándose durante los siguientes, vino a invertir esta manera de pensar las cosas y a hacer del hombre el sujeto de su propia vida. Ejemplos notorios de esto los encontramos en el famoso capítulo de El Príncipe en el que Nicolás Maquiavelo discute cuánto puede incidir la Fortuna sobre las acciones de los hombres y cuánto y cómo pueden estos conjurarla y en el monólogo en el que el príncipe Hamlet se pregunta, en la más célebre de las piezas de William Shakespeare, si vale más soportar con temple los dardos y flechazos de esa diosa de lo impredecible y lo incontrolable o tomar las armas contra un mar de adversidades y, enfrentándolas, ponerles fin. El humanismo pone al hombre en el centro de sus reflexiones y hace de él el sujeto de las decisiones que gobiernan una vida que, de esta manera, busca sacudirse sus cadenas y alcanzar su emancipación, su libertad. El humanismo es un pensamiento de la libertad.
Al mismo tiempo, y como parte del mismo movimiento, otra transformación muy importante se opera en esos siglos en los modos de pensarse la vida colectiva de las sociedades europeas (y muy pronto no solo europeas): las nociones “universalistas” del imperio y de la Iglesia, y con ellas la de la propia humanidad, van dejando su lugar, de la mano de un movimiento de abandono del latín en beneficio de las lenguas vernáculas de los distintos pueblos, a la idea de nación. Los dos autores que mencionamos en el párrafo anterior son –para no incorporar aquí otras muchas referencias que también sería posible indicar como ejemplos de este movimiento– ejemplares en relación con este asunto: Maquiavelo y Shakespeare estudiaron las condiciones para la conformación, en sus países, de una idea moderna de nación asociada a la conquista de una lengua nacional y a la organización de ese pueblo-nación bajo la soberanía de un Estado, un movimiento que poco después vendría a completar el Leviatán, de Thomas Hobbes. Así, la humanidad dejaba de ser una referencia primera y natural para pensar lo común de la vida de los hombres, y empezaba a pensarse como un horizonte utópico, filosófico, literario, más lejano.
Desde luego, ese optimismo humanista, ese bello sueño del hombre como centro de su propia vida y como dueño de su propio futuro, no dejaría de verse cuestionado, en los siglos siguientes, por la creciente comprensión de la cantidad de dificultades que la organización misma del mundo social planteaba a un proyecto semejante. En Francia, a fines del siglo XIX, Émile Durkheim demostraría que la vida social estaba severamente determinada por un conjunto de estructuras que pautaban muy estrictamente los comportamientos de unos individuos a los que el viejo sueño humanista había querido imaginar mucho más libres y autónomos que eso. La lección de Durkheim la aprendió su sobrino Marcel Mauss, la de Mauss la aprendió Claude Lévi-Strauss, y la de Lévi-Strauss la aprendieron Lacan, Althusser y todos los demás. A fines de los años cincuenta, el cuerpo de ideas que todavía podía identificarse con la vieja palabra humanismo, y que encontraba quizás su expresión más alta en el existencialismo filosófico y en las fuertes apuestas políticas del gran Jean-Paul Sartre, empezaba a caer en decadencia y a ser tratado como expresión de un tipo de pensamiento ingenuo, mitologizante y pre-científico, que el avance del conocimiento verdadero de las cosas exigía dejar atrás.
En el campo del pensamiento social alemán las cosas fueron algo distintas y quizás bastante menos terminantes, tal vez porque los alemanes siempre fueron menos amigos que los franceses de pensar en términos de grandes quiebres y rupturas, y más proclives, en cambio, a seguir escuchando, incluso por debajo de sus propias críticas a los modos más deshumanizantes de organización del mundo, los viejos sueños de una humanidad emancipada. Así, no deja de haber un fondo de humanismo (como en su momento supo destacar Karl Löwith) en las críticas de la gran filosofía social alemana a las distintas formas de alienación del hombre moderno, sometido para Carlos Marx a los dispositivos maquinísticos del capitalismo industrial y para Max Weber a los imperativos burocráticos de la racionalización general de la vida, igual que no deja de haberlo en las críticas que los grandes herederos de ambos que formaron el núcleo de la llamada escuela de Frankfurt llevarían adelante en las décadas siguientes a las complicidades de la razón instrumental con las peores formas de dominación sobre los hombres, de disciplinamiento de las sociedades e incluso, en sus formas más atroces, de destrucción de la propia vida.
Algo de este mismo humanismo, aunque articulado en un universo conceptual y político muy diferente) es el que se deja leer en las páginas de La bomba atómica y el futuro de la humanidad, de Karl Jaspers, donde leemos que el descubrimiento que todo el mundo pudo hacer en ocasión del tremendo episodio que corona la Segunda Guerra, a saber, el de que existen ya los medios técnicos para terminar en un instante con la vida humana (y acaso con la vida, sin más) sobre el planeta, no puede no tener una consecuencia decisiva sobre nuestros modos de pensar, de hacer filosofía y de hacer política. Se trata, dice entonces Jaspers, ante la amenaza que se cierne sobre todos los hombres y las mujeres y los pueblos de la Tierra, de preguntarnos por los modos de dar lugar a una gran conversación, de escala planetaria (que lo será, por lo tanto, entre culturas y tradiciones y en lenguas muy distintas), que nos permita evitar el destino funesto que parece anunciarse ante nosotros. No podemos dejarnos arrastrar por la marea –escribe Jaspers, maquiaveliano, “humanista”–: tenemos que tomar el toro por las astas y actuar para conjurar el peligro de perderlo todo y volver a soñar un futuro común sobre la Tierra.
En un precioso homenaje a Jaspers en su libro Hombres en tiempos de oscuridad, Hannah Arendt resume esta idea de su maestro diciendo que, en las épocas de grandes catástrofes planetarias, la noción de humanidad, la propia palabra “humanidad”, abandona las zonas confortables de la literatura, la filosofía y la utopía para convertirse en un imperativo de primer orden de la acción política. Si pudiéramos traducir ese imperativo a un lenguaje que ciertamente no es el de Jaspers ni el de Arendt, podríamos quizás decir que se trata de convertir o de ayudar a convertir a un género humano “en sí”, objetivo –objeto, en efecto, de todo tipo de acechanzas y peligros–, en una humanidad “para sí”, subjetiva: sujeto (por supuesto que no autoevidente ni inmediato, sino forjado laboriosamente en una conversación que necesariamente estará llena de “ruidos”, de intereses contrapuestos y de malentendidos de todo tipo) de su propia vida común y dueña de su propio futuro. Quizás sea posible leer en esta apuesta una especie de último estertor del gran sueño humanista de una humanidad emancipada por medio de una razón que un gran lector de Jaspers llamaría, no tanto tiempo después, “comunicativa”.
Entre nosotros, Darcy Ribeiro también prestaría atención a esta gran revolución tecnológica, que él llamaba “termonuclear”. Era –decía– la última de las que jalonan la historia humana en el planeta, en la que se habían sucedido, al ritmo de estos cambios, distintas formaciones sociales específicas. En todo ese proceso, los pueblos fueron llevados, escribe Ribeiro, a integrarse e hibridarse, hasta unificarse en un único tejido. Ahora, esta última revolución en las formas de producción de la energía que las sociedades necesitan para su vida colectiva corona este largo ciclo permitiendo por primera vez pensar el futuro de la humanidad a la escala por fin unificada del planeta entero. Optimista militante, Ribeiro subraya de esta última revolución tecnológica de la historia menos sus amenazas –como había hecho Jaspers– que su promesa: la de hacer posible, no negativa sino positivamente, una “civilización de la humanidad”. Latinoamericanista fanático, sugiere que América Latina está llamada por su historia de mezclas y de cruces a constituir una especie de matriz de esta futura civilización ecuménica mundial.
Horacio González había leído a Ribeiro en sus años mozos, igual que había leído a Sartre y a Franz Fanon y a Marcuse. Y es con todos estos materiales que construye, en el medio de otra catástrofe planetaria, la de la pandemia de coronavirus que terminaría por cobrarse su propia vida, ese monumental alegato que es su último libro, Humanismo, impugnación y resistencia, que no llegaría a ver publicado. Allí se propone reactualizar el percudido concepto de “humanismo”, al que entiende como una vocación crítica de las distintas formas de menoscabo de lo humano que acarrean los dispositivos coloniales y neocoloniales, científicos, tecnológicos, informáticos y farmacológicos del mundo. Por eso, el humanismo que González propicia no puede ser un cosmopolitismo fácil ni una ingenua celebración de todo lo existente. “Humanidad” viene de humus, decíamos, y la segunda razón por la que esta etimología nos interesa acá es que eso implica que no puede pensársela en ningún otro lugar que en el suelo efectivo de las distintas comunidades en las que se realiza.
Así, subraya González, la humanidad no está en las antípodas de la nación, sino que la supone y solo puede realizarse en ella y a través de ella. De su vida democrática, de su organización en el gobierno soberano de un Estado y del diálogo (de nuevo el diálogo, pues: de nuevo la necesaria conversación entre los pueblos) entre la diversidad de las naciones amigas y libres. Esta última frase es de Patrice Vermeren, que cita a Jacques Derrida, que glosa, por su parte, un artículo publicado por Jean Jaurès en el periódico L’Humanité. Personaje singular del socialismo francés, Jaurès pensó y defendió en el seno de esa tradición la importancia de la idea de la nación. En otro libro, anterior, González había mostrado el modo en que esas reflexiones de Jaurès habían inspirado, en su momento, a Manuel Ugarte. Es en la herencia de la gran tradición que enhebra todos estos nombres que parece necesario tratar de pensar estos problemas sobre los que aquí hemos estado conversando.
Arendt, H. (1990). Hombres en tiempos de oscuridad (trad.: C. Ferrari). Barcelona: Gedisa.
González, H. (2017). Manuel Ugarte. Modernismo y latinoamericanismo. Los Polvorines: UNGS.
González, H. (2021). Humanismo, impugnación y resistencia. Buenos Aires: Colihue.
Hobbes, T. (2019). Leviatán (trad.: C. Balzi). Buenos Aires: Colihue.
Jaspers, K. (1961). La bomba atómica y el futuro de la humanidad (trad.: I. Garfeldt-Klever de Leal). Buenos Aires: Fabril, 1961.
Löwith, K. (2007). Max Weber y Karl Marx (trad.: C. Abdo Ferez). Barcelona: Gedisa.
Maquiavelo, N. (2013). El Príncipe (trad.: I. Costa). Buenos Aires: Colihue.
Ribeiro, D. (2023). El proceso de la civilización (trad.: E. Rinesi). Los Polvorines: UNGS.
Shakespeare, W. (2016). Hamlet (trad.: E. Rinesi). Los Polvorines: UNGS.
Dignidad, Emancipación, Futuro ominoso, Hombre nuevo, Individuación, Multitud, Poshumanidades, Poshumanismo, Trabajo, Trabajo (fin del), Transhumanismo, Utopía / distopía, Utopía latinoamericana
Escuela de Economía y Negocios
Universidad Nacional de San Martín
Desde un punto de vista conceptual, la igualdad (isotes) es una relación cualitativa y significa “correspondencia entre un grupo de objetos, personas, procesos o circunstancias diferentes que tienen las mismas cualidades al menos en un aspecto, pero no en todos, es decir, en lo que respecta a una característica específica pero con diferencias en otras” (Gosepath, 2021). Semejante complejidad está recogida en la conocida interrogante formulada por Amartya Sen (1980) –¿igualdad de qué? –, que en estas reflexiones será abordada desde la perspectiva de la justicia distributiva (renta).
Sin duda, la igualdad, junto con la libertad, es uno de los valores fundamentales de la civilización occidental; su importancia se advierte en las infinitas disputas sobre su sentido y alcance. De hecho, tanto su sentido (formal o material) como su alcance (parcial o universal) han cambiado a lo largo de la historia, como lo atestiguan los sucesivos ordenamientos sociopolíticos y la reflexión filosófica. Para comprender tales cambios, resulta útil advertir el contraste y la transición desde las “comunidades tradicionales” hacia las “sociedades modernas” en los términos en los que lo hace Dumont en Homo aequalis: mientras las primeras se caracterizan por las jerarquías y los linajes, las sociedades modernas se organizan en torno a individuos libres e iguales (Dumont, 1982).
De acuerdo con Aristóteles, en el mundo griego un específico sentido de igualdad no alcanza a todo el género humano. Y no lo alcanza porque al bien o a la felicidad solo acceden los ciudadanos libres “que son, por ambas partes, hijos de ciudadanos”, es decir, fruto del azar y no del mérito (Política, 1275 b), para quienes está reservada la actividad más eminente: la praxis, que abarca el decir y el hacer emancipados de los requerimientos de la utilidad y mediante las cuales el hombre alcanza su perfección (virtudes éticas y dianoéticas). El resto de la población (mujeres, esclavos, metecos, etc.) se ocupa de las actividades productivas (poiesis), que procuran la satisfacción de las necesidades de la vida, lo que posibilita el ocio que requieren los ciudadanos libres para acceder a la dimensión más excelente de la vida humana. Esta lógica de ordenamiento político se repite mutatis mutandis en las distintas versiones de las comunidades tradicionales (Roma, feudalismo, monarquías).23
El tránsito desde las comunidades tradicionales hacia las sociedades modernas tiene entre otras condiciones de posibilidad ciertos cambios en la esfera económica (la riqueza fundada en la propiedad inmueble pierde relevancia frente a la derivada del trabajo y del comercio), cuyo efecto más destacable es dotar de excelencia y de reconocimiento a las actividades productivas: “la sociedad burguesa es una sociedad de hombres nuevos, hombres socialmente configurados al hilo de sus propias realizaciones y no en ninguna otra instancia o identidad histórica prefigurante” (Marín, 197: 211). Es decir, el ocio aristocrático de alcance parcial cede protagonismo al trabajo (y la apropiación que de él deriva de acuerdo con Locke en Segundo tratado sobre el gobierno civil), cuyo ejercicio se vuelve imperativo y universal (final de los privilegios). Esto significa que el pasado (memoria) pierde eficacia y cede protagonismo al futuro (imaginación). En esta transición se funda, al menos programáticamente, la igualdad universal, una igualdad que se urde en el marco de las sociedades modernas, cuya trama es de índole productivo-mercantil (mercado).
Pues bien, el nuevo mundo en el que “todos los hombres son libres e iguales por naturaleza” verifica en sus albores enormes excepciones de carácter formal (siendo las mujeres el caso más notable). Pero, además, el producido del trabajo no se distribuye de modo igualitario, dado que las condiciones de partida distan de ser homogéneas (la herencia en sentido amplio, por ejemplo, oficia de versión material del linaje). Esto significa que la aventura moderna nace con un doble talón de Aquiles: desigualdades de derechos y de condiciones materiales, ambas estrechamente imbricadas. Frente a estas “heridas” en el programa igualitario de la modernidad, aparecen al fragor de largas y en muchas ocasiones sangrientas luchas, las dos respuestas más emblemáticas: la Declaración universal de derechos humanos (1948) y la invención del Estado de bienestar.
La eficacia de sendas respuestas es de tal alcance que en los años setenta del siglo XX el mundo occidental pudo ostentar indicadores inéditos en materia de igualdad y bienestar. Sin embargo, en la década siguiente aparecen nuevos obstáculos que revierten la tendencia virtuosa: la ideología neoliberal, la globalización que socava ciertas exigencias del estado de bienestar (impuestos) y los efectos de los cambios tecnológicos, entre los más notables. En este punto cabe interrogarse sobre el destino de la igualdad, pregunta para cuya respuesta se indagará en la que constituye la legitimación más sólida del estado de bienestar en contextos democráticos: la ofrecida por John Rawls en su Teoría de la justicia.
En términos generales, el punto de partida de Rawls estriba en rechazar los efectos de la lotería natural y social sobre la distribución de la renta. Dado que nadie hizo nada para disponer de talentos o para nacer en un medio social favorecido, los resultados distributivos se explican más por el azar que por el mérito, lo que los despoja de moralidad. Para evitar o al menos atenuar este problema, los principios de justicia que regulan la distribución deben ser fruto de un acuerdo entre todos los miembros de la sociedad.
Rawls entiende la sociedad como una asociación que busca el bien común de sus miembros, pero en la que, además de la identidad de intereses derivados de la división del trabajo, hay conflictos, puesto que, a la hora de perseguir sus fines, cada uno prefiere tener más que tener menos. De aquí la necesidad de disponer de ciertos principios de justicia que regulen la distribución de las ventajas y las obligaciones de la cooperación o, dicho de modo más general, que regulen la estructura básica de la sociedad.
La teoría de la justicia de Rawls tiene dos características centrales: por un lado, es contractualista y, por otro, procedimental. Los principios de justicia derivan de un contrato entre individuos libres y racionales sometidos a un procedimiento equitativo cuyo punto de partida o “posición original” se caracteriza por una ficción denominada “velo de la ignorancia”, que implica que nadie sabe qué lugar ocupa en la sociedad ni cuál es su dotación natural (talento, inteligencia, etc.). Bajo estas condiciones, si alguien elige principios que convalidan desigualdades, tiene que saber que nada le asegura que va a caer entre los favorecidos. Por consiguiente y para evitar riesgos, las contratantes eligen como principios de justicia igual libertad para todos, igualdad de oportunidades y, lo que más importa para estas reflexiones, un principio de diferencia que implica que se toleran desigualdades, pero bajo la condición de que favorezcan a los peor situados, desigualdades que Rawls tiene por justas. Este principio, que apunta contra conocida objeción de “nivelación para abajo” (que todos o algunos empeoren sin que nadie mejore: en un mundo de videntes y ciegos, se quiten los ojos a los videntes en aras de la igualdad), hace que de la teoría de Rawls se diga que es sensible a la eficiencia: que los más talentosos y emprendedores produzcan todo lo que puedan producir, pero que parte de sus beneficios se destinen a mejorar la situación de lo más desfavorecidos.
Rawls logra así que la justicia distributiva esté regida por principios escogidos mediante un procedimiento equitativo y evita que la distribución quede a merced del azar, sea natural (talentos) o social (medio social de nacimiento), un azar que queda neutralizado precisamente a través del “Principio de diferencia”. Para Rawls es justo que las desigualdades asociadas a contingencias, éticamente inaceptables, sean compensadas. Y, dado que en el sistema económico y social no se hace ningún esfuerzo por preservar la igualdad real de oportunidades, las cuales está fuertemente influenciadas por contingencias sociales o naturales, de accidentes y buena fortuna, factores todos arbitrarios desde un punto de vista moral, en virtud del “Principio de diferencia” le corresponde al Estado llevar a cabo reasignaciones de recursos y posiciones en beneficio de los menos aventajados. Como afirma el mismo Rawls (1995: § 13), “las desigualdades sociales y económicas habrán de disponerse de tal modo que sean tanto (a) para proporcionar la mayor expectativa de beneficios a los menos aventajados, como (b) para estar ligadas con cargos y posiciones asequibles a todos bajo condiciones de una justa igualdad de oportunidades”.
Más allá de las varias objeciones de las que fue blanco la obra de Rawls y los innumerables debates que dio a lugar,24 es en una observación sociológica donde la teoría rawlsiana alberga su capacidad predictiva sobre el destino de la igualdad. En efecto, según Pierre Rosanvallon la distribución uniforme y homogénea del riesgo social que reinaba en la posguerra europea reproducía las condiciones contempladas bajo el “velo de la ignorancia”; los efectos devastadores de la contienda dejaron a la población del viejo continente en igualdad de condiciones frente a su futuro: nadie (por supuesto, con excepciones) podía afirmar que le esperaba un futuro más o menos halagüeño que a otro, de modo que había grandes incentivos para socializar el riesgo que enfrentaba cada trayectoria de vida. De aquí el amplio consenso en torno al Estado de bienestar y sus mecanismos redistributivos.
Pero los mencionados hitos que arraigan durante los años ochenta (neoliberalismo, globalización y cambio tecnológico), cuyos efectos fueron el desempleo de larga duración, la exclusión y el empeoramiento de la distribución de la renta (coeficiente de Gini), pusieron punto final a la distribución homogénea del riesgo. Dicho de otro modo, el “velo de la ignorancia” se desgarra cuando las personas disponen de información que les permite identificar los riesgos a los que se enfrenta: “el principio implícito de justicia y de solidaridad que subyacía al Estado providencia descansaba en la idea de que los riesgos estaban igualmente repartidos y eran a la vez de naturaleza ampliamente aleatoria (…) En el seguro bajo el velo de la ignorancia había superposición de la justicia y de la solidaridad: la distribución de los riesgos eran al mismo tiempo una norma de equidad y un procedimiento de solidaridad” (Rosanvallon, 2012: 261-263). Ahora, en la medida en que se pueden predecir las trayectorias de vida, se rompen los fundamentos del contrato social en su versión rawlsiana: no hay ignorancia, hay un saber sobre la situación personal que permite columbrar escenarios futuros y a fortiori elegir reglas según conveniencia. Es casi un hecho que, en las sociedades desiguales, el destino de la prole está sellado desde la cuna.
En suma, el destino de la igualdad se juega en buena medida en la percepción de la distribución del riesgo: mientras que su distribución homogénea pide reglas e instituciones pro igualdad, la distribución heterogénea requiere diferenciación y distancia frente al destino común. En otras palabras, la igualdad pide igualdad, y la desigualdad, desigualdad…
Dumont, L. (1982). Homo aequalis, Madrid: Taurus.
Farrell, M. (2002). “Rawls, el criterio maximín y la utilidad promedio”, Doxa, 25, pp. 39-116.
Gosepath, S. (2021), “Equality”. In Zalta, E. (ed.), The Stanford Encyclopedia of Philosophy (Summer 2021 edition), URL = https://plato.stanford.edu/archives/sum2021/entries/equality/
Locke, J. (1990). Segundo tratado sobre el gobierno civil, traducción de C. Mellizo. Bs. As.: Alianza.
Marín, H. (1997). La invención de lo humano. La construcción sociohistórica del individuo. Madrid: Iberoamericana.
Rawls, J. (1995). Teoría de la justicia, traducción de M. D. González. México: FCE.
Rosanvallon, P. (2012). La sociedad de iguales, traducción de V. Goldstein. Buenos Aires: Manantial.
Sen, A. (1980), “Equality of What?”, en McMurrin, S. (ed.), Tanner Lectures on Human Values, Cambridge University Press.
Ver también
Educación biosocial, Educar / educaere, Legalización, Neoliberalismo, Posdemocracia, Poscapitalismo, Secularización, Seguridad jurídica, Socialismo, Trabajo, Trabajo (fin del)
23 Tal vez la primera formulación de la igualdad con alcance universal sea la proferida por Pablo de Tarso en la Epístola a los Gálatas: “ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús”; por supuesto, la igualdad cristiana no tuvo correlato real en el sistema sociopolítico.
24 Entre las más salientes cabe mencionar la métrica de la igualdad (bienes primarios) frente a, entre otras, la noción de capacidades de Amartya Sen; la certeza de que los contratantes bajo el velo de la ignorancia elijan en virtud de la aversión al riesgo instituciones redistributivas: Martín Farrell, desde una perspectiva utilitarista, afirma que tal elección no es la más racional; y la indiscriminación entre los que están mal por mala suerte o por propia responsabilidad a la hora de realizar redistribuciones (surfers de Malibú).
Escuela de Arte y Patrimonio, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0003-2152-8448
Imagen (del latín imago-ginis) toma su significado de “representación, retrato” y es una expresión de la misma familia que imitari (remedar) (Corominas, 1987: 331-332). De ella, derivan muchos conceptos: imaginar, imaginación, imaginarios, imaginería…
Esta etimología nos remite a dos escenas fundantes de una creación netamente humana y cada vez más trascendente, pensada, teorizada, discutida desde hace siglos en relación con las palabras: esos sistemas de signos más abstractos y complejos que fueron creando significados cada vez más precisos. Sin embargo, la imagen, aquello que recrea lo real mediante la mímesis, o que crea nuevas instancias irreales pero verosímiles, sigue siendo cada día más fascinante como vector de sensaciones y sentimientos.
La primera escena fundante es el mito de Narciso: en las Metamorfosis, de Ovidio, aquel joven bellísimo que despreciaba el amor de las doncellas y muere ahogado porque se enamora de la imagen de su propio rostro reflejado en las aguas (Grimal, 1986: 369-370). El espejo de Narciso en el origen del mundo de las imágenes tiene luego infinitas ramificaciones que llegan hasta las infinitas selfies de hoy.
La segunda es la imprimación del rostro de Cristo en el velo de la mujer que procura aliviar su sufrimiento: Verónica. La vera icona: verdadera imagen de un rostro humano que incluso dio nombre a la mujer que habría capturado milagrosamente las facciones de dios en un trozo de tela, hasta el día de hoy es venerada y adorada como prueba tangible de la presencia de dios mismo en la tierra (Wolf, 2014).
Estas dos antiguas presencias de la imagen en los mitos y relatos de origen de las devociones tienen en el centro de la cuestión el rostro humano: el retrato, en el deseo de verse a sí mismo replicado o de ver lo sobrenatural en un rostro que pueda identificarse como propio.
Pero hay algo más: el amor, el deseo de conservar algo de quien amamos más allá de la muerte. En el primer siglo de nuestra era, Plinio el Viejo (Historia Natural, 77-79 d. C., XXXV, 43) atribuyó el origen de la pintura a una joven mujer, Kora, quien en la noche de la partida del hombre que amaba (un joven campesino que es enviado a la guerra), delinea con carbón en el muro la sombra de su perfil proyectada en el muro por la luz de una vela para conservar su recuerdo.
Desde la Antigüedad, el retrato fue la ocupación principal de los artistas. Pero la invención de la fotografía (en primer lugar, del daguerrotipo) dio lugar a una transformación radical en ese deseo humano de ver reflejado su rostro en una imagen: como en los mitos de origen, no había intervención de mano humana en la reproducción del propio rostro. El deseo de cada humano de verse a sí mismo, de percibir la verdad de sus facciones, superó todas las barreras y avanzó hacia el centro de la cultura de la humanidad. Hoy vivimos, por ende, en la era de la imagen, que es, en buena medida, la era de los retratos y autorretratos en los más diversos soportes, medios y contextos.
Hacía ya mucho tiempo que los pintores utilizaban métodos mecánicos para lograr efectos de parecido y mímesis cada vez más precisos: la cámara oscura ya había sido utilizada por los pintores del Renacimiento, tanto en Flandes como en los centros artísticos italianos (Leonardo dejó una famosa descripción de su funcionamiento) y desde el siglo XVIII la cámara clara y el fisionotrazo permitían seguir los contornos de las sombras, proyectar las imágenes en un plano para poder dibujar sobre ellas, etc. La exigencia de semejanza, la permanente búsqueda por parte de los artistas de nuevos métodos para reproducir, e incluso mejorar idealizando un poco, los rasgos del retratado, fue probablemente el motor principal que empujó y estimuló la invención de la fotografía. Gisèle Freund sostenía en su tesis doctoral –defendida en la Universidad de París y publicada en 1936 por La Maison des Amis des Livres– precisamente esto: el principal impulso hacia la invención de la fotografía fue la proliferación de los retratos, que acompañó el ascenso de la burguesía. El retrato ya no sería nunca más prerrogativa exclusiva de los reyes y miembros de la nobleza. “Hacerse retratar –dice Freund– fue uno de esos actos simbólicos por los cuales los individuos de la clase social ascendente hacían visible a sí mismos y a los otros su ascensión, y se clasificaban entre aquellos que disfrutaban de la consideración social. Por otra parte, esta evolución transformó la producción artesanal del retrato en una forma cada vez más mecánica de la reproducción de los rasgos humanos. El retrato fotográfico es el último grado de esta evolución” (Freund, 1936: 11-12).
Cuando se inventó la fotografía, el retrato era la ocupación principal de la mayoría de los pintores. El problema era fijar esas imágenes proyectadas. Fue, en definitiva, un gran hallazgo químico el invento de la fotografía cuya novedad consistió en la posibilidad de que la luz dejara una impronta duradera sobre una placa sensible. El daguerrotipo hacía posible atesorar la propia imagen en el espejo (la más pregnante de todas, la imagen fugaz que había obsesionado a Narciso) con absoluta confianza en su fidelidad y sin necesidad de una mano experta.
Desde la invención del daguerrotipo, esta fascinación por las imágenes o réplicas de lo real tomó una dimensión colosal: imágenes no creadas por la mano humana y que circulan a velocidades increíbles a través del tiempo y el espacio por medios digitales.
El mundo de las imágenes fotográficas (que poco después adquirieron movimiento en el cine) comenzó un proceso de expansión, tanto desde el punto de vista concreto y material (su multiplicación, la catarata de nuevos inventos que fueron haciendo su producción cada vez más anónima, veloz y su difusión más instantánea) como desde una perspectiva teórica y epistemológica. El incontenible avance de la imagen hacia el centro de la vida cultural contemporánea tiene su punto de partida allí: en ese “pacto de credibilidad” del que hablaba Roland Barthes (2003) y la fascinación hipnótica que provoca cada nueva vuelta de tuerca hacia la ilusión de “estar ahí” (desde las primeras placas daguerreanas al cine 3D). Como sostiene José Emilio Burucúa, el gran teórico e introductor de estos interrogantes en nuestro medio, el enigma de esa fascinación sigue intacto, aun cuando desde las más diversas disciplinas se siga buscando descifrarlo.
Pero… ¿cuál sigue siendo el principal foco de interés? Como en el mito de Narciso, como en el velo de la Verónica, como en la sombra de Kora, es el rostro humano. Y, sobre todo, el propio rostro. Parecería que verse en el espejo fuera la máxima aspiración de nuestra especie. Y preservar esa imagen para ser un poco más eternos, para preservar la juventud y la belleza y la felicidad en el tiempo, su máxima realización.
¿Qué podemos imaginar en el futuro como destino de las imágenes? Tal vez una verosimilitud cada vez mayor, tal vez también una confusión entre imágenes y realidad cada vez mayor, en donde las nuevas tecnologías de la imagen nos lleven a no distinguir las experiencias reales e imaginadas. Tal vez a una autopercepción imaginaria que sustituya lo que hoy entendemos como real…, y nos haga sentir seres cada vez más extraordinarios, eternos y superiores a las otras especies de la naturaleza.
Barthes, R. (2003). La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía. Buenos Aires: Paidós.
Burucúa, J. E. y Malosetti Costa, L. (2012) “Una palabra equivale a mil imágenes. Polisemia, grandeza y miserias de las representaciones visuales.” Concreta 00, Valencia (España), noviembre, pp. 6-13.
Corominas, J. (1987). Breve diccionario etimológico de la lengua castellana. Tercera edición muy revisada y mejorada. Madrid: Gredos, pp.331-332.
Freund, G. (1936). La photographie en France au dix-neuvième siècle. Etude de sociologie et d’esthétique. Paris : La Maison des Amis des Livres, pp. 11-12.
Grimal, P. (1986). Diccionario de mitología griega y romana. Barcelona: Paidós. pp. 369-370.
Plinio Cecilio Segundo, Cayo (1996) [77-79 d.C.] Historia Natural. Madrid: Planeta D’Agostini.
Wolf, G. (2014). “Vera Icon”. In Hoeps, R. (ed.): Handbuch der Bildtheologie, vol. III: Zwischen Zeichen und Präsenz. Verlag F. Schöningh.
Ver también
Ciberespacio, Ciencia ficción, Cosmopolítica, Crítica / poscrítica, Frontera / límite, Humanidad / humanismo, Imaginario(s), Inteligencia artificial, Naturaleza (relaciones sociales con la), Poshumanidades, Poshumanismo, Tecnopoéticas, Transición digital, Transmedia, Vanguardia
Escuela Interdisciplinaria de Altos Estudios Sociales, Universidad Nacional de San Martín
École des hautes études en sciences sociales (Francia)
ORCID: 0009-0007-9346-6481
La palabra imaginario se ha vuelto de uso común en los últimos años, en Europa y en América Latina, ante todo en relación con una mutación subyacente de nuestras sociedades, cada vez más orientadas hacia la puesta en imagen de sí mismas y de su historia a través de los nuevos medios digitales. Lo imaginario, sin embargo, no se reduce a lo imaginal, si bien incluye las representaciones visuales (pictográficas, iconográficas, etc.) como una de sus manifestaciones más inmediatas. La irrupción del concepto responde, en este sentido, a una necesidad más profunda que excede las exigencias expresivas de la actualidad, como lo demuestra su génesis de más larga duración. La emergencia de lo imaginario se inscribe en las dinámicas de la modernidad, manifestando a la vez la persistencia y la crisis del proceso de cientifización del sentido común, en marcha desde la Ilustración. La referencia a los saberes implícitamente implicados en el uso ordinario de la palabra se vuelve entonces inevitable, si se quiere desplegar el sentido del concepto, aunque su definición no deje de ser objeto de disputas todavía abiertas y de revisiones aún en curso.
En esta perspectiva histórico-conceptual, centrada en la dimensión epistemológica y política de los conceptos, hace falta aprehender ante todo la metamorfosis de lo imaginario, adjetivo de origen latino (imaginarius: simulado, fingido) cuyo sentido ha sido subvertido, al verse transformado en un sustantivo, tras una serie de desplazamientos teóricos que han involucrado a la filosofía, al psicoanálisis y a las ciencias sociales. Se trata de un quiebre semántico mayor, puesto que ha llevado a revisar la oposición entre imaginario y realidad, heredada del lenguaje común y de la psicología tradicional, hasta contemplar la posibilidad de su implicación recíproca. Aunque el significado antiguo del adjetivo no haya desaparecido ni del uso ni de los diccionarios, lo imaginario emerge, en efecto, en la modernidad como sustantivo desde el momento en que se convierte en una categoría que busca hacer pensable una dimensión constitutiva de la realidad humana. Es, al final de este proceso de elaboración, que lo imaginario, así redefinido, ha penetrado en el vocabulario de las ciencias históricas, permitiendo repensar nuestra relación con el pasado y el futuro, como también nuestra propia condición moderna.
En el uso adjetival marcado por el sentido latín de la palabra, lo imaginario aparece como una calificación de personajes, relatos y afectos cuya realidad no puede ser atestiguada por un observador externo, lo cual lleva a considerarlos “ficciones”, que solo existen en la imaginación del sujeto. Es a este sentido negativo de lo imaginario adjetival al que se refiere todavía Molière en 1793, cuando escribe Le malade imaginaire. Si en francés, lengua electiva aunque no exclusiva de lo imaginario, los diccionarios registran ocurrencias ocasionales del sustantivo ya en el siglo XIX, la palabra ha encontrado, sin embargo, el concepto capaz de poner en cuestión este sentido común recibido solo en la primera mitad del siglo XX, a raíz de una torsión interna a la psicología filosófica, sobre el fondo de la catástrofe de las dos guerras mundiales, como de la penetración de las vanguardias artísticas.
En 1940, Jean-Paul Sartre se sirvió de la fenomenología de Edmund Husserl para sacudir los presupuestos de la psicología empírica, haciendo de lo imaginario ya no un desvío respecto de la percepción de la realidad, sino una posibilidad esencial del sujeto consciente, capaz de transcender lo dado, para constituir un mundo más allá del mundo. A partir de Sartre, lo Imaginario pasa así a designar el universo en el cual se instala el sujeto cuando anula lo real de la percepción para producir lo “irreal” de la imaginación. Manifestando el potencial ambivalente de su libertad, las producciones imaginarias pueden, según el análisis fenomenológico de Sartre, tanto fascinar al sujeto hasta absorberlo en una realidad empobrecida, como ocurre en las imágenes de la alucinación y del sueño, cuanto develar su potencia creadora hasta devolverlo a una realidad enriquecida, como pasa con las obras de arte, donde la materia (color, sonido, etc.) se hace el soporte analógico del sentido imperceptible que la excede interiormente. Lo imaginario, por tanto, si es irreal, no es por eso necesariamente ilusorio o ficticio, pues no siempre es un simulacro: trabaja en la constitución de una objetividad subjetiva que puede tanto aislarse como fusionarse con la realidad externa. Es en particular a través de la acción que lo imaginario tiende a hacerse real, en tanto el sujeto entra en tensión con lo dado, imaginando lo que falta y deseando lo que está ausente. Lo imaginario adquiere, en este caso, un significado suplementario que lo vincula a la orientación hacia el futuro desde el pasado que caracteriza la existencia humana, en tanto en su trama temporal está siempre expuesta a la contingencia del presente y a la necesidad de la decisión que conlleva.
Jacques Lacan se ha instalado en el campo categorial abierto por Sartre, con el fin de situar el aporte subversivo del psicoanálisis, saber radicalmente reflexivo capaz de explicar hasta la génesis de aquel sujeto consciente que la fenomenología daba por sentado, ubicando en su corazón la posibilidad esencial de la locura. Si bien ya había podido utilizar la palabra, puesta en circulación en los años veinte por los primeros psicoanalistas franceses (Laforgue, Allendy), marcados a la vez por Freud y el surrealismo, e interesados en explorar los mundos imaginarios en los cuales se pierden los soñadores despiertos, Lacan hizo de lo imaginario un concepto fundamental del discurso analítico solo en 1953, inscribiéndolo, con y en contra de Sartre, en un tríptico con lo simbólico y lo real. Releyendo sus trabajos anteriores en este marco, Lacan ha llegado así a ver lo imaginario como la dimensión central del sujeto que se devela ante todo en el estadio del espejo: fase en la cual el niño, todavía sin lenguaje, supera la angustia producida por la experiencia trágica de su impotencia, como de su cuerpo fragmentado, identificándose en pleno júbilo con la forma tan unitaria como perfecta que cree percibir en su imagen reflejada.
Espacio seductor de captura, fuente del narcisismo del “yo” (moi), lo imaginario no deja de ser, por eso, el plano en el cual el sujeto empieza a constituirse como tal en su doble relación a la extraña otredad del otro, interno y externo. En este sentido, si bien es también productor de ilusiones, lo imaginario no se reduce a la reproducción engañosa de la realidad objetiva: su apertura supone la creación previa de la forma productora de formas en la cual vendrán a ubicarse las demás identificaciones del sujeto que sostienen su relación con el mundo, más allá de las que lo fijan y encierran en sus espejismos. El mismo fantasma que sostiene y ordena, según Lacan, la percepción de la realidad es, en su núcleo, esencialmente imaginario (J-A. Miller). Asimismo, ya en el estadio del espejo se anticipa la distinción entre el yo ideal y el ideal del yo, en la cual está en juego el viraje del sujeto hacia el lenguaje, vehículo de la cultura y de las creaciones en las que está llamado a participar desde su posición singular, por la sublimación de las pulsiones correlativa a la represión originaria del goce por la Ley. De este viraje, que supone una torsión de lo imaginario, depende la existencia misma del sujeto, en tanto se sostiene en su deseo inconsciente, abierto al futuro desde la reanudación simbólica del pasado, aunque lo real del cuerpo ponga un límite insuperable al trabajo lingüístico de rememoración.
Insistiendo, con y en contra de Lacan, sobre el sentido auténtico de lo imaginario, creación de significaciones imperceptibles y no reproducción sensible de objetos percibidos, Cornelius Castoriadis ha llevado más lejos, en 1975, la reflexión inaugurada por Sartre, gracias a otra radicalización genealógica. Valiéndose de las ciencias sociales, en particular de la sociología y de la antropología herederas de Émile Durkheim y de Marcel Mauss, Castoriadis ha tratado, en efecto, de levantar el velo sobre el gran Otro del lenguaje y de la cultura del cual hablaba Lacan, vinculando las imágenes simbolizadas que capturan y orientan el sujeto, con las significaciones expresadas por las instituciones de la sociedad. Esta traducción sociológica, además de resaltar la íntima conexión entre el sujeto y lo social, al hacer de la identificación simbólica con el ideal del yo el puente hacia las significaciones imaginarias centrales de un colectivo, lo ha llevado a entrelazar lo social y lo histórico, destacando la tensión irreductible entre instituido e instituyente, fuente permanente de alteraciones y creaciones. Si bien solamente la política radical-democrática, aprehendida como auto-institución explícita, reflexiva y deliberada, permite la plena emergencia de lo imaginario instituyente, la posibilidad de creación no deja de inscribirse, según Castoriadis, en la estructura de toda sociedad, en tanto está atravesada por los procesos de alteración de las significaciones sociales instituidas que siempre comporta su puesta en acción por la praxis de los sujetos. Obturada por los rituales de las instituciones, la cuestión del futuro permanece, entonces, siempre potencialmente abierta, siendo consustancial al empuje y a la orientación que definen el imaginario de la sociedad, del cual resulta su intrínseca historicidad.
A la vez imagen y sentido, subjetivo y objetivo, interior y exterior, consciente e inconsciente, individual y colectivo, lo imaginario permite anudar las diferentes dimensiones de la realidad humana. Esto explica que haya podido circular ampliamente entre los saberes, conectándolos en un plano continuo al ofrecer nuevos recursos para articular la experiencia. Dentro de una vasta dispersión disciplinar, que va desde la literatura (M. Blanchot) hasta la antropología (R. Caillois), se destaca la penetración de lo imaginario en la historia, punto de partida de una manera inédita de pensar la relación entre pasado y futuro, para los otros y nosotros.
Una vez redefinido como el conjunto de imágenes y de significaciones operantes desde la praxis, tanto en el sujeto como en las instituciones, lo imaginario se ha presentado, en efecto, como una alternativa superadora de las categorías sociológicas heredadas, se trate de “representaciones colectivas” o de “mentalidades”, utilizadas por los historiadores de la Escuela de los Annales para analizar las creencias enraizadas (mitos, leyendas, etc.) que atraviesan todo orden social-histórico. Más que Jacques Le Goff, quien quiso reservar lo imaginario para una clase estrecha de fenómenos (literatura y arte), es Georges Duby quien, en 1978, ha intentado una trasposición historiográfica directa de esta categoría, al repensar el esquema trifuncional de Georges Dumezil, que divide las partes de una sociedad en los que oran, los que combaten y los que trabajan, no como el reflejo ideológico de la realidad material-económica, según el esquema marxista, sino como la plasmación imaginaria de otra realidad, la del feudalismo. Una vez analizada a través del prisma de lo imaginario, la realidad supuestamente fija del pasado transmitido por las fuentes termina abriéndose al futuro, desde el presente vivo de la praxis de los actores que dan cuerpo a las imágenes y significaciones de la sociedad, por muerta que esté.
El cambio de mirada implicado por la introducción de lo imaginario en el vocabulario de las ciencias históricas se deja medir, sobre todo, sin embargo, por la crítica de la Ilustración que conlleva su aplicación a la modernidad. Como lo ha mostrado Vincent Descombes, analizar las sociedades modernas en esta clave supone cuestionar en su raíz la filosofía liberal de la historia, centrada en la oposición entre los prejuicios del pasado y las luces del presente, como en la evolución irresistible de la religión a la ciencia. Considerar los propios conceptos modernos como la expresión de un imaginario social implica reconducir el futuro indefinido que han abierto, al reivindicar la igual libertad de los hombres en contra de la división de la sociedad en tres órdenes, a las prácticas e instituciones pasadas que hicieron posible la emergencia de estas significaciones: no para atenuar, sino para explicar mejor la creación de un mundo sin precedentes, la irrupción de una ruptura radical sensible tanto en las reacciones de rechazo como en las propuestas de reformulación que se han suscitado desde la Revolución francesa.
Sin duda, como lo ha señalado Charles Taylor, el imaginario social moderno tiene esto de específico respecto a las creaciones del pasado, que las significaciones operantes en la praxis únicamente han podido producir sus efectos siendo afectadas también por las abstracciones de la teoría, hasta el punto de generar, en última instancia, ideologías. Sin embargo, a pesar de esta colisión entre teoría y praxis, ciencia y política, característica de la modernidad, para nosotros también queda una brecha irreductible entre el futuro planeado por la razón experta y el futuro proyectado por la imaginación despierta. Uno procede de la ciencia, y tiende en general a ser tan convergente como monótono; el otro brota de la sociedad misma, en particular de los conflictos provocados por sus partes rebeldes, y está siempre abierto a bifurcaciones inesperadas.
La tarea de las ciencias sociales e históricas puestas en sintonía con la categoría de lo imaginario consiste en pasar de uno a otro, abrazando hasta el final el tumultuoso movimiento de lo social, para captar la batalla de los imaginarios, articular mejor las significaciones que expresa y así poder incidir en el devenir. Solo entonces se habrá llegado a ese punto de convergencia soñado por André Breton, en el cual lo real y lo imaginario dejarán de ser percibidos como contradictorios, y estarán íntimamente ligados como el pasado y el futuro, la vida y la muerte.
Allendy, R. & Laforgue, R. (1924). La psychanalyse et les névroses. Paris : Payot.
Blanchot, M. (1955). « Les deux versions de l’imaginaire », L’espace littéraire. Paris : Gallimard.
Breton A. (1967). Manifestes du surréalisme. Paris : Gallimard.
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Castoriadis, C. (1975). L’Institution imaginaire de la société. Paris : Seuil.
Descombes, V. (1989). Philosophie par gros temps. Paris : Éditions de Minuit.
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Fleury, C. (ed.) (2006). Imagination, Imaginaire, Imaginal. Paris : PUF.
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Le Goff, J. (1985). L’imaginaire médiéval, Paris, Gallimard, 1985
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Sartre J.-P. (1940). L’Imaginaire : psychologie phénoménologique de l’imagination. Paris : Gallimard.
Taylor C. (2007). Modern social imaginaries. Durham: Duke University Press.
Futuridad, Futuro, Futuro ominoso, Imagen, Imaginario sociotécnico, Posmodernidad, Presentismo, Tiempo (Sartre)
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0002-0761-131X
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0002-1023-9934
Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria
ORCID: 0000-0002-5107-059X
Las ciencias sociales consideran el futuro como un objeto de estudio que tiene raíces en el tiempo presente, ya que depende de valores y prácticas sociales, culturas y políticas de individuos, grupos y sociedades que quieren manejar las incertidumbres sobre los próximos acontecimientos y hacer el futuro más previsible. Teniendo en cuenta la naturaleza cada vez más ambigua y compleja de este fenómeno en sociedades marcadas por el papel de las tecnociencias, Sheila Jasanoff y Sang-Hyun Kim (2009) propusieron el concepto de imaginario sociotécnico para dar cuenta del rol de las expectativas y proyecciones a futuro como elemento crucial y constitutivo de esa realidad social. Una primera definición fue introducida por dichos autores en su artículo “Containing the atom”, donde la noción se refiere a las formas colectivamente imaginadas de la vida social que se inscriben en el diseño y puesta en marcha de proyectos tecnocientíficos a escala nacional.
El concepto de Jasanoff y Kim tiene profundas raíces en las ciencias sociales. En particular, toma prestada de la teoría social interpretativa, de inspiración weberiana, la noción según la cual los actores sociales tienen su propia concepción y comprensión de cómo funciona la sociedad. En su presentación del concepto, los autores identifican varias fuentes teóricas que tuvieron una influencia directa o indirecta en su desarrollo. Vale la pena recordar algunas. Un primer antecedente es la noción de comunidades imaginadas, de Benedict Anderson (2016 [1983]), cuyo objetivo es alejar el concepto de imaginario de una concepción centrada sobre el individuo y su psique para relacionarlo con los grupos y comunidades sociales que le sirven de soporte y vector de circulación. La noción de imaginario social propuesta por Charles Taylor (2003) se deriva directamente del concepto de Anderson, en el sentido de que enfatiza su dimensión relacional y social. Focaliza en “las narrativas convencionales incrustadas en las prácticas, las historias y el sentido de legitimidad de la gente común” y “en las ideas compartidas sobre lo que está bien o mal, el reconocimiento mutuo y las representaciones” (Rudek, 2021: 2, nuestra traducción). Para Cornelius Castoriadis (1997), el imaginario es autoinstituido por la sociedad, lo que equivale a afirmar su carácter irreductiblemente sociohistórico, escapando a cualquier determinismo funcionalista, estructuralista o racionalista, y de allí proviene, según el filósofo griego, su centralidad para entender la dinámica de las sociedades contemporáneas.
Los imaginarios sociotécnicos definidos por Jasanoff y Kim se basan en todos los conceptos mencionados anteriormente, partiendo de la base de que las sociedades comparten unas narrativas comunes sobre su pasado, presente y futuro. Sin embargo, el concepto de Jasanoff y Kim tiene la particularidad de estar más directamente vinculado al desarrollo científico y tecnológico en relación con el ejercicio activo del poder estatal, la selección de prioridades y la resolución de problemas sociales. En ese sentido, sus afinidades con el concepto de “imaginario tecnocientífico”, propuesto por el antropólogo George Marcus y sus colegas (1994) son más evidentes, ya que ambos proceden del mismo campo de investigación interdisciplinar, los estudios sociales de la ciencia y la tecnología. No obstante, mientras que “imaginario tecnocientífico” se centra en los imaginarios de los científicos y sus propias reflexividades sobre sus prácticas, valores y roles en/para la sociedad, “imaginario sociotécnico” abarca una visión mucho más amplia de la ciencia y la tecnología, no solo como profesión e institución, sino también como proyecto de sociedad. Como lo explican Jasanoff y Kim en un libro ulterior:
Nuestra ambición en este libro es espacial y temporalmente más amplia y simétrica. Se trata de investigar cómo, a través del trabajo imaginativo de diversos actores sociales, la ciencia y la tecnología se enredan en la realización y producción de diversas visiones del bien colectivo, en escalas de gobernanza cada vez mayores, desde las comunidades hasta los Estados nacionales y el planeta. Por eso elegimos el término “sociotécnico” (no tecnocientífico) para caracterizar nuestra elaboración de imaginarios. (Jasanoff y Kim, 2015, nuestra traducción)
Por supuesto, esta revisión conceptual no es exhaustiva, ya que la idea de imaginario ha sido trabajada por muchos autores, hasta convertirse, para algunos y algunas, en un elemento constitutivo de la modernidad (Appadurai, 2002). Dicho de manera general, el concepto de Jasanoff y Kim subraya el rol del futuro en la ciencia y la tecnología, sin limitar el enfoque a proyecciones hechas por los científicos y tecnólogos. Hace hincapié en la importancia de las ficciones relacionadas con la ciencia y la tecnología, ya que operan como guiones performativos que combinan orden y desorden, valores e intereses propios de las sociedades contemporáneas.
La definición introducida inicialmente en “Containing the atom” enfatiza una triple preocupación: la dimensión nacional de los imaginarios, el foco en la interacción entre sistema tecnocientífico y políticas públicas, y las especificidades de la tecnología nuclear. Retomemos rápidamente esas tres dimensiones características del concepto de imaginario sociotécnico en su versión inicial, antes de exponer los ajustes y extensiones que caracterizaron su trayectoria ulterior.
Primero, la definición inicial del concepto de imaginario sociotécnico la vinculaba con programas y proyectos tecnológicos nacionales. Esto tiene varias explicaciones. Por un lado, resulta de la metodología adoptada por los autores, ya que la investigación propuesta focalizaba en una comparación internacional entre Corea del Sur y los Estados Unidos. Los autores siguieron ese abordaje comparativo en un artículo publicado en 2013, donde comparan los imaginarios sociotécnicos de Estados Unidos, Corea del Sur y Alemania. Por otro lado, el foco nacional traduce la voluntad de aprehender la dimensión cultural y política de las opciones tomadas en materia de programación científica y tecnológica, con un foco marcado en aquello que se define, en muchos discursos públicos, como de “interés nacional”.
Segundo, en su formulación inicial, el concepto de imaginario sociotécnico hace hincapié en el ejercicio del poder y la ejecución de las políticas públicas, en relación con los conocimientos producidos por el sistema tecnocientífico. Se trata, en particular, de analizar cuáles son las expectativas y proyecciones a futuro que contribuyen a definir y seleccionar las prioridades tecnológicas, priorizar y asignar los recursos financieros, manejar y regular los riesgos sanitarios y medioambientales. De esto resulta, en particular, que una mirada en términos de imaginario sociotécnico se diferencia de dos polos de enfoques clásicos en los estudios sociales de la ciencia y la tecnología. Por un lado, se diferencia de los trabajos que tienen como principal objeto de análisis los procesos de construcción de agendas de política pública –agendas constituidas por la identificación, sobre un problema dado, de objetivos a alcanzar en función de los recursos disponibles. Por otro lado, la mirada en términos de imaginario sociotécnico se diferencia de los estudios que se centran en el análisis de la producción de grandes relatos o narrativas que circulan en los medios de comunicación y en el público en general –el relato que asocia, por ejemplo, la ciencia al progreso. En su posición intermediaria entre esos dos tipos de estudios, el abordaje permite estudiar las expectativas y proyecciones a futuro sin reducirlas ni al rol instrumental que se atribuye a las agendas, ni a las representaciones dominantes que circulan en el ámbito público (Jasanoff y Kim, 2009).
Tercero, el contexto inicial de formulación del concepto está fuertemente marcado por el objeto de estudio que abordan los autores: el sector nuclear. Desarrollo nuclear e interés nacional se articulan diferentemente según los contextos nacionales. Resumiendo, muestran que, en los Estados Unidos, las privatizaciones de la industria nuclear se justificaron por la necesidad de erigir al Estado como regulador independiente de los riesgos económicos, políticos y medioambientales asociados a la tecnología nuclear civil. En Corea del Sur, en cambio, el apoyo del Estado a la industria nuclear se inscribió en el marco de un consenso político sobre la prioridad del desarrollo económico y de la industria nacional. Aunque la diferencia entre los imaginarios desarrollista y mercantilista no es específica del sector nuclear, ninguna otra tecnología energética está tan marcada por el papel del Estado nacional en su desarrollo y regulación.
Algunos años después de la publicación de su primer artículo sobre los imaginarios sociotécnicos, Jasanoff y Kim (2015) publicaron el libro Dreamscapes of Modernity, en el cual precisaron la definición del concepto y ampliaron su alcance. Esa publicación marcó el inicio de una nueva etapa caracterizada por una diversificación de los usos del concepto; desde entonces, el número de artículos relativos a los imaginarios sociotécnicos no ha dejado de crecer. Según Tadeusz Jozef Rudek (2021), uno de los factores más importantes relacionados con el desarrollo de las investigaciones sobre imaginarios sociotécnicos fue la creación de la revista Energy Research & Social Science Journal en 2014. Señala además que, entre 2014 y 2020, se ha convertido en la revista con más artículos sobre imaginarios sociotécnicos (veintidós) y el número de citas de los artículos relativos al mismo concepto pasó de 99 en 2016 a 510 en 2019.
Esa notoriedad creciente tiene varias dimensiones. Primero, a nivel empírico, el objeto de estudio se ha ampliado gradualmente para inscribirse en el marco de las investigaciones que buscan desarrollar un abordaje holístico e interdisciplinario de las transiciones sustentables. En efecto, la necesidad de transiciones hacia modos de producción y consumo más sustentables es una necesidad planteada desde varios sectores académicos, políticos y activistas y esa transición ocurre de forma muy distinta de un contexto a otro. En ese sentido, una perspectiva únicamente técnico-económica, que no tome en cuenta las especificidades sociales, culturales y políticas de la transición en cada contexto, no podría dar cuenta de manera satisfactoria de los procesos de transformación de las matrices energéticas. Al contrario, el concepto de imaginario sociotécnico permite tomar en cuenta esas especificidades sociales, culturales y políticas; ello explica, al menos en parte, que haya suscitado un interés creciente en los últimos años. Cabe destacar que la noción misma de “transición” como el concepto de imaginario sociotécnico suponen una referencia al futuro como elemento central del debate público y de las políticas públicas.
En el marco de esa búsqueda, varias investigaciones indagan de qué maneras distintos imaginarios sociotécnicos, complementarios o en competencia (Hubert y Spivak L’Hoste, 2021), coexisten en una misma sociedad. Además, queda cada vez más claro que los imaginarios sociotécnicos son fenómenos que pueden ser producidos por actores locales, regionales y globales, y no solo nacionales. Asimismo, en lugar de incorporar solamente los futuros deseables, los imaginarios sociotécnicos pueden incluir relatos sobre futuros a evitar (por ejemplos, sobre la forma de relatos distópicos) o sobre el pasado (Eaton, Gasteyer y Busch, 2014). Del mismo modo, en lugar de focalizar en un único tipo de producción energética, se puede considerar la matriz eléctrica en su conjunto (Hubert y Spivak L’Hoste, 2021), o los imaginarios vinculados con la producción de otros bienes comunes, como la producción agropecuaria (Goulet, 2020).
Cabe señalar que, a nivel teórico, la trayectoria del concepto está marcada por nuevos desarrollos teóricos de la misma coautora (Sheila Jasanoff) alrededor de la noción de “imaginario de innovación” (imaginary of innovation) (Pfotenhauer y Jasanoff, 2017). Se considera esta última como un conjunto de “recursos epistémicos y políticos que permite definir una comunidad que comparte un futuro sociotécnico común (y que esperemos mejor) y que está en proceso de alcanzarlo a través de la innovación. Los imaginarios proporcionan un hilo de continuidad y estabilidad al extender los marcos de referencia existentes del pasado al futuro, mitigando así lo desconocido por lo conocido y domesticando la cualidad disruptiva de la innovación por lo que es imaginable y permisible en un contexto político y social determinado” (Pfotenhauer y Jasanoff, 2017: 788, nuestra traducción).
Finalmente, esas extensiones del concepto inicial tienen la vocación, sobre todo, de articular un conjunto de discursos y argumentos considerados como “expertos” sobre los futuros permitidos por la ciencia y la tecnología, que sean deseados o rechazados. Así, permiten analizar cómo esas proyecciones a futuro vinculan, de un lado, los procesos asociados a la puesta en marcha de políticas públicas y, de otro, los repertorios de argumentos que alimentan la discusión pública (incluso los debates académicos) en relación con la ciencia, la tecnología y los procesos de innovación. Esto permite profundizar de qué maneras los modelos alternativos de producción y uso de nuevos conocimientos y tecnologías se contemplan y comparan en los discursos expertos y cómo encuentran diferentes formas de legitimación en el ámbito público. En ese sentido, la noción refleja la visión colectiva de una sociedad futura deseable –de lo que sería una “buena sociedad” (Tidwell y Smith, 2015: 687)–, tal como ella se puede alcanzar a través de una visión o programa tecnocientífico.
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Ciencia posnormal, Desarrollo, Evolución, Geoingeniería, Imaginario(s), Innovación, No conocimiento, Prospectiva, Tecnoceno, Transición digital
Centro de Estudios Teóricos y Multidisciplinarios en Ciencias Sociales
Universidad Nacional Autónoma de México
ORCID 0009-0002-1022-9995
El término individuación es una derivación del vocablo individuo o del verbo individuar y tiene una larga trayectoria en las ciencias sociales y humanas. Individualización es una voz emparentada. Son nociones parecidas, pero que tienen diferencias. Para nuestros fines, la individuación trata del individuo “ante” el Estado y la sociedad: es factor de registro, exclusión y marginación. La individualización alude al individuo en la familia, la comunidad y la sociedad: es factor de integración.
Se da por sentado el hecho de que la noción de individuo viene del latín, individuus, cuyo significado es que no se puede dividir más, que es indivisible; sin embargo, el individuo es un producto esencialmente moderno. La forma más antigua de individuo se encuentra en la noción de “persona”, término ambiguo que, en lengua etrusca, significa “máscara”, algo que es una especie de apariencia, sin embargo, por su connotación religiosa, a partir del cristianismo, la persona tendría una cierta esencia espiritual, en tanto que la noción de individuo, cuando llega a la modernidad produce una ruptura laica que lo desacraliza.
El vocablo individuo se refiere a una realidad óntica que es indivisa y constituye una clara alteridad, para los demás de su propia especie, en este caso humana.
Si bien la noción de individuación tiene una historia que estaría ligada a la psicología social, como parte del proceso de formación subjetiva del individuo, esta trata de la interioridad subjetiva. Lo cierto es que también individuación tiene otra historia que emerge de la criminalística positiva, la cual va a dar lugar a la antropometría, con la nueva forma de filiación y el perfeccionamiento de los archivos judiciales, mediante la medición y la descripción minuciosa de los rasgos faciales y corporales individuales y cuya particularidad se especifica en términos de control social. La individuación se produce a través del acto de filiación, que no solo se define como la liga ancestral del hijo o hija con el padre o la madre, sino como el acto de filiación con el Estado, en el campo de la seguridad y del control social. Se trata de un acto de registro. Aquí abordamos la noción desde la exterioridad, esto es, desde los registros de población.
Los registros de población sistemáticos son resultado de un largo proceso, que parte de un cambio de época, con el nacimiento del Estado nación y la transformación de la soberanía del soberano en la soberanía del pueblo. A partir del surgimiento de las prácticas de la representación política en las formas parlamentarias modernas se produce una expropiación de los medios de administración de las manos de las iglesias, de los señores feudales y de las propias monarquías, lo que dará lugar a la burocracia, como parte de los procesos de racionalización (Weber, 1979: 91-92).
La expropiación de los registros del señor feudal como antiguo certificador de la propiedad de otros, a partir de los linderos de la propia, con lo cual se constituye el registro público de la propiedad, para establecer el catastro y el valor de los predios, los impuestos prediales de inmuebles, certificando la propiedad y la legitimidad de las herencias.
Dicha expropiación de los medios de administración se da con la institucionalización del registro civil desde la Revolución francesa para dar certidumbre a la filiación y legitimar la familia como garantía de la continuidad de un origen o linaje, o de un patrimonio.
Con el registro civil es imperativo que los padres declaren un domicilio, tengan padres con nombres y apellidos, y testigos del acto de “presentación con vida de un infante”, para establecer legalmente una filiación de buena fe.
La filiación real o de facto es producto de las unidades familiares abiertas o semicerradas, mínimas, compuestas o extendidas. Una unidad que pone las bases del proceso de la individuación psicológica mediante las identificaciones, lo que tiene por resultado la formación del carácter y la personalidad, tanto individual y psicológica, como las pertenencias sociales.
En los registros de población, particularmente en los censos, la familia es tomada como una unidad básica mensurable, a partir del concepto de hogar.
Si bien en la psicología social la individuación es una producción que se realiza con la educación y la socialización, es la separación de la familia lo que significa la individuación fáctica y subjetiva de la persona. En el psicoanálisis de Jung, la individuación psico-social es parte de los cinco procesos de la formación de la personalidad (Jung, 1934: 180-188).
Entonces, pensemos la individuación en dos planos: la individuación en el plano de la construcción individual y psicológica del sujeto, y de su individuación, como efecto del registro de su descripción facial y corporal, al mismo tiempo que su focalización y su ubicación física en un territorio.
Existen paralelismos entre la emergencia de la práctica de la criminalística científica positiva de Cesar Lombroso y el surgimiento de la psicología experimental, de las cuales el mismo Lombroso es partícipe en ambas, con sus perfiles psicológicos de delincuentes y criminales y su tipología antropométrica criminal (Gómez, 2019).
La tipología propuesta por el médico Cesare Lombroso presupone conductas asociadas a la propensión a la criminalidad. Lombroso participa de la creación de estos perfiles, primero, como director de una institución de enfermos mentales en Pesaro, Italia, y más tarde, como profesor de criminalística en la Universidad de Pavía.
La influencia de Lombroso para la individuación mediante el registro de la filiación institucional tiene mayor importancia que sus perfiles psicológicos, muy cuestionados, desde su propio tiempo.
La acepción de la filiación se reconfigura con los registros individuales de la población hacia el “gran padre” Estado, donde se procesan las nuevas filiaciones, sea bajo la forma de los registros de control social, o mediante la afiliación obligatoria, generando individuación, misma que se multiplica de forma exponencial, a través del registro civil, los registros delincuenciales y criminales, los documentos de identidad, el pasaporte, el registro fiscal, o bien, la cartilla de trabajo o incluso los censos.
Después de la filiación delincuencial y criminal, vino la filiación de la propia policía, de los militares y de los burócratas, extendiéndose a todo el mundo laboral. Una gran parte de los mayores de edad quedaron claramente individuados.
El concepto original de filiación pasa a ser una forma institucionalizada, que tiene como efecto la individuación para fines policiales, penales, jurídicos o incluso políticos, como con el DNI, la tarjeta o credencial electoral, relativas todas, al campo del Estado y ya también, en el campo del mercado.
La filiación se expresa al nivel del Estado como una liga de protección o seguridad y vigilancia de la población en su territorio. Se trata también del enlace entre el Estado y sus instituciones subordinadas, las instituciones públicas de salud, escolares y de otros servicios públicos. Todas ellas requieren de procedimientos de filiación y tienen por efecto la individuación.
Como lo afirma Foucault (2006), el Estado tiene un interés sobre el manejo de la población, a través de la filiación e individuación modernas en un territorio, ahí donde tienen vigencia sus monopolios de la violencia, de la fiscalidad y de la justicia.
Todo este proceso de filiación y de individuación moderno es un efecto extendido de las técnicas de las mediciones antropométricas, que tuvieron como propósito establecer una relación entre aspecto físico y la conducta, idea de la criminalística positiva, con fines de control en el ámbito delincuencial y criminal.
Es la criminología positiva, creada a fines de la década de 1870 por el investigador Cesare Lombroso (1878), así como por las aportaciones de sus discípulos Raffaele Garofalo y Enrico Ferri. La ciencia forense, perfeccionada más tarde por los franceses Alexander Lacassagne, Alphonse Bertillon y Edmond Locard se vio enriquecida por la emergencia de la dactiloscopía, introducida desde Argentina, por Juan Vucetich, para la identificación criminal.
Son sus antecedentes los estudios de 1823 de Jan E. Purkine, médico fisiólogo checo, primero en demostrar la existencia de patrones de las huellas dactilares, después fue Francis Galton, primo de Charles Darwin, quien estudió su originalidad individuada. William J. Herschel, gobernador inglés en Bengala, introdujo la huella dactilar como firma, sea por analfabetismo, o por la dificultad de tratar con diferentes lenguas (Chauvy, 2013).
Juan Vucetich, croata de origen nacionalizado argentino, fue el primero en incorporar la dactiloscopía (originalmente nombrada “icnofalangometría”) para la filiación y la individuación de delincuentes y criminales con mayor certeza, mediante una técnica novedosa. La ventaja obtenida consistió en que, al no haber huellas dactilares semejantes, se la pudo mostrar como una individuación positiva, un match, coincidencia irrefutable entre individuo y sus impresiones digitales (García Ferrari, s.f).
Juan Vucetich aportó un sistema clasificatorio de las huellas mediante los conceptos de arco, presilla interna, presilla externa y divertículo para fines comparativos y una individuación singular e incontrovertible, con comparación con los registros ya acopiados. El impacto transformó la investigación forense, dando lugar a una mayor individuación y certeza no solo al registro de criminales, sino a todos los sistemas de filiación en el mundo (Dirección de Identificación Civil y Estadística, 1944).
Este innovador registro completó los expedientes forenses y judiciales que transformaron la idea de filiación e individuación, como fuente del control social y también como fuente preventiva del orden. Por supuesto también se produjo la filiación fiscal, para mantener el control de los impuestos.
Se tuvo, así, una individuación con efectos insospechados de registro y control de poblaciones en la sociedad contemporánea y hacia el porvenir.
Por supuesto, los registros de población no paran con los procesos obligados de la filiación institucional; es necesario considerar también, como propone Foucault (2006), los registros prospectivos que se crean a partir de los censos y de la demografía que son de carácter estadístico y biopolítico, mismos que conducen el interés del Estado por la población con la gubernamentalidad, con todos aquellos datos de carácter biopolítico: fertilidad, crecimiento, morbilidad, condición social, empleo, vivienda, pertenencia étnica, etcétera.
En cuanto a las tendencias actuales y futuras de la individuación, el control social adquiere nuevas técnicas que utilizan los rasgos biométricos, el registro del iris, el registro de la voz, la identificación electrónica de rasgos faciales. La entrega voluntaria de datos a las plataformas y empresas de internet que los requieren. Lo anterior se muestra como futuro próximo y de largo plazo.
Con todo ello nos encontraremos con el significado de individuación como registro, marginación y exclusión. Crecen y se expanden en un horizonte que potencia las nuevas tecnologías. Se puede decir que nunca como ahora hemos estado tan individuados.
Debemos incluir aquí, además, entre otros desarrollos, la individuación genética, el código biológico identificatorio de los individuos, que pasa a ser parte de las prácticas de búsqueda y registro de delincuentes y criminales y de las técnicas judiciales y forenses incriminatorias.
Si se toma en consideración los pronósticos de futuro sobre el avance de las nuevas tecnologías de la información, tendremos un efecto curioso sobre la noción de individuación: individuo aparece como un término filológicamente compuesto, pero dónde no se había trabajado el sufijo dividuo. Es Deleuze quien nos invita a analizar lo divisible.
Gilles Deleuze (1990) generó una interpretación de la noción de dividuo como una reversión que focaliza la agregación de individuos fusionados en la big data, en la post data, transformándolos en dividuos, quienes expresan deseos, intereses, aspiraciones, tienen objetos de culto y pertenencias comunes, configurando algoritmos que los contienen para diferentes usos, principalmente de consumo, publicidad e identificación, es decir se asimilan a las sociedades de control a través de las plataformas de internet. Tener acceso, clave y contraseña no es inmunidad frente a las agregaciones de dividuos que se hacen de los “usuarios”.
Lo anterior quiere decir que vivimos ya un futuro presente, que se desplaza de la individuación a la “dividuación”. La dividuación, complementaria de la individuación, al dirigirse a los “dividuos” en los medios cibernéticos, se convierte en las interfaces que los interpelan como sus principales influencers, de sus estilos de vida, gustos, aspiraciones, intermediados por las nuevas tecnologías del control social cibernético, incluyendo lo que se venga con la computación cuántica. Así, la dividuación se convierte en un tema fundamental de futuro presente y de un largo horizonte por trabajar.
Chauvy, G. (2013). Les archives de la police scientiphique francaise. Des origens a nous jours. Paris : Editions hors Collection.
Deleuze, G. (1990). “Post-scriptum sur les sociétés de controle”. En l’autre journal, N° 1, Paris, mai : http:/aejcpp.free.fr/articles/controle deleuze.htm
Dirección de Identificación Civil y Estadística General del Ministerio de Gobierno de Buenos Aires (1944). “Manual teórico-práctico del sistema dactiloscópico argentino de filiación de don Juan Vucetich”, 34 pp. Miscelánea 129. Documento de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno, Buenos Aires, Argentina.
García Ferrari, M. (s.f.). “El rol de Juan Vucetich en el surgimiento transnacional de tecnologías de la identificación biométricas a principios del siglo XX” Nuevo Mundo/nuevos mundos (on line) Debates, subido el 29 de enero del 2014. URL: http/nuevomundo.revues.org/66277
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Weber, M. (1997). El político y el científico. Madrid: Alianza.
Autonomía, Cansancio (sociedad del), Capitalismo de vigilancia, Emancipación, Futuro ominoso, Multitud, Poshumanidades, Tecnoceno, Transición digital
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0003-0673-8260
Pocos conceptos vinculados con las “edades de la vida” cargan con la idea de futuro y representan la temporalidad como lo hace el de infancia. Esta relación entre infancia y futuro ha sido analizada, en la sociología de la infancia, como una forma de elisión de los propios niños y niñas de la vida social y, por tanto, fue rechazada en favor de un presentismo que considera central revisar lo que niños y niñas “son” y no lo que llegarán a ser. Por otro lado, el análisis de las formas de producción de identidades y jerarquías sociales ha permitido revisar las maneras en que la asociación entre infancia y futuro constituyó un productivo dispositivo de poder. En efecto, la forma en que los niños (y sus madres) fueron asociados al futuro “de la patria”, “de la raza”, o “de la sociedad” constituye uno de los determinantes centrales para la regulación y la administración de la infancia. La temporalidad simultánea de la nación, entre la nostalgia por el pasado inventado y el futuro imaginario, muy a menudo figura en el tropo del “niño” (Cheney, 2007) como forma de contraste con aquello que debe superarse o frente a lo que debe protegerse a la identidad nacional. Asimismo, a nivel global, las narrativas del progreso de las naciones colocan a niños y niñas, mujeres y sujetos coloniales como vestigios del pasado, tradicionales e inmaduros.
Así, la relación entre infancia y temporalidad y específicamente entre infancia(s) y futuro(s) es un nodo de poder relevante que vincula la vida privada y el ámbito público, por un lado, y lo local y lo global, por otro. La infancia ha sido una categoría instrumental para actores políticos, estados y organismos internacionales, al ser representada como una “inversión” para el desarrollo económico, el orden democrático y la parentalidad responsable. Ello la coloca, en los debates sobre el futuro, como un escenario en el que se disputan diferentes proyectos políticos y culturales. En efecto, una manera especialmente fructífera para considerar lo infantil es como un territorio en el que se disputan proyectos políticos en la tensión entre reproducción y transformación (Llobet, 2022). La “cuestión” de la infancia, es un “analizador de los efectos de las culturas políticas sobre los horizontes de futuro de las generaciones infantiles” (Carli, 2010: 369).
Durante largo tiempo, la infancia fue construida como una categoría natural, carente de valor específico. Se omitía así en las biografías o solo se incluía como anticipación de las características de los “prohombres”. Por ejemplo, la referencia a Sarmiento como alumno ejemplar solo para revalidar su interés en la educación como una característica de personalidad, o a Hitler maltratando animales y siendo un niño pusilánime para resaltar su carácter psicopático. Desplegada como categoría propia por el saber psicológico, biológico y pediátrico, su interés igualmente radicaba en su carácter predictivo o explicativo de problemas del desarrollo o patologías de la personalidad o la moral. La temporalidad propia de lo infantil era implícita a la comprensión teleológica del desarrollo y del progreso.
Esto es, las preocupaciones académicas respecto de los niños y niñas partían de asumir la relación directa entre el momento propio de la especie –la inmadurez, reflejada en el hecho de que las posibilidades reproductivas de los individuos de la especie humana se adquieren luego de la primera década de vida– con la construcción social de la diferenciación de momentos de la vida, que es siempre relacional y situada. En tal sentido, las preocupaciones políticas vinculadas con la regulación de los/as niños/as de las clases populares se vinculaban con la calidad poblacional, tanto material como metafóricamente: saludable física y moralmente, desarrollada a su máximo potencial e integrada mediante el modelo moral y político del “ciudadano” –varón, blanco y adulto–, como las investigaciones históricas del feminismo han contribuido a demostrar.
En la década de 1960 y en el marco de debates historiográficos en los Annales, que colocaron la escala microsocial, las “mentalidades” y la vida privada como focos legítimos de la investigación histórica, la vida familiar –y en ella la infancia– apareció en escena de la mano de Philippe Ariès y su clásico trabajo L’enfant et la vie familiale sous l’Ancien Régime. Su hipótesis central consiste en señalar el carácter histórico de la infancia, de las emociones que la rodean y la caracterizan y del lugar social de las necesidades infantiles. Para Ariès, la infancia (moderna, francesa) no existió siempre, sino que emergió a partir del siglo XVIII. Su trabajo abrió una línea fructífera de indagaciones que proliferaron sobre todo a partir de finales de la década de 1980, convergiendo con los debates sobre la redacción del instrumento de derechos humanos específico, la Convención Internacional de Derechos de Niños y Niñas, sancionada en 1989.
Estas indagaciones permiten señalar que una dimensión central a la producción de la infancia moderna es su adjudicación a un espacio –el ámbito privado del hogar– y una temporalidad asociada a la escolaridad, el juego, la inocencia y la “despreocupación”. Las regulaciones estatales principales que administran la infancia parten de enfocar en niños y niñas que no se encuentran en los espacio-tiempos apropiados: los/as niños/as en la calle, los/as niños/as fuera de la escuela, los/as niños/as con responsabilidades económicas y de cuidado. La categoría de “peligro moral y material” que, a inicios del siglo XX, reunía todas esas situaciones, indica la relación con el futuro en una marcada dependencia con la reproducción social. Los debates en torno al carácter neocolonial que adoptó la perspectiva hegemónica sobre la infancia de la mano de lo que Didier Fassin denominó la “globalización del humanitarismo”, condujeron a analizar el lugar que las construcciones discursivas sobre la infancia como metáfora del futuro de la nación tuvieron en la producción de órdenes racializados que organizan a los “nativos” en una “infancia de la modernidad”. También las infancias de los niños de grupos racializados y de países del Tercer Mundo como persistencias de formas culturales “tradicionales”. De tal modo, la infancia moderna con derechos y protegida es un poderoso dispositivo de temporalización y jerarquización social tanto en los países, como globalmente entre países. Tal como señalara Beatriz Alcubierre (2015), conceptualizar a la infancia moderna como frontera permite analizar el espacio de tensión entre distintas instituciones, para las cuales los niños representan la oportunidad de construcción de un mejor futuro: familia, Iglesia y Estado.
Ahora bien, la infancia, lejos de estar sometida a los dictados biológicos del tiempo del desarrollo o al imperio del tiempo lineal de la institucionalidad educativa, puede ser pensada en la encrucijada de múltiples formas y materialidades temporales, en una suerte de prisma en el que temporalidades plurales se solapan. El tiempo institucional de la escolarización compulsiva, el tiempo abstracto del trabajo capitalista, el tiempo histórico, constituyen modulaciones temporales en las que transcurre la experiencia de infancia y a la vez, en que diferentes concepciones acerca de ella cobran existencia. Pasado, presente y futuro pueden ser pensados como formas coexistentes antes que sucesivas.
Incluso cuestiones que suponemos constituidas de una vez, en un hecho puntual y ajenas a la duración, como la pertenencia a un grupo familiar mediante la filiación y la inscripción en una genealogía, son materia más vale fluida, como los estudios sobre circulación infantil han mostrado. En efecto, las prácticas de producción de lazos familiares entre personas no vinculadas biológicamente se despliegan en una temporalidad que algunos autores nombran como “acostumbrarse” o como “aprender las costumbres”, en una alusión a la relevancia de las temporalidades microsociales fluidas, reversibles y sobre todo contrapuestas con la fijeza de aquellas institucionales que regulan esas mismas relaciones.
La temporalidad institucional, por su parte, da forma a la experiencia subjetiva del tiempo, a la vez que regimenta el proceso a partir del cual las personas se moverán en estadios. La escuela graduada, las edades que se establecen como límites para la autodeterminación y el despliegue de ciertas conductas y comportamientos, configuran una temporalidad lineal y regulada que establece los parámetros sociales y culturales de normalidad de la transformación contenida en la maduración y el crecimiento. A su vez, las reglas que regulan la vida escolar se vinculan con los valores y capitales que la escuela distribuye. Como muchos estudios han mostrado, madres y padres de sectores medios invierten enormes esfuerzos y ansiedades en que sus hijos e hijas incorporen tales valores y con ello, los aseguren ante un futuro incierto y riesgoso. La individualización de incertidumbres e inseguridades en horizontes de posibilidad y autodeterminación conducen a que las desigualdades sean negociadas afectivamente, mediante ansiedades y esperanzas y temporalmente, mediante su atribución al futuro. Para madres y padres, la conjunción de esperanza y angustia, ansiedad y promesa vinculadas con el daño ambiental, la pobreza, los desastres y otras “marcas de época”, son dimensiones cruciales de la materpaternidad contemporánea.
Como señala Sandra Carli (2002), las infancias se constituyen en sujetos a partir del vínculo entre el tiempo presente que transcurren y el tiempo “imaginario” que cada sociedad, en un momento determinado, asume como tiempo de infancia. En esta complementariedad de tiempos, se piensa a las nuevas generaciones como proyección a futuro.
Esta proyección futurística está en la base de la noción de socialización. Ahora bien, las aproximaciones clásicas a la socialización colocaron a niños y niñas fuera del orden social, considerado a su vez implícitamente como un orden adulto. Esta asociación entre infancia y futuro mediada por el tiempo de la socialización es, entonces, una asociación excluyente y ciertamente conservadora. La colonización del futuro mediante las aspiraciones de reproducción del orden contemporáneo es un aspecto que resulta evidente en las formas de interrelación política, epistémica y social entre proyectos socializadores y procesos de normalización y de alterización de las diferencias.
La infancia como representación del futuro otorga, por las connotaciones morales y afectivas de lo infantil, especial urgencia o relevancia a ciertas demandas. La adscripción no solo de los niños al futuro, sino del futuro a los niños coloca, como plantean Rachel Rosen y Judith Suissa (2020), a madres y padres como legítimos portadores de demandas políticas sobre tal futuro, en nombre de sus hijos/as, a la vez que excluye a quienes no los/as tienen, de esa capacidad de demanda. Más aún, tales adscripciones de voz parten de la base de la distribución del riesgo y la esperanza de modos raramente problematizados.
La definición del “futuro” como la extensión de las relaciones existentes en el presente naturaliza los supuestos sobre la familia, la materpaternidad y la infancia. También la extensión del cuidado que de ellos se desprende y que asume obligaciones para con lo humano de modo excluyente. Para autores de la teoría queer como Lee Edelman (2011), esto se vincula con la valorización del “niño” como sujeto universal y ciudadano ideal, de modo que “proteger el futuro para los niños” cobra más valor que cualquier otra asociación entre futuro y derechos. Este “futurismo reproductivo” es heteronormativo y, a la vez, constituye el link entre parentalidad y futuro que individualiza a este y refuerza, así, la idea de cuidado como un asunto privado e interpersonal.
La pluralización de las temporalidades infantiles y consecuentemente, de los sentidos y experiencias de infancia, corre el riesgo de configurar una aproximación relativista. En efecto, la experiencia de infancia profusamente reglada y separada del mundo adulto mediante protecciones y espacios con fronteras reguladas –como el hogar familiar– que caracteriza a las clases medias y altas de los países desarrollados constituye la base del “niño-sujeto-de-derechos”, es considerada la infancia ideal y universal y a partir de la cual las prácticas de crianza serán contrastadas y evaluadas. El resguardo crítico frente a este proceso de universalización de un modelo de infancia ha llevado a abrazar la pluralidad de infancias. Si bien ello implica un avance, se trata de un tipo de variabilidad que esconde la producción de desigualdades sociales e históricas. En efecto, no problematizar las maneras en que la distribución de futuros se encuentra enclasada, racializada, vinculada con procesos históricos de colonialidad o de exclusión de determinados grupos sociales, hace a que tal reconocimiento de la variabilidad sea meramente un expediente moral (Balagalopan, 2002).
Mientras que los estudios sociales de infancia se han centrado principalmente en el presente como una condición temporal significativa que destaca el estatus de los niños como seres completos (en lugar de devenires futuros, en discusión con el paradigma del desarrollo), Spyrou (2020) ha argumentado que esta área de estudio necesita comprometerse más productivamente con el futuro tanto teórica como metodológicamente y considerar el papel de los/as niños/as como hacedores/as de futuro, de modo de reconocer su derecho legítimo a forjarlo a través de su práctica y activismo. Las y los jóvenes activistas imaginan futuros deseables e indeseables en torno al clima, y despliegan orientaciones futuras, como la esperanza, para motivar sus acciones.
Aun así, la exclusión de ciertos grupos de niños y niñas del futuro –vinculada con la universalización de un tipo de infancia– se presenta como una preocupación acuciante. Aquellos niños y niñas que viven en territorios devastados por la contaminación y la guerra, migrantes, asilados, condenados a la inmovilidad en una tierra envenenada o desertificada, racializados o enclasados, lejos de ser la expresión del futuro, pasan a ser futureless (Rosen y Suissa, 2020). Estos niños y niñas son objeto de prácticas de des-futurización, tales como la administración de las emergencias, la temporalidad repetitiva de las formas recurrentes de violencia racial o la temporalidad extendida del vivir al día, que los convierten en lo que Cindi Katz (2011) denomina “desechos sociales”.
¿Qué niños y adolescentes serán aquellos que sufran más acuciantemente la desigual distribución de precariedades expresadas en cuidados y descuidos, el acceso a tecnologías como mediadores excluyentes para la garantía del derecho a la educación y la salud, la protección frente a la explotación, incluso absoluta, corporal, expresada en el hambre? ¿A qué niños destinará prioritariamente el Estado sus formas violentas de gobierno securitario?
La futuridad contenida en la politicidad de lo infantil introduce libertades porque incluye la diferencia, pero en el contexto contemporáneo la futuridad es aplanada, es esforzadamente condenada a la introducción de amenazas y la incertidumbre se transforma en inseguridad (Llobet, 2022). La temporalidad infantil como amenaza es conservadora y contiene un núcleo totalitario. Por el contrario, como esperanza contiene lo político entendido como posibilidad de avanzar hacia destinos no “manifiestos”.
Alcubierre Moya, B. (2015). “La infancia como frontera: la expedición filantrópica de la vacuna en Nueva España (1803-1810)”. Actas de las 4tas Jornadas de Estudios sobre la Infancia, Buenos Aires, Recuperado de https://www.aacademica.org/beatriz.alcubierre/2
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Derechos humanos, Dignidad, Educación biosocial, Educar / educaere, Generación, Igualdad, Juventud, Prácticas de enseñanza, Reproducción
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
La noción de infinito es un concepto fundamental en muchas disciplinas, incluyendo la matemática, la física, la filosofía y la religión. Desde una perspectiva etimológica, infinito se origina en el latín infinitus, que significa “sin límite” o “ilimitado” y que, en términos generales, se refiere a la idea de algo que no tiene límites o que no puede ser medido o comprendido por completo. Aquí se aborda la noción desde un punto de vista filosófico, el cual acota el término a una doble acepción que se considera relevante para pensar el futuro desde una perspectiva antropológica. Se toma como hilo conductor el pensamiento de Nicolás de Cusa (1401-1464), filósofo ubicado en el umbral entre la Edad Media y la Modernidad y cuya obra se proyecta hacia nuestro mundo contemporáneo.
Según Alexandre Koyré (1892-1964), Nicolás de Cusa fue quien rechazó por primera vez la idea de que el universo es un espacio limitado y finito, contenido dentro de las esferas celestes, y postuló, en cambio, una concepción del universo como ilimitado y en constante expansión (Koyré, 1985: 5-27). Al igual que el resto de las especulaciones del cusano sobre filosofía natural, la nueva noción de infinito que propuso se deduce de su postulado metafísico fundamental: Dios es infinito, la creación es finita y entre lo finito y lo infinito no hay proporción. Paradójicamente, este postulado le permitió romper con la concepción de mundo cerrado y proponer la infinitud del universo creado. Si la perfección, es decir, la plenitud del ser, solo pertenece a Dios, solo Él es la circunferencia infinita de todo y, a la vez, “el centro de la Tierra y de todas las esferas y de todo lo que está en el mundo” (de Cusa, 2004: 91). El universo, en cuanto criatura, no puede tener un centro fijo. La Tierra se mueve y “más aún: ni el Sol, ni la Luna, ni la Tierra, ni ninguna esfera, aunque a nosotros nos parezca otra cosa, pueden describir al moverse un círculo verdadero, puesto que no se mueven teniendo como referencia algo fijo” (93). Si en la creación no existe ni el reposo ni un centro fijo de la totalidad, entonces el universo se encuentra en continua expansión. Es decir, es infinito. Así, el cusano propuso dos definiciones de infinito para resolver la aparente contradicción entre la finitud del universo como criatura y su infinitud inherente, también como criatura. Estas definiciones son: “infinito negativo” e “infinito privativo”. Dios, principio único de todo lo que existe, es absoluto y no está condicionado por determinación o límite alguno. La infinitud que le atribuimos puede ser llamada “negativa”, porque lo que nuestro lenguaje quiere expresar es que el primer principio de todo no es limitado. Por su parte, el universo es infinito porque como nada de lo finito queda fuera de él, nada puede limitarlo. Sin embargo, en tanto que en este no se manifiesta la plenitud del ser, está sujeto al cambio y siempre puede aparecer o desaparecer un nuevo ente o un nuevo fenómeno. Es infinito porque puede seguir progresando sin término, pero esta potencialidad es más bien indeterminación o infinitud privativa, es decir, una infinitud que es tal porque está privada de la plena actualización de sus posibilidades (Pico Estrada, 2021: 23-28).
En la Edad Media, la distinción entre infinitud privativa e infinitud negativa ya había sido establecida por santo Tomás de Aquino (1225-1274). Partiendo de la idea de que infinito significa ilimitado, Tomás apeló a la teoría hilemórfica de Aristóteles para profundizar la noción. Dicha teoría explicaba la constitución metafísica de los entes a partir de dos principios, la materia y la forma. La materia es el principio indeterminado y lleno de posibilidades que subyace al compuesto, mientras que la forma es el principio que lo perfecciona o completa, y lo determina y sitúa en su especie. Sobre esta base, Tomás afirmó que algo puede ser llamado infinito desde dos perspectivas. Una, si se trata de una forma sin soporte material que la limite; la otra, si se trata de una materia sin una forma que la determine y perfeccione. Con esta distinción, diferenció entre una noción de infinito que significa la perfección de una forma que puede subsistir sin materia, y otra que significa la imperfección en una materia que espera recibir la forma. La primera acepción es la única que se dice en sentido propio y solo se puede predicar de Dios, que es la plenitud del ser y, por tanto, el acto puro, es decir, la actualización de todas las posibilidades del ser. La segunda acepción tiene un sentido limitado en tanto designa realidades que son susceptibles de cambio y tienen una existencia finita. La infinitud que se predica sobre estas realidades es privativa, porque carecen de la plenitud de la perfección de su acto (Delgado Reyes, 2008). Como el cusano, Tomás llamó “negativo” al infinito entendido en sentido propio, pero, a diferencia de aquel, también utilizó esta expresión de manera impropia y relativa para hablar de realidades creadas (Magnavacca, 2005: 368-369).
Según lo anterior, detrás de la distinción medieval entre infinito negativo e infinito privativo se encuentra la filosofía aristotélica. En efecto, en el capítulo 4 del Libro III de la Física, dedicado a la noción de infinito, Aristóteles introduce esta diferenciación. El término, dice, se usa en dos sentidos. Uno, cuando se llama infinito a aquello que “es de una naturaleza tal que no admite ser atravesado” (Aristóteles, 1995: 38-39, 204a 3-4). Es decir, aquello que es de una naturaleza no cuantitativa y, por lo tanto, no admite ser dividido o recorrido. Se trata de un significado negativo; lo infinito como ilimitado. Como el abordaje del problema se hace desde el marco del estudio de la naturaleza, Aristóteles descarta la acepción negativa de infinito (Vigo, 1995: 140), ya que “no es posible la existencia en acto de un cuerpo infinito” (Aristóteles, 1995: 39, 206a7-8). La segunda acepción se aplica a “aquello que solo puede ser atravesado sin llegar a un término final”. Aunque estos fenómenos en sí mismos tienen un límite –el cosmos aristótelico, a diferencia del cusano, es cerrado–, no pueden, sin embargo, ser exhaustivamente atravesados. A pesar de su aparente abstracción, el concepto sigue vigente: si alguien nos preguntara cuántas estrellas hay en el universo, por ejemplo, no podríamos dar una cifra exacta, porque es imposible contar cada una de ellas. Todas las estimaciones actuales son aproximadas y están sujetas a revisión a medida que se avanza en la exploración. Esta consideración es válida incluso si se postulase, como Aristóteles, un cosmos cerrado. La segunda noción de infinito no es una propiedad de las cosas, sino que se encuentra en la base de nuestra comprensión de ciertos fenómenos divisibles y continuos. La causa de que en estos casos el recorrido no se complete es la variabilidad de la materia, por lo que la segunda acepción de infinito es llamada “privativa” (207b35-208a1).
Mil ochocientos años después, Nicolás de Cusa reelaboró la noción aristotélica de infinito privativo de un modo que no solo resulta en la apertura del modelo astronómico vigente en el siglo XV, sino que, además, se corresponde con una nueva concepción acerca del ser humano y de su relación con la verdad. Así como el universo concebido por Nicolás no tiene su centro en ninguna parte –a diferencia del modelo moderno–, tampoco el ser humano es comprendido como un sujeto que sea sede de la fundamentación de la verdad. Para el cusano, en cuanto seres finitos, los humanos no podemos conocer la esencia de las cosas, aunque sí podemos producir modelos científicos que nos permitan comprender y explicar el mundo que se da a nuestra experiencia. Este mundo, según se vio al inicio del artículo, es abierto, en continua expansión y sujeto a la contingencia y diversidad de la materia. Lo mismo podría decirse de nuestra mente, cuya capacidad cognoscitiva también es infinita en el sentido privativo. La mente está siempre activa, creando, buscando y hallando, pero sin encontrar reposo completo porque –como los humanos de hoy sabemos demasiado bien– el mundo en que vivimos está en constante movimiento. Nicolás de Cusa concibió un ser humano que no posee certezas finales, pero que sabe que puede confiar tanto en la fuerza creadora de su mente como en la existencia de una verdad de la que solo puede aprehender un reflejo. Así, a partir de su reflexión sobre el infinito, que hilvana desarrollos propios de la Antigüedad y de la Edad Media, el cusano se proyectó hacia nuestra época, argumentando que la certeza absoluta por medio del conocimiento es una ilusión y que solo a partir de la aceptación de nuestros límites podemos trascenderlos, abrazando la infinitud de una búsqueda en parte individual, en parte colectiva, por medio de la cual se va construyendo ese mundo futuro que todavía no existe.
Aristóteles (1995). Física. Libros III-IV. Trad. de A. Vigo. Buenos Aires: Biblos.
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Adivinación, Cosmopolítica, Epicureísmo, Escatología, Extinción, Futuridad, Futuro, Heterocronía, Secularización, Tiempo (Heidegger), Tiempo (Nietzsche), Tiempo (Sartre), Tiempo (Spinoza)
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
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En las últimas décadas del siglo XX, el término innovación alcanzó el estatus de estrategia o sendero universal para la solución “creativa” de los problemas sociales y económicos, a escala de los individuos, grupos sociales, organizaciones, comunidades, instituciones, empresas, regiones o países. Como componente primario del imaginario social y económico a escala global, la noción se presenta hoy como la clave “de mejoras, de progreso, de superioridad”, como la síntesis “incluso del proyecto de la modernidad misma” (van Lente, 2021: 24). Desde la caracterización de una perspectiva apologética del capitalismo, Pfotenhauer y Jasanoff explican que el desarrollo de capacidades de innovación es considerado como garantía de “un futuro mejor”, que “promete crecimiento económico y competitividad, pero también soluciones a desafíos sociales persistentes como la energía, el medio ambiente, la salud o el envejecimiento” (2017: 784).
El concepto es de origen griego [kainotomía] y su significado alude originalmente a un cambio en el orden político establecido. Se integró al vocabulario latino [innovo] con el significado de renovar, cambiar, introducir novedades. En el siglo XVII, explica Godin, en el contexto de la Reforma, la innovación “llegó a ser discutida como una desviación o herejía y asociada con cualquier cosa que no se ajustara a la ortodoxia” (2021: 12). En el siglo XIX, su significado volvió a ser “reconceptualizado para servir a la sociedad moderna”, como “algo totalmente nuevo e instrumental para la reforma política, social y económica”. El protagonismo que alcanza hoy la noción de innovación se atribuye al economista austríaco Joseph Schumpeter (1883-1950), quien adoptó el término, que innegablemente se estaba volviendo popular, y lo integró en su teoría económica.
En The Theory of Economic Development –publicado en 1912 y revisado en 1934– y Business Cycles (1939), Schumpeter explica que la innovación se presenta como una fuerza transformadora continua de las estructuras sociales, institucionales y económicas. Enfocado en comprender el cambio –no el equilibrio, problema central del mainstream económico–, Schumpeter ve en el concepto de innovación el punto de partida para comprender los procesos de cambio del capitalismo, junto con el de sujeto emprendedor como el agente promotor de innovaciones. Para el economista, las innovaciones, como fuerza motriz del cambio histórico, por definición crean valor, traen novedad para todos los actores, pero son útiles solo para algunos; y también tienden a destruir valor, por lo que resultan perjudiciales para otros actores.
En el esquema schumpeteriano, el incentivo para innovar es la competencia, dado que un rasgo distintivo del capitalismo, explica Metcalfe, “es la capacidad descentralizada y distribuida para introducir nuevos patrones de comportamiento” –ya sean tecnológicos, organizativos o sociales– en la compleja red de relaciones entre individuos, grupos, empresas, instituciones, regiones, países. La motivación por competir no es la mejora de los precios, sino la innovación, porque es a través de ella “que las empresas obtienen una ventaja decisiva en costos o calidad, que va más allá de afectar sus ganancias marginales, dado que se juega su propia existencia” (1998: 3, 8, 27).
La incertidumbre inherente a la innovación no permite la definición de senderos o estrategias que surjan de una optimización racional, por lo que se recurre a rutinas y heurísticas para tomar decisiones (Dosi et al., 1988). En Capitalism, Socialism and Democracy (1942), Schumpeter introduce el concepto de destrucción creativa cuando considera la tendencia a la competencia monopólica y oligopólica. Sostiene que la competencia perfecta es una noción alejada de la realidad y que surgen situaciones en las que el rápido cambio de contexto que introducen las innovaciones puede desorganizar una industria e “infligir pérdidas inútiles y crear un desempleo evitable”. Y agrega: “ciertamente no tiene sentido tratar de conservar industrias obsoletas indefinidamente; pero tiene sentido tratar de evitar que se derrumben con estrépito y de convertir una derrota, que puede convertirse en un centro de efectos depresivos acumulativos, en una retirada ordenada” (Schumpeter, 1994: 90).
Schumpeter infirió el fin del capitalismo a partir del declive inevitable de las conductas innovadoras producidas por la llegada del llamado capitalismo gerencial, donde la complejidad organizacional –explicaba– diluye el protagonismo del sujeto emprendedor. Ahora bien, buscando superar su enfoque esencialista, que apela a pequeños grupos de elites con rasgos psicológicos especiales, en la década de 1960 surgen los estudios sobre la innovación como un área novedosa de investigación interdisciplinaria, que expande el rango de sentidos y aplicaciones, más allá del liderazgo económico y empresarial, enfatizando la naturaleza sistémica del concepto. La indagación acerca de los entornos sociales, culturales y económicos, así como los procesos a través de los cuales se favorece la innovación, conducen desde el individuo innovador hasta las empresas y las organizaciones innovadoras. Incluso, se amplía su sentido al liderazgo político y cultural, responsable del desarrollo social y humano en general.
A partir de finales de la década de 1970, la imposición de la racionalidad neoliberal, los principios del mercado y la mercantilización de todas las esferas de la actividad social –educación, salud, trabajo, seguridad, transporte, servicios básicos, etc.– “reorientan al propio homo œconomicus”, transformando al “sujeto de intercambio y satisfacción de necesidades (liberalismo clásico)” en “sujeto de competencia y mejora del capital humano (neoliberalismo)”, explica Wendy Brown (2019: 19-20). Esta “reprogramación del liberalismo”, agrega apelando a Foucault, debería afianzarse en todos los espacios de la vida social, “convirtiendo el trabajo en capital humano, y reposicionando y reorganizando el Estado” (19-20). En este contexto, la tendencia a “la capitalización” del conjunto de las actividades humanas supone nociones universalizadas de innovación y emprendedor –como sujeto innovador– que se enfocan en “la automaximización del capital humano propio” en todos los órdenes de la vida social (Plehwe, 2021: 120).
En paralelo, un aporte crucial a los estudios sobre innovación será la obra de Richard Nelson y Sidney Winter, An evolutionary theory of economic change, donde se adopta “una teoría evolutiva de las capacidades y el comportamiento de las empresas comerciales que operan en un entorno de mercado”. Las variaciones en el comportamiento de las firmas son sometidas a la competencia y la selección, “en el sentido de que los organismos con ciertas rutinas pueden funcionar mejor que otros” (1982: 3, 14).
Desde la perspectiva evolucionista, la dimensión institucional asume que la innovación supone procesos interactivos y acumulativos. Estas dos características, a su vez, implican procesos de aprendizaje colectivos. Por lo tanto, la estructura institucional determinará los procesos de innovación. Es decir, las instituciones afectan las interacciones entre las personas y los hábitos que son constitutivos de la capacidad de acumular los procesos de aprendizaje. Este enfoque conduce, en la década de 1990, al análisis de los “sistemas de innovación”. Ejemplos de tales instituciones son las universidades, laboratorios de investigación y desarrollo, escuelas, organizaciones del mercado laboral, sistemas bancarios, agencias gubernamentales, marcos regulatorios para la protección de la propiedad intelectual, etc. En este contexto, las normas, hábitos, prácticas y rutinas influyen de manera crucial sobre las capacidades de innovación y los sistemas de innovación (Edquist, 1997: 42-43).
En la misma época, el protagonismo de la noción de sistema nacional de innovación (SNI) motivó su “trasplante” acrítico a América Latina. Uno de los autores centrales en la difusión de esta noción reconoce algunas de sus limitaciones:
Otra debilidad del enfoque de los sistemas de innovación radica en que hasta el momento no se ha ocupado de las cuestiones de poder en relación con el desarrollo [...]. Los privilegios de clase y la situación poscolonial pueden bloquear las posibilidades de aprendizaje; asimismo, competencias ya existentes podrían ser destruidas por motivos políticos vinculados con la distribución mundial de poder (Lundvall, 2009: 380-381).
Desde el comienzo del nuevo milenio, el énfasis en el componente de complejidad estructural que se requiere para generar las condiciones de posibilidad para el éxito del desempeño innovador ha conducido a la noción de ecosistemas de innovación o ecosistema emprendedor, donde la metáfora biológica apela al máximo nivel de complejidad con el que se autoorganizan los seres vivos. La complejidad organizacional a nivel de comunidades, regiones o economías nacionales aparece como dimensión explicativa crucial. Mientras que la noción de SNI pone el foco en los aspectos colaborativos, las descripciones empíricas de los ecosistemas de innovación identifican la importancia complementaria de la competencia. A modo de ejemplo, tomemos la definición de Granstrand y Holgersson:
Un ecosistema de innovación es el conjunto en evolución de actores, actividades y artefactos, y las instituciones y relaciones, incluidas las relaciones complementarias [colaborativas] y sustitutivas [competitivas], que son importantes para el desempeño innovador de un actor o una población de actores (2020: 3).
Por ejemplo, frente al problema de las emisiones de gases de efecto invernadero y la extracción y uso excesivo de recursos y materiales que caracterizan el “actual modelo económico lineal de ‘hacer-usar-desechar’”, que pone en peligro las condiciones de vida en el planeta, hoy se habla de “innovación en economía circular” para aludir a la necesidad de cambios sistémicos que hagan posible el desarrollo de cadenas de valor que preserven la máxima utilidad de los materiales y los recursos, así como de las posibles estrategias para lograrlo. En suma, la transición hacia una presencia mayor de la economía circular “requiere innovación en todos los niveles y actores de la sociedad, esto es, en empresas, sectores, individuos e instituciones” (Jakobsen et al., 2021: 2-4).
Desde una perspectiva marxista, al estudiar las crisis como eventos intrínsecos al desarrollo del capitalismo, la desestabilización que producen las innovaciones tecnológicas y organizacionales es considerada un camino válido para la creación de excedentes de capital. Ahora bien, los efectos de la destrucción creativa que impulsan las innovaciones no solo impactan en el mundo de la producción y el intercambio de mercancías. También, “se interrumpen vidas humanas e incluso se destruyen físicamente, se ponen en peligro carreras y logros de toda una vida, se cuestionan creencias profundamente arraigadas, se hiere la psique y se deja de lado el respeto por la dignidad humana”. Un caso extremo son las guerras, “episodios estremecedores de destrucción creativa” (Harvey, 2010: 215).
Finalmente, desde los movimientos sociales, fuerzas políticas y perspectivas académicas antineoliberales, la resistencia al avance de los procesos de privatización de bienes públicos y desregulación de la economía y el comercio, que conducen a la financierización descontrolada y al aumento de la concentración y la desigualdad a escala global, así como a la destrucción de ecosistemas y al cambio climático, hoy se disputa el sentido de la noción de innovación. La crítica y enfrentamiento de la racionalidad neoliberal integra la noción de innovación a redes discursivas donde dominan valores colectivos, comunitarios, solidarios y colaborativos (ver, por ejemplo, Jeppensen, 2021). En esta dirección, nociones como innovación social o innovación comunitaria introducen nuevos actores, como los emprendedores sociales, los intermediarios del conocimiento y las propias comunidades organizadas, que se proponen el cumplimiento de objetivos enfocados en la mejora de las condiciones de vida del conjunto. La innovación, en este contexto, debe entenderse como parte de las estrategias para una transformación de la vida en comunidad, esto es, la mejora de las condiciones ambientales, la reducción de la desigualdad, la lucha contra la pobreza y la generación de trabajo digno.
A modo de síntesis, en la evolución y diversificación de los sentidos y usos de la noción de innovación, desde su teorización en la obra de Schumpeter hasta el presente, se codifican las potencialidades humanas para afrontar las incertidumbres que plantea el futuro, tanto a escala de individuos, grupos sociales, organizaciones, comunidades, instituciones, empresas, regiones, países o, incluso, a escala planetaria. En muchos sentidos, especialmente desde los discursos dominantes, las promesas de las capacidades innovadoras cobran estatus de fetiche. Desde una dimensión cultural amplia, el ethos innovador se ubica en el núcleo de las utopías y las distopías que proyecta un capitalismo exhausto, que atraviesa una crisis multidimensional –financiera, climática, sanitaria, alimentaria, energética– y que se encuentra sumergido en una disputa global por la hegemonía.
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Aceleración/Aceleracionismo, Cadena de bloques, Capitalismo de plataformas, Desarrollo, Evolución, Epigenética, Geoingeniería, Imaginario sociotécnico, Inteligencia artificial, Tecnoceno, Trabajo, Trabajo (fin del), Transición digital
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Instituto de Investigaciones Filosóficas, Sociedad de Análisis Filosófico
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La inteligencia artificial (IA) tiene un pasado mecánico, un presente concentrado y un futuro abierto.
Pasado. Desde tiempos antiguos se han diseñado técnicamente objetos o sistemas externos, con el propósito de automatizar operaciones intelectuales realizadas por órganos o sistemas del organismo biológico humano. Ya Platón, cuenta Plutarco, se enojaba con Arquitas y Eudoxio por utilizar aparatos mecánicos para resolver problemas geométricos, porque hacían descender las destrezas mentales “de las cosas intelectivas e incorpóreas a las cosas sensibles y materiales” (Schuhl, 1955: 31). Un caso límite que recogieron algunos mitos antiguos es el de la creación técnica de una entidad que no solo pueda automatizar la tarea por resolver, sino que lo haga imitando la totalidad de las capacidades que permiten realizar dicha tarea. De esta forma, la entidad podría volverse universal en tanto sea capaz de ejecutar cualquier tarea imaginable, incluso aquella que requiera engañar a todo posible intérprete. Pandora, la primera inteligencia artificial en este sentido, es la que tiene todos [pan] los dones [dora]. La universalidad de la razón será uno de los puntos centrales en muchos argumentos acerca de la imposibilidad de una replicación por medios mecánicos de la inteligencia humana, y la consecuente postulación de una sustancia similar a un alma que pueda dar cuenta de sus propiedades.
Recién durante la modernidad europea, las teorías clásicas del conocimiento como una actividad natural de contemplación dejarán lugar a una concepción del conocimiento como una actividad productiva que cae en las generales de la división del trabajo, que posee reglas técnicas y, por lo tanto, es susceptible de ser automatizada, en principio, y mecanizada, posteriormente. El ingeniero francés Gaspard de Prony (1791) diseñó un taller de manufactura de algoritmos en donde el trabajo intelectual seguía el modelo de una pirámide de trabajadores dividida en tres clases: en el pináculo, algunos “matemáticos de distinción” que desarrollaban las fórmulas generales para calcular los logaritmos por el método de diferencias; en el segundo nivel, siete u ocho “algebraicos” entrenados en análisis, que podían traducir las fórmulas a formas numéricas que pudieran computarse; y en la base amplia, setenta u ochenta “trabajadores” que solo conocían la aritmética elemental y que realmente realizaban sumas y restas mediante métodos que Prony describió como “puramente mecánicos” (Daston, 2018).
Será el matemático inglés Charles Babbage quien, fascinado con el proyecto de De Prony, comenzaría a diseñar máquinas de cálculo de escala industrial para remplazar a los trabajadores de la parte baja de la pirámide, a los cuales llamaba “trabajadores mecánicos” (Babbage, 2009: 15). Parte de su interés en remplazar a los trabajadores humanos provenía de la cantidad de errores que supo encontrar al emplear, en sus trabajos como ingeniero, las tablas de logaritmos publicadas por De Prony. Cómo expresó en una carta al astrónomo y amigo John Herschel: “Por Dios, ¡cuánto quisiera que estos cálculos se hubieran realizado a vapor!”. Si bien para entonces ya se habían diseñado máquinas aritméticas –como “La Pascalina”, de Blaise Pascal en 1642, y la rueda de Leibniz, diseñada y presentada en un modelo de madera a la Royal Society de Londres en 1673–, las máquinas pensadas por Babbage implicaron un salto cualitativo con respecto a estos antecedentes con relación a la complejidad de los cálculos, lo que trajo aparejado un salto cualitativo en la complejidad de la estructura y organización de la máquina, que contaba con cientos de ruedas dentadas y miles de piezas. También construyó un sistema de control y programación de la máquina sobre la base de tarjetas perforadas para la modificación secuencial del comportamiento de los componentes, idea que había tomado del telar automático de Jacquard.
Posteriormente, en la primera mitad del siglo XX, los electrones desplazaron las ruedas dentadas y dejaron atrás sus primeros modelos netamente mecánicos. El ingeniero alemán Konrad Zuse construyó una máquina que empleaba una red de relés eléctricos, los cuales cortaban y permitían alternativamente el paso de electricidad de unos a otros. Ya no era el movimiento y la posición precisos de las piezas metálicas lo que importaba, sino la computación de los patrones eléctricos, dado que era lo que permitía efectuar cálculos. Los tubos de vacío fueron luego la nueva estrella ingenieril, donde los flujos de electrones dieron lugar a máquinas más flexibles, cuyo funcionamiento se tornó regulable a través de los controladores electrónicos, una vez que la electricidad no solo se usó como fuente de energía, sino también como soporte de información.
Presente. La IA actual emerge en este pasado próximo de la simulabilidad de los comportamientos naturales bajo nuevos sustratos. En 1936 el matemático inglés Alan Turing proveyó la primera descripción intuitiva de lo que sería una computación abstractamente implementable, paradójicamente en algo tan poco abstracto como una máquina que puede simular cualquier computadora humana contando apenas con un sistema binario de representación (Turing, 1936). En ese mismo año Claude Shannon (1938) propuso pensar los circuitos eléctricos como análogos a lo expresable con la tersa álgebra de unos y ceros de Boole, lo que se convertiría en su tesis de maestría. Feliz coincidencia para habilitar la analogía que entraría con total fuerza tras reconocer el comportamiento a todo o nada que tienen las neuronas en un cerebro y, por tanto, también sujetas a la misma clase de descripción.
El componente clave lo aportó nuevamente Turing, ahora, con una leve inspiración darwiniana. La estrategia conceptual empleada originalmente para simular computadoras humanas resultó fértil para pensar la evolución del comportamiento individual de una persona. Solo fue necesario incorporar alguna clase de ciclo de retroalimentación que afecara la relación entre forma y función de una máquina u organismo. En la medida en que describía procesos de adquisición de información del medio y de sí misma, la máquina registraba las mutaciones que se producían en función de esa información y conservaba esos registros para tomarlos como nueva información. Eso es todo lo que se necesitó para hablar de aprendizaje. Convencido de la eventual capacidad de una máquina para pensar más allá del mero calcular, en un famoso artículo en la revista Mind, Turing (1950) sugirió dejar de pensar en términos tan esencialistas e introdujo una definición operacional para decidir si estamos frente a una máquina inteligente. Su famoso test se centra en evaluar nuestra capacidad de distinguir si estamos teniendo una conversación con una computadora o con una persona.
Curiosamente, la expresión “inteligencia artificial”, en cuanto referencia a un área de investigación particular, hizo su aparición unos años después, en 1956, en una conferencia en el Dartmouth College. Este nuevo espacio de investigación y desarrollo también fue definido operativamente como un campo constituido por profesionales que se hacen la pregunta por la imitación maquínica de las capacidades humanas que hasta entonces se asociaban a la inteligencia. Asimismo, paradójicamente, el paradigma consensuado en la conferencia bautismal fue la del intento de captar la estructura del pensar humano por medio de herramientas lógicas que representen la capacidad de razonamiento, y no por aquellas que busquen imitar el comportamiento del sistema físico que soporta el pensamiento –como el cerebro–.
El fantasma de Descartes, casi desterrado por Turing, vuelve a comandar la máquina y nuestras intuiciones sobre lo humano. En la actualidad, la incorporación de tecnología de IA en nuestra vida económica, política y social se manifiesta como un cambio disruptivo. La creciente prevalencia de la IA es influenciada principalmente por tres factores distintos que contribuyen a su cada vez más acelerada adopción y desafíos concomitantes. En primer lugar, la mejora y la ubicuidad de maquinaria informática infraestructural, tanto de las unidades de procesamiento y de almacenamiento como de comunicación para el tratamiento de las unidades digitales básicas. En segundo lugar, y habilitado por el factor anterior, el crecimiento exponencial de los datos disponibles en formato digital, lo que proporciona el insumo necesario para los sistemas de IA y un punto de interfaz con el mundo humano, que de analógico cada vez tiene menos. Finalmente, en la última década se produjeron avances tecnológicos en el campo del aprendizaje automático o maquínico [machine learning], un subdominio de la IA que emplea distintos algoritmos y representaciones de datos para diseñar sistemas que puedan ser entrenados para realizar tareas de forma autónoma, sin requerir de instrucciones precisas de cómo llevarlas a cabo.
La confluencia de los tres factores mencionados habilitó el éxito de una forma particular de IA basada en el apilamiento de muchas capas de redes neuronales artificiales, aquellas con las que había soñado Turing. La configuración que pueden obtener a través de la interacción con datos de ejemplo proporciona a los sistemas de IA la capacidad de cerebros simples: percepción de figuras, transducción multimodal –como de voz a texto y de texto a videos–, manipulación de textos que sugieren capacidad de comprensión, interpretación de imágenes, entre muchas otras (Rossi, 2018). Lo que existe concretamente en la actualidad es lo que se conoce como IA estrecha –o IA débil–, aquella que se aplica a tareas únicas y específicas, por ejemplo, solo reconocimiento facial, solo búsquedas en Internet o solo conducir un automóvil. Las nuevas capacidades que han adquirido las máquinas impulsadas por IA para realizar tareas y simular prácticas tradicionalmente atribuidas con exclusividad a los seres humanos han suscitado esperanzas y temores y, en ambos casos, aguijoneado los debates alrededor de esta nueva tecnología. Algunos abordajes ético-políticos se enfocan en la coyuntura concreta –IA estrecha–, señalando el entramado de actores políticos e ideológicos detrás de su funcionamiento (Crawford, 2023) o el extractivismo de los conocimientos humanos que hacen posible su funcionamiento y los sesgos maquínicos que reproducen desigualdades sociales (Pasquinelli y Joler, 2021). En este registro, los abordajes van desde proponer y exigir regulaciones, leyes, códigos de conducta, hasta intentar incorporar constricciones éticas en el proceso de diseño, para comprender y mitigar los sesgos y las consecuencias sociales negativas.
Por su parte, en los últimos años, tanto organizaciones internacionales como las grandes empresas tecnológicas han publicado sus propios análisis sobre aspectos éticos con respecto a la IA. Estas propuestas, a su vez, se articulan con los debates sobre cómo los gobiernos pueden diseñar políticas para enfrentarse a un mundo cada vez más moldeado por la IA. Con una frecuencia cada vez mayor, las autoridades públicas de gobiernos locales, estatales/regionales y nacionales, además de instituciones multilaterales, empresas del sector privado, universidades y otras organizaciones de todo el mundo, han comenzado a abordar numerosas cuestiones de política relacionadas con la IA (Franke y Sartori, 2019). Estos procesos de reacomodamiento de los parámetros éticos, políticos y sociales se pusieron en el centro de los debates públicos recientemente, en ocasión de la emergencia de la inteligencia artificial GPT-3, desarrollada por la empresa OpenAI. Los posicionamientos se polarizaron. Por un lado, los partidarios de pausar los experimentos gigantes de IA, ya que “nadie –ni siquiera sus creadores– puede entender, predecir o controlar de forma fiable” el devenir de estas tecnologías. En contraposición, otro sector conformado por “las empresas más pequeñas, las instituciones académicas, las administraciones municipales y las organizaciones sociales, así como los Estados nación”, se orienta a acelerar el desarrollo descentralizado en busca de que las instituciones democráticas participen en la toma de decisiones. Estos análisis pueden realizar un aporte importante, no solo en el marco de las discusiones globales, sino también en el contexto regional, atendiendo a los impactos de la IA en América Latina.
Futuro. La IA general aún no existe y, aparentemente, nadie sabe muy bien cómo llegar a ella (Larson, 2022). Sin embargo, existe todo un abanico de desarrollos teóricos de corte especulativo que postulan que podría existir potencialmente, y los mayores temores giran en torno a la posibilidad de que los sistemas de IA desarrollen una especie de inteligencia sobrehumana. Tal posibilidad ya había sido prevista por el mismo Alan Turing, al notar que no había una distinción sustancial entre cosa pensante y cosa material, sino solo una diferencia en el grado típico de organización. Si bien la IA estrecha puede superar a los humanos en cualquier tarea específica, como jugar al ajedrez o resolver ecuaciones, la IA general superaría a los humanos en casi todas las tareas cognitivas (Russell, 2019) y más aún, como lo asegura la tesis de la singularidad, sería incluso incomprensible –y por lo tanto incontrolable– para los seres humanos (Vinge, 2009). Algunos enfoques se inclinan hacia la opinión de que la IA presenta la amenaza de que podríamos perder el control de nosotros mismos y de nuestros valores, y que necesitamos cambios radicales para enfrentar el mundo que se avecina. Otros enfoques son más optimistas y recorren diligentemente el camino de tratar de garantizar que las tecnologías que se están desarrollando y utilizando encajen dentro de los marcos actuales de valor en enfoques ampliamente etiquetados como “alineación de valores”.
Las líneas que siguen en esta entrada serán escritas en los próximos años. Tal vez, por las mismas inteligencias humanas que lo han hecho hasta aquí; tal vez, por inteligencias artificiales que aún no podemos concebir. O, quizá, por una mezcla indistinguible de ambas.
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Aceleración/Aceleracionismo, Cadena de bloques, Capitalismo de plataformas, Capitalismo de vigilancia, Ciberespacio, Ciberliteraturas, Innovación, Trabajo, Trabajo (fin del), Tecnoceno, Transhumanismo, Transición digital, Transmedia
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Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
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La preocupación por el futuro vertebra las conceptualizaciones sobre lo juvenil y su gobierno. La juventud tiende a verse como portadora de futuro, un futuro que, según con el prisma con el que se la enfoque, podrá ser auspicioso o estar expuesto al peligro. Las primeras indagaciones que llevaron a configurar la juventud como un sector específico o etapa particular estuvieron enfocadas en problemas generales: la reproducción y el cambio social, la cultura, la educación o el trabajo. Concretamente, indagaron en la participación de personas jóvenes en ciertos procesos sociales que auguraban transformaciones significativas, como por ejemplo la Reforma Universitaria de 1918 en la Argentina, gestada por el movimiento estudiantil. El foco en lo juvenil como campo de investigación específico recién se configuró a partir de la década de 1970, cuando surgieron los primeros “juvenólogos” (Pérez Islas, 2008).
Aunque la atención en la separación de niños y adolescentes de los adultos con fines pedagógicos se remonta al trabajo de Rousseau en el siglo XVII, las primeras alusiones a lo juvenil provienen de la psicología biologicista de 1905, con el trabajo de Stanley Hall. Esta perspectiva distingue lo juvenil como un período de crisis, universal y propio del desarrollo psíquico, en el cual el entorno social es secundario. Es una etapa que debe ser orientada y normativizada para llegar a la próxima: la adultez.
Esta preocupación por la transición “adecuada” de la juventud a la adultez y por los procesos de socialización sigue marcando el campo de estudios. Juventud porta una estructura anticipatoria por la concepción positivista del desarrollo humano. El concepto clave es el de transición, que alude a un proceso de paulatina autonomía que desarrollan las personas entre una etapa que se asume, en teoría, como de suma dependencia –la infancia– y otra de plena independencia, como la adultez. La juventud, en cuanto tiempo de preparación para la etapa plena, es entendida como una moratoria social para la entrada en la vida –y las responsabilidades– adulta. Ese espacio y ese tiempo transicional portan una suerte de incompletitud de valencia negativa: remiten a una posición que ya no se tiene –la infantil– y a otra que no se ha logrado aún.
La consideración de la universalidad y la determinación biológica de la etapa que propuso la psicología fue rápidamente discutida por las ciencias sociales. El trabajo de Margaret Mead en la década de 1920 señaló que la cultura y la historia marcaban diferencias en la experiencia adolescente. Por su parte, la sociología norteamericana, mediante abordajes microsociales y técnicas de la antropología, inauguró los estudios sobre las pandillas juveniles urbanas, a partir de las cuales se interpretaron como respuestas de ciertos grupos de jóvenes ante fallas en la organización social que se daba a la par del crecimiento abrupto de las ciudades en la primera mitad del siglo XX. Desde entonces, las ciencias sociales encontraron que el estudio de la juventud podría dar pistas para comprender las transformaciones de la sociedad y sus efectos. Con perspectiva macrosocial y sociológica, tres corrientes se destacan por sus aportes al campo de los estudios sobre juventud: la de las generaciones, la de los estudios culturales y la de la aproximación constructivista francesa.
La primera, alemana, fue la perspectiva de las generaciones planteada por Karl Mannheim (1993 [1928]), preocupada por el cambio histórico. Desde este enfoque se rechaza el tiempo cronológico de las personas y se privilegia el tiempo vivencial, que es inseparable del tiempo histórico y cultural y está vinculado con la posición social. Por ejemplo, hacia mediados del siglo XX, el tiempo histórico propio del Estado de bienestar de posguerra en países como Inglaterra configuró condiciones materiales y sociales para que el tiempo vivencial de jóvenes de clases obreras y medias permitiera el surgimiento de la metáfora “moratoria social” para referirse a la transición a la adultez, asociada con la extensión de la educación media y el retardo del ingreso al mercado de trabajo. Asimismo, tales procesos dieron emergencia a “culturas juveniles”, comprendidas como parte de un conflicto generacional que ponía en evidencia que ciertos modelos del mundo adulto eran considerados normativos y carentes de funcionalidad y valor por los jóvenes. Desde la perspectiva generacional, estas tensiones fueron interpretadas como un motor del avance histórico. A su vez, la generación se advirtió como un elemento constitutivo de la identidad: la percepción que las personas tienen de sí mismas y la representación que su tiempo histórico hace tanto de ellas como de su lugar en la sociedad.
Mientras la perspectiva de las generaciones señalaba la centralidad del papel de la historia y de la posición social para discutir la homogeneidad de la experiencia etaria, recién en la década de 1960 la variable “clase social” fue destacada, lo que inauguró la segunda corriente: los estudios culturales. La creciente visibilidad pública de los jóvenes en relación con diversos procesos políticos, bélicos y culturales también mostró que “la cultura juvenil” que aprovechaba la moratoria social y desafiaba los modelos conservadores adultos era de la clase burguesa. La perspectiva marxista llegó de la mano de un ala crítica norteamericana y se instaló definitivamente de la mano de los estudios culturales británicos. En los años setenta, los trabajos de Hall, Jefferson, Clarke y Roberts visibilizaron la hegemonía cultural burguesa y el rol de las instituciones en la construcción de las culturas juveniles y de los problemas sociales (Hall y Jefferson, 1975). Su enfoque posicionó no solo la noción de clase social, sino las de poder, conflicto y resistencia, y la productividad de las subculturas en las comprensiones de lo juvenil.
La corriente francesa, por su parte, también repuso el énfasis en la clase y la posición social, y relativizó la importancia de la edad (Bourdieu, 1990). Esta corriente terminó por consolidar la idea de que la juventud es una categoría histórica y relacional, y que la edad es un dato manipulable socialmente. Así, sentó las bases para algunas máximas en la investigación en el campo de la juventud: la edad solo es significativa si se atiende a su procesamiento social en cada contexto histórico específico y como parte de una lucha por el poder; la referencia a secas a “la juventud” oculta diferencias y desigualdades que deben ser visibilizadas en relación con la posición en la estructura social y la distribución del poder.
Posando la mirada en América Latina, los y las jóvenes adquirieron visibilidad, primero, a través de su paso por instituciones de socialización, como la escuela, y por el conjunto de normas jurídicas y políticas de protección y castigo, que buscaron regular su comportamiento en función de los problemas de cada latitud. En una segunda instancia, a través del consumo y acceso a bienes simbólicos y culturales específicos (Bendit y Miranda, 2017; Manzano, 2017).
Las preocupaciones por los fenómenos asociados a las transiciones se fueron combinando con la llegada del discurso de derechos y el reconocimiento de la importancia de fomentar la participación juvenil. En primer lugar, en la década de 1990 se destacaron las políticas para fortalecer la conexión entre la terminalidad educativa y el ingreso laboral, en un contexto de aumento de la desigualdad social y una creciente incidencia del desempleo juvenil. Posteriormente, otra línea de políticas buscó fomentar la participación social y cultural de los jóvenes, apoyándose en la concepción de jóvenes como “sujetos del presente”. Las ciencias sociales acompañaron con investigaciones socioantropológicas estas facetas de la construcción de lo juvenil. De modo incipiente, el siglo XX terminó con indagaciones orientadas a destacar la experiencia propiamente juvenil, entre las que se destacan las vivencias en torno a la sexualidad y el género.
Mientras estas intervenciones estatales se asumieron como políticas “afirmativas”, hacia fines de la década las preocupaciones sobre las transiciones desbordaron la agenda de la educación y el trabajo y se vincularon con la de seguridad y justicia. En contextos de aumento de la desigualdad y el delito urbano lo hicieron sobre la figura del infractor juvenil, alrededor de la cual se condensan temores sociales. Como señaló la juvenóloga Mariana Chaves, la problematización sobre la juventud estuvo signada en nuestro ámbito por “el gran NO”, y un conjunto de acciones específicas buscó prevenir efectos indeseables de procesos erráticos de socialización, como el delito juvenil, en el caso de los varones, y el embarazo adolescente, para el caso de las mujeres.
Las políticas son centrales constructoras de imágenes sobre lo social y contribuyen a dotar de sentido a la noción juventud. No obstante, lo juvenil desborda las experiencias de las personas y de los grupos, así como las regulaciones estatales que lo tienen por objeto. La industria cultural sigue encontrando allí un recurso valioso para promover estilos de vida vinculados con el ocio, el consumo, el disfrute y la plenitud de la vida, que se configuran como una fuente de imágenes, discursos y prácticas para la juvenilización de toda la sociedad. Como contracara, este proceso tensiona la valoración positiva del paso del tiempo y los imaginarios sobre la adultez como etapa de goce. Al mismo tiempo, la interpelación a la juvenilización de la vida –en clave de moratoria para la asunción de responsabilidades sociales– y, finalmente su concreción se ve limitada, nuevamente, por las múltiples desigualdades sociales que estructuran nuestro presente.
En la actualidad, el campo de estudios se organiza alrededor de los estudios culturales y los estudios sobre las transiciones. La preocupación sobre las múltiples desigualdades que atraviesan la condición juvenil, sus expresiones, y también los efectos que tienen en las biografías, es una constante en las discusiones sobre juventud en ambos enfoques (Chaves, Fuentes y Vecino, 2017). Dicha preocupación es un legado de quienes consideraron la clase social como una dimensión clave para pensar la heterogeneidad de la experiencia juvenil en cuanto cruce del ciclo vital y el tiempo histórico, y también de quienes más recientemente, bajo la perspectiva interseccional, ampliaron la mirada hacia las desigualdades y jerarquías de género, etnia y raza, entre otras (Elizalde y Álvarez Valdés, 2021).
En el despliegue de la noción de juventud, el tiempo es una dimensión central. En los estudios de orientación cultural, la temporalidad presente tiene preponderancia al propiciar indagaciones sobre los estilos de vida, los consumos, las experiencias cotidianas. Por supuesto, esto no supone que esos repertorios prácticos y simbólicos no tengan conexión con el pasado y con el futuro. Sin embargo, sí realzan la dimensión cultural de las prácticas en el presente como un elemento potente de transformación o resistencia.
Los estudios centrados en los procesos de transición remiten al desarrollo futuro. Con mayor o menor énfasis, colocan a los y las jóvenes como sujetos en construcción y a las instituciones escolares y laborales como puntos clave de esos procesos. Recientemente, el enfoque sobre las transiciones estuvo discutiendo algunos de sus pilares: la transición a la adultez no puede ser solo considerada basada en el par educación-trabajo y la expectativa sobre la salida del hogar familiar para la conformación de la familia propia, puesto que esto supondría normalizar una trayectoria que invisibiliza desigualdades, especialmente de género (Arancibia et al., 2021). Además, se le cuestiona la prevalencia de la metáfora espacial para marcar los pasajes entre las edades sociales, ya que deja en la sombra aspectos que resultan centrales en las biografías juveniles de ciertos sectores sociales, como son la pertenencia al lugar de residencia y la importancia de los lazos afectivos y comunitarios (Cuervo y Wyn, 2014).
La problematización de la juventud está vinculada con la manera en que se dan los procesos de individuación. En la contemporaneidad, la lógica que parece gobernar la vida hace que ese proceso deba ser producto de la responsabilidad de cada uno para gestionar los riesgos cotidianos y afrontar las contingencias del destino. En este contexto, las personas jóvenes de sectores populares se encuentran en condiciones de vulnerabilidad por el cruce entre su momento vital y su posición social. Para ellos y ellas, la posibilidad de concretar transiciones lineales según la visión tradicional es inexistente, y las aparentes “biografías de elección” que estarían disponibles para las personas –en un mundo más flexibilizado y menos regulado como el actual– son una aspiración que difícilmente alcanzan y que, como ideal normativo, debe ser repensado (Furlong, Cartmel y Biggart, 2006).
La construcción del sujeto joven pivotea sobre dos metáforas: la del cambio social, que trae un sujeto activo en el presente que augura futuras transformaciones sociales, y la del peligro, que alude a ese presente desviado que corroerá el futuro social. El desvío, sea por la incursión en el delito o la maternidad temprana, supone un cambio de etapa: de la juventud a una adultez que no será más plena, sino más moralmente cuestionada y materialmente controlada.
En los treinta años de desarrollo del campo de estudios en la Argentina hubo críticas que lo fueron modelando hacia una comprensión más heterogénea de las juventudes, menos normativa, institucionalista y estatista y más proclive a dar cuenta de la polifonía de la condición juvenil y su regulación. Entre las principales críticas se destaca su androcentrismo, que busca, de a poco, ser superado. También, la predilección del enfoque del riesgo como lente analítica para dar cuenta de las experiencias juveniles. Por último, se le critica que los jóvenes solo sean objeto de indagación a partir de sus contribuciones sociales futuras y no de su capacidad de agentes en el presente. Lo cierto es que, desde una perspectiva preocupada por las desigualdades presentes y las formas de combatirlas, la pregunta por el futuro y, en rigor, por los futuros posibles, se vuelve ineludible teórica y políticamente.
Arancibia, M.; Carcar, M.; Fainstein, F. y Miranda, A. (comps.) (2021). Sobre esquinas y puentes. Juventudes urbanas, pobreza persistente y estrategias productivas comunitarias. Buenos Aires: FLACSO Argentina.
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Furlong, A.; Cartmel, F. y Biggart, A. (2006). “Choice biographies and transitional linearity: Re-conceptualising modern youth transitions”. Papers, 79, pp. 225-239.
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Derechos humanos, Dignidad, Generación, Igualdad, Infancia, Educación biosocial, Educar / educaere, Prácticas de enseñanza, Reproducción, Trabajo (fin del), Universidad
Escuela de Política y Gobierno y Escuela Interdisciplinaria de Altos Estudios Sociales
Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0003-4485-1731
Más allá de hacer referencia al acto administrativo que valida la autenticidad y forma de un documento expedido por alguna instancia oficial, el término legalización posee un significado para las ciencias sociales vinculado a las formas de participación política de la sociedad civil en las democracias posautoritarias. La emergencia de nuevas democracias, junto a la valorización del estado de derecho y la difusión de los derechos humanos constituyen el clima histórico en el cual se expande la ley como reguladora de un número creciente de actividades, tal como es señado por Blichner y Molander (2008) en su “mapeo de la juridificación”. En tal contexto, sociedades –más– autónomas, relacionadas con el Estado a través de un conjunto de garantías civiles, incorporan el uso de la ley para hacer efectivos derechos y para crear derechos nuevos. Se propone a continuación caracterizar el término legalización en su sentido genérico, es decir, entendido como movilización legal, y hacer lo propio con dos de sus acepciones específicas: la movilización legal orientada al cumplimiento de derechos existentes y la movilización legal encaminada a autorizar prácticas penalizadas o vedadas. Seguidamente, se resalta la importancia del constitucionalismo de la región para la movilización legal y la relación de esta con otras modalidades de movilización en democracia y sus tiempos.
Siguiendo el artículo seminal de Frances Zemans (1983), se entiende por movilización legal, en sentido amplio, la articulación de aspiraciones y reivindicaciones de grupos y movimientos sociales a través del discurso de derechos. Considerada por la autora como una forma prototípica de participación política ciudadana en democracia, la movilización legal adquiere características específicas en tres dimensiones de la acción colectiva: el marco de interpretación, el formato de acción y las estructuras de movilización. En primer lugar, la movilización legal presenta sus asuntos en un discurso sobre derechos, como marco interpretativo y lenguaje de legitimación pública de las aspiraciones y reivindicaciones sociales. Dicho discurso puede referir a derechos que están juridificados en constituciones y tratados internacionales, a derechos humanos y principios fundamentales (vida, autonomía, igualdad, etc.) y/o a tradiciones de derechos en las que contextualmente se inscriben injusticias y reparaciones. En segundo lugar, ejerce una política de influencia sobre los decisores públicos, a partir de la cual se busca persuadirlos y lograr cambios a través de la ley, un formato que se distancia tanto de las acciones sociales directas como de la toma del poder del Estado. Existen dos formas establecidas de incidencia institucional en búsqueda de reconocimiento legal: la vía parlamentaria y la judicial. Por la primera vía se busca colocar las reivindicaciones y aspiraciones sociales en la agenda de los partidos y conseguir apoyos entre las fuerzas políticas con representación en el Congreso. Por la segunda vía se busca un pronunciamiento del Poder Judicial de efectos instrumentales o simbólicos amplios, capaz de influir en el cambio político y legal. Finalmente, la movilización legal requiere de estructuras de movilización específicas, las llamadas “estructuras de sostén”, es decir, disponibilidad de abogados y organizaciones de defensa de derechos –dentro del movimiento o en alianza con él–, para plantear los asuntos en términos jurídicos y, en su caso, sostener el litigio –en línea con la definición provista por Charles Epp (1998)–.
A menudo, la movilización legal tiene por objeto el cumplimiento de derechos existentes. Ello ocurre cuando la consagración constitucional o legal de un derecho no se traduce en su implementación inmediata o mediata, pero sirve como plataforma institucional para demandar su efectivización. Se trata de un tipo de movilización legal muy presente en América Latina y Argentina, en particular durante las últimas décadas, impulsada por movimientos socioterritoriales que enfrentan conflictos por la tierra y el territorio y buscan hacer concretos los derechos de hábitat y ambiente, ampliamente reconocidos en las constituciones de la región, mediante la incidencia pública para la creación de regulaciones legales y un uso frecuente de los tribunales de justicia para plantear demandas al Estado.
En otros casos, la movilización legal tiene por objeto la creación o ampliación de derechos cuya existencia emana de la autorización de prácticas penalizadas o vedadas en el ordenamiento vigente. En estos casos, el derecho cobra vida a través de la aprobación legal de tales prácticas. El matrimonio “igualitario”, impulsado por el movimiento de la diversidad sexual, y la “legalización” del aborto, impulsada por el movimiento feminista, son claros ejemplos de esta forma de movilización y legalización de derechos. Ante el matrimonio tradicionalmente concebido y codificado como la unión entre un hombre y una mujer, el matrimonio “igualitario” abre el régimen matrimonial a cualquier pareja, con independencia de la identidad sexual, el género o la orientación sexual de sus miembros, y reconoce así el derecho a parejas lesbianas y gays. La autorización legal de la interrupción voluntaria del embarazo pone fin a los casos en los que practicar un aborto estaba penalizado y lo reconoce como un derecho de las mujeres –y otras personas gestantes– dentro de un período de gestación determinado.
La movilización legal y la legalización de derechos constituyen formas de acción y de institucionalización de demandas y cambios políticos y culturales, lideradas por movimientos sociales y organizaciones de la sociedad civil en el marco de democracias cuya legitimidad reposa no solo en la voluntad popular, sino también en el respeto y la promesa de los derechos humanos. En países del norte occidental, la política de derechos humanos ha sido identificada como un repertorio propio de la era “postsocialista”, en la que pierde centralidad el conflicto redistributivo como ordenador monopólico de la sociedad y la política y avanzan demandas sociales de reconocimiento de identidades junto con el surgimiento de públicos múltiples, como lo han desarrollado –de distinta manera– Marcel Gauchet (2004) en Francia y Nancy Fraser (1997) en los Estados Unidos. En América Latina, la política de derechos humanos tiene un origen antiautoritario y un desarrollo institucional robusto en el constitucionalismo de la región. Constituciones nuevas y reformadas, creadas tras los procesos de transición democrática, introdujeron largas listas de derechos tanto de matriz liberal, como la libertad y la igualdad de trato, como los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales, y reconocieron derechos colectivos. Tales derechos no son meras declaraciones abstractas, sino recursos para la acción, puesto que vienen acompañados de distintas herramientas de exigibilidad, desde las acciones de participación ciudadana directa hasta los mecanismos de protección judicial de los derechos, como las defensorías, la figura de las asociaciones civiles legitimadas y las acciones judiciales especiales.
El constitucionalismo regional mantiene un compromiso vigoroso con la política de derechos. En primer lugar, puesto que los derechos están escritos en la Constitución, como señala el constitucionalista Roberto Gargarella (2010), grupos históricamente maltratados pueden llegar a resolver sus demandas exitosamente. En cambio, cuando no lo están, como ocurre con los derechos sociales, económicos o culturales en constituciones austeras como la estadounidense o la chilena legada del gobierno militar de Pinochet, los jueces tienden a actuar como si esos derechos no existieran en absoluto. En segundo lugar, el constitucionalismo regional legitima la movilización legal al rodear a los derechos de instrumentos para su utilización y reconoce en ella una forma de hacer política, distinta a la movilización electoral. La movilización electoral lleva a los partidos políticos a elecciones periódicas que determinan cuál de ellos gobernará en el turno siguiente. La movilización legal, por su parte, no forma partidos y no compite electoralmente. Constituye una forma de intervención política de la sociedad civil que acontece “entre elecciones” y puede producir cambios legales y alteraciones fundamentales en las fronteras democráticas, al redefinir cuáles son los derechos y los sujetos de derechos. Aunque la política de derechos exprese a menudo un malestar con la política representativa, ambas instancias son parte de la estructura democrática contemporánea en la que no existe un pueblo actor, más que como ideal normativo, sino una pluralidad de públicos e identificaciones, así como de formas de impulsar y representar las aspiraciones y demandas.
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Gauchet, Marcel (2004). La democracia contra sí misma. Santa Fe: Homo Sapiens.
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Capitalismo de plataformas, Capitalismo de vigilancia, Derechos humanos, Dignidad, Narcopolítica / necropolítica, Posdemocracia, Posmodernidad, Seguridad jurídica, Trabajo (fin del), Transición digital
Lenguaje inclusivo / lenguaje incisivo
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
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Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
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ORCID:0000-0002-9256-9645
El fenómeno conocido como lenguaje inclusivo ha sido largamente debatido desde fines del siglo XX en distintas regiones y ha cobrado un renovado impulso en Latinoamérica y el mundo en el segundo decenio de este siglo. Instituciones gubernamentales han implementado guías sobre lenguaje inclusivo y no sexista, varias universidades han emitido resoluciones al respecto y grandes empresas realizan talleres y producen documentación sobre comunicación inclusiva. No obstante, no hay aún una definición acabada ni un acuerdo sobre qué es el lenguaje inclusivo ni por qué usar o no usar la e, la x o la @, entre otras formas, para expresar el género de las personas.
Las reformas de lenguaje no sexista tuvieron sus inicios en los Estados Unidos, en la década de 1970, de la mano del movimiento feminista. En Latinoamérica, las iniciativas se desarrollaron a comienzos de 1990, aunque el tema ya estaba siendo discutido en México en la década de 1970. En República Dominicana, en 1992, se publicó la Guía de uso de lenguaje no sexista, que a la vez fue el modelo de la publicada en 2004 en Costa Rica, país donde a fines de la década de 1990 comenzaron a usarse expresiones y fórmulas no sexistas, como la reduplicación –por ejemplo, “todas y todas”– (Rivera Alfaro, comunicación personal). En Uruguay se publicó la Guía de lenguaje inclusivo en 2010, y en el Perú, el documento “Si no me nombras, no existo” data de 2017.
Estas propuestas para el español estuvieron acompañadas de una relevante producción académica en América Latina y España, pero también en el resto del mundo. De hecho, las formas de lenguaje inclusivo y no sexista han sido acuñadas, rechazadas y debatidas en distintos idiomas y comunidades, desde Brasil hasta China e Israel, como se observa en los tres tomos de Gender across Languages (Hellinger y Bußmann, 2001-2002). Con el tiempo, estas iniciativas adoptaron formas particulares para cada lengua. Por ejemplo, en francés se utilizan expresiones que combinan el femenino y el masculino; así, por ejemplo, locuteurices es la combinación del femenino locutrices y el masculino locuteurs –en español, sería locutoreas o locutor@s–. En sueco se adoptó un pronombre neutro, hen, además de los ya existentes femenino y masculino –hon y han, respectivamente–. En las redes sociales chinas, les jóvenes emplean el alfabeto latino para escribir el pronombre de la tercera persona singular, ta, y de este modo logran evitar escribir la forma masculina 他 o la femenina 她 del pronombre. En el español de Argentina, por su parte, se presenta una tensión entre las formas no sexistas que se orientan a visibilizar el género femenino –“todos y todas”, “estimados/as”, “tod@s”– y aquellas formas no binarias –e, x– que buscan cuestionar la perspectiva binaria sobre los géneros y visibilizar identidades LGBTIQ+.
Desde enfoques lingüísticos que entienden el lenguaje como mediador y, al mismo tiempo, performativo, es posible afirmar que el lenguaje expresa la realidad y también la construye. Cabe preguntarse, así: ¿cuál es la relación entre los géneros gramaticales del español –femenino y masculino– y los géneros sociales de las personas? Sostenemos que las categorías gramaticales no son completamente arbitrarias y que, siguiendo a Romero y Funes (2018), hay una relación entre el género gramatical y las identidades/identificaciones de género. El lenguaje inclusivo tiene una dimensión subjetiva tal, que habilita un agenciamiento de la lengua por parte de sus hablantes, en estrecha relación con la creatividad y la experiencia personal. Así, el uso de una u otra forma para indicar género expresa la intención comunicativa o punto de vista de cada hablante.
Ahora bien, ¿qué significa que fórmulas como “todos y todas” expresen la realidad, al mismo tiempo que la construyen? Desde el enfoque glotopolítico (Arnoux, 2016; del Valle, 2017), las relaciones entre el lenguaje y la política en la vida social son importantes, ya que hay “intervenciones en el espacio público del lenguaje que tienden a establecer –reproducir o transformar– un orden social, modelando a la vez las identidades” (Arnoux, 2016: 19). Así, optar por la forma “investigadorxs” en lugar de “investigadoras/es” permite pensar que hay profesionales de la investigación que no son varones ni mujeres, de modo que contribuye a concebir identidades antes negadas. En este punto, no solo las manifestaciones en lenguaje inclusivo, sino también el hecho de llamarlo así son gestos glotopolíticos.
El lenguaje inclusivo también es llamado “lenguaje no binario” cuando se hace foco en el cuestionamiento del binarismo femenino/masculino a través de nuevos morfemas para indicar género. Pero también hay otras iniciativas que evitan asignar un género social a los sujetos de/a quienes estamos hablando. Entre ellas, el término “lenguaje no sexista” se orienta a visibilizar a las mujeres y quitar la primacía masculina en la gramática, por lo cual suele apelar al uso de sustantivos que no marcan género –“las personas”, “los sujetos”, “la población”, etc.– y, cuando es necesario, a la duplicación de aquellas palabras que necesariamente marcan género: “señoras y señores”; “argentinos y argentinas”. Uno de los problemas de esta forma es que cuando es necesario duplicar el morfema gramatical de género se expresa el sistema sexogenérico binario. Como explica Pérez (2021), “la naturaleza binaria y obligatoria” del sistema morfológico de género en nuestra lengua “habilita lecturas que reproducen estereotipos vinculados con la sexualidad”. Esto puede ocurrir también en las propuestas que llaman a este fenómeno “lenguaje igualitario”, las cuales parten de una pretendida búsqueda de igualdad por parte de personas de distintos géneros sociales que, en los hechos, no son iguales y que en muchos casos claman por que se respeten sus diferencias.
Veamos la definición que da la Real Academia Española, una institución que sigue siendo considerada fuente de autoridad para las discusiones del español de Argentina:
la expresión “lenguaje inclusivo” se aplica también a los términos en masculino que incluyen claramente en su referencia a hombres y mujeres cuando el contexto deja suficientemente claro que ello es así [...] Es lo que sucede, por ejemplo, en expresiones como el nivel de vida de los españoles o Todos los españoles son iguales ante la ley (RAE, 2019: 5).
Para esta institución, entonces, la expresión “los españoles” está escrita usando lenguaje inclusivo, o lo que también se dio en llamar “masculino inclusivo”. Esta expresión, que a nuestro criterio es un oxímoron, no hace más que poner de relieve un debate que atraviesa la pregunta por cómo expresar lingüísticamente la diversidad de géneros y, en todo caso, si todos los géneros sociales deben ser igualmente expresados. Se trata, en suma, de un fenómeno social. Esta noción, que establece que el género gramatical masculino es la forma no marcada o estándar a la hora referir a personas cuyos géneros desconocemos, es parte de un discurso patriarcal que entiende que lo masculino es la norma. Entonces, al poner el foco en esta regla lingüística y no en otras, la pregunta central es qué significa, en el fondo, incluir. Definir una palabra, o una expresión en este caso, es poner en discusión tanto su significado como su forma de ser: cabe preguntarse no solo qué quiere decir lenguaje inclusivo, sino también por qué se llama así o, incluso, de qué otras formas se podría llamar.
Siguiendo a Calabrese (2009), las denominaciones inciden en cómo percibimos los fenómenos de la actualidad y construyen saberes compartidos. Al analizar cómo los medios de comunicación nombran acontecimientos, la autora encuentra que “la manifestación lingüística del acontecimiento es no solo su condición de circulación, sino que modela nuestra percepción de la fenomenalidad pública”. La expresión “lenguaje inclusivo”, entonces, naturaliza la idea de inclusión, que tiene su propia historia y su propia memoria discursiva. Es decir, el objeto “inclusión” porta acontecimientos concretos y discursos que están contenidos en ella de manera implícita e inherente. Así, la expresión se puede asociar tanto a las discusiones sobre la corrección política y al “masculino inclusivo” de la RAE como a los discursos educativos, con todas las posiciones ideológicas que discuten subterráneamente los sentidos de esta expresión. De hecho, el lexema “inclusión” se ha extendido notablemente en el ámbito educativo. Así, en los Estados Unidos y Europa, a comienzos de la década de 1980, se entendía la inclusión educativa como una estrategia focalizada en estudiantes con algún tipo de discapacidad (Infante, 2010). Sin embargo, con el tiempo el concepto se utilizó no solo para esos casos, sino que se amplió a la exclusión por clase social, etnia y religión, entre otros (González, 2008). Por eso, especialistas en pedagogía entienden la inclusión educativa como un derecho humano.
Este concepto, sin embargo, no está exento de críticas. Las principales se sustentan en la idea de que si se piensa que une alumne puede ser incluide, es porque hay un centro al cual otres ya pertenecen. Esta situación conlleva necesariamente a que se desarrollen espacios particulares y adaptaciones al currículo para acercar a las personas que están fuera de ese centro (Infante, 2010). En este marco, es importante preguntarnos qué sentido queremos darle a un uso del lenguaje: que busque mostrar las diversidades de género o, en todo caso, que cuestione el binarismo y el masculinismo. La búsqueda, en términos de diversidad de género, ¿debe consistir en permitir que las personas marginadas puedan entrar al centro-norma ya existente? ¿Buscamos realmente un lenguaje inclusivo o un lenguaje incluyente? Algunas autoras (Salerno, 2019; Theumer, 2018) proponen que el lenguaje de la e y la x bien podría ser más incisivo que inclusivo, ya que el objetivo primordial no es tanto incluir a más personas en la norma existente ‒definida por la heterosexualidad y por el esencialismo que asocia directamente el género de la persona con sus genitales‒. En cambio, se trata de propiciar un cambio del orden sexogenérico patriarcal. En otras palabras, se intenta alterar las fronteras entre quienes “incluyen” a alguien y quienes son incluides.
En nuestros días, si bien está notablemente extendido y debatido, el término lenguaje inclusivo tiene muchas discusiones que aportar. Sin ir más lejos, la pregunta sobre la inclusión se exacerba cuando analizamos las problemáticas que se desprenden de los nuevos morfemas de género. La @ suele ser criticada porque se asemeja visualmente a una o y una a juntas y, por lo tanto, se trata de una forma binaria que no reconoce ni visibiliza otras identidades de género fuera del femenino o el masculino. La x, por su parte, conlleva la dificultad de que no puede ser leída por los lectores automáticos y, por lo tanto, las personas no videntes o con problemas de visión tendrían dificultades para la lectura. Además, la x no puede ser pronunciada fácilmente en la oralidad cuando es antecedida por una consonante. A pesar de estas dificultades, la utilización de la @ y de la x tiene la capacidad de mostrar visualmente lo que se tiende a ocultar, las identidades de género que escapan al orden social dominante. Ambas formas llaman la atención en la página escrita y evidencian que hemos naturalizado la pretendida existencia de únicamente dos géneros sociales. No obstante, cuando se universalizan, la e y la x en tanto formas no binarias también tienen sus propios problemas, tales como invisibilizar a las mujeres trans, que han luchado por ser llamadas en femenino, u obturar la a que muchos gays utilizan como marca de identidad.
Los diálogos en torno de este fenómeno abrieron un abanico de discusiones sobre el lenguaje en sí y sobre quiénes pueden apropiarse de él. Desde la glotopolítica, la respuesta a esta pregunta siempre fue: les hablantes. No son las academias de la lengua ni los diccionarios quienes deciden, en última instancia, cómo hablamos o escribimos, sino que somos nosotres quienes lo hacemos en el día a día al ejercer la palabra. El lenguaje con e o x ha dado cuenta de esta capacidad de agencia y, por eso mismo, es importante que sea parte del debate público.
Por eso, como investigadoras en ciencias humanas, debemos adoptar una actitud que problematice cuestiones como quiénes aparecen en nuestros artículos académicos, qué colectivos o sujetos son mostrados, quiénes tienen voz y cómo permitimos que esas voces entren en el discurso científico. En tanto el lenguaje construye la realidad y, con ello, moldea relaciones e identidades/identificaciones de género, reflexionar sobre su uso y actuar en consecuencia es una tarea imprescindible no solo en nuestra sociedad en general, sino también en nuestro trabajo cotidiano.
Arnoux, E. (2016). “La perspectiva glotopolítica en el estudio de los instrumentos lingüísticos: aspectos teóricos y metodológicos”. Matraga, 23(38), pp. 18-42.
Calabrese, L. (2009). “La vida cotidiana del acontecimiento: denominación y memoria en la prensa escrita”. Figuraciones. Teoría y crítica de artes, 6. Disponible en http://repositorio.una.edu.ar/handle/56777/536.
del Valle, J. (2017). “La perspectiva glotopolítica y la normatividad”. En Anuario de Glotopolítica, 1, pp. 17-39.
González, M.T. (2008). “Diversidad e inclusión educativa: algunas reflexiones sobre el liderazgo en el centro escolar”. REICE. Revista Iberoamericana sobre Calidad, Eficacia y Cambio en Educación, 6(2), pp. 82-99.
Hellinger, M. y Bußmann, H. (eds.) (2001-2002). Gender Across Languages. The linguistic representation of women and men. Vols. 1-3. Ámsterdam/Filadelfia: John Benjamins Publishing Company.
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Rivera Alfaro, S. (2020). “La planificación lingüística en la Universidad de Costa Rica: política lingüística de lenguaje inclusivo de género, su ejecución y relación con propuestas de universidades hispanohablantes”. Revista de Filología y Lingüística de la Universidad de Costa Rica, 45(2), pp. 269-294.
Romero, M.C. y Funes, S. (2018). “Nuevas conceptualizaciones de género en el español de la Argentina: un análisis cognitivo-prototípico”. RASAL Lingüística, pp. 7-39.
Salerno, P. (2019). “Lenguaje, género y los límites de la desigualdad”. Revista Tábano, 15, pp. 109-115.
Theumer, E. (2018). “Cómo empezó tode”, Página 12, 10 de agosto. Disponible en https://www.pagina12.com.ar/133908-como-empezo-tode
Derechos humanos, Dignidad, Emancipación, Feminismos, Legalización, Neologismo, Queer (cuír), Queer (tiempo), Resistencia, Translenguaje
Lenguaje (mercantilización del)
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La mercantilización, comoditización o comodificación –del inglés, commodification– referida al lenguaje, las lenguas o sus variedades, es un concepto propuesto desde la sociolingüística contemporánea para dar cuenta de la importancia que ha adquirido la lengua como activo económico en las últimas décadas. En efecto, los cambios que se han ido produciendo en el modelo capitalista tardío, con el incremento de la circulación de bienes y personas, el desarrollo de las tecnologías de la palabra y la comunicación, el debilitamiento de algunas funciones del Estado nación y la propagación de ideologías neoliberales, impactan en todos los órdenes de la vida y, con ello, en el espacio del lenguaje.
Al hablar de mercantilización del lenguaje se piensa en un proceso por el cual una lengua deja de ser considerada una habilidad o una característica de miembros que pertenecen a un determinado grupo, para ser entendida como una habilidad cuantificable (Heller, 2003). Las lenguas se vuelven una mercancía que se comercializa; su mercantilización se entiende como un intento de movilizar el lenguaje para producir riqueza. De este modo, la condición mercantil de la lengua puede presentarse, fundamentalmente, de dos formas: a) la lengua como un producto; y b) la lengua como habilidad de las personas, en especial, en el ámbito laboral (Pujolar, 2020). Esta condición se evidencia de manera predominante en ciertos sectores de los mercados económicos globales, como el turismo, los servicios de comunicaciones, la enseñanza de lenguas, la traducción/interpretación y las tecnologías de la información –el desarrollo de la inteligencia artificial y los traductores automáticos–.
Al mismo tiempo, el discurso de la mercantilización conduce a prácticas específicas que pueden tener consecuencias no solo en el valor que se da a las lenguas, sino también en los hablantes y sus actitudes hacia aquellas. Este discurso, que hace explícito el valor económico de una lengua mediante la referencia a ella en términos de “empresa”, “industria”, “mercado”, “marca”, “activo”, etc., circula, por ejemplo, en medios de comunicación, en materiales de difusión de centros de idiomas y en eventos con repercusión pública sobre temas del lenguaje.
La filiación más estrecha de los estudios sobre la mercantilización de lenguas es con los trabajos de Pierre Bourdieu, para quien el lenguaje, en cuanto práctica social, participa de un sistema de intercambios de recursos simbólicos y materiales, sujeto a ciertas leyes y relaciones de fuerza establecidas por las condiciones sociohistóricas del mercado. Desde esta perspectiva, los intercambios lingüísticos son también intercambios económicos que se establecen en una determinada relación de fuerzas simbólicas entre un productor, provisto de cierto capital lingüístico, y un consumidor o un mercado, que proporciona un determinado beneficio material o simbólico (Bourdieu, 1982: 49).
Estas ideas operaron como base para las investigaciones acerca de la mercantilización desarrolladas desde ciertas áreas de las ciencias del lenguaje que comparten preocupaciones y perspectivas críticas sobre los vínculos entre lenguaje y sociedad, como la sociolingüística, la glotopolítica y la antropología lingüística. En esta línea, los trabajos de Monica Heller –muchos de ellos realizados en colaboración, en especial con Alexandre Duchêne– constituyen una referencia ineludible para el estudio de la mercantilización de lenguas y prácticas lingüísticas, a partir de abordajes etnográficos desde la sociolingüística crítica. En una de sus investigaciones pioneras sobre el tema, Heller (2003) pone en evidencia hasta qué punto el mercado lingüístico se está convirtiendo en el terreno donde las minorías francófonas de Canadá esperan encontrar una forma de existir y subsistir en un mercado laboral cada vez más competitivo. Allí, Heller observa un desplazamiento que redefine la relación entre lenguaje e identidad, al pasar de entender la lengua francesa como un marcador de identidad etnoracial, a entenderla como una mercancía en sí misma.
Desde Argentina, un concepto que también vincula las lenguas con la producción de valor económico es el de fetiche lingüístico, propuesto por Roberto Bein. El autor sostiene que a las lenguas se les atribuyen cualidades –como lograr unificar una comunidad, conseguir trabajo o hacer perdurar una religión– que no son propias sino “reflejo de las funciones que desempeñan en ciertas relaciones sociales de producción” (2012: 31). Sin embargo, a diferencia del concepto de mercantilización, esta perspectiva pone el ojo sobre las propiedades que se atribuyen a las lenguas y no sobre la lengua como el objeto mismo que se comercializa o es ofrecido en el mercado.
El concepto de mercantilización del lenguaje no está exento de críticas y cuestionamientos, en especial desde perspectivas marxistas. En tal dirección, Block (2017) señala que, si bien el término remite en una primera instancia a la teoría marxista sobre el funcionamiento del sistema capitalista y la idea de mercancía, estas referencias no suelen ser tratadas rigurosamente por la literatura sobre el tema. De acuerdo con este autor, gran parte de las investigaciones sobre mercantilización del lenguaje utilizan el concepto con escaso sustento teórico, como parte de un conocimiento compartido que se da por supuesto; en consecuencia, se corre el riesgo de que se convierta en un “eslogan vacío”, en una suerte de “palabra de moda”. McGill (2013), por su parte, considera que en los estudios sobre el tema hay imprecisiones y falta evidencia empírica que demuestre el consumo real del lenguaje como mercancía –es decir, el lenguaje como una habilidad que se puede medir con otras formas de valor económico–; esto lo lleva a cuestionar el hecho de que el lenguaje funcione, en general, como una mercancía.
Durante los últimos años se ha desarrollado una vasta producción de estudios empíricos que analizan procesos de mercantilización del lenguaje localizados en distintos espacios geográficos y centrados en diversos ámbitos de aplicación. Desde el marco de la sociolingüística crítica, muchos estudios han empleado el concepto de mercantilización del lenguaje para dar cuenta de situaciones de desigualdad y explotación en el ámbito laboral. Bajo las condiciones actuales del neoliberalismo, existe el imperativo de que los trabajadores deben invertir en habilidades lingüísticas y comunicativas y emplear estratégicamente dichas habilidades para lograr ser competitivos. No obstante, al poner estas habilidades al servicio de las empresas, son estas quienes logran maximizar sus beneficios. En particular, estas formas de explotación se han documentado con la población latina en los Estados Unidos, cuyas competencias bilingües resultan atractivas en el mercado laboral, pero no se traducen en mejores condiciones de trabajo, sino, más bien, en tareas adicionales que no son remuneradas (Alonso y Villa, 2020). Así, los trabajadores se encuentran muchas veces con que los conocimientos lingüísticos adquiridos no son reconocidos con un mayor salario o un mejor acceso a ciertos puestos de trabajo, sino que dan lugar a una nueva forma de explotación que se ha evidenciado en gran parte del mundo: el trabajo lingüístico no remunerado (Duchêne, 2011).
Como dijimos, las prácticas y discursos que involucran el proceso de mercantilización del lenguaje afectan no solo el valor de una lengua o variedad, sino también la manera en que se concibe a quienes la emplean. En este sentido, cabe mencionar lo que ocurre con los hablantes de lenguas indígenas en algunos contextos latinoamericanos. Unamuno y Bonnin (2018) observan la manera en que se recategoriza a los hablantes de lenguas históricamente invisibilizadas en la provincia del Chaco (Argentina), a partir de la emergencia de nuevos puestos de trabajo que requieren competencias bilingües en español y moqoit, qom o wichi. Se trata de trabajos calificados en los sectores públicos de educación y salud que, además de permitirles el acceso a puestos gubernamentales antes inalcanzables, convierten a los hablantes de estas lenguas en actores sociales clave para el acceso de las poblaciones minoritarias a derechos humanos universales. Así, en este contexto no solo se modifica el valor de estas lenguas, sino también el de quienes las emplean y pueden ocupar esos cargos: “los bilingües”. Por otra parte, en un estudio reciente realizado por Carvalho (2021) se observa de qué manera la promoción del turismo en Puerto Iguazú (Misiones, Argentina) plantea modificaciones en los significados atribuidos a los hablantes de guaraní, cuando la red hotelera de lujo moviliza recursos de esta lengua y cultura para producir autenticidad y generar un valor simbólico agregado a los productos y servicios turísticos que se ofrecen en la zona. Como señala su autor, pese a que muchos trabajos han asociado la mercantilización de las lenguas indígenas con la posibilidad de potenciar la capacidad de agencia de sujetos, esto no ocurre siempre, dado que también involucran prácticas que (re)producen situaciones de desigualdad.
Desde el campo de la glotopolítica, numerosas investigaciones recientes se han dedicado a estudiar la situación del español en cuanto lengua mercantilizada y la promoción de su enseñanza y certificación en países no hispanohablantes. De acuerdo con Del Valle y Villa (2005), el aprovechamiento del peso económico del español llevado adelante por instituciones y organismos ligados o dependientes del gobierno de España se articula en torno a dos objetivos: en primer lugar, el desarrollo de una industria lingüística dedicada a la enseñanza y difusión del español como lengua extranjera, estimulando el interés por su estudio y aprovechando las circunstancias que en cada región lo favorezcan –por ejemplo, la creciente población hispana en los Estados Unidos o la participación de Brasil en el Mercosur–. En segundo lugar, se aspira también a que la difusión, el estudio y la valoración positiva de la lengua española en el mundo se traduzca en un aumento del consumo de bienes culturales que utilizan el español como soporte –como los productos de las industrias del cine, la literatura y la música–.
Desde su creación en 1991, el Instituto Cervantes –organismo público dependiente del gobierno de España, encargado de la difusión internacional del español a través de su enseñanza y certificación– se posicionó como agente dominante en el campo de la enseñanza de español como lengua extranjera. Esta situación dejó en la periferia a iniciativas que ya funcionaban de modo aislado en España y en algunos países latinoamericanos, como México, Argentina o Colombia, tanto en el marco de la acción privada como pública. Esa hegemonía se trasladó, a su vez, al campo de la producción de materiales didácticos, los exámenes, la certificación de competencia lingüística, la formación docente y a los programas que fijan la variedad de enseñanza (Rizzo, 2020).
En los últimos años, la voluntad de expandir el español a espacios rentables económicamente y de incrementar la llegada a un público más amplio llevó a organismos planificadores –entre ellos, el Instituto Cervantes, la Fundéu, la Real Academia Española– a promover una variedad deslocalizada, tendiente a la uniformidad de formas lingüísticas –y no a la diversidad de rasgos regionales–, a través de la publicación de manuales de escritura en internet, entre ellos, manuales de estilo periodísticos para versiones online (Arnoux, 2020). Se propone, así, un español “global” o “neutro”, pensado especialmente para la comunicación digital, que pueda también facilitar la acción de buscadores, traductores automáticos y chatbots. Además del uso en las industrias cinematográfica y televisiva, últimamente el español neutro o global se ha desarrollado en el ámbito de la traducción y de la capacitación, por parte de empresas multinacionales, de empleados en call centers que cumplen funciones de atención a clientes de distintas zonas de América (Bengochea, 2019).
Desde los estudios lingüísticos, atender a los procesos de mercantilización del lenguaje resulta relevante para comprender el modo en que las lenguas y las prácticas lingüísticas ocupan un papel cada vez más importante en la economía del capitalismo tardío y global. Estas nuevas formas de concebir a las lenguas –y a sus hablantes– plantean, a su vez, cambios en la forma en que distintos actores sociales –más allá de los agentes tradicionales de política lingüística vinculados al Estado nación– intervienen en ellas, dando lugar a fenómenos novedosos. Desde el lugar del investigador, entender las lenguas desde esta perspectiva nos obliga a repensar categorías conceptuales, abordajes metodológicos y a entender las lenguas en su contexto global.
Alonso, L. y Villa, L. (2020). “Latinxs’ bilingualism at work in the US: Profit for whom?”. Language, Culture and Society, 2(1), pp. 37-65.
Arnoux, E.N. de (2020). “Modos de regulación de la discursividad: en torno a la simplificación y la uniformización”. La Rivada, 8(14), pp. 15-36.
Bein, R. (2012). La política lingüística respecto de las lenguas extranjeras en la Argentina (Tesis doctoral). Universität Wien, Viena.
Bengochea, N. (2019). “El español neutro: análisis de la normativa argentina sobre el doblaje en medios audiovisuales”. En E. Arnoux y R. Bein (eds.), Ideologías lingüísticas. Legislación, universidad, medios (pp. 63-83). Buenos Aires: Biblos.
Block, D. (2017). “What on earth is ‘language commodification’?”. En B. Schmenk, S. Breidbach y L. Küster (eds.), Sloganizations in language education discourse (pp. 121-141). Bristol: Multilingual Matters.
Bourdieu, P. (1982). ¿Qué significa hablar? Economía de los intercambios lingüísticos. Madrid: Akal.
Carvalho, S.D.C. (2021). “Mercantilização da linguagem na promoção do turismo de luxo na Selva Iryapú (Misiones, Argentina): autenticidade, deslocamentos e resistência”. Trabalhos em Linguística Aplicada, 60, pp. 347-363.
del Valle, J. y Villa, L. (2005). “Lenguas, naciones y multinacionales: las políticas de promoción del español en Brasil”. Revista da Abralin, 4(1-2), pp. 197-230.
Duchêne, A. (2011). “Néolibéralisme, inégalités sociales et plurilinguisme: l’Exploitation des ressources langagières et des locuteurs”. Langage et Société, 136(2), pp. 81-108.
Heller, M. (2003) “Globalization, the new economy and the commodification of language and identity”. Journal of Sociolinguistics, 7(4), pp. 473-492.
— (2010). “The commodification of language”. Annual Review of Anthropology, 39, pp. 101-114.
McGill, K. (2013). “Political Economy and Language”. Journal of Linguistic Anthropology, 23(2), pp. 84-101.
Pujolar, J. (2020). “La mercantilización de las lenguas (commodification)”. En L. Martín Rojo y J. Pujolar (coords.), Claves para entender el multilingüismo contemporáneo (pp. 131-164). Zaragoza: Prensas de la Universidad de Zaragoza.
Rizzo, M.F. (2020). “La actual política de ‘iberoamericanización’ del Instituto Cervantes”. Círculo de Lingüística Aplicada a la Comunicación, 84, pp. 133-142.
Unamuno, V. y Bonnin, J.E. (2018). “We work as bilinguals. Socioeconomic language policy for indigenous languages in El impenetrable”. En J.W. Tollefson y M. Pérez-Milans (eds.), The Oxford handbook of language policy and planning (pp. 379-397). Oxford: Oxford University Press.
Desterritorialización absoluta, Frontera / límite, Multiliteracidades, Neohablante, Neoliberalismo, Política de traducción, Prácticas de enseñanza, Translenguaje
Libro expandido / libro objeto
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
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Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
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La noción libro expandido se refiere a las mutaciones del libro como medio de comunicación y a la experimentación estética con todo tipo de materiales. Así, su proyección futura alude a una inagotable generación de innovaciones emergentes en nuevos formatos, estructuras narrativas, niveles de legibilidad lingüística y visual, criterios y técnicas de fabricación, impresión y edición, que confluyen en el involucramiento del lector como cocreador de la obra y lo invitan a reflexionar sobre lo que lee, cómo lo lee, desde dónde lo lee. El libro expandido es un artefacto versátil que sugiere una constante evolución. Como lo advierte Amaranth Borsuk:
Para ver hacia dónde va el libro debemos pensar en él como un objeto que ha atravesado una larga historia de juego y experimentación. En lugar de llorar su muerte o de crear una dicotomía entre el libro impreso y los medios digitales […] la historia señala continuidades, posiciona al libro como una tecnología cambiante y subraya el modo en que los artistas de los siglos XX y XXI nos han empujado a repensarlo y redefinirlo (2020: 13).
El libro expandido, entonces, debe considerarse en sus variaciones y experimentaciones como “objeto-libro” –unidad material portátil, espacio de almacenamiento de contenidos– y como “libro-objeto” –propuesta estética de lectura múltiple–.
El libro expandido como objeto-libro ha sido estudiado por los historiadores del libro –Febvre y Martin, Ong, Chartier, Kilgour, Dodd, Howard, la propia Borsuk, recién citada– desde la impresión cuneiforme hasta la interfaz de pantalla táctil, considerando sus cambios de estructura, fabricación, producción y consecuentes formas de circulación.
El concepto de libro expandido permite, en su amplitud, dar cuenta de otras prácticas editoriales de objeto-libros que, más allá de la producción industrial, buscan nuevos caminos en la publicación artesanal, a la vez que permiten revisar nociones como las de autoría y edición. Si, como afirma Roger Chartier (1996:23), “los autores no escriben libros: no, escriben textos que se transforman en objetos escritos –manuscritos, grabados, impresos y, hoy, informatizados–”, el proceso de la edición artesanal revisa estas relaciones y funciones a partir de la noción de editor artesanal que “es aquel que se (re)apropia de aquella instancia de producción y manufactura de los libros que integran el catálogo de su proyecto editorial” (Schierloh, 2021: 16).
Más allá de esta idea y su pertinencia, en 1975 Ulises Carrión publicó en la revista Plural, dirigida por Octavio Paz, un texto que asume cierto estilo de manifiesto: “El arte nuevo de hacer libros”. Carrión postula una serie de principios e ideas que cuestionan el mundo usual del libro y la práctica habitual de autores y editores a favor de un nuevo concepto de la producción editorial y de la escritura en general, y hace, entre otras, estas afirmaciones:
En el arte viejo –de hacer libros– el escritor se cree inocente del libro real. Él escribe el texto. El resto lo hacen los lacayos, los artesanos, los obreros, los otros. En el arte nuevo la escritura del texto es sólo el primer eslabón en la cadena que va del escritor al lector. En el arte nuevo el escritor asume la responsabilidad del proceso entero. […] En el arte viejo el escritor escribe textos. En el arte nuevo el escritor hace libros (Carrión, 2012: 3).
Contra la lógica del libro industrial y contra la figura del autor como aquel que solo escribe textos, Carrión está postulando la posibilidad de un arte nuevo, donde la hechura íntegra del libro queda a cargo del autor, quien asume la materialidad del libro como parte de su proyecto creador. El objeto-libro puede devenir libro-objeto cuando se concibe como realidad autónoma que, según Carrión, puede contener cualquier lenguaje –escrito–, no solo el lenguaje literario, sino cualquier otro sistema de signos.
En el ámbito de la producción editorial industrial, vale la pena recordar un antecedente del libro-objeto tomado del campo de la arquitectura: S,M,L,XL (1995), de Rem Koolhaas, arquitecto holandés perteneciente al grupo OMA, y Bruce Mau, diseñador gráfico canadiense, quienes producen un formato transdisciplinar donde convergen contenidos culturales resignificados por nuevos criterios del diseño y que admite múltiples lecturas y entradas a elección del lector.
El libro expandido como libro-objeto es libro-arte que se constituye como género singular, con sus propias formas y tradiciones, a partir de la década de 1960. A diferencia del “libro común”, el libro-arte tiene como uno de sus fundamentos analizarse y criticarse a sí mismo como creación simbólica, propiciando con ello una comprensión y una lectura más conceptual y, a la vez, metafórica y multisensorial.
Teóricos, críticos del arte y estudiosos del libro –Lippard (1976), Phillpot (1982), Antón (1994), Drucker (1995), los ya citados Borsuk y Carrión– subrayan que los libros-objeto surgen para democratizar el arte utilizando un producto artístico que llegue al público y, a la vez, sea portador de transformaciones sociales.
Las definiciones del libro-objeto son variables y de límites no cerrados. Es por ello que, desde diferentes disciplinas, encontramos homologada la categoría de “libro-objeto”, “libro-arte” o “libro de artista”, siempre referida a una pieza estética y conceptual concebida para experimentar material y simbólicamente un contenido en un soporte no convencional respecto del libro común entendido como contenedor.
Por lo tanto, el libro-objeto plantea un nuevo orden de producción, impresión, distribución, consumo y formas de lectura distantes de los objetos-libro convencionales. El libro-objeto es una obra conceptual que puede contenerse en un códice o generar otro objeto tridimensional. Como subraya Antón (2004):
El libro-objeto emplea la imagen del propio libro como elemento simbólico. Generalmente no tiene la posibilidad de ser hojeado, renunciando el artista a una mayor capacidad trasmisora de información y al factor temporal y participativo, en beneficio de potenciar la imagen tridimensional o escultórica (3).
Desde el diseño gráfico e industrial, los libros-objeto se identifican por ser artefactos con consistencia material y espacio-temporal, que tienden a servirse de todo tipo de signos en una operación estética y metalingüística que implica un nuevo modo de lectura e interpretación. La lectura se plantea como uno de los aspectos definitorios del libro-objeto como libro que se expande y propicia una lectura participativa, lúdica, performativa.
La proliferación en el arte contemporáneo de libros expandidos como libros-objeto surgió en la década de 1960, con referentes vanguardistas de la posguerra como el surrealismo, el futurismo italiano y ruso, el dadaísmo, el arte conceptual, el grupo Fluxus, el pop-art, el minimalismo, el arte postal –o arte correo–, que generaron un boom editorial a través de la publicación de libros y revistas experimentales que pusieron en diálogo la palabra, la imagen, la tipografía, la ilustración y las nuevas tecnologías, para hacer saltar las páginas y convertirlas en inigualables construcciones de piezas interactivas.
Antes habían surgido artistas que actualmente se reconocen como precursores del libro-objeto o libro de artista. Entre ellos, el escritor inglés William Blake, quien se encargaba de la totalidad de la producción –el texto, las ilustraciones, las pinturas, la impresión y la venta de sus propios libros– e inauguró en 1788 su técnica de “impresión iluminada” entre texto e imágenes para que el libro sea útil y difunda justicia social.
Pensando en América Latina, no puede dejar de mencionarse a Simón Rodríguez (2018) y también a alguien como Luis Camnitzer (2008), quien, en décadas recientes y desde su enfoque conceptualista liberador, ha retomado las innovadoras propuestas de diagramación y uso de la tipografía introducidas por el maestro y político caraqueño.
Otro precursor fue el poeta simbolista francés Stephane Mallarmé, quien irrumpió con un nuevo proceso de lectura conjugando poesía y diagramación tipográfica. Particularmente con Un golpe de dados jamás abolirá el azar (1897), donde el contenido se materializa formalmente en el cuerpo que lo sostiene. Asimismo, el poeta cubista francés Apollinaire, quien en sus Caligramas (1918) experimenta la relación entre la palabra y el objeto que sintéticamente la representa.
Desde el futurismo italiano y el futurismo ruso se presentaron exploraciones con lo tipográfico, como Zang Tumb Tumb, de Filippo Tomasso Marinetti (1914), y Dlia Golosa de Maiakovsky, de Lissitzky (1923). Desde el movimiento dadaísta, Marcel Duchamp realizó un libro de artista, La caja verde, compilado en 1934, con 94 facsímiles de fotografías, dibujos, notas, objetos y textos humorísticos fechados entre 1911 y 1915, que constituía una especie de valija-museo portátil, inicialmente planificada para 300 ejemplares ordinarios y 20 de lujo. Asimismo, Bruno Munari –artista, ilustrador, ensayista, diseñador gráfico y editorial italiano– entre 1929 a 1998 fue uno de los referentes del libro de artista: dedicó muchas de sus obras a las infancias, con publicaciones de libros lúdicos, libros-cartillas, prelibros para no lectores, libros ilegibles sin texto, cuentos sensoriales y máquinas inútiles como móviles artísticos. El ya mencionado Ulises Carrión, destacado poeta visual, empezó desde 1972 una constante exploración de libros y del arte correo como elementos de arte-objeto –anónimos, cotidianos y sujetos al azar–, hasta llegar a ser videoartista.
Dos movimientos artísticos alentaron con sus manifiestos y sus obras la asunción de este cometido: el arte conceptual, que creó un metadiscurso del arte que llevó a redefinirlo, y el movimiento Fluxus, que insistió en la plasmación de la experiencia artística a partir del eventos y happenings, de las performances e instalaciones artísticas, que buscaban reducir la distancia entre el arte y la vida cotidiana al considerar que la experiencia humana de por sí es arte. Entre los representantes de estas vertientes se cuentan el estadounidense Edward Ruscha, quien, interesado en el libro como obra de arte conceptual, elaboró una serie de libros fotográficos de artista en las décadas de 1960 y 1970, y el alemán de Dieter Roth, quien exploró el neodadaísmo y el movimiento Fluxus con Literaturwurst (1968). Cabe mencionar también a Raymond Queneau, quien, desde el paradigma oulipiano, produjo Cien billones de poemas (1961), en el que unió literatura y matemática en diez sonetos que poseen versos con la misma rima. Cada verso está dividido por lengüetas que permiten desplazarlo y sustituirlo por otro soneto. Por lo tanto, el número total de sonetos que pueden generarse son cien mil millones.
Estudiado por diferentes disciplinas, como la historia de arte, la edición, el diseño gráfico, la ingeniería del papel, el diseño industrial, la sociología, las pedagogías artísticas y la crítica literaria, el libro-objeto ha tenido modos de experimentación muy prolíferos en el campo de la literatura infantil.
Con un alto nivel de exploración artística, los libros-objeto pueden ser libro-acordeón, cintas de Moebius, pop-up, libros de lectura reversibles, libros editados con añadiduras, cajas de CD que se transforman en una casa tridimensional, juegos de naipes poéticos, libros túnel, piezas únicas y autónomas de lectura plural.
Leer Quiensabe (Devetach et al., 2015) implica una invitación a leer-escuchar-armar-mirar-distribuir en el espacio para hacer “lo literario” a partir de desenvolver una caja de CD. La caja se abre, hallamos en el fondo un CD y personajes troquelados que son mencionados en las canciones; la caja se despliega y, entonces, se arma una casa volumétrica. Esta propuesta reúne poesías de la gran pionera de la literatura infantil argentina, Laura Devetach, la cual pone su voz junto a otros artistas invitados en recitados y canciones que componen un disco producido musicalmente por Mariano Medina, Cecilia Raspo, Guillermo Bonaparte, sumado a la gráfica de Luis Paredes.
Leer una cinta de Moebius no solo es una lectura performativa que implica su armado, sino una modalidad de lectura donde la cinta infinita contiene palabras, imágenes, collage, tipografías de una historia de nunca acabar que encuentra en la cinta infinita el mejor cuerpo del libro-objeto. En Detrás de él estaba su nariz (Istvansch, 2008) volvemos a lo literario con este libro-objeto que nos entromete permanentemente en una infinita transformación. Es un libro que no tiene tapas, sino que es un sobre que contiene siete historias, cada una en una tira rectangular de papel de 8 x 42 cm. Cada banda de doble cara contiene historias entre textos e ilustraciones por collage y tiene muecas que permiten unir los márgenes y transformar la tira en una cinta de moebius. La cinta infinita es el soporte perfecto para contar historias infinitas que nos reinstalan en la literatura oral del cuento de nunca acabar. Detrás de él estaba su nariz, por la operación contagiada entre las historias de nunca acabar y las cintas de Moebius, deviene metáfora performativa de un giro infinito.
En la Argentina, Eric Schierloh ha retomado las ideas de Carrión y, desde su propia práctica como escritor y editor artesanal, ha desarrollado el concepto de escritura aumentada, que se vincula, por un lado, con la idea –ya presentada por Carrión– del autor como participante de todo el proceso, incluyendo las decisiones sobre la “puesta en libro”, lo que a la vez se liga con la recuperación de la dimensión artesanal. En su libro La escritura aumentada, Schierloh ofrece su definición: “Esa escritura en simbiosis, síntesis y diálogo constante con la manufactura de sus soportes materiales es el tipo de escritura que en este libro propongo llamar escritura aumentada y, por extensión, edición artesanal” (2021: 17). Junto con las propuestas de un proyecto artesanal de edición y de escritura, imagina unos modos de socialización, circulación y producción, alternativos a los del mercado editorial: “tanto la escritura aumentada como la edición artesanal pueden pensarse, en definitiva, como el territorio de una comunidad alternativa en la que proliferan nuevos libros y también nuevas economías del libro y de las escrituras” (18).
En esta línea, propuesta por Carrión desde París y México, y por Schierloh en la Argentina, se pueden recuperar diversas experiencias que han puesto en juego la práctica de autoría integral, asumiendo la tarea de puesta en libro de los textos y la edición artesanal. Por su originalidad y relevancia, resulta interesante comentar el proyecto Fábrica de Libros Benteveo, que promovió la edición artesanal de “libros de artista” publicados en 2005, con una tirada de entre ciento cincuenta y doscientos ejemplares a cargo de niños y niñas del Patronato de la Infancia de la ciudad de Bahía Blanca, en el marco del taller literario “Cuentos con sol”, coordinado por la educadora Mirta Colángelo. Inicialmente se publicaron dos títulos: uno de poesía, Coplas copleras, y otro de narrativa, La noche es sueño; en ambos casos, textos, ilustraciones, armado y distribución fueron realizados por sus autoras y autores infantiles.
Las posibilidades de experimentación artística son infinitas y preanuncian un futuro de nuevas invenciones literarias en el libro-objeto como libros inusuales, fuera de frontera, transliterarios.
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Ciberliteraturas, Ciencia ficción, Crítica / poscrítica, Imagen, Música fragmentaria, Ópera futurista, Poéticas de los márgenes urbanos, Tecnopoéticas, Transmedia, Vanguardia
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0001-6741-6746
Melancolía es un concepto polisémico. Un humor oscuro y enigmático; un temperamento taciturno y creativo; una enfermedad dolorosa con matices placenteros; un estado transitorio de tristeza y abatimiento que incita, a la vez, a rehuir del mundo y a comunicarse con él; causa o efecto de la inspiración divina, la santidad o el engaño diabólico; la rémora de un pasado remoto y la condición paradigmática de la modernidad. Algunos autores lo comparan con la depresión, noción clave de la psiquiatría y la psicología del siglo XX, que heredó algunos de sus sentidos, pero no todos sus síntomas (Jackson, 1986: ix). Sin embargo, desde muy temprano, el dominio de aplicación del concepto de melancolía desbordó ampliamente la incumbencia de los médicos para extenderse a la filosofía moral, la teología o las artes (Gowland, 2006). Eso quizás explique el hecho curioso de que una voz que surgió como un término técnico en Grecia hace más de dos mil años no solo continúe en uso, sino que se haya convertido en un recurso para pensar la modernidad y el futuro.
Durante su extensa historia, el significante se mantuvo prácticamente inalterado. Su origen es el vocablo griego μελαγχολία –por μέλας, “negro”, y χολή, “bilis”– que se transliteró en latín como melancholia. De allí se trasladó a las lenguas vernáculas casi sin cambios. De esta permanencia formal, no obstante, no debe deducirse una estabilidad semántica (Starobinski, 2017: 17).
En la medicina griega antigua, el término tenía tres significados que surgieron en momentos históricos distintos (Jouanna, 2012). Designaba un humor, un temperamento y una enfermedad.
En el esquema hipocrático, la melancolía, o bilis negra, era uno de los cuatro humores constitutivos del ser humano, junto con la sangre, la flema y la bilis amarilla o cólera. Cada uno implicaba una combinación de cualidades –frío/cálido y seco/húmedo– y se correspondía con una edad del hombre, una estación del año y uno de los cuatro elementos. La bilis negra era fría y seca y se correspondía con la adultez, el otoño y la tierra. Posteriormente, a partir de las obras de Rufo de Éfeso y Galeno, se comenzó a distinguir otro tipo de melancolía, denominada “no natural”, “adusta” o “quemada”, que surgía de la corrupción, enfriamiento o combustión de alguno de los otros tres humores y que podía ser caliente (Jackson, 1986: 10-11).
Para Galeno, las combinaciones entre las cuatro cualidades daban lugar a nueve temperamentos: uno ideal, que suponía un equilibrio entre todas; cuatro donde predominaba una de ellas; y otros cuatro donde prevalecía un humor, que combinaba dos cualidades. Tal era el caso del temperamento melancólico, frío y seco. Esas nueve constituciones determinaban el carácter y las inclinaciones de cada individuo en particular, así como las enfermedades, los comportamientos y las emociones a las que tenían mayor predisposición.
Finalmente, la melancolía era una enfermedad producida por un incremento desproporcionado de la bilis negra. Habitualmente se la consideraba una especie crónica de locura sin fiebre, cuyos síntomas más habituales eran el miedo y la tristeza sin causa, a los que se podían sumar alucinaciones y manifestaciones somáticas, como trastornos del habla, dispepsia, parálisis y convulsiones.
Por otro lado, ya desde la Antigüedad los usos de la melancolía excedían el contexto de la medicina. Acaso el ejemplo más conocido sea el Problema XXX, I, atribuido históricamente a Aristóteles, aunque escrito posiblemente por Teofrasto u otro peripatético. Allí, el autor se interrogaba acerca de por qué todas las personas eminentes en la filosofía, la política, la poesía o las artes eran melancólicas.
Hacia el siglo XIV surgió un nuevo significado de la melancolía, como un estado de ánimo subjetivo y transitorio de tristeza sin causa. Este se podía aplicar también a aquello que causaba esa sensación: objetos, lugares, sonidos, palabras, miradas, etc. Esta acepción no surgió del ámbito médico, sino de la literatura (Klibansky et al., 2019: 217-220).
A partir del Renacimiento, la melancolía se convirtió en un concepto fundamental de la cultura europea. El motivo de esto probablemente haya sido la notable ampliación de su dominio de aplicación (Gowland, 2006: 84). Durante este período, por ejemplo, la antigua concepción del amor como enfermedad –el amor hereos o heroico– comenzó a entenderse más frecuentemente como una variedad de la melancolía. También el concepto teológico de la acedia comenzó a perder relevancia y la melancolía se revistió de sentidos trascendentes (Jackson, 1986).
Esta nueva importancia de la melancolía se debió en buena medida a Marsilio Ficino. En el siglo XV el florentino recuperó el Problema XXX, I y lo resignificó en una explicación astrológica del genio: quienes nacían bajo el signo de Saturno tenían una predisposición natural a la melancolía, algo equivalente al “furor divino” platónico, que los hacía excepcionalmente creativos. Este planteo abrió un debate acerca del origen del genio de los escritores y artistas renacentistas, que se extendió por Europa y tuvo, como una de sus consecuencias, la emergencia de una verdadera moda melancólica en los ámbitos cortesanos (Brann, 2002; Klibansky et al., 2019).
La asociación con el genio era expresión de una creencia más amplia acerca de la melancolía como efecto o vehículo de conexiones con realidades trascendentes. Diversos médicos y teólogos afirmaban que las potencias sobrenaturales y preternaturales eran capaces de actuar sobre los cuerpos a través de la imaginación que, según el esquema aristotélico, era una de las facultades del alma sensitiva. Por eso, mientras Ficino y otros enfatizaban que la melancolía estimulaba la inspiración creativa, los demonólogos argumentaban que ella podía ser un efecto inducido por el maligno o, incluso, actuar como una causa o aliciente para la posesión diabólica (Gowland, 2006: 90-94; Klibansky et al., 2019: 265-267). Por otro lado, la enfermedad podía ser vista como una tentación enviada por Dios para probar la fe de los justos. Esto dejaba espacio para que algunos melancólicos interpretaran su aflicción como un signo de elección providencial (Schmidt, 2007: cap. 4; Sullivan, 2016: 192-197).
La amplitud extraordinaria que alcanzó el concepto en la modernidad temprana quedó de manifiesto en la Anatomy of Melancholy (1621), de Robert Burton. Esta obra voluminosa y erudita, ampliada a lo largo de seis ediciones, buscaba recopilar todo el saber disponible sobre aquella enfermedad. En una época de crisis social y económica, rebeliones, guerras de religión y brotes de peste, el autor diagnosticaba una epidemia de melancolía (Gowland, 2006: 80). En el prólogo, esta aparecía como expresión de una irracionalidad universal a una escala nunca antes vista. Para las generaciones siguientes de ingleses, sería cada vez más frecuente ver la melancolía, con toda su ambivalencia, como un efecto de los tiempos modernos: las nuevas formas de organización política, la vida urbana, el consumo de bienes exóticos de las colonias, la diversidad y efervescencia de las creencias religiosas o la relajación de las normas morales (Gattinoni, 2021).
La melancolía adquirió relevancia en la cultura europea en paralelo al avance de las investigaciones anatómicas que destruirían el esquema humoral donde había nacido. A partir del siglo XVI, la multiplicación de las disecciones reveló la inexistencia de la bilis negra, pero fue especialmente la neuroanatomía de Thomas Willis (1621-1675) la que asestó el golpe definitivo a las explicaciones humorales sobre esa enfermedad. A partir de entonces, es posible percibir –especialmente en Inglaterra– una crisis en el concepto de melancolía. Por cierto, la palabra se continuó usando, en especial en su acepción como estado de ánimo. Sin embargo, dejó de ser la única capaz de capturar por sí misma toda la diversidad y profundidad histórica de significados que había recopilado Burton en su Anatomy. Por entonces, comenzaron a proliferar y adquirir mayor relevancia otros términos que designaban formas particulares de la melancolía y que, en el transcurso del siglo XVIII, se convertirían en categorías médicas por derecho propio, como spleen, vapours, hypochondria, hyterical affections, lowness of spirits y nervous disorders (Gattinoni, 2021: 80-84 y cap. 3).
Desde luego, la crisis del concepto no fue total ni definitiva. Durante el siglo XIX la psiquiatría y la psicología continuaron empleándolo, a menudo con renuencia, despojado ya de sus implicancias humorales (Lawlor, 2012: cap. 4). Pero, además, la profunda fecundidad simbólica de la melancolía motivó renacimientos periódicos del concepto más allá de la medicina. Se convirtió, así, en un tema predilecto de la literatura desde fines del siglo XVIII: para los graveyward poets ingleses, como Thomas Gray o Edward Young; para el movimiento Sturm und Drang en Alemania, donde la melancolía encontró en el joven Werther, de Johann Wolfang von Goethe, uno de sus antihéroes arquetípicos; o para el decadentismo de Charles Baudelaire, que retomó varios de estos tópicos en su resignificación del spleen inglés (Kuhn, 1976).
En el siglo XX el período de entreguerras vio un nuevo Nachleben de la melancolía. En Hamburgo, Aby Warburg, Erwin Panofsky y Fritz Saxl, basándose en estudios previos de Karl Giehlow, investigaron la tradición iconográfica que culminaría en el célebre Melencolia I, de Alberto Durero. El ensayo que Panofsky y Saxl completaron años más tarde junto con Raymond Klibansky exploraba el modo en que la melancolía, por su carácter ambivalente de tormento y placer introspectivo, permitía a los humanistas y artistas del Renacimiento expresar las contradicciones trágicas de una experiencia vital inédita y moderna (Klibansky et al., 2019: 241-254). Vanguardistas italianos y alemanes, como Giorgio de Chirico, Wilhelm Heise u Otto Dix, abrevaron en aquella tradición iconográfica para expresar una mirada extrañada ante una realidad que parecía haber perdido toda cohesión y sentido (Clair, 1999).
Aquellas investigaciones influyeron también en Walter Benjamin, quien dejó algunas reflexiones fragmentarias y contrastantes sobre la melancolía. En ocasiones se refirió a un tipo de contemplación melancólica de la historia: pasiva, reaccionaria, condescendiente y paralizante, que empatiza con los vencedores –como la “acedia del historicismo” o la “melancolía de izquierda”, de Eric Kästner–. Pero más relevante fue la concepción de la melancolía que aparecía en sus estudios sobre el Trauerspiel y sobre Baudelaire, como un modo activo y genuinamente transformador de relacionarse con el pasado. En estos últimos, presentaba el spleen como un método estético de autoextrañamiento que permitía contrarrestar el empobrecimiento de la experiencia característico de la modernidad (Pensky, 1993).
En la actualidad, el concepto de melancolía tiene plena vigencia. Independientemente de su relativo desuso en las ciencias de la salud mental (Shorter, 2005: 78-89; 174-176), el término se emplea en el habla cotidiana y tiene un lugar especial en el discurso filosófico y la crítica cultural de la modernidad. Estos usos derivan en gran medida de Benjamin y coinciden en ver la melancolía no como una enfermedad, sino como una disposición afectiva positiva para habitar, criticar e intervenir políticamente en la modernidad. Así, Mark Fisher (2014) la concibió como una forma de resistencia a la cancelación del futuro y a la declinación de la historicidad en el realismo capitalista. Para Enzo Traverso (2018), la melancolía de izquierda sería una suerte de duelo imposible ante la derrota final del comunismo, que rechaza la identificación con el enemigo capitalista y permanece a la espera de una redención. Para Roger Bartra (2017), la melancolía resurge en el siglo XXI ante la crisis de sentido derivada de la percepción de una realidad fragmentaria e incoherente. De modo similar, Carlos Bermejo Becerra la enlaza con los motivos de la fragmentación y la dispersión (2018: cap. 3).
En su extensa historia conceptual e iconográfica, la melancolía se convirtió en un acervo simbólico insondable para expresar ideas sobre los seres humanos y sus vínculos ambivalentes con los otros, el mundo, el cosmos, los dioses o la historia. Cada uso de un concepto tan complejo y con tal profundidad histórica supone una apropiación selectiva de una porción de sus significados. Así, quienes buscan en ella una fuente de redención para un futuro incierto enfatizan ese momento reflexivo y creativo de la melancolía moderada y dejan de lado su costado más dañino. Ante una modernidad que muchos experimentan “como una amenaza radical a su historia y sus tradiciones” (Berman, 2008: 1), la pausa, el alejamiento del mundo y el repliegue sobre sí mismo parecen una respuesta necesaria. Sin embargo, queda abierto el problema del regreso a la comunidad y el paso a la acción. En el horizonte acecha la faz más oscura, paralizante, dolorosa y autodestructiva de la melancolía, y la pregunta de por cuánto tiempo se puede sostener la contemplación placentera sin caer en la desesperación más amarga.
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El futuro seguramente traerá cambios sustantivos en el modo en el que las sociedades lidian con las diferencias étnicas y raciales.
El capitalismo se desplegó desde su cuna europea generando, junto con diferencias de clase, una jerarquía étnico-racial y una organización del espacio geográfico características. Las personas de ascendencia europea y racializadas como “blancas” adquirieron un lugar de supremacía respecto de las de otras etnicidades, con frecuencia racializadas como no-blancas. Esa jerarquía quedó plasmada en un acceso diferencial a las ventajas económicas y de todo tipo y al poder de decisión, apoyado en discursos que degradaban o inferiorizaban a los no-blancos, lo que a su vez hizo que sus cuerpos estuviesen más expuestos a ser privados de derechos y a sufrir explotación y violencias –incluyendo la servilización o la esclavización–. En términos geográficos, los flujos del excedente se dirigieron a las zonas privilegiadas de Europa occidental y a algunas otras ocupadas por colonos europeos en América del Norte y Australia. Las elites de esos espacios retuvieron el control de los principales resortes del capitalismo mundial. Así, lo blanco-europeo quedó asociado al poderío, a la superioridad cultural y luego biológica –justificada en el siglo XIX mediante argumentos científicos– y a las narrativas de “civilización” y “modernidad”. Durante el siglo XIX y XX, algunas elites de pueblos de origen no europeo con aspiraciones imperiales –por caso, las del Imperio otomano– intentaron asociarse a esas nociones de blanquitud que movilizaban los europeos para construir jerarquías al interior de sus dominios o respecto de pueblos vecinos. También allí las personas de tez oscura fueron con frecuencia inferiorizadas (Minawi, 2023: 130-54). Las ideas de superioridad racial y las presionas para el blanqueamiento y/o la homogeneización étnica durante los procesos de formación de las naciones condujeron, con frecuencia, a la marginación o incluso al exterminio de las minorías, dentro y fuera del espacio europeo.
Desde el comienzo, los proyectos expansivos de las elites blanco-europeas intentaron evitar que el contacto interétnico derivara en mestizaje y trataron de mantener una distinción clara entre espacios de blancos y de no blancos. El éxito en esa pretensión fue dispar. La distancia de las colonias, el control del ingreso de “indeseables” y un peso relativamente menor de la esclavitud hicieron que eso fuese más sencillo dentro del continente europeo, donde hasta hace algunas décadas el mestizaje con no-blancos seguía teniendo poco peso –a excepción de la península ibérica, en la que el panorama fue algo diferente–. En Iberoamérica y el Caribe, en cambio, los proyectos iniciales de preservar la “pureza de sangre” naufragaron rápidamente a causa de un imparable proceso de mestización. Por el contrario, algunas sociedades dominadas por colonos, como Estados Unidos o Sudáfrica, instauraron formas de segregación racial duraderas, por las que contuvieron la mezcla.
Paulatinamente, durante el siglo XX los diques y pilares que organizaron la supremacía blanca y apuntalaron la diferencia étnica se vieron erosionados. El internacionalismo socialista fogoneó desde temprano una crítica al colonialismo y al racismo. A esa prédica se sumó la de movimientos antirracistas, especialmente los iniciados por intelectuales negros en los Estados Unidos y el Caribe. Los procesos de descolonización agregaron resonancia al antirracismo y desmantelaron una parte de la infraestructura del dominio europeo. En los Estados Unidos y en Sudáfrica, una larga lucha por los derechos civiles condujo, respectivamente, al desmantelamiento del aparato de segregación racial a partir de la década de 1960 y del apartheid en la de 1990.
En el último tramo del siglo XX las intensas migraciones transnacionales, especialmente desde países del sur y del este hacia Europa, Norteamérica y Australia, plantearon escenarios de mayor diversidad, que pusieron en tensión las expectativas de homogeneidad étnica y de dominio blanco. Todos estos cambios fueron acompañados de un debate antirracista, de ramificaciones globales, que fue ganando en intensidad.
La heterogeneidad demográfica, el mestizaje y el descontento por el dominio blanco plantearon desafíos que obligaron a buscar cambios políticos e institucionales. No casualmente fueron las periferias las que ensayaron los cambios más tempranos. Haití protagonizó su revolución antirracista en 1804. Las revoluciones de independencia plantearon en otros sitios de América Latina horizontes de republicanismo radical que volvieron imposibles las formas de segregación racial que perduraron más al norte. La realidad demográfica y cultural del mestizaje y la dinámica de la política republicana condujeron, a comienzos del siglo XX, a la revalorización de la mezcla, del legado indígena y, a veces, de lo no-blanco como parte de la nación. A partir de la década de 1920 algunas de las elites locales registraron e intentaron tramitar esas presiones por vía de narrativas nacionales que encomiaban lo múltiple o lo híbrido, como las de la “democracia racial” de Brasil o la “raza cósmica” de México –en Argentina, por el contrario, sostuvieron el mito de una nación “blanca y europea”–.
Por su parte, en la década de 1920 la Unión Soviética ensayó un diseño institucional que convertía el antiguo Imperio ruso en una federación que colocaba a todos los pueblos en pie de igualdad. La ciudadanía soviética los incluía a todos, pero, a la vez, todos conservaban sus identidades de origen. La visión fue acompañada de políticas inéditas de afirmación cultural y de promoción económica de las minorías nacionales.
Finalmente, últimos en llegar, también los países privilegiados debieron buscar maneras de lidiar con la heterogeneidad demográfica y con las presiones antirracistas. A partir de la década de 1970 varios países occidentales, comenzando por los anglosajones, desarrollaron la estrategia política que se conoció con el nombre de “multiculturalismo”. El discurso de dicha estrategia invitaba a abandonar las visiones homogeneizadoras de la nación, para pasar a concebir las comunidades nacionales como cuerpos múltiples, en los que cada etnicidad debía tener idéntico derecho al respeto de su cultura, de su identidad y de su dignidad. El Estado debía transformarse en garante de esa igualdad y dotarse de políticas de afirmación de las minorías.
El multiculturalismo tuvo un ascenso meteórico e influyó en escenarios de todo el mundo. Sin dudas colaboró con las agendas de las minorías étnicas oprimidas, lo que explica que las militancias de cada una lo abrazaran entusiastas. En muchos sitios facilitó la devolución de tierras ancestrales a comunidades indígenas o afrodescendientes y la implementación de políticas de afirmación cultural. En Europa y en las Américas varios países adoptaron estructuras institucionales “pluriculturales” o, incluso, “plurinacionales”, como Bolivia y Ecuador.
La hegemonía que adquirió el multiculturalismo y la llegada de Barack Obama al poder en los Estados Unidos en 2009 llevaron a hablar del arribo de una era “posracial”. Pero nada indica que algo así sea esperable en el futuro. Tanto en el escenario global como al interior de los países occidentales, las jerarquías de clase siguen asignando los lugares superiores a personas blancas y empujando a los no-blancos a posiciones subalternas. Nada de eso va a cambiar en el futuro, al menos no sin una alteración política drástica de la lógica de funcionamiento del capital.
Lo que sí es esperable es que el multiculturalismo pierda la hegemonía que hoy tiene. Desde hace algunos años se percibe una reacción de pánico étnico que apunta a la reafirmación de la homogeneidad étnica nacional –e implícitamente de la superioridad de los blancos–. El éxito electoral de partidos que postulan el supremacismo blanco en Europa, los ataques contra la critical race theory y lo woke en los Estados Unidos, el reciente rechazo al borrador de la Constitución plurinacional de Chile o la campaña de demonización contra el pueblo mapuche en la Argentina son algunos de sus ejemplos (Geary, Schofield y Sutton, 2020). Pero, además, el multiculturalismo se agota por sus propias limitaciones. En la medida en que tendió a orientar las iniciativas y los reclamos antirracistas hacia el plano cultural y hacia una política de la identidad, dejó en las sombras el papel de la estructura de clases y geográfica del capitalismo, que es la que dio y da a los blancos el lugar de superioridad que ocupan. Incapaz de poner en discusión ese basamento material, se encapsula crecientemente en disputas en el plano simbólico y del lenguaje, lo que le resta atractivo entre las mayorías, fuera de los grupos de militancia o académicos.
Las propias dinámicas demográficas, que inevitablemente acentúan el mestizaje, irán erosionando el lugar del multiculturalismo como marco principal para el combate por la dignidad de quienes fueron racializados como no-blancos. Porque, en cierto modo, se trata de un discurso que continúa, de manera solapada, con la expectativa de mantener el polo blanco “incontaminado” y a cada grupo étnico bien delimitado. El multiculturalismo teme a la mezcla: a todos promete dignidad, pero en la medida en que se mantengan como grupos discretos, sin mezclarse –y, por supuesto, que no pongan en discusión el solapamiento sistémico entre las jerarquías de clase y las del color de piel–. En cambio, carece de respuestas para quienes transgreden las fronteras étnico-raciales, para quienes se mezclan, para los que deciden desmarcarse de las identidades existentes o, sencillamente, prefieren evitar referenciarse con alguna minoría o comunidad específica. El multiculturalismo no tiene una política para quienes tienen piel amarronada o rasgos no europeos, pero no esgrimen una cultura o identidad étnica específica. Es decir, para lo que es la parte mayoritaria de la población pobre de América Latina y, en algunas décadas, de muchos otros sitios. En Argentina lo ha planteado con claridad el colectivo Identidad Marrón, que reclama un antirracismo “con conciencia de clase” (2021: 9).
Como ejemplifica la experiencia latinoamericana, el mestizaje creciente no eliminará por sí solo el racismo: lejos de eso, nuestros países proveen abundante prueba de que pueden reconstruirse las jerarquías de color y de origen étnico incluso en poblaciones muy mezcladas y en flujo permanente. Pero el mestizaje sí volverá menos relevante algunas de las discusiones que plantea el multiculturalismo. Por caso, la condena estricta de toda forma de personificación racial o de “apropiación cultural”, que depende de que pueda distinguirse claramente un grupo apropiador y otro que ha sido objeto de la expropiación/representación, algo que se vuelve más complicado cuando un individuo o comunidad participa de dos o más etnicidades a la vez (Smith y Leavy, 2008).
Puede que, a medida que los países del hemisferio norte vayan alcanzando los niveles de mestizaje más típicos de América Latina y el Caribe, se inviertan los términos del debate entre ambas zonas. Desde los discursos del multiculturalismo, con frecuencia se ha descripto el escenario latinoamericano como uno de carencia, un espacio en el que la conciencia antirracista estaría subdesarrollada por causa de las fantasías de mestizaje. Con razón, se apunta que las ideologías del mestizaje o “democracia racial” que pusieron en marcha las elites de la región enmascaran la continuidad de la supremacía blanca, y son ellas mismas parte de proyectos blanqueadores. La fantasía del mestizaje, al igual que la de la supremacía blanca, acorrala a las comunidades con marcas étnicas distintivas. Esto es indudablemente cierto, y el multiculturalismo nos ha ayudado a visibilizarlo y a denunciarlo (Sue, 2013; Wade, 2021).
Pero, al mismo tiempo, debe decirse que los efectos sociales y culturales del mestizaje no se agotan en las ideologías de mestizaje que propusieron las elites latinoamericanas hace noventa o cien años. Como ha señalado Rita Segato (2010), en oposición a ese “mestizaje de arriba” es posible pensar un “mestizaje de abajo” como fuerza expresiva de otro impulso histórico, “pluralista” y abierto, que es signo de la potestad de las comunidades de afirmarse identitariamente, pero también de desmarcarse de las identidades heredadas y de los corsets binarios que las organizan –blanco/no blanco, europeo/no europeo–, de abrazar el flujo y la mezcla sin reorientarlos a la fijación de compartimentos estancos con definiciones étnicas inmutables. En otras palabras, la posibilidad de pensarse como un pueblo entero no-blanco, heterogéneo, de colores múltiples y solapados, que a la vez tenga fronteras porosas para que los grupos que sí desean mantener sus identidades de origen puedan entrar y salir a gusto. Una “lógica mestiza” (Boccara y Galindo, 1999) que confronte con la jerarquía de los colores y que habilite y legitime la mezcla, sin exigirla.
Visto desde abajo, los efectos culturales que generó el extenso y temprano mestizaje en América Latina y el Caribe han tenido y tienen un potencial antirracista que no debería desdeñarse ni mucho menos colocarse en un escalón evolutivo inferior al del ideal de la nación multicultural. Un ideal que, acaso, tenga los días contados.
Boccara, G. y Galindo, S. (eds.) (1999). Lógicas mestizas en América. Temuco: Instituto de Estudios Indígenas.
Geary, D.; Schofield, C. y Sutton, J. (eds.) (2020). Global White Nationalism: From Apartheid to Trump. Manchester: Manchester University Press.
Identidad Marrón (2021). Marrones escriben: perspectivas antirracistas desde el sur global. Buenos Aires: Identidad Marrón/UNSAM/University of Manchester.
Minawi, M. (2023). Losing Istanbul: Arab-Ottoman Imperialists and the End of Empire. Stanford: Stanford University Press.
Segato, R. (2010). “Los cauces profundos de la raza latinoamericana: una relectura del mestizaje”. Crítica y Emancipación, 3, pp. 11-44.
Smith, K.; Iyall, E. y Leavy, P. (eds.) (2008). Hybrid Identities: Theoretical and Empirical Examinations. Leiden/Boston: Brill.
Sue, Ch.A. (2013). Land of the Cosmic Race: Race Mixture, Racism, and Blackness in Mexico. Nueva York: Oxford University Press.
Wade, P. (2021). “Racismos latinoamericanos desde una perspectiva global”. Nueva Sociedad, 292, pp. 25-41.
Buen vivir, Civilización / civilizaciones, Derechos humanos, Descolonialidad, Dignidad, Frontera / límite, Humanidad / humanismo, Igualdad, Neoliberalismo, Posdemocracia, Posmodernidad, Transmodernidad, Ubuntu
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
ORCID: 0000-0002-4113-3382
Siempre hay algo misterioso en la metáfora, una expresión en la que aquello que quiere decirse aparece difuso, semioculto detrás de algo que se dice pero que no es lo que se quiere decir. Metáfora [μεταφορά] es una palabra griega que significa “traslado” o “desplazamiento”. Este estigma fundacional, es decir, su ubicación en el conjunto de los tropos o usos figurados del lenguaje, probablemente haya hecho perder de vista algunos aspectos que la diferencian claramente de los otros tropos –por ejemplo, la ironía, la metonimia, la sinécdoque o la hipérbole–.
Desde Aristóteles, el primero que reflexionó sobre las metáforas, en adelante, se ha destacado la gran potencia ornamental o estética, retórica y persuasiva de ellas. Además de limitar los análisis a esas funciones, ello le ha negado toda relevancia y valor cognoscitivo y explica la renuencia de las epistemologías estándar que comenzaron a aparecer hacia mediados del siglo XIX –que tienen al lenguaje riguroso como desideratum epistémico– a aceptar que las metáforas tengan algún papel relevante en el campo científico, justamente por su referencialidad difusa. A cambio, se les reconoce un valor heurístico o psicológico, dada su capacidad para sugerir nuevos conceptos, hipótesis o relaciones. La tolerancia epistemológica, en este punto, alcanza también para aceptar un uso didáctico. Curiosamente, la constatación de la ubicuidad de metáforas en el discurso científico no produjo una revisión del acotado punto de vista tradicional, sino más bien lo contrario: una crítica a la ciencia moderna y sus pretensiones de objetividad denunciando su uso. Desde esta perspectiva, la ciencia arrastraría una hipoteca metafórica que la igualaría a otras prácticas discursivas humanas sin pretensiones cognoscitivas, como la literatura. Sin embargo, esta auditoría sobre la presencia de metáforas comete un error básico: pretende literaturizar la ciencia, cuando, en verdad, de lo que se trata es de revisar las funciones y características de las metáforas. Luego volveremos sobre este error posmoderno.
Aristóteles inauguró la concepción semántica de la metáfora, seguida por numerosos autores (por ejemplo, Black, 1962; Ricœur, 1975), según la cual esta opera en el nivel del significado. La limitación –metafísica si se quiere– de Aristóteles lo llevó a imaginar que en la operación metafórica solo hay una trasposición del nombre de una cosa a otra: una suerte de sustitución de un significado por otro equivalente, lo cual hace suponer una semejanza preexistente. Sin embargo, se ha hecho notar (Black, 1962) que la metáfora pone en interacción dos ámbitos en principio ajenos, de modo que crea una semejanza no preexistente, e introduce una novedad semántica –sea cual fuere el mecanismo psicológico puesto en juego–. Comprender una metáfora, entonces, no sería descifrar un código o hacer una traducción. Los nuevos significados habilitan a hablar de dos lenguajes –uno literal y otro metafórico–; en sentido estricto, el segundo no es reductible ni traducible al primero. La novedad semántica inaugura nuevos mundos, nuevas configuraciones antes inexistentes.
Sin embargo, la cuestión del significado explica solo una parte del problema. No queda claro por qué puede suceder que una expresión lingüística sea interpretada literalmente en un contexto y metafóricamente en otro ni, sobre todo, por qué una metáfora tiene éxito y no queda solamente como una afirmación falsa o absurda. Por ejemplo: “el hombre es el lobo del hombre” o “tus ojos son como el mar”.
Hay algo que va más allá del significado lingüístico –determinado por las reglas de la gramática y la semántica– y se centra en el acto comunicativo, determinado por el contexto en que los hablantes usan la lengua según reglas no demasiado rigurosas, pero que les permiten entenderse. La dimensión pragmática (Davidson, 1984; Searle, 1991) del lenguaje refiere a que hay elementos del contexto ajenos a los propiamente lingüísticos, que determinan o influyen decisivamente en la producción y/o comprensión de las acciones lingüísticas, en este caso las metáforas. La producción y comprensión de una metáfora no se basa en un modelo semiótico, sino en un modelo inferencial. Así, los humanos no se comunicarían lingüísticamente operando códigos mentales subyacentes que permitirían la expresión y comprensión de lo que las acciones significan; al contrario, lo harían según un modelo inferencial, produciendo, transmitiendo y captando información a partir de informaciones antecedentes. Para ello utilizan su conocimiento del conjunto de convenciones compartido por la comunidad comunicativa a la cual pertenecen. Ese conjunto de convenciones se pone en juego de forma relativa a la representación de la situación o contexto de la acción verbal; de esa puesta en juego en circunstancias concretas surge el significado. Así, cuando alguien profiere una metáfora, la audiencia aplica a esa conducta lingüística un “principio de caridad interpretativa”, según el cual se asigna a la conducta del hablante la característica de ser comunicativamente racional; se intenta encontrar un sentido comunicativo a sus palabras, aun cuando incurran en falsedades manifiestas, absurdos, violaciones categoriales de las condiciones de los actos de habla, etcétera.
Además de las metáforas ya mencionadas –estéticas, retóricas, heurísticas y didácticas–, a cuyo uso estamos habituados, hay otras muy especiales: las metáforas científicas (Palma, 2016), que para diferenciarlas del resto se denominarán “metáforas epistémicas” (ME). Hay algo sospechoso e incómodo aquí.
En primer lugar, según un estereotipo difundido pero problemático, las ciencias se relacionan solamente con el lenguaje referencialmente riguroso, formalizado, pautado y controlado; la creatividad, la asociación libre, la falta de límites lógicos y formales, lo intuitivo y lo sugerente estarían reservados a la literatura o la retórica. Sin embargo, en primer lugar, hay una presencia ubicua de las metáforas en las ciencias pasadas y presentes, naturales y sociales. Por poner algunos pocos ejemplos: el universo es un organismo o una máquina; la humanidad o una civilización se desarrolla o muere; las especies biológicas evolucionan; la sociedad es un organismo y el conflicto social, una enfermedad; entre las empresas y las innovaciones tecnológicas, o aun entre los pueblos y culturas, opera un mecanismo de selección de tipo darwiniano; el mercado se autorregula a través de la mano invisible; la mente humana es una computadora o, bien, una computadora es una mente; la ontogenia humana reproduce la filogenia o, por el contrario, la filogenia reproduce la ontogenia; la información de una generación a otra se transmite mediante un código genético, campos gravitatorios, agujeros negros, fatiga de los materiales, etcétera.
En segundo lugar, suele señalarse que expresiones como las precedentes son apenas modos de hablar, un lenguaje figurado o desviado que no expresaría la genuina explicación que la ciencia posee y que es inaccesible para los no especialistas. Sin embargo, en casi todos los casos aludidos, las expresiones metafóricas no son sustitutos o paráfrasis de otras expresiones literales empleadas por los científicos, sino que constituyen su forma habitual y única de expresión. Simplemente no hay otro lenguaje; esas metáforas forman parte del léxico técnico.
En tercer lugar, además de su ubicuidad y lexicalidad, las consecuencias teóricas y prácticas de las metáforas son parte del corpus o sistema teórico al cual pertenecen, al modo de los teoremas de un sistema axiomático. Esto, obviamente, pone en funcionamiento una de las características y limitaciones de las metáforas, a saber: su gran capacidad de iluminar campos nuevos según conceptos ya conocidos, al mismo tiempo que obtura la comprensión correcta si la metáfora se lleva demasiado lejos. Se trata de una tensión que solo puede resolverse progresivamente, mediante la clarificación de los conceptos.
Los tres argumentos precedentes –ubicuidad, lexicalidad y sistematicidad– autorizan a inferir que las metáforas que utilizan los científicos –al menos una gran cantidad de ellas– tendrían funciones cognoscitivas y epistémicas legítimas e insustituibles porque dicen algo por sí, y no como meras subsidiarias de otras expresiones consideradas literales.
En resumen, puede decirse que para se produzca una metáfora, se tiene que dar un proceso de “bisociación” (Koestler, 1964), que resulta de la intersección de dos planos asociativos o universos de discurso que ordinariamente se consideran como separados o sin relación alguna: el universo y el reloj mecánico en la metáfora mecanicista; el organismo vivo y la sociedad humana en las sociologías organicistas. Hasta el momento en que alguien produce un resultado novedoso e inesperado haciendo converger ambos planos, ellos constituían mundos separados y no asociables. A partir de esta convergencia inédita en la percepción de los hechos, la lógica habitual de un ámbito resulta invadida por la del otro. Procesos de este tipo son habituales en la ciencia y no resultan apenas en un cambio de perspectiva sobre el mismo hecho o grupo de hechos –al modo en que las distintas disciplinas abordan objetos complejos–, sino que la nueva mirada puede, además de producir una reorganización de lo conocido, literalmente inaugurar o introducir nuevos hechos pertinentes y relevantes.
Pensar la metáfora como bisociación tiene algunas ventajas. Primero, da cuenta de la reconocida capacidad de la metáfora de decir algo que ninguna paráfrasis literal podría hacer; segundo, revela que la convergencia de los distintos planos de discurso es completamente libre y sin restricciones –salvo la de que la metáfora sea exitosa–; tercero, pone de relieve que no hay prioridad de un ámbito o discurso por sobre el otro, no hay una jerarquía semántica, epistémica u ontológica entre lo literal y lo metafórico, aunque sí hay, obviamente, una prioridad temporal. El concepto resulta, así, más preciso que el de “interacción”, el cual parece referir a un proceso continuo de vinculación entre dos ámbitos diferentes; las ME, al literarizarse, neutralizan y abandonan ese vínculo del origen.
Todas las metáforas tienen un momento de bisociación, un momento cero, fundacional, de perplejidad semántica y caridad interpretativa, para constituirse como tal. Sin embargo, el valor de las buenas metáforas literarias o retóricas consiste en seguir siendo eso desde el principio y permanecer inalteradas, para provocar una y otra vez ese encanto peculiar y único en nuevos lectores u oyentes. No tienen ni pasado ni futuro, son ahistóricas, siempre las mismas. Dejaremos de lado aquí la sutil y rica discusión acerca de la reinterpretación continua de las metáforas a lo largo del tiempo, los contextos y los distintos lectores, porque no es relevante aquí. En cambio, y esta es una especificidad significativa, las ME tienen una historia, no solo en el sentido trivial de que en algún momento han aparecido, sino también una historicidad estructural que las diferencia radical y definitivamente, ahora sí, de sus primas lejanas las metáforas literarias y retóricas. Lo que se inicia como una bisociación entre ámbitos ajenos, a partir del éxito, acaba siendo una explicación lexicalizada del ámbito adoptivo al cual fue extrapolada en un principio. Las ME rápidamente mueren como metáforas porque se lexicalizan, como se ha indicado más arriba. La lexicalización no es un proceso raro; de hecho, los lenguajes naturales mismos son ejemplos de lexicalización masiva de metáforas a lo largo de los siglos, como han mostrado hace algunos años Lakoff y Johnson (1980). Mientras las ME ocultan u olvidan su origen, las otras lo exhiben como su gran triunfo, su razón de ser y su privilegio cultural. Resumiendo, una ME se genera en un proceso de bisociación sincrónica seguido de una literalización diacrónica.
A partir sobre todo de la década de 1980, los estudios sobre el lenguaje “figurado” o “desviado”, principalmente analogías y metáforas, dejaron de ser exclusivos de la retórica y los estudios literarios. A partir de entonces, otras áreas, como la lingüística, las ciencias cognitivas y la pedagogía, comenzaron a interesarse por el tema, de la mano de la reivindicación de su papel en el pensamiento y en el aprendizaje. También se generaron varios modelos teóricos y computacionales (Gentner, 1983; Thagard, 1986, entre muchos otros). Ya son clásicos los mencionados trabajos de Lakoff y Johnson (1980), pioneros en muchos sentidos, que provocaron una importante cadena de estudios sobre el papel de las metáforas en la constitución misma del lenguaje y el pensamiento. Lejos de la consideración clásica de la metáfora como parte de una función extraordinaria o periférica del lenguaje, estos estudios la conciben como un mecanismo rector de “nuestro funcionamiento cotidiano, hasta los detalles más mundanos”. La tesis más fuerte de Lakoff y Johnson es que la metáfora no es apenas una propiedad de ciertos enunciados, sino que se trata de un mecanismo cognitivo subyacente de nuestra especie. Está claro que hacemos metáforas todo el tiempo, nos percatemos de eso o no, y que ellas se ubican en todo el espectro cognitivo y comunicacional, aunque no sabemos si esa ubicuidad procede de algún mecanismo biológico que nos incline a producirlas para conocer a través ellas, ni si ese mecanismo es resultado de la evolución de nuestra especie. Sin embargo, no es descabellado plantearse preguntas como las siguientes: ¿es posible considerar la generación de metáforas como uno de los mecanismos básicos de los modos humanos de obtener conocimiento sobre el mundo y de la producción misma del lenguaje?; ¿puede explicarse la creatividad en general, y la creatividad científica en particular, como un procedimiento de tipo analógico/metafórico? Las consecuencias más inquietantes de la inteligencia artificial, aquellas que van más allá de realizar tareas humanas más rápido y mejor, es decir, las que hacen temer en distopías inimaginables, tendrán al pensamiento metafórico como uno de sus pilares. No debiera sorprendernos si tenemos en cuenta la capacidad fundacional de la metáfora de producir novedades, novedades que siempre tienden un puente –hablando de metáforas– hacia el futuro: la ciencia es un ejemplo de ello y puede afirmarse –con ciertas precauciones– que la evolución en el pensamiento es la sustitución de algunas grandes metáforas por otras en nuestra concepción del mundo y de nosotros mismos.
Black, M. (1962). Models and metaphors. Ithaca: Cornell University Press.
Davidson, D. (1984). Inquiries into Truth and Interpretation. Oxford: Clarendon.
Gentner, D. (1983). “Structure-mapping: A theoretical framework for analogy”. Cognitive Science, 7, pp. 155-170.
Koestler, A. (1964). The Act of Creation. Nueva York: Penguin Books.
Lakoff, G. y Johnson, M. (1980). Metaphors we Live by. Chicago: University of Chicago Press.
Palma, H. (2016). Ciencia y metáforas. Crítica de una razón incestuosa. Buenos Aires: Prometeo.
Ricœur, P. (1975). La métaphore vive. París: Editions du Seuil.
Searle, J. (1991). “Metaphor”. En S. Davis, Pragmatics. A reader. Nueva York: Oxford University Press.
Thagard, P. (1986). Mind: Introduction to Cognitive Science. Massachusetts: MIT Press.
Ciberespacio, Crítica / poscrítica, Frontera / límite, Futuridad, Heterocronía, Historia natural, Imaginario(s), Inteligencia artificial, Transmedia, Utopía / distopía
Universidad Nacional Arturo Jauretche
ORCID: 0009-0002-4373-8067
Las pasiones acompañan nuestras acciones, percepciones y reflexiones. Por mucho que uno se eduque e intente ser indiferente frente a los acontecimientos que le suceden, esta indiferencia nunca será absoluta; siempre estamos, sin decidir en cuál, en un estado de ánimo. Uno no elige estar alegre, enojado, esperanzado o asustado frente a un hecho. El miedo es un buen ejemplo de esto, ya que es una pasión desagradable, de la cual nos desharíamos si pudiéramos. Tampoco elegimos qué es lo que nos provoca temor. Por supuesto, se puede influir sobre qué causa una pasión y tratar de moderarla, como cuando se busca disminuir el miedo a volar para que no nos impida viajar. Justamente, que el modo de influir sobre nuestras pasiones sea a través del trabajo psicológico o de otro tipo de prácticas continuas muestra su carácter no voluntario.
Las pasiones se manifiestan en el presente, pero se refieren a distintos tiempos. Uno puede estar alegre por algo que sucede ahora, o anticipándose a algo que sucederá o recordando un hecho pasado. El miedo tiene la particularidad de estar referido al futuro. Cuando uno se asusta frente a algo, el temor presente se debe a lo que ese algo puede producir en un futuro cercano. Cuando se recuerda algo con miedo, se teme que eso que asusta se vuelva a repetir en el futuro. Ahora, hay ocasiones en que uno atraviesa una situación de peligro y cuando ya está a salvo el temor perdura. Tal vez, ese miedo se deba a la posibilidad de que esa situación se repita, pero más probablemente a la conciencia de que el resultado podría haber sido otro: que uno podría no estar a salvo tras el peligro. Se tiene miedo de otro futuro posible.
Aquí se encuentra un aspecto fundamental del vínculo entre miedo y futuro: el primero nos hace patente el carácter abierto del segundo. Antes que cualquier razonamiento sobre el futuro, el temor nos lo hace sentir como algo indeterminado e incierto. No importa que racionalmente, por lo inexorable de las leyes de naturaleza, por voluntad divina o por otro motivo, lleguemos a la idea de que hay un determinismo absoluto, de que “el destino ya está escrito”: el miedo nos muestra que no es esto lo que experimentamos, que no nos encontramos en un estado de certeza sobre lo que sucederá, sino que sentimos a la realidad como contingente.
Al asustarnos también se muestra nuestro carácter finito, abierto y perturbable, ya que esta pasión se produce porque podemos ser dañados, porque hay peligro en la contingencia. El temor a la muerte aparece entonces como un miedo primordial, pero que en general se produce cuando una amenaza está próxima y tiene una forma concreta (un asesinato, una pandemia, etc.). El existencialismo señala que la pasión que despierta la certeza de la propia muerte, aun cuando no hay una amenaza inminente, es la angustia.
El miedo se despierta frente a amenazas concretas y el carácter indeterminado del futuro se muestra porque éstas pueden alcanzarnos o no. Esta incertidumbre, cuando no hay una amenaza a la mano, despierta otra pasión vinculada con el miedo: la ansiedad. Para deshacerse de este sentimiento, el ser humano siempre intentó disminuir la incerteza acerca del futuro, en los últimos siglos fundamentalmente mediante la ciencia y la tecnología. El enorme éxito de esta empresa se ve reflejado en la capacidad de predecir eventos y de dominar diversos aspectos de la naturaleza para su utilización. Así, en la vida cotidiana adquirimos control sobre una enorme cantidad de aspectos que antes eran inciertos: podemos observar nuestras casas mientras estamos en el trabajo, comunicarnos con otros a la distancia, etc. Sin embargo, hay muchos aspectos de lo que sucederá que permanecen indeterminados: cuándo va a ser la próxima crisis económica, la evolución de nuestra salud, cómo nos va a ir en una entrevista de trabajo o en una relación afectiva. Aún más, la aceleración del desarrollo tecnológico nos permite saber que la tecnología en un futuro cercano va a ser distinta a la actual, pero no en qué sentido. Estos cambios parecen producir un desplazamiento del miedo hacia la ansiedad. Pareciera que la mayor incertidumbre que existía antes permitía que el ser humano pudiera lidiar con ella sin ansiedad y asustarse frente a amenazas más cercanas; y que la capacidad de disminuirla constantemente genera paradójicamente una creciente ansiedad frente a lo que permanece incierto.
En tanto que muestra nuestro carácter perturbable y abierto, en el miedo también se muestra nuestro vínculo con el mundo que nos rodea. Uno teme por su integridad física, pero también por sus posesiones, por su tierra, por su comunidad y fundamentalmente por otros. Teme que algo malo le pase a un ser querido. Aquí el futuro que abarca el miedo se puede extender más allá de la propia vida, como en el temor por lo que sucederá con los hijos cuando uno muera. Pero no sólo tememos por otros, sino también con otros. Como toda pasión, este sentimiento se experimenta individualmente y su objeto varía de una persona a la otra. Sin embargo, hay miedos comunes y compartidos. Este puede considerarse un primer sentido en que el miedo es político o en el que puede haber una política del miedo. Un segundo sentido, se refiere a que el otro también es objeto de temor. En este punto el filósofo del siglo XVII, Thomas Hobbes ubica el origen del Estado: frente a la amenaza que significan nuestros semejantes, necesitamos una autoridad que tenga el monopolio de la fuerza para protegernos. Esta agrupación implica también la formación de un miedo común al enemigo externo, a los ejércitos de otras naciones.
La prevalencia de la ansiedad frente al miedo a la que se hacía referencia anteriormente presume el éxito del Estado para neutralizar las posibles amenazas dentro de la comunidad política. Sin embargo, este éxito no es homogéneo, ya que las desigualdades sociales provocan también una desigualdad del miedo, como se puede observar en la existencia de barrios “peligrosos”. En este punto, cabe destacar que, en las sociedades occidentales, las diferencias de género también se ven reflejadas en la experiencia del temor: el miedo al abuso y acoso sexual tiene una cotidianidad para las mujeres que la mayoría de los hombres no experimentan.
Las acciones humanas se orientan hacia el futuro, sea para lograr un fin inmediato (alcanzar el colectivo), mediato (viajar en las vacaciones) o de largo plazo (lograr una fortuna que asegure la calidad de vida de nuestra descendencia). Por esto, las pasiones referidas al futuro (miedo y esperanza) muchas veces provocan que realicemos determinadas acciones. Como la política se ocupa del futuro común de una sociedad, buscará despertar estas pasiones para orientar la acción de los ciudadanos. Este mecanismo es fundamental en todo Estado para sostener el sistema legal, ya que el temor al castigo es un incentivo necesario para asegurar el cumplimiento de las leyes. Ahora bien, el uso excesivo del monopolio de la fuerza pública para coaccionar a los ciudadanos restringiendo sus derechos individuales es un criterio importante para evaluar si un gobierno es autoritario. En estos casos se trata de un miedo racional a un peligro real. Además, como el objeto de las pasiones no es voluntario, muchas veces es irracional y además es manipulable. Baruch Spinoza analizó el vínculo entre superstición y miedo. La incerteza de la fortuna hace que los seres humanos fluctúen constantemente entre la esperanza y el miedo, volviéndolos crédulos. Esa credulidad permite el nacimiento de supersticiones que alimentan el temor común. Esta manipulación puede ser utilizada para que el gobernante mantenga dominados a los súbditos como denunció el filósofo holandés, pero también por otras facciones políticas para generar desórdenes, como señaló Hobbes.
El análisis del vínculo entre miedo, política y futuro no puede estar completo sin referencia al terror. El término se utiliza tanto para referirse a regímenes autoritarios con un uso excesivo de la fuerza pública (el reino del terror durante la Revolución francesa, los regímenes totalitarios en general) como a los efectos de atentados terroristas. El aspecto común en ambos casos es la sensación casi constante de amenaza. En el terrorismo de Estado una denuncia incluso falsa puede producir un castigo desmedido por parte de las autoridades, convirtiendo a cualquier otro ciudadano en un potencial enemigo. Por su parte, los atentados, que se caracterizan por su impredecibilidad, generan en la población la expectativa de que pueden producirse en cualquier momento y lugar y neutralizan, así, la capacidad del Estado de disminuir el miedo al otro.
La presencia del miedo en política se identifica con la falta de libertad, ya que es una pasión muy poderosa que suele sobreponerse a otras motivaciones para actuar. Así, la manipulación de las emociones que produce la superstición, un gobierno que abusa del monopolio de la fuerza estatal o el peligro constante de un atentado, limitan la capacidad de los individuos de decidir libremente sus acciones. Sin embargo, consideramos que esta identificación no deja de ser problemática. Como ya señalamos, en el miedo se hace patente la contingencia y, por lo tanto, la libertad. En algunos casos, cuando el sujeto no es capaz de pensar una salida, el temor puede ser paralizante, pero en la mayoría de los casos moviliza a buscar alternativas y elegir un curso de acción que permita evitar, limitar o sobreponerse a la amenaza. Además, como se dijo, los Estados republicanos y democráticos necesitan del miedo para asegurar el cumplimiento de las leyes: nadie espera que no haya un castigo por cometer un asesinato.
Con Hobbes, la moderna teoría del Estado puso al miedo en el centro mismo del sistema político. Este proyecto que se continúa con la Ilustración busca también desarticular los usos indebidos de esta pasión. Incluye el desarrollo de mecanismos institucionales para asegurar el ejercicio racional de la violencia por parte del Estado para que se aplique de forma proporcional cuando efectivamente se violó una ley que no prohíba cosas absurdas. La Ilustración también piensa a la forma republicana de gobierno como el camino para asegurar la “paz perpetua”, con lo que se disminuiría notablemente el miedo al enemigo. Pero lo que es más importante, el proyecto iluminista consiste en la capacidad del pueblo de educarse a sí mismo de tal modo que los sujetos puedan pensar racional y críticamente los asuntos públicos mediante la libertad de expresión. Gracias a ella, los mejores argumentos deberían imponerse en el debate público y los engaños que dan lugar a la superstición ser fácilmente desarmados. De esta forma, desaparecerían todas las causas no racionales de miedo y se imposibilitaría su uso para manipular al pueblo. Hasta cierto punto, la masificación de Internet en los 90 hizo renacer el proyecto ilustrado bajo la esperanza de una libertad de expresión verdaderamente democrática e igualitaria. Sin embargo, esa esperanza rápidamente se apagó con la llegada de las redes sociales. Numerosos estudios muestran cómo su uso apela a las emociones, alimenta los sesgos cognitivos previos y refuerza pre-conceptos. Lejos de ser un arma contra la superstición, las redes sociales la alimentan y han demostrado, como en el caso Cambridge Analytica, ser herramientas muy eficaces para alterar contiendas electorales.
La actualidad no sólo muestra la persistencia de distintos miedos supersticiosos, sino también la incapacidad del Estado de señalar lo que debe ser temido. Hoy el miedo político está fragmentado, como se hizo completamente visible en la pandemia, donde al temor al Covid-19 fue mayoritario en la sociedad, pero para muchos grupos resultó menor al motivado por la pérdida de libertades individuales, a la crisis económica o a las vacunas.
El carácter político del miedo es innegable, y debe ser tenido en cuenta por cualquier proyecto político de futuro. Ante la inexistencia de un proyecto de esta naturaleza con un consenso social significativo, el temor se fragmenta y se convierte en una herramienta para promover distintos intereses partidarios. Pero no es sólo eso, sino también que la política parece incapaz de pensar al futuro y se abre a éste desde el miedo. Así tenemos como elementos fundamentales y aglutinantes de los proyectos políticos actuales el temor al cambio climático, a los inmigrantes, a la pérdida de un estilo de vida....
De esta forma, la política se convierte en una herramienta del miedo y distintas distopías aparecen como los únicos futuros imaginables.
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Ver también
Adivinación, Cansancio (sociedad del), Capitalismo de vigilancia, Contingencia / fortuna, Enfermedad, Extinción, Futuridad, Futuro ominoso, Imaginario(s), Infinito, Melancolía, No conocimiento, Nostalgia, Prospectiva, Tiempo (Heidegger), Tiempo (Sartre), Tiempo (Spinoza), Utopía / distopía
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0009-0008-4885-6672
Ming 命 reúne, en términos generales, dos significados que pueden traducirse como “destino” y como “mandato”. Este último refiere al mandato de una autoridad suprema puesto en práctica por el hombre, expresado en el concepto “mandato del cielo” [tianming 天命], ya presente en escritos preconfucianos. Nos centraremos aquí en su primera acepción, lo que obliga a aclarar que las traducciones a menudo no reflejan la complejidad de sus significados en la lengua china. En este sentido, Michael Nylan afirma que no hay consenso sobre definiciones precisas de ming 命 y señala otras acepciones del término en textos de la China preimperial –período que se extiende hasta el año 221 a.C., cuando se funda la dinastía Qin (221-206 a.C.)–, tales como “deber”, “predestinación”, “conexiones causales”, “manifestaciones del deseo del cielo”, “lo inevitable”, “circunstancias objetivas” y “circunstancias fuera del control humano”, entre otras (Yang, 1993). Sin duda, ming 命 es un término ubicuo en el pensamiento, la historia, la filosofía y la literatura de China, y sus significados difieren según distintas escuelas de pensamiento y contextos históricos.
La traducción de ming 命como “destino” es una de las más generalizadas históricamente y supone dos cuestiones que atrajeron la atención de pensadores chinos y de académicos hasta la actualidad: su indefectible conexión con el futuro y, ligado a este aspecto, las posibilidades de las personas de controlar y alterar ese futuro. Con este significado, el término también ocupó un lugar considerable en el plano de la vida de las personas a lo largo de la historia de China, ya fuese en el palacio imperial, en ámbitos urbanos o en pueblos rurales, ligado a las predicciones o pronósticos de eventos futuros. En este sentido, ming 命se ubicó en el centro de prácticas y artes de adivinación. Desde una perspectiva de género, está directamente conectado con las limitaciones impuestas a las mujeres en el contexto de la sociedad patriarcal, expresadas en el término kuming 苦命, que puede traducirse como “destino amargo” o “destino duro” (Knight, 2005).
Ya desde las “Cien escuelas de pensamiento”, nombre que refiere a un florecimiento de distintas escuelas hacia el fin del período de Primavera y Otoño (ca. 771-476 a.C.) y el inicio de los Estados Guerreros (476-221 a.C.), y a lo largo de la era imperial, distintos pensadores dedicaron reflexiones y escritos en torno a, grosso modo, cómo podía negociarse, materializarse o evitarse el curso del destino [ming 命] o, por el contrario, a la imposibilidad del hombre de ejercer control alguno sobre él.
En términos generales, en el pensamiento confuciano, ciertas cuestiones tales como la enfermedad o la buena salud, la vida y la muerte, la pobreza y la prosperidad son promulgadas por el cielo [tian 天], fuera del control de las personas. No obstante, hay otros asuntos que sí están dentro de su control. Respecto de esto último, el confucianismo enfatiza la importancia de la conducta moral más allá de las circunstancias, dentro de ese futuro marcado por las negociaciones entre las limitaciones y las posibilidades en un contexto dado. Lo que prima, entonces, es saber lo que puede o no hacerse desde la conducta moral. En este sentido, una persona podía no solo “conocer el destino” [zhi ming 知命], sino “establecer el destino” [li ming 立命], esto es, moldearlo mediante la autocultivación, según la idea en el pensamiento confuciano de que todos los individuos son perfectibles moralmente. Sin embargo, hay matices y diferencias entre los distintos pensadores de formación confuciana respecto al interrogante sobre qué estaba predestinado y qué estaba sujeto al control humano, así como sobre el peso otorgado a la virtud y la autocultivación sobre el destino de los hombres. Muchas de estas reflexiones y discusiones se agruparon en torno a lo que se denominó “estudio del destino” [mingxue 命學]; distintas generaciones de pensadores de diversas escuelas dejaron registros de su pensamiento y de sus prácticas del “estudio del destino”, el cual se volvió parte del sistema nativo de conocimiento. En un sentido amplio, las ideas y conocimientos sobre este estudio se distribuyeron en la sección de las seis artes dentro del pensamiento confuciano –ritos, música, tiro al arco, carrera de cuadrigas, caligrafía y matemática– y en libros canónicos tales como el Libro de los Cambios, el Libro de los Documentos, de la Poesía, el Libro de los Ritos, los Anales de Primavera y Otoño y las Analectas de Confucio (Li y Lackner, 2018).
Según el pensamiento daoísta, podemos mencionar el Zhuangzi 莊子, uno de los textos fundantes del daoísmo, que toma su nombre del pensador del período de los Estados Guerreros (476-221 a.C.), el maestro Zhuang. En términos generales, en el Zhuangzi, ming 命 sugiere una predeterminación, con énfasis en los ciclos vitales. Determina la vida y la muerte y, en un sentido más general, las configuraciones de los seres vivientes, sin limitarlo exclusivamente a los hombres (Raphals, 2018).
En el antiguo libro Mozi 墨子, que contiene escritos atribuidos al pensador Mozi (ca. 470-391 a.C.) –cuyo nombre original es Mo Di 墨翟, fundador del mohismo– y a sus discípulos, hay partes en las que se realiza una fuerte crítica a la visión –sobre todo confuciana– del concepto de ming 命, especialmente en los capítulos 35-37, Fei ming 非命 [“Objeciones contra ming”]. Allí se atacan las nociones de un futuro concebido como inalterable, caracterizadas como “fatalistas”, según su traducción moderna. Mozi creía que los hombres eran capaces de dirigir sus propias vidas mediante la observación del mundo a través de los sentidos y de su juicio en torno a eventos y objetos según sus causas, funciones y conjunciones históricas.
Al mismo tiempo, divisiones tajantes entre las grandes escuelas y sistemas de pensamiento a lo largo de la historia –confucianismo, budismo y daoísmo– sobre el concepto de ming 命 pueden conducir a análisis parciales, sobre todo si se tiene en cuenta que muchos letrados de formación confuciana podían inclinarse por la interpretación budista como karma, esto es, el precepto de que las intenciones y acciones de los individuos influyen en su futuro, en buenas o malas reencarnaciones, según sus buenas o malas acciones. Por mencionar un ejemplo, en su extenso ensayo “Disquisición sobre el destino” [Bianming lun 辯命論], en el que diserta sobre el modo en el que la propia vida es controlada por el destino [ming 命], el letrado Liu Jun 劉峻 (462-521), atraído por el budismo, argumenta que, según el pensamiento confuciano, debe ponerse menor énfasis en la virtud que en el hecho de que ming refiere a la fortuna predestinada de la existencia de una persona, y que por lo tanto antecede al cultivo a la virtud (Wang, 2020).
Posteriormente, bajo la dinastía Ming, la escuela de pensamiento neoconfuciano fundada por Wang Yangming王陽明 (1432-1529) hizo énfasis, según el filósofo contemporáneo Li Zehou, en una voluntad ética autónoma y en un espíritu individualista según el cual la voluntad humana puede ir en contra del destino. En este sentido, algunos discípulos de Wang, como Wang Gen 王艮 (1483-1541), quien fundó el movimiento Taizhou que popularizó el pensamiento de Wang Yangming, proclamó explícitamente principios como la “creación del destino” [zao ming 造命] y el “cambio del destino” [yi ming 易命] (Li, 2020).
Siglos después, el concepto de ming 命 sufrió otros embates. En la China moderna, en el Movimiento del Cuatro de Mayo, surgido en 1919 a raíz de las protestas de los estudiantes contra las decisiones de la Conferencia de Paz de París, luego de la Primera Guerra Mundial, de aceptar la ocupación japonesa en ciertas partes de la provincia de Shandong, entre otras razones. Este movimiento tomó otras dimensiones al insertarse en la historia del nacionalismo chino moderno y recibió considerable atención a partir de 1949 y la fundación de la República Popular China. Caracterizado por su antitradicionalismo y antifeudalismo, este movimiento concibió la noción de ming 命 como un vestigio de la sociedad feudal y como una limitación en todo un modo de contemplar la propia identidad, envuelto en la lógica patriarcal del confucianismo, a la vez que encubría lo que era visto como mera superstición (Lupke, 2005).
Como últimas reflexiones en torno a ming 命 en su acepción de “destino”, académicos como Michael Puett (2005), Mu-chou Poo (2005) y Lisa Raphals (2005; 2018), por mencionar algunos, coinciden en señalar que no refiere a un destino inalterable, esto es, aquel en el que las acciones humanas no tienen efecto sobre el curso de los acontecimientos supuestamente predestinados. En esta dirección, ming 命puede referir a un posible futuro negociado entre las limitaciones y las posibilidades dentro de las circunstancias existentes físicas, morales, medioambientales, entre otras (Hall y Ames, 1987).
Hall, D. y Ames, R. (eds.) (1987). Thinking through Confucius. Albany: State University of New York Press.
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Adivinación, Contingencia / fortuna, Emancipación, Escatología, Futuridad, Futuro
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
ORCID: 0000-0002-4771-4372
En 1996, el New London Group (NLG) –un colectivo de lingüistas y pedagogos anglosajones conformado por Courtney Cazden (Harvard University); Bill Cope (National Languages and Literacy Institute of Australia); Norman Fairclough (Lancaster University, UK); Jim Gee y Sarah Michaels (Clark University, USA); Gunther Kress (University of London, UK); Mary Kalantzis y Martin Nakata (James Cook University of North Queensland, Australia); Allan Luke y Carmen Luke (University of Queensland, Australia– publicó por primera vez el manifiesto “A Pedagogy of Multiliteracies” en Harvard Educational Review (vol. 66, núm. 1), en el que acuñaron el término “multiliteracidades”.
A fines del siglo XX, este manifiesto anticipaba la necesidad de desarrollar una nueva perspectiva teórica sobre la pedagogía de la alfabetización, que contemplara el cambiante entorno social al que se enfrentaban docentes y estudiantes. El término “multiliteracidades” enfatizaría cómo “la multiplicidad de canales de comunicación y la creciente diversidad cultural y lingüística del mundo actual exigen una visión de la alfabetización mucho más amplia que la que ofrecen los enfoques tradicionales basados en las lenguas”. Según el colectivo, las multiliteracidades hacen foco en cómo la negociación de las múltiples diferencias lingüísticas y culturales de nuestra sociedad es fundamental para la vida laboral, cívica y privada de los estudiantes y acompañan a los estudiantes a lograr un doble objetivo en el aprendizaje de la lectoescritura: “crear acceso al lenguaje cambiante del trabajo, del poder y de la comunidad, y fomentar el compromiso crítico necesario para que puedan diseñar su futuro social”.
El NLG se propuso atender a una preocupación emergente: la pedagogía de la alfabetización comenzaba a desvincularse no solo de las “realidades de la creciente diversidad local y la conectividad global”, sino también de una “creciente multiplicidad e integración de modos significativos para la creación de significados, donde lo textual también está relacionado con lo visual, lo auditivo, lo espacial, lo conductual, etc.” (Cope, Kalantzis y New London Group, 2000: 6). En otras palabras, el manifiesto para una pedagogía de las multiliteracidades vino a subrayar tanto la necesidad de incluir todas las subjetividades en el aula como la urgencia de abordar múltiples modos semióticos, más allá de la materialidad de las palabras.
Multiliteracidades: metalenguajes para describir e interpretar los elementos de diseño de diferentes modos de significado (tomada y adaptada de Manifiesto “A Pedagogy of Multiliteracies” en Harvard Educational Review (vol. 66, No.1)
Casi treinta años después, mientras los discursos multimodales tienen cada vez más lugar (y mayor visibilidad) en las prácticas escolares, las teorías lingüísticas formales resultan instrumentos insuficientes para el análisis de, por ejemplo, los géneros discursivos digitales. También, el análisis de las interacciones de estudiantes con recursos en pantallas subraya “la necesidad de mirar más allá del lenguaje y de repensar el aprendizaje como un logro multimodal” (Jewitt y Kress, 2003: 34). Estas observaciones llevan a interrogar las prácticas de lectoescritura en la escuela, que convencionalmente han dado prioridad a una forma lineal de leer textos basada en la lógica de las palabras, aunque ellos estos estuvieran hechos de imágenes y/o de sonidos. Jewitt y Kress (2003: 105) señalan este cambio en las prácticas de lectura en pantalla y en los nuevos conocimientos que ellas demandan para participar de manera crítica en la esfera comunicativa:
En la pantalla, en particular, el espacio se conceptualiza a menudo como no lineal, con textos que tienen diferentes disposiciones visuales y diferentes direccionalidades. Los estudiantes con una variedad de “conocimientos incorporados” estarán especialmente bien situados para captar las posibilidades comunicativas del futuro.
En el siglo XXI, las multiliteracidades permiten comprender y estudiar eventos letrados en paisajes multimodales, en pantallas (especialmente, en la web) donde se ponen en juego prácticas de lectura, escritura y oralidad en las que se ensamblan diversos lenguajes y variedades y se interactúa con múltiples modos de comunicación. Precisamente, la noción de multiliteracidades se centra en la creciente complejidad e interrelación entre distintos modos de significado: el lingüístico, el visual, el audio, el gestual, el espacial y el multimodal, que interconecta los cinco modos de significado entre sí. En el proceso de creación de cada uno de estos significados intervienen elementos de diseño propios de cada uno de ellos, los cuales reclaman sus metalenguajes especializados para describir y explicar sus patrones de representación y sus convenciones. La figura que sigue así los sintetiza:
Multiliteracidades: metalenguajes para describir e interpretar los elementos de diseño de diferentes modos de significado (tomada y adaptada de Manifiesto “A Pedagogy of Multiliteracies” en Harvard Educational Review (vol. 66, No.1)
Para este enfoque la noción de “diseño” resulta clave, en tanto concibe que, si bien de cada modo heredamos patrones y convenciones de significado, al mismo tiempo, los hablantes somos diseñadores activos de significado; somos, en consecuencia, “diseñadores de futuros sociales”. El diseño multimodal, de manera transversal, representa los patrones de interconexión entre los otros cinco modos de significado: lingüístico, audio, espacial, gestual, visual.
El término “multiliteracidades” resulta más claro si se examinan los significados que resuenan en su estructura interna como palabra: el prefijo multi-, por un lado; literacidad, por otro; y su sufijo plural, -es.
(1) Multi-, como se infiere, hace referencia a la multiplicidad de lenguas, culturas, variedades lingüísticas, modos de significado, etc. que se ponen en juego en las prácticas de lectura, escritura, oralidad.
(2) Literacidad (del inglés “literacy”) es la variante cada vez más extendida en los estudios lingüístico-educativos para traducir “alfabetización”; este calco señala la adhesión a los trabajos críticos que, desde principios de la década de 1980, revisitaron ideas dicotómicas entre culturas orales/culturas letradas y que se identificaron como Nuevos Estudios de Literacidad (New Literacy Studies, en inglés; NEL, como sigla en español). Como señala Kalman (2018: 16), “tradicionalmente se ha traducido literacy al castellano como alfabetización y literate como alfabetizado, pero en castellano estos vocablos se asocian con lo más elemental de la lectura y la escritura; se asocian con el aprendizaje de las letras y los sonidos, y con la codificación y la decodificación”. En este sentido, la alfabetización ha servido para trazar una brecha social entre personas (entre ser y no ser alfabetizado, entre tener y no tener alfabeto) y que se ha proyectado también como una gran división cognitiva entre culturas: las culturas orales frente a las alfabetizadas. Esta visión de la alfabetización –centrada en la capacidad de leer y escribir– ha demostrado ser profundamente problemática porque arranca la alfabetización de cualquier contexto social y la trata como una “capacidad cognitiva autónoma, asocial, que poco o nada tiene que ver con las relaciones humanas” (Gee, 1990: 49). Literacidad, entonces, busca dejar atrás esta concepción cognitiva, autónoma y asocial de la alfabetización para poner en primer plano el marco sociocultural e histórico en el que se despliegan lo oral, lo escrito, lo multimodal; así, hace referencia “a usos y comportamientos culturales reiterados, y da cuenta del uso competente de tecnologías diversas y de conocimientos, creencias y valorizaciones sociales” (Kalman, 2018: 16).
(3) Literacidad-es, con su plural -es. Desde 1980 y como reacción a esta noción de gran brecha entre culturas orales/culturas letradas, los Nuevos Estudios de Literacidad (NEL) prefieren desanclar la idea de la alfabetización como una única capacidad individual y autónoma (que se adquiere o no, que se logra o no) para, en su lugar, concebir las literacidades como un conjunto plural de prácticas sociales en las que se insertan el habla, la lectura, la escritura, en su relación con las tecnologías, las comunidades y las identidades. También, Lankshear y Knobel (2008) prefieren este sufijo -es porque visibiliza la naturaleza plural y situada de experiencias en torno a las nuevas literacidades; en otras palabras, este plural destaca las muchas formas posibles de dar sentido y participar en prácticas de lectura, escritura y expresión oral, según quiénes seamos y dónde estemos. Asimismo, el plural recuerda la diversidad en las prácticas de aprendizaje: cómo relacionamos diferentes “textos con formas más amplias de hacer y ser, ya que todos somos aprendices de más de una [literacidad]” (Lankshear y Knobel, 2008: 7). Como señalan Zavala, Niño Murcia y Ames (2004: 9): “La pluralidad de lo letrado es concebida como histórica y culturalmente construida y, por ende, como insertada en relaciones de poder”, porque cada forma de literacidad resulta legitimada o no según los contextos sociales e institucionales en los que se despliega, y habilita o inhabilita el acceso a recursos y a oportunidades sociales.
El enfoque de las multiliteracidades requiere hacer mención a sus antecedentes teóricos: son varios los trabajos pioneros –basados en perspectivas etnográficas y situadas– que se consideran inaugurales en el campo de los Nuevos estudios de Literacidad (NEL) (véase el volumen compilado por Zavala, Niño Murcia y Ames, 2004). Entre ellos, cabe mencionar la investigación fundacional de Scribner y Cole (1981), donde se muestra que, en contextos donde convergen diferentes tipos de literacidad (la escritura indígena vai de Liberia; el árabe a través del Corán; el inglés en la escuela), cada una de ellas está ligada a un conjunto específico de usos: la literacidad vai utilizada para escribir registros y cartas; la literacidad árabe empleada para leer, escribir y memorizar el Corán, y la literacidad en inglés, vinculada con la enseñanza formal y con las tareas en las que se hablaba expositivamente sobre ellas. Así, hallaron que “el razonamiento lógico y la conciencia metalingüística no son una consecuencia de la literacidad en sí misma –ni de los ‘poderes’ de la escritura–, sino del proceso escolar y del modo en que se utiliza la palabra escrita en este dominio”: es la escritura de la escuela la que posee un estatus especial, que se orienta a las demandas del docente y a los requisitos académicos legitimados (Zavala, Niño Murcia y Ames, 2004: 8).
También, el estudio etnográfico de Shirley Brice Heath (1983) profundizó con precisión cómo las literacidades se inscriben en el contexto sociohistórico de una cultura comunitaria. En su trabajo sobre los usos del lenguaje y las trayectorias de socialización lingüística en la primera infancia –desarrollado en tres comunidades del sudeste de Estados Unidos (una comunidad de clase media urbana; una comunidad blanca de clase trabajadora, vinculada con la industria textil por varias generaciones; y Trackton, una comunidad afroamericana también de clase trabajadora y vinculada con la industria textil y otras industrias de la zona)– evidenció que el uso del lenguaje de los preescolares en cada grupo mostraba diferentes patrones de adaptación a la escuela. Así, ciertos eventos de literacidad en el aula sugerían que las respuestas “naturales”, fluidas, de algunos niños descansaban en formas de hablar sobre lo leído ya aprendidas en casa (por ejemplo, en diálogos en torno a los cuentos de antes de dormir), que se acercaban mucho a las formas de hablar en la escuela. Este enfoque socialmente situado de la lectura, la escritura y el habla desafió la concepción arraigada de la alfabetización como una destreza neutra y técnica, para revelarla como una práctica ideológica, que está “inextricablemente ligada a las estructuras culturales y de poder de una sociedad determinada” (Street, 1995: 161). El mismo Street plantea que, en textos expositivos (escritos o hablados), los valores de la literacidad son ideológicos, pues forman parte de un conjunto de conceptos, convenciones y prácticas que privilegian una formación social asumida como natural, universal, o como el logro esperable en el desarrollo de las destrezas cognitivas de algunas culturas dotadas de inteligencia y/o de tecnologías.
También resulta clave para los NEL, el estudio etnográfico de Scollon y Scollon (1981) sobre las prácticas de literacidad en Alaska y en el norte de Canadá, en el que analizaron las propiedades de la comunicación interétnica entre hablantes de atabascano y hablantes de inglés de diferentes edades. Este trabajo examina los patrones discursivos que caracterizan las formas de interactuar en las diferentes culturas; así, sostienen que estos patrones: (a) constituyen expresiones marcadas de identidad personal y cultural, y (b) reflejan visiones del mundo adoptadas por cada cultura. En consecuencia, la introducción de cambios en los patrones de discurso y/o la apropiación de un tipo de literacidad no implica solo el acceso a una nueva tecnología, sino el contacto con una nueva visión de mundo que conlleva valores, prácticas sociales y modos de conocer que pueden entrar en conflicto con los propios.
Estos estudios etnográficos fundacionales sobre las prácticas de literacidad en distintas comunidades muestran el giro social que implica un abordaje sociocultural e ideológico de la alfabetización. Los NEL se alejan así de un enfoque autónomo sobre la lectura y la escritura “centrado en el comportamiento individual y en las mentes individuales, para centrarse en la interacción social y cultural”, en sus contextos locales, históricos, económicos y políticos (Gee, 2000: 180).
Suele discutirse el uso metafórico de la palabra “alfabetización” extendido a diversos ámbitos no relacionados con el lenguaje, porque debilita su significado: aun cuando se especifique el dominio al que se aplica (“alfabetización visual”, “alfabetización en Internet”, etc.) no consigue ni nombrar el recurso ni transmitir lo que cada recurso, distinto de las letras (música, imágenes, medios de comunicación, etc.), puede representar, producir, significar o difundir como mensaje (Kress, 2003). Desde la década de 1990, por ejemplo, comenzó a circular el concepto de “alfabetización digital”, mayormente para hacer referencia al conjunto de habilidades que, una vez adquiridas, garantizarían la capacidad de emplear las tecnologías de la información y la comunicación, para leer, escribir, informarse, etcétera. Desde esta perspectiva, la alfabetización digital se concibe desde un “modelo autónomo”, individual y asocial de alfabetización (tal como planteaba Street, 1984). Distanciándose de esta visión procedimental de una alfabetización digital y con el fin de definir las literacidades digitales desde una perspectiva pedagógica, Gillen y Barton (2010) hacen un llamamiento para recuperar los fundamentos del manifiesto sobre las multiliteracidades (New London Group, 2000). Desde la mirada sociocultural de los NEL, Lankshear y Knobel (2008: 5) señalan que las literacidades digitales (en plural) deben entenderse como “un repertorio de la multiplicidad de prácticas sociales y concepciones que se ponen en juego para participar en la creación de significados mediados por textos que se producen, reciben, distribuyen, intercambian, etc., a través de la codificación digital”.
En síntesis, la noción de multiliteracidades surge como respuesta a dos cambios importantes en un emergente orden cultural, institucional y global: por un lado, la proliferación de canales y medios de comunicación (Internet, redes sociales, medios digitales); por otro lado, la creciente diversidad cultural y lingüística en el marco de las migraciones transnacionales. Así, las multiliteracidades buscan superar una noción de alfabetización centrada únicamente en la lengua y, en general, “en una forma nacional singular de lengua, que se concibe como un sistema estable basado en reglas como el dominio de la correspondencia sonido-letra” para, en su lugar, contemplar un plural de literacidades que comprenden los diferentes modos que los hablantes ponen en juego para comunicarse globalmente en diversos contextos y para interactuar entre diferentes culturas, lenguas.
Las multiliteracidades, como prácticas multimodales y socioculturales, se inscriben siempre de manera situada en procesos históricos y políticos y en relaciones de poder; así, permiten dar cuenta de la diversidad en las formas de decir y de construir e interpretar significados, según un hablante, un lugar y un momento. Atendiendo simultáneamente a la diversidad local y a la conectividad global, las multiliteracidades contemplan repertorios de múltiples lenguas, múltiples modos y patrones de comunicación que, con mayor frecuencia, traspasan las fronteras culturales, comunitarias y nacionales.
Una pedagogía de las multiliteracidades implica un giro teórico crítico: ir desde de una noción de alfabetización monolingüe, monocultural y estandarizada, que priorice un abordaje monomodal de la lectura y la escritura, hacia una pedagogía que se construya sobre los múltiples modos de creación de significados, diferentes según cada cultura y cada contexto, y que resulte crítica respecto de sus efectos cognitivos, culturales y sociales. Para el desarrollo de esta pedagogía, resulta imprescindible la presencia de cuatro componentes; sin que impliquen un orden sucesivo o lineal, podrán relacionarse de manera compleja y hasta simultáneamente:
(1) Práctica situada, es decir, la inmersión en prácticas significativas dentro de una comunidad de estudiantes para que puedan desempeñar múltiples y diferentes papeles en función de sus trayectorias y experiencias en su vida cotidiana, en espacios públicos, etc.;
(2) Instrucción explícita, esto es, el uso de metalenguajes, esto es de lenguajes especializados que sirvan para una generalización reflexiva, para describir e interpretar la forma, el contenido y la función de los elementos de diseño para cada modo de significar.
(3) Encuadre crítico: se trata de que los estudiantes interpreten el contexto social y cultural de determinados diseños de significado y así puedan tomar distancia personal y teórica de lo que están estudiando para verlo críticamente en relación con su contexto.
(4) Práctica transformadora: se orienta a que los estudiantes puedan transferir y desplegar la creación de significados en prácticas en las que simultáneamente apliquen y revisen lo aprendido en otros contextos culturales.
Esta pedagogía de las multiliteracidades se propone atender las necesidades de aprendizaje de los estudiantes para permitirles navegar dentro de comunidades tecnológica, cultural y lingüísticamente diversas. En este siglo, en el que las tecnologías del significado cambian continuamente, un conjunto único de normas o habilidades lingüísticas no alcanza para “alfabetizar”. Se trata de hablar, leer y escribir como participantes activos en el cambio social, como ciudadanos hacedores de futuros sociales.
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Alfabetización digital, Ciberliteraturas, Desterritorialización absoluta, Educación de plataforma, Libro expandido / libro objeto, Revitalización lingüística, Tecnoceno, Transición digital, Translenguaje
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0003-0668-1399
En general, la tradición filosófico-política define multitud como una multiplicidad anárquica de individualidades que se expresa de manera caótica, inconstante e irracional. Un ejemplo de ello lo encontramos en la prosa de Tito Livio: “Tal es la naturaleza de la multitud: o se humilla servilmente, o se alza orgullosa para dominar. En cuanto a la libertad, que se encuentra en el medio de ambos extremos, no sabe alcanzarla con moderación ni conservarla” (1989: 622-624). En este sentido, multitud se diferencia de pueblo, concebido este como unidad de representación política de la sociedad a partir de la imposición de un orden legal o estatal exterior a ella misma.
Desde una concepción realista e inmanente, y que enfatiza la preponderancia de los afectos humanos en el plano político, la filosofía de Baruch Spinoza propone una resignificación conceptual de este término en función de su capacidad para expresar la potencia democrática a partir de “lo común”. De la perspectiva spinoziana se derivan múltiples lecturas contemporáneas en torno a multitud, que permiten reconocer la vigencia del concepto para interpretar los procesos políticos y sociales actuales, así como los desafíos que se plantean respecto al futuro de la democracia. En el mismo sentido, el concepto permite reconfigurar los espacios materiales y virtuales de interacción, producción y cooperación social desde una racionalidad alternativa al orden neoliberal que, bajo el aspecto contractual de “lo público” –en cuanto aquello susceptible de ser privatizado– conjura toda posibilidad de constitución de “lo común”.
En el Tratado teológico-político –publicado a comienzos de 1670–, Spinoza designa la multitud siguiendo el tópico clásico, para referirse a las dificultades que se plantean en torno a la obediencia y conservación del Estado:
Más aún, quienes solo han experimentado la variedad de temperamentos de la [multitud], dudan mucho que se pueda conseguirlo, ya que esta no es regida por la razón, sino tan solo por la pasión, es solicitada por todas partes y muy fácilmente se dejan corromper por la avaricia o por el lujo (Spinoza, 2012: 357).
Sin embargo, en el Tratado político – que se publica inmediatamente a su muerte, en 1677–, se expone una concepción dinámica del concepto, cuya definición se constituye a partir de las nociones de derecho natural [ius naturale], potencia [potentia] y Estado [imperium]. Para Spinoza, el Estado es “el derecho que se define por [la potencia] de la multitud” (2013: 118). Por ello, desde el comienzo, implica el reconocimiento de la existencia del derecho natural que, a su vez, identifica como potencia: “Pues, como Dios tiene derecho a todo, y el derecho de Dios no es otra cosa que su [misma potencia], considerado en cuanto absolutamente libre, se sigue que cada cosa natural tiene por naturaleza tanto derecho como [potencia] para existir y para actuar” (107).
La identificación entre derecho y potencia [ius sive potentia] reconoce el derecho natural como todo lo que se hace en virtud de las leyes de la naturaleza. A diferencia de Hobbes, no existe ninguna posibilidad de renunciar o transferir este derecho natural o potencia, ya que el estado político no es una producción artificial, sino la prolongación misma del estado natural. La democracia, en cuanto omnino absolutum imperium, será, entonces, “el mismo derecho natural, en cuanto que viene determinado por [la potencia], no de cada uno, sino de la multitud que se comporta como guiada por una sola mente” (Spinoza, 2013: 127).
En consonancia con una tradición realista que reconoce sus filiaciones con el pensamiento de Maquiavelo, lo político en Spinoza se inscribe a partir del reconocimiento de dos aspectos de la realidad humana: la realidad afectiva y pasional y la imposibilidad de vivir fuera de todo derecho común. Estos dos aspectos configuran la materialidad política en la cual actúa la multitud.
En general, la naturaleza humana se ve sujeta a las determinaciones exógenas de las pasiones –conmiseración, envidia, venganza, deseo de mandar–. En esta situación, la libertad humana es una virtud, ya que “no está en potestad de cualquier hombre usar siempre la razón ni hallarse en la cumbre de la libertad humana” (Spinoza, 2013: 112). El ingenio [ingenium], que surge de la potencia de imaginar acciones que le permitan vivir según su propio criterio, y el esfuerzo por perseverar en la existencia [conatus] hacen posible una afirmación de la singularidad en relación con otros individuos. De este modo, podrá repeler toda fuerza y vengar todo daño. Las pasiones políticas, en cambio, operan en términos generales para infundir la enemistad y la venganza, tanto frente a un acontecimiento presente –el miedo–, como frente a una amenaza futura –la esperanza–. Spinoza reconoce el impulso propio de la naturaleza humana a dejarse guiar más por las pasiones que por la razón. Y agrega: “la multitud tiende a asociarse, no porque la guíe la razón, sino algún sentimiento común, y quiere ser conducida como por una sola mente, es decir –como dijimos en el § 9 del capítulo III–, por una esperanza o un miedo común o por el anhelo de vengar un mismo daño” (2013: 154, destacado en el original). Sobre este párrafo, Alexandré Matheron ha llamado la atención respecto a la referencia que el propio Spinoza establece –“§ 9 del capítulo III”– para aclarar el sentido de la expresión “conducida como por una sola mente” [una veluti mente duci], ya que no alude tanto a las causas de la existencia del Estado, sino a la indignación [indignatio] como causa de su disolución. Por ello Spinoza agrega lo siguiente: “No cabe duda, en efecto, de que los hombres tienden por naturaleza a conspirar contra algo, cuando les impulsa un mismo miedo o el anhelo de vengar un mismo daño” (2013: 134).
El lugar que ocupa la indignación en el Tratado político permite dimensionar la magnitud conflictiva y pasional que atraviesa a la multitud y, a su vez, pone de relieve las diferencias que subyacen en la problematización de este concepto con respecto al Tratado teológico-político, donde la problemática se ubica en una sociedad determinada por la monarquía y la disputa teológica (ver Chaui, 2012: 412 y ss.; Negri, 2021: 95) En el Tratado teológico-político se presenta bajo la figura de la “ira de la plebe”, en aquellas sociedades donde no existe la libertad de opinión y, por ello, se instalan disputas religiosas que derivan en persecuciones. En el Tratado político, la indignación sobreviene cuando la sociedad ha perdido los motivos del temor y del respeto ante quien detenta el poder del Estado. En este caso, la indignación adquiere los rasgos propios del derecho natural y, por lo tanto, de un redireccionamiento hacia una instancia preconstitutiva a las supremas potestades del Estado. A diferencia de la sedición, que surge a partir del odio teológico, la indignación, que se origina a partir de quien detenta el poder, genera la resistencia de la “multitud armada”. En efecto, según Spinoza, “la causa de que, en la práctica, el Estado no sea absoluto no puede ser sino que la multitud resulta temible a los que mandan. Esta mantiene, por tanto, cierta libertad que reivindica y consigue para sí, no mediante una ley explicita, sino tácitamente” (2013: 214).
Es probable que estas diferencias obedezcan a un hecho histórico singular: el linchamiento de Jan de Witt, quien había sido el Gran Pensionario de las Provincias Unidas, y de su hermano Cornelius, a manos de una multitud enardecida y alentada por los partidarios de la Casa real de Orange-Nassau. La experiencia de constatar el colmo de la barbarie [ultimi barbarorum] podría haber sido una inspiración trágica para Spinoza. La resistencia bajo la pasión de la indignación podría actuar como una utilidad común desde la cual la multitud recompone sus fuerzas como potentia multitudinis, instaurando los motivos para alejar las comunes miserias y mantener los motivos de temor y de respeto. Será a partir de este ciclo de reconfiguraciones que la multitud alcance un consenso por el cual, como sugiere Matheron, “acabará por imponer normas comunes sobre lo que cada uno puede desear y poseer sin peligro: existirá efectivamente una potencia colectiva de la multitud que garantizará la seguridad de los conformistas y reprimirá a los desviados” (2011: 159, destacado en el original). La indignación de la multitud se convierte así en una fuerza insurreccional que surge frente a los abusos de poder de un tirano para instaurar un Estado a partir de la libertad. Esto lleva a Matheron a concluir con una afirmación polémica: “la forma elemental de la democracia, según Spinoza, es el linchamiento” (2011: 163).
Desde otra perspectiva, Chantal Jaquet incorpora el tratamiento spinoziano sobre la indignación para concluir que, lejos de todo virtuosismo que se le pretenda asignar, “es siempre la marca de una mente impotente. En tanto que especie del odio, ella jamás puede ser buena; es falsamente liberadora pues ella mantiene al hombre bajo la servidumbre pasional y lo somete a la tristeza en vez de aumentar su potencia de obrar” (2019: 51). Esta observación se apoya en la definición número 20 de las “definiciones de los afectos” con la que finaliza la tercera parte de la Ética: “La indignación es el odio hacia alguien que ha hecho un mal a otro” (Spinoza, 2020: 266, destacado en el original). Se trata de un afecto necesariamente malo, que provoca tristeza y, por ello, añade Jaquet: “Lejos de ser el motor de una desobediencia legítima, la indignación constituye un simulacro de justicia” (2019: 51). El único aspecto que se podría rescatar de ella es la capacidad de disuasión y temor que genera en aquellos que detentan el poder institucional.
Más allá de los efectos y las limitaciones que la indignación de la multitud le impone al poder de los que mandan, Spinoza enfatiza en posibilidades activas de composición a partir de afectos concomitantes en torno a lo común, de modo tal que, a partir de estos derechos comunes, “no solo pueden reclamar tierras, que puedan habitar y cultivar, sino también fortificarse y repeler toda fuerza, de forma que puedan vivir según el común sentir de todos [et ex communi omnium sententia vivere possunt]” (2013: 117). En este caso, Spinoza se refiere a la “multitud libre”, la cual “se guía más por la esperanza que por el miedo, mientras que la sojuzgada se guía más por el miedo que por la esperanza. Aquella, en efecto, procura cultivar la vida, ésta, en cambio, evitar simplemente la muerte” (151). En palabras de Diego Tatián, la multitud libre expresa una inagotable vitalidad que
produce instituciones que la expresan sin reducirse nunca completamente a ellas. Pensada en clave spinozista, democracia es manifestación, incremento, apertura, composición imprevista de diferencias y nunca bloqueo del deseo por el procedimiento, inhibición del occursus entre heterogeneidades favorables o imposición de soledad (2019: 35).
Claramente, la multitud libre no es un resultado racional, lo cual podría implicar cierta teleología en la producción de las formas de constitución de “lo común”, sino que surge de una composición relacional y por ello dinámica, abierta y descentralizada. Es en ese magma afectivo y transindividual donde la multitud expresa su carácter libre, activo y emancipatorio.
A comienzos del siglo XXI, y en el marco de la globalización neoliberal, Antonio Negri y Michael Hardt plantean una apropiación creativa y actual del concepto spinoziano de multitud como sujeto político de la democracia radical. Su autonomía genera una praxis espontánea, autoproductiva y libre de la potentia multitudinis que no anula las singularidades que la componen. Por ello, la institución de la multitud es irreductible a toda forma de soberanía, ya que se presenta como “un conjunto difuso de singularidades que producen una vida común […] una especie de carne social que se organiza a sí misma en un nuevo cuerpo social” (2004: 349). En tanto puro acontecimiento abierto y plural, la multitud podría suponer la incompatibilidad con determinadas formas de institucionalización que podrían obturar su carácter autoinstitutivo y eventual. Sin embargo, es posible pensar en la constitución de instituciones colectivas que reconozcan la dinámica del conflicto para “consolidar la insurrección sin negar su fuerza de ruptura y su potencia” (Hardt y Negri, 2011: 357). Entre los ejemplos que se aportan en este sentido se encuentra la rebelión de Stonewall en 1969, las luchas contra el apartheid en Sudáfrica y, en América Latina, el levantamiento zapatista de 1994 en México. La clave se encuentra en “descubrir en cada caso cómo –y hasta qué punto– el proceso institucional no niega la ruptura social creada por la revuelta, sino que la extiende y la desarrolla” (Hardt y Negri, 2011: 358).
Las proyecciones de futuridad del concepto spinoziano de multitud se podrían plantear en dos planos bien determinados. El primero nos permite inscribir las posibilidades democráticas de la multitud en cuanto expresión espontánea, radical y plebeya que, frente a la racionalidad neoliberal, se posiciona en la insurrección y la revuelta para definir sus modos de vida en común. “Lo público” como espacio susceptible al control del mercado se reconfigura a partir de la multitud como ámbito inmanente de “lo común”, que posibilita nuevas formas de actuar, producir y pensar. Las experiencias populares en Latinoamérica, y especialmente en Chile luego del proceso neoliberal que culminó con las protestas obreras y estudiantiles de 2019, nos permiten dimensionar las capacidades activas de la multitud para disputar y componer espacios de redefinición de la democracia. En este sentido, resulta sugerente la expresión de Cecilia Morel, esposa del expresidente de Chile, Sebastián Piñera, frente a la multitud que tomaba las anchas alamedas de Santiago: “Estamos absolutamente sobrepasados, es como una invasión extranjera, alienígena, no sé cómo se dice, y no tenemos las herramientas para combatirlas”. La “potencia de la multitud”, a su vez, nos permite imaginar modos de vida alternativos al esquema productivista del capital teniendo en cuenta la sustentabilidad, el cuidado del medio ambiente y la garantía del acceso de todos los seres humanos a los derechos fundamentales.
El segundo plano se ubica en el universo digital, donde la expresión singular de la multitud suele converger en las redes sociales en la forma de una “multitud virtual” que suele manifestarse a través del odio y la indignación. Los linchamientos, cancelaciones o escraches alentados por bots, trolls y fake news son las formas que adquiere la indignación virtual y que, en muchos casos, se ha materializado en multitudes destituyentes y antipolíticas –tales como las expresiones multitudinarias contra la supuesta conspiración mundial detrás del COVID-19, o las que culminaron con la toma del Capitolio en 2021 por parte de fanáticos del expresidente Donald Trump–.
A partir de estos ejemplos, se podría pensar en las condiciones de posibilidad para el surgimiento de multitudes libres, capaces de resistir y componer alternativas a las lógicas pasivas de la indignación y el odio. Aun así, estas posibilidades discursivas y comunicacionales no sustituyen la praxis activa de los encuentros y la disposición activa y material de la multitud que se expresa en las calles y las plazas. Reflexionando sobre el rol de la red social Twitter en diferentes expresiones multitudinarias que tuvieron lugar en 2009, Malcolm Gladwell (2010) relativiza la esperanza en el activismo social y político en las redes, ya que se trata de un activismo que parece responder más a formas pasivas de intervención que a un activismo de alto riesgo, generador de lazos fuertes entre los actores y, por eso, capaz de transformar la realidad social.
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Alternativa, Autonomía, Derechos humanos, Dignidad, Igualdad, Individuación, Neoliberalismo, Posdemocracia, Posmodernidad, Tiempo (Spinoza)
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
ORCID: 0009-0008-9991-2099
La posmodernidad se caracteriza por una lógica de producción cultural asentada en la fragmentación y el pastiche, así como en la noción del fin de la idea de unicidad o totalidad cerrada de la obra de arte (Jameson, 1991). La condición posmoderna no teme exhibir las fisuras a partir de las cuales se construye una estética propia. En este contexto epocal puede destacarse la proliferación de músicas fragmentarias.
Cabe entender por músicas fragmentarias aquellas músicas caracterizadas por la implementación de prácticas compositivas de relocalización y reterritorialización de muestras musicales previamente segmentadas en unidades mínimas de sentido musical. Estas músicas operan identificando líneas de fuga de un material musical existente. A partir de aquella identificación, se agrieta la totalidad del discurso musical previo al someterlo a diferentes operaciones de estallido, con las que se da lugar a un conjunto de segmentos de información musical cognitivo-expresiva con sentido en sí mismos. Las muestras o segmentaciones resultantes poseen la potencialidad de irradiar nuevos sentidos sonoros.
A través del uso de diferentes procedimientos de fragmentación, como el corte literal de un fragmento musical, o mediante técnicas más complejas de edición de sonido –que alteran parámetros como el tempo, el tono, etc.–, las músicas fragmentarias exploran la capacidad que tienen las muestras sonoras obtenidas para migrar a un nuevo contexto discursivo y, por tanto, para producir un efecto de coherencia musical o estabilidad discursiva novedosa. Dado que las músicas fragmentarias se basan en la búsqueda de materiales musicales segmentados que puedan desplazarse y reubicarse en un nuevo ecosistema sonoro para producir, así, sentidos novedosos, también se las puede llamar músicas trashumantes.
Las músicas fragmentarias se mueven en la paradoja de producir lo novedoso a partir del ensamblaje de retazos de productos culturales existentes. Como señala López Cano (2018), en los últimos años la música ha adquirido una marcada orientación hacia la práctica del reciclado musical. Esto se debe, en gran parte, a la aparición de la tecnología digital, que expandió las posibilidades técnicas para la creación; el acceso a ellas es cada vez mayor y a menores costos.
La idea de fragmentariedad en la música es una lógica que podemos ya reconocer en la música de Arnold Schönberg. Según Adorno (2018), el dodecafonismo desarrollado por Schönberg es una técnica que no busca generar obras de organicidad cerrada: al estar construidas con elementos ensamblados de altura, las obras adquieren un carácter de estabilidad transitoria. La fragmentariedad reside en que el material del que parte la composición puede someterse a múltiples recombinaciones.
También podemos rastrear la lógica fragmentaria en la introducción de la tecnología de grabación “multipista”. Al posibilitar el ensamblaje de varias capas o pistas, esta tecnología torna posible crear ilusiones sonoras como las que pueden escucharse en el icónico álbum de The Beatles, Sgt. Pepper’s Lonely Heart Club Band.
Podemos considerar la práctica de la “samplerización” como otro hito en la consolidación de estas músicas. Si bien es una práctica que también cuenta con antecedentes, es con el hip-hop de las décadas de 1970 y 1980 que la técnica de “samplear” adquiere las características que la definen en la esfera semiótica musical actual. El sample, o muestra musical, es la afirmación de la música construida por segmentos heterogéneos, tomados en préstamo, que no aspira a una autopresentación como totalidad, sino que se sostiene por referencias y reenvíos a discursos musicales preexistentes.
La traza más intensa del posmodernismo desde fines del siglo pasado hasta ahora ha favorecido la expansión y proliferación cada vez mayor de prácticas de creación musical fragmentarias. Las músicas asumen una fisonomía del orden del puzzle o mosaico sonoro. Una manera de realizar estos ensamblajes tiene que ver con acudir a recursos retóricos como la alusión, la cita o el collage. Un ejemplo de ello lo encontramos en los géneros conocidos como las waves –chillwave, retrowave y synthwave–, que tienen reminiscencias de otros géneros al tomar gestos típicos provenientes del jazz, la música disco, el funk, etc., para reensamblarlos novedosamente. La creación de músicas fragmentarias también se sirve de prácticas que aluden ya desde el nombre a operaciones que disuelven, desgranan y pulverizan el material original para reubicarlo en un nuevo contexto: son ejemplos de ello prácticas compositivas como el remix [“remezcla”] o el mash-up [“triturar”].
Otro ejemplo de músicas fragmentarias lo encontramos en el minimalismo: el material compositivo se basa en fragmentos musicales estratégicamente reducidos a la mínima posibilidad de sentido. El minimalismo usa el loop, o bucle, para construir un discurso musical a partir de uno o muy pocos segmentos musicales cognitivo-expresivos. Si consideramos la dimensión tecnológica, muchas de las músicas fragmentarias basadas en el loop son producidas en programas como Ableton live o similares, cuyo flujo de trabajo –interfaz, herramientas de edición, capacidad para la síntesis de sonido– facilita el desarrollo de esta técnica como sostén poiético para las creaciones.
En todos los casos mencionados hay una celebración de lo rapsódico, lo incompleto, lo abierto; estas músicas tensionan la idea de la unidad del discurso musical. Al hacer estallar el efecto de totalidad cerrada, se pone el foco en la cualidad significante de los fragmentos –una secuencia armónica, una característica estilística, un fragmento melódico– y su potencialidad para generar asociaciones.
Las músicas fragmentarias desdibujan la frontera entre géneros musicales, momentos históricos y propuestas estéticas y sonoras, ya que los gestos sonoros resultantes de la segmentación se inscriben en un flujo de interpolación potencial. Por ejemplo, en “Somebody that I used to know”, de Gotye y Kimbra, la línea de guitarra que se usa como base de bucle de acompañamiento sobre la cual se despliega la línea del canto pertenece a un fragmento tomado de la línea de guitarra de “Seville”, canción instrumental de 1967, del compositor brasilero Luiz Bonfá. Una línea instrumental tomada de la bossa nova deviene en acompañamiento de una canción del universo del pop años después. Un caso similar es del grupo Black Eyes Peas, quienes tomaron la canción “Mais que nada”, de Sergio Mendes, y la reversionan mediante un remix en clave de hip-hop.
Las músicas de las que hablamos reconocen que la obra musical es un proceso abierto, sujeto a un flujo de recombinación y recomposición permanente. También suponen que las posibilidades de encastre de los fragmentos son múltiples; ellos pueden adquirir nuevas formas en función del uso que se les da cuando se los recontextualiza en una nueva creación. Lo novedoso no se halla en un material original, auténtico o único, sino en el criterio estético que se utiliza para la reutilización y la reinterpretación de los fragmentos. La creatividad en estas músicas está asociada a imprimirle una nueva perspectiva a los segmentos extraídos de materiales preexistentes y a reconocer los sentidos latentes que poseen.
Las músicas fragmentarias actualizan las potencialidades de significación de los fragmentos. Asumen, además, que los mismos son factibles de nuevas fragmentaciones e inserciones en otras cadenas significantes, en procesos de sedimentación crecientemente complejos.
Esta manera de concebir la creación musical presupone que cualquier fragmento musical puede adaptarse a contextos discursivos inesperados. Al crear aleaciones sonoras a partir de la recombinación de la muestra inicial con otras sustancias musicales, las músicas con lógicas fragmentarias permiten introducir nuevas propiedades expresivas en el fragmento. Con la trasposición o migración de muestras, se crea un flujo potencial de dispersión del material sonoro, que abre posibilidades asociativas: se crean zonas de estabilidad con capacidad para articularse y desarticularse nuevamente y reingresar en el flujo de la esfera significante con potencia para crear asociaciones nuevas. Por eso, la lógica fragmentaria de esta música debilita la distinción entre el original y la copia, para orientarse más a una dinámica de reinterpretaciones y de activación de nuevos sentidos en las muestras musicales de las que parte.
Las músicas fragmentarias pueden entenderse también como un repositorio de significantes con capacidad para producir horizontes de posibilidades sonoras. Esto es posible porque los fragmentos significantes están disponibles en una temporalidad tripartita: como archivo, como actualización de sentido y como potencia significante. Nada de lo antedicho implica que las músicas fragmentarias se basen en una sola capa de temporalidad. Por el contrario, la mayoría de las veces se dan en forma simultánea. Solo con fines analíticos es posible distinguir los efectos temporales actuantes en la creación de sentidos fragmentarios.
La fragmentación genera un archivo, es decir, un pasado, que funciona como memoria de la cultura de significantes sonoros de épocas diversas. La música fragmentaria se sirve de los flujos digitales rápidos para sedimentar archivos sonoros disponibles con potencia para ser relocalizados. Los fragmentos se cortan, se dividen, se aíslan de su contexto y se los reinserta en un nuevo lugar. Un ejemplo es la melodía de la introducción de “Hang Up”, que Madonna tomó prestada de la canción “Gimme! Gimme! Gimme!”, del grupo Abba. Para usarla en su canción del año 2005, la artista norteamericana tuvo que solicitar expresamente el permiso a la banda sueca. En este caso, un fragmento musical del pasado –una cita directa– es relocalizado con la finalidad de rendir homenaje a la música disco de la década de 1970. Algo similar ocurre con álbumes como Future Nostalgia, de Dua Lipa, o After Hours, de The Weeknd, ambos del 2020, aunque aquí la fragmentación no procede por cita, sino por el cultivo de tópicos asociados a estilos musicales de la década de 1980.
Las músicas fragmentarias descubren la temporalidad presente cuando se actualizan los sentidos de los fragmentos. Lo hacen mediante la aplicación de procedimientos compositivos con los que la potencia expresiva se orienta a la producción de asociaciones inesperadas y de experiencias sonoras novedosas. En Floral Shoppe, álbum ícono de la vaporwave del año 2011 y creado por la productora Vektroid, el segundo número, “Lisa Frank 420 / Modern Computing”, no es otra cosa que un remix de la canción “It’s you move”, de Diana Ross, de 1984, en tono de parodia nostálgica. Aplicando reverb, cambios en el tono y en el tempo, entre otros procedimientos, a la canción original, se actualizó el sentido del fragmento y se dio origen a un nuevo género, fenómeno propio de las plataformas de redes sociales.
Pero las músicas fragmentarias se abren fundamentalmente al futuro, entendido como un horizonte con múltiples posibilidades de asociación, pasibles de nuevas recombinaciones, transformaciones y dispersiones, por eso, estas músicas se inscriben en un futuro potencial o futurabilidad (Berardi, 2019). El futuro se despliega en muestras sonoras disponibles y posibles de ser ensambladas en cualquier momento, de acuerdo con la voluntad creativa. Aquí podemos pensar en las músicas generativas, como la música ambient, que siempre suena “nueva” sirviéndose de loops que se transforman mediante procedimientos de composición aleatorios.
Así, las músicas fragmentarias pueden comprenderse globalmente como músicas en flujo permanente, ubicuas, de temporalidad múltiple y abiertas a la recomposición. Como marca de la enunciación de nuestro escenario cultural, son flexibles, migrantes, trashumantes. Productos de una especie de “ingeniería genética”, que extrae muestras sonoras para crear nuevas formas, son mutantes, híbridas y artificiales. Tensionan el original y lo disuelven en una nueva sustancia. Son replicantes. Emulan y aluden a algo otro. Son fantasmáticas, nostálgicas y propensas al homenaje o a la ironía; músicas inestables, dispersas, eclécticas. Músicas que proceden por fisión y cuya energía radica en la potencia significante del fragmento.
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Futuridad, Heterocronía, Ópera futurista, Posmodernidad, Tecnopoéticas, Vanguardia
Instituto de Investigaciones Económicas
Universidad Nacional Autónoma de México
ORCID: 0000-0003-0985-7708
Desde la década de 1980, pero con especial énfasis en lo que va del siglo XXI, formas de violencia armada organizada se generalizan por el mundo entero, poniendo en jaque las nociones previas en torno a la estatalidad, la territorialidad o el comportamiento económico en su desdoblamiento entre lo legal, informal e ilegal/criminal. Hasta el momento esto ha estado especialmente asociado con los países del Tercer Mundo o Sur Global, en relación a los cuales se plantea la dificultad de trazar distinciones nítidas entre los regímenes de poder y el crimen organizado:
En algunos contextos africanos, asiáticos y latinoamericanos, el bandolerismo se confunde con una guerra de baja intensidad como forma de acumular riqueza y lealtad, produciendo nuevas cartografías de desorden […] Aquí el alcance del Estado es desigual y el paisaje un palimpsesto de soberanías contestadas ‒una compleja coreografía de policía y paramilitares. seguridad privada y comunitaria, bandas y escuadras de vigilantes, salteadores de caminos y ejércitos forajidos‒. (Comaroff y Comaroff, 2009: 10-17)
Allí, en esos espacios usualmente considerados como los márgenes de los proyectos de estatalidad acordes a la prédica occidental, la violencia apaciguada como parte del proyecto de la modernidad resurge rampante (Muchembled, 2010), adquiere insoportable visibilidad y se extiende como resultado de la refuncionalización de los Estados y los procesos de transnacionalización.
En este marco, narcopolítica y necropolítica vertebran campos semánticos que se solapan, no solo en cuanto arquetipos del capitalismo dependiente y el subdesarrollo, sino también como resultados de la larga herencia colonial compartida.
La palabra narcótico proviene del griego narkotikos y alude a cualidades para adormecer, mientras que política, que remite a polis (ciudad), resulta una derivación de la expresión politiké techne, como el arte propio de los ciudadanos, referido a la vida en sociedad. Como neologismo, narcopolítica es una expresión incorporada de manera paulatina como justificación de la agenda de seguridad de Estados Unidos para América Latina y el Caribe. Guarda relación con la definición de “guerra contra las drogas” lanzada en 1971 por el gobierno de Richard Nixon y, de manera más particular, con la utilización del prefijo “narco” por parte de diplomáticos de Estados Unidos en Bogotá durante la década de los años ochenta (Prieto, 2007). Con ello se aludía a distintos fenómenos característicos de aquella década convulsa: narcoterrorismo, narcodólares, narcoestados. El proceso coincidió, lo que no resulta menor, con la generalización del tráfico y consumo de la cocaína, extracto procesado de la hoja de coca con un legado milenario entre pueblos originarios andinos (al igual que muchísimas semillas, plantas, cactáceas y hongos en otras regiones), reconvertido en un estimulante ilegal de alta valorización en el mercado, proceso que alteró de manera decisiva la dinámica de producción, trasiego y uso, y se articuló al despliegue de distintos tipos de violencia.
En su sentido primigenio, narcopolítica remite a la colusión entre estructuras del Estado y tramas resultantes de la producción y circulación de estimulantes ilegales, lo que implica un reconocimiento explícito de actos de corrupción. En aquellos años esto se englobó dentro de la idea de “Estados canallas” (rogue states) posteriormente redefinidos como “Estados fallidos”. Desde este prisma interpretativo, se trataba de un andamiaje institucional volcado a este tipo de actividades, que por su impacto en la población de Estados Unidos ameritaba activar y sostener procesos de intervención. Expresiones derivadas referentes a “la política” pero pertenecientes a otras escalas son los narcodiputados, narcobancadas, narcogobernadores, narcomilitares, narcopolicías, narcojueces.
Necro (del griego, nekros) quiere decir muerto. Además de su uso histórico como prefijo en términos como necrosis, necropsia, necrópolis o necromancia, en las últimas décadas se retoma por la filosofía y las ciencias sociales para dar cuenta de regímenes en donde la política reside en la administración y trabajo de muerte, como ocurre con la voz necropolítica (Mbembe, 2011), o de un comportamiento sistémico de largo aliento del capitalismo respecto al metabolismo de la trama de la vida (web of life), como sucede con el término necroceno (McBrien, 2016), o de un principio de funcionamiento social en que los Estados y gobiernos se abstienen de actuar, dejando/haciendo morir a la población para que la economía de mercado prospere, como acontece con la expresión necroeconomía (Montag, 2006).
En relación a ello resulta pertinente recordar que necropolítica es una noción acuñada desde y para el contexto africano, y que el propio Achille Mbembe (2012) ha advertido sobre el abuso que se hace de ella. De acuerdo con este autor, el concepto se refiere, primordialmente, a tres cuestiones: en primer lugar, a contextos en los que el estado de excepción es la norma, en segundo, a figuras de soberanía cuyo proyecto central es la instrumentalización generalizada de la existencia humana y la destrucción material de los cuerpos y poblaciones juzgados como desechables o superfluos, y en tercero, a figuras de soberanía en las que el poder o el gobierno apelan de manera continua a una situación de emergencia y ficcionalización del enemigo, lo cual abona el terreno para la matanza.
Más allá de lo antedicho, no se exagera si se señala que el núcleo, tanto de lo que reconocemos como narcopolítica como de lo que asociamos a necropolítica, es económico, en un sentido inquietante por su despliegue cotidiano, así como por las implicaciones subjetivas, culturales y socioambientales que conlleva. En efecto, ambas nociones remiten a la conformación de territorialidades depredadoras, caracterizadas por procesos simultáneos de cercamiento y expoliación que son el resultado de las confrontaciones que establecen Estados, corporaciones y distintas expresiones de violencia armada organizada. Al fenómeno de transnacionalización y proliferación de estructuras armadas que privatizan la violencia, o la militarización de la sociedad, se agrega una redefinición institucional, caracterizada por la emergencia de órdenes contiguos, cuando no imbricados, y que son definidos por disputas por territorios para la circulación de toda clase de mercancías, la exacción de bienes naturales, el cobro de rentas ilegales, así como por la regulación de formas de comportamiento y la imposición de penas y castigos.
De tal suerte que nuestro campo semántico incorpora la llamada economía criminal, derivada del griego οἰκονομία que transitó al latín oeconomia de donde fue integrada al castellano y que remite a las normas de administración (pero no necesariamente de cuidado) de la casa. Por su parte, crimen, del latín, remite al acto de distinguir los elementos y responsabilidades de un acto considerado delictivo o sobre el que pesa una acusación. Para referirse a los fenómenos a los que venimos haciendo referencia, suelen utilizarse nociones como empresa criminal o crimen organizado, pero resultan algo esquivas si consideramos que en la actualidad el carácter criminógeno de la economía, si bien se nos presenta como un sistema especular, en verdad proviene del ADN del capitalismo como proyecto histórico.
Establecer cifras sobre el volumen que tienen estas actividades es complejo y siempre limitado, en virtud de la imposibilidad de contar con datos fehacientes. Baste mencionar que en 2015 el Foro Económico Mundial difundió una estadística conservadora respecto al peso de la economía criminal en el mundo, estimando que representaba en ese momento entre el 8 y el 15 por ciento del Producto Interno Bruto a nivel planetario, lo que en distintas fuentes se reitera para años posteriores. Esto considera no solo la producción y trasiego de estimulantes ilegales, sino el dinámico proceso de diversificación que ahora trasmina todo a su paso acompañando la mercantilización de la vida (y el trabajo de muerte) como proyecto abierto.
De acuerdo al último informe disponible de la United Nations on Crime and Drugs (UNODC, 2023), en 2021 se estimaba que 296 millones de personas consumieron algún tipo de estimulante ilegal, lo que representa el 5.8 por ciento de la población mundial de entre 15 y 64 años. A pesar del estigma que ha acompañado la utilización de este tipo de sustancias, el consumo es en realidad sólo una faceta superficial de la problemática. En 2013 fue conformada la Iniciativa Global contra el Crimen Organizado Transnacional, que en su segundo informe (2023) coloca en una lista de prelación a los delitos financieros como la economía ilícita predominante en el mundo, seguido por la trata de personas, mercados de cannabis, contrabando de armas, tráfico de personas, comercio de productos falsificados, mercado de drogas sintéticas y delitos contra la fauna, por mencionar las primeras diez actividades. Un elemento determinante en todo el proceso es el papel de los Estados como la principal fuerza que impulsa al crimen organizado, ya no solo en Asia, África y Latinoamérica, toda vez que el mismo informe señala que al menos 83% de la población mundial vive en entornos marcados por altos índices de criminalidad. Como muestra del carácter transnacional de estos fenómenos, la población refugiada o víctima de desplazamiento forzado, estimada en 100 millones para 2022, es objetivo de actores criminales en connivencia con funcionarios de los Estados, quienes se encargan de traficarlos, al tiempo que somos testigos.
Lo narco se extendió también como una manera de afrontar este modo de vida, sustancias vueltas ilícitas que resultan energías críticas para llevar a cabo distintos trabajos y el estrés que conllevan, y también adormecer y paliar el dolor asociado a soportar un presente invivible. La economía criminal surgió de ese centro de gravedad para expandirse hasta los reductos profundos de la vida, no administrando la casa sino depredando todo lo que habitaba en ella. A su papel como centros de producción y rutas para la colocación en el mercado de formas codiciadas de acumulación ilegal, se han agregado otras actividades como resultado del boyante proceso de diversificación económica que, además, comporta cada vez mayores niveles de imbricación con la economía formal. En la actualidad, estas modalidades incluyen el tráfico y trata de personas, armas, así como una variedad de rentas ilegales entre las que se cuentan formas de recaudación de impuestos. Se trata de un proceso en que el capitalismo contemporáneo encuentra en las actividades de la economía criminal una forma de reproducirse, traspasar las fronteras constituidas de manera previa y esparcirse en diversos ámbitos (ver Barrios Rodríguez, 2023).
Así, la necropolítica, que de manera diacrónica se despliega desde las economías de plantación (instituciones “totales”), se extiende hasta un presente donde la extracción de materias primas es profundizada con tecnologías voraces que alimentan la catástrofe ecológica y la ilusión de un mundo digital. Habiendo estado asociada con falencias en la conformación del canon de estatalidad occidental, ahora resulta una metáfora de procesos que acontecen en distintos rincones del planeta, validando, por cierto, la tesis de la “evolución” de los países centrales hacia África (Comaroff y Comaroff, 2013).
Es posible pensar que, hacia el futuro, la política institucional tradicional irá quedando diluida y rebasada por los procesos de expansión de la economía criminal, fragmentación de los Estados nación y colonización de la vida por la lógica predatoria. En efecto, si se tienen en cuenta la inercia de los procesos y la correlación de fuerzas entre los actores, no es excesivo imaginar que el mundo que se está conformando es uno donde se incrementará aún más la explotación humana y la apropiación/destrucción de la naturaleza. Esto, que comporta muy diversas expresiones, tiene un correlato en la generalización de mecanismos desdoblados que reordenan el espacio y disciplinan a las poblaciones que lo habitan, atravesando, ampliando e instituyendo nuevas fronteras materiales y físicas. La economía criminal no es una otredad oscura que se despliega en nuestro mundo de manera subrepticia: constituye el dispositivo toral del capitalismo del siglo XXI.
Referencias
Barrios, Rodríguez, D. (2023). La vida entre cercos. Militarización social en América Latina en el siglo XXI. Ciudad de México: CIALC-IIEc, pp. 282.
Comaroff, J. y Comaroff, J. (2009). Violencia y Ley en la poscolonia: una reflexión sobre las complicidades Norte-Sur. Catalunya: Katz, pp. 131.
Global Initiative Against Transnational Organized Crime (2023). Índice Global de Crimen Organizado. Ginebra, pp. 248.
Mbembe, A. (2012). “Necropolítica. Una revisión crítica” dentro de Chávez, MacGregor, M. (curadora académica) Estética y violencia: necropolítica, militarización y vidas lloradas. Ciudad de México: MUAC, pp. 165.
McBrien, J. (2016). “Accumulating extinction: planetary catastrophism in the necrocene”, en Moore, J., Anthropocene or capitalocene? Nature, History, and the crisis of capitalism. Oakland: PM Press, pp. 116-137.
Montag, W. (2005). “Necroeconomía: Adam Smith y la muerte en la vida del universal”. Traducción de Aurelio Sainz Pezonaga. Revista Filosofía y Política, 134, pp. 14-28.
Muchembled, R. (2010). Una historia de la violencia. De la Edad Media hasta la actualidad. Madrid: Paidós, pp. 398.
Prieto, Osorno, A. (2007). “Las aventuras del prefijo narco”, El rinconete, Centro Virtual Cervantes, 18 de junio, https://cvc.cervantes.es/el_rinconete/anteriores/junio_07/18062007_01.htm acceso 11 de mayo de 2024.
UNOCD (2023). “Informe Mundial sobre las drogas”. Nueva York: Naciones Unidas.
Ver también
Capitaloceno, Deuda, Dignidad, Extractivismo, Hábitat, Igualdad, Neoliberalismo, Poéticas de los márgenes urbanos, Posdemocracia, Posmodernidad, Refeudalización, Resistencia, Seguridad jurídica, Violencia lenta
Naturaleza (relaciones sociales con la)
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0009-0000-6552-0398
Naturaleza es una de las categorías reflexivas más importantes y complejas de la tradición occidental. La usamos para hablar sobre lo inherente a nosotros mismos –“la naturaleza humana”–, sobre lo otro de nosotros mismos –“nuestra relación con la naturaleza”–, y sobre aquello subyacente a esta distinción que conecta y anima todo ineludiblemente –“nada escapa a las leyes de la naturaleza”– (Williams, 2000). Esta combinación de alta centralidad y plasticidad conceptual hace de la naturaleza un punto donde se cruzan continuamente todas las vías del pensamiento, en su búsqueda por estabilizar un sentido rector que organice las cosas y las conductas. Dichos intentos han resultado siempre provisorios, y tarde o temprano el término se adapta a la versión opuesta. Así, tenemos la vía de la religión –divina y secular–, la metafísica –sustancia y accidente–, la metáfora –organismo y máquina–, la ética –objeto y sujeto–, la estética –monstruosa y simétrica–, la historia –escenario y coprotagonista–, la economía política –ilimitada y escasa– y la matemática –lineal y caótica–. Estos sentidos, y otros más, coexisten en el imaginario contemporáneo de la naturaleza, excluyéndose, complementándose, formando nuevos sentidos. Indagarlos es entrar en un laberinto sin centro, o con innumerables centros, que se transita filosóficamente como un camino lleno de contenido real que es peligroso abandonar, o como un significante vacío lleno de manipulación intencionada que es peligroso continuar.
Una perspectiva intermedia lleva a pensar que bajo una misma voz se están confundiendo modulaciones suficientemente independientes y que es necesario diferenciar interrogantes y contextos de uso. La clasificación del comienzo tiene esta intención: distinguir un registro de significado ampliado y otros más acotados. Por ejemplo, Glacken (1996) observó que en la historia del pensamiento occidental se han hecho tres preguntas persistentes sobre la naturaleza cuando es tomada en el sentido particular de tierra habitable: si es una creación hecha con un propósito, hasta qué punto sus relieves y fuerzas han influido sobre las distintas culturas y temperamentos humanos, y hasta qué punto estos la han cambiado desde una supuesta condición original.
Esta entrada quiere enfatizar esta acepción específica, la llamada naturaleza “externa” o “material”, con la que se busca generalizar ese entorno biogeofísico diferenciado de los órdenes culturales e intencionales humanos, a los que, por un lado, se les adjudica un rango de autonomía en la transformación “artificial” de ese entorno y, por otro, resultan materialmente dependientes de él para su subsistencia. Al marcar esta tensión, dicha acepción pone el foco en las relaciones de intercambio e interacción entre la agencia humana y los entornos externos.
Actualmente, como nunca antes, la naturaleza externa está en el núcleo más recalcitrante de la controversia pública. En su nombre se plantean los términos de supervivencia y justicia para la humanidad en el siglo XXI: se forjan los diagnósticos de crisis ambiental mundial, las narrativas de transición y del fin, y crecen nuevos movimientos de masas. En cada caso es la interacción apropiada con la naturaleza la que aparece como punto de palanca para sesgar los argumentos sobre el progreso y el desarrollo, de manera especialmente conflictiva en la discusión latinoamericana debido al rol geopolítico de la región como “exportadora de naturaleza”. El conflicto alrededor de la interacción causal entre las organizaciones humanas y naturales –interacción que no es en sí misma nítida porque presupone otro conflicto, el que tiene lugar entre las distintas visiones de “naturaleza”– va dinamizando una agenda de problemas y soluciones civilizatorias acuciantes y moviendo el eje entre los movimientos sistémicos y antisistémicos: su vínculo con el futuro es crítico.
Hay otra forma en que la naturaleza externa es consustancial a las imágenes del futuro, que está dada por la conexión de la noción con otras nociones. Esto se revela en tanto el acto de recorte categorial que permite circunscribir la mirada a aspectos de interacción exige activar relaciones de presuposición con los demás significados. Un recorte tal implica: a) generar un contrapunto con alguna dimensión de la realidad humana sujeta a una lógica distinta e irreductible a aquella; b) tomar un criterio común de identificación de la diferencia –ser distinguibles en virtud de su “naturaleza intrínseca”–; c) admitir un campo de fuerzas subyacente a ambas –su “naturaleza universal”– dentro del cual estos órdenes autónomos se conectan según condiciones de interacción.
Esta interdependencia parece indestructible e indica que no es accidental que los tres sentidos lleven el mismo nombre. Por eso, cualquier teorización objetiva sobre la naturaleza externa arrastra visiones cosmológicas acerca de la parte y el rol propio del humano como agente en su entorno, filtrándose en la referencia a lo externo concepciones sobre lo que es internamente útil, normal, originario o esencial, y sobre sus formas adecuadas de consecución.
Este tipo de circularidad no indica tanto una confusión, sino que justamente esclarece su rol semántico. Considerado como un complejo categorial, naturaleza constituye una abstracción de alto orden que funciona simultáneamente como significante específico de cosas y como articulador general de las formas en que significamos cosas. En este sentido, Heidegger (1998) señaló que no solo es el término constante en una serie de oposiciones estructurales en la experiencia occidental –arte, historia, espíritu, cultura, etc.–, sino que además constituye su piedra angular, reteniendo la mayor estabilidad y prioridad para fijar las características de cada uno de los conceptos que contrapone. Es así que, a través de la idea de naturaleza, y especialmente a través de la jerarquización de la proximidad/distancia con la naturaleza, se han generado los cruces entre las grandes narrativas modernas: de dominación –civilizado/salvaje–, de emancipación –liberación de las limitaciones naturales/retorno a la naturaleza–, políticas –estado de naturaleza/contrato social–, epistémicas –objetivismo/subjetivismo–. Si las distintas versiones de la naturaleza externa articulan representaciones particulares de los entornos materiales con normas históricas particulares, la constante apelación al genérico naturaleza trata sobre una articulación más genérica, la de una imagen del cosmos con la normatividad en sí misma, que produce ese efecto normalizador propio de todo orden institucional donde este aparece correspondiéndose con “las cosas mismas” (Daston, 2019). Igualmente, si en sus tres acepciones principales el concepto sirve para representar totalidades distintas, en su forma ampliada sirve para realizar dichas totalidades organizando una metanarrativa integradora desde la cual Occidente cuenta la historia y se proyecta hacia imágenes del futuro con un sentido de colectividad.
La dificultad epistemológica de toda caracterización de la naturaleza externa es, por lo tanto, máxima y lleva continuamente a encierros. En este sentido, su comprensión se presta menos a las formas “directas” de indagación, como las inductivas/deductivas, y más a las “laterales”, como la genealógica y la dialéctica. Esto implica, por un lado, el registro de cómo la referencia a la externalidad se ha ido vinculando a este complejo categorial para producir imágenes fuertemente orientadoras y estabilizadoras de la acción colectiva, obedeciendo a cambios en los modos históricos de interacción y conocimiento asociados. Por el otro, si hablar de la naturaleza “externa” implica estar hablando simultáneamente del orden “interno” con el cual forma el plano de interacción, el foco resulta ser más propiamente la naturaleza en enlace con su contraparte constitutiva, la “sociedad”. Dentro de las muchas precisiones contradictorias que admite la idea de entorno natural, es la lógica de esta “relación”, sostenida por un dualismo en tensión dinámica pero persistente, la que encuentra a través de la historia y los diversos usos actuales pautas de sentido más prioritarias y estables.
Visto desde una escala etnocéntrica, este esquema dualista dota de una poderosa intuitividad a la idea de naturaleza, ofreciendo una sensación de límites borrosos, aunque de contrastes seguros. Visto desde una escala etnográfica, sin embargo, el dualismo naturaleza/sociedad se muestra humildemente como un esquema funcional de experiencia entre muchos otros que existen en el planeta (Descola, 2012). Esta pluralidad es necesaria para dar capacidad denotativa y connotativa del concepto: aludir a la idea occidental de naturaleza depende de que sea comparable a otras ideas sobre la naturaleza. Pero la comparación nunca es una operación transparente. Por un lado, una delimitación clara entre cosmovisiones ayuda a tomar distancia y posibilita el examen, lo que destaca una coherencia relativa en la idea de que se perdería desde un enfoque concentrado en sus variantes internas, muchas y disímiles. Por otro, radicalizar diferencias de cosmovisión tiende a arrinconar el examen en el relativismo –el planteo de que la naturaleza sea una suerte de espectro conceptual sin anclaje en rasgos regulares e intuitivos de lo material, o inversamente, que todo lo real sea siempre equivalente a la forma en que un grupo lo conceptualiza–, con la consecuente imposibilidad de formular problemas de la interacción o de tomar alternativas de otras perspectivas.
La necesidad pragmática de operar con o sobre la idea de naturaleza lleva, entonces, a postular un “nivel cero” que funciona como precondición de toda caracterización y comparación. Este sería la protonaturaleza: una suerte de invariante cognitivo y experiencial humano, que busca compulsivamente, a través de los espacios circundantes, trazar distinciones entre un mundo doméstico-interno y otro silvestre-externo, repartir el orden de los existentes y marcar el rango de inhibiciones y desinhibiciones de las conductas que en cada caso regulan la interacción. Dicha distinción puede tener como su eje la aldea, el círculo totémico, la polis o la conciencia razonadora, por lo que no siempre se resuelve como una oposición genérica entre seres humanos y no humanos, y tal sería su debilidad de contenido originaria.
Tomada como la forma más general e idiosincrática con que la civilización occidental-moderna interpreta la acción humana en los espacios circundantes, se pueden destacar cinco inflexiones históricas determinantes para el desarrollo de la idea dualista de naturaleza: la Antigüedad grecorromana, la cristiandad medieval, la modernidad iluminista, la reacción romanticista y la “gran aceleración” y crisis ambiental en el siglo XX.
La estructura inicial de la idea se consolida en el primer momento y ya es detectable en su raíz etimológica, el latín gnatus, “nacido” o “producido”, relacionado con el griego gignomai, “nacer”. Naturaleza es, entonces, todo aquello que haya sido generado y llega a ser. Esta idea de naturaleza como fuerza cósmica viene a emparentarse con la raíz conceptual fundamental que es el griego physis, presente en las modernas física y fisiología, y también –no casualmente– relacionada con el latino futurus: lo que ha de ser, que va a suceder. Este carácter normativo que trae el concepto physis deriva, luego, en la abstracción del agregado de entidades, sujeto a estos principios inmanentes de desarrollo. En el pensamiento griego estos llegan a abarcar también las bases de la organización social, solo un grado más en la continua unidad orgánica y cosmológica, donde lo que es se conecta con lo que debe ser. Es recién lo que se sustrae a esta unidad elemental lo que aparece como su polo opuesto, una realidad de segundo orden llamada nomos –“ley”, “política”–: teatro artificial de reglas, discursos y hábitos, que gobiernan aspectos más particulares y contingentes de la conducta humana, cuya razón de ser es, por lo tanto, variable.
Las inflexiones siguientes están marcadas por fuertes reestructuraciones en los marcos epistemológicos, políticos y morales, en las narrativas de emancipación y progreso, en las técnicas de poder y en las relaciones entre tierra y trabajo, producción y energía. Estos cambios, sin embargo, son asimilados dentro del esquema dualista original. A grandes rasgos, la tendencia histórica ha sido, en la modernidad, hacia la profundización de la dualidad abarcando más dimensiones ontológicas y éticas; luego, en tiempos actuales, hacia una parcial reducción de estas por la creciente predominancia del naturalismo científico o las crisis ambientales. Concomitantemente, se han ido renovando las metáforas –del organismo al patrimonio, máquina, red de vida, casa común–; las ideas de agencia humana en la transformación natural –del artesano al timonel, amo, operario, fuerza geológica–; las dinámicas del cambio histórico –de la cíclica a la evolutiva lineal y a la no lineal–; y la dialéctica de oposiciones –del nomos al holismo científico-gubernamental de lo “social”, a los híbridos socionaturales–.
Bajo una mirada genealógica, estos desplazamientos de sentidos revelan que la tradición occidental, incluso en sus momentos de vocación más dicotómica, enfatizó tanto la distinción entre la naturaleza y la sociedad como su indisociabilidad. La dualidad es fundamentalmente una forma específica de expresar relación e interacción, sobre todo una marcada por crecientes niveles de intensidad y complejidad y de necesidades de legitimación del control instrumental de los entornos, que alcanzan el clímax con la lógica de acumulación capitalista. Los intentos de conceptualizar y resolver los constantes problemas derivados de esta lógica recaen en el espectro de alternativas típicas del dualismo, que van del antropocentrismo al ecocentrismo, de la dominación a la sumisión, de los giros construccionistas a los materialistas.
La predominancia del imaginario moderno en esta conversación de alternativas se evidencia en que la ciencia –con sus subdivisiones– aparece como máxima autoridad a la hora de representar la realidad externa y distinguir puntos de corte. Al mismo tiempo, la misma fundación epistemológica es también deudora, más que de una serie de descubrimientos independientes, de una serie de desplazamientos históricos en los modos de interpretar la cosmología y organizar la agencia humana en los entornos. Por eso, la pregunta sobre si es el régimen epistemológico de las ciencias –sociales/naturales– el que autoriza la visión dualista de la naturaleza o si es esta visión la que autoriza las ciencias excede la respuesta fija, y más bien expresa una dialéctica constitutiva que expone la historicidad abierta de la forma de vida en la que surge.
A partir de estas consideraciones se puede ensayar una definición del término complejizando la estructura de la definición, distinguiendo dos niveles de significado. En un primer nivel –restringido, orientado analíticamente–, la categoría “relaciones sociales con la naturaleza” refiere a las mediaciones materiales y/o simbólicas entre dichos polos, marco dentro del cual se formulan parámetros y problemas relativos al contenido de dichas mediaciones. En un segundo nivel –amplio, orientado cosmológicamente–, alude a la gramática occidental básica desde la cual se define el orden de agencia colectiva humana en su entorno, según el rango de funcionalidad y problematicidad que domina esta particular relación interno/externo. Cada nivel comprende un terreno propio de desafíos al tiempo que se realimentan mutuamente. Cuando el conflicto se concentra más sobre el primero y se toma el segundo como tácito, el eje es la vida cosmopolita –cómo perspectivas socioculturales plurales pueden convivir dentro de un mismo mundo natural–, mientras que si se concentra en el segundo se proyecta en una escena posnaturalista, donde el eje es cosmopolítico –cómo mundos plurales pueden convivir momentáneamente en una misma perspectiva– (de la Cadena, 2020).
El problema de cómo generalizar esa totalidad donde situamos las externalidades de nuestra actividad práctica es un punto de palanca filosófico ineludible en toda conversación sobre opciones de vida y organización de lo común. Eso que intuitivamente llamamos naturaleza se produce por la conexión inseparable entre lo regular y lo regulable y, por lo tanto, de lo que puede desarrollarse en el espacio según una dirección adecuada y previsible en el tiempo. Nuestro futuro ya contiene en sí mismo un sentido de la naturaleza, y la naturaleza, un sentido del futuro.
Referencias
Daston, L. (2019). Against nature. Massachusetts: The MIT Press.
de la Cadena, M. (2020). “Cosmopolítica indígena en los Andes: reflexiones conceptuales más allá de la ‘política’”. Tabula Rasa, 33, pp. 273-311.
Descola, P. (2012). Más allá de naturaleza y cultura. Buenos Aires: Amorrortu.
Glacken, C. (1996). Huellas en la playa de Rodas. Naturaleza y cultura en el pensamiento occidental desde la Antigüedad hasta finales del siglo XVIII. Barcelona: Ediciones del Serbal.
Heidegger, M. (1998). “On the being and conception of φύσις in Aristotle’s physics B, 1”. En W. McNeill (ed.), Pathmarks. Cambridge: Cambridge University Press.
Williams, R. (2000). “Naturaleza”. En Palabras Clave. Un vocabulario de la cultura y la sociedad. Buenos Aires: Nueva Visión.
Ambiental (crisis), Buen vivir, Capitaloceno, Chthuluceno, Cosmopolítica, Extractivismo, Imagen, Neoliberalismo, Plantacionoceno, Poscapitalismo, Tecnoceno, Ubuntu, Violencia lenta
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0003-0627-5251
El/la neohablante es un sujeto políticamente relevante, objeto de discusión y análisis en la actualidad en el ámbito académico. Tal como sostienen sociolingüistas especializados en lenguas minorizadas, como Bernadette O’Rourke y Fernando Ramallo (2010), su importancia radica, principalmente, en el rol que asume en contextos de desplazamiento lingüístico, ya que invita a pensar nuevos modelos de recuperación de las lenguas.
En el ámbito de los estudios de revitalización lingüística y la sociolingüística europea, se utiliza la etiqueta “nuevo hablante” para describir a personas que adquieren una lengua minorizada por medio de programas educativos bilingües, programas de inmersión o que lo hacen de adultos como estudiantes de idiomas. Se trata de personas en cuyos hogares se habla poco o nada esa lengua. Esto se da en el contexto de las minorías lingüísticas tradicionales europeas, que comparten condiciones sociopolíticas y económicas similares, así como una tradición de intervención cultural y política para mantener y revitalizar sus lenguas.
Siguiendo a O’Rourke, Pujolar y Ramallo, el fenómeno de los nuevos hablantes se debe contextualizar con la consolidación del aparato Estado nación moderno en Europa, que impuso la unificación lingüística y desplazó hacia los márgenes socioeconómicos y políticos a los hablantes de las lenguas regionales. Esto subordinó a sus hablantes y los invisibilizó en el espacio público. Su exclusión de los sistemas educativos nacionales institucionalizó la estigmatización de hablantes de lenguas minorizadas (2015: 5).
Así, el uso de estas lenguas fue relegado al ámbito rural. Y, a causa de la emigración hacia las ciudades industrializadas, las comunidades de hablantes de estas lenguas fueron disminuyendo. Las nuevas oportunidades en las ciudades requerían el uso de las lenguas dominantes y esto impulsó a las personas a convertirse en sus nuevos hablantes y, en muchos casos, a abandonar completamente las lenguas minorizadas. Sin embargo, hacia el final del siglo XX, en el marco del avance de los movimientos por los derechos civiles, instituciones como la Unión Europea comenzaron a impulsar la diversidad lingüística (O’Rourke, Pujolar y Ramallo, 2015). Esto generó un cambio de enfoque por parte de los Estados nación, que, en algunos ámbitos sociales, como el sistema educativo, por ejemplo, empezaron a promover el uso y adquisición de las lenguas minorizadas regionales. En esta etapa emerge el fenómeno de los neohablantes.
Las iniciativas que buscan la revitalización lingüística persiguen el aumento de su conocimiento, uso y dominio por parte de una mayor cantidad de personas. Tal como sostienen O’Rourke y Ramallo (2010), esto puede ir en dos direcciones. En primer lugar, puede proponerse mantener la lengua entre los hablantes de esa lengua, entre los llamados hablantes nativos. Y, en segundo lugar, puede promoverse el uso entre personas de la comunidad que han tenido como lengua materna la lengua dominante. Las políticas lingüísticas que van en la segunda dirección, y se apoyan en el sistema educativo o en la comunidad para impulsarlas, favorecen el incremento de nuevos hablantes.
Los orígenes del término pueden rastrearse como categoría émica. En el País Vasco, desde 1980 se utiliza la expresión “nuevo vascohablante” para describir a quienes aprenden euskera a través de la instrucción formal. En Galicia, el término neohablante se usa para referirse a las personas que no crecieron hablando la lengua minoritaria, pero empezaron a usar la lengua en la juventud. En la misma línea, los hablantes de bretón que aprenden la lengua en la escuela o durante su adultez se denominan neo-bretonnant (O’Rourke, Pujolar y Ramallo, 2015).
En el ámbito académico, podemos rastrear el recorrido del término dentro de la sociolingüística contemporánea, que se ha ocupado de caracterizar una diversidad de sujetos como hablantes nativos, tradicionales, aprendices de lenguas, personas políglotas, bilingües receptivos, etc. Así, describe diferentes sujetos que suponen ciertas relaciones entre lengua y sociedad. El concepto de neohablante surge en pleno debate académico en torno a la minorización lingüística, y desde una sociolingüística política que emergió en contextos de sustitución lingüística, la cual debe asumir el objetivo de garantizar la supervivencia de las lenguas minorizadas (Ramallo, 2020: 231).
Inscripta en los estudios de revitalización lingüística, la llamada sociolingüística periférica europea (ver Gardy y Lafont, 1981; Ninyoles, 1969, entre otros) se ha involucrado en la planificación lingüística destinada a la protección y expansión de las comunidades de hablantes de lenguas minorizadas. En los esfuerzos de revitalización impulsados por la sociolingüística de la recuperación de las lenguas, los hablantes nativos han ocupado el centro de atención (O’Rourke, Pujolar y Ramallo, 2015).
Sin embargo, el fenómeno de los nuevos hablantes ha sido abordado por estudios que continúan la tradición de la sociolingüística periférica europea (ver O’Rourke, Pujolar y Ramallo, 2015; Ramallo, 2020) y que han señalado las limitaciones de términos tradicionales como hablante nativo o lengua materna, así como el alcance de etiquetas como nuevos hablantes y neohablantes.
La crítica que esta corriente realiza a los estudios de lenguas minorizadas y de revitalización lingüística se centra en su interés por las comunidades nativas y/o de herencia. Al enfocarse acríticamente en estas comunidades, reproducen una ideología lingüística que requiere una revisión, ya que el concepto de hablante nativo queda asociado a adjetivos como auténtico o puro (O’Rourke y Ramallo, 2010). Estos autores sostienen que es necesario prestar atención al grupo sociolingüístico numeroso que ha cobrado relevancia con los años: los nuevos hablantes.
Tradicionalmente, para describir a las personas que aprenden y utilizan variedades lingüísticas diferentes a su lengua materna o primaria la sociolingüística ha usado etiquetas del tipo de hablante no nativo, hablante de segunda lengua o aprendiz. El estudio de estos grupos se ha enfocado en cuestiones vinculadas con la legitimidad y autoridad lingüísticas, como son la lucha en la que los individuos se involucran en búsqueda del reconocimiento como hablantes auténticos (ver McEwan-Fujita, 2010; O’Rourke, 2011; y Woolard, 1989).
Con el fin de evitar categorizaciones clínicas que quiten legitimidad a las y los nuevos hablantes –semihablantes, último hablante, semilingües, recordadores, etc.– y que representan una sintomatología con procesos como la interferencia, la hibridación, formas contaminadas, etc., la etiqueta nuevos hablantes es un intento por alejarse de etiquetas antiguas (O’Rourke, Pujolar y Ramallo, 2015: 10). Sostienen que las y los hablantes de la era moderna requieren nuevas etiquetas.
En su evolución, el término nuevo hablante se convirtió en un “concepto paraguas” (O’Rourke y Pujolar, 2019). Esto sucede cuando comienza a utilizarse el término sin importar qué lenguas están implicadas en los procesos de desplazamiento y sustitución lingüística. Así, esta etiqueta también puede usarse para describir a aquellos hablantes que “vuelven a aprender” la lengua después de atravesar un desplazamiento lingüístico (Ramallo, 2020). Esto sucede en la etapa adulta de sus vidas y lo hacen a través de la instrucción.
En estos términos, un nuevo hablante es toda persona que habla una lengua que aprendió por fuera de su socialización primaria, que lo hizo en el sistema educativo, principalmente, y esto es así debido a desplazamientos geográficos, razones laborales, entre otras opciones. Esta descripción abarca, por ejemplo, el caso de gran parte de las personas migrantes. Para volver a darle relevancia a la lengua en esta categorización, Ramallo restringe el alcance del término neohablante para referirse al “sujeto que emerge en situaciones de minorización y conflicto –explícito, objetivo o latente– lingüístico” (2010: 239). Es decir, esta etiqueta hace referencia a quienes aprendieron a hablar una lengua mayoritaria y deciden volverse hablantes activos de otra minorizada.
Ramallo (2020) caracteriza tres procesos lingüísticos vinculados con las/los neohablantes. En primer lugar, menciona a aquellos sujetos en los que se produce una “conversión lingüística” y desplazan conscientemente el uso de la lengua inicial para usar casi exclusivamente la nueva –por ejemplo, abandonan el castellano para usar el gallego–. En segundo lugar, señala los procesos en los que las personas pasan de ser monolingües a ser bilingües activos. Por último, caracteriza el proceso denominado muda lingüística (Pujolar y González, 2013). Este implica que las personas mantienen su lengua inicial en contextos de socialización primaria, pero se desenvuelven en la lengua aprendida en las diversas comunidades que integran en su día a día. Estos son algunos de los procesos que protagonizan las/os neohablantes y que permiten dar cuenta de las nuevas formas de recuperación de las lenguas en las que están implicadas/os.
Entonces, un neohablante es una persona hablante de una lengua mayoritaria que decide incorporar en su repertorio una segunda lengua de forma activa y que, al hacerlo, usa la segunda lengua extensivamente, y puede llegar a hacerlo exclusivamente. Esto puede llevar a desplazar la lengua inicial a un rol secundario. Con respecto a la segunda lengua, se trata de una variedad utilizada tradicionalmente por la población autóctona del territorio donde vive. Los espacios sociales donde tiene lugar la transmisión de esta nueva lengua suelen ser el sistema educativo, el entorno laboral, las redes sociales o los talleres destinados a adultos (Ramallo, 2020: 239).
Con todo, el sujeto neohablante emerge de una toma de posición política que reconoce la minorización y el conflicto lingüístico, así como la dominación que unas lenguas ejercen sobre otras. Su surgimiento está estrechamente vinculado con una sociolingüística política que se ha ocupado de las lenguas minoritarias europeas. Visto desde las políticas lingüísticas, su surgimiento puede entenderse como “reacción a las limitaciones inherentes de las políticas lingüísticas públicas de los últimos cuarenta años” (Ramallo, 2020: 243) y ha sido un agente clave de revitalización. Por un lado, porque como destinatario de políticas públicas trae a primer plano el conflicto, ya no se trata de políticas orientadas a las y los hablantes tradicionales, sino a personas activistas; por otro, como minoría activa, su papel es clave en el uso de la lengua y en su transmisión.
Desde la sociolingüística, esta categoría no solo es reciente sino novedosa, en tanto pone de relieve la dimensión política de estas y estos agentes de la revitalización, ya que su activismo es parte constitutiva de la categoría. Asimismo, y desde los proyectos de recuperación de las lenguas minoritarias, las y los neohablantes invitan a pensar el papel que pueden asumir las y los hablantes de lenguas mayoritarias en proyectos que buscan transformar un orden establecido en el que las lenguas mayoritarias son categorizadas aún hoy, por ejemplo, como “más útiles” que las minoritarias.
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Arraigo, Autonomía, Desterritorialización absoluta, Futuro ancestral, Neologismo, Revitalización lingüística, Translenguaje
Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires
ORCID: 0000-0003-1807-2611
El vocablo neoliberalismo padece su propio éxito. Movilizado ampliamente y en los ámbitos más diversos de las prácticas comunicacionales contemporáneas –desde las teorías económicas a la filosofía política, del pensamiento crítico a la adjetivación espontánea–, se encuentra internamente torsionado por la historia de sus usos. El carácter difuso de su trama pragmática y la amplitud de su polisemia señalan no solo su eficacia ideológica, sino, además, un enigma y una serie de controversias en torno de la relación entre tiempo y pensamiento.
Paradójicamente, quien mejor captó la ambivalente semántica del término fue uno de sus célebres divulgadores, Francis Fukuyama (1992), para quien la idea del “fin” –vaga y confusamente asociada a la filosofía de la historia hegeliana– remite simultáneamente a la cesación del tiempo –entendido como movimiento, transformación– y a la figura de la culminación de la obra filosófica de la civilización –liberal, capitalista–. Su escrito canónico de divulgación de la ideología neoliberal es índice de un problema que el campo del pensamiento crítico, desde diversas perspectivas, ha intentado pensar en torno al neoliberalismo: su doble condición de contorno de una época histórica y límite de un régimen de historicidad o, incluso, cesación de un tipo de relación específica entre razón, experiencia y tiempo.
Desde su misma composición lexical, el neologismo convoca ya una cuestión de índole temporal, porque se cierne en una cierta tensión entre el pasado y el futuro. El prefijo neo proveniente de la expresión griega νέος, asociada al indoeuropeo newo, modula la palabra latina liber, de un modo tal que sugiere renovación, recomienzo y, por lo tanto, también herencia, revisión. El sufijo ismo, ισμος, da cuenta de su devenir doctrina: cuerpo de ideas entre otros cuerpos de ideas, más o menos identificables en su fuerza nominativa y prospectiva. Neoliberalismo es el nombre de un cierto borde temporal, una operación de herencia y recomienzo, que lleva las marcas de la historia de las ideas en aquello que esta porta de historia material o de historia a secas. Pero no solo eso; en su pretensión doctrinaria, el neologismo se impulsa, desde la politicidad que le es inmanente, hacia la intervención programática, es decir, hacia la captura del futuro en la interioridad del presente.
En una primera aproximación, el término denomina, de un modo impreciso pero localizable, unas transformaciones en las ideologías liberales y en las teorías económicas de corte neoclásico, sus trayectorias, localización geográfica, coordenadas conceptuales y fundamentos filosóficos. No se trata tanto de la invención de teorías radicalmente nuevas, sino de transformaciones internas de tradiciones preexistentes y de sus irradiaciones ideológicas asociadas tanto a concepciones de lo social y su gobierno como a la antropología filosófica que las sustenta. En esta acepción, es el nombre de una serie de desarrollos teóricos diversos en el campo de la filosofía económica, la economía política, la teoría del Estado y la sociedad, la naturaleza humana y su conducta. La circulación pública de la categoría suele fecharse a partir de la intervención de Alexander Rüstow, durante el coloquio dedicado a Walter Lippman realizado en París, en 1938, cuyo proyecto se prolonga en la creación de la llamada Sociedad del Mont Pelerin, diez años más tarde, destinada a revisar y reformular las ideas liberales en función de nuevos criterios adaptativos, nuevas relaciones entre soberanía, gobierno y democracia. Sin embargo, y más allá de un acuerdo bastante extendido en su rechazo a las tradiciones colectivistas o, incluso, parcialmente igualitaristas del siglo XX, no puede decirse que exista una corriente neoliberal homogénea; hay múltiples desarrollos que confluyen y divergen: el ordoliberalismo alemán atribuido a la Escuela de Friburgo –Franz Böhm, Walter Eucken–, el ultraliberalismo de la denominada Escuela Austríaca –Ludwig von Mises, Friedrich von Hayek, Murray Rothbard–, relativamente coincidente con las posiciones desarrolladas por los economistas estadounidenses de la Escuela de Chicago –Milton Friedman, Gary Becker– y aportes posteriores de corte anarcocapitalistas –David Friedman–.
Desde las perspectivas críticas, sin embargo, el neoliberalismo no es solo el “contenido” de estos desarrollos, sino su fuerza ideológica; es decir, su imbricación con los procesos políticos y sociales que son condición de su emergencia, reproducción y expansión. En este sentido, las reformulaciones “teóricas” del liberalismo son consideradas respuestas históricas concretas a una serie de conflictos económicos, políticos y sociales que marcaron el siglo XX, desde el New Deal a los antagonismos de la Guerra Fría.
Así, el término porta una temporalidad compleja que apunta a identificar un conjunto de transformaciones históricas de duración y ritmo diverso, pero que coinciden en su disposición contrarrevolucionaria preventiva. En esta acepción más amplia, el término no indica el mero contenido de unas perspectivas ni solo el tiempo histórico y el espacio social en que esa tendencial dominancia emerge, se expande y se cifra como transformación material de las relaciones entre estado, mercado y sociedad, sino que apunta, además, a un tipo de transformación en la experiencia e inteligibilidad de las relaciones temporales entre pasado, presente y futuro, por lo tanto, a una transformación en la idea y experiencia de la historia y, especialmente, de esa historia marcada por la Ilustración y las experiencias revolucionarias.
Esta complejidad temporal ha sido notablemente recuperada en el trabajo arqueológico de Michel Foucault (2004), cuyo pensamiento está globalmente atravesado por la pregunta por los vínculos entre epistemología, política e historia y permite una comprensión del neoliberalismo a partir de las transformaciones en los dispositivos y las tecnologías de poder que organizan los marcos de la intelección y la experiencia del tiempo. El tránsito desde las formas de poder disciplinario, de corte jurídico, modulado preeminentemente en torno de la relación con la memoria, la tradición y el pasado, hacia los dispositivos de seguridad, de corte prospectivo y anticipativo, anuncia una tendencial captura del futuro a través de la regulación total de la experiencia, los horizontes cognitivos y las expectativas, que será retomada de múltiples modos en los estudios sobre el tema; particularmente, la idea del neoliberalismo como “gubernamentalidad”, entre otras definiciones, puede ser concebida como ese largo proceso de economización de la política que llamamos Modernidad. Este ensanchamiento semántico informa acepciones tales como “nueva razón del mundo” (Laval y Dardot, 2009), asociada a mutaciones de alcance “civilizatorio” que comprometen los cimientos epistémicos de la democracia liberal (Brown, 2015) y conmocionan no solo las coordenadas epistémicas de la racionalidad que imbrica historia y sujeto, sino su principio ontológico de individuación. Es el caso del concepto de gubernamentalidad algorítmica, basado en la identificación de tecnologías de desubjetivación del individuo como conciencia reflexiva (Berns y Rouvroy, 2013).
Por un lado, entonces, los estudios sobre neoliberalismo, asociados a la perspectiva biopolítica, se desplazan desde la historia hacia un nivel de temporalidad metahistórica al reconocer en este el efecto de transformaciones epistémicas y políticas de larga duración, cuya historicidad específica es relativamente autónoma respecto de las mutaciones y crisis de reproducción del capital (Foucault, 2004).
Pero, simultáneamente, hay estudios sobre neoliberalismo que interrogan la articulación entre estas historicidades heterogéneas y desacompasadas, asignando a la racionalidad neoliberal una índole capitalista que logra subsumir bajo lógicas económicas de acumulación y competencia las diversas esferas de la vida social (Brown, 2015). El vínculo entre neoliberalismo y capitalismo se reinscribe también al explorar la tecnología subjetiva del “capital humano” como una mutación de la individuación capitalista basada en autoexplotación (Laval y Dardot, 2009) y el endeudamiento como dispositivo de subjetivación ligado a la primacía del capital financiero (ver Lazzarato, 2011).
Estas reformulaciones en la tradición de estudios críticos sobre el neoliberalismo permiten un reencuentro con la teoría marxista de la historia, tras algunas décadas en las que el concepto de explotación, que había organizado la crítica social, fue remplazado por el de exclusión (ver Boltanski y Chiapello, 1999) como resultado de la propia dominancia ideológica neoliberal. Este recomienzo es, a su vez, favorecido por el despliegue de una serie de perspectivas marxistas antipositivistas que confluyen en una teoría plural o diferencial de la temporalidad histórica, anticipada por Walter Benjamin, Ernest Bloch, Louis Althusser y José C. Mariátegui, entre otros.
El campo de estudios marxistas sobre el presente neoliberal reúne los desarrollos de la teoría feminista de la reproducción (Bhattacharya, 2017), los estudios sobre la temporalidad capitalista (Postone, 1993), los estudios sobre las transformaciones en las “ciencias del managment” (Boltanski y Chiapello, 1999) y los diagnósticos del neoliberalismo como efecto de una crisis de reproducción del capital y el recomienzo de un régimen de acumulación por desposesión (Harvey, 2004).
En esta perspectiva, las transformaciones evocadas son concebidas como “mutaciones inmanentes a la historia del capitalismo”, asociadas a sus crisis y a los avatares contradictorios de las luchas que constituyen su motor interno (Caffentzis, 2013). El neoliberalismo así pensado es una transformación material signada por una temporalidad sobredeterminada y contradictoria, basada en una teoría de los desequilibrios del capitalismo. Se trata no tanto de un régimen de poder y saber, como de un “proyecto de clase” que cobra fuerza a principios de la década de 1970 y llega hasta nuestros días, al calor de la expansión de un momento extremadamente globalizado del capital financiero (Streeck, 2017), signado por oscilaciones entre movimientos de normalización y momentos de desestabilización interna que permiten reconocer momentos combativos, normativos y punitivos (Davies, 2016) e identificar discontinuidades parciales de eficacia contratendencial en procesos políticos considerados como “posneoliberales”.
Por su parte, también, los abordajes herederos de la tradición biopolítica, especialmente, a partir de los conceptos de territorialización y axiomatización –de cuño deleuziano– reinscriben la pregunta por las relaciones entre el neoliberalismo y capitalismo en una temporalidad histórica y contradictoria e inestable, que permite pensar los desequilibrios de ese orden que se presenta a sí mismo como tendencialmente omnipotente: “Cuanto más desterritorializa la máquina capitalista, descodificando y axiomatizando los flujos para extraer su plusvalía, tanto más sus aparatos anexos, burocráticos y policiales, vuelven a territorializarlo todo absorbiendo una parte creciente de plusvalía” (Deleuze y Guattari, 1985: 41).
Pero, paralelamente, desde el materialismo histórico crece el interés por pensar esa temporalidad liminal del neoliberalismo entendida como crisis en el horizonte cognitivo (ver García Linera, 2021) y que reclama, no solo un análisis de procesos y transformaciones concretas operadas en la historia, sino, simultáneamente, una pregunta por la vacilación de las coordenadas de intelección de la historicidad como tal. No se trata ya solamente de actualizar la cuestión filosófica del tiempo histórico presente en la historia del marxismo, sino de pensar las transformaciones objetivas y subjetivas en el orden temporal mismo. Así, cobra espesor la idea de Marx en los Grundrisse sobre el capitalismo como una “economía del tiempo”, es decir, como un proceso social de configuración de las relaciones tiempo-espacio y con ello, se vuelven especialmente relevantes lecturas de Marx en clave ontológica.
Como resultado de estos encuentros en la dispersión, el término queda marcado por la ambivalencia entre una temporalidad histórica –la del capitalismo y sus contradicciones– y una temporalidad metahistórica que indica una cierta condición bisagra, una mutación de índole epistémica e, incluso, ontológica, en la que las coordenadas mismas de la alianza entre sujeto y razón parecen conmocionadas.
Las perspectivas críticas coinciden en atribuir al neoliberalismo una aceleración temporal asociada en mayor o menor medida a un recrudecimiento del mecanismo capitalista de abstracción del tiempo y empobrecimiento de sus intensidades cualitativas. En algunos casos, esto se lee directamente asociado a la mutación técnica del poder, los saberes y la subjetividad (Berns y Rouvroy, 2013); en otros, como una articulación temporal múltiple de procesos tecnológicos, de aceleración del cambio social y de los ritmos vivenciales y subjetivos (Rosa, 2010), o como densificación temporal subordinada más específicamente a la lógica capitalista de intensificación del tiempo de trabajo, aumento de la productividad y la plusvalía relativa (Postone, 1993). En todos concita unos efectos subjetivos que tienden a identificarse con la idea de alienación.
Coincidentemente, perspectivas de la llamada izquierda lacaniana y desarrollos de corte deleuziano detectan nuevos padecimientos psíquicos efecto de una moral productivista que conmina al éxito permanente, a la compulsión de felicidad consumista y al goce comandado. En estas perspectivas, la fragilización psíquica conecta con el recrudecimiento de segregacionismos y disposiciones antidemocráticas que también detectan los estudios de corte biopolítico (Brown, 2015). El diagnóstico de aceleración temporal es retomado también por la corriente englobada bajo el nombre de aceleracionismo, pero politizado en clave programática y utopista, sobre la base de las teorías de la automatización y el fin del trabajo, para proponer una aceleración técnica de las fuerzas productivas que haga estallar la lógica alienante de la subsunción real capitalista (Srnicek y Williams, 2013).
En relación con lo anterior, se subrayan los efectos ideológicos de la abstracción temporal asociada a la aceleración, como una hipertrofia imaginaria del tiempo presente vivenciado como tiempo continuo y clausurado sobre sí mismo; un presente sin tiempo, cronificado, des-esperado y totalitario. Esta temporalidad ideológica dominante, especialmente explorada por Gilles Deleuze, se relaciona con lo que suele ser denominado “régimen de historicidad presentista” (Hartog, 2003) y asociado a una experiencia catastrofista o melancólica de la historia (Traverso, 2016). En cuanto experiencia ideológica dominante, sintomatiza la condición liminal de la temporalidad neoliberal y su ambivalencia como marco de una época y, a la vez, como conjunto de procesos que intervienen en la experiencia misma de la epocalidad, con inciertos efectos sociales, subjetivos y políticos.
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Aceleración / aceleracionismo, Cadena de bloques, Igualdad, Multitud, Narcopolítica / necropolítica, Poscapitalismo, Posdemocracia, Posmodernidad, Presentismo, Trabajo, Trabajo (fin del)
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0009-0000-5723-2855
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0003-0627-5251
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0001-5083-6437
Según la Real Academia Española, un neologismo es un “vocablo, acepción o giro nuevo en una lengua”, y la neología es tanto el “proceso de formación de neologismos” como su estudio. La primera acepción de neología da cuenta de la capacidad de los hablantes de mantener una lengua viva mediante la formación de nuevas palabras. Por su parte, García Negroni afirma que la neología es “un proceso por el cual el cambio lingüístico hace aparecer, en el vocabulario de una lengua, formas y sentidos nuevos para designar realidades nuevas –objetos, conceptos– en una época determinada” (2016: 583).
Resulta importante precisar que la neología hace referencia a un proceso compartido por todas las lenguas y que la terminología se ocupa de ampliar los usos de las lenguas en los ámbitos técnicos y científicos. Desde la perspectiva de la teoría comunicativa de la terminología (Cabré, 1993), la categoría neologismo se encuentra vinculada a una serie de parámetros que funcionan como puntos de referencia para determinar si una unidad léxica puede entenderse como tal. De esta manera, la clasificación de una unidad léxica como neologismo resulta multidimensional, porque combina: a) criterios temporales –aparición reciente del término–; b) criterios lexicográficos –no formar parte de los diccionarios–; c) criterios sistemáticos –presentar signos de inestabilidad formal o semántica–; y d) criterios psicológicos –las y los hablantes perciben la unidad léxica como una unidad nueva–.
Los neologismos, al igual que todos los fenómenos del lenguaje, adquieren sentido en un entorno sociocultural determinado. Por esto, su estudio incorpora las referencias a las situaciones concretas en las que las palabras se utilizan y los contextos sociohistóricos más amplios en los que estos usos se enmarcan. Desde este enfoque, emergen, al menos, tres perspectivas para abordar el estudio de los neologismos: 1) la vertiente lingüística, dado que el sistema brinda recursos para incorporar las novedades; 2) la vertiente cultural, porque refleja el estado de desarrollo técnico y cultural de una sociedad; y 3) la vertiente política, que permite garantizar la continuidad de una lengua como lengua de cultura, lo que significa que esa lengua pueda ser apta para las necesidades expresivas y comunicativas de sus hablantes.
La producción de neologismos resulta indispensable para la vitalidad de una lengua, porque garantiza su uso en todo tipo de comunicación y su adaptación a los nuevos temas y a los diversos espacios de intercambio de información que caracterizan a la sociedad actual. Asimismo, las relaciones entre hablantes de diferentes lenguas son relevantes para definir los procedimientos neológicos que se pondrán en práctica. En el caso de las lenguas dominantes, por ejemplo, la incorporación de préstamos puede entenderse como enriquecedora, mientras que en las lenguas minorizadas este mismo procedimiento puede resultar problemático por el caudal de léxico que debe incorporarse en algunos ámbitos. En este sentido, las lenguas minorizadas llevan adelante planes de política lingüística que controlan el ingreso de préstamos de las lenguas dominantes y, al mismo tiempo, establecen principios para ofrecer propuestas alternativas en relación con sus propios recursos.
Las y los hablantes juegan un papel clave tanto en la aceptación o no de las diferentes unidades léxicas como en su producción. Por este motivo, es importante incorporar a la comunidad hablante en las planificaciones y discusiones acerca de las decisiones y alternativas posibles cuando estas están a cargo de instituciones reguladoras. En esta línea, el enfoque cultural de la terminología y la neología se propone desarrollar las lenguas minorizadas para hacerlas aptas para expresar las realidades de las sociedades actuales. Desde esta perspectiva, el estudio de Diki-Kidiri (2009) para el caso de las lenguas africanas resalta la necesidad de que la teoría terminológica respete la diversidad cultural y tenga en consideración la identidad de las diferentes comunidades humanas.
Existen diferentes procedimientos para crear neologismos. En el caso del castellano, los preferidos para dotar una pieza léxica de un carácter neológico pueden clasificarse de la manera que lo muestra la Tabla 1.
Procedimientos neológicos |
Ejemplo |
|
Neologismo morfológico o morfosintáctico |
Derivación: - prefijación - sufijación - interfijación |
Des-amor Aceit-oso Lod-az-al |
Composición |
Bocacalle Limpiaparabrisas |
|
Parasíntesis |
Quinceañera Sietemesino |
|
Otros procedimientos: - siglas - acrónimos - acortamientos |
IVA, sida Helipuerto Finde, peli, profe |
|
Neologismo semántico autóctono |
Por metáfora |
Bajarse algo de internet |
Por metonimia |
Tomar unas copas |
|
Por sinécdoque |
El asunto está en buenas manos |
|
Por ironía |
Angelito (persona de dudosas intenciones o de malas cualidades morales) |
|
Neologismo semántico alógeno o préstamo semántico |
Cosmético (“superficial” Ejecutivo (“directivo”) |
|
Calco |
Copia del esquema o estructura de otra lengua con unidades léxicas de la propia |
Fin de semana |
Neologismo sintáctico-semántico |
Elipsis de un elemento sintagmático |
Diario (“periódico”) Acorazado (“barco”) |
Préstamo léxico |
Crack (“número uno, fuera de serie, fenómeno”) Chequeo (ing. checkup) Estándar (ing. standard) |
|
Creaciones fonosimbólicas |
La onomatopeya |
Clic |
Creaciones ex nihilo y otras |
Por ejemplo, marcas comerciales registradas que han pasado a ser nombres comunes |
Fórmica |
Tabla 1. Clasificación general de los procedimientos neológicos adaptado de Manuel Casado Velarde (2015).
Revitalización lingüística y neología. Cuando las y los hablantes toman la iniciativa de crear y discutir nuevas palabras, nos ubicamos en el campo de las políticas del lenguaje, específicamente en el proceso de equipamiento lingüístico (Calvet, 1997). El equipamiento lingüístico consiste, en parte, en la creación de palabras nuevas para que las y los hablantes de lenguas minorizadas realicen actividades que antes no podían realizar en sus lenguas maternas.
Como se dijo, una de las formas de creación de neologismos consiste en adoptar préstamos de otras lenguas. Sin embargo, en el marco de procesos de revitalización lingüística que llevan adelante hablantes de lenguas minorizadas, la creación de neologismos mediante préstamos suele ser vista de una manera diferente. El recelo ante los neologismos creados mediante préstamos lingüísticos no es nuevo, ha sido atribuido a un cierto “purismo” por parte de la comunidad académica ante el uso de voces de otras lenguas. No obstante, en el campo de la revitalización lingüística, el rechazo hacia los préstamos está estrechamente vinculado con el impulso de creación neológica por parte de las comunidades hablantes de lenguas históricamente minorizadas. De hecho, es posible que se busque remplazar los préstamos de la lengua dominante por otras piezas léxicas –antes que otros préstamos–. Esto puede vincularse con el conflicto lingüístico vigente que las y los hablantes reconocen y dentro del cual los usos de la lengua dominante buscan imponerse sobre los de la lengua minorizada. Se trata de un conflicto presente en contextos de todo tipo: educativo, de salud, judicial, religioso, entre otros ámbitos. Por este motivo, la creación de neologismos es una parte clave en los proyectos de revitalización lingüística que se proponen la ampliación de espacios de uso de las lenguas minorizadas.
De acuerdo con Guzmán Paco y Pinto Rodríguez (2019), los medios de comunicación y las tecnologías de la información y comunicación resultan productivas para las comunidades que se encuentran desarrollando procesos de revitalización lingüística a partir de la creación de neologismos, ya que estas tienen un gran alcance social. Por ejemplo, los vascos se propusieron difundir el uso de la lengua a partir de los medios de comunicación y, en particular, mediante la creación del semanario Euskalzale, escrito completamente en euskera. Esto fomentó el uso de la lengua, su desarrollo y fortalecimiento, junto con la creación de neologismos en euskera.
En su estudio sobre neologismos en mapuzugun, las autoras Loncon Antileo y Castillo Sánchez (2018) sostienen que, en el caso de las lenguas indígenas, donde los términos no se encuentran estandarizados, los neologismos aparecen, principalmente, para nombrar aspectos de la cultura dominante. En cuanto al proceso de formación de neologismos en esta lengua, el tipo de creación de palabras más comunes suele ser mediante la adopción de préstamos o calcos semánticos y a partir de los recursos propios de la lengua –morfológicos, sintácticos, semánticos y fonológicos–. Las autoras proponen algunos ejemplos:
Relámpago-SVP-cerebro
Este ejemplo compuesto es de tipo V-N y tiene la particularidad de formarse a partir de una palabra verbalizada unida a un sustantivo.
Verde sombrero
El compuesto 2 corresponde a un compuesto Adj-N. En este, se alude al gorro característico del carabinero “cumpiru”.
Por su parte, en la provincia argentina del Chaco se llevan adelante proyectos de creación neológica para la revitalización lingüística del moqoit, qom y wichi. Estas experiencias permiten dar cuenta de las dinámicas propias de la creación de neologismos a cargo de las y los hablantes. En línea con cambios en las políticas lingüísticas de la provincia, los contextos de uso de las lenguas moqoit, qom y wichi se fueron ampliando y fueron ingresando a diferentes ámbitos, como el educativo, el jurídico y el sanitario. El nuevo estado de la situación generó la necesidad de acuñar nuevas palabras y términos que permitieran representar las nuevas realidades. Este fue el objetivo que movilizó, en primer lugar, a la comunidad qom de Pampa del Indio a desarrollar un glosario de neologismos del qom y, en segundo lugar, a profesionales de la salud, docentes y peritos intérpretes moqoit, qom y wichi en el diseño y uso de una aplicación móvil para discutir y acordar neologismos relativos a diferentes ámbitos y disciplinas.
El glosario. La comunidad educativa del Centro de Estudios Superiores Bilingüe Intercultural (CESBI) llevó adelante un proyecto para fomentar la discusión y creación neológica. Para ello, desarrollaron un glosario de neologismos del qom. Este tiene formato de cuaderno de campo y contiene fichas que se completan con el término en castellano, la propuesta del término en qom, la definición, la localidad en la que se propone el uso, la motivación del neologismo, la persona consultada y otros comentarios. Cada ficha puede tener más de una propuesta. El objetivo de este glosario es que sea utilizado por las y los estudiantes del CESBI durante la consulta a ancianas y ancianos. Allí pueden registrar propuestas de neologismos que realicen las personas consultadas para, luego, discutirlas colectivamente. En suma, la comunidad qom de Pampa del Indio desarrolló un dispositivo de terminología comunitaria, que es interactivo porque habilita la discusión y no se propone fijar una norma; visual, con láminas ilustradas que evitan anclar la creación neológica en los términos ya existentes en el castellano y organizado en torno a la consulta a ancianas y ancianos, proceso clave para la comunidad a la hora de crear nuevas palabras (Rojas, 2020).
La aplicación MoWiQapp propone otro ejemplo en esta línea. Esta app fue creada por un equipo interdisciplinario conformado por docentes, referentes e investigadoras e investigadores moqoit, qom y wichi, junto con el colectivo académico y programadoras y programadores. En el marco de este proceso, la aplicación permite que la comunidad hablante de lenguas originarias participe en la creación de neologismos para usar en distintos ámbitos profesionales. Quienes usan las lenguas tienen la posibilidad de sugerir términos, discutirlos y elegirlos por consenso. Asimismo, cada persona usuaria puede realizar comentarios sobre términos propuestos por otras personas, proceso que favorece el intercambio colectivo.
En definitiva, los vínculos históricos y actuales entre las lenguas implican distintos posicionamientos y apuestas respecto de la creación de neologismos y de la utilización de préstamos. La creación neológica resulta un recurso clave tanto para el equipamiento como para la revitalización de las lenguas minorizadas, ya que permite nombrar una realidad en constante cambio y, así, da la posibilidad de habitar la superdiversidad en ellas. En este sentido, los proyectos desarrollados por las comunidades originarias resultan un gran aporte para pensar procesos colectivos que incluyan a las y los hablantes.
Por su parte, la figura de Teresa Cabré, con la creación del observatorio de neología en Barcelona en 1989, y los primeros proyectos de neología del español, coordinados por Manuel Alvar Ezquerra, consolidan el estudio y la recogida de neologismos en lenguas románicas. Así, también cobra importancia la creación de distintas redes neológicas: Antenas Neológicas –variedades latinoamericanas–, Neorom –red de observatorios de todas las lenguas románicas con sus variedades–, Neoxoc –variedades de la lengua catalana– y Neoroc –variedades peninsulares–. Estos observatorios se propusieron sistematizar la detección de los neologismos mediante una serie de protocolos de trabajo que habilitan su actualización permanente teniendo en cuenta los usos sociales.
Cabré, M.T. (1993). La terminología: teoría, metodología, aplicaciones. Barcelona: Antártida.
Calvet, L.J. (1997). Las políticas lingüísticas. Trad. de Lía Varela. Buenos Aires: Edicial.
Casado Velarde, M. (2015). La innovación léxica en el español actual. Madrid: Editorial Síntesis.
Diki-Kidiri, M. (2009). “Un enfoque cultural de la terminología”. Trad. de Rodrigue Bigoundou. Debate Terminológico, 5, pp. 1-5.
García Negroni, M.M. (2016). Para escribir bien en español. Claves para una corrección de estilo. Buenos Aires: Waldhuter Editores.
Guzmán Paco, D. y Pinto Rodríguez, L. (2019). Experiencias de revitalización cultural y lingüística. Cochabamba: FUNPROEIB Andes.
Loncon Antileo, E. y Castillo Sánchez, S. (2018). “Neologismos en mapuzugun: palabras creadas en un proceso de enseñanza y de aprendizaje”. Literatura y Lingüística, 38, pp. 195-212.
Rojas, S. (2020). “Revitalización del qom: una experiencia de creación neológica comunitaria”. En V. Unamuno, C. Gandulfo y H. Andreani (eds.), Hablar lenguas indígenas hoy: nuevos usos, nuevas formas de transmisión. Experiencias colaborativas en Corrientes, Chaco y Santiago del Estero (pp. 99-109). Buenos Aires: Biblos.
Multiliteracidades, Neohablante, Política de traducción, Revitalización lingüística, Translenguaje
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
ORCID: 0000-0001-5198-2081
La indagación sobre la incerteza y la ignorancia tiene una larga historia, pero ganó renovado interés a comienzos del siglo XXI y puede preverse que continuará en las próximas décadas (Gross y McGoey, 2015; Kourany y Carrier, 2020; Proctor, 2008).
Una línea central surge como respuesta a los riesgos derivados del avance científico-tecnológico. Saber más supone una ampliación de lo conocido, pero también el surgimiento de nuevas preguntas, así como el abandono deliberado o inadvertido de otras posibles líneas de investigación. Algo similar sucede con el desarrollo tecnológico, en la medida en que toda aplicación que cambia una actividad –personal, social, industrial– introduce modificaciones cuyas consecuencias no siempre pueden preverse.
Desde los estudios sociales de la ciencia y la tecnología, la sociología del riesgo y la sociología de la ignorancia, han surgido recientemente teorizaciones que ofrecen abordajes reveladores. El impulso puede rastrearse en la preocupación por la degradación ambiental y la crisis ecológica, que dejó de manifiesto la dificultad de tomar decisiones en situaciones de disputa. En la década de 1970 Dorothy Nelkin, la experta en estudios sociales de la ciencia y la tecnología, se preguntaba, al reflexionar sobre las controversias en torno a nuevas tecnologías o instalaciones que suponen riesgos: “¿Cuáles son las obligaciones de los científicos con respecto a la interpretación de sus datos? ¿Cómo pueden usarse los datos científicos inconcluyentes como criterios para tomar decisiones de políticas públicas?” (1971: 2).
En una línea de pensamiento próxima, en la década de 1980 el sociólogo norteamericano Charles Perrow propuso la noción de “accidente normal” para aludir a la irreductibilidad del no conocimiento en las tecnologías complejas; es decir, la imposibilidad de erradicar la incerteza y, por lo tanto, de evitar lo inesperado. No hay diseño perfecto ni rediseño a prueba de errores o eventualidades: “El problema es algo que nunca se les ocurrió a los diseñadores” (1984: 4).
Pero fue el sociólogo alemán Ulrich Beck quien aportó una mirada más abarcadora y articulada para pensar la incerteza en la llamada modernidad tardía. Con su libro La sociedad del riesgo, publicado en alemán en 1986, casi en coincidencia con el accidente nuclear de Chernobyl, en la antigua Unión Soviética, transformó radicalmente el modo de pensar este tipo de fenómenos, al colocar lo aparentemente ocasional en un marco dinámico donde pasa a ser entendido como sistémico: “En la modernidad avanzada, la producción social de riqueza es sistemáticamente acompañada de la producción social de riesgos” (1992: 19; énfasis en el original). Bienes y males son producidos de manera simultánea, al igual que el conocimiento y el no conocimiento. La teorización de Beck representa la toma de conciencia de que el avance científico-tecnológico nos coloca ante amenazas inciertas debido, no a su fracaso, sino a su éxito.
Esto supone que nos encontramos ante la cuestión de los límites del conocimiento de manera constante. Como explicaría Beck en una obra posterior: “La pregunta más importante es cómo tomar decisiones en condiciones de incerteza manufacturada, donde no sólo la base de conocimiento es incompleta, sino cuando más y mejor conocimiento muchas veces significa más incerteza” (1999: 6). Se trata de una situación que puede entenderse de dos maneras. La primera es gnoseológica, es decir, hace a nuestra capacidad de producir conocimiento y resulta paradójica en la medida en que lo nuevo que sabemos abre nuevas preguntas y nos lleva a un cambio de perspectiva sobre lo que queda por saber. La segunda interpretación es metafísica y tiene que ver con que la producción de conocimiento es necesariamente selectiva y, por lo tanto, por sí misma genera, a la vez, conocimiento y no conocimiento.
En un trabajo de 2012, Beck y Wehling profundizan en esta línea advirtiendo sobre la magnitud y urgencia de los riesgos, sobre su “poder explosivo” en función de lo que no sabemos. Se trata de un “no-saber manufacturado”, en el propio subrayado de los autores, que a veces puede revelarse como abordable en etapas sucesivas, y otras permanecer latente e irreconocible por largo tiempo, por lo que puede, entonces, manifestarse “debido solo a eventos completamente inesperados con consecuencias potencialmente graves” (37). Los ejemplos canónicos de estas consecuencias imprevisibles –no meramente imprevistas– son el adelgazamiento de la capa de ozono y el cambio climático. Ambos pueden considerarse emblemas de que son los éxitos, no los fracasos, de la ciencia y la tecnología los que nos colocan ante riesgos sistémicos.
Otros autores se enfocaron en casos de no conocimiento direccionado, dentro de marcos teóricos abarcadores. El historiador de la ciencia estadounidense Robert Proctor acuñó el término agnotología para referirse al carácter “histórico” y “construido” de la ignorancia (2008: 27). Proctor habla de tres clases básicas de ignorancia: como “estado nativo”, debido a que todavía no se desarrolló conocimiento; como “ámbito perdido” y por “elección”, como cuando se elige dejar de cultivar ciertos saberes; y como “táctica o construcción activa”. En relación con la última, puede señalarse la problemática de la ignorancia construida por las grandes empresas para evitar la regulación, así como la del secreto económico comercial. En cuanto al problema del conocimiento ocultado, vale consignar que el historiador de la ciencia Peter Galison (2004) estimó, por medios indirectos, que el conocimiento secreto, por motivos comerciales o de seguridad, puede ser entre cinco y diez veces más vasto que el publicado. Vale señalar que su estimación fue anterior a la explosión de la recolección de datos por las grandes plataformas de Internet, cuya gestión es opaca, por lo que es fácil imaginar que la cifra se multiplicó.
Sobre el no conocimiento producido de manera deliberada, el ejemplo de la industria tabacalera en relación con el cáncer de pulmón es temprano y elocuente. Representantes de esa industria buscaron promover la producción de “conocimiento” con el objetivo deliberado de generar ignorancia, de modo que los impactos negativos del cigarrillo en la salud, que comenzaron a advertirse ya en la década de 1950, resultaran atribuidos a otras causas. Estas estrategias fueron luego copiadas por distintos sectores industriales, y su estudio se convirtió en una línea de trabajo en sí misma
Para compensar, vale retomar otra categoría de no conocimiento deliberado propuesta por Proctor, pero con valoración positiva: la noción de ignorancia como “ámbito perdido” o por “elección”. Hay algunas situaciones en que no saber o dejar de saber es una elección ética. En primer lugar, no todo conocimiento experto contribuye al mejoramiento social, a la multiplicación del bienestar y a la mejor relación entre los humanos. ¿Queremos que todos sepan cómo hacer una bomba atómica? Preguntas semejantes pueden formularse en relación con la habilidad para torturar o para controlar esclavos.
También es necesario ser cuidadosos con conocimientos obtenidos de manera impropia, incluso si son intrínsecamente valiosos. Como describe Proctor (2008: 22): “cuando se considera que los costos de alcanzar el conocimiento son demasiado altos”. Ejemplos de esto son los casos en que los ensayos clínicos (donde los sujetos de experimentación son seres humanos) son realizados de manera no ética o resultan afectados por el conflicto de interés financiero: una manera de no avalarlos ni promoverlos es no publicarlos.
Otra categoría importante, desarrollada para dar cuenta de situaciones de desigualdad en relación con la producción de conocimiento, es la de “ciencia no hecha”, que tiene que ver con conocimientos que, de manera sistemática, no se producen. En palabras de David Hess, investigador del área de estudios sociales de la ciencia, se trata de una “ausencia estructurada que emerge de relaciones de desigualdad que se reflejan en las prioridades sobre qué tipos de investigaciones deben ser financiadas” (2016: 33). Inicialmente desarrollada para estudiar la asimetría entre promotores y resistentes en relación con controversias sobre el desarrollo y la implementación de nuevas tecnologías, esta categoría amplió su alcance para pensar la problemática de las transiciones industriales, entre ellas, la transición energética para responder al cambio climático.
El sociólogo alemán Matthias Gross también buscó desarrollar un marco teórico abarcativo para dar cuenta de distintas formas de no conocimiento. Él habla de un “evento sorprendente” como “la ocurrencia de un evento que dispara la toma de conciencia de la propia ignorancia”. Hay una semejanza con la noción de “accidente normal” de Perrow, ya que Gross considera que “desde un punto de vista ecológico, los eventos inesperados pueden considerarse bastante naturales” (2010: 5). En ese sentido, llama nescience a la falta total de conocimiento, “el prerrequisito para una sorpresa total, más allá de cualquier tipo de anticipación”. Dice que nescience puede llevar a otras dos nociones. La primera es ignorancia, definida como saber sobre los límites del conocimiento. La segunda es no conocimiento, que es, en realidad, una forma de “ignorancia especificada”. Dentro de esta categoría incluye tres subcategorías, que pueden entenderse como parte de un proceso dinámico de admisión o no de la ignorancia y respuesta o no a estas ausencias. La primera es “no conocimiento”, que es el saber sobre lo que no se sabe, que puede llevar a planes futuros. La segunda es “conocimiento negativo”, que tiene que ver con lo que es considerado no importante de conocer o, incluso, peligroso de conocer. Gross vincula esta noción con la de “ciencia no hecha” de Hess, en la medida en que hay actores sociales poderosos que pueden desestimar la búsqueda de ciertos conocimientos –por ejemplo, no investigar sobre las consecuencias negativas del uso de agroquímicos–. Finalmente, la tercera forma de ignorancia especificada es el “conocimiento extendido”, que transforma el no conocimiento en conocimiento al incluirlo en planes de investigación y que, recursivamente, puede llevar a nuevas preguntas y reiniciar el proceso (68-80).
Desde América Latina, podríamos agregar que la desigualdad estructural observada por autores como Beck y Hess en las controversias, y en particular en relación con la categoría de “ciencia no hecha”, se agudiza con los proyectos de grandes empresas transnacionales en países periféricos o semiperiféricos, debido a la desigual capacidad para financiar la producción de conocimiento y hasta de hacer lobby en los sistemas regulatorios supranacionales. También desde América Latina, podríamos proponer otra forma de no conocimiento deliberado, la ignorancia construida, categoría que podría incorporarse al esquema de Proctor, y que también tiene que ver con cuestiones de poder y desigualdad: la pérdida de conocimiento por la desorganización causada por la desfinanciación o por la intervención directa en las instituciones científicas. En Argentina, por ejemplo, las recurrentes crisis económicas y políticas, en particular la última dictadura militar, así como la década de 1990 con el gobierno de Carlos Saúl Menem, el gobierno también neoliberal de Mauricio Macri, o el estrafalario gobierno ultraderechista de Javier Milei, indujeron procesos de desaprendizaje y de pérdida de conocimientos explícitos y tácitos en las instituciones científicas y las empresas locales de base tecnológica, públicas o privadas, a través del abandono de líneas de investigación y desarrollo, y de la fuga de cerebros hacia fuera del país o sin abandonar las fronteras. Esta categoría, que podríamos denominar “construcción activa de ignorancia por desaprendizaje inducido”, merecería un tratamiento específico. Se trata de una categoría que encontraríamos con mayor frecuencia no solamente en nuestra región, sino, más en general, en países periféricos y semiperiféricos de todo el mundo, sometidos más fuertemente a los avatares de la división internacional del trabajo en tiempos de globalización neoliberal.
Beck, U. (1992). Risk Society. Towards a new modernity. Londres: Sage.
— (1999). World Risk Society. Cambridge: Polity Press.
Beck, U. y Wehling, P. (2012). “The politics of non-knowing: an emerging area of social and political conflict in reflexive modernity”. En F. Rodríguez Rubio y P. Baert, The Politics of Knowledge (pp. 33-57). Londres: Routledge.
Galison, P. (2004). “Removing knowledge”. Critical Inquiry, 31(1), otoño, pp. 229-243.
Gross, M. (2010). Ignorance and Surprise. Science, Society and Ecological Design. Cambridge: The MIT Press.
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Hess, D. J. (2016). Undone Science: Social Movements, Mobilized Publics, and Industrial Transitions. MIT Press.
Kourany, J. y Carrier, M. (eds.) (2020). Science and the Production of Ignorance: When the quest for knowledge is thwarted. Cambridge: The MIT Press.
Nelkin, D. (1971). Nuclear Power and its Critics. The Cayuga Lake controversy. Ithaca: Cornell University Press.
Perrow, Ch. (1984). Normal Accidents. Living with High Risk Technologies. Nueva York: Basic Books.
Proctor, R. (2008). “Agnotology. A missing term to describe the cultural production of ignorance (and its study)”. En R.N. Proctor y L. Schiebinger, Agnotology. The making and unmaking of ignorance (pp. 1-33). Stanford: Stanford University Press.
Ciencia posnormal, Neoliberalismo, Posdemocracia, Posmodernidad, Prácticas de enseñanza, Transición digital
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
ORCID: 0000-0003-2365-6179
El futuro de la nostalgia es el título de un volumen publicado originalmente en 2001 por Svetlana Boym. La obra tiene la particularidad de reunir el concepto de nostalgia con el de futuro y confirma que la nostalgia, emparentada de suyo con el pasado, designa una vivencia vinculada a la temporalidad en su conjunto, en la que predomina el rescate del futuro. Esto quiere decir, en principio, que en el regreso doloroso del exilio y del desencanto perduran, como proyección de lo posible, las patrias imaginadas. Lo que pudo haber sido y no fue pulsa en la memoria como imagen de lo posible.
La variación de significados del término nostalgia en los últimos tres siglos nos presenta un itinerario de sumo interés para comprender el modo actual de experimentar el transcurso del tiempo y del futuro. El motivo principal de ello lo encontramos en la experiencia de paulatina desilusión de expectativas y de sus correlatos intelectuales, tales como aquellos que expresan la denominada crisis de la modernidad: el fin de las utopías, el de las ideologías y el de los grandes relatos. La novedad, bengala que dirigía y alentaba el progreso, se ha vuelto anodina, ya no tiene nada de nuevo y mucho menos de revolucionario. Por el contrario, lo que predomina es la sensación de desencanto producido por la propia rutina del progreso.
Este mismo desencanto conduce al deseo, y con él a la necesaria esperanza, a quitar la mirada de lo nuevo y a ensayar otras maneras que nos permitan saber qué hacer con el tiempo. ¿Qué hacemos con el tiempo? Emulando el título del film de Laurent Cantet, podemos decir que: L’emploi du temps parece ser “la cuestión”. Si el mundo moderno se definió a sí mismo como lo “nuevo” respecto de lo antiguo, ¿cabe pensar en algo nuevo que no esté contenido en lo moderno?
El término nostalgia, que nació del recurso para denominar una enfermedad psiquiátrica, en tanto remite a nuestro modo de comprender el tiempo, se ha ido convirtiendo en el transcurso de sus variaciones de significación, en un tópico altamente sensible para comprender nuestro presente. En su derrotero semántico, la voz pasa de ser el nombre asignado a una enfermedad mental a denominar un “sentimiento creativo”, una “construcción fantástica” abierta al futuro.
En el año 1688, apelando al griego, Johannes Hofer acuñó el término mientras realizaba sus investigaciones sobre medicina psiquiátrica en la Universidad de Basilea. Este fue introducido para designar el sentimiento confuso y enfermizo, de anhelo y temor, que padecían los soldados en su regreso al hogar luego de la guerra. La designación específica de esta enfermedad remplazaba el término alemán Heimveh, que era utilizado genéricamente en esa época para denominar el conjunto de enfermedades que guardaban relación con la melancolía. Según Hofer, siguiendo la teoría de los humores de raíz hipocrático-galénica, la nostalgia surge de un desvarío de la imaginación que dirige el “jugo nervioso” en una única dirección provocando una fijación obsesiva en el pasado.
El hecho de haber surgido en el contexto de la clínica psiquiátrica ha obnubilado, al menos en lo que respecta a la recepción de los diccionarios, otras posibles y usuales acepciones que no proceden de la medicina, las cuales, posteriormente, han ido recobrando significación. En el Diccionario de la Real Academia Española encontramos las siguientes acepciones:
1. f. Pena de verse ausente de la patria o de los deudos o amigos.
2. f. Tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida.
Al ser nostalgia un término acuñado en el siglo XVII, está conformado por dos palabras griegas: νόστος, nostos: “camino de regreso”; y άλγος, algos: “dolor”. Reunidos, ambos términos significan “el doloroso camino de regreso”.
Luego de haber abandonado el hogar, de haber iniciado y recorrido el periplo, el viaje, la palabra nostos denominaba el camino de regreso a la tierra natal, a la familia, al punto de partida. Completaba, en este sentido, la totalidad de la experiencia; animarse a zarpar hacia lo extraño suponía, a la vez, el tener que saber cómo regresar a casa. Este rasgo, característico en la Odisea, cambia en la Edad Moderna, el ejemplo más claro de ello lo encontramos en Pizarro, quien luego de llegar a América quema sus naves para conjurar el deseo de volver a España.
Según señala Jean Starobinski, la deriva psiquiátrica del término continúa con variaciones. Kant, en su Antropología, concibe la nostalgia como una “pasión irracional” que conduce el deseo hacia la infancia. Hacia fines del siglo XVIII era considerada como un mal, a menudo mortal, ya incorporado en la formación y en el vocabulario de los médicos de todos los países de Europa.
La ampliación de significación del término se produce a principios del 1800 en las grandes ciudades industriales europeas, y se refiere a la añoranza del pueblo natal que sienten aquellos que debieron emigrar. La palabra nostalgia ya no hace referencia tan solo a una enfermedad, sino también a un sentimiento de dolor, incorporado en la experiencia existencial, producido por la lejanía. En esta experiencia se pueden incluir también la de los emigrantes europeos en América. Curiosamente, encontramos denominaciones equivalentes expresadas en diversos idiomas tales como morriña, en gallego, o saudade, en portugués, lo cual nos permite pensar que la nostalgia se expresa en lengua materna.
Ya liberado, al menos en parte, de la sola acepción de origen psiquiátrico, el término se vuelve fuente de evocación de una gran variedad de vivencias y experiencias. Su resignificación literaria recurre nuevamente al nostos griego, al “doloroso camino de regreso”, como momento que completa el periplo y conforma el concepto de experiencia en su conjunto. En ese sentido, podemos hacer referencia, como émulo de nuestra contemporaneidad, al Ulises de James Joyce, cuya tercera y última parte se titula, precisamente, “Nostos”. Si alguna vez se supuso que el progreso histórico se podía representar mediante una línea recta, la experiencia de la nostalgia reintroduce las representaciones curvas y circulares.
Al ejemplo del Ulises podemos sumar otros que nos permiten comprender la nostalgia como un rasgo constitutivo de la cultura contemporánea, en lo que respecta a la vivencia del tiempo. La experiencia cotidiana del tiempo no se deja narrar, y tal vez ni siquiera escenificar, en una simple trama lineal que va del pasado al futuro. Un dato al respecto lo encontramos en la larga lista de diversas producciones cinematográficas en las cuales la nostalgia tiende a definir una dirección estética. Si bien la lista puede ser larga y variada, unos de los ejemplos más significativos los podemos encontrar en el film Nostalgia, de Andrei Tarkovski (1983), en el periplo completo que abarca 2001: Odisea del espacio, de Stanley Kubrick (1968), y también en los cuatro films que componen la saga de Matrix –Matrix, 1999; Matrix recargado, 2003; Matrix revoluciones, 2003; y Matrix resurrecciones, 2021–.
¿Cómo podemos comprender la experiencia denotada y connotada por este retorno contemporáneo de la nostalgia? En líneas generales, podemos decir que se trata de una desidealización del futuro basada, si se quiere, en el desencanto de las utopías. Pero tal desidealización requiere, al mismo tiempo, abrir nuevas formas de realización. La nostalgia se convierte en recurso de lo posible. El periplo consiste en recuperar en la memoria las claves de un futuro posible.
Si contraponemos al significado del nostos homérico la acepción psiquiátrica acuñada por Hofer, lo que podemos notar es que el “camino de regreso” queda fuera de la experiencia y de su consecuente verbalización, o que tan solo significa enfermedad (ver Agamben, 2001).
El significado actual recupera, aunque de una manera diferente a la griega, su lugar en la experiencia, ya que forma parte del conjunto del periplo. En la nostalgia, el pasado es recuperado como reservorio de “lo posible”. Visto de este modo, lo posible no remite al futuro, al modo de una proyección utópica, sino que es recuperado como signo de los posibles deseables. Así, la posibilidad de una remisión al futuro supone, en el camino recorrido por la experiencia contemporánea, el haber rescatado lo posible mediante la nostalgia.
Referencias
Agamben, G. (2001). Infancia e historia. Trad. de S. Mattoni. Buenos Aires: Adriana Hidalgo.
Boym, S. (2015). El futuro de la nostalgia. Trad. de J. Blanco Castiñeira. Madrid: Antonio Machado.
Franco, V.; Natoli, S.; Prete, A. y Rossi, P. (2003). Essitono ancora grandi passioni? Pisa: ETS.
Starobinski, J. (2016). La tinta de la melancolía. Trad. de A. Merlín. México: Fondo de Cultura Económica.
Enfermedad, Futuridad, Melancolía, Posmodernidad, Utopía / distopía
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0009-0001-9895-3234
Ópera futurista refiere a la obra Victoria sobre el sol [Pobeda nad solntsem], compuesta y representada por el grupo de futuristas rusos en diciembre de 1913, en la ciudad de San Petersburgo. Por transferencia, también refiere a cualquier obra del género operístico que contenga consignas y elementos propuestos por esa vanguardia, como también a aquellas que sean expresión de una ontología de lo que está y no está. En este caso, de un futuro que se anuncia (Galliano, 2020: 142).
Desde fines del siglo XIX, Rusia vio surgir una serie de movimientos de vanguardias intelectuales y artísticas que intentaron prefigurar, en sus textos y prácticas estéticas, la idea de una sociedad del futuro que fuera diferente y antagónica a la de su presente. Nikolái Fiódorov, por ejemplo, dedicó gran parte de sus esfuerzos intelectuales a descifrar el modo en el cual podía lograrse la resurrección de los muertos y garantizarse la vida eterna de los vivos para lograr reconciliar pasado, presente y futuro (Groys, 2021: 11). Su empresa fue conocida a principios del siglo XX como Filosofía de la causa común y sentó las bases para el desarrollo del cosmismo, corriente que aspiró no solo a la inmortalidad de los cuerpos, sino también a su libre circulación por el universo. El simbolismo, por su parte, surgió como movimiento literario hacia 1890 y se extendió, incluso, hasta los primeros años de la Revolución de 1917. Si bien fue un movimiento heterogéneo, partía de la premisa de percibir el mundo como un entorno compuesto por símbolos, ya que lo real se encontraba en otra parte. El símbolo tenía la capacidad de ser un dispositivo de revelación y, por lo tanto, de transformación de ese mundo. El poeta Andréi Biely creía que esa liberación de lo oculto podía realizarse a través del arte (Pyman, 1996: 198).
Como las dos vanguardias anteriores, el futurismo aspiraba a una reconstrucción radical del presente. Pero, a diferencia de ellas, que se inspiraban en el pasado o en lo oculto, sus insumos se encontraban en el futuro. El futurismo apostaba a la perfección de la tecnología y la preeminencia de la violencia, en el sentido de destruir la materia para imponer una nueva y más perfecta forma. En su proclama inicial, Una bofetada al gusto del público, algunos de sus miembros plantearon la necesidad de purificar el espacio: descartar el arte heredado y tirarlo “del barco a vapor del tiempo presente” para reconstruir la sociedad (Burliuk et al., 2008: 99). En su Muerte al arte (1913), Vasilisk Gnedov publicó el “Poema del fin”, una hoja en blanco que proclamaba de manera radical el llamado a hacer tabula rasa. La música no quedó exenta. Un joven Serguéi Prokófiev reconocía, en 1915, la belleza que los futuristas encontraban en el ruido y la presencia de nuevos instrumentos (Prokófiev, 2008: 203). La unión de las diversas artes en un espectáculo que pusiera de manifiesto las premisas del grupo quedó plasmada en Victoria sobre el sol, la primera ópera futurista.
Victoria sobre el sol fue creada en el verano de 1913, cuando Aleksei Kruchenykh, Mijaíl Matyushin y Kazimir Malevich se encontraron en el Congreso Panruso de los Futuristas, conformado por ellos tres en la dacha de Matyushin (Bartlett y Dadswell, 2011: 3). Se estrenó el 3 de diciembre en el Teatro Luna Park, de San Petersburgo, el mismo año en el que la dinastía Romanov celebraba sus trescientos años de reinado en Rusia. El espectáculo se repitió solo una vez más, el día 5. Es una obra breve, de dos actos cortos y seis cuadros. No hay una trama en el sentido clásico ni un argumento coherente, sino más bien una serie de eventos interconectados por alegorías. Solo se sabe que, en un lugar y un tiempo no identificado del futuro, las personas bajan el sol y lo encierran en una caja. Aquí se encuentra una primera toma de posición rupturista: el triunfo sobre el sol como símbolo del rechazo del sistema científico heredado y como emancipación transhumanista de la naturaleza.
En su afán iconoclasta, los futuristas apuntaron su ataque contra el arte más burgués y convencional de todos: la ópera. En ese sentido, Victoria sobre el sol puede considerarse como un gesto de provocación o directamente una antiópera, ya que desarticula todas las convenciones posibles del género (Bartlett y Dadswell, 2011: 6). No tiene un argumento en el sentido clásico: no hay bel canto ni arias ni dúos, tampoco hay una prima donna; el acompañamiento estuvo a cargo de un piano y no de una gran orquesta; la producción fue bastante pobre; la obra tuvo solo dos ensayos generales y la protagonizaron actores amateurs de los cuales solo algunos tenían preparación como cantantes.
La obra se inserta dentro de lo que el director de teatro Nikolái Evreinov llamó alogismo, es decir, la aspiración a ser diferente, a imaginar otros contextos y estimular en las personas el deseo profundo de ser distintos (Gurianova, 2012: 220). El rechazo a la convención literaria se puede ver en el uso del zaum, lenguaje creado por el poeta futurista Velimir Jlébnikov, quien escribió el prólogo de la edición de la ópera, y que luego fue reforzado por Kruchenykh, el autor del texto. Por su etimología rusa, el zaum podía considerarse como un lenguaje que escapaba a lo racional –za: “más allá”; um: “mente/razón”–. En ese sentido, sus palabras combinaban lo inconsciente con la intuición del discurso, y rechazaba cualquier convención establecida por el lenguaje. Lo importante era la belleza de los sonidos y no tanto sus connotaciones. De esa manera, la sintaxis se liberaba de la semántica y se abría la posibilidad de crear nuevas ideas a partir del despliegue de palabras sin un significado específico asignado. Si el reconocimiento era símbolo de rutina, el lenguaje debía desfamilizarizarse para volverse irreconocible.
La música estuvo a cargo de Matyushin y, como sucedió con el texto, el compositor buscó la ruptura con lo conocido y el descenso a lo más básico de la escucha. Ello se expresó en la simplificación de las texturas y en la utilización de cromatismos y disonancias, como también en la experimentación con los cuartos de tono. Al mismo tiempo, Matyushin incluyó el ruido como insumo sonoro, entre los que se cuentan rifles, máquinas y motores. De todos modos, gran parte de la obra se sostiene sobre el lenguaje hablado, lo que marca también allí un despegue del género operístico. Algunos de estos rasgos, sobre todo los vinculados al atonalismo y a la agresividad de la música, habían podido escucharse algunos meses antes en el estreno de La consagración de la primavera, de Igor Stravinski.
La escenografía y el vestuario estuvieron diseñados por Malevich y, como en el caso de los dos anteriores, apuntaron a confrontar el sistema de representación. La puesta consistió en un telón de fondo pintado con figuras cuasi geométricas, en su mayoría en blanco y negro, colocadas de manera azarosa y sin perspectiva. Los trajes fueron realizados con cartón e hilo de acero, con formas simplificadas, como el cilindro y el cono. Como la escenografía, los tonos dominantes fueron el blanco y el negro, en una búsqueda por destruir los rasgos precisos y certeros que se desprenden de la línea y el contorno.
La recepción de la Victoria sobre el sol fue ambigua, y varios de los críticos la consideraron una burla a la ópera, aburrida y sinsentido. Algunos espectadores se levantaron de sus asientos y se fueron antes de que terminara. Pero si el objetivo de los futuristas era componer una antiopera, se puede considerar que incluso ese no disfrute fue parte de su éxito. En todo caso, al ser una plataforma de despliegue de las ideas futuristas, colaboró en la inspiración de nueva visión revolucionaria respecto del arte y la vida.
Otros compositores que formaron parte de esa vanguardia fueron Vladímir Scherbachov, Mijaíl Gnesin, Arthur Lourié y Nikolái Roslavets. Luego del triunfo de la Revolución de 1917 –y dentro del espíritu utópico que ella encarnó–, los músicos futuristas jugaron un papel destacado en la construcción del nuevo sistema: Lourié estuvo a cargo de la sección musical del Comisariado para la Educación y las Artes, dirigido por Anatoli Lunacharsky, y Roslavets compuso su pieza Zavod, en la que la orquesta reproducía los ruidos de una fábrica. En 1920 Lev Termen creó un instrumento electrónico que se ejecutaba sin que el intérprete tuviera contacto físico con este, el Termenvox o Theremín. Arseny Avraamov, por su parte, compuso la Sinfonía de las sirenas, que suponía la ejecución de diferentes sirenas de fábricas, barcos y locomotoras, como también la inclusión de disparos y cañonazos. Fue estrenada en Bakú, en 1922. Fuera de Rusia, el impacto se observó en compositores como John Cage y en los cultores de la llamada “música concreta”, corriente que consideraba el ruido como un recurso tímbrico más a la hora componer, como hizo Pierre Schaeffer en sus Etudes de bruits (1948).
Victoria sobre el sol volvió a subir a escena en febrero de 1920, gracias a una representación que se hizo en la Escuela de Arte de Vítebsk, donde se desempeñaba el artista Kazimir Malevich. Miembros de UNOVIS (por sus siglas en ruso, “Campeones del nuevo arte”) estuvieron a cargo de la escenografía y del vestuario. La ópera permaneció olvidada por varias décadas hasta que fue recuperada en 1980 por el County Museum of Art de Los Angeles. Desde entonces ha estado siendo representada con regularidad, y algunos ajustes cromáticos en el vestuario, en Nueva York (1981), Berlín (1983), Toulouse (1984), Leningrado (1989), Viena (1993), Moscú (1997 y 2013), Londres (1999) y Basel (2015), entre otras ciudades (Valentine, 2016: 45).
El legado de la ópera futurista se puede observar en varias de sus facetas, como el texto, la música y la escenografía, pero, sobre todo, en la elección de temáticas que abordan distintas dimensiones vinculadas al futuro. Así lo hizo Leonid Desiatnikov en Los hijos de Rosenthal, estrenada en el Teatro Bolshoy de Moscú, en 2005. Con libreto de Vladímir Sorokin, la trama de la ópera gira en torno de la existencia, en la Unión Soviética de la posguerra y en la Rusia postsoviética, de clones de reconocidos compositores de ópera, como Wagner, Verdi y Musorgsky. La música hace uso de estilos múltiples y el texto aborda la cuestión de la clonación de personas. En 2019 se estrenó, en Bruselas, la ópera Frankenstein, de Mark Grey. Ambientada en un momento del futuro sin especificar, el compositor abordó allí, por un lado, la cuestión de la resurrección material y sus vínculos con los recuerdos y, por el otro, las dificultades de lograr una comprensión profunda a pesar de los grandes inventos.
Como dispositivo estético, pero también como insumo intelectual, la ópera futurista permite repensar la dimensión simbólica de la cultura para proponerse como una contribución vital que ayude a superar el lastre de la tradición y a desarrollar nuevas formas de organización de la sociedad futura.
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Ciencia ficción, Futuridad, Imagen, Música fragmentaria, Poshumanismo, Tecnopoéticas, Transhumanismo, Vanguardia
Universidad Nacional de Colombia
Universidad Nacional Abierta y a Distancia
ORCID: 0000-0002-7318-4379
Todo concepto emerge de una historia donde intervienen múltiples jugadores. El juego consiste siempre, con mayor o menor intensidad, en redefinir los límites entre vida, muerte y, de hecho, aquello que cuenta como viviente. El Plantacionoceno no es la excepción, se trata de un concepto que surgió durante una conversación sostenida en octubre del 2014 en la Universidad de Aarhus. Allí participaron cinco jugadores, intelectuales provenientes de diversas disciplinas, que trenzaron sus cuerdas para producir figuras capaces de impulsar nuevas alianzas multiespecie en tiempos urgentes. El evento se llevó a cabo gracias a la invitación de Nils Bubandt, editor de Ethnos, revista donde dos años más tarde se publicó su cuidada transcripción (Haraway et al., 2016). La figura de cuerdas escogida como punto de partida, que ya había convocado a innumerables simbiontes en todo el mundo, fue la del Antropoceno, pues los hilos siempre se tejen sobre tejidos previos. Nuestros participantes, parafraseando a Marx, jugaron con libertad, pero lo hicieron como actantes de una historia que no eligieron.
El concepto de Antropoceno parecía no ser el más adecuado y, en cualquier caso, allí se encontraban parcialmente interpelados por él, por los hilos que lo re-con-figuran. Este libreto aparenta tener, además, dos protagonistas: Donna Haraway, profesora emérita del Departamento de Historia de la Conciencia, en la Universidad de California, Santa Cruz, y Anna Tsing, profesora de Antropología de esa misma institución y de la Universidad de Aarhus. Las objeciones de Haraway eran tan contundentes que inicialmente comparó el concepto de Antropoceno con el de servicios ecosistémicos. Argumentó que este último contribuye a la desestabilización de la dicotomía naturaleza/cultura, pero a costa de subsumirlo todo en la racionalidad capitalista; de manera similar, el primero produce una desestabilización de dicha dicotomía a costa de percibir el mundo entero como inexorablemente antropomorfizado. Los desastres desatados por el capital se solucionarían con una profundización de la subsunción, mientras que los desastres asociados al ser humano se resolverían con un uso distinto de la tecnociencia y, por ende, redirigiendo el proceso de mundificación antropogénico. Ese es uno de los principales guiones detrás de la historia dominante sobre el Antropoceno.
Esta historia solamente puede existir en una era posterior a la Guerra Fría y a la carrera espacial, en la que el mundo se convierte en un globo homogéneo, visto desde el espacio exterior, no solo bajo la mirada humana soberana, sino totalmente transformado por el ser humano. Pero ni el ser humano es una especie abstracta ni el mundo un globo homogéneo. El guion principal del Antropoceno, que parece contar una historia demasiado grande, se inserta en la larga historia bíblica judeocristiana, blanca, que ubica al ser humano en el centro de una sucesión de extensos períodos que terminan en el apocalipsis y la redención. En suma, el Antropoceno entraña el peligro de un universalismo fetichista de la especie, del mundo y del concepto mismo. El reto, pues, a la manera de los juegos de hilos o cuerdas, consiste en hacerle frente a esa tendencia a la proliferación semiótico-material de mundos, conceptos/figuras e historias. La primera proliferación ocurre con la iteración del Antropoceno: Tsing pone de manifiesto que el anthropos podría emplearse aquí como un recordatorio del potencial destructivo del ideal de Hombre moderno-colonial, que dista de ser simplemente equiparable a la especie abstracta; asimismo, muestra que el concepto ya ha posibilitado un encuentro transdisciplinar y ha contribuido a desatar nuevas historias dignas de ser tenidas en cuenta. El Antropoceno no es Uno, y más vale multiplicar los términos que reducirlos o simplificarlos.
Ahora bien, hacer proliferar el concepto y sus mundos, que a su vez son prácticas de aprendizaje y conocimiento, no es suficiente. Resulta necesario narrar otras historias, generar nuevas figuras, o como apunta Haraway:
otros mundos y modos de mundificar nos ayudan a reimaginar nuestras urgencias actuales, y tal vez abren una posibilidad de colaboración e investigación. Esto nos ofrece la posibilidad, pienso, de trabajar de otro modo […] no se trata de pluralismo cultural o relativismo epistemológico, sino de un trabajo decolonial con consecuencias para y en el mundo (Haraway et al., 2016: 548).
La primera figura que contribuye a realizar este insoslayable esfuerzo es la de Capitaloceno, un concepto mucho más localizado y con el potencial para hacer alusión al complejo de metabolismos y ensamblajes históricamente situados, antes que a la especie abstracta y al mundo homogéneo. Haraway destaca, asimismo, que el Capitaloceno nos obliga a mirar más allá del siglo XVIII y su icónica Revolución industrial. Urge volcarnos sobre los acontecimientos que, por lo menos, se remontan al siglo XVI, es decir, a los procesos de colonización de los territorios que hoy llamamos América. A partir de ese momento se produjo una violenta simplificación de los paisajes acompañada de una transformación radical de las ecologías y de la relocalización/transporte de genomas, plantas y animales, incluyendo a los seres humanos. Dinámica impulsada por la inversión/apropiación capitalista a grandes escalas y largas distancias, en las que, según Tsing, ocurre un proceso de alienación generalizado, comprendido como desposesión y creación de existencias –racializadas– en función de la acumulación capitalista. Se trata de la plantación como modelo de esclavitud de las plantas, los seres humanos y otros animales; una esclavitud subsumida en la racionalidad del capital y que no termina con los procesos formales de descolonización.
Haraway, no obstante, tiene el temor de que el propio Capitaloceno se convierta en una historia demasiado grande. Se le ocurre, entonces, proponer una nueva figura hermana: “¡Tal vez deberíamos proponer una palabra diferente para señalar esto! ¿El Plantacionoceno?” (Haraway et al., 2016: 556). El Plantacionoceno nos permite entender que la “autosuficiencia” del hombre blanco se ha logrado, desde el siglo XVI, a partir de la extracción violenta de la energía humana y de la Tierra, de la relocalización/transporte de diversas unidades generativas, del control y la aceleración de la reproducción y los modos de morir, del cercamiento y la abstracción, del trabajo forzado –esclavo o barato– multiespecie, de la sobresimplificación ecológica y la consecuente liberación de pestes y patógenos que se transforman rápidamente y se dispersan por todo el mundo. En suma, el Plantacionoceno mundifica devastando, es la precondición de la industrialización, a través, por ejemplo, de las plantaciones de algodón y de estimulantes para la producción/consumo como el azúcar o el café, a la vez que constituye el modelo de la disciplina/alienación fabril y de otras modernas instituciones disciplinarias –prisión, escuela, hospital mental, etc.–. Las ecologías sobresimplificadas del Plantacionoceno son, por otro lado, exterministas o extincionistas, no simplemente insustentables, y su mundificación desertificadora provoca estratégicamente la migración de seres humanos racializados, los convierte en mano de obra barata, pero ecológicamente muy costosa.
El Plantacionoceno mundifica por medio de prácticas de sometimiento agrícolas, pero su modelo se extiende y contribuye a explicar la silvicultura capitalista y el moderno complejo animal industrial (Noske, 1997), tanto ganadero como piscícola, lo cual incluye nuevas formas de trabajo forzado-racializado multiespecie. Es un concepto que, sin duda, se articula perfectamente con otros producidos en el marco de la ecología política latinoamericana y los estudios críticos animales, como lo son “colonialidad de la naturaleza” (Alimonda, 2011), “extractivismo agrario” (McKay, Alonso-Fradejas, y Ezquerro-Cañete, 2022), “extractivismo urbano” (Vásquez, 2017) y “dispositivos especistas moderno-coloniales” (Ávila y González, 2022). Y así como Haraway fabula otras prácticas de mundificación, por ejemplo a través de la figura del Chthuluceno, capaces de resquebrajar las historias del Antropoceno, el Capitaloceno y el Plantacionoceno, en América Latina se viene haciendo alusión hace varios años al pluriverso y las disputas ontológicas por “otros posibles” (Escobar, 2015), aunque quizá la ecología política latinoamericana deba profundizar su dimensión especulativa y las historias del Plantacionoceno su vinculación con las luchas comunitarias multiespecie y el cuidado empírico. Sea como fuere, lo que no podemos olvidar es que: “El enemigo no es el llamado reduccionista; el enemigo es el extractor y el explotador” (Haraway y Tsing, 2019: 15). El Plantacionoceno se impone como un tiempo presente que amenaza con extender indefinidamente la vieja temporalidad de la esclavitud o la servidumbre –colonial– multiespecie, clausurando la “futurhabilidad” o habilidad para habitar otros futuros; también podríamos jugar a pensar el Plantacionoceno como una era futura que, retroactivamente, al mostrarse como inevitable, clausura el presente y eterniza el pasado. El reto está en invocar esos pluriversos pluritemporales y pluriespaciales que ya desde siempre se encuentran resquebrajando la pulsión universalista del Antropoceno-Capitaloceno-Plantacionoceno. Esperemos que, parafraseando el título de una de las obras más conocidas de Úrsula K. Le Guin (2022), la palabra para “mundo” no sea “globo” o “esfera”, que es la espacialidad propia de la plantación capitalista, antropocéntrica, especista, (hetero)patriarcal y colonial, sino “bosque”, “selva”, “río”, “montaña”, “páramo” o cualquier otra que evoque complejas configuraciones rizomáticas, simpoiéticas, vivas, artefactuales y en constante devenir: ¿el Chthuluceno?
Alimonda, H. (coord.) (2011). La naturaleza colonizada: Ecología política y minería en América Latina. Buenos Aires: CLACSO.
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Vásquez, A.M. (2017). Extractivismo urbano: debates para una construcción colectiva de las ciudades. Buenos Aires: Fundación Rosa Luxemburgo.
Ambiental (crisis), Animalismos, Capitaloceno, Chthuluceno, Cosmopolítica, Historia natural, Naturaleza (relaciones sociales con la), Neologismo, Poshumanismo, Tecnoceno, Transhumanismo
Poéticas de los márgenes urbanos
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades
Universidad Nacional de San Martín
ORCID: 0009-0007-9672-5223
Existen diversas nomenclaturas para designar los espacios sociales estigmatizados que se ubican en los márgenes de las ciudades metropolitanas. En estos viven, para utilizar la categoría de Wacquant (2010), los “parias urbanos”, entre quienes los problemas sociales se multiplican, constatándose niveles elevados de crimen, miseria y desintegración social. Desde una perspectiva latinoamericana, podemos resaltar que estos espacios, los “márgenes urbanos”, son ocupados por los “pobres urbanos” (Auyero y Berti, 2013), individuos expulsados del mercado formal del trabajo y muchas veces sin acceso a los servicios sociales básicos.
La categoría poética de los márgenes urbanos abre líneas analíticas en la búsqueda por identificar e interpretar nuevas manifestaciones artísticas surgidas, precisamente, en estos espacios. El punto que interesa poner de relieve es que los “marginales” de las grandes metrópolis se han convertido en sujetos de escritura que hacen de sí mismos, a veces, su propio objeto o tema, realizando así una ruptura con formas previas de representación exotista del “otro marginal”.
En el contexto de las literaturas contemporáneas argentina y brasileña –sobre las cuales focalizaremos nuestra atención aquí–, estas producciones literarias emergen hacia fines de la década de 1990 e inicios de la de 2000, y promueven la emergencia de una estética que desafía las características tradicionales de la literatura, en relación con el lenguaje y el estilo, por ejemplo (Laddaga, 2010). Son escrituras que matizan el espacio urbano y habilitan un lugar de habla desde lo periférico, implementando, como hemos señalado junto a Gabriela Leiton (2020 a y 2020b), una reivindicación de esta identidad.
Siguiendo el planteo de Diana Kingler (2007), existirían dos problemáticas estéticas en la ficción latinoamericana contemporánea: el retorno al autor y un giro a la etnografía. Podemos citar de manera ilustrativa la obra Nove noites (2001), de Bernardo Carvalho, en la que se borra la diferencia entre literatura y realidad y lo real se torna indistinguible de lo ficticio, y la novela Noches vacías, de Washington Cucurto (2003). Un aspecto transversal en estas obras sería la transgresión del “pacto ficcional” en textos que siguen siendo, sin embargo, de ficción. Al retratar otredades como pueden ser los delincuentes, los inmigrantes, estas producciones literarias acentuarían el cuestionamiento al binarismo entre hecho y ficción. Este aspecto es central a la hora de buscar comprender las características de un nuevo tipo de narrativa que proponemos agrupar bajo la categoría “poéticas de los márgenes urbanos”.
Para comparar las literaturas contemporáneas brasileña y argentina, y a diferencia de los estudios orientados a una comparación sistémica entre fenómenos literarios, proponemos el análisis entre ambas literaturas desde una perspectiva de comparación por contraste (Da Matta, 1981) que permita comprender similitudes y diferencias. Como ha planteado Josefina Ludmer (2010), la cultura debe ser interpretada como campo de conflicto y de luchas simbólicas.
La denominación literatura marginal para referirse a las obras literarias producidas desde –y que reflejan la realidad de– las periferias de las grandes ciudades brasileñas –en particular de San Pablo– surgió como fenómeno hacia el final de la década del 1990, cuando un grupo de poetas de aquellas zonas empezaron a escribir poesías, poesías en formato de letra de canción hip-hop y, luego, novelas que circularon y se fueron consolidando dentro de estos territorios. Su consolidación en el campo literario brasileño –entendiendo el campo según la clásica definición de Pierre Bourdieu (2007)– empieza a ocurrir a partir de la publicación en la revista de izquierda Caros Amigos, en tres ediciones especiales: 2001, 2002 y 2004. Dichas ediciones, a cargo del escritor Ferréz –uno de los mayores representantes del fenómeno–, se denominaron como “Caros Amigos/Literatura Marginal: A cultura da periferia”, y presentaron el trabajo de 48 autores autodenominados marginales. Hay elementos centrales constitutivos en la literatura marginal que cabe identificar en estas entregas de “Caros Amigos”, a saber: la reivindicación del término marginal para autonombrarse, la influencia del lenguaje popular en las narrativas y la vinculación con la música popular.
No es un dato menor que el término sea reutilizado por los propios autores, como una forma de reivindicarse a sí mismos y al lugar de producción de sus obras como marginales y resignificando, de ese modo, la concepción previa de literatura marginal que hacía referencia a los autores intelectuales brasileños de la década de 1970, que conformaban la generación del mimeógrafo. El requerimiento de su lugar de habla a partir del uso del polisémico adjetivo marginal nos permite recuperar el planteo de Marc Angenot (2012) acerca de que las prácticas discursivas –en una dimensión amplia que incluya todos los dispositivos semióticos, como la literatura– son hechos sociales. Los escritores realizan un desplazamiento del significado referente a la materialidad social al campo literario identificando, de esta forma, sus productos culturales. Marginal significa, en este contexto, una forma literaria que se vincula a la historia de la vida de los sectores que habitan los barrios periféricos, con sus voces, sus formas de expresarse.
Otra característica singular que el adjetivo marginal propone es la resignificación del uso de la lengua escrita que acompaña a la literatura canónica. Esta literatura está marcada por la influencia del lenguaje oral, que se desnuda tanto en el uso de expresiones propias de estos territorios, como en los sauraus de poesía,25 donde muchos de los asistentes declaman sus poemas bajo la influencia del hip-hop. Describen la forma específica de trato, de habla de lo que es considerado por los sectores de la clase media y alta como un lenguaje “desviado”. Podemos rescatar en este sentido a Becker, para destacar que un aspecto importante en el proceso de construcción desviada es haber sido identificado y etiquetado públicamente como tal. Los habitantes de los barrios populares de las periferias metropolitanas son reiteradamente etiquetados como marginales, como outsiders, solamente por su apariencia física, por su modo de vestir y por su vocabulario. Los autores de la literatura marginal parten de esta experiencia de haber sido identificados y etiquetados como desviados y la cargan de positividad en sus novelas.
No es un aspecto inaugural en la literatura argentina el acto de narrar a los pobres que viven en los asentamientos urbanos. Lo novedoso es que esta literatura sea escrita por autores provenientes de estos barrios. En 1959 Bernardo Verbitsky lanzó Villa Miseria también es América, considerada como la primera obra de literatura en que figura la denominación “villa miseria” y en la que se destacan las condiciones socioeconómicas en el momento de formación de estas. A partir de ese momento inaugural, la literatura que aborda los asentamientos urbanos pasa a instalarse paulatinamente en el campo literario argentino. Podemos citar a Rodolfo Fogwill, quien publicó Vivir afuera, en 1998, y a César Aira, autor de La villa, de 2001.
La literatura contemporánea argentina no representa un bloque homogéneo de autores y temáticas y, por esta razón, la pregunta sobre cómo nombrar un tipo de literatura que se asemeja a la literatura marginal brasileña es parte de un debate del mayor interés. Por un lado, Elsa Drucaroff (2016) postula que esta literatura empieza a ser escrita en el período posterior a la dictadura militar (1976-1983) y que alberga dos generaciones: la de 1990 y la de 2000. En la primera generación, las temáticas habrían estado fuertemente influenciadas por el contexto histórico; en la segunda, se notaría una mayor influencia y presencia de temáticas relacionadas a lo urbano. En esta perspectiva, esta corriente literaria se encuentra en la frontera entre lo real y lo ficcional, innovando al proponer la “ficcionalización” del presente (Drucaroff, 2011). Los temas principales abordados en la “Nueva narrativa argentina” girarían en torno a la vida cotidiana en los microterritorios de las ciudades, como pueden ser los asentamientos urbanos y los barrios de transbordo Constitución y Once. Por otro lado, Beatriz Sarlo (2005) destaca que esta nueva literatura puede ser denominada “narrativas del presente”, que tiene como marca distintiva su carácter urbano en el que se destacan diversas tribus, como los “marginales”, los “punks” los “bizarros”, entre otros. En Ficciones argentinas: 33 ensayos (2011), la autora propone “un viaje exploratorio” sobre la literatura del presente destacando los cambios en la percepción de lo literario, pero desde un enfoque que interpreta a esta literatura como una especie de decadencia o degradación en relación con el canon literario modernista: minimizando el valor literario de este tipo de literatura, la denomina como etnográfica. A su vez, Josefina Ludmer (2007) denomina a la literatura contemporánea de Argentina “postautónoma”; son literaturas del presente, en las que muchas veces se evaporan las divisiones entre realidad y ficción. Existe un conjunto de novelas y otros escritos actuales que realizan operaciones que los alejan de lo que es considerado literatura. Es decir, no pueden ser leídos de modo tradicional de acuerdo con criterios como autor, texto y sentido. Si pensamos estas escrituras desde los medios, la realidad sería ficción y la ficción, realidad. Esto ocurriría porque en estos objetos culturales se mezclan relaciones referenciales que se muestran a través del testimonio, de la autobiografía, la crónica, el reportaje y la etnografía.
Vinculados a la generación de los años 2000 surge una literatura con una fuerte marca del conurbano de Buenos Aires. Sin embargo, en este movimiento confluyen autores que aún poseen una visión exotista de lo periférico y que son provenientes de los barrios centrales de la metrópoli: es el caso de Ariel Magnus, Cristián Alarcón y Gabriela Cabezón Cámara, para citar algunos. Paralelamente, surgen también obras escritas por individuos habitantes del conurbano; en sus narrativas aparece lo fantástico y una estética que retrata lo típico de esos espacios, como se puede corroborar en las novelas de Juan Diego Incardona y Leonardo Oyola. Algunos de los escritores que conforman este movimiento narran desde los microterritorios a los que pertenecen. Podemos afirmar que, en este entramado de nuevos usos y posibles significados de la nueva literatura argentina, se destaca el carácter urbano y fuertemente anclado en el conurbano bonaerense. Asimismo, de modo similar a lo que ocurre en la literatura marginal de Brasil, el eje de las narraciones se centra, muchas veces, en experiencias situadas en “los márgenes urbanos”.
Estos espacios pasan a ser narrados en primera persona por autores como los poetas César González, del barrio Carlos Gardel, en Morón, y Waikiki, del conjunto habitacional Ejército de los Andes, conocido como Fuerte Apache, en Tres de Febrero. Este es un punto central de nuestro aparato argumentativo que señala las similitudes entre este movimiento literario que empieza a consolidarse en la Argentina con el de la literatura marginal de Brasil. La diferencia sustancial que encontramos en relación con los autores que mencionamos anteriormente, es que las ficciones que conforman estas novelas y estos libros de poemas representan la realidad concreta vivida por los sujetos que habitan los barrios periféricos de las grandes ciudades y la describen por intermedio de la escritura. En este sentido, podemos recuperar la categoría de realidadficción propuesta por Josefina Ludmer (2010), con el objetivo de destacar que estas producciones realizan una mezcla de ficción con la realidad.
La territorialización es un elemento importante para el advenimiento de nuevas prácticas culturales en las periferias que se hacen “oír” en estas novelas que, recuperando a Mijaíl Bajtín (2008), denominamos polifónicas. En este sentido, la interpretación de esta literatura revela nuevas categorías y posibilidades analíticas que hacen necesario el diálogo entre la sociología y los estudios literarios. Entre sus marcas específicas, destacamos el uso del lenguaje popular como contrapunto del lenguaje canónico, que nosotros denominaremos “lexicalización del territorio”. Asimismo, uno de los rasgos principales de este fenómeno es el de posicionar estos barrios como un actor central en la vida social que, desde la frontera, interpela la sociedad y cuestiona el lugar de estigmatización que le suele ser asignado, utilizando el arte de la escritura para crear una literatura propia. Finalmente, este proceso de territorialización impulsa el surgimiento de movimientos culturales con fuertes identidades en los barrios periféricos, y para dar cuenta de este continuum, como estrategia discursiva, incorpora las letras de la música popular con una focalización oralizada, permitiendo así dar un marco estético-cultural a las acciones en general violentas que atraviesan los textos. (Leiton y Leal, 2020).
La categoría abre líneas de análisis que nos permiten interpretar transformaciones que ocurren ante nuestros ojos y que, posiblemente, sigan ocurriendo, dado el carácter dinámico de la cultura, en el seno del campo literario en las capitales culturales brasileñas, argentinas y, nos atrevemos a decir, latinoamericanas y globales.
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Arraigo, Autonomía, Ciberliteraturas, Ciencia ficción, Dignidad, Libro expandido / libro objeto, Narcopolítica / necropolítica, Resistencia, Tecnopoéticas, Transmedia, Vanguardia
25 Los sauraus de poesía son encuentros que se realizan en los bares de las periferias de San Pablo, donde grupos de personas se encuentran para leer y declamar poesías propias.
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
ORCID: 0000-0001-7282-3418
Si bien el término “política de traducción” no es nuevo, ha comenzado a usarse de modo más sistemático en este cuarto de siglo, aunque en el marco de distintas perspectivas y con muy diversos sentidos, al punto de que algunos investigadores de los Estudios de Traducción han considerado esta polisemia como problemática y han buscado acotar el término (González Núñez, 2016; Meylaerts, 2011) o delimitar sus usos (Santos & Francisco, 2018; Schaeffner, 2007). El punto en común entre las distintas definiciones disciplinares es que suponen decisiones sistemáticas –en distintos niveles– respecto de la traducción, ya sea como práctica o como producto.
El término aparece en el que se considera el mapa fundante de los Estudios de Traducción, que James S. Holmes propuso en 1972. Allí, ubicada dentro de la rama aplicada de la disciplina, la política de traducción implica un papel activo del traductor como asesor de “otros en la definición del lugar y el rol de los traductores, el traducir y las traducciones en la sociedad en su conjunto” (Holmes, 2021: 176), es decir, un rol de asesoría vinculado con decisiones tanto respecto de los textos (qué traducir en qué contexto), del lugar del traductor en la sociedad (qué tarifas cobrar y qué posición social debería ocupar), como respecto del lugar de la traducción en la enseñanza de las lenguas. Algunos años antes, Jiřì Levý (1966) había empleado el término para hacer referencia a las decisiones de los traductores al momento de traducir. Un sentido muy similar le otorga el israelí Itamar Even-Zohar (1990), padre de la teoría del polisistema, que lo emplea para referir a las decisiones sobre la materia textual, inevitablemente sujetas a las restricciones que supone la posición de los textos traducidos en la cultura receptora. Por su parte, su discípulo Gideon Toury (1995) usa “políticas de traducción” en un sentido muy distinto: refiere a los factores que rigen la elección de los tipos de textos que se traducen a determinada lengua o cultura en un momento dado, es decir, supone decisiones acerca de la importación de los textos pero no sobre el texto en sí. Se trata de una política porque las decisiones no son aleatorias (Toury, 1995: 58).
A partir de los años ochenta, las distintas corrientes en Estudios de Traducción permitieron pensar la traducción como una práctica social y cultural enraizada en su contexto, su historicidad, las representaciones e ideologías (sobre la traducción, las lenguas, los hablantes, los saberes legítimos) y las condiciones económicas en que tiene lugar.
En simultáneo, la globalización, los procesos migratorios, de adscripción identitaria y revitalización lingüística, en particular para los pueblos originarios, contribuyeron a visibilizar la diversidad y el multilingüismo. También evidenciaron las desigualdades entre las lenguas y, en particular, entre sus hablantes. No todas las lenguas tienen el mismo valor en el mercado lingüístico, permiten acceder a los mismos espacios o derechos ni confieren prestigio.
Las decisiones respecto de la traducción y la interpretación (en todos los niveles) pueden participar de las transformaciones, pero también del sostenimiento del statu quo en contextos de racismo, marginación o violación de derechos. Así, el término reemergió en el último quindenio, en un marco social y disciplinar donde resulta una herramienta propicia para explicar fenómenos en los que las decisiones sobre la traducción e interpretación implican (o están atravesadas por) relaciones desiguales entre las lenguas y sus hablantes.
Por un lado, desde la sociología de la traducción, en particular en el marco de los estudios del libro y la edición, la “política de traducción” refiere a “todas las formas institucionales de decisión sobre lo que se traduce; por ejemplo, los programas estatales de apoyo a la traducción de libros” (Willson, 2019: 42). Aquí, el término está restringido a la traducción de textos editoriales, pero sin desconocer las lógicas complejas que hacen a la toma de decisiones (respecto de la selección, traducción, circulación, etc.). Estas políticas pueden pensarse en una escala gubernamental como también en un nivel micro, dentro de las propias editoriales. Por su parte, apoyándose en la socióloga Gisèle Sapiro, que ubica a las políticas de traducción dentro de las políticas editoriales, Venturini (2017: 249) emplea el término para referir a las decisiones institucionales acerca de las traducciones en el marco de una política editorial que se expresa en los catálogos. La perspectiva sociológica supone entender esas decisiones dentro de un campo con sus propias reglas y agentes.
Por otro lado, pensar las traducciones no como acciones aisladas, sino como parte de procesos sociales contribuyó al desarrollo de las investigaciones en Estudios de Traducción que tienen como objeto a los agentes antes que a los textos y llevó a incluir la traducción –y la interpretación– en investigaciones vinculadas con los derechos de las minorías lingüísticas. En la última década, el cruce entre políticas lingüísticas y estudios de traducción ha dado investigaciones que se centran en el acceso de las minorías lingüísticas a determinados espacios y derechos y que entienden que traducción e interpretación son prácticas esenciales para el ejercicio de la ciudadanía y la vida democrática en contextos multilingües. En Europa, la preocupación es por la “integración lingüística” (Meylaerts y González Núñez, 2018: 197) tanto de minorías lingüísticas autóctonas como migrantes. En el caso de América Latina, el interés radica en el cumplimiento de derechos fundamentales para los pueblos originarios (justicia, salud, comunicación con el Estado, etc.) (Howard et al., 2018).
Así, la especificidad de la traducción e interpretación de lenguas minoritarias en el ámbito público está dando lugar al desarrollo de un nuevo campo de investigación (Serrano y Fouces, 2018). Allí, las políticas de traducción se consideran indisociables de las políticas lingüísticas, ya que la coexistencia de más de una lengua siempre implica decisiones acerca de la necesidad (o no) de traducción o interpretación y la posibilidad (o no) de los ciudadanos de comunicarse con las autoridades. En el ámbito de los servicios públicos, la traducción permite que las personas puedan vincularse con las instituciones judiciales, de salud y con la administración pública, por ejemplo. En este sentido, Meylaerts (2011) advierte que, así como las políticas de traducción constituyen una herramienta democrática que asegura el derecho a comunicarse con las autoridades, también, en su contracara, son un modo de regular el acceso de la población a los servicios públicos.
Ahora bien, el modo en que se entienden los usos lingüísticos y, en consecuencia, la traducción implica distintas perspectivas respecto del acceso a derechos (Serrano & Fouces, 2018). Es decir, si el supuesto de base es que la lengua (y la diversidad lingüística) es un problema para la cohesión social y que la falta de competencias en la lengua dominante es una desventaja que hay que corregir, la traducción se percibe como un ajuste, un mecanismo de adaptación provisorio –hasta que las personas sean competentes en la lengua mayoritaria/oficial– ligado al acceso a los servicios públicos. En este caso, “las políticas de traducción poco tienen que ver con lengua, identidad o cultura” (Serrano y Fouces, 2018: 7), sino con garantizar derechos humanos en el ámbito de los servicios públicos (educación, justicia, salud) (idem, pp. 7-8), pero permitirían la mitigación del conflicto social, al colaborar con una cohesión o coexistencia multicultural pacífica (idem, p. 8). En cambio, si se parte del derecho a usar la lengua en cualquier ámbito público o privado sin discriminación, la traducción se entiende como un derecho lingüístico. Aquí, los servicios de traducción e interpretación no dependen de las competencias de las personas en la lengua dominante, sino del hecho de pertenecer a una minoría lingüística; “se reconoce el valor intrínseco de la lengua, la identidad y la cultura y los instrumentos de política que resultan de este reconocimiento reflejan este enfoque” (idem, p. 10).
Por otra parte, en los últimos años, en particular de la mano del desarrollo de los estudios de interpretación, numerosas investigaciones se preocuparon no tanto por los textos traducidos, sino por los propios traductores, quienes empezaron a constituir “el foco principal y explícito, el punto de partida, el concepto central de la pregunta de investigación” (Chesterman, 2022: 81). Este nuevo subcampo o perspectiva disciplinar es descrito por Andrew Chesterman (2022 [2009]) con el nombre de “Estudios del Traductor”. Allí, la política de traducción de Holmes, que ya suponía un rol activo –aunque prescriptivo– de los traductores, se enmarcaría no solo en una perspectiva aplicada, sino también descriptiva.
En esta línea, apoyándose en el modelo del sociolingüista Bernard Spolsky para las políticas lingüísticas, González Núñez (2016) propone un modelo para caracterizar a las políticas de traducción a partir de tres componentes: gestión de la traducción, práctica de la traducción y creencias sobre la traducción. Estos refieren, respectivamente, a (a) las decisiones de las autoridades acerca de la necesidad o no de traducción en un ámbito determinado, (b) qué textos se traducen, desde y hacia qué lenguas, qué modos de interpretación se emplean, para qué situaciones, en qué entornos, así como (c) las creencias sobre si se debe o no traducir en un contexto específico.
Asimismo, este nuevo interés por la agencia del traductor resulta particularmente fructífero para pensar las políticas de traducción como parte de las políticas lingüísticas y para entender al traductor como sujeto político en situaciones de conflicto (guerras, desplazamientos, etc.). Incorporar las políticas de traducción a las políticas lingüísticas permite situarlas en contextos dinámicos, interactivos y complejos, así como considerar que tienen lugar en múltiples niveles y que participan de ellas múltiples actores con capacidad de agencia. Así, Howard et al. (2018: 22) muestran cómo en América Latina las políticas de traducción para lenguas originarias suelen construirse desde abajo, a partir de las prácticas ad hoc, para recién después formalizarse en instrumentos normativos en respuesta a las demandas sociales.
Atendiendo a esta complejidad, la política de traducción también se perfila como una herramienta para pensar fenómenos contemporáneos como la globalización, las identidades, las migraciones, los refugiados, la reemergencia étnica, en el marco de investigaciones interdisciplinarias y transdisciplinarias, con el aporte de metodologías propias de los estudios de traducción, como el cotejo de texto fuente-texto meta, así como provenientes de otros campos, como la etnografía. Por ejemplo, para América Latina, Howard et al. (2018) dan cuenta de cómo las políticas de traducción de lenguas originarias involucran dimensiones legales, políticas y económicas complejas, y suelen estar relacionadas con la necesidad de defender derechos indígenas, e incluso de dar reparación a víctimas de abusos en el marco de los derechos humanos, por lo que se vinculan fuertemente con el activismo indígena, así como con la legislación sobre derechos lingüísticos y humanos. Por su parte, articulando sociolingüística y Estudios de Traducción, Tesseur (2017) se vale de la política de traducción –y la traducción como producto de ella– para echar luz sobre las relaciones entre poder y producción del conocimiento en el marco del proceso de internacionalización de las ONG que tienen un lugar central en la gobernanza global.
Finalmente, en un contexto en el que los límites tradicionales del concepto de traducción están en discusión (Nergaard & Arduini, 2011), Patricia Willson (2019 [2013]) señala un giro traductor que ubica a la política de traducción como herramienta para pensar estos fenómenos, ya fuera de los límites de los Estudios de Traducción. Así, para la antropología, los estudios culturales, la economía, etc., la política de traducción se convierte en un instrumento interpretativo “capaz de dar cuenta de hechos sociales que atraviesan las fronteras lingüísticas” (Willson, 2019: 43) a partir de un uso amplio del contexto de traducción.
El cuestionamiento a la ideología del monolingüismo que acompañó el surgimiento de los Estados nación, junto con el reconocimiento de la diversidad y el multilingüismo necesitaron –y necesitan– herramientas para pensar y/o gestionar esa diversidad y los fenómenos que se relacionan con ella (identidades, migraciones, poder, entre otros). En este contexto, el concepto de política de traducción es particularmente útil, puesto que permite identificar los agentes, prácticas, representaciones e ideologías en juego en contextos en que la traducción –como práctica y como producto– ocupa un lugar invisibilizado pero primordial.
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Ver también
Desterritorialización absoluta, Frontera/límite, Lenguaje (mercantilización del), Multiliteracidades, Neohablante, Revitalización lingüística, Transición digital
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
ORCID: 0000-0002-5102-4147
Poscapitalismo es un término de evidente futuridad: si el presente es, hace siglos, el del capital como forma social mundial, el poscapitalismo nombraría el momento preciso en que el futuro se separa de la mera reproducción de lo actual hacia un más allá efectivo. Un novísimo tiempo que haría del capitalismo un arcaísmo superado de manera definitiva. El fin de la “prehistoria de la humanidad”, en palabras de Karl Marx.
Se trata, sin embargo, de un término de futuro cargado de un pasado pleno de experiencias y expectativas. En este puede rastrearse la persistencia de una primera constelación de términos que se articulan con cierta claridad desde el siglo XIX: socialismo, comunismo, república del trabajo, república social, asociación de productores libres, anarquía, etc. Estos conceptos emergen al interior del variado conjunto de luchas contra el capitalismo y su sociedad de mercado que jalonan desde el origen hacia su desarrollo y expansión global. La crítica negativa a la explotación, opresión y dominación producida por la fábrica, la clase capitalista, la lógica del valor o el capital mismo, era acompañada, más o menos explícitamente, de descripciones e imágenes afirmativas de aquellas formas y reglas de la vida social futuras que les sucederían una vez que el capitalismo yaciera enterrado por la acción consciente de las clases trabajadoras o subalternas o destruido por sus propias contradicciones. En este sentido, el poscapitalismo se relaciona con estas formas modernas de la utopía, entendidas como ejercicios de imaginación político-moral de nuevos y otros modos de vida y de organización de la comunidad. Los contornos y las instituciones de este futuro más allá del presente capitalista, su horizonte temporal y las estrategias necesarias para construirlo, conseguirlo o acelerar su advenimiento, eran objetos de profundos y enconados debates. En este sentido, debe destacarse que la influyente intervención de Karl Marx (1818-1883) en estos debates insistía, sin embargo, en su carácter de crítica inmanente y no utópico-dogmática. Es notorio que, a diferencia de otras tradiciones anticapitalistas del siglo XIX, referidas en la tradición marxista precisamente como “socialismos utópicos”, no se encuentre en su obra sino algunos esbozos fragmentarios de las formas sociales que sucederían al modo de producción capitalista.
De una u otra manera, estos debates en el naciente movimiento obrero y la crítica social del siglo XIX trazaban un campo semántico saturado de conceptos de futuro en competencia: diversos nombres propios del futuro no capitalista imaginado y afirmado. Conceptos que portaban, en las diferencias de sus propios significantes, sentidos definidos sobre ese futuro, elecciones ideológicas y funciones de identificación precisas, sirviendo como bandera de movimientos, organizaciones, corrientes de opinión y escuelas de pensamiento. En ese terreno histórico, un término abstracto y formal como poscapitalismo parece innecesario; de ahí que sea casi imposible encontrarlo en las fuentes.
Durante el siglo XX, tras el cisma de 1917 entre la socialdemocracia y el ala bolchevique del movimiento obrero y socialista, se desarrolla una suerte de sistematización de la teoría de la transición posrevolucionaria a la sociedad comunista que parece saturar también el horizonte de expectativa relacionado con el poscapitalismo. Estos debates toman la forma de una controversia sobre las etapas, el alcance –nacional o internacional– y el ritmo de sucesión de la transformación social y de la liquidación de las instituciones burguesas precedentes –el dinero, el derecho, el Estado, etc.–. También, la discusión sobre los problemas prácticos de lo que se experimentaba como la construcción en curso de sociedades no capitalistas se operacionaliza en una teoría de la planificación económica y del gobierno de los nuevos estados comunistas que satura de más vocablos el campo semántico e imaginario de futuros durante el siglo XX. Es dentro de esta tradición marxista clásica y comunista que emerge y se extiende a las ciencias sociales e históricas un término que, en su construcción, resulta opuesto de forma simétrica al de poscapitalismo: lo precapitalista. Este resultaba relevante como forma de agrupar las variadas experiencias históricas precedentes entendidas como antecedentes de una modernidad capitalista necesaria que contenía, sin embargo, las condiciones de su futura abolición. La teoría de la historia suponía entonces un heterogéneo pasado de modos de producción precapitalistas y un presente escindido entre el capitalismo y su negación futura. Un futuro que se nombraba, sin embargo, como inevitablemente comunista. Será entonces la experiencia del colapso de los “socialismos reales” y los estados comunistas realmente existentes de fines del siglo XX lo que haga entrar en crisis el campo de imaginarios no capitalistas del futuro
En este contexto, resulta significativo que uno de los primeros usos del término poscapitalismo en un sentido específico se construya de forma deliberada contra estos estratos semánticos precedentes originarios de las tradiciones anticapitalistas de los siglos XIX y XX. El libro publicado originalmente en 1993 del teórico norteamericano del management, Peter F. Drucker, La sociedad poscapitalista (1998), propone una definición que se presenta, en principio, como valorativamente neutral en relación con el capitalismo. Este uso idiosincrático del término se enlaza, tanto formal como sustantivamente, con la proliferación de numerosos neologismos de prefijo post- a fines del siglo XX: sociedad posindustrial o postsalarial, posmodernidad, poshistoria, etc. Se encuentra allí no la prognosis o la planificación de un futuro avistable de la vida social que derivaría de una crítica moral o política al sistema capitalista o a la economía de mercado, sino la descripción de una supuesta transformación en curso: desplazamiento del recurso económico central hacia la información –por sobre el capital, la tierra o el trabajo–; reconstitución concomitante de las clases sociales –de capitalistas y proletarios a trabajadores de la información y trabajadores de servicios–; distribución, por acciones, de la propiedad de los medios de producción; y, por último, una gradual modificación del sistema político –que iría del predominio del Estado nación a un orden múltiple de instituciones locales e internacionales–. La posibilidad de un uso como este parece depender, sin embargo, de la expectativa de que el comunismo haya sido enterrado definitivamente como imagen viable, deseable y posible del futuro.
Más allá de esta acepción, en años recientes, el término postcapitalism apareció como significante principal de una serie de debates, especialmente vívidos en el mundo anglosajón, sobre la necesidad y posibilidad de reimaginar, desde la izquierda, futuros no capitalistas. Imaginar el futuro poscapitalismo aparecía como una tarea necesaria para terminar con aquello que Fisher diagnosticó como “realismo capitalista”. Es decir, enterrar el lema neoliberal del there’s is no alternative [“no hay alternativa”] y romper el presentismo asfixiante y frenético de nuestra supuesta época poshistórica. Se trata, entonces, de un esfuerzo por volver caduca aquella recurrente expresión que afirma que, en nuestros días, resulta “más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”.
Entre los textos centrales de este debate poscapitalista pueden contarse el “Manifiesto aceleracionista” y el posterior Inventar el futuro. Poscapitalismo y un mundo sin trabajo, de Alex Williams y Nick Srnicek (2017); Poscapitalismo: Hacia un nuevo futuro (Estado y sociedad), de Paul Mason (2016); y Comunismo de lujo totalmente automatizado, de Aaron Bastani (2021). Es significativo que este retorno de una noción fuerte de poscapitalismo se enmarque en la secuencia histórica que abarca desde la crisis de 2008 hasta la pandemia de COVID-19, pasando por la revolución logística o los debates sobre la catástrofe ecológica y la transición energética. Se trata de procesos contemporáneos que implican un cierto resquebrajamiento en la confianza en la autorregulación de los mercados y la sociedad y que producen también un retorno a la pregunta por la planificación. En su libro Gobernar la utopía: Sobre la planificación y el poder popular (2021), Martín Arboleda realiza una arqueología de los futuros imaginados por las culturas planificadoras del pasado y una cartografía de las innovaciones presentes en múltiples experiencias actuales de planificación desde abajo que pueden servir para ampliar los horizontes de esta sucinta presentación.
Para una historia del concepto, resulta significativo que el conjunto de estos intentos por relanzar estrategias de futuros no capitalistas priorice el término poscapitalismo por sobre aquellos otros nombres propios del futuro que habían sintetizado los imaginarios comunistas y socialistas clásicos. Esto podría expresar la persistencia de una valoración negativa de los conceptos precedentes que parece ser producto tanto del balance catastrófico de las experiencias totalitarias del comunismo soviético, como de la brutal ofensiva neoliberal contra toda idea de solidaridad social o de normas y morales alternativas a la lógica del mercado.
Se trata, también, de una propuesta de remplazo de otro término-relevo de los imaginarios de izquierdas clásicos que tuvo su auge en la década de 1990 y en los tempranos 2000: anticapitalismo. Este término implica una similar resistencia a nombrarse con las palabras de los futuros-pasados comunistas. Sin embargo, el prefijo anti- resulta, al mismo tiempo, más puramente negativo y más presentista. Preferir poscapitalismo señala una búsqueda por pasar de la pura oposición defensiva del presente capitalista a una ofensiva afirmativa por la construcción de nuevos futuros no capitalistas. Pero también se relaciona con una tendencia a revalorizar, en este tipo de propuestas, ciertos aspectos positivos y potencialmente emancipadores contenidos en el presente del capital.
Por otro lado, la recurrencia del término poscapitalismo habla de un relanzamiento del pensamiento de izquierdas que se pone a distancia de las certezas previas, sostenidas en una férrea filosofía progresista y teleológica de la historia o en una dogmatización rígida de los debates y tradiciones anticapitalistas precedentes. Repensar el futuro hoy, y especialmente un futuro no capitalista, parece tener que empezar por el reconocimiento de que aquello que advendrá después de nuestro presente resulta más bien una incógnita que una evidencia. Un futuro que podrá sí diseñarse y delinearse hasta cierto punto, pero que pareciera ser siempre excedente a todo plan acabado o prefiguración definitiva. La preferencia del término poscapitalismo señala, entonces, una reapertura del debate sobre las alternativas al modo de vida capitalista que no parece priorizar un esquema ya resuelto de las formas, instituciones, normas y lógicas de una futura sociedad no capitalista.
Una última constelación contemporánea de usos y sentidos de poscapitalismo testimonia una similar apertura en la prognosis, aunque de sentido inverso. Resulta significativo que el término se haya desplegado más recientemente para nombrar escenarios futuros imaginables que serían no capitalistas, aunque no por eso emancipadores o mejores que el presente. Se trata también de una suerte de reversión crítica de la operación de Drucker: el futuro comunista no está asegurado, precisamente porque lo que advendrá podrá ser peor a lo que hoy rige. Los sentidos valorativos del término se trastocan y este ya no refiere ni a una descripción neutral ni a un porvenir deseable, sino a la pesadilla de un futuro ominoso. Lo que se anuncia después del capitalismo sería una sociedad organizada de acuerdo con otras lógicas y en otras instituciones, pero más opresiva, destructiva y, por lo tanto, condenable. En este sentido, puede pensarse en el libro de Wrack McKenzie (2021), El capitalismo ha muerto. El ascenso de la clase vectorialista, o en Tecnofeudalismo, de Cédric Durand (2021). Por su parte, en Inhuman power. Artificial intelligence and the future of capitalism (2019), sus autores, Dyer-Witheford, Kjøsen y Steinhoff, postulan la hipótesis de que el desarrollo de la automatización y de la inteligencia artificial contiene la posibilidad no de una sociedad poscapitalista emancipada positivamente del trabajo y la necesidad sino de un hípercapitalismo IA que estaría lejos de ser un horizonte deseable y viable para la humanidad y para el planeta.
A modo de conclusión, el trabajo de Peter Frase, Cuatro futuros. Ecología, robótica, trabajo y lucha de clases para después del capitalismo (2020), puede servir como sistematización de los distintos estratos de sentido que configuran el campo semántico actual del poscapitalismo. Se trata aquí de otro esfuerzo teórico por salir del presentismo y la clausura de los imaginarios de futuro que no rehúye, sin embargo, a la consideración de prognosis negativas. Frase propone escenarios futuros ordenados a partir de un doble eje: abundancia vs. escasez e igualitarismo vs. jerarquía. Esto configura un esquema de cuatro futuros pensables: uno, igualitario con abundancia: el futuro comunista; otro, con abundancia, pero jerárquico: el futuro rentista; otro, igualitario y con escasez: el futuro socialista; y, por último, uno jerárquico y con escasez: el futuro exterminista. Como él mismo reconoce, lo que se configura es un intento de formalización –y duplicación– del conocido dictum de Rosa Luxemburgo: socialismo o barbarie. Se busca discernir, así, las posibilidades de dos futuros bárbaros y dos futuros socialistas. Este ejercicio de prognosis especulativa parte de asumir la tendencia creciente a la automatización de la producción como señal de que la humanidad estaría próxima a alcanzar un umbral tecnológico que haría de la prescindencia del trabajo humano una posibilidad viable. Las distintas formas de reorganizar la sociedad en el horizonte de esta posibilidad es lo que se formaliza en el esquema de los cuatro futuros de Frase. La liberación del trabajo por la vía de la automatización no resultaría, según el autor, automáticamente de su posibilidad técnica. El aprovechamiento de esta posibilidad depende de dos aspectos: uno material y otro social. Por un lado, de la capacidad de resolver la escasez de recursos y la inviabilidad ecológica de un crecimiento infinito sobre un planeta finito. Por otro lado, la cuestión de quiénes, y cómo, deciden, implementan, usufructúan y gobiernan esta creciente superficialidad técnica del trabajo humano. El cuadrante de futuros de Frase compone las distintas acepciones contemporáneas del poscapitalismo en un mapa de los imaginarios y las condiciones de posibilidad de futuros no capitalistas, atravesado tanto por las determinaciones materiales y técnicas como por la contingencia de los combates políticos actuales.
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Futuridad, Neoliberalismo, Posdemocracia, Posmodernidad, Refeudalización, Revolución, Socialismo, Trabajo (fin del), Transmodernidad, Ucronía, Utopía / distopía
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades
Universidad Nacional de San Martín
ORCID: 0009-0002-1348-8677
Los estudios poscoloniales tienen su origen en la década de 1980. Aunque existen aportes previos, fundantes e imprescindibles como los de Franz Fanon (1952), no es sino hasta la publicación de los ensayos “Subaltern Studies: Deconstructing Historiography”, de Gayatri Spivak (1985), y “Under Western Eyes”, de Chandra Talpade Mohanty (2003), publicado también en ese mismo año, que el poscolonialismo comienza a estudiarse en el marco de la teoría y la crítica literarias. Estos artículos se suman al fundacional The Empire Writes Back, editado por Ashcroft, Griffiths y Tiffin (1995), y a los aportes posteriores de críticos y teóricos como Homi Bhabha (1990) y Leela Gandhi (1998).
La literatura poscolonial ha sido ampliamente estudiada. Su análisis constituye una pieza fundamental dentro de los llamados estudios culturales, dado que permite no solo evaluar y describir las características específicas de un movimiento literario, sino entender nuevas formas de producción y representaciones artísticas vinculadas a dispositivos de poder y de resistencia, a la conformación de nuevas comunidades e identidades, a la comprensión de procesos históricos y políticos propios de la relación de dominación entre centro y periferia.
Para definir el término poscolonial, en especial a lo que hace a la literatura y los estudios literarios y culturales, se hace necesario recordar aquello que afirma Bill Ashcroft en la introducción a The post-colonial studies reader: “los estudios poscoloniales tienen su base en un hecho histórico particular: el colonialismo europeo y los diversos efectos materiales que este fenómeno produjo” (Ashcroft, Griffiths y Tiffin, 1995: 8). Remarcar este concepto es indispensable para no caer en cierto uso difuso del término que se ha vuelto habitual para caracterizar diferentes procesos de marginalización y opresión. Es en este sentido que circunscribimos su uso a los textos atravesados por los colonialismos europeos y sus procesos y efectos, pasando por los momentos de independencias y exilios, desde su inicio hasta el día de hoy, y hacia el futuro. Hay pocos términos más portadores de futuro que el de poscolonialismo; sin embargo, sus mutaciones y el flujo de los cruces que ha venido teniendo hacen difícil vislumbrar qué novedades podrá traernos a futuro.
Así, la teoría y la crítica poscoloniales se han desarrollado en paralelo a los cambios de percepción cultural, identitaria y tropológica, que fueron dándose en la práctica de la literatura poscolonial, desde lo que consideramos aquí los primeros textos “conscientemente” poscoloniales hasta la actualidad. Sin embargo, mientras la teoría poscolonial se constituye a partir de un cruce entre diferentes teorías académicas –marxismo, posestructuralismo, feminismo, etc. (ver Gandhi, 1998)–, y así dialoga con lo universal, lo juzga, lo construye y lo define, la literatura poscolonial es capaz de abordar un ámbito más personal, más tradicional, más costumbrista. Es decir, mientras el énfasis de las teorías e investigaciones de las academias –especialmente la estadounidense y la europea– se desplaza hacia lo global, la literatura poscolonial insiste en un acento fuertemente ligado a los vínculos entre nación, comunidad, familia, cuerpo e individualidad.
Es interesante pensar que, si el desplazamiento era una característica de lo moderno (Ortiz, 2000), el nomadismo es una característica de lo posmoderno –alcanza pensar en los conflictos de refugiados e inmigrantes–. Como señala Ana María Guasch (2015), retomando a Guattari y Deleuze, el complemento de una cultura del pastiche –que para Jameson (1998) es una característica fundamental de lo posmoderno– es el nomadismo, “un movimiento en el que los individuos salen de sus matrices y culturas y se desplazan de un lugar al otro con la idea fundamental del viaje y con el sentido de la relatividad cultural que ella supondría” (43). En ese mismo artículo la autora retoma a Stuart Hall, quien enunciara que lo más destacado del fenómeno de la diáspora –tomada como diáspora tecnológica– es que, si bien el individuo ya no puede regresar a su hogar, su trabajo cultural le permite “ver y reconocer sus propias historias con las que puede reconstruir aquellos puntos de identificación y aquellos posicionamientos que definen las identidades propias” (52). De este modo aparece el planteo de la construcción de una identidad desterritorializada, en función de una memoria dislocada, dentro de un contexto posmoderno, planteo que confronta fuertemente con las propuestas de Aschcroft recordadas más arriba.
En un artículo titulado “Lo poscolonial no es lo posmoderno”, Roberto Follari (2005) sostiene: “lo posmoderno es [...] una condición sociocultural de la época. Por lo tanto, se encuentra específicamente anclado en el rebasamiento de la modernidad, al pasar esta cierto umbral de saturación de sus efectos” (79). Para este autor, ciertas críticas a la posmodernidad –que señalan su incapacidad de reconocer el contexto referencial de los acontecimientos sociales y de analizar todo desde un nivel textual– tienen su origen en confundir la teoría posestructuralista de Derrida con el posmodernismo. De acuerdo con Follari, el posestructuralismo es una crítica a la modernidad hecha desde y con el tono de la modernidad, mientras que “lo posmoderno es una condición de época que ha clausurado el tiempo de vigencia del posestructuralismo y la deconstrucción” (81).
Follari da cuenta de la duplicidad de los textos poscoloniales, criticando esa diáspora tecnológica que planteamos para los textos poscoloniales contemporáneos: a la vez que la literatura poscolonial pretende hablar desde la periferia, el uso de la lengua inglesa, la publicación y distribución desde editoriales de los países centrales (especialmente Inglaterra y Estados Unidos), los premios obtenidos, están entre sus características y la ubican en un lugar de, por lo menos, incongruencia. En palabras de Follari:
La insistencia en la territorialidad del pensamiento poscolonial es –ya lo dijimos– contradictoria: critica los pensamientos situados en el Primer Mundo por hegemonistas, pero habla ella misma desde el Primer Mundo, con lo cual desorienta cualquier lectura sistemática. A su vez, insiste en los flujos que liquidan identidades rígidas, con lo cual la territorialidad debiera quedar claramente dejada de lado. Sin embargo, se apela a ella para atacar al pensamiento dominante. (76)
Sumadas a estas lecturas que tematizan el cruce entre poscolonialismo y posmodernidad, encontramos en las corrientes del feminismo –el mujerismo poscolonial, la subalternidad de Spivak, las muchas miradas europeas del lugar de las mujeres– un espacio de disputa común a las diversas lecturas, a saber: el cuerpo como lugar de batalla, conquista y, sobre todo en los últimos años, resistencia. Así, los feminismos no son ajenos a este cruce poscolonial-posmoderno y convergen en una dimensión discursiva, territorial y política del cuerpo de las mujeres.
Hemos abordado de manera sintética el término poscolonial desde tres miradas: la histórica, los cruces y la futuridad. Iniciada en la década de 1980 con el surgimiento de la conciencia poscolonial, la literatura poscolonial fue mutando en sus necesarios entrecruzamientos con el posmodernismo y los temas de género, abriendo numerosas posibilidades de realizaciones que no imaginamos aún.
Ashcroft, B.; Griffiths, G. and Tiffin, H. (eds.) (1995). The post-colonial studies reader. Londres: Routledge.
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Desterritorialización absoluta, Descolonialidad, Feminismos, Posmodernidad, Resistencia, Transmodernidad
Programa de Estudios sobre Democracia y Autoritarismo
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Universidad Nacional de San Martín
ORCID: 0000-0002-7763-6926
El prefijo post- señala una fuga hacia adelante, el declive de algo, la dificultad para nombrar lo por venir. En este último sentido, como afirma Mario Tronti, “la moda del ‘post’ revela tan solo la incapacidad de definir la fase política contingente. Es un defecto del pensamiento” (2022). Pero también puede ser un esfuerzo, como señala Enzo Traverso, de sobreponerse a esa incapacidad. Así lo reconoce cuando, ante la ausencia de un término mejor, apela al post- para reflexionar en torno a los “fascismos” contemporáneos, buscando trazar una discontinuidad, pero también dejando entrever un linaje histórico entre ambos fenómenos. Dice Traverso: “Frente a nuevos escenarios desconocidos, sólo disponemos de un vocabulario antiguo, herencia del siglo terminado […] Todo el debate en torno al fascismo se inscribe en esta situación transitoria” (2018: 147).
La posdemocracia, sin escapar de esta condición de precariedad, asumiría su sentido según las relaciones que adopta con otra serie de fenómenos político-sociales más o menos estructurales: cabalgaría sobre la sociedad posindustrial y podría combinarse con algunas de las consecuencias, quizás no deseadas, del posmodernismo, como son la posverdad, lo posfáctico, la pospolítica o incluso las fantasías de lo posideológico y lo poshistórico. Quien acuña este último vocablo, Colin Crouch, es consciente de esta incomodidad de los post-:
Hoy en día hablamos a menudo de “post”: posindustrial, posmoderno, posliberal, posirónico. El “post” evoca la idea de una sociedad que sabe lo que fue y lo que ya no será, pero no sabe hacia dónde va. Pero también puede tener un significado muy preciso. El “post” contiene la idea básica de que el fenómeno en cuestión sigue una trayectoria de parábola (2004: 20).
Según el sociólogo y cientista político británico, esa trayectoria marca, hacia fin del siglo pasado, el ocaso de la democracia. Con ello se anticipa a lo que, luego de la crisis financiera mundial de 2008, asumiría para muchas/os autoras/es el carácter de una certeza: la crisis de la democracia y/o la crisis de creencia o de hegemonía –de la democracia– neoliberal.
En Crouch, el término designa la persistencia de las formas de la democracia –elecciones periódicas, pluralidad de partidos políticos, libertad de expresión– en ausencia de aquello que constituye su sustancia: el poder y la autoridad para tomar decisiones políticas en cuya definición participa la ciudadanía toda. Las formas sobreviven mientras la política y los gobiernos ceden progresivamente terreno cayendo en manos de las elites, como sucedía antes del advenimiento de la fase democrática. “Una de las mayores consecuencias de este proceso es la creciente impotencia de las causas igualitarias” (2004: 6). Con estas palabras da a entender aquello que luego afirma: la posdemocracia contiene en su seno elementos de la democracia, elementos predemocráticos y tendencias diferentes a ambos. Según el sociólogo, distintas fuerzas contribuyen a esta tendencia hacia la posdemocracia: la corrupción de la política por parte de los poderes económicos concentrados y su capacidad de lobby; la crisis financiera global y la crisis de deuda soberana en Europa –y también en América Latina, agregamos–, así como las medidas adoptadas para afrontarla; el ascenso de movimientos xenófobos, autoritarios; la erosión de las raíces de la democracia entre los ciudadanos. A ello sería preciso sumar el devenir de una práctica política orientada ya no a dar respuestas a la demanda e intereses de las mayorías populares, sino en función de las “audiencias” o solicitudes relevadas mediante estrategias mercadotécnicas que se convertirán en insumos del marketing político cuyo fin es la captura de votos. Después del affaire de Cambridge Analytica, en 2018, nadie puede atreverse a negar el impacto del big data y la instrumentalización de la minería de datos al servicio del cálculo electoral y de poder en las deterioradas democracias occidentales.
Años después de postular el concepto, en el “Prefacio” a Combattere la postdemocrazia, Crouch afirma: “Posdemocracia era una distopía. Y una distopía es un modo de ilustrar hacia donde nos dirigimos, motivo por el cual hay pocas razones para estar contentos” (2020: 10). Si el “momento democrático” coincide –como señala este autor y, en cierta medida, comparten Jürgen Habermas (1988) y Wolfgang Streeck (2017a)– con el auge del Estado de bienestar, la posdemocracia se vuelve tendencia –y aquí los autores difieren–, con el declive de aquel y se profundiza a partir de la globalización y, sobre todo, bajo el imperio del tipo de racionalidad neoliberal (Brown, 2017).
Luego de la crisis de 2008, aquel término concebido hacia fines de la década de 1990 cobra fuerza y gana vigencia. El propio Crouch afirma que en esa coyuntura queda expuesta la alianza, primero, entre la elite económica y la elite política y, segundo, la prioridad dada, luego del punto álgido de la crisis, a los bancos por oposición a los ciudadanos, la cual, más allá de toda intención, resultó ineficaz tanto para unos como para otros. Para dar cuenta del umbral que se abre a partir de 2008, un amplio espectro de autores apela a la noción gramsciana de interregno, donde lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer. Así, William Davies afirma que, después de 2008, el modelo de democracia neoliberal entra en crisis: ciertas rutinas de poder siguen en pie, pero ya sin un fundamento normativo democrático. El concepto gramsciano le sirve para afirmar que “lo viejo no está muriendo, lo están haciendo revivir” (2016: 141). Ya no importa a través de qué medios, si artificiales o naturales, ni de qué técnicas, si pacíficas o cruentas, lo único que vale es evitar su deceso. Lo que se inaugura en ese interregno “no es simplemente otro ‘post-’, sino una nueva fase del neoliberalismo organizada en torno a unos valores y actitudes de castigo” (132). Una forma de ejercicio de la dominación que, prescindiendo de la construcción de hegemonía, opera entrelazando deuda, culpa y castigo en niveles macro y micro.
Las investigaciones de Wolfgang Streeck se inscriben en esta misma línea cuando, al periodizar las crisis del capitalismo y, luego, de la democracia, su par identifica cuatro pasajes turbulentos: del capitalismo tardío de la década de 1970, pasando por el Estado fiscal –recaudador– de la década de 1980, se llega al capitalismo neoliberal y al Estado deudor de la década de 1990 y, después, en la década de 2000, al Estado consolidador de deuda que conduce a la restricción del gasto público provocando un aumento del descontento social. Se retroalimentan entonces las tendencias iniciadas en la posguerra: mayor desigualdad, descenso del crecimiento y acelerado aumento de la deuda. A partir de 2008 se abre el interregno que, en Streeck, evoca ese estado de incertidumbre e indeterminación que acompaña los espasmos de un neoliberalismo agónico, mórbido de tantas victorias habidas. Después del capitalismo, entropía y desorden: “algo que sería menos que una sociedad, una sociedad postsocial o un sucedáneo de sociedad” (Streeck, 2017a: 29, destacado del autor). Para este sociólogo alemán, la noción gramsciana de interregno mienta “una descomposición de la integración sistémica a escala macro, que privaría a los individuos a escala micro de estructuración social y de apoyo colectivo” (29, destacado del autor). Aquello que parece consumarse es el fin del “matrimonio de posguerra entre capitalismo y democracia”, afirma. Si bien las elecciones continúan, y el derecho a la libertad de opinión permanece, la deuda se acrecienta al ritmo que disminuye el poder soberano y se desplaza la arena del conflicto distributivo: “hacia arriba y lejos del mundo de la acción colectiva de los ciudadanos hacia centros de decisión cada vez más remotos, donde los intereses aparecen como ‘problemas’ en la jerga abstracta de los especialistas tecnocráticos” (36).
La globalización afecta la democracia porque impacta también en los imaginarios en torno a ella y, en particular, en aquellos asociados al futuro:
Durante dos décadas, la globalización como discurso dio lugar a un nuevo pensamiento único, una lógica TINA (There Is No Alternative) de la economía política para la cual la adaptación a las “demandas” de los “mercados internacionales” era buena para todos y además la única política posible (Streeck, 2017b: 39).
Aquello que demostraba resistencias adaptativas aparecía como pesado, anticuado, conservador, rígido. La democracia se oponía, así, a la agilidad de los individuos, de reacción siempre rápida, competentes y resilientes. Un régimen más flexible estaba llamado a ocupar su lugar: la gobernanza global. Cuando la democracia es percibida como obstáculo para la rentabilidad, cuando deja de ser compatible con la racionalidad capitalista neoliberal, da lugar a la posdemocracia, sugiere Streeck.
Precedida por la revolución neoliberal, la posdemocracia se inscribiría, además, en la era posfáctica que institucionaliza un tipo específico de mentira: la mentira experta, estrategia para consumar el engaño político. Se trata de todos aquellos informes elaborados por expertos del mundo de la economía, la política y las finanzas, orientados a justificar medidas de reducción de impuestos y liberalización de mercados capaces de sostener la promesa del bienestar y justicia social (Streeck, 2017b: 10). Esta era iniciaría en 2016 con el referéndum Brexit y el ascenso de Donald Trump que anuncia “el colapso de la posdemocracia y el fin de la paciencia de las masas frente a las ‘narrativas’ de una globalización que en Estados Unidos soolo había beneficiado en sus últimos años al 1 por 100 más rico de la población” (11).
La responsabilización de la globalización neoliberal del presente posdemocrático es subrayada también por Chantal Mouffe, quien, en coincidencia con Streeck, afirma que el crecimiento de los populismos de derecha contemporáneos puede explicarse por el “consenso ‘pospolítico’ establecido entre centroderecha y centroizquierda en torno a la idea de que no había alternativa al orden neoliberal” (2022: 22). En el imperio posdemocrático –financiero y oligárquico–, los dos pilares que sostienen el edificio democrático –igualdad y soberanía popular– devienen “categorías ‘zombies’”.
El trabajo invertido durante décadas en el desprestigio de las instituciones democráticas y en el deterioro de la imagen de los funcionarios políticos dio sus frutos. Una vez desmovilizadas las masas y desarticuladas las organizaciones de trabajadores, emergen las “mayorías enfurecidas”, como afirma Wendy Brown (2020). Aunque no hable de posdemocracia, su hipótesis podría sintetizarse como sigue: los elementos básicos de la democracia tienden a anularse cuando el neoliberalismo como racionalidad comienza a configurar todos los aspectos de la existencia individual, colectiva y estatal en términos económico-empresariales –emprendedurismo, autoinversión, atracción de inversionistas– (Brown, 2017: 20; también Streeck, 2017a: 134-135). Con ello, la democracia es minada desde su interior, implotada junto a los deseos que la animan. El homo œconomicus eclipsa al zoon politikon al punto de casi asfixiarlo, y todo sin que sea percibido por él. Ese es su éxito y, por paradójico que parezca, también su fracaso. La corrosión persistente de los cimientos de la democracia por parte de la termita neoliberal erosiona uno de sus fundamentos: la igualdad y la justicia social que, como indica Streeck, se opone a la justicia de mercado –basada en principios de eficacia, productividad, competitividad y en la idea de “ganadores y perdedores” legítimos–.
En 2008 se sella el inicio de una coyuntura de crisis hegemónica que no puede más que ser colmada, como señala Nancy Fraser (2019), en la estela de Gramsci, por fenómenos mórbidos. Cuando ninguna alianza emancipadora se demuestra capaz de enfrentar a los neoliberalismos progresistas ni a los populismos reaccionarios, lo que se hace es prolongar ese malestar en la democracia por parte de mayorías no siempre democráticas. En suma, antes de presentarse este interregno como ocasión propicia para una profundización del orden democrático, tal como deseara Chantal Mouffe, bajo su sombra proliferan expresiones autoritarias que asumen distintos rostros según las configuraciones nacionales en las que se inscriban. Esas emergencias de fenómenos desdemocratizadores responden a un tipo de gobernanza neoliberal (Balibar, 2013: 192-194) que instrumentaliza el conflicto exacerbándolo en ciertas zonas y suprimiéndolo en otras.
La ilusión de contrarrestar la tendencia posdemocrática a través de una cada vez mayor democratización de los medios y tecnologías de la comunicación perece. Como reconoce Crouch, la economía de internet ha creado sus propios colosos empresariales amplificando el rol político potencial de los centros de poder y riqueza del capital. Además, ha facilitado la propagación de olas de discurso de odio, de degradación del debate y difusión de noticias falsas. Y remata:
Es difícil imaginar una forma de política posdemocrática más perfecta, orquestada, detrás de la apariencia de debate y conflicto, por un pequeño número de locutores ocultos. Lo que parecía ser una tecnología de liberación y democracia acaba favoreciendo así a un puñado de individuos y grupos extremadamente ricos (Crouch, 2020: 10).
Aquello que parecía lanzarnos hacia adelante, hacia lo aún no conocido, no hace más que retrotraernos a momento predemocráticos, donde solo unos pocos ven la luz mientras las grandes mayorías se pierden en sus sombras.
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Derechos humanos, Dignidad, Igualdad, Individuación, Multitud, Narcopolítica / necropolítica, Neoliberalismo, Poscapitalismo, Posmodernidad, Secularización, Seguridad jurídica
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
ORCID: 0000-0002-5102-4147
El futuro de las humanidades es incierto. Aquel conjunto de disciplinas abocadas a aquello que sería propio del hombre –de la tradición de los studia humanitatis a las modernas sciences de l’homme, las Geisteswissenschaften o las humanities de la universidad global– atraviesa, desde hace tiempo, una crisis que parece ser ya una condición crónica. Debatida asiduamente, esta sería tanto institucional como intelectual y política. Una crisis múltiple: caída sostenida de la matrícula; recortes presupuestarios; presiones hacia la transferencia productiva y la aplicabilidad de los conocimientos; cuestionamientos activistas de las exclusiones del canon y de los supuestos racistas, eurocéntricos, patriarcales, cisheterosexistas y antropocéntricos de las teorías; fragilidad y precarización de las trayectorias profesionales; incertidumbres e insuficiencias metodológicas frente a las convulsivas transformaciones contemporáneas; privatizaciones y desmantelamientos de la educación superior; ansiedades paranoides por el remplazo automatizado y algorítmico de las competencias intelectuales de los académicos; ataques reaccionarios y gubernamentales contra los supuestos efectos disolventes, globalizantes, desnaturalizantes y perniciosos de la crítica humanística.
Aún más, si la supervivencia de la humanidad se vuelve hoy una incógnita –acechada tanto por la amenaza de la extinción y la crisis ecológica como por los efectos de una multiplicidad de intervenciones tecnocientíficas que desdibujan, en oleadas sostenidas de innovación y disrupción, el supuesto rostro familiar de lo humano– la existencia de las ciencias humanas tampoco puede sentirse asegurada.
Estado crítico crónico y generalizado, prognosis incierta: ¿algo podrá, entonces, venir después de las ciencias humanas?
Ante todo, pareciera que de lo que se trata es de asegurar, primero, un después para las ciencias humanas, su supervivencia. Desde ciertas perspectivas, hay que alegar, con retórica firme, a favor de los valores clásicos y de la investigación desinteresada de las humanidades como pilares fundamentales de una vida democrática que debe, también, ser defendida frente a renovados ataques (Nussbaum, 2010). Según otras, sería cuestión de adaptarse con resignación o júbilo: reformar planes de estudio, facultades y departamentos para construir los nichos de algún saber todavía posible; incorporar los poderes de cómputo de las nuevas tecnologías transformando la escala, los métodos y las preguntas clásicas de las humanities. De esta manera, podrán tener algún futuro respetable: se estudiará, por ejemplo, filosofía práctica para ejercer como un experto en ética de datos o en bioética farmacológica. Emergen así, con rapidez, nuevas adjetivaciones que pretenden funcionar de salvoconducto. Por ejemplo, humanidades “digitales” o humanidades “médicas”. Un futuro asegurado para las ciencias humanas que den pruebas de utilidad y rentabilidad a los sectores más dinámicos de la economía global.
Sin embargo, la tan mentada crisis de las humanidades no es solo el resultado de ataques exteriores o de presiones espurias frente a las que únicamente cabría resistir con estoica obstinación o aceptar con resignación estratégica. Su declive, lamentado o celebrado, no existe sino como parte de un presente de crisis que enfrenta a las disciplinas humanísticas con una experiencia crítica que les es también interna.
En efecto, lo humano ha sido deshecho por la dinámica de la sociedad capitalista contemporánea. Existe embridado en nuevos ensamblajes tecnomateriales y digitales que lo alienan tanto como lo abren a nuevas posibilidades de maleabilidad y combinatoria. Subsiste como aquello impugnado de forma radical por la serie de insurgencias políticas y teóricas de quienes no se adecuan al ideal normativo del hombre varón, blanco, europeo, propietario y cis-heterosexual. Por su parte, la creciente magnitud de las convulsiones ecológicas y climáticas, junto con la pandemia zoonótica de 2020, evidenció la necesidad de revisar los límites y las insuficiencias de aquellos modos de pensamiento incapaces de dar cuenta de la interdependencia material, más que humana, de toda comunidad. En definitiva, lo que se manifiesta como crisis es también la constatación de que el sujeto/objeto de las humanidades nunca fue universal ni suficiente, sino profundamente histórico, caduco, dualista y provinciano. Las humanidades son disciplinas arrojadas a esta doble crisis de lo humano como norma y del Antropoceno como época.
En este sentido, nuestro presente es ya un después: de aquellas impugnaciones antihumanistas, de esta crisis antropogénica. Habitamos un tiempo de respuestas –reactivas o afirmativas– a esos acontecimientos. Poshumanidades, entonces, sería menos el nombre de algo por venir que un modo de referir el estado actual de nuestros saberes, tironeados entre las tradiciones pasadas, las urgencias actuales y las incertezas futuras. Podría decirse de las poshumanidades aquello mismo que Rosi Braidotti (2015) afirma de lo poshumano como tal: no se trata ni de un futuro anunciado, ni de un ideal a realizar, ni de un enemigo por venir, sino de la condición misma de nuestro presente. Somos ya poshumanos; hacemos, ya, de una forma u otra, lo queramos o no, poshumanidades.
El término poshumanidades tiene, desde luego, algunos antecedentes, a fines del siglo XX y principios de este, a tono con la proliferación del prefijo post- y los paréntesis deconstructivos. Pero lo que parecía ser otro provocador juego de palabras se transforma en un término de espesor teórico creciente. Pasa a representar menos un guiño al estado de las ciencias humanas luego del posestructuralismo que el horizonte de una radical transformación de las disciplinas humanísticas en cuanto tales. Una transformación que parece implicar la disolución de las fronteras que separaban lo humano de sus otros.
Así, en su edición de 1996, las premonitorias conferencias Virtual Futures, organizadas por la Cybernetic Culture Research Unit (CCRU) de la Universidad de Warwick, se presentaban como “una conferencia en las poshumanidades” y como un “un evento antidisciplinario, cuyo objetivo es explorar la contaminación de esferas culturales previamente discretas” y el “remix de la gran narrativa del Rostro del Hombre Blanco por virus culturales afrofuturistas y ciberfeministas”. El carácter poshumano emergía tanto de estas insurgencias antihumanistas como de la creciente convergencia tecnológica y neuromédica. Esto fundaba para Plant (1996) la necesidad de un connecionismo que privilegiara las relaciones híbridas por sobre las identidades estables y atravesara los límites que demarcaban el campo de las humanidades y la pureza de sus sujetos. La emergencia ubicua de lo digital, lo cibernético y lo informacional, junto a la aceleración biotecnológica, aparecía como un vector fundamental de lo poshumano que se cifró en esa hibridez orgánico-maquínica que Donna Haraway nombró como cyborg en su célebre Manifiesto de 1985. Este devenir cyborg del sujeto parecía requerir entonces una profunda reprogramación del código de las ciencias del hombre.
Pero la hibridez del cyborg señala, sin embargo, hacia ambos lados de la mezcla. Lo poshumano no implica solo la disolución de las fronteras entre los hombres y aquellos otros extraños que estos habían fabricado –las máquinas–, sino también el desdibujamiento de los contornos que los separaban de todo aquello que era rechazado por el humanismo como menos que humano, como inhumano, como demasiado animal.
En la convergencia poshumana entre lo orgánico (Grosz, 2011) y lo cibernético (Hayles, 1999) parece postularse algo más que otro giro interno de las teorías humanísticas. Lo que se delinea es un intento, o una necesidad, de disolver las estrictas divisiones epistémicas precedentes. Esas que fundaban, precisamente, el campo mismo de las humanidades. Se trata, así, de ir no solo más allá de lo humano como norma ético-política, sino también de cruzar al otro lado de la vieja frontera que separaba las supuestas “dos culturas” de la academia occidental. El franqueamiento de estos límites implica, entonces, la puesta en cuestión de aquellos dualismos que los cimentaron: naturaleza/cultura, mente/cuerpo, materia/espíritu, animal/humano, organismo/máquina. De este ímpetu de trasvasamiento surge la acuñación, por parte de Haraway, de la noción de naturecultures [naturoculturas], o la propuesta de Bruno Latour (2012) de nuevas humanidades “científicas”, en lugar de ciencias “humanas”, atareadas con el problema de los híbridos que proliferan tras el colapso de las divisiones modernas (Latour, 2007). Aquí se ubica también la proliferación de adjetivaciones e incorporaciones de prefijos provenientes de aquel otro lado de la vieja frontera, el de las ciencias naturales y la tecnociencia: las humanidades “ambientales”, las “biohumanidades”, las “geohumanidades” y las mismas humanidades “digitales”. Es en esta encrucijada que se sitúa también el uso creciente de la noción de poshumanidades como un cierto modo de nombrar la dirección general de estos desplazamientos.
Ahora bien, en un sentido más preciso, posthumanities aparece, en inglés, como noción ligada a una constelación de autores del poshumanismo filosófico contemporáneo (Åsberg y Braidotti, 2018; Braidotti, 2015; Ferrando, 2023; Wolfe, 2010). Algunos nodos institucionales de esta red son la colección de la Minnesota University Press, Estados Unidos –dirigida por Cary Wolfe, titulada precisamente Posthumanities, lanzada en 2007 y en la que publicarán muchos nombres asociados al poshumanismo– y el centro de investigación Posthumanties Hub, de la Universidad Linköping, Suecia, fundado en 2008.
En particular, Braidotti sistematiza, en El conocimiento posthumano (2020), la noción de poshumanidades como un modo específico de diagnosticar la mentada crisis de las humanidades y como propuesta afirmativa para su reconstrucción. Se trata de una invitación a abandonar la simple defensa reactiva y la “ansiedad disciplinar” que surge de la disolución del objeto y el sujeto de las humanidades. Cartografiar la emergencia progresiva de otras ciencias, las “poshumanidades críticas”, permitiría encontrar alternativas tanto al repliegue melancólico frente a una humanidad perdida que nunca fue tan universal ni luminosa, como a la celebración acrítica, transhumanista, de una nueva humanidad llamada a superar de manera definitiva y triunfal los límites que la atan a la Tierra, a lo viviente y a su interdependencia.
Para ello, el primer paso es registrar los síntomas del escenario actual de crisis. Según Braidotti, las humanidades aparecen surcadas por una fatiga teórica, un aceleracionismo epistémico y una fuerte exuberancia transdisciplinar. La fatiga expresa un agotamiento creciente de los marcos conceptuales disponibles, asociado a una sensación de insuficiencia o impotencia para responder a las problemáticas del presente. La acelerada invención, desarrollo y dispersión de neologismos aparece como una respuesta sintomática a esta fatiga. Son intentos expansivos de asir los cambios del presente con nuevas palabras, más allá de los marcos conceptuales heredados. A través de esta aceleración, emergería una contratendencia más positiva: la profusa construcción de nuevos campos de estudios, en la intersección de diversas disciplinas, que buscan situar y embridar la necesaria invención conceptual en prácticas, sujetos y procesos centrales a la condición poshumana.
Para Braidotti, la genealogía de esta evolución puede diferenciarse en dos generaciones de studies que prefiguran, fundamentan y exigen la tarea de construcción de nuevas ciencias poshumanas.
Una primera generación habría expresado la posición de quienes encarnaban la diferencia de lo humano: las personas sexualizadas/generizadas y racializadas. Aquí pueden contarse, entre otros, los estudios de la mujer, los estudios de género, los estudios críticos raciales, poscoloniales y subalternos. Relacionada a estos proyectos transdisciplinares, Braidotti enlista toda otra serie de estudios que se concentraron en lo que podríamos llamar las mediaciones artefactuales de lo simbólico: los estudios mediales, digitales y comunicacionales, o el campo de estudios críticos de la ciencia y la tecnología, entre otros.
Una segunda generación habría cuestionado ya no solo la universalidad del hombre, sino el anthropos mismo como centro del pensamiento: los estudios críticos animales, ambientales o ecológicos. A estos se suma la prolífica expansión de lo que Braidotti nombra como “estudios inhumanos” –es decir, aquellos que se concentran en los efectos violentos, destructivos y nocivos de lo humano– junto con nuevas reformulaciones de los estudios poshumanos sobre la técnica y la tecnología.
Las poshumanidades críticas serían una síntesis de las regularidades que emergen de este conjunto de mutaciones epistémicas e invenciones transdisciplinares. En primer lugar, la común asunción de que el sujeto cognoscente no es una entidad singular, ni el homo universalis ni el anthropos, sino un ensamble de factores y agentes no solo humanos. En segundo lugar, la afirmación de una relación no jerárquica con la diversidad de lo viviente: una perspectiva zoe igualitaria. En tercer lugar, una orientación metodológica “supradisciplinar”, que se afirma en relaciones de hibridación recíproca de los discursos y los saberes más allá de las demarcaciones precedentes. Por último, un esfuerzo de conceptualización que se orienta a superar la visión desnaturalizada del orden social o de la comunidad en tanto que puramente humana-simbólica y separada de su existencia orgánica e inorgánica, para privilegiar un pensamiento de la complejidad de su imbricación material.
En la propuesta de Braidotti emerge, así, atravesando la crisis, otro futuro posible para las humanidades: aceptar afirmativamente la mutación ontológica de su sujeto/objeto y reconstruirse como campo de saber crítico sobre la base de la invención teórica y metodológica ya producida por y desde las y los otros del sujeto supuestamente universal del humanismo. Así entendidas, las poshumanidades, como lo poshumano (Wolfe, 2010), serían menos aquellos saberes que vendrían después de lo humano –el resultado de haber trascendido al fin la encarnadura viviente del hombre y sus límites– que un esfuerzo por repensarlo en cuanto parte de aquello que, en alguna medida, siempre lo precede: lo inorgánico, lo biológico, lo natural y lo animal.
Sin embargo, la noción de poshumanidades ha sido cuestionada desde el interior de los debates poshumanistas. Por un lado, Claire Colebrook (2014) advierte sobre los problemas que trae, para el pensamiento, el colapso de toda distinción y las fantasías de inmediatez “ultrahumanistas” que se esconden tras las propuestas de hibridación materialista. Por otro, la propia Haraway ha tomado distancia tanto de aquella figura cyborg del poshumano como del proyecto de las poshumanidades, ya que su recepción tendió a olvidar su costado viviente y biológico en favor de su artefactualidad y virtualidad digital. Este uso la tornaba fácilmente apropiable por el proyecto transhumanista del tecnocapitalismo. Contra ello propuso, en Seguir con el problema, el humus como figura relevo del homo –y de lo poshumano– y las “humusidades” como otro futuro posible para las ciencias. El humus, sustrato anterior a lo humano, era el nombre de aquel continuo de lo viviente desde el cual debería persistir el trabajo del pensamiento. Por eso, con la ironía que la caracteriza, escribe: “en lugar de una conferencia sobre el Futuro de las Humanidades en la Universidad de Reestructuración Capitalista, ¡imagínense una sobre el Poder de las Humusidades para un Embrollo Multiespecies Habitable!” (2020: 62, mayúsculas en el original).
Åsberg, C. y Braidotti, R. (2018). “Feminist Posthumanities: An Introduction”. En C. Åsberg y R. Braidotti (eds.), A Feminist Companion to the Posthumanities (pp. 1-22). Cham: Springer.
Braidotti, R. (2015). Lo posthumano. Barcelona: Gedisa.
— (2020). El conocimiento posthumano. Barcelona: Gedisa.
Colebrook, C. (2014). “Posthuman Humanities”. En Death of the PostHuman. Essays on Extinction. Vol. 1 (pp. 158-184). Ann Arbor: Open Humanities Press.
Ferrando, F. (2023). Posthumanismo filosófico. Madrid: Materia Oscura.
Grosz, E. (2011). Becoming Undone: Darwinian Reflections on Life, Politics, and Art. Durham: Duke University Press.
Hayles, N.K. (1999). How we became posthuman: Virtual bodies in cybernetics, literature, and informatics. Chicago: University of Chicago Press.
Haraway, D. (2020). Seguir con el problema: Generar parentesco en el Chthuluceno. Barcelona: Consonni.
Latour, B. (2007). Nunca fuimos modernos. Ensayos de antropología simétrica. Buenos Aires: Siglo XXI Editores.
— (2012). Cogitamus: Seis cartas sobre las humanidades científicas. Buenos Aires: Paidós.
Nussbaum, M. (2010). Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades. Buenos Aires: Katz.
Plant, S. (1996) “Connectionism and the Posthumanities”. En W. Chernaik, M. Deegan y A. Gibson (eds.), Beyond the book: the theory, culture, and the politics of cyberspace (pp. 43-55). Londres: Center for English Studies. University of London.
Wolfe, C. (2010). What is posthumanism? Minneapolis: Minnesota University Press.
Ambiental (crisis), Chthuluceno, Cosmopolítica, Epigenética, Feminismos, Historia natural, Humanidad / humanismo, Imagen, Individuación, Inteligencia artificial, Poshumanismo, Queer / cuír, Queer (tiempo), Tecnoceno, Transhumanismo
Universidad de Buenos Aires
Consejo Nacional de Investigaciones Científica y Técnicas
ORCID: 0000-0002-0394-3122
La cuestión del poshumanismo involucra, en primer término, el abandono de la distinción entre naturaleza y cultura, cara al humanismo, para proponer la tesis del continuum naturaleza-cultura-técnica. Frente a las divisorias dispuestas entre un mundo natural y pasivo, la idea de cultura y técnica como artificio ha sido el lugar desde el cual el hombre se ha distinguido del resto de los vivientes, afirmando una superioridad por sobre estos. En este sentido, la noción de poshumanismo habita dos tensiones del pensamiento contemporáneo. En primer lugar, el cuestionamiento de la primacía de lo humano a nivel óntico y ontológico, es decir, la tesis de la excepcionalidad humana. En segundo lugar, avanza en el desafío de pensar un ser-con-otras y ser-con-otros multiespecífico a partir de la idea de codependencia y devenir-con (Haraway, 2019), allí donde se intenta dar cuenta no solamente de la importancia de lo no humano para la supervivencia de lo humano, sino también el cuestionamiento del prisma individualista que el humanismo ha sostenido en la modernidad (Gilbert et al., 2012; Margulis y Sagan, 2000).
Tanto el giro no humano, así como también las perspectivas antihumanistas de fines de siglo XX contribuyen a pensar en un poshumanismo crítico, que defiende la importancia del corrimiento de lo humano en pos de hacer foco en lo no humano.
En cuanto al descentramiento de lo humano –posantropocentrismo– caben destacar las líneas de pensamiento que realizan simetrizaciones ontológicas, abandonando la mirada del mundo de la naturaleza clásico para pensar en otros modos de la actancia a partir de ensamblajes multiespecíficos (Latour, 2008; Tsing, 2021). La idea de “igualitarismo zoecentrado” (Braidotti, 2015) también ha sido defendida en esta línea, incluyendo a vivientes humanos y no humanos, así como también animales, bacterias, setas, etc. Los estudios etnográficos y antropológicos contemporáneos han realizado un desplazamiento significativo que suma en más de un sentido al cuestionamiento moderno occidental desde los estudios de las cosmologías amerindias (Viveiros de Castro, 2013), rompiendo con la idea de un universo unificado, del cual solo se podrían tener diferentes miradas. En este sentido, las diferencias entre vivientes no serían simplemente diferencias sobre la mirada de un mismo mundo, sino justamente la apertura hacia una cosmopolítica que busca encontrar conexiones parciales entre diferentes mundos, no traducibles ni comparables entre sí (Stengers, 1995), esto es, pluriversales (de la Cadena, 2015).
A su vez, cabe destacar el viraje que el giro tecnológico realiza a través de la noción de cyborg (Haraway, 1995), esto es, de la hibridación entre organismos y máquinas frente a una mirada protésica y compensatoria de la técnica. El cyborg rompe no solamente con los umbrales entre organismo y máquina, sino también con los de lo físico y lo no físico. No hay un origen de la naturaleza, ni una naturaleza como origen o destino. Solo prótesis contingentes que ofician de facticidad, conectan y se ensamblan de manera heterogénea y desobediente. El suplemento –técnico– no es separable de un sustrato previo, al modo de la divisoria clásica aristotélica del accidente y la sustancia. La vida y la máquina copulan en lo cyborg, deconstruyendo la simplicidad, identidad y unicidad soberana del sujeto. Vale destacar, en este sentido, el carácter simbiótico y simpoiético que atraviesa lo poshumano, junto con el necesario reajuste de escalas que este implica: el paso de lo individual a lo plural y simbiótico que renueva la pregunta por la agencia y las ilusorias ideas acerca de una autopóiesis desafectada de todo lo que no es humano. Para la mirada moderna, solo el hombre actúa. Para el poshumanismo, la agentividad es siempre plural. Inter/transespecie e interseccional. Las fronteras se desdibujan, se trascienden, se transgreden, para favorecer un pensamiento de la subjetividad desde la contaminación de lo otro –indistinguible de un sí-mismo–, no individual, simbiótica, simpoiética.26
Frente a las perspectivas transhumanistas, para el poshumanismo la finitud es central tanto en lo que concierne a nuestra condición de seres mortales, así como también en la afirmación de la contingencia de todo sentido.
Morir es parte de nuestras vidas y el individuo no sobrevive. Los ensamblajes de especies orgánicas y actores abióticos hacen historia, este es el atrevimiento al que nos invita a pensar el presente: a considerar otros modos del actuar y de la responsabilidad, alejados del pensamiento autorreferencial de lo humano y de sus migrañas solipsistas. Poner la muerte y la extinción en un terreno filosófico decisivo para pensar el presente, para narrarlo con otrxs, nos invita a cuestionar el carácter único, pasivo y ahistórico del mundo natural, caracterizaciones todas ellas que se corresponden con el aseguramiento de la ciencia moderna (Heidegger, Latour, Stengers), permitiendo considerar la historicidad y la politicidad de la naturaleza que da lugar a pluralidades de mundos y actantes multiespecies (Haraway, Latour), entre otrxs), de encuentros no eugenésicos en tiempos de catástrofes (Stengers) y perturbación (Tsing, 2021): un ser-con-otros radicalmente hospitalario.
Estos modos del ser-con-otrxs no responden a los modelos homogeneizantes de la norma, ya sea nacionalista, moderna o de otro tipo. Implican una mirada diferente sobre nuestros modos de vivir que rompen con los binarismos socioconstructivistas entre cultura y naturaleza, así como también con las perspectivas naturalistas que implican un discurso desafectado y ramificado –para decirlos con palabras de Mil Mesetas (Deleuze y Guattari, 1994)– de lo que en última instancia es el discurso de una teología política de la naturaleza. Estos modos desestabilizan lo que se presentaba como definitivo, como incuestionable.
A diferencia de la fenomenología y su insistencia con la intencionalidad, en la polifonía de los ensamblajes multiespecíficos se desarrollan pautas de coordinación no intencionales (Tsing, 2021: 46). Más aún, la interacción multiespecífica implica la complejidad de escalas y ritmos. Como señala Anna L. Tsing, en esos problemas de escala que pueden darse en el entramado de lo diverso, la unidad de análisis es el encuentro indeterminado (63).
Ferrando (2019) destaca la perspectiva no dualista presente en el poshumanismo filosófico, así como también la idea de que la cuestión de lo poshumano implica un abanico de perspectivas filosóficas entre las que incluye, por ejemplo, a los transfeminismos, a los estudios críticos animales y los estudios decoloniales, entre otros.
A partir de la teoría del actor red y de otras influencias, tales como Gilles Deleuze y Félix Guattarri, ha habido una cuantiosa serie de elaboraciones en torno a lo que se denominaron los nuevos materialismos. Estos vuelven a traer la pregunta por la facticidad y por los cuerpos y la materia desde un lugar que intenta romper con la dicotomía entre vitalismo y mecanicismo (Bennet, 2022). En un escenario postsecular, indagan sobre otras formas de pensar el encantamiento, la espiritualidad enlazada con la materia y la memoria. A diferencia de la ciencia moderna, que proyecta expansivamente, de manera lineal y progresiva, que exige por cuestiones de escala un solo marco de investigación, de abordaje metodológico y de episteme, el ser-con-otras y otros como ensamblaje multiespecie podría ser caracterizado, parafraseando a Tsing (2021) como una avalancha de historias imposible de ser apresada de modo conciso y unívoco: sus diferentes escalas no encajan netamente unas dentro de otras, sino que conducen la atención hacia geografías y tiempos que se interrumpen mutuamente.
Bennet, J. (2022). Materia Vibrante. Una ecología política de las cosas. Trad. de M. Gonnet. Buenos Aires: Caja Negra.
Braidotti, R. (2015). Lo posthumano. Trad. de J.C. Gentile Vitale. Barcelona: Gedisa.
de la Cadena, M. (2015). Earth Beings. Ecologies of Practice across Andean Worlds. Durham: Duke University Press.
Deleuze, G. y Guattari, F. (1994) [1a ed. 1980]. Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia. Valencia: Pre-textos.
Ferrando, F. (2019). Philosophical Posthumanism. Bloomsbury.
Gilbert, S.F., Sapp, J. y Tauber, A. (2012). “A Symbiotic View of Life: We Have Never Been Individuals”. The Quarterly Review of Biology, 87(4), pp. 325-341.
Haraway, D. (1995). “Manifiesto Cyborg”. En Ciencia, cyborgs y mujeres. La reinvención de la naturaleza. Trad. de M. Talenz. Madrid: Cátedra.
— (2019). Seguir con el problema. Generar parentesco en el Chthuluceno. Trad. de H. Torres. Bilbao: Consonni.
Latour, B. (2007). Nunca fuimos modernos. Ensayos sobre antropología simétrica, trad. V. Goldstein. Buenos Aires: Siglo XXI Editores.
— (2008). Reensamblar lo social. Una introducción a la teoría del actor-red. Trad. de G. Zadunaisky. Buenos Aires: Manantial.
— (2017). Cara a cara con el planeta. Una mirada sobre el cambio climático alejada de las posiciones apocalípticas. Trad. de A. Dillon. Buenos Aires: Siglo XXI Editores.
Margulis, L. y Sagan, D. (2000). What is life? Berkeley: University of California Press.
Stengers, I. (1995). L’invention des sciences modernes. París: Flammarion.
— (2017). En tiempos de catástrofes. Cómo resistir a la barbarie que viene. Trad. de V. Goldstein. Buenos Aires: Ned Ediciones.
Viveiros de Castro, E. (2013). La mirada del jaguar. Introducción al perspectivismo amerindio. Trad. de L. Tennina, A. Bracony y S. Sburlatti. Buenos Aires: Tinta Limón.
Tsing, A.L. (2021). La seta del fin del mundo. Sobre la posibilidad de vida en las ruinas capitalistas. Trad. de F.J. Ramos Mena. Madrid: Capitán Swing.
Ambiental (crisis), Capitaloceno, Chthuluceno, Cosmopolítica, Desterritorialización absoluta, Epigenética, Extinción, Imagen, Individuación, Inteligencia artificial, Naturaleza (relaciones sociales con la), Poshumanidades, Tecnoceno, Transhumanismo, Transición digital
26 En cuanto a la imposibilidad de lo individual, cabe destacar los influyentes aportes de Lynn Margulis –sus investigaciones sobre las células eucariotas y la simbiogénesis– y de Gilbert et al. (2012).
Universidad Nacional de Cuyo (profesor emérito)
ORCID: 0000-0002-5642-2494
La categoría posmodernidad alude a un debate muy intenso que se dio hacia finales del siglo XX a nivel de la filosofía y las ciencias sociales en el ámbito europeo y también en el latinoamericano. Si bien actualmente es un término poco utilizado, sigue vigente si atendemos a dos situaciones: la activa crítica a la modernidad que se da en el ámbito académico latinoamericano, especialmente a través de las posiciones decoloniales, y la hipótesis de que se ha dejado de hablar sobre lo posmoderno por la incorporación de sus condiciones al habitus cultural de la época, no porque su ejercicio haya caducado.
Lo posmoderno estaba constituido desde la década de 1960 como un estilo arquitectónico, en el cual predominaba la mezcla irreverente y paródica de componentes de épocas diversas: columnatas griegas con paredes de vidrio, por ejemplo. Con ello se aludía a cierta irrelevancia de la noción moderna del tiempo, entendida como lineal y ascendente: se podría “progresar” hacia lo griego, pero no en una inversión simple de lo futuro hacia lo pasado, sino como una asunción de que el tiempo no es condición siempre superadora, en contra de lo sostenido por la modernidad hegemónica.
Hacia 1980, el francés Jean-Francois Lyotard incorporó la expresión en el título de un libro en el que hacía un informe sobre la situación de la ciencia en aquel momento, originalmente encargado por el gobierno canadiense. Hablar de La condición posmoderna (1987) fue una novedad y un enorme acierto, por su impacto en la apertura de un debate inédito. Para el autor, la ciencia ya había transformado su legitimación desde la verdad epistémica hasta la eficacia tecnológica, y el sostén del tejido social ya no se basaría en los héroes de la libertad, dado que se había dejado de creer en los “grandes relatos” emancipatorios de la modernidad, ya sea los del progreso o los de la revolución.
El éxito de la apelación fue inmediato, pues sin dudas asumía conceptualmente un “espíritu de época”: el final del ciclo revolucionario era ya evidente en Europa, junto a la entonces llamada “crisis del marxismo”, la descreencia en un futuro redentor se hacía mayoritaria. Textos como los de Jean Baudrillard (1988) se hacían reinterpretables dentro de una teoría general: la vida desustancializada, la pérdida de gravedad, la parodia interminable y la imposibilidad de anclar en alguna ética con pretensiones universalistas.
Los racionalismos cientificistas salieron a responder airadamente a esta postura, y también lo hicieron otras apuestas más matizadas en favor de la racionalidad, tal es el caso de Jürgen Habermas (1989). Desde estas posiciones se buscaba retomar la propuesta emancipatoria de la razón moderna a la que se entendía lesionada por el posmodernismo, interpretado como “irracionalista”. Esta propuesta conllevó tres equívocos: 1) el supuesto de que se trataba de un debate intrateórico: si había “mejores razones” para dar, lo posmoderno sería derrotado, como si no configurara en realidad un “piso cultural” cuya afirmación es ajena al mundo académico; 2) la incomprensión de que no toda constatación de la existencia del suelo cultural posmoderno implicaría una defensa de este; y 3) el hecho de que Habermas haya dedicado sus críticas especialmente a autores posestructuralistas –Foucault, Derrida–, los cuales, en estricto sentido, no podían considerarse como posmodernos.
Notoriamente, lo posmoderno se proponía como un “rebasamiento” de lo moderno, según lo planteó Gianni Vattimo. No se trataba de una “superación dialéctica”, sino de una especie de inversión de los efectos de sentido, en cuanto el avance tecnológico continúa en lo posmoderno. Notoriamente, por el prefijo post-, lo posmoderno es posterior a lo moderno, y en ese sentido marca la condición histórica de un gran avance tecnológico como su horizonte de posibilidad. Ello significa que las apelaciones de autores posmodernos –Lyotard, Rorty, Vattimo, Lipovetski, Baudrillard– a obras como las de Nietzsche y Heidegger no podrían entenderse si estos últimos hubieran sido autores “posmodernos avant la lettre”, por lo que deben asumirse como antecedentes críticos de la modernidad, al interior del espacio epocal y cultural de la misma.
A su vez, la confusión de posmodernistas con posestructuralistas pudo ser clave para la aparición de la noción de modernidad negativa (Follari, 1990). Los posestructuralistas también apelaban al ataque a la totalidad, al rescate del fragmento y la diferencia, y a los antecedentes nietzscheanos y heideggerianos. Por ello la confusión. Pero eran aún autores críticos, que proponían otro mundo posible –crítica al poder, de Foucault; sociedades de control, de Deleuze; fin de la metafísica derridiano–. En cambio, para los posmodernistas, la modernidad estaba consumada, y sus potencialidades, agotadas: de ahí que buscaran internarse en el presente como “destino necesario” en su contingencia y provisoriedad.
Por su parte, la modernidad fue “la época de la imagen del mundo” (Heidegger, 1960), es decir, del mundo puesto como imagen, como objeto de conocimiento: ese lugar en el cual el sujeto no estaría más que como espectador. Por eso la exacerbación de la duda cognoscitiva a través de Descartes, con el cual se va configurando el paso hacia la ciencia moderna: desde la “sustancia”, lo que las cosas son se pasó a las causas, cómo las cosas funcionan. De allí el fuerte sesgo subjetivista de lo moderno: es conocer las cosas no por sí mismas, sino en cuanto a la posibilidad de su uso científico-técnico.
Esta asunción de la condición prometeica es lo propiamente moderno: la exacerbación de la razón en su versión de razón instrumental; y cuando es razón teórica, orientada en última instancia por la posibilidad del uso.
Es conocido lo que esto conllevaría inevitablemente: que lo afectivo, lo volitivo no instrumental, lo erótico, lo artístico, fueran sistemáticamente secundarizados en esta época surgida aproximadamente en los siglos XVI y XVII. Modernidad en importante medida superpuesta con el capitalismo, pero no del todo: una sociedad industrial avanzada, como fue la soviética, sin dudas que era rotundamente moderna en su exaltación de la industria, la razón y el progreso, y ciertamente, solo interpretaciones aisladas tildarían a esa sociedad de “capitalista”. Desde este punto de vista, Marx mismo es un autor fuertemente moderno, por más que su apelación a refutar el idealismo y a terrenalizarse en lo material pueda entenderse como un giro superador del “cognitivismo” propio de lo moderno.
Sin dudas que la modernidad fue una ruptura enorme con la mentalidad previa: también la noción de “individuo” se le debe, ya que la libertad individual y los derechos personales son, en gran medida, hijos de lo que se plasma en la Revolución francesa, con cierto antecedente en la revolución inglesa un siglo anterior.
Se combinaron varios procesos, cada uno de ellos con enorme peso propio: 1) el Renacimiento, que volvió a atender lo humano por sobre la devoción y obediencia religiosas típicas de la Edad Media –siglo XV–; 2) la Reforma protestante, que puso al individuo en soledad frente a Dios –siglo XVI–; 3) la conquista colonial y violenta de América, que proveyó material para la acumulación originaria y permitió el despliegue de la España católica desde el actual México hacia el sur –1492 hasta guerras de la independencia–; 4) la revolución científica, iniciada con el giro copernicano y consolidada con Newton –siglos XVII y XVIII–; 5) el giro hacia lo epistémico/subjetivo en la filosofía, con la obra de René Descartes –siglo XVII–.
Todo esto confluyó en la modernidad como promesa de emancipación por vía de la razón, del conocimiento y el progreso. Es precisamente la noción de “progreso” la que fue desplazada en la cultura posmoderna.
Aunque no todo fue racionalismo cientificista en la configuración de la modernidad, pues es inevitable que todo polo positivo genere sus negaciones. De tal modo, siempre existió, al interior de la modernidad misma, el germen de su negación: esa modernidad negativa fue siempre subordinada, pero no dejó de expresarse.
En el campo de la filosofía, frente a Descartes estuvo Pascal, que abogaba por el hombre como “caña pensante”. Poco después apareció Spinoza, quien no apeló al sujeto consciente que luego sostendría Hegel y denostó las pasiones tristes reivindicando el deseo. A medida que la imposición histórica de la razón instrumental se fue agudizando, la “protesta teórica” en su contra –como forma conceptual del movimiento histórico real– se fue volviendo más marcada.
Hegel pudo ser equívoco al respecto, pues al racionalizar la historia toda incluyó allí lo no racional, la “conciencia infeliz”, por ejemplo. En cualquier caso, Kierkegaard y Nietzsche protestarían contra ese racionalismo absoluto de alguna manera presente también en Marx, un hijo “desviado” de la tradición hegeliana.
En ese camino se profundizaría el antirracionalismo en Heidegger, luego en la Escuela de Frankfurt –donde aún se apostaba por la razón dialéctica revolucionaria–, después en el existencialismo sartreano y la apelación al absurdo y, finalmente, en el deconstruccionismo radical del posestructuralismo, sobre todo en la versión de Deleuze-Guattari. El antirracionalismo se haría más belicoso y diaspórico, en respuesta a la racionalización crecientemente asfixiante del mundo de la vida.
El arte había expresado esta situación con anterioridad a la filosofía y al pensamiento social: el modernismo fue así una negación de la modernidad hegemónica, sobre todo a partir de las vanguardias y su fuerte crítica a la noción de representación –crítica epistémica con fuertes resonancias políticas–.
En América Latina hay quienes sostienen –caso Enrique Dussel y, de otro modo, la postura actual de Santiago Castro-Gómez– la existencia de una transmodernidad que, al menos en el caso de Dussel, se supone que supera conceptualmente lo posmoderno y lo vuelve irrelevante (Dussel, 2018). Puede criticarse esta pretensión del autor radicado en México, en tanto él se plantea lo transmoderno como proyecto histórico en construcción, mientras lo posmoderno se constituye como una situación en acto, lo que hace que no resulten incompatibles ni necesariamente excluyentes entre sí (Follari, 2021).
Pero esta es una discusión de la segunda década del siglo XXI, y no fue la que se dio cuando se debatió la cuestión moderno/posmoderno en las décadas de 1980 y 1990. Por entonces, hubo reacciones diversas. Se diría que en teoría social predominaron las posiciones que entendieron que se estaba ante un debate claramente eurocéntrico, ajeno a la realidad de Latinoamérica. Aquí no se habría cumplido en ningún momento con la modernidad, de modo tal que resultaría imposible asumir una superación como sería la de lo posmoderno. Fue diferente la recepción en los teóricos de la cultura –Nelly Richard, Néstor García Canclini, Jesús Martín-Barbero, Mabel Moraña–, quienes entendieron que la “cultura del pastiche” y de la mezcla, propia de lo posmoderno, se relacionaba con los modos del barroco latinoamericano y, especialmente, con lo que el autor argentino denominó “culturas híbridas” (García Canclini, 1990).
De tal manera, si bien no encontramos una teorización estricta de estos autores en relación con lo posmoderno –algo no central a sus planteos–, ellos dieron lugar a una muy valiosa serie de descripciones de los modos sincréticos de las culturas del subcontinente, que difícilmente pudieran tomarse por exclusivamente “modernas”, pero que habían pasado por el matiz del mercado, de la modernización y la urbanización.
En cuanto al rechazo que se hacía desde la teoría social, cabe destacar que la fragmentación de la subjetividad propia de lo posmoderno se da fundamentalmente en la mezcla/superposición de temporalidades, la cual aparece mucho más en Latinoamérica, con sus ciudades abigarradas, que en Europa.
Hoy casi no se habla de posmodernidad, ni siquiera en el Viejo Continente. Ello hace pensar que la categoría ha perdido todo valor de designación respecto de algún fenómeno que estuviera acaeciendo o de alguna condición que resultara relevante. Hay quienes tenemos una percepción diferente: creemos que las condiciones de la subjetividad posmoderna se hacen invisibles porque se han impuesto. Autores posteriores a los de aquel debate, como Zygmunt Bauman o Byung-Chul Han, refieren a fenómenos de la actual sociedad de masas que tienen fuerte relación con lo que se planteó a finales del siglo XX, aun cuando no aludan explícitamente al término posmodernidad.
Los fenómenos a los que se aludió con la actual fragmentación de la subjetividad “fuerte” de la modernidad no son menores y se han agudizado exponencialmente con las tecnologías de la información y la comunicación, especialmente con los iPhone, los celulares inteligentes. La “virtualización” del mundo –agudizada con la pandemia de COVID-19– es hoy más marcada que en la década de 1990. El fenómeno cultural y político de la posverdad es de fuerte peso en la actualidad y se afianza sobre el uso unilateral de los medios de comunicación y de las redes sociales.
Estamos asistiendo a una “posmodernidad recargada”, que sería torpe no atender debidamente desde el punto de vista teórico. Seguir apostando por el sujeto centrado y comprometido de mediados del siglo XX es condenar al fracaso cualquier emprendimiento cultural, así como cualquier intento de composición de la conciencia política de nuestra época.
En consecuencia, es imprescindible despejar el preconcepto de que no atendemos lo posmoderno porque no compartimos sus valores: algo así como rechazar la realidad, si ella no se parece a nuestras expectativas. Reconocer la condición de la conciencia contemporánea que permite la posverdad no significa aceptar este lamentable fenómeno, sino estudiar cuáles son sus condiciones de posibilidad, único modo de enfrentar a las nuevas derechas ideológicas que rehúyen el debate conceptual y apelan a la sensibilidad más inmediata de los afectos para producir su interpelación política.
Baudrillard, J. (1988). El otro por sí mismo. Barcelona: Anagrama.
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Descolonialidad, Emancipación, Imagen, Individuación, Secularización, Tiempo (Heidegger), Tiempo (Nietzsche), Transmodernidad
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
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Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
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En Argentina, los estudios sobre la enseñanza inscriptos en el campo de la didáctica se asentaron sobre la tradición normativa constitutiva de la disciplina. Doctrinas, técnicas, métodos generales y específicos, estrategias de enseñanza fueron –entre otros temas– los intereses prioritarios que concentraron la producción de conocimiento en el campo durante más de un siglo. Sin embargo, en las últimas cuatro décadas, estos aspectos vieron debilitarse su caudal teórico al tiempo que ganó presencia un conjunto de trabajos que recogen aportes metodológicos y conceptuales de las ciencias humanas y sociales para definir a las “prácticas de enseñanza” como prácticas sociales e inaugurar así un nuevo paradigma de tipo hermenéutico crítico.
En la actualidad, una amplia y diversa gama de autoras y autores sostiene que las prácticas de enseñanza situadas en los contextos socio-históricos en las que se producen son el objeto de estudio de la didáctica. Las consideraciones que devienen de esta concepción implican el reconocimiento de una disciplina renovada, que elabora teorías sobre prácticas. Esta posición es clave, ya que difiere de las producciones tanto de conocimiento didáctico doctrinal como de las de carácter técnico e instrumental, constitutivas de este campo del saber. Ambos corpus de teorías fueron relevantes en la forja de la identidad fundacional de la disciplina para ser luego superados por una importante producción de conocimiento didáctico basado en los significados producidos en las intervenciones de enseñanza (Camilloni, 1994).
De este modo, la referencia a las prácticas de enseñanza no puede hacerse sin comprenderlas como un tipo específico de práctica social. Son varias las referencias a la idea de enseñanza entendida como una intervención social (Camilloni, 1996; Davini, 2008; Edelstein 2011), como una intervención intencionada en el campo de las prácticas sociales. Se trata de una intervención que se da, a la vez, en dos sentidos simultáneos: al enseñar se interviene en las prácticas sociales tanto como en los sujetos sociales, en las percepciones que éstos tienen de la realidad, en los saberes y discursos que definen sus interacciones y ello, a la vez, implica y modifica a todos los sujetos comprendidos en esa relación. Este punto de vista se sostiene considerando que al enseñar se propone un lugar para el/la agente en el espacio/tiempo en el cual se mueve y también construye una prospectiva de su propio futuro.
A los efectos de especificar el tipo de intervención de la cual se trata, se puede considerar esta noción de prácticas de enseñanza como una intervención intencional desde el conocimiento en el mundo de esas otras y otros se constituyen como estudiantes en los sistemas escolarizados (Steiman, 2018). Esto significa que esas intervenciones no se dan en el mundo de las intervenciones personales, sino en el de las prácticas sociales, entendidas desde los aportes de Pierre Bourdieu.
Desde esta concepción, para la comprensión de las prácticas de enseñanza no sirven las miradas uniformes, ni las certezas rotundas, ni los perfiles definidos, ya que, en este sentido, se inscriben en el mundo de lo diverso, de lo particular y de lo casuístico, tanto del contacto cara a cara como del contacto mediado por tecnologías con apoyos de recursos materiales o por las derivaciones de la inteligencia artificial o la realidad virtual entre tantas otras.
A su vez, son prácticas que se concretan en el interior de las instituciones educativas, son parte de lo escolarizado. La dimensión de la institución educativa cobra aquí importancia. Si bien la configuración que una determinada institución realiza en torno a esas prácticas forma parte del universo de lo particular, las manifestaciones del habitus escolar se presentan generalizadas como parte de las prácticas sociales que requieren ser consideradas al momento de su interpretación. Las prácticas de los sujetos que intervienen en una situación didáctica son parte de las prácticas sociales escolares de una institución particular en un momento sociohistórico determinado (Barco, 1989).
Si bien la enseñanza se construye sobre la base de una fuerte carga de tradición, su sentido siempre supone una proyección al futuro que se presenta con gran nivel de incertidumbre. Se enseña para que las infancias y juventudes se inserten activamente en el ejercicio de su ciudadanía y para que las juventudes y las personas adultas lo hagan en el mundo del trabajo o continúen estudios de nivel superior. Pero, paradójicamente, no sólo no conocemos los desafíos al ejercicio de una ciudadanía responsable, democrática y solidaria y de trabajo ético, con justicia social y en pos del bien común en el futuro inmediato, sino que desconocemos las formas de enseñar que les serían apropiadas. Hoy, una vez más y como ya lo ha sido para otras generaciones, el presente nos provoca con sus nuevos descubrimientos. En nuestro contexto contemporáneo, las tecnologías generativas, la realidad aumentada, la realidad virtual, la inteligencia artificial, los grandes modelos de lenguaje (LLM) se presentan como mediadores privilegiados para cualificar las prácticas de enseñanza y hay quienes sostienen que podrían reemplazar la intervención humana del enseñar.
Hay algunas notas distintivas acerca de las prácticas de enseñanza que plantearon diversos autores; tomando a algunos es posible identificar ciertas categorías teóricas definitorias, aunque variables en el futuro próximo:
a) En tanto se consideran como una intervención dirigida, adquieren la constitución de ser una actividad intencional de transmisión cultural (Davini, 2008), que incluye como rasgo central el compromiso de dos personas, una que tiene un dominio más amplio de ciertos conocimientos y habilidades y otra que posee un dominio menor de los mismos (Fenstermacher, 1989), lo cual genera, necesariamente, una situación de asimetría inicial (Feldman, 2004), en tanto son justamente esos conocimientos y habilidades la razón de la interacción;
b) Se trata de prácticas contextualizadas, no sólo con referencia a un espacio en particular sino y, sobre todo, a un campo, un contexto cultural que incluye nociones, supuestos previos, expectativas y todas aquello que no solo influye en la actividad sino también en cómo la determinan e interpretan los actores sociales vinculados (Jackson, 2002);
c) Son prácticas reguladas (Feldman, 2010) por concretarse al interior de los sistemas educativos cuyo control corresponde al Estado y cuya finalidad explícita es garantizar la apropiación de un conjunto de saberes preestablecidos por las comunidades intervinientes, aunque, como actividad práctica, esto solo se pueda traducir en un intento de favorecer los aprendizajes, ya que el hecho de que un docente enseñen no significa necesariamente que un alumno aprenda (Gvirtz & Palamidessi, 1998; Basabé & Cols, 2007);
d) Expresan entrecruzamientos de cuestiones de distinto orden (Edelstein & Coria, 1995): epistemológicas, políticas, sociales, ideológicas, éticas y, por ello, adoptan diversos modos de manifestación según qué es aquello que entra en juego, componiendo un complejo proceso de mediaciones (Edelstein, 2002a) de los agentes entre sí, de los agentes y el conocimiento, de los agentes y la institución, de los agentes y otros agentes y, en tanto práctica social, producen conflictos y contradicciones;
e) Obedecen a una lógica que las define y otorga una singularidad, no subsumible a la lógica teórica que intenta explicarla (Edelstein & Coria, 2002);
f) Se desarrollan en el tiempo y por ello son irreversibles; se trata, empero, de un tiempo no lineal, con un ritmo particular que sucede según la acción que se lleva a cabo (Bernatené, 2022);
g) Suponen un tipo de mediación pedagógica (Davini, 2015), donde quien enseña no es centro de la práctica sino un mediador entre las intenciones educativas, los contenidos que se enseñan y las características de los sujetos;
h) Adquieren forma de propuesta singular, aunque exceden lo individual si se considera su inscripción como un tipo de práctica social configurada por habitus compartidos que se traducen en acciones repetibles y recurrentes (Remedi et al., 1988);
i) Se concretan con apoyaturas tecnológicas, productos medios o materiales tanto creados especialmente para el trabajo en el aula como por fuera del sistema escolar y para otros fines (Litwin, 2008);
j) Implican, explícita o implícitamente, algún tipo de racionalidad (Edelstein, 2002), una manera peculiar de pararse frente al mundo, de concebir lo social, de explicar e intervenir en el mundo;
k) Están imbuidas de incertidumbre, vaguedad y ambigüedad y suponen la aprehensión del mundo social regido fuertemente por el sentido práctico (Edelstein & Coria, 2002), así como asumen la inmediatez de los acontecimientos, el aislamiento con que se ejecuta la tarea y la ilusión de la atención a la individualidad (Remedi et al., 1988);
l) Presuponen un posicionamiento epistemológico que hace que las y los docentes estructuren los campos de conocimiento de una manera particular y realicen recortes disciplinarios de modo personal, fruto de sus propias historias, perspectivas y también limitaciones (Litwin, 1996);
m) Se inscriben en el tipo de prácticas que promueven lo humano y construyen humanidad (Meirieu, 2001).
Atendiendo a estas características, las prácticas de enseñanza requieren ineludiblemente de un proceso de elección y deliberación sobre su sentido ya que están regidas por fines éticos que implican la búsqueda del bien del ser humano. Así como el devenir de esta práctica lo ha demostrado, el futuro demandará con más fuerza que las prioridades sean establecidas por la intención humana del buen obrar ya que las decisiones de quienes enseñan contribuirán significativamente a la construcción de una sociedad más justa y democrática.
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Alfabetización digital, Educación biosocial, Educación de plataforma, Educación para el desarrollo, Educar / educaere, Infancia, Juventud, No conocimiento, Reproducción, Transición digital, Universidad
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Presentismo es un concepto que ha ganado popularidad en el ámbito de la historia y de la teoría de la historia a partir de la publicación original en 2003 del libro de François Hartog, Regímenes de historicidad. Presentismo y experiencias del tiempo (2007). Sin embargo, no es una palabra inventada por este autor. Circulaba desde mucho antes entre los historiadores y, también, entre los estudiosos de la filosofía del tiempo y de la psicología.
Un año antes de la publicación de Regímenes, en 2002, la entonces presidente de la American Historical Association, Lynn Hunt, publicó una entrada en Perspectives of History titulada “Against Presentism”. El texto distingue los dos sentidos más comunes del término hasta ese entonces entre los historiadores: la tendencia a interpretar el pasado en términos del presente y la focalización de su quehacer en los asuntos contemporáneos. De acuerdo con Hunt, para evitar caer en anacronismos y en la autocomplacencia que supone el “sentirnos superiores” a los actores del pasado, y para eludir el riesgo de que la historia se convierta en una sección de la sociología o el periodismo, el historiador debía evitar ambas formas de presentismo.
Casi veinte años después, David Armitage (2022) escribió un capítulo, “In defence of presentism”, que dialoga directamente con el artículo de Hunt. Para él, la gran dispersión semántica del término explica los malos entendidos entre los historiadores. Así, distingue el “presentismo teleológico o ideológico” –enfatizar ciertos aspectos del pasado en aras de la ratificación o glorificación del presente– del “presentismo perspectivo” –la tendencia, también reconocida por Hunt, que tienen ciertos historiadores a limitar sus estudios e investigaciones a cuestiones del presente–. Por último, menciona el presentismo tal como lo entiende Hartog: como un “régimen de historicidad”. Sostiene Armitage que las connotaciones negativas que el vocablo presentismo tiene entre los historiadores se explican por el desconocimiento de los alcances que este concepto posee en otras ramas del conocimiento: filosofía, psicología, historia de las ciencias. En estas disciplinas, diferentes acepciones del término –motivacional, normativa, descriptiva, entre otras– alcanzan connotaciones positivas. Para él, los historiadores están “entrenados” para rechazar el presentismo, desconociendo la dimensión ética que posee para el ejercicio de la profesión: la historia solo tiene significado si la escribimos para los vivos.
El concepto presentismo ha sido usado de tantas y equívocas maneras en el ámbito de la historia y de la teoría de la historia, que Chris Lorenz (2019) se siente fastidiado cuando el término es atribuido casi exclusivamente al análisis que hace Hartog en Regímenes. Si bien reconoce que Hartog jugó un importante papel para la difusión de lo que él denomina “espectro del presentismo”, deja bien en claro que Hartog “no inventó o descubrió la palabra presentismo, tal como a veces él parece sugerirlo” (23). En una nota al pie de su capítulo hace una breve referencia a varios de los antecedentes de su uso, entre los que incluye algunos de los mencionados anteriormente.
Cuando Hartog desarrolló el concepto en Regímenes ignoró los usos previos. Solamente mencionó como antecedentes: 1) un escrito propio de 1995, en el que se había referido al concepto presentismo relacionándolo con el de “regímenes de historicidad”; 2) otros textos que describen el presente que se estaría transitando como “autárquico”, “perpetuo”, etc.; y 3) un trabajo de George Stocking, solo para aclarar que el sentido que él ahora estaba proponiendo era más amplio que el “casi técnico” de Stocking.
Esta omisión de Hartog provoca la irritación de Lorenz. Sin embargo, no cabe atribuirla a la ignorancia del primero ni tampoco a la pretensión de arrogarse la invención de la palabra, como acaso sugiere el segundo. La clave parece residir en que Hartog busca destacar que el alcance que él quiere darle a la palabra no es ya metodológico ni epistemológico. En efecto, en Regímenes, el concepto da cuenta de una “condición histórica” por la que estarían atravesando las culturas occidentales y occidentalizadas.
En su artículo de 1995, Hartog sostenía que Francia aún atravesaba “la ola memorial”: Pierre Nora acababa de publicar Les Lieux de Mémoire (1984-1992) y, de acuerdo con Hartog, dicha obra, situada “a un lado y al otro” de la gran brecha que se produjo en 1989, se interrogaba sobre la relación con el tiempo; al pasar, Hartog señaló que el concepto “regímenes de historicidad” servía para dar cuenta de la “experiencia” del tiempo, expresaba un “orden” del tiempo.
El concepto de “regímenes” había sido acuñado por Hartog en ocasión de una nota crítica a una conferencia de Marshall Sahlins (Hartog, 1983). En 1993 volvió sobre él, en un texto elaborado junto al antropólogo Gérard Lenclud, para definirlo como “el tipo de relación que toda sociedad tiene con su pasado […] [y que] refiere a la modalidad de una autoconciencia temporal de una comunidad humana”.
En el artículo de 1995, Hartog se refiere al “régimen de historicidad moderno”, que se extendería desde 1789 hasta 1989. Retomando formulaciones de Reinhart Koselleck, adelanta que la caída del muro de Berlín marcó el “fin” del régimen moderno, aunque también señala que ningún régimen de historicidad se encuentra “en estado puro”. Es precisamente allí donde introduce el concepto de presentismo: un régimen temporal en el cual el futuro ha dejado lugar al presente, un presente que “es su propio horizonte” y que “se historiza a sí mismo” una vez que ocurre. Denominado así por contraposición al futurismo, el presentismo supone, en Hartog, una profunda puesta en cuestión del régimen de historicidad moderno: el futuro, el progreso y las ideologías han perdido su fuerza de conexión.
Así, en “Temps at histoire”, de 1995, se delinean los ejes teóricos que Hartog desarrollaría, casi una década después, en Regímenes. Sin embargo, un aspecto importante distingue a estos dos trabajos. En 1995, Hartog pensaba que ese orden presentista se podría “revertir”: “Uno de los problemas que nos demanda el hoy es restablecer una circulación entre el presente y el pasado, pero también con el futuro, sin abandonarnos a la tiranía de ninguno de los tres”. Por el contrario, en 2003, constataría un orden temporal presentista ya totalmente instalado, sin espacio para tematizar su reversión o reorientación.
Futuro pasado, de Reinhart Koselleck, fue traducido al francés en 1990; sin embargo, su trabajo era conocido en Francia desde 1985 a través de Temps et Récit, de Paul Ricœur. En Hartog, las categorías de “especio de experiencia” y “horizonte de expectativas” son puestas en tensión con el concepto de “regímenes de historicidad”. Frente al carácter metahistórico y universal de las categorías de Koselleck, Hartog enfatizó la naturaleza operativa y heurística de la noción de “régimen de historicidad”. Como ha indicado Lenclud (2006), si bien Hartog se “alimenta” de la empresa de Koselleck, su programa es otro: “Koselleck espera que la semántica lo conduzca al corazón de la teoría de la historia […] Hartog espera que su noción […] sea puesta más al servicio de los historiadores y de los antropólogos”.
Si Hartog hubiese mantenido el concepto “regímenes de historicidad” dentro de los límites de los “órdenes temporales” que dan cuenta de las diversas experiencias históricas de diferentes culturas, se habría mantenido dentro de los límites de la heurística. Sin embargo, su diagnóstico según el cual nuestra experiencia actual del tiempo está, a diferencia de lo que acontecía en el régimen de historicidad moderno, comandada por el presente, le imprime al concepto una impronta ontológica (ver Lorenz, 2019).
La acepción de presentismo propuesta por Hartog fue ganando popularidad entre diferentes posibilidades invocadas para describir la experiencia histórica de las sociedades occidentales y occidentalizadas: “presencialidad” –Jean Chesneaux–, “lento presente” –Hans U. Gumbrecht–, “instantaneísmo” –Paul Virilio– y otras.
El diagnóstico de Hartog acerca de que dichas sociedades han ingresado en un “nuevo” orden temporal es ampliamente compartido. La “Introducción” del libro que Marek Tamm y Laurent Oliver publicaron en 2019 ofrece un excelente estado de la discusión acerca del presentismo y un reconocimiento a su dimensión metodológica. Aunque los autores reconocen la confusión que ha generado su uso ambiguo, rescatan su dimensión heurística y toman distancia de cualquier interpretación historicista sobre él.
Zoltán Boldizsár Simon (2019) considera que, si bien el diagnóstico de presentismo ayuda “a ganar compresión sobre la forma alterada en que las sociedades occidentales experimentan su condición histórica”, el sentido de deuda que el concepto de Hartog tiene sobre el pasado expresa una actitud escéptica que no ayuda a “abrir” el futuro. La crítica fundamental de Simon apunta en dos direcciones. En primer lugar, señala que, al tributar una concepción moderna de la historia, y al hacer foco solamente en el dominio sociopolítico, la noción de presentismo es portadora de un fuerte escepticismo. En segundo lugar, indica que, en los dominios tecnológicos y ecológicos, estamos asistiendo a un “cambio epocal”: si la sensibilidad histórica tuviese en cuenta dominios tales como la inteligencia artificial, el transhumanismo, el cambio climático, el Antropoceno, otras visiones de futuro ocuparían el centro de la agenda.
Ahora bien, ¿de qué presente se trata cuando hablamos de presentismo? Si recorremos la literatura dedicada al término, el presente, si bien es el eje central y está involucrado y presupuesto en todas las discusiones, raramente es definido; es como si hubiese un presentismo sin presente. Aun en los textos de Hartog donde la categoría adquiere un rol central, no hay ninguna definición clara al respecto. En una entrevista que el historiador Pablo Aravena (2014) le realizara en ocasión de su visita a Chile, Hartog sostuvo:
Pues, ¿qué es vivir en un régimen presentista? Que vivimos inmersos en acontecimientos que vienen uno detrás de otros pero que no tienen relación entre ellos, y lo único que se puede hacer es actuar rápido, reaccionar. Detrás de ello está la certeza de que se ha entrado en una era de catástrofes… Un terremoto, un avión que cae, una inundación, una epidemia, un accidente nuclear. Pero entre ellos no hay ningún vínculo.
Así, según Hartog: 1) vivimos inmersos en acontecimientos que vienen uno detrás de otro, y 2) entre ellos no habría ningún vínculo. La frase “vivir inmersos” presupone un concepto de presente como un tiempo externo a los acontecimientos, en el que estos suceden: el presente sería una parte actual del tiempo que es el medio absoluto, natural, externo en el que los acontecimientos “ocurren”. Esta forma de entender el tiempo –y el presente– deriva de la concepción newtoniana, que fue el marco temporal que estructuró las ciencias sociales y humanidades modernas. El tiempo es el medio en el que ocurren lo que los historiadores denominan hechos, y el presente es ese lapso de tiempo que transcurre entre el “antes” y “después”. Es una concepción que presupone una ontología sustancialista y enraizada en una noción de tiempo cronológica, lineal y universal.
¿Resiste la noción de presentismo, y el presente en ella involucrado, a dos grandes fenómenos que han impactado de lleno en las ciencias sociales y humanidades en el siglo XXI, como son el Antropoceno y, más recientemente, la pandemia del COVID-19? En lo que respecta a la pandemia, Hartog habló de “histerización presentista”; en cuanto al Antropoceno, indicó que el concepto tematiza un futuro amenazador –el final de la humanidad y de las especies–. A sus ojos, ambos fenómenos exhiben facetas del presentismo, pero no ponen a la categoría en entredicho. No obstante, parece no darse cuenta del fuerte cuestionamiento que tanto el Antropoceno como la pandemia plantean a una concepción del tiempo histórico centrada solo en “lo humano”. Los tiempos de la historia, ya sean múltiples, pasados, recientes, presentistas, futuristas, trataban siempre acerca de “nosotros”, los humanos. Categorías tales como “presentismo”, “lento presente”, “presencia”, “memoria”, “regímenes de historicidad”, “cronopolítica”, “políticas del tiempo”, por mencionar solo algunas, constituyen, en definitiva, formas de antropocronismos. Sin embargo, si concebimos al hombre como agente “geomorfológico” debemos pensar en un “nosotros” en el que estemos involucrados tanto humanos como no humanos. El desafío que el cambio climático, el Antropoceno y la pandemia presentan a la disciplina histórica es precisamente ese: los seres humanos no solo actúan y son parte del sistema Tierra, sino que lo transforman. En consecuencia, se trataría de concebir un presente, no como el medio o período temporal en el que “sucede” una serie discreta de acontecimientos, sino como el resultado de las conexiones y relaciones (Latour) que se establecen entre “actantes” (ver Tanaka, 2019). El concepto de presentismo se muestra, así, limitado a la hora de dar cuenta de este nuevo giro de la experiencia temporal.
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Aceleración/Aceleracionismo, Capitaloceno, Cero neto para 2050, Chthuluceno, Futuridad, Futuro, Futuro ominoso, Plantacionoceno, Poscapitalismo, Poshumanidades, Poshumanismo, Posmodernidad, Prospectiva, Tecnoceno, Transhumanismo
Centro de Investigación y Desarrollo Tecnológico para la Agricultura Familiar
Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0002-9221-4342
Se denomina prospectiva a una disciplina orientada a la acción, que se ocupa de producir conocimiento sobre los futuros probables, posibles y deseables, buscando aportar a la toma de decisiones en el presente, a la construcción de visiones de mediano y largo plazo y a la planificación estratégica. El término proviene de la voz francesa prospective, acuñada por Gastón Berger en 1959.
La prospectiva forma parte de un campo de estudios que en inglés se denomina futures studies o también anticipation studies. En la primera acepción inglesa se utiliza el término futuros, en plural, para dar cuenta de una epistemología abierta y plural, que no considera el futuro como algo predefinido o ya determinado, sino como un horizonte en el que es posible abrir posibilidades, justamente, por medio de su estudio. A partir de los ejercicios de prospectiva, especulando, imaginando y conociendo de manera interdisciplinaria, se puede aprender sobre el futuro y así anticiparse a lo que puede pasar, y sobre esa base, mejorar el margen de acción en el presente.
En prospectiva no se trata de adivinar o acertar sobre el porvenir, sino más bien de elucubrar, explorar e imaginar diferentes futuros posibles. Este concepto de futuro abierto y plural se plantea en contraste con otros abordajes tradicionales de la práctica científica, que tienen que ver con la previsión, los pronósticos y las predicciones. Los enfoques lineales, que proyectan el conocimiento que se tiene sobre el pasado, no se descartan en prospectiva, pero se toman como abordajes parciales que aportan en diseños más complejos, interdisciplinarios y creativos para nutrir las formas de conocer las posibilidades de futuro.
La prospectiva y el campo de los estudios del futuro son multidisciplinares. Su cuerpo conceptual se conforma con base en saberes disciplinares diversos que se conjugan a partir de los conceptos epistemológicos y fenomenológicos de la prospectiva. Como decía Gastón Berger (1964), la mirada prospectiva no es simplemente una mirada de largo plazo, es también una mirada amplia, de conjunto, que conjuga distintos saberes, y es también una mirada en profundidad, orientada a comprender los procesos multicausales que construyen las opciones de futuridad.
Para comprender el futuro, lógicamente, es necesario también comprender los procesos del pasado. En contraste con la práctica científica convencional, que se apoya en la base empírica y en los hechos pasados para conocer extrapolando tendencias, la prospectiva elabora formas alternativas para trabajar sobre la futuridad a través de la interdisciplina, la coproducción de conocimientos y el diseño de métodos para buscar imaginar los procesos futuros sobre los que aún no existen datos ni hechos. En palabras de Wendell Bell (2003), los estudios del futuro se concentran en comprender estructuras que conectan pasado, presente y futuro.
La prospectiva se ha desarrollado solo parcialmente en el terreno académico. Varios de sus principales desarrollos fueron elaborados en el marco de la práctica profesional y de consultoría, en la planificación por escenarios en grandes empresas y organizaciones, en centros e investigación aplicada y ámbitos de asistencia a la toma de decisiones –think tanks–. Su principal ámbito de desarrollo es un espacio híbrido en el que se conecta el saber con la toma de decisiones, como el de los centros especializados que se encuentran vinculados a espacios de toma de decisiones y de planificación estratégica, financiados por gobiernos, organismos multilaterales y grandes empresas. La prospectiva es utilizada y desarrollada también en el campo de la alta dirección empresarial y política y en el marco de las estrategias políticas, productivas y militares, en el campo de la geopolítica y en los trabajos de inteligencia de los Estados y organizaciones.
Diferentes escuelas con distinto grado de anclaje académico nutrieron esta disciplina. En los inicios, en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, la escuela francesa aportó los primeros marcos conceptuales y epistemológicos para trabajar sistemáticamente sobre el futuro de una manera no reduccionista ni determinista (Berger, 1964; de Jouvenel, 1966).
Estas elaboraciones iniciales dejaron la prospectiva en una posición ambigua respecto de considerarla o no una disciplina científica. No había en esta escuela una especial pretensión de hacerla una ciencia. Posteriormente, la escuela anglosajona aportó una revisión de los marcos originales y nuevos elementos para considerar científicamente las contribuciones de la prospectiva.
Entre los desarrollos académicos de la prospectiva anglosajona se encuentran las obras de Wendell Bell y Richard Slaughter, desarrolladas en una posición crítica respecto de las versiones más vulgarizadas y pragmáticas realizadas por distintos centros, organismos, consultoras y grandes empresas. Sus trabajos fueron fundamentales para profundizar en el bagaje epistemológico y crítico de la prospectiva, y le aportaron robustez con la incorporación de marcos teóricos de las ciencias sociales. Richard Slaughter (2002) cuestionó el utilitarismo de las aplicaciones dominantes de los estudios del futuro, diferenciando entre una versión vulgar de la prospectiva orientada a la difusión de visiones de futuro –la futurología– y otra orientada a la solución de problemas, propia de las organizaciones, pero sin una visión crítica ni rigurosa. Para superar estas primeras corrientes, propuso una profundización en la epistemología de los futures studies, con apertura a distintas tradiciones y formas de conocimiento y reconociendo el rol del lenguaje, el poder y los intereses.
Por su parte, el sociólogo Wendell Bell (2003) aportó marcos conceptuales de las ciencias sociales y de la epistemología, fundamentando un enfoque de realismo crítico para los estudios del futuro. Asumió que considerar una disciplina científica a los estudios del futuro implicaba abandonar la pretensión de certidumbre, al tiempo que reconoció que todo conocimiento constituye una pretensión de verdad justificada. Bell definió la prospectiva –o los estudios del futuro– como una ciencia transdisciplinaria de la acción.
Otros desarrollos interesantes de destacar desde la escuela crítica son los aportes de Eleonora Masini (1994) y de Sohail Inayatullah (1998). La primera enfatizó la dimensión humana y social de la prospectiva, ahondando también en los aspectos culturales y civilizatorios vinculados a las nociones sobre el tiempo. El segundo desarrolló un método de análisis denominado “análisis causal por capas” [Causal Layered Analysis], el cual toma elementos teóricos del posestructuralismo y de aportes teóricos no occidentales, para profundizar sobre el rol del discurso y de los mitos en la construcción de opciones de futuro.
El corpus disciplinar de la prospectiva recibió también aportes de megateorías provenientes de otros campos científicos. Desde las ciencias naturales y las ingenierías se aportaron la teoría de sistemas y marcos metodológicos, como el análisis estructural y el análisis morfológico para trabajar en enfoques semicuantitativos. Desde el campo de las ciencias empresariales o de gestión se diseñó la metodología de planificación por escenarios, con una práctica sistemática y forjando un saber acumulativo desde la experiencia, del cual se extrajeron pautas y criterios para uno de los principales métodos en el campo prospectivo. Desde las ciencias sociales, la teoría crítica aportó reflexión epistemológica sobre el empirismo y la temporalidad, sobre la base cultural y los mitos, como dimensiones subyacentes a todo discurso, científico y no científico. Por su parte, el pensamiento de la complejidad aportó elementos teóricos y prácticos para el trabajo interdisciplinario.
Dada la necesidad que tiene este campo de estudios de integrar conocimientos provenientes de distintas áreas del saber para trabajar sobre posibilidades abiertas, de explorar más allá de los datos con los que se cuentan y de estimular la imaginación colectiva, la prospectiva ha sido muy creativa en el diseño de métodos que aportan distintas cuestiones operativas. En contraste con el uso más tradicional de los métodos en las ciencias, en prospectiva no se los concibe solo como estrategias para recabar y analizar información, sino que son vistos como instancias de modulación del proceso social del pensamiento colectivo y de la interdisciplina. Los métodos en la disciplina prospectiva buscan generar dispositivos capaces de integrar conocimientos, construir un lenguaje común, motivar razonamientos multicausales, hacer emerger visiones alternativas, conducir el pensamiento interdisciplinario forjando nuevas síntesis y desnaturalizar los usos del tiempo y la temporalidad (Patrouilleau, 2022). Algunos de los principales instrumentos que se usan para generar estos procesos son la lógica de embudos, el método de escenarios, el método Delphi, el método tres horizontes, el ya mencionado análisis causal por capas, el Backcasting [“análisis retrospectivo”] o el Horizon Scanning [“escaneo del horizonte”], entre otros.
Dado que la prospectiva no tiene mucha inscripción en los principales programas académicos y universitarios, la producción de conocimiento se ha estimulado más bien desde los espacios de formación de posgrado, centros de investigación especializados y espacios editoriales. Existen en el mundo alrededor de treinta programas de maestría y doctorado orientados a la prospectiva y los estudios del futuro. Y un pequeño número de revistas especializadas a nivel internacional, que nutren buena parte de los intercambios y los desarrollos académicos. También existe un conjunto de asociaciones y redes con distinto grado de institucionalización e inserción académica, que cumplen una función de difusión de los contenidos. Además, existen algunos grupos de estudio específicos en programas disciplinares no específicos, como el grupo de estudios sobre Futures Research de la Asociación Internacional de Sociología (ISA, por sus siglas en inglés), que funciona desde los años setenta del siglo pasado.
Actualmente, algunas de las principales ramas y subdisciplinas del campo de la prospectiva son la inteligencia competitiva e inteligencia estratégica, los estudios del desarrollo y de la aceleración, el estudio de cuestiones emergentes, el análisis de impactos cruzados y de tendencias, de escenarios, la previsión, la modelación y la simulación, el estudio de las visiones de futuro, discursos y narrativas, la planificación y el pensamiento sistémico, el análisis de trayectorias y transiciones.
En América Latina, la prospectiva fue desarrollada tempranamente, a la par de los primeros impulsos de las escuelas y centros de producción internacionales. Tuvo mucha influencia la escuela francesa de prospectiva a través de la organización Futuribles y de la obra de Michel Godet (Godet y Durance, 2011). En los primeros tiempos hubo también un desarrollo innovador vinculado a la discusión sobre los modelos de desarrollo, con el ensayo y la aplicación de diferentes métodos basados en modelos matemáticos (Herrera et al., 1977; Varsavsky y Calcagno, 1971). Sin embargo, posteriormente, el campo de la prospectiva latinoamericana se vio debilitado. Exilios, desmantelamiento del pensamiento nacional en las dictaduras, neoliberalismo, endeudamiento, crisis institucionales, crisis de paradigmas críticos y falta de proyecto nacional son algunas de las razones que Lourdes Yero (1993) menciona para explicar este derrotero.
Existe también en la región una mayor distancia entre los estudios del futuro y su incorporación efectiva en procesos de intervención social y de políticas públicas. La base institucional del campo es aún débil. La dimensión del futuro no está aún demasiado presente en las ciencias sociales ni existen programas de investigación especializados. Sin embargo, viene creciendo la participación de especialistas en distintas redes regionales e internacionales y la oferta de algunos cursos y capacitaciones; en menor medida, la oferta de programas de posgrado de maestrías y doctorados; y todavía no se verifica la cristalización de espacios editoriales especializados.
En síntesis, los marcos teóricos, los recursos epistémicos y los métodos de la prospectiva demarcan un terreno y un estilo de trabajado intelectual y práctico innovador, basado en la ciencia, pero expandiendo sus horizontes hacia la práctica social, cultural, discursiva y política. Los estudios del futuro plantean una modalidad del conocer que ahonda en la historicidad, en una crítica de la linealidad temporal y del reduccionismo, además de plantear una apertura a la incertidumbre y a la producción interdisciplinaria y transdisciplinaria, haciendo dialogar saberes diversos. El campo concentra discusiones ontológicas y epistemológicas fundamentales en torno al alcance y la naturaleza del conocimiento en un contexto de incertidumbres exacerbadas.
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Adivinación, Alternativa, Futuridad, Futuro, Imaginario(s), Imaginario sociotécnico, Ucronía, Utopía / distopía, Utopía latinoamericana
Queer / cuir27
Faculdade de Ciências e Letras, Universidade Estadual Paulista
ORCID: 0000-0002-3331-1847
Universidade Estadual de Maringá
Universidade Federal de Mato Grosso
ORCID: 0000-0003-2071-3967
Universidade Estadual Paulista
Universidade Estadual de Londrina
ORCID: 0000-0002-0767-5911
Disputado y reivindicado, el término queer, de origen anglosajón, tiene en el ámbito académico una historia vinculada, sobre todo, a los estudios culturales y de género, entrelazados con los movimientos sociales por los derechos a la existencia de gays, lesbianas, travestis y transexuales sin la apelación identitaria que prevaleció en décadas anteriores. En el campo de los estudios de género y sexualidad, el término queer se ha desarrollado sobre todo en la teoría literaria, la filosofía, la antropología y la psicología, casi siempre informado por perspectivas postestructuralistas y postmodernas, con un carácter disruptivo en relación con los modelos hegemónicos de sexualidades y géneros en los países del norte global, así como con las demandas de políticas de salud y protección social, siendo el activismo contra el VIH/Sida emblemático de esta imbricación.
Lo queer emerge como contrapunto a las narrativas lineales en las que la adultez heterocisnormativa se impone a los devenires minoritarios y aparentemente desordenados de cuerpos que escapan a los lenguajes normativos sobre sexualidades y género (Anzaldúa, 2009), así como a la combinación de los criterios de madurez reproductiva combinados con la acumulación de riqueza. En el proceso de apropiación y difusión de sus usos en las universidades occidentalizadas, lo queer se vuelve presa de cierta europeización y norteamericanización a la hora de escribir su genealogía, reforzando jerarquías coloniales basadas en una historicidad demarcada desde los grandes centros urbanos y acontecimientos políticos en los que América Latina se vuelve periférica y más periféricos aún son los modos de vida nativos y afroatlánticos que cuestionan incluso los proyectos de identidades nacionales y regionales definidos por el Estado-nación (Falconi, Castellanos y Viteri, 2013). Por otro lado, los usos del término queer en el Sur Global, más que importaciones, dan lugar a versiones que tienen su propia densidad ontoepistémica y tensiones políticas (Valencia, 2015).
Cuir es uno de los términos adoptados para demarcar una crítica y una posición enunciativa situada desde una perspectiva epistémica y geopolítica que, en diálogo con saberes académicos y activistas latinoamericanos, pretende provocar desplazamientos en las dicotomías y herencias moderno-coloniales que aún atraviesan algunas versiones de lo queer (Valencia, 2015; Inácio, 2018). Más que una sustitución de términos con la atribución de un significado inequívoco a ambos, se trata de un gesto que produce una “modificación de las formas de leer la cultura y las subjetividades, desde la propuesta de romper perspectivas jerárquicas, culturalmente naturalizadas y consideradas institucionales” (Inácio, 2018: 238).
En América Latina, marcada por dictaduras militares, los estudios queer, o más específicamente los estudios cuir, están ligados a la resistencia al ultraconservadurismo en políticas de sexo y género, especialmente con el ascenso de fuerzas políticas de derecha que han intensificado las ofensivas anti-género. Basadas en el neopentecostalismo y el ultraconservadurismo, estas ofensivas han intensificado el exterminio de gays, lesbianas y transexuales, así como la censura y las sanciones contra los estudios que ponen de manifiesto las colonialidades de género y las jerarquías raciales.
Pensar el alcance de este término en las fronteras del sur del mundo, o de los países subalternizados, es también observar que lo queer ha sido objeto de diferentes reflexiones que dialogan con las epistemes contracoloniales y los estudios interseccionales, especialmente después de lo que podemos llamar los años celebratorios de la década de 1990 y principios de la década de 2000, marcados por la traducción y difusión de textos queer entre activistas y grupos de investigación.
Para Sutherland (2014), las traducciones de queer en América Latina se han materializado en lo que reconoce como intentos desesperados de afirmar prácticas en una “catedral queer”, o diferentes ejercicios léxicos cuyos “malabarismos” buscan lidiar con lo que denomina “un malestar normativo”. Sutherland (2014) se pregunta hasta qué punto, en América Latina, queer puede ser políticamente traducible y, al mismo tiempo, lo suficientemente inestable como para no perder su connotación radical. Mientras que en el norte global el debate queer se remonta a la década de 1980, en los países latinoamericanos su efervescencia tuvo lugar en la década de 1990 y más allá.
val flores (2013), al discutir el proceso de recepción/traducción de lo queer en América Latina y, en particular, el término cuir, afirma que, como sucede en toda traducción transcultural, también en este caso va teniendo lugar una especie de tráfico de saberes, impurezas y contaminaciones disciplinares. Situando la recepción de los estudios queer en Argentina, flores afirma que si, por un lado, los estudios queer fueron resistidos por los feminismos debido a su cuestionamiento radical de la noción de identidad, también hubo un borramiento y omisión de los aportes lésbicos en sus genealogías conceptuales. Además, en términos de geopolítica, la autora sostiene que sólo las producciones y prácticas de grupos localizados en Buenos Aires han sido leídas como “cuir”. Lo que flores destaca es la opacidad que produce una determinada lectura de lo queer en América Latina, dejando en las sombras producciones que no ascienden a los circuitos de difusión del capital.
Al discutir la apropiación del término queer en América Latina, la feminista dominicana Yuderkis Espinosa Miñoso (2015) afirma que una serie de autores se han centrado en este tema, enfatizando de manera casi absoluta la inadecuación del término queer en nuestros contextos y su necesaria readecuación. Sin embargo, la autora llama la atención sobre el reduccionismo de esta preocupación, haciendo hincapié en un problema pocas veces visto: el peligro de universalizar una experiencia histórica concreta.
Las políticas queer se han basado a menudo en una dicotomía entre los considerados queer y los considerados heterosexuales, de modo que todos los heterosexuales han sido representados como dominantes y todos los queer como marginados, acercándose así a dispositivos neoliberales de subjetivación y a una tendencia a la individualización de las acciones.
La priorización de la sexualidad como marcador para pensar las prácticas políticas queer se desarrolla y se acompaña de un diálogo insuficiente con las teorizaciones sobre interseccionalidad y opresiones conectadas aportadas por los feminismos negros, que permiten entender el disenso como necesariamente producido por numerosos sistemas de opresión (González, 2011).
Las jerarquías raciales se incluyen tardíamente en el cuestionamiento de las dinámicas de institucionalización queer. De este modo, a pesar de su carácter disruptivo, los estudios, investigaciones y reflexiones queer pueden reafirmar un cierto pacto narcisista de blancura que niega los efectos resultantes de la jerarquización racial. Maria Aparecida Bento (2022) define el pacto narcisista de blancura como un acuerdo no verbal que concentra privilegios entre hombres blancos heterosexuales, fortaleciendo un grupo de supuestos iguales y excluyendo a las personas marcadas racialmente como no-blancas y, por lo tanto, no pertenecientes a este grupo.
Gloria Anzaldúa, una de las primeras feministas en utilizar el término queer en un texto teórico (Rea, Amancio, 2018), señala su carácter paradójico y problemático que radica en que opera simultáneamente para “solidificar nuestras trincheras contra los intrusos” (2009: 2) y como término homogeneizador bajo el cual “se coloca a los queers de todas las razas, etnias y clases” (2009: 1). Este proceso de homogeneización refuerza la escritura de la historia queer por parte de personas blancas que viven en los grandes centros y escriben desde países geopolíticamente centrales. Es en este sentido, por ejemplo, que Stonewall está ganando protagonismo en relación a las experiencias originarias que escapan a los binarismos de sexo y género, así como el conocimiento queer producido por indígenas gays, lesbianas y transexuales que experimentan otras formas de vivir el sexo y el género, lo que está impulsando un trabajo que se basa precisamente en las conversaciones entre los estudios queer y los estudios indígenas (Driskill, Finley, Gilley, Morgensen, 2011).
Es en esta dirección que Yuderkys Espinosa Miñoso (2015) señala que el pensamiento y la política queer están vinculados a discursos producidos por élites académicas y activistas blancos. Esto se despliega para la autora en al menos tres aspectos: el lugar interesado desde el cual se produjeron ciertas perspectivas e interpretaciones; una materialidad que produce una división clásica entre el sujeto de conocimiento y el objeto de conocimiento; las múltiples formas en que las teorías postfeministas y queer han expandido y creado sus verdades sobre el sexo y el género. Estos aspectos señalados por Espinosa Miñoso demarcan el énfasis puesto por los estudios queer en la disidencia sexual y de género desligada de los procesos de colonización y de las colonialidades que trazan cuerpos abyectos desde las experiencias indígenas y afrodiaspóricas.
La razón feminista occidental, incluso desde una supuesta especificidad latinoamericana, refuerza proyectos ligados a una episteme producida por la modernidad-colonialidad que se presenta a sí misma como el punto culminante de la evolución y el desarrollo humano, marcada por pretensiones universalistas e imperialistas (Espinosa Miñoso, 2015). A contramano de un relato liberacionista de género y de las sexualidades que produce una especie de incentivo a abdicar de todos los vínculos sociales comunitarios, que son vistos como una forma de tutela en el marco del paradigma moderno, Espinosa Miñoso argumenta que “un futuro que ya fue” puede funcionar como recordatorio de otros programas y estrategias que siempre han estado presentes y que nos reconocen como seres gregarios y codependientes, especialmente desde el diálogo con los feminismos comunitarios e indígenas que problematizan las políticas de racialización y empobrecimiento que delimitan zonas de abyección y violencia. Es en este sentido que la autora llama la atención sobre la importancia de analíticas que establezcan vínculos entre la decolonialidad, el antirracismo y los estudios queer en América Latina a través de un giro “deseurocéntrico” y epistémico que preste más atención a los análisis complejos, geopolíticos y co-determinantes del género, las sexualidades, el racismo, el “capacitismo” y las colonialidades.
El acercamiento entre lo queer y las cuestiones decoloniales y contracoloniales, y consecuentemente con el debate sobre raza y clase, ha llevado a redimensionar la fragilidad del término queer como teoría (López, 2008). Según López (2008), la teoría queer se ocupa ahora de analizar las desigualdades, destacando las categorías de clase, raza, etnia, corporalidad, etc. Es una vertiente que lleva el término queer y la propuesta de una teoría queer más allá del campo de los estudios de sexualidad y género, engendrando estos temas con otras categorías analíticas más cercanas a las realidades vividas y colectivas. Se destacan los procesos históricos, sociales y simbólicos de subjetivación transversalizados e intersectados por estas categorías. A partir del diálogo entre los estudios queer con la teoría crip y el anticapacitismo, activistas y académicos vienen convocando a “lisiar lo queer” (Guedes, 2019). El diálogo entre estudios queer y decoloniales se perfila como una agenda de investigación en consolidación.
En este texto hemos buscado genealogías disidentes sobre lo queer, futurizando, temporalizando y creando tejidos de líneas de posibilidades a partir de los efectos de este término frente a las demandas de localización de grupos, colectivos y sociedades que articulan sexualidades, raza y género en sus reflexiones y proposiciones. En Brasil, los grupos de investigación y los colectivos de activistas desempeñan un papel central en la circulación y expansión de los estudios queer, así como en los diálogos con los estudios interseccionales y decoloniales que nos obligan a repensar las genealogías con vistas a resquebrajar las temporalidades progresistas de la modernidad.
Nuestra apuesta en la aproximación a los estudios queer ha ido en la dirección de rastrear genealogías posibles que aporten elementos de apoyo para reescribir el presente. Las genealogías en el sentido de Michel Foucault (1993) se centran en los saberes sometidos, analizando las condiciones políticas, sociales e históricas de posibilidad de los discursos sobre la diferencia, los otros itinerarios y las invenciones de mundos. No en vano, Espinosa Miñoso (2015), distanciándose de interpretaciones que enfatizan una suerte de pesimismo en relación con el futuro o nostalgia del pasado, afirma que “el futuro ya fue porque el proyecto que soñó la modernidad, ese basado en el dominio máximo de la técnica y la naturaleza, ya ha llegado y es éste que vivimos en el presente” (p. 18).
En el contexto latinoamericano, los futuros de lo queer/cuir se ven fisurados por los cuestionamientos planteados por epistemes y activismos contracoloniales y decoloniales. “Pasados” de queer/cuir, diferentes de los trazados por las genealogías centradas en el Norte Global, emergen y ponen en evidencia saberes y formas de vida que fueron considerados indignos de la marcha civilizatoria interpuesta por el acontecimiento de las invasiones, el saqueo y la catequización. Por otro lado, los “pasados” de queer/cuir definidos a partir de un guion europeizado no han desaparecido; al contrario, nos habitan con fuerza normativa y “espectral”. En un complejo giro ontoepistémico, el “pasado” entra en disputa y los futuros se convierten en materia de acción colectiva.
Las lecturas críticas desde estas perspectivas analizan los orígenes y efectos de los saberes y prácticas que forjan discursos sobre lo diferente. Aquí partimos de enfocar lo cuir como política y ética de las diferencias, situándolo como un concepto que está en el orden de la producción de subjetividades, y considerando sus posibles aportes a la movilización y organización colectiva en los ejes del sur del mundo.
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Alternativa, Cosmopolítica, Descolonialidad, Emancipación, Feminismos, Neologismo, Poshumanismo, Poshumanidades, Queer (tiempo)
27 Traducción a cargo de Pilar Anastasía González.
Facultad de Ciencias Sociales
Universidad Nacional de Córdoba
ORCID: 0000-0002-1135-140X
El tiempo queer cuestiona la linealidad cronológica, reproductiva, heteronormativa y capitalista que ordena estructuralmente sociedades y experiencias. No se trata de un concepto homogéneo, sino que designa un vasto conjunto de aportes devenido de la teoría queer, que tienen en común la problematización del tiempo como un marco productor de normas que distribuyen diferencialmente la inteligibilidad, la vida. El principio rector de estas normas, la heteronormatividad, produce exclusiones de otros modos de experimentar el tiempo que se vuelven difíciles sino imposibles de reconocer.
La teoría queer siempre fue una teoría sobre el tiempo y, en la misma medida, siempre será una teoría sobre el sujeto (Solana, 2015). Es importante enfatizar que las producciones conceptuales críticas derivadas de la obra de Foucault, como lo es esta teoría, ofrecieron un punto de vista epistemológico, teórico y político sobre el modo de comprender la producción de las subjetividades que desborda las reflexiones sobre la sexualidad y tiene efectos en una multiplicidad de disciplinas. De esta manera, los aportes de la teoría queer reescriben los modos de comprender las relaciones de la norma, el sujeto y el tiempo.
La teoría queer nace de un encuentro irreverente entre los estudios culturales estadounidenses y el posestructuralismo francés. Nacida de esta relación hereje entre tradiciones, por primera vez una teoría apunta a cuestionar e interpelar el funcionamiento heterosexual de la estructura social. Así, se erige como contrapunto crítico de estudios de las ciencias sociales –especialmente de estudios sociológicos gay y lésbicos– y también discute las premisas identitarias en el campo de los activismos, que fueron leídas como reproductoras de la heteronormatividad.
Ahora bien, no es posible decir qué es la teoría queer y cuál es su perímetro sin restringir y dejar algo afuera. A pesar de esta premisa, se vuelve necesario mencionar una serie de operaciones que caracterizan su heurística general y que demarcan, desde sus orígenes, un especial vínculo con la problematización de la temporalidad. Entre ellas, destacamos la relectura crítica de Freud que permite, por un lado, tomar la idea de la sexualidad –infantil– como dimensión que forma parte intrínseca de toda subjetividad, esto es, una sexualización del sujeto androcéntrico de la modernidad; por otro, la conceptualización de la doble temporalidad del trauma, esto es, la noción de que no se puede acceder a la vivencia de un hecho de modo inmediato, sin un segundo evento –el recuerdo, la memoria– que la reconstruya como tal. Este punto supone una construcción compleja de la noción de subjetividad, no determinada por hechos particulares e inscripta en su historicidad constitutiva. Si bien estos aportes fueron en parte retomados por la teoría queer, es cierto que se le han cuestionado algunas de sus dimensiones estructurales, tales como la narración lineal de las etapas del desarrollo psicosexual y la reificación misógina de la diferencia sexual que reproduce.
Otra operación que no puede leerse por separado de la lectura crítica de Freud es la recepción y reapropiación de La voluntad de saber como constitutiva de la teoría queer. Se discute la hipótesis represiva –podemos añadir teleológica– del poder, al menos en dos sentidos. En efecto, la noción productiva del poder desplaza las concepciones binarias y esencialistas que primaron durante la segunda ola feminista –categorías como patriarcado, diferencia sexual, género–; además, presenta una crítica lapidaria de las producciones LGTB+ que esbozan la libertad sexual como horizonte político por conseguir y defender teórica y políticamente.
Por último, una tercera operación es la incorporación conceptual de la noción de discurso y la heurística que el posestructuralismo provee a las ciencias sociales y humanas desde fines de la década de 1960. En franca disputa con el estructuralismo lingüístico característico de autores como Saussure, el primer Lacan y Lévi-Strauss, entre otros, el posestructuralismo discute el binarismo que organiza los sistemas de oposiciones propios de la noción de estructura, desplazando su centro –esencia– hacia un devenir relacional constante, una différance, en palabras de Jacques Derrida. A pesar de los esfuerzos construccionistas, el estructuralismo postulaba dicotomías –hombre/mujer; sexo/género; lengua/habla– en las que uno de ambos términos pertenecía “naturalmente” al centro de la estructura y los demás eran definidos por oposición y diferencia. La heurística posestructuralista va a postular que ese “centro” de la estructura no está exento de historicidad ni puede pensarse “fuera” de las relaciones de poder que allí lo sitúan, por ende, su permanencia en ese espacio es precaria y despliega una serie de operaciones de reproducción, naturalización y universalización para mantenerse en ese lugar. De esta manera, no se supone que se elimine el centro de la estructura, necesario para la inteligibilidad, sino que su referencia, aquello que funciona como núcleo naturalizado e indiscutible, sea sometido a su deconstrucción.
¿Qué hace, entonces, la teoría queer con el tiempo? El término queer ya posee una estructura temporal particular: tratándose de un insulto que ha sido resignificado para reivindicar a la comunidad agraviada con él, “el término queer evoca un pasado histórico de asociaciones previas, un futuro abierto a nuevas posibilidades y un presente incapaz de dominar los usos y abusos que éste pueda acarrear” (Solana, 2015: 6). Esta dinámica conceptual es lo que caracteriza la teoría de la performatividad de Judith Butler, que señala el carácter productivo del discurso. El discurso en su repetición siempre produce otra cosa, en la que se anuda la historia de su significado con indeterminados e irreductiblemente heterogéneos contextos de enunciación. Al decir de Foucault, lo nuevo no está en lo que se dice, sino en el acontecimiento de su retorno.
¿Qué tiene que ver la performatividad con el sujeto o, mejor dicho, cuál es el lugar y el papel del sujeto en este marco y qué tiene que ver esto con el tiempo? La teoría queer realiza una crítica a varias teorías feministas, incluidas aquellas que, con perspectivas construccionistas, plantearon el género como un sistema alejado de las consideraciones biológicas determinantes. La transformación teórica paradigmática de la teoría queer es la conceptualización según la cual nada puede haber previo al género, es decir, a los modos en los que históricamente se han construido las relaciones de género en la sociedad. De hecho, las normas sociales y culturales de género producen performativamente la idea de que hay algo previo a los derroteros de la historia y del poder, dejando anquilosada, por ejemplo, la noción de la diferencia sexual como una esencia. En este escenario, la noción de sujeto está inscripta en la misma clase de heurística conceptual: el sujeto, el hacedor, es una construcción social, una interpretación de una serie de acciones, actos performativos, que ocurren de manera repetida y que, luego, crean la idea de un sujeto soberano y homogéneo que las ha producido previamente.
Es necesario destacar que estos postulados no simplemente borran la idea de que exista un sujeto soberano; al contrario, identifican el artificio por el cual esta noción es construida como necesaria y ponen de relieve de qué manera ella tiene un funcionamiento concreto, material y eficaz en las relaciones de poder que estructuran lo social. De hecho, no se puede prescindir de la noción de sujeto ni de la noción de género, como tampoco de la noción de mujeres, como señala Judith Butler desde la articulación de ese significante con la noción de “esencialismo estratégico”. Pero lo que sí es necesario politizar son los exteriores constitutivos de esas categorías, esto es, aquellos márgenes que no son un mero afuera de las relaciones de poder, sino una exclusión que permite afirmar el centro, aquello que aparece como universal y natural. Se puede afirmar, entonces, que las normas portan un doble carácter: implican una conceptualización temporal no binaria sino aporética y compleja, porque las normas son, a la vez, muy poderosas –estables– y precarias –inestables–.
Esta idea temporal crítica de que no hay un “ser” detrás del hacer cuenta con una serie de desarrollos más extendidos en los que resuena. Nos referimos a ontologías sociales de la interdependencia, que borran o al menos vuelven más difusos los límites que la modernidad había establecido para la liberal noción del sujeto con agencia. Sin embargo, en el contexto de emergencia y expansión de la teoría queer durante la década de 1990, este tipo de acercamientos teóricos generó enormes resistencias y disputas al interior de las ciencias sociales y humanas.
Ahora bien, ¿qué operaciones nos invita a hacer la teoría queer y su crítica intrínseca a la temporalidad? Desnaturalizar la idea de que vivimos en un tiempo es una operación que no puede ser atribuida a la teoría queer de forma acabada. La temática fue objeto de varias tradiciones teóricas previas, entre ellas se destaca la teoría crítica de la escuela de Frankfurt y, posteriormente, los estudios culturales y sus conocidos cuestionamientos a las nociones de civilización, progreso y modernidad. La pertenencia a un tiempo es una norma que establece los límites de lo que puede considerarse humano, en tanto quienes no pertenecen a este, considerado “nuestro tiempo”, quedan por fuera de la inteligibilidad. Así es que el tiempo es una categoría que forma parte de las normas que distribuyen diferencialmente la vida y, por tanto, algunos “marcos” temporales resultan más estables/estabilizados que otros (Dahbar, 2022).
La linealidad del tiempo occidental es una norma imbricada con la narración de la heteronormatividad como marco cultural que administra lo aceptable, inteligible, reconocible. La noción de heterofuturibilidad (Platero, 2012) señala, justamente, la inscripción de la linealidad temporal como una norma de la heteronormatividad obligatoria, motorizada por una noción de futuro donde la heterosexualidad se proyecta linealmente –desarrollar una pareja, formar una familia–, y conseguido ese horizonte, se garantiza el orden social y sexual: la idea de tener un proyecto de futuro es indispensable para la reproducción, en todos sus sentidos. Los debates sobre el matrimonio igualitario y las adopciones son casos analíticamente relevantes: tanto la solicitud como el rechazo a esta demanda de reconocimiento legal conducen a tramas que exceden la problemática de la aceptación social y estatal de relaciones homoeróticas para pasar a disputar qué, quiénes y cómo ingresan en narraciones sobre el futuro, cómo se administran esas distribuciones de posibilidades. Aquí, heterofuturibilidad no solo se refiere a la heteronormatividad como un sistema de correlaciones entre identidades, orientaciones y prácticas y deseos que debe ser coherente para ser aceptado; además, articula este sistema con las reglas del parentesco y del orden familiar. Este modelo de privatización de la sexualidad en la familia pondera la figura “del niño” por proteger, como sinécdoque de protección de toda la sociedad, volviéndose un significante central de la protección del futuro de esa sociedad. Estas reflexiones de Platero fueron inicialmente esbozadas bajo la categoría de “futurismo reproductivo”, de Lee Edelman (2014), que sentó las bases de esta productividad teórica.
El tiempo queer invita a mirar otras operaciones que desarman la cronología: interrumpir, fluir, solapar, yuxtaponer, multiplicar temporalidades. En diferentes autoras y autores se enfatizan diversas nociones: desde configuraciones teóricas que apuestan a una idea de continuum y fluidez, derivadas de un marco deleuziano; desde una mirada más ligada a la teoría crítica, donde se encuentran propuestas que conciben diversas temporalidades como multiplicidad de capas yuxtapuestas, esto es, que conciben múltiples tiempos que habitan un tiempo. La propuesta crítica de Elizabeth Freeman (2007) conjuga conceptualmente nociones de temporalidad cíclica, simultaneidad y duración, que permiten otros modos de concebir las relaciones con el tiempo que cuestionan la “crononormatividad” del capitalismo –noción basada en la “cronobiopolítica” de Dana Luciano–. En el mismo sentido, Dinshaw et al. (2007) problematizan la linealidad proponiendo un contacto pasado-presente de las y los sujetos y los textos queer que fueron excluidos antes y ahora, lo que genera una conexión que desarma al pasado como una otredad.
Un campo de proliferación teórica que no puede separarse de los aportes de la teoría queer sobre la temporalidad son los estudios sobre afectos, signados por el llamado “giro afectivo”. Una de las premisas que atraviesa a estas producciones es la noción temporal de la norma de la promesa de la felicidad (Ahmed, 2019; Dhabhar, 2022), esto es, la narración lineal del proyecto de vida atado a una axiología de afectos positivos. De allí que tome una posición central en el debate la deconstrucción de este valor futuro, capitalista de la felicidad, y como consecuencia, la problematización de qué ocurre con los afectos “negativos” en la producción de subjetividades neoliberales. La depresión, la vergüenza, el trauma, el fracaso, se vuelven objeto de miradas que analizan las propuestas alternativas de organización temporal que producen (Berlant, 2011; Cvekovitch, 2018; Halberstam, 2018). A partir de este marco de reflexiones se han desencadenado investigaciones que centran sus preguntas de conocimiento en el nudo crítico que implican la atadura entre temporalidad, afectos, normas y sujetos, para dar cuenta de procesos sociales heterogéneos. Por ejemplo, en la investigación de Fira Chmiel (2022) sobre memoria de la infancia en el exilio, la noción de tiempo queer permite discutir la separación binaria de la voz adulta respecto de la voz infantil, para presentar una mixtura en la que la experiencia del pasado resulta indiscernible de la experiencia del presente.
Estos desarrollos apuntan al valor epistemológico que las producciones sobre el tiempo queer aportan a las investigaciones sociales y humanas aun fuera del campo propio de reflexiones sobre el género y la sexualidad, como también desde los cruces entre éstos y otros marcadores de desigualdad, como la raza y la clase. Así, se impone una tarea crítica futura pero insoslayablemente anacrónica que nos invita a impugnar las normas de la temporalidad, no solo para desentrañar las tramas género, sexualidad y afectos que atraviesan las subjetividades, además, para considerar el contorno mismo de la noción de subjetividad.
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Alternativa, Queer / cuír, Emancipación, Feminismos, Futuridad, Individuación, Neologismo, Poshumanismo, Poshumanidades
Universität Bielefeld (Alemania)
ORCID: 0000-0001-6396-4585
¿Es una tragedia o una farsa que un léxico del futuro en el año de nuestro señor 2024 incluya el término refeudalización? Hace quince años, el término habría estado completamente fuera de lugar, pero con una derecha –extrema– fortalecida en América Latina, el retorno de los discursos racistas, misóginos y clasistas, y una tendencia general a la nostalgia y al patrimonio, tiene su lugar aquí. Si bien la alusión a lo feudal fue durante mucho tiempo mal vista en el debate científico-social debido a la crítica de la nueva izquierda al modelo evolucionario del materialismo histórico defendido principalmente por los partidos comunistas, autores como Rita Segato (2016) y Olaf Kaltmeier (2018), para América Latina, y Sighard Neckel (2020), para Europa occidental, han retomado el concepto explícitamente. La obra de Thomas Piketty (2014), así como la denuncia de la desigualdad social y la aparición de una aristocracia monetaria mundial del 1% de los ricos por parte de OXFAM y Occupy Wallstreet, también han vuelto a sacar a relucir las referencias a lo neo- o refeudal. Desde los enfoques de los estudios culturales, en cambio, se discute la cuestión de la colonialidad y el medievalismo. En su diagnóstico de la época, Zygmunt Bauman acuñó el término retrotopía (2017), según el cual muchos sectores de las sociedades occidentales ven cada vez más el futuro en una visión nostálgica del pasado. Así, en los últimos años se puede encontrar multitud de nuevos conceptos que provienen del campo semántico del feudalismo, como aristocracia monetaria, ciudadela o gentrificación.
La refeudalización trasciende las nociones lineales temporales de modelos occidentales de historia. En cambio, debemos asumir un entrelazamiento de diferentes temporalidades. Mientras tanto, es difícilmente discutible que en América Latina no hubo una Edad Media histórica como en Europa occidental. Pero las cabezas de los conquistadores estaban llenas de ideas y valores medievales (Altschul, 2015: 141). Además, las referencias a la Edad Media están hechas y son así evocadas por varios actores sociales. Karl Marx vio la tendencia a la mascarada nostálgica, de tal manera que diferentes actores “conjuran ansiosamente los espíritus del pasado a su servicio” (1978: 115).
Históricamente, se pueden identificar diferentes coyunturas de refeudalización. La comparación histórica con la Gilded Age en el período comprendido entre la década de 1870 y principios del 1900 en los Estados Unidos y la actual New Gilded Age –como las instituciones financieras describen apologéticamente el mercado financiero y la emergencia de la nueva hiperriqueza impulsada por las tecnologías de la información– es emblemática (Kaltmeier, 2019). Sin embargo, gilden no significa golden. Con ironía y sarcasmo, Mark Twain y Charles Dudley Warner retrataron la idiosincrasia de su tiempo criticando la especulación económica, la corrupción política y la decadencia moral. En este sentido, resurgió entre las clases populares de los Estados Unidos, apenas llegó a ser el país más desarrollado del capitalismo moderno, un vocabulario feudal: “barones ladrones”, “esclavistas” y “señores de las fábricas” (Fraser, 2015: 6, 19) eran términos contemporáneos comunes para describir y denunciar políticamente a la nueva elite del big business.
Más allá de estas denominaciones desde las clases populares, también los científicos sociales describieron la Gilded Age en términos analíticos como feudal. En contra de la narrativa del capitalismo calvinista, identificaron un “feudalismo benévolo” o “un régimen baronal” y, en ese sentido, un sistema económico, político y social anacrónico, antiliberal, antidemocrático y antiigualitario (Zafirovski, 2007: 141). En los estudios culturales estadounidenses, este aspecto se relaciona con un retorno a las formas estéticas europeas y medievales de la Gilded Age, que se discute bajo la etiqueta de medievalismo en la cultura estadounidense (Davis, 2010).
Immanuel Wallerstein constata, para América Latina, una “aristocratización de la burguesía” en el período (1988: 101-102). De la misma manera, José Carlos Mariátegui identifica en el Perú de su época no solo rezagos feudales, sino procesos de refeudalización. Junto con las nuevas explotaciones capitalistas del guano y del salitre, se renovaron formas de “un carácter aristocrático y feudal” (2007: 14). En la misma línea, define el gamonalismo republicano como “régimen sucesor de la feudalidad” (28).
Vimos cómo, en el período entre 1860 y la Primera Guerra Mundial, había una coyuntura que podríamos definir en términos de una refeudalización del capitalismo. Actualmente, vemos mundialmente una nueva coyuntura de refeudalización del capitalismo que exploramos ahora con respecto a sus diversos elementos y dinámicas.
La primera dinámica de refeudalización se expresa en el cambio dramático de la morfología de la estructura social. La estructura de la desigualdad social se asemeja a la del período histórico del Antiguo Régimen en Europa occidental. En los albores de la Revolución francesa, los estamentos franceses se componían de un 1% a 2% de nobles, de un 1% de clero y un 97% de tercer estado (Piketty, 2014: 313 y 330), lo cual resulta en extremo similar a la estructura actual del 1% contra los 99%. La promesa democrática de la igualdad se desvanece en el proceso de refeudalización. Hay una consolidación intergeneracional de las posiciones sociales y, asociada a ello, la formación de estilos de vida distintivos. En términos weberianos, tiene más sentido hablar de estamentos sociales que de clases sociales, donde el nacimiento es más importante que los méritos. En 2014 más del 70% de los multimillonarios latinoamericanos heredó gran parte de su riqueza y de sus privilegios, lo que produjo verdaderas dinastías. Contrariamente a la ideología de mercado defendida por los neoliberales, no ha surgido una sociedad abierta regulada por la libre competencia en el mercado, sino una sociedad refeudalizada, con apropiaciones monopólicas que fortalecieron la aristocracia monetaria. Esta división social se ha intensificado durante la pandemia de COVID-19.
En el curso de las actuales tendencias de refeudalización, se pueden identificar profundos cambios en relación con las normas sociales, los valores y las identidades. Como consecuencia de la refeudalización, especialmente en los mercados financieros, puede mencionarse la erosión del principio meritocrático y el fin del “espíritu del capitalismo”, tal como lo describió Max Weber. En la actual sociedad de consumo, en la que la formación de la identidad también tiene lugar a través del consumo, el consumo de lujo, impulsado por la “comparación envidiosa”, que Thorstein Veblen ya había identificado en su obra clásica sobre la “clase ociosa” como motor social de la distinción de clases, se convierte en un indicador central para la formación de una identidad aristocrática adinerada. Por el contrario, los segmentos más bajos de la sociedad caen en una compulsión de consumo impulsada por las tarjetas de crédito, que los llevan a una nueva forma de servidumbre por deudas. Gran parte de los ingresos de los sectores populares está destinado al pago de deudas e intereses. Según las estructuras legales actuales de endeudamiento, los descendientes de las personas endeudadas pueden heredar estas deudas. En este punto, se puede identificar una tendencia a la solidificación de la estructura social basada en esta refeudal forma de servidumbre por endeudamiento.
El espacio público en el cual diferentes clases sociales se encuentran e interactúan desaparece. En su lugar, observamos el regreso del muro y la tendencia hacia la autosegregación de los ricos. Desde el muro entre México y Estados Unidos hasta la arquitectura de búnker y las comunidades cerradas –ciudadela, condominio, coto, country, etc.–, reaparece el muro como dispositivo de autoaislamiento de los ricos que evitan el contacto con los sectores populares. La tendencia se expresa también en los imaginarios urbanos. Se observa un fuerte recurso nostálgico a la estética colonial, especialmente el uso de motivos arquitectónicos. He denominado retrocolonialidad a este uso de la colonialidad –liberada de su carga histórica– con fines de marketing posmoderno, en relación con la restauración y la patrimonialización de los centros históricos, el uso de elementos coloniales-feudales en centros comerciales y comunidades cerradas, y la proliferación de narrativas estéticas coloniales en el turismo y el marketing. Guillermo Nugent analizó cómo las elites en Lima crean imaginarios de una “contramodernidad” basada en una “arcadia colonial” (2016: 535) en la cual se perciben a sí mismos como patricios frente a la Lima plebeya, indigenizada. En este imaginario de refeudalización y de “fantasía colonial” ve la emergencia de una “posfeudalidad” (547).
De tal manera la refeudalización está relacionada con el regreso de discursos y disposiciones de blanquitud, racismo, sexismo, heteronormatividad. Se dirige explícitamente contra las luchas emancipadoras populares, indígenas, afrodescendientes, feministas y LGBTQ+, las políticas de reconocimiento desde la década de 1990. Incluso hay una abierta tendencia hacia la venganza, que pone a estos sectores en la mira de prácticas de violencia y descalificación. Un ejemplo llamativo de la nueva coyuntura de exclusión lo representa el presidente brasileño Jair Bolsonaro, nombrado “racista del año” en 2019 por la organización no gubernamental (ONG) Survival International.
En muchas regiones se proclama un antagonismo –alimentado por un fuerte movimiento evangélico– entre la determinación de la “mujer como madre” y una “ideología de género” abierta a LGBTQ+ (Biroli, 2016). En términos de política de identidad, estos discursos también se caracterizan por una tendencia a la resacralización. Las ideas de ciertas comunidades evangélicas y pentecostales sobre una guerra espiritual contra los “poderes diabólicos”, promovidas durante la Guerra Fría, se han renovado en la actualidad y, a través del tradicional enemigo del “comunismo”, se han dirigido también a los grupos étnicos y, sobre todo, a la llamada “ideología de género”, que promueve un nuevo autoritarismo moderno (Schäfer, 2020: 67).
En la Edad Media el cuerpo del rey consistía, por un lado, en un cuerpo físico y mortal y, por otro, en un cuerpo político que era sagrado y por lo tanto inmortal. Con la Revolución francesa se decapitó literalmente este cuerpo político, lo que dejó un vacío en la representación política. Para satisfacer la necesidad de representación política de la comunidad, surgió el principio democrático del “cuerpo de alguien”. De acuerdo con este principio, el poder político en las sociedades democráticas no puede ya definirse como algo sobrehistórico, sino que cada miembro de la comunidad estaría en condiciones de ocupar el lugar de la representación política. Según la fórmula democrática podría ser siempre “cualquier persona”: un dirigente cocalero-campesino en Bolivia, un obrero metalúrgico en Brasil o una empleada doméstica afrodescendiente como vicepresidenta en Colombia.
Pero con las tendencias de refeudalización podemos observar una solidificación del modelo democrático abierto, con rasgos totalitarios. Ya no es el cuerpo de cualquier ciudadano que puede ocupar el espacio simbólico del poder político, sino que este espacio está reservado a la elite económica. Pensamos en Sebastián Piñera en Chile, Mauricio Macri en Argentina o Guillermo Lasso en Ecuador. En términos de representación política, esto significa el remplazo del “cuerpo de alguien” por el “cuerpo del dinero”. El mercado capitalista que se encuentra por sobre los seres humanos se transforma en una religión secular, en “un renovado Dios de la Edad Media”, con un poder soberano de decidir “perfectamente arbitraria sobre vida y muerte” (Hinkelammert, 2021: 84).
Esta decisión sobre vida y muerte es, para Michel Foucault, un aspecto fundamental del poder soberano, que implica el derecho a matar. Vemos con la refeudalización un nuevo auge del poder soberano y un declive de otras técnicas de gobernar. Un aspecto central de las técnicas gubernamentales de los distintos gobiernos de centroderecha es el castigo, precisamente, para asegurar el proyecto ahora autoritario-neoliberal. Por ejemplo, el gobierno chileno calificó a las comunidades mapuches que luchan contra las corporaciones forestales por el derecho a la tierra como “enemigo interior”, “terroristas”, contra los que se aplica la ley antiterrorista procedente de la dictadura de Pinochet. Se impone un cuasi estado de excepción contra los mapuches y se suspenden las libertades liberales. La acción policial y militar contra los pueblos indígenas también está aumentando en otras regiones, especialmente cuando se oponen a proyectos extractivistas –minería, soja, aceite de palma, etc.– o a megaproyectos –construcción de presas, infraestructuras de transporte–.
Este ejercicio estatal del poder soberano está acompañado por actores violentos paraestatales, algunos de los cuales son tolerados por, y otros están entrelazados con, las autoridades estatales. Según la ONG Global Witness, Brasil, Colombia, Nicaragua y Honduras se encuentran entre los países con más cantidad de asesinatos de “defensores de la tierra” –a menudo indígenas–. Las activistas afroamericanas y/o feministas también son objeto de ataques. Rita Segato ha analizado el poder y la violencia de la “conjunción regresiva entre posmodernidad y feudalismo” (2016: 48), con respecto al feminicidio en Ciudad Juárez. Observamos el desmantelamiento del moderno monopolio del Estado sobre el uso de la violencia legítima y una proliferación de múltiples soberanías donde se ejerce un poder soberano refeudal. Los carteles en México y Colombia ahora están emergiendo como nuevos señores feudales, pidiendo el pago de impuestos o “vacunas”, para garantizar la seguridad de aquellos que habitan sus señoríos (21).
Si ahora queremos responder a la elección entre “tragedia o farsa”, yo abogaría por la tragedia. En el sentido de Marx, la farsa significaría que los actores –aquí incluiría a los científicos sociales– se expresan con conceptos y vestimenta que no son apropiados para su situación histórica. Pero, a la inversa, más bien me temo que los modernos conceptos antifeudales de igualdad, libertad y fraternidad o hermandad, se han convertido en una farsa frente a la refeudalización del capitalismo, mientras que los elementos refeudales tienen cada vez más un carácter estructurante y al mismo tiempo socavan las sociedades existentes. Frente a esta actitud pesimista, hay dos aspectos que pueden ofrecer una perspectiva esperanzadora para el futuro. En primer lugar, la refeudalización es un proceso histórico entre otras dinámicas sociales. Y estamos lejos de haber llegado a un refeudalismo. En segundo lugar, desde el punto de vista de la historia conceptual, el feudalismo ha sido siempre un término de lucha que abre el camino a concepciones alternativas de la sociedad.
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Descolonialidad, Igualdad, Narcopolítica / necropolítica, Neoliberalismo, Posdemocracia, Posmodernidad, Seguridad jurídica, Transición digital
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Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
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En términos generales, una primera definición abarcativa de reproducción refiere al complejo de actividades y relaciones gracias a las cuales la vida y capacidad laboral se reconstruyen a diario. Ahora bien, esta definición adquiere sentidos específicos y se articula con formas de organización social que han variado a lo largo de la historia. En el capitalismo, como sostienen Norton y Katz (2017), la reproducción social implica la producción y reproducción de las clases capitalistas y trabajadoras como tales, los medios y espacios de circulación de capital y las condiciones físicas y discursivas para mantener el proceso de producción y reproducción a lo largo del tiempo y a través del espacio. Según esta perspectiva, incluye la reproducción tanto de las relaciones sociales capitalistas en cuanto un todo, como de la esfera de la vida cotidiana, que puede aparecer fuera de la relación entre el trabajo asalariado y el capital, pero está totalmente entrelazada con él.
De este modo, a decir de Fernández Álvarez y Perelman (2020), el concepto de reproducción social se fue construyendo como un término sustantivo en las ciencias sociales y humanas, que se distancia de miradas organicistas proponiendo un enfoque holístico que pone en el centro la idea de totalidad y de futuro. Como señalan quienes escriben, “las formas de imaginar una vida que merece ser vivida hacen parte de la forma en que en el día a día las personas sostienen y producen formas de –ganarse la– vida” (16). Esta lectura permite cuestionar acercamientos que han caracterizado las prácticas que los sectores populares despliegan para el sostenimiento y la reproducción de la vida con las ideas de “inmediatez” y “corto plazo”. Esta nueva mirada corre el foco de las prácticas “económicas” a las formas en las que las personas construyen vidas que merecen ser vividas (Narotzky y Besnier, 2014) y propone categorías como “ganarse la vida” y “formas de vida” para considerar cómo lo inmediato se encuentra integrado a las orientaciones y proyecciones de futuro de las personas. A su vez, permite echar luz sobre la capacidad de imaginar y planificar que tienen los sectores populares que suelen ser caracterizados por la supervivencia y urgencia cotidiana (Benoît de l’Estoile, citado en Fernandez Álvarez y Perelman, 2020). Teorizar la reproducción social de este modo, siguiendo el planteo de Norton y Katz (2017), conlleva nuevos imaginarios y organización para la clase trabajadora, abre espacios para reconocer, resistir y transformar las diversas relaciones de dominación y explotación muchas veces invisibilizadas. El reconocimiento de que la explotación y la lucha contra ella no se producen solo sobre el trabajo asalariado, sino también sobre la reproducción social y los ecosistemas naturales y humanos, amplía el campo de batalla, incluyendo espacios y relaciones antes invisibilizados.
Tempranamente, Marx y Engels reconocieron que el proceso de la reproducción de la mano de obra era constitutivo de la producción de valor y la acumulación capitalista, y que la capacidad de trabajar no era algo natural, sino algo que debía ser producido. Aun así, y como lo señalasen lúcidamente teóricas y militantes marxistas feministas en la década de 1970, aquellos autores no lograron ver que la reproducción de la vida cotidiana, lejos de ser cubierta meramente por el salario, requería de un trabajo constante no reconocido y no compensado realizado eminentemente por mujeres (Dalla Costa y James, 1972; Federici, 1975).
En la búsqueda por explicar las raíces de la opresión de las mujeres desde el punto de vista de clase, estas feministas marxistas pusieron al descubierto el límite crucial de la teoría de Marx y de Engels: no ver más allá de la fábrica y del trabajador asalariado. También señalaron el valor del mundo de la reproducción y los cuidados como un terreno de conflicto, lucha y transformación que requería de análisis.
De acuerdo con Federici (2018) esta apropiación feminista de los desarrollos del trabajo de Marx y Engels produjo tanto una “revolución teórica” como transformaciones en el plano de la militancia política. Siguiendo el planteo de esta autora, poner al descubierto que las tareas no remuneradas que realizan las mujeres en el hogar son fundamentales para la producción de la fuerza de trabajo, no solo redefinió el trabajo doméstico, sino la naturaleza del propio capitalismo y de cómo combatirlo. La retención de este trabajo no pago generizado tendría la capacidad de destruir las relaciones capitalistas –y patriarcales– de producción y subvertir las relaciones sociales hegemónicas convencionales de producción y reproducción (Federici, 1975, citada en Norton y Katz, 2017: 4). Siguiendo este planteo, para formar parte de la clase trabajadora y de la lucha anticapitalista, las mujeres deberían, primero, atender a su propia explotación en el escenario doméstico. El inicio estaba allí, librando batallas contra el control de sus tiempos y el uso de los espacios, contra la dependencia económica de los varones a través del salario y el matrimonio (Federici, 2018). Este último, dirán, se construye y puede ser experimentado como una relación familiar consensuada, a la vez que como un conjunto estructurado de relaciones que extraen valor del cuerpo de la ama de casa doméstica en forma de trabajo reproductivo y no remunerado (Norton y Katz, 2017).
Desde entonces, los feminismos han movilizado el concepto de reproducción para entender el trabajo naturalizado, interminable y no reconocido de las mujeres en el hogar, que garantiza la existencia diaria y la supervivencia generacional, y también para explicar la opresión y la explotación de las mujeres y los cuerpos feminizados. Sus contribuciones fueron cruciales para las posteriores discusiones sobre cuidados y ambientalismo y para librar luchas más amplias. Por ejemplo, por la vivienda, la atención sanitaria, la seguridad alimentaria y una renta básica no condicionada, licencias de maternidad y paternidad remuneradas y por acceso gratuito a servicios públicos, como centros de día para niñas y niños y personas de la tercera edad.
Frente a la profundización de los regímenes de austeridad y disminución de las prestaciones sociales del Estado a nivel mundial y la crisis ambiental, el concepto de reproducción ha experimentado un cierto renacimiento (Rosen y Newberry, 2018) y se ha convertido en una lente indispensable para responder nuevas y reformuladas preguntas. Lente que nos resalta que la libertad de las personas está en realidad entrelazada con otros humanos y no humanos (Puig de la Bellacasa, 2017).
De este modo, dicho enfoque, que nos ofrece un marco teórico y práctico, también ha entrado en diálogo y se ha nutrido de discusiones centradas en el deterioro del ambiente. Siguiendo a Norton y Katz (2017), la justicia ambiental se encuentra directamente relacionada con la reproducción social, por sus preocupaciones con respecto a las condiciones ambientales desiguales en las que las personas viven sus vidas cotidianas, por ejemplo, en torno a los graves problemas que conlleva la distribución desigual de los desechos. Como parte de esta reorganización y nuevas luchas, en la actualidad, uno de los principales temas de debate público refiere a la crisis de los cuidados y de la reproducción social. Acordando con Fraser (2016), dicha crisis refiere a las presiones sobre un conjunto clave de capacidades sociales: tener y criar niñas y niños, cuidar de las amistades y familiares, mantener hogares, comunidades y sostener relaciones en general. Como se señaló anteriormente, estos procesos de reproducción social fueron considerados históricamente como labor de las mujeres y comprenden tanto el trabajo afectivo como el material, indispensables para la sociedad. El resultado es una crisis, pero no solamente de los cuidados, sino una “crisis general” que incluye vectores económicos, ecológicos y políticos, que se entrecruzan y exacerban mutuamente.
En ese sentido, Faur (2021) hace un llamado a “repensar todo el sistema económico y la organización social del trabajo”, porque esta economía hipercapitalista, que promueve la acumulación de bienes y servicios para sostener un mercado de trabajo con empleo precario, está descuidando y destrozando el planeta. Por eso apunta que “promover una mejor disposición humana a los cuidados es también promover una disposición a los cuidados del planeta. Es generar una red de sostenimiento en la vida que realmente implique una nueva ética y una filosofía de vinculación social” (párr. 3).
Así, no se trata tanto de negar el amor, de remunerar o contabilizar todo tipo de cuidado, sino más bien de enfocar la mirada en el principal problema que gira en torno a la “injusta distribución” de responsabilidades entre instituciones, familias y entre géneros. En efecto, siguiendo a Rosen y Newberry (2018), reconocer la dimensión afectiva no descalifica el esfuerzo como trabajo, sino que forma parte de él. Por ejemplo, al pensar en las “decisiones emotivas” que toman las mujeres migrantes cuando dejan a sus hijas e hijos al cuidado de otras personas para enviar remesas desde los países a los que migran. Más aún, las autoras apuntan a que las infancias también experimentan la dimensión afectiva y que participan de las tareas de reproducción social.
En este punto, toman distancia de gran parte de los análisis feministas que consideran a las infancias principalmente como “objetos de reproducción social” que necesitan ser alimentados, vestidos, cuidados, educados y socializados para su futuro como trabajadores asalariados (Rosen y Newberry, 2018). Así, la noción de reproducción social retomada desde el campo de los estudios de infancia, sostienen ambas autoras, permite considerar el lugar de las niñas y los niños en la división del trabajo y ha sido empleada para analizar su contribución a las economías domésticas, incluido el trabajo de cuidados en entornos familiares y el trabajo doméstico remunerado, por parte de investigaciones realizadas en el sur global.
Para concluir, la crisis sanitaria producida por la pandemia de COVID-19, las diferentes cuarentenas y la distinción entre trabajos esenciales y no esenciales provocaron una expansión de las discusiones sobre la reproducción social y los cuidados, así como de las formas de imaginar el futuro. Se puso en evidencia que las tareas del cuidado, altamente feminizadas, constituyen un trabajo indispensable para el mantenimiento de la vida, aunque se encuentre invisibilizado. También, que los cuidados y los modos de experimentar las enfermedades y la muerte se encuentran profundamente atravesados por desigualdades sociales intersectadas. Así, los efectos inmediatos y de largo plazo provocados por la pandemia recuerdan el legado de las luchas feministas acerca de que la reproducción social constituye un espacio de alianzas y resistencias contra la acumulación, la explotación, las dinámicas extractivas y posibilita imaginar un futuro digno de ser vivido.
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Autonomía, Emancipación, Feminismos, Generación, Infancia, Prácticas de enseñanza, Resistencia, Trabajo, Trabajo (fin del)
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La palabra resistencia proviene del latín resistentia, nombre de cualidad del verbo resistere, que a su vez está compuesto por el prefijo re-, que explica la intensificación de la propia acción, y por el verbo sistere, que deriva del verbo stare, que se traduce como “mantenerse o estar en pie”, por ello su significado tiene que ver con la acción de contraposición (DECEL, s.f.). Se trata de una noción que aporta nuevas miradas, interrogantes y dimensiones centrales para pensar el gobierno, la dominación, el arte, la desigualdad, el éxito o el fracaso, las instituciones de la sociedad, los sujetos, las posibilidades y las potencias.
En este último sentido, la pregunta por la resistencia y su posibilidad de manifestación, explícita o no, remite a las preguntas: “¿quién puede rebelarse y contra qué?, ¿de qué cultura estamos hablando?” (Kristeva, 1999: 22). La hipótesis que aquí queremos desarrollar es que siempre hay procesos/prácticas/acciones de resistencia a las formas de dominación en todas las sociedades, sin importar el tipo de funcionamiento. Pero en cada sociedad, espacio y tiempo se estructuran de formas diversas, según sean sus relaciones de contrapartida. Por tanto, aquí importa recuperar aquellas preguntas iniciales que son centrales para pensar la actualidad. El interrogante actual sobre las posibilidades o no de la rebeldía, como la única posibilidad de salvarnos o no de la robotización de la humanidad que nos está amenazando, es una pregunta por las contradicciones presentes y las nuevas formas de resistencia en la sociedad posindustrial. Esas preguntas ubican históricamente la rebeldía en coordenadas de tiempo y espacio específicas: ¿por qué resistir hoy y en este marco? ¿qué sentidos tiene la resistencia en este contexto? ¿contra qué resistir y cuáles son las diferencias con las resistencias de décadas pasadas?
En las ciencias humanas y sociales hay una fuerte tradición de concebir la función principal de la resistencia en términos de desestructuración de un poder de clase y de producción de luchas revolucionarias contra un enemigo principal. Por dar un ejemplo, Gramsci brindó la posibilidad de pensar los procesos de resistencia a través de la noción de contrahegemonía que los intelectuales cumplían en la consolidación o pugna de un bloque histórico. Esta concepción del poder y de la resistencia en su carácter de relación social fue un aporte central para las ciencias sociales, dado que desde allí se comenzó a pensar los procesos culturales de las instituciones y de los sujetos que se encuentran resistiendo a los procesos de dominación.
Desde otra perspectiva teórica, para Foucault, las relaciones de resistencia en las sociedades disciplinarias no tienen esas funcionalidades. No se corresponden con un contragobierno que desestabiliza, se refieren al enemigo inmediato y son constitutivas de toda relación de poder en las instituciones. De hecho, para él, una de las cuestiones fundamentales de las transformaciones acontecidas no puede ser disociada de la cuestión de “¿cómo no ser gobernado?” (Foucault, 1995: 6). No querer ser gobernado de esa forma es no aceptar esas leyes porque son injustas o porque esconden una ilegitimidad. Es no admitir como verdadero lo que una autoridad dice que es verdad, es una crítica al gobierno realizada por el sujeto.
La fórmula foucaultiana “donde hay poder hay resistencia” implica pensar las resistencias desde la multiplicidad y el papel que desempeñan en las relaciones de poder en tanto “adversario, de blanco, de apoyo, de saliente en el que sujetarse. Los puntos de resistencia están presentes en todas partes dentro de la red de poder” y en las luchas cotidianas que realizan los sujetos (Foucault, 2008: 90).
Así, a las resistencias Foucault las llamó “rebeliones específicas de conducta” (2006: 225) cuyo objetivo es otra conducta, es decir, querer ser conducidos de otras maneras, quizá por otros conductores, hacia otras metas, a través de otros procedimientos y otros métodos. Las contraconductas son las “formas de resistencia al poder en cuanto conducta” (225), implican una lucha en contra de los procedimientos implementados para conducir a otros. En cuanto contraconductas, no son acciones meramente negativas o reactivas a las relaciones de poder, sino que activan algo inventivo, móvil y productivo como el poder mismo. Para Foucault, la productividad de la contraconducta va más allá del acto puramente negativo de la desobediencia, modifica las relaciones de fuerza y afecta de maneras novedosas las posibilidades de acción de los otros. Por otra parte, según Davidson (2012), la contraconducta es una actividad que transforma la relación de cada quien consigo mismo y con los otros, porque es la intervención activa de los individuos en la configuración de sus prácticas y fuerzas éticas y políticas en el intento de crear una nueva forma de vida. De hecho, “el prisma a través del cual se perciben los problemas de conducción es el de la instrucción” (Foucault, 2006: 269). Entonces, la idea de “contraconducta” es una noción central para el análisis de las técnicas de sujeción y las prácticas de subjetivación.
Así, la noción de resistencia permite considerar todo ese amplio campo de la producción desde el punto de vista de la subjetivación (Larrosa, 1995), teniendo en cuenta que los sujetos no se posicionan como objetos silenciosos, sino como sujetos parlantes. A la vez, con esta definición se puede caer fácilmente, retomando a Restrepo (2012), en el riesgo de leer y celebrar como resistencia toda acción articulada de uno u otro modo por los objetos de la dominación que parecen no reproducir directamente el poder. Asimismo, “se puede tender a moralizar el concepto, algunos incluso hasta el punto de una clara y tajante dicotomía, en la cual el eje de asociaciones ligadas a la resistencia se encuentra del lado de lo bueno y lo positivo frente al de asociaciones del poder, que es objeto de demonización” (42). Por ello, para considerar una práctica como resistencia se requiere caracterizar en qué contexto histórico, económico, político y social de relaciones de poder opera.
En clara sintonía con Foucault (2008) y Deleuze (2008) sobre los procesos de desarrollo y codificación de la resistencia y de la creación de espacios sociales marginales, para Scott, “las relaciones de poder son, también, relaciones de resistencia” (2000: 71). Distingue entre las formas abiertas y declaradas de resistencia y aquellas disfrazadas, discretas, implícitas que comprenden el ámbito de la infrapolítica de los grupos subordinados, unos subordinados que evitan cualquier “manifestación explícita de insubordinación” (113) porque, de hecho, “se podría hacer una investigación histórica paralela sobre la simulación desplegada por los grupos subordinados para ocultar sus prácticas de resistencia” (115). Siguiendo a Lucea Ayala, son resistencias cotidianas, de lucha lenta y desgaste, o “pequeños actos en apariencia banales, desorganizados, oportunistas y sin consecuencias inmediatas de cambio, con las que los sujetos pretenden rechazar o defenderse de las demandas externas […] o avanzar en sus propias reivindicaciones” (2005: 176).
De acuerdo con Reguillo, hoy nos encontramos con adolescentes y jóvenes que optan por la sombra, por el deslizamiento sigiloso, para denunciar la crisis o para hacer las paces con un sistema del que se sirven instrumentalmente: asistimos a formas o a “intentos de cerrarle el paso a la crisis, a diferentes luchas contra el estallido de certezas, intentos todos de domesticar la imprevisibilidad que dicen disfrutar” (2012: 109). De hecho, conocemos las resistencias con cierta precisión, porque “en la vida cotidiana una gran mayoría de sujetos sociales la están ejerciendo” (Negri, 2001: 83), en las actividades productivas contra el patrón, en las actividades de reproducción social contra las autoridades que regulan y controlan la vida y/o en la comunicación social contra los valores y los sistemas que encierran el lenguaje. Estas prácticas no tienen como objetivo la sustitución de los poderes existentes, sino que proponen “formas y expresiones distintas de libertad de las masas. […] Desarrollan una nueva potencia de vida, de organización y de producción” (88). En esta misma línea, para comprender las dinámicas contemporáneas de las resistencias, así como la ampliación y la fragmentación de las luchas, se observa que “no todas las resistencias son necesariamente antisistémicas, es decir, destinadas a combatir el sistema capitalista” (Houtart, 2001: 67). De acuerdo con Scott, mientras que
el análisis tradicional marxista le da prioridad a la apropiación de la plusvalía como espacio social de la explotación y la resistencia, este análisis nuestro le da prioridad a la experiencia social de los ultrajes, el control, la sumisión, el respeto forzado y el castigo. Esta elección de prioridad no tiene la intención de contradecir la importancia de la apropiación material en las relaciones de clase. Después de todo, esa apropiación es en gran medida el propósito de la dominación. Pero el proceso mismo de apropiación inevitablemente implica relaciones sociales sistemáticas de subordinación en las cuales los débiles reciben todo tipo de ultrajes. Y estos, a su vez, son el semillero de la cólera, la indignación, la frustración, de toda la bilis derramada y contenida que alimenta el discurso oculto. Así pues, la resistencia surge no solo de la apropiación material, sino de la sistemática humillación personal que caracteriza la explotación […] La perspectiva que queremos ofrecer aquí no pretende, pues, ignorar la apropiación. Por el contrario, se propone ampliar el campo de visión (2000: 141).
Tal como dijimos, no se trata aquí de caracterizar las prácticas de resistencia desde un eminente carácter clasista, porque, en muchos casos, y tal como señala Sauvy (1971), la rebelión de los jóvenes se opone a la tradicional lucha de clases y ha alterado de forma singular las posiciones tradicionales.
Es central la idea de la resistencia como potencia y como posibilidad, es decir, no únicamente como negación, ya que
es un proceso de creación, crear y recrear, transformar la situación, participar activamente en el proceso, eso es resistir. […] Decir no constituye la forma mínima de resistencia. Pero naturalmente en ciertos momentos es muy importante. Hay que decir no y hacer de ese no una forma de resistencia decisiva (Lazzarato, 2006: 223).
Desde esta perspectiva, el acto de resistencia introduce discontinuidades que son nuevos comienzos múltiples, disparatados y heterogéneos. Es creación e invención que opera en el plano de la proliferación de los posibles, es comportamiento de rechazo y de constitución de nuevas formas de vida, como son las prácticas de las minorías.
“Los de abajo”, según Zibechi, conforman ese amplio conglomerado que incluye a quienes sufren opresión, humillación, explotación, violencias, marginaciones, y que “tienen proyectos estratégicos que no formulan de modo explícito, o por lo menos no lo hacen en los códigos y modos practicados por la sociedad hegemónica” (2008: 6). El desafío es, justamente, dar cuenta de esos proyectos combinando “una mirada de larga duración con un énfasis en los procesos subterráneos, en las formas de resistencia de escasa visibilidad, pero que anticipan el mundo nuevo que los de abajo entretejen en la penumbra de su cotidianidad” (6). Son formas de resistencia que se presentan como afirmación del mundo popular en el espacio urbano de las periferias de la ciudad. Así, resistir a la realidad es “un combate contra la vida para poder vivir” (López Petit, 2009: 224), querer vivir, que surge del fondo profundo de la derrota y que, también, expresa la dimensión política de la rebelión, porque “¿no es el querer vivir que se hace desafío? […] Hacer del querer vivir un desafío sería dirigir estas fuerzas negras de la vida contra el poder” (229).
Asimismo, en los últimos años han emergido movimientos tales como indignados, desocupados, sin tierra, feministas, entre tantos otros, que se producen ante los procesos de desigualdad, pobreza y/o exclusión. Las prácticas de resistencia cotidianas producen esa indignación que, para Hessel, conlleva acciones constructivas, motivadas por el rechazo de la pasividad y de la indiferencia, por saber decir no, denunciar, protestar, resistir. En ocasiones, es desobedecer frente a lo que parece ilegítimo y cercena las libertades y los derechos fundamentales. También, actuar tomando parte para dar respuestas a un mundo que no conviene. Por ello, resistir “supone considerar que hay cosas escandalosas a nuestro alrededor que deben ser combatidas con vigor. Supone negarse a dejarse llevar a una situación que cabría aceptar como lamentablemente definitiva” (2006: 23). Resistencia, desde este punto de vista, supone decir que existe algo que inventar, es lo contrario al derrotismo y a la resignación porque hay alternativas y posibilidades de estar mejor.
Siguiendo en la línea de la resistencia como invención de nuevas posibilidades, para Giraldo Díaz ella constituye modos de existencia que permiten hacer de la vida una auténtica obra de arte, y es un “tipo de acción que tiene como fin producir un nuevo tipo de subjetividad que permita liberarse a la vez del Estado y del tipo de individualización que está ligado a él” (2008: 91). La resistencia, en este marco, es creativa, productiva, vital: una posibilidad de crear constantemente, de transformar, de modificar, de luchar contra el poder que intenta controlar, es creación de nuevos modos de existencia por medio del rechazo de este tipo de individualidad que se nos ha impuesto durante siglos. Para este autor, “no se trata de una creación vacía, sino de vivir la creación como una práctica permanente. La resistencia permite fragmentar el poder e introducir modos de existencia alternativos” (99). Aunque suene poco académico, resultaría central que las ciencias humanas y sociales se pudiesen dedicar a estas creaciones y producciones, sobre todo porque en el presente es posible identificar la emergencia de nuevas formas de resistencia que, para Reguillo (2012), están en gestación y tiene a la juventud como protagonista que asume estrategias y códigos de agentes que movilizan y gestionan, con los recursos a mano, espacios de acción que involucran sus identidades y las vidas cotidianas como horizontes de realización política, tanto dentro de las instituciones como afuera, en los barrios.
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Alternativa, Autonomía, Descolonialidad, Emancipación, Feminismos, Narcopolítica / necropolítica, Poéticas de los márgenes urbanos
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La revitalización lingüística abarca procesos que buscan cambiar la dirección de ciertas políticas, y sus resultados, para garantizar derechos lingüísticos y humanos. Es tanto un campo de estudio como una práctica social. En cuanto campo de estudio, la investigación enfocada en la revitalización lingüística tiene como antecedente el estudio de la pérdida de las lenguas y del desplazamiento lingüístico. Por ejemplo, en un primer momento, el interés por las lenguas en peligro por parte de Weinreich (1953) se centró en el proceso de desplazamiento lingüístico. Josua Fishman, con su obra Reversing language shift: Theoretical and empirical foundations of assistance to threatened languages (1991), fue pionero en el ámbito académico en la búsqueda por contrarrestar estos procesos de desplazamiento lingüístico, es decir, en la revitalización lingüística.
En cuanto práctica social, la revitalización lingüística no comenzó en el mundo académico. Desde la década de 1960, las comunidades de habla han tomado la iniciativa ante la problemática. Hacia 1980, el movimiento indígena cobró protagonismo, y su interés en los proyectos de revitalización lingüística fue aumentando. A medida que las comunidades de habla intentaron revertir el desplazamiento lingüístico, el mundo académico fue sensibilizándose al respecto. Así, se desarrollaron estudios sobre el tema, sobre la formación de palabras nuevas, políticas lingüísticas, entre otros.
La pérdida de las lenguas indígenas está vinculada con procesos coloniales, como la incorporación de las comunidades indígenas a la sociedad más amplia, hablante de otra lengua, la usurpación de sus tierras y la destrucción de sus formas de subsistencia. En estos casos, las lenguas de las comunidades están potencialmente en peligro. Es por esto que la revitalización lingüística es un movimiento de descolonización.
En sentido amplio, usamos el término revitalización lingüística para referirnos a programas que se proponen restablecer el uso de una lengua que ha dejado de ser la herramienta de comunicación de una comunidad. En este sentido, la revitalización lingüística abarca el trabajo de las personas que buscan mantener sus lenguas vivas o que trabajan para que sus lenguas vuelvan a funcionar (Hinton, 2001).
Hacia 1980 se usaba la expresión “mantenimiento lingüístico” para denominar el proceso inverso al de desplazamiento lingüístico. Este consistía en procesos que buscaban mantener el statu quo frente a un proceso de cambio y desplazamiento del uso de una lengua en detrimento de otra. Sin embargo, ante la desaparición de una lengua, el proceso de mantenimiento no fue suficiente. Para estos casos comenzó a usarse el término revitalización lingüística, ya que engloba actividades diseñadas para aumentar el uso y presencia de una lengua amenazada o en desuso.
Fishman (1991), con su escala Graded Intergenerational Disruption Scale (GIDS), propuso formas de intervención para revertir la tendencia hacia la pérdida de una lengua. Esta escala es una analogía de la escala sismológica de Richter, en la que cuanto mayor es el número, más grave es la interrupción –o el alejamiento– de un idioma; allí los números menores indican una baja interrupción y una mayor vitalidad del lenguaje. Este modelo evalúa disrupción –o vitalidad– teniendo en cuenta ámbitos de uso, si se trata de una lengua oficial –a nivel nacional, regional, local– y la(s) generación(es) de hablantes que la utilizan.
Hablamos de recuperación lingüística para referirnos, por un lado, a procesos que buscan que una lengua sin hablantes vivos vuelva a funcionar –en este caso, revitalización se restringe a situaciones en las que todavía hay hablantes de una lengua– y, por otro, al reclamo que realiza una comunidad para que se garantice su derecho a hablar una lengua (Leonard, 2012), lo que implica ampliar el trabajo en lo lingüístico por factores no lingüísticos –en este punto, revitalización lingüística queda restringida al proceso de crear nuevos hablantes de una lengua (Leonard, 2017)–.
Con el tiempo, el término revitalización lingüística se ha redefinido. Optamos por darle un sentido más amplio, que engloba las actividades y estudios vinculados con los diferentes procesos de recuperación –que no son solo lingüísticos–, el mantenimiento del uso de una lengua, la inversión de los procesos de desplazamiento lingüístico –en los que una lengua dominante ocupa lugares de uso de una lengua minorizada– y de ampliación de ámbitos de uso de una lengua en contextos en los que tradicionalmente sus hablantes no la usaban (Hinton, Huss y Roche, 2018).
El estudio de la revitalización lingüística es parte de los estudios sociolingüísticos y de las políticas del lenguaje, así como también de la antropología, porque se trata de procesos que no solo le prestan atención a la lengua, sino que también involucran aspectos sociales, históricos, culturales y dinámicas socioeconómicas complejas (Fishman, 1991; Hinton, 2001; Hornberger y King, 1996; McCarty, 2018). Asimismo, la revitalización implica prácticas y acciones que se dan de manera colectiva, que tienen una base comunitaria, donde las y los hablantes de estas lenguas se encuentran en el centro, es decir, son las actoras y los actores principales. Son quienes toman las decisiones acerca de los procesos vinculados al cambio sociolingüístico de las lenguas minoritarias y quienes establecen la agenda (Grenoble y Whaley, 2020).
Actualmente los estudios de revitalización lingüística se enmarcan principalmente en dos perspectivas. La primera se vincula con la idea de lenguas en peligro, se apoya en la metáfora de la lengua como “especie en peligro” y subyace en la mayoría de las argumentaciones de los proyectos de revitalización lingüística de los últimos veinte años. Sirvió para colocar el tema en agenda y sensibilizar a un público más amplio acerca del problema de las pérdidas de las lenguas y la necesidad de protegerlas. En ella, la lengua se entiende como un tesoro cultural, una manera única de codificar el conocimiento cultural que es necesario proteger y es vista como una forma de reforzar la identidad social común. Tal perspectiva entiende la lengua como parte de un ecosistema y ha recibido críticas por parte de quienes sostienen que esta retórica quita el foco de las acciones que efectivamente llevan a cabo las y los hablantes en pos de revertir esta situación. Por otro lado, la segunda se inscribe en el marco más amplio del “bienestar comunitario” y se sostiene en la idea de que la lengua es fuente de salud (Grenoble y Whaley, 2020). Esta perspectiva se desarrolló en los últimos años y empieza a sustentar los proyectos más actuales. Ella implica pensar la dimensión lingüística como parte de los elementos que contribuyen al bienestar individual y como un asunto de salud pública. Esto pone en primer plano la necesidad de pensar políticas públicas que acompañen el proceso de revitalización de las lenguas. Sin embargo, la correlación entre bienestar y uso lingüístico es indirecta y dinámica. El modo en que la lengua contribuye al bienestar no es explícito; es mucho más complejo que como se lo describe, ya que los factores que influyen en el bienestar son múltiples y no son estáticos, tales como la situación política, medioambiental, sociocultural, económica, etcétera.
Tanto el bienestar individual como el colectivo se adaptan a estos cambios: la propia idea de bienestar es inherentemente dinámica y está en constante renegociación. Por ello, Grenoble y Whaley (2020) plantean que es necesario concebir un concepto de lengua que permita evaluar la vitalidad lingüística, pero que también contemple las dinámicas complejas en las que el uso contribuya al bienestar individual y colectivo. El modelo que proponen pretende dar cuenta de la naturaleza dinámica de las prácticas lingüísticas, ya que las piensa en un nexo más amplio de prácticas sociales. En él una práctica social se representa como un grupo de nodos y, a su vez, cada nodo dentro del grupo representa un aspecto de esa práctica social que potencialmente involucra el lenguaje. Los autores hablan de impulsar medidas ante los factores que están provocando o han provocado el desplazamiento de la lengua (Grenoble y Whaley, 2006). Por ello, sostienen que la revitalización no solo es lingüística, sino que también es un movimiento social que trae beneficios tanto a las comunidades como a los individuos.
La experiencia de resistencia del pueblo maorí en Nueva Zelanda ante la invasión europea, que buscó la homogeneización cultural y lingüística, es un proyecto exitoso de revitalización lingüística y, como tal, ha sido replicado por diferentes comunidades. Estas experiencias son producto de la situación sociolingüística de la población y de la emergencia de un movimiento que demandaba para las personas maoríes el acceso a una educación que respete sus prácticas y saberes culturales. Se trata de iniciativas del pueblo maorí para la educación y recuperación de su lengua que comenzaron en la década de 1980 como espacios en los que se incentivó que hablantes de lengua maorí se ocuparan de las guarderías que funcionaban en sedes comunitarias. Los llamados nidos de lengua [kohanga reo] constituyen espacios que propician la interacción entre las infancias que están adquiriendo la lengua y personas adultas y ancianas que son hablantes de la lengua. Sus resultados fueron notables, ya que la lengua maorí pasó a ser la primera de muchas familias (Guzmán Paco y Pinto Rodríguez, 2019).
En línea con la experiencia maorí, los nidos de lengua en México se han enfocado en fortalecer la transmisión de las lenguas y culturas amenazadas. Los nidos buscan propiciar el contacto entre las pocas personas que todavía hablan la lengua originaria y las niñas y los niños de la comunidad, en un ambiente que se parece más al familiar que al escolar y que requiere la participación activa de la comunidad. El primer nido de lengua de México fue creado por la comunidad mixteca de Guadalupe Llano de Avispa, en Oaxaca. Los nidos se han ido expandiendo por diferentes regiones del país y han empezado a ser parte de ámbitos no ya comunales y familiares, sino de instituciones educativas, como es el caso de los nidos de lenguas en la Universidad Autónoma de Sinaloa o los nidos de lengua escolarizados purhépechas (Guzmán Paco y Pinto Rodríguez, 2019).
Por su parte, los vascos también han buscado y conseguido la revalorización de su lengua e identidad, algo que cobró especial fuerza durante la dictadura franquista (1939-1975), que desde sus inicios había prohibido el uso del euskera, así como lo hizo con el gallego y el catalán. Con la creación de ikastolas, centros donde activistas comprometidas y comprometidos con la transmisión del euskera buscaban garantizar, en nuevos ámbitos, su transmisión a las nuevas generaciones, niñas y niños tuvieron la oportunidad de asistir a clase de y en euskera. Otras iniciativas relevantes para la revitalización de esa lengua son los internados que se realizan en el País Vasco desde la década de 1980. Estos han inspirado experiencias de inmersión lingüística del pueblo mapuche llamadas kuneltun. En estos internados lingüísticos las personas facilitadoras no solo buscan instaurar el mapuzugun como lengua preferida de comunicación, sino que también enfatizan la transmisión de aspectos culturales, de la espiritualidad y valores ancestrales junto a las y los estudiantes (Guzmán Paco y Pinto Rodríguez, 2019).
Entender la revitalización en términos de procesos tal como aquí los presentamos implica, también, pensar las acciones de las personas que participan de ellos. Quienes son parte de programas de revitalización ponen en marcha una serie de acciones que buscan no solo el mantenimiento de la lengua, sino también de aspectos identitarios, saberes ancestrales, formas de habitar el mundo y, asimismo, ampliar los usos de las lenguas en nuevos espacios que no fueron habitados tradicionalmente en esas lenguas. Esto está estrechamente vinculado con los beneficios relativos a la salud individual y comunitaria, ya que se ha demostrado que, por ejemplo, el uso de lenguas originarias en sus comunidades está acompañado de tasas más bajas de diabetes, tabaquismo, consumo de alcohol y abuso de sustancias (McCarty, 2020). Los proyectos de revitalización lingüística persiguen el bienestar individual y colectivo, que debe ser entendido como parte integral de las sociedades que, por lo tanto, abarca la resiliencia comunitaria frente a los cambios sociales (Grenoble y Whaley, 2020).
Con todo, estos proyectos contribuyen a mejorar el conocimiento cultural, fortalecer lazos familiares y comunitarios, construir liderazgos jóvenes, generar iniciativas de documentación lingüística y escritura impulsadas por las comunidades, fomentar innovación tecnológica y reconocimiento y lucha por garantizar derechos, entre otros impactos positivos que promueven cambios y transformaciones sociales (McCarty, 2020).
Fishman, J. (1991). Reversing language shift: Theory and practice of assistance to threatened languages. Clevedon: Multilingual Matters.
Grenoble, L.A. y Whaley, L.J. (2006). Saving Languages: An Introduction to Language Revitalization. Nueva York: Cambridge University Press. DOI: 10.1017/CBO9780511615931.
— (2020) “Toward a new conceptualisation of language revitalisation”. Journal of Multilingual and Multicultural Development. DOI: 10.1080/01434632.2020.1827645.
Guzmán Paco, D. y Pinto Rodríguez, L. (2019). Experiencias de revitalización cultural y lingüística. Cochabamba: FUNPROEIB Andes.
Hinton, L. (2001). “Language revitalization: An overview”. En L. Hinton y K. Hale (eds.), The green book of language revitalization in practice (pp. 3-18). Nueva York: Academic Press.
Hinton, L.; Huss, L. y Roche, G. (2018). “Language Revitalization as a Growing Field of Study Practice”. En L. Hinton, L. Huss y G. Roche (eds.), The Routledge Handbook of Language Revitalization (pp. XXI-XXX). Nueva York: Routledge.
Hornberger, N.H. y King, K.A. (1996). “Language Revitalisation in the Andes: Can the Schools Reverse Language Shift?”. Journal of Multilingual and Multicultural Development, 17(6), pp. 427-441.
Leonard, W. (2012). “Reframing Language Reclamation Programmes for Everybody’s Empowerment”. Gender and Language, 6(2), pp. 339-367. DOI: 10.1558/genl.v6i2.339.
Leonard, W. (2017). “Producing Language Reclamation by Decolonizing ‘Language’”. Language Documentation and Description, 14, pp. 15-36. Disponible en http://www.elpublishing.org/PID/150.
McCarty, T.L. (2018). “Revitalizing and Sustaining Endangered Languages”. En J. Tollefson y M. Pérez-Milans (eds.), The Oxford Handbook of Language Policy and Planning (pp. 355-378). Nueva York: Oxford University Press.
— (2020). “The holistics benefits of education for Indigenous language revitalisation and reclamation (ELR2)”. Journal of Multilingual and Multicultural Development. DOI: 10.1080/01434632.2020.1827647.
Weinreich, U. (1953). Languages in Contact. La Haya: Mouton.
Autonomía, Derechos humanos, Dignidad, Futuro ancestral, Heterocronía, Lenguaje inclusivo / lenguaje incisivo, Neohablante, Resistencia, Translenguaje
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0009-0002-8545-5065
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0001-9317-965X
La revolución existió siempre. La historia de la humanidad estuvo atravesada por cambios repentinos desde que se conformaron las primeras sociedades. Pero el concepto que nombraba los hechos no suscitó siempre las mismas interpretaciones ni tuvo un sentido permanente e inalterable a lo largo de la historia. Tampoco quienes, a partir de la Antigüedad hasta nuestro tiempo, protagonizaron una insurrección política o social, llegando, en muchos casos, a transformar las formas como conocemos el mundo, pensaban que estaban realizando una revolución tal como la entendemos desde hace por lo menos un siglo y medio.
Si bien desde la Antigüedad los cambios políticos o técnicos han sido advertidos por muchos pensadores como parte de una dinámica de las sociedades, fue recién en la edad moderna que el concepto revolución surgió como producto lingüístico (Koselleck, 1993). Para Aristóteles o Polibio, revolución significaba un movimiento circular, una sucesión de transformaciones y desórdenes, en general políticos, que en última instancia retornaba a un punto de inicio. Así, entreveía el pensador griego, se podría pasar desde una forma de gobierno monárquica a una aristocrática y de ésta a una oligárquica, la cual su vez sería reemplazada por una democrática para, al final del camino y ante la “decadencia del gobierno de las masas”, dejar paso de nuevo a la monarquía. Este modelo de revolución en el mundo griego fue llamado metabolé politeion o politeion anakyklosis y en su contexto ninguna experiencia histórica podía introducir novedad alguna en el espacio político (Kosseleck, 1993). La secuencia organizaba un sistema de comprensión que ligaba a quienes tomaban decisiones sobre las Polis a las estaciones naturales las cuales eran, por definición, siempre iguales en sus cambios. Para Aristóteles, las modificaciones constitucionales que sostenían a esas formas de organizar el poder, finalmente, retornaban a su punto de partida.
La metáfora natural de la idea de revolución política estaba estrechamente vinculada a una noción cíclica del tiempo. Aún en la edad moderna, la revolución comprendida como restauración circuló y tuvo adhesión. Tal es así que incluso en dos de las más significativas revoluciones modernas, la inglesa de 1688 y la estadounidense de 1776, el concepto de revolución fue usado en el sentido antiguo (Baker, 2018). En el caso inglés, no solamente grandes filósofos como Thomas Hobbes o John Locke sino también figuras menos recordadas, como Anthony Ascham, apelaron a ella para constatar los levantamientos, revueltas, desórdenes y vicisitudes que provocaron las guerras civiles o insurrecciones populares, como las que asolaron a Inglaterra desde 1640. Sin embargo, el ascenso de Guillermo III de Orange y María II en 1688, después de años de luchas y enfrentamientos, fue visto por los contemporáneos como una “Revolución gloriosa”. Con ella emergió una leve modificación del sentido, no tanto en términos temporales, pero sí valorativos: la revolución dejó de estar asociada al caos y a un permanente peligro de disputas interminables y pasó a ser un hecho positivamente valorado. Para muchos significaba la restauración de la monarquía y con ello el fin de todas las “revoluciones y confusiones” que habían existido en el pasado (Baker, 2018). No obstante, para la filósofa Hannah Arendt, tanto la situación inglesa como la americana continuaban denotando la ausencia de una “palabra que describiera un cambio repentino en el que los propios súbditos se convirtieran en señores” (citado en Koselleck, 1993: 71).
Antes de la Revolución francesa de 1789, el concepto todavía era entendido a nivel semántico como un hecho y no como un acto colectivo: “si hubo revoluciones, no hubo revolucionarios” (Baker, 2018). Desde entonces, el tiempo de los hechos políticos —pero también culturales, científicos y artísticos— se expandió hasta alcanzar un sentido de horizonte indeterminado, un momento de ruptura y una noción de proceso mancomunado entre hombres y mujeres. Sin embargo, fue con la llegada de la Ilustración francesa que se instaló en el lenguaje político el concepto de revolución como ruptura. En la Encyclopédie, Denis Diderot —en su lucha contra el republicanismo y los monárquicos— pregonaba sobre la capacidad creativa y transformadora de la humanidad y su medio circundante, contradiciendo así la concepción religiosa o absolutista de orden y divinidad inamovible. Las personas, al transformar su espacio, al mismo tiempo se transforman. El horizonte de expectativa, el futuro como utopía, emergió finalmente como algo no determinado, atado a la voluntad humana y por lo tanto suscripto a disímiles modulaciones de velocidad en el ejercicio del cambio propuesto. Este último aspecto quedó aún más en evidencia en el discurso de un ícono de la revolución francesa como Maximilien Robespierre, quien resaltó que la lucha de la libertad frente a la tiranía no podía esperar, sino que tenía que ser realizada aquí y ahora. Por lo tanto, el sentido del tiempo de la revolución no solo comenzó a estar asociado a la modificación y a la incertidumbre de lo que vendrá en cuanto a su alcance, sino también a su aceleración (Koselleck, 1993: 74).
Pero el caso francés implicaba no sólo el cambio político como finalidad de la revolución. Habilitaba, en una de sus derivaciones más significativas, una extensión hacia lo social. De allí que, como advertía el escritor alemán Christoph Wieland en 1794, el propósito de los jacobinos era convertir a la revolución en una trasformación social, es decir en “una reconversión de todos los Estados existentes” (Koselleck, 1993: 76). El pasaje de un trastrocamiento político a uno social fue desde entonces inherente al discurso revolucionario que se expandió por todo el globo a lo largo del siglo XIX y XX, de la mano de doctrinas y movimientos políticos como el anarquismo, el socialismo, el comunismo, los movimientos de liberación nacional, el liberalismo radical y fuerzas nacional-populares. El marxismo en particular, no solo acentuó esta relación entre libertad e igualdad como objetivo de todo proceso revolucionario, sino que también estableció un sujeto privilegiado —la clase obrera— y un propio tiempo histórico para la revolución, distinto del que utiliza el capital para desarrollar su proceso de acumulación: un movimiento espontáneo de liberación y agencia humana. La emancipación real, el deseo de libertad y el fin de toda explotación en un futuro ya no incluirá solo el disfrute del derecho político y civil. Desde mediados del siglo XIX, la conformación de una tradición política e intelectual emancipatoria comenzó a poblar gran parte de la geografía occidental y a evidenciar un nuevo giro semántico del concepto (Traverso, 2022: 8; Bobbio, 2002: 1415).
A partir del triunfo de la revolución bolchevique en 1917, la dialéctica entre libertad y liberación se acentuó como un rasgo permanente del concepto. La libertad no pudo disociarse de la liberación, es decir, de los “humanos que rompen las cadenas de la opresión” (Traverso, 2022: 476) La búsqueda por promover nuevas prácticas capaces de conjugar emancipación social con libertad política fue un rasgo notable de las experiencias revolucionarias del siglo XX, como las observadas en Rusia, China, México, Cuba o Nicaragua. La búsqueda de un igualitarismo social fue en todas esas circunstancias acompañada por una modificación de códigos culturales, estéticos e incluso sexuales, hasta trascender las formulas retóricas y habilitar la emergencia de nuevas relaciones humanas entre las personas y el mundo. En otras palabras, “no hay libertad sin liberación (…) sin emancipación social” (Traverso, 2022: 512-513).
Los sentidos social, cultural, estético y aún emocional de las revoluciones que estallaron en el mundo en el siglo XX revelan la pregnancia que, para muchos actores (intelectuales, políticos, campesinos, trabajadores, mujeres, grupos étnicos o sectores medios), tuvo el anhelo de poner fin a distintas formas de la opresión. Diferentes tradiciones político-culturales modificaron, a la luz de esos acontecimientos, la idea de revolución heredera de la Ilustración, hasta alcanzar un componente económico, social y aún colonial.
En América Latina, las revoluciones del siglo XX de mayor impacto mundial y beneficiarias en parte de la tradición francesa fueron la mexicana de 1910 y la cubana de 1959, aunque en rigor no fueron las primeras. A principios del siglo XIX, en la región se sucedieron una serie de revoluciones que implicaron la independencia de las colonias americanas del imperio español y, como en el caso de Haití —la primera y más radical de todas ellas—, de Francia. Estas “revoluciones de independencia” fueron procesos bruscos que alteraron no solo la relación entre América Latina y los estados europeos, sino que pusieron fin a los “criterios por los cuales unos mandaban y otros obedecían”, tanto en términos políticos, al favorecer la formación de un sistema republicano, como sociales, al echar por tierra con la servidumbre. Además, fueron vividas como tales por sus protagonistas. Sectores de las clases altas, medias y populares creyeron y sintieron que de esta forma estaba viviendo y haciendo una revolución (Di Meglio, 2008: 5).
Las revoluciones del siglo XX en América Latina continuaron esta senda trazada por el concepto revolucionario inaugurado tiempo atrás, pero con un peso mayor de lo social gracias al impacto de la Revolución rusa, la emergencia de los procesos de descolonización y la “guerra fría”, los cuales dieron fisonomía a lo que se denomina como “el siglo de las revoluciones” (Fontana, 2017). México en 1910, Bolivia en 1952, Cuba en 1959 y Nicaragua en 1979, por citar las más significativas, conformaron una “tradición revolucionaria”, unidas por el “sentido de pertenencia a una historia común que experimentaron la mayoría de sus protagonistas” (Rojas, 2021: 8). Más allá de sus diferencias doctrinarias, de su definición como socialistas o nacionalistas revolucionarias, todas reforzaron el sentido de la revolución como cambio social apegado a procesos insurreccionales o de masas.
Las constituciones nacionales surgidas de dichos acontecimientos robustecieron esta idea. En cada una de ellas, la revolución emergió como parte de un movimiento popular asociado a establecer una reforma agraria, alentar un dominio público sobre los recursos energéticos, desplegar una alfabetización masiva y, por último, ampliar derechos sociales (Rojas, 2021: 16). El “constitucionalismo social” que resultó de tales acontecimientos fijó el concepto de revolución al igualitarismo social al tiempo que se disoció de la democracia política liberal que había sido parte de la tradición revolucionaria heredada de principios del siglo XIX (Gargarella, 2015). La emancipación social y la denominada “violencia revolucionaria”, en muchos casos, pasó a estar por encima de la libertad política en términos de referencia a la idea de revolución, dando lugar a la “fetichización de la liberación al ignorar el sistema político y jurídico de las normas” requeridas para “establecer la libertad como un orden duradero” (Traverso, 2022: 514). Desde este punto de vista, el concepto se inclinó casi totalmente a lo social y dejó de lado lo político como fundante de un nuevo orden, con lo cual la dialéctica inaugurada en 1789 pareció perder todo balance en las experiencias latinoamericanas del siglo XX.
En las últimas décadas, la idea de revolución que nació del proceso histórico de 1789 ha sido criticada al estar asociada a la “violencia” o al ejercicio del “terror”. Varios son los historiadores que pusieron en entredicho esta tradición, al declarar que toda revolución, ya sea política o social. en sí misma entraña un grado alto de violencia y en muchos casos históricos fue germen de formas modernas de totalitarismo (Furet, 1980). Frente a esa postura, otros tantos intentan demostrar que, sin negar que “los excesos, el fervor y el fanatismo” y el “autoritarismo” son productos de las revoluciones, lejos estuvieron de ser aquellas únicamente sus causas. Más aún, desde estas miradas, las revoluciones también reivindicaron la libertad y la democracia además del igualitarismo en todas sus formas. Quizás su paradoja más notable es que, al mismo tiempo que impulsaron la liberación, para sobrevivir y triunfar crearon su propio régimen opresivo, pasando de “una violencia emancipadora a una violencia coercitiva” (Traverso, 2022: 46) Por todo ello, a las revoluciones habría que entenderlas desde el punto de vista de sus rasgos liberadores, pero también de sus vacilaciones, ambigüedades y errores, “todos ellos en su intensidad ontológica” (Traverso, 2022: 35).
El ciclo de revoluciones del siglo XX ha terminado. Desde hace más de tres décadas, cuando, parafraseando a Eric Hobsbawm, el colapso de la Unión Soviética y sus regímenes satélites puso fin al corto siglo que se inició con la Gran guerra y la Revolución rusa de 1917, no se ha asistido a un cambio de régimen, según las modalidades clásicas de la ruptura revolucionaria, en ningún país o región del planeta (Hobsbawm, 2010). No obstante, han existido revueltas e insurrecciones (como las ocurridas en la segunda década de este siglo en los países árabes), así como la emergencia de nuevos sujetos sociales que redoblaron los frentes de demanda y contestación y que, en ciertas zonas del mundo, conquistaron derechos antes ausentes o escasamente ponderados por partidos y movimientos ubicados en el amplio espectro de las izquierdas. Los feminismos, las disidencias sexuales, las personas racializadas, los movimientos ecologistas y de derechos humanos, han ido señalando zonas ciegas de las revoluciones precedentes, multiplicando las formas de subjetivación política y estableciendo profundos desafíos teóricos, políticos y estratégicos. La hipótesis de un capitalismo que ya no sólo produce crisis sino además catástrofes ecológicas, sanitarias, climáticas y políticas bajo la lógica de la autodestrucción (Lazzaratto, 2022) es actualmente el punto de partida obligado de las discusiones sobre la revolución como legado y horizonte futuro.
Arendt, H. (2010). Sobre la revolución. Madrid: Alianza.
Baker, K. M. (2018). “La révolution révolutionée”, Écrire l´histoire, núm. 18, pp. 37-58.
Bobbio, N. (dir.) (2022). Diccionario de política. México: Siglo XXI, p. 1415.
Di Meglio, G. (2008). “Lo ‘revolucionario’ en las revoluciones de independencia iberoamericanas”, Nuevo Topo, núm. 5, pp. 15-43.
Fontana, J. (2017). El siglo de la revolución. Una historia del mundo desde 1914. Barcelona: Crítica.
Furet, F. (1980). Pensar la Revolución francesa. Barcelona: Petrel.
Gargarella, R. (2015). La sala de máquinas de la constitución. Dos siglos de constitucionalismo en América Latina (1810-2010). Buenos Aires: Katz.
Hobsbawm, E. (2010). Historia del siglo XX. Barcelona: Crítica.
Koselleck, R. (1993). Futuro Pasado. Barcelona: Paidós.
Lazzarato, M. (2022). ¿Te acuerdas de la revolución? Minorías y clases. Buenos Aires: Eterna Cadencia.
Rojas, R. (2021). El árbol de las revoluciones. El poder y las ideas en América Latina. Madrid: Turner.
Traverso, E. (2022). Revolución. Una historia intelectual. Buenos Aires: FCE.
Ver también
Aceleración / aceleracionismo, Alternativa, Desarrollo, Descolonialidad, Dialéctica, Emancipación, Evolución, Igualdad, Poscapitalismo, Socialismo, Utopía / distopía, Utopía latinoamericana
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
ORCID: 0009-0007-3699-4560
La voz secularización reconoce diferentes orígenes, entre los cuales es posible identificar, con anterioridad a nuestro siglo, el jurídico, el estético, el político y el filosófico. Ya desde el novecento es posible hallar una extensión del término ampliada a las ciencias humanas y sociales, con matices implícitos y explícitos relacionados con la dimensión del futuro. Como veremos, el recorrido del concepto es a este respecto bidireccional: por un lado, en la medida en que su presencia es clave en sus caracterizaciones y usos, el futuro determina la secularización; al mismo tiempo, la secularización configura el futuro al producir un concepto intramundano que antes era tipificado de manera trascendente.
Morfológicamente, el término secularización procede del latín saeculum, “mundo”, directamente vinculado a la diferenciación cristiana entre “regla” y “siglo”. Esta dualidad teológica expone la díada vida monacal/vida mundana, la cual tiene su correlato jurídico-canónico y civil (Conze, 2004: 795). A partir de este binomio es pensada la distinción en el orden del ser entre la realeza de Cristo y cualquier realeza temporal. Hallamos las primeras apariciones de esta voz en los neologismos franceses séculariser (1586) y sécularisation (1559). Asimismo, una referencia de importancia está presente también en las negociaciones en torno a la Paz de Westfalia, en 1648. Empero, es recién en 1690 cuando leemos con más claridad el término en el diccionario de Furetière, donde aparece una definición del vocablo en un contexto jurídico: se lo entiende como la conversión en “secular” de una persona o lugar religiosos, llevada a cabo por la autoridad papal (Conze, 2004: 793). En este sentido, la Encyclopédie (1765) presenta referencias inequívocas al matiz del término:
es la acción de hacer secular a un religioso, un beneficio o un lugar que era regular […] Sería deseable que [Alemania] recurriese a la secularización para sacar de las manos de los eclesiásticos bienes que la ignorancia y la superstición prodigaron en otro tiempo a hombres a quienes el poder y la grandeza temporales apartan de las funciones del ministerio sagrado (Diderot, D’Alembert et al., 1765: 883).
Pero el desplazamiento es claro: aquí, la secularización no es algo realizado por el papa, sino por el monarca, precisamente en contra de los intereses eclesiásticos, sentido mucho más cercano a las resignificaciones filosóficas que presentará el término en el curso del siglo XIX.
Concomitantemente, podemos identificar el gesto de dotar al Estado –entendido como una creación específicamente moderna– de atributos asignados otrora a Dios o a la Iglesia. Sin dudas, habría que referirse a la obra de Hobbes y a su comprensión del Estado como un Deus mortalis, o a la propuesta de Rousseau de teorizar una religión civil para su orden jurídico-político. Como indica el ginebrino: “jamás se fundó Estado alguno en el cual la religión no sirviera como fundamento” (1964: 464). No obstante, para los modernos no será sino la Revolución francesa el acontecimiento clave que inspire a pensar un evento de tal magnitud, no solamente desde una perspectiva meramente humana, sino también a la luz de conceptos propiamente teológicos. En este sentido, Hegel se ocupa de tipificar el concepto de revolución a la luz de una racionalidad atribuida a la historia, antes que de un proceso de autoesclarecimiento de sujetos colectivos. Contemporáneamente, en una línea que ha sido entendida como “contrasecularización”, el saboyano De Maistre recupera en cierto modo ideas de Rousseau, aunque con una valencia políticamente opuesta: “Todas las instituciones imaginables reposan sobre una idea religiosa, o de otro modo no hacen más que pasar. Son fuertes y duraderas en la medida en que están divinizadas” (2007: 226). Esta reacción francesa hallaría sus ecos en otras latitudes. Por ejemplo, en una lectura histórico-teológica de los acontecimientos de 1848, escribirá Donoso Cortés: “toda afirmación relativa a la sociedad o al Gobierno supone una afirmación relativa a Dios, o lo que es lo mismo, que toda verdad política o social se convierte forzosamente en verdad teológica” (1943: 469).
De manera inequívoca aparecen notas importantes relacionadas con la secularización, articuladas con la díada trascendencia/inmanencia, en la obra de Marx, para quien la crítica de la religión se presenta como condición necesaria de toda crítica política y del derecho, puesto que no ha de ser posible llevar a cabo un desenmascaramiento de las formas profanas de autoalienación humana sin hacer lo propio con sus formas sagradas:
Una vez desaparecida la verdad del más allá, la tarea de la historia es establecer la verdad del más acá. Una vez desenmascarada la forma sagrada de la autoalienación humana, la tarea de la filosofía que esté al servicio de la historia ha de consistir, ante todo, en desenmascarar esa autoalienación bajo sus formas profanas. La crítica del cielo se transforma así en crítica de la tierra, la crítica de la religión en crítica del derecho, la crítica de la teología en crítica de la política (Marx, 1976 [1843]).
Por último, comentando los acontecimientos revolucionarios de 1848, afirmará el anarquista Proudhon: “Es sorprendente que en el fondo de nuestra política nos encontremos siempre a la teología” (1849: 61). De esta manera, es posible percibir nítidamente la presencia de una estrecha correlación entre teología y política, transversal a las diferentes tradiciones protagonistas de la modernidad.
Con todo, como ha señalado Monod (2015: 48), existe una anfibología estructural en el universo de referencia de la “secularización” en el siglo XIX: por un lado, es pensada como una transposición de contenidos trascendentes hacia la inmanencia; por otro, es inteligida en clave emancipatorio-revolucionaria, como el acto a través del cual el ser humano se desprende de sistemas normativos de fundamento trascendente, rompiendo así las cadenas –trascendentes– que reprimían su libertad. Esta ambigüedad sería explícitamente disuelta por la cifra formulada por Schmitt, con su conocido dictum según el cual “todos los conceptos sobresalientes de la moderna teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados” (2015: 43). A través de este apotegma, reformulado ulteriormente en diversos textos, Schmitt integra ambas dimensiones al interior del así llamado “teorema de la secularización”, núcleo duro de su teología política, al abarcar el progresismo revolucionario del siglo XIX bajo dicho locus, el cual sería desarrollado ulteriormente por otros autores, bajo la reinterpretación de la escatología, el mesianismo y el pensamiento apocalíptico.
La cifra de Schmitt abriría no solamente una discusión acerca del origen del Estado, sino también sobre los orígenes, crisis y derroteros de la modernidad. De igual modo, en el prefacio a la segunda edición de su Teología política, en 1934, al referirse a las palabras de Forsthoff y Gogarten, escribiría: “Sin el concepto de secularización no es posible comprender la modernidad” (2015: 7). Estas formulaciones adquirirían una patente notoriedad y se convertirían en el polo de referencia para las controversias en torno a la secularización. Esta huella puede rastrearse con total justificación en los textos de Taubes (1993), Löwith (2004) o Koselleck (1979), en la interpretación de la secularización como filosofía de la historia, desde la fe bíblica en la consumación hasta la escatología inmanentizada. En la segunda mitad del siglo XX estallaría el debate en torno al citado teorema en las ciencias humanas, con destacados aportes de Lübbe, Blumenberg y Cohn, entre otros.
La idea de futuro contenida en la operación comprendida como secularización del corpus judeocristiano se encuentra determinada por su carácter soteriológico, el cual se autoinstituye como norma para ser cumplida a los efectos de alcanzar un determinado estad(i)o, al cual no es posible arribar sino a través de la celosa observancia de determinadas conductas. Aquí es central tener en cuenta que, más allá de algunas excepciones, por cierto fundamentales –por ejemplo, la homología entre Dios y el Estado–, el fenómeno reconocido bajo esta tipificación no aparece en los textos confrontando vis a vis instancias por secularizar y elementos secularizados. Noblesse obligue, es preciso reconocer que nos referimos aquí estrictamente a la tradición judeocristiana. En la medida en que en la modernidad el futuro comienza a ser inteligido como un espacio inasequible, el ser humano se encuentra forzado a aceptar y proseguir su derrotero entendido como incalificable: el drama de la historia no ha de ser sino la conciencia de que ella misma es el reino de la libertad, pero, simultáneamente, el de una libertad signada por una marca de origen cristalizada en la condición pecaminosa del ser humano. Es por esta razón que se hace impostergable la necesidad de explicar la relación entre historia y la libertad humana, entendida como su condición de posibilidad, que en el Medioevo aparece signada por el problema del pecado y de la maldad en el mundo. En un texto decisivo sería Cohn (1957) quien se ocuparía de echar luz sobre el milenarismo medieval y el anarquismo místico, sistematizando doctrinas que abarcan desde la patrística hasta la Baja Edad Media, pasando por los debates con el gnosticismo, presentes desde los textos de Ireneo de Lyon y Tertuliano hasta Orosio y las influyentes tesis de Joaquín de Fiore. Según el historiador londinense, aparecería en las lecturas quiliásticas de las Sagradas Escrituras una manipulación del futuro articulada sólidamente en torno a una salvación a) colectiva, b) inmanente, c) inminente, d) definitiva, y e) milagrosa. Sus investigaciones han de ocupar un lugar de relevancia para establecer un vínculo argumental –específico y no genérico– con la soteriología secularizada en doctrina revolucionaria de los siglos XIX y XX.
No es posible sintetizar, sin matices, en una sola cifra, el derrotero de los futuros contenidos en la secularización del citado corpus. Con todo, en consonancia con el citado teorema de la secularización, pero mutatis mutandis también en las ulteriores lecturas de Taubes y Löwith, es posible reconocer un estrecho vínculo con el pensamiento revolucionario, entendiendo por ello la idea según la cual el ser humano interviene en la historia de una manera disruptiva para poder traer a la Tierra aquellos bienes prometidos que estaban en los cielos. Nos referimos claramente a un significado, por así decir, moderno del término revolución, articulado con los universos de sentido de las Revoluciones francesa y rusa, antes que con el de la Revolución Gloriosa de 1688, donde el vocablo aparece asociado a estratos de significado premodernos, vinculados a la idea de un retorno al origen, tal como lo expresara Koselleck (2006: 241). En este sentido, la intervención humana en el tiempo implica su resignificación y, consecuentemente, una tesis sobre la capacidad redentora y purificadora del futuro, precisamente, del espacio de futuro, “espacio de tiempo”, en palabras de Hölscher (1999). Como escribe Marramao, se trata de “colonizar el futuro” (1998), de aquí el vínculo entre utopía y revolución. En consecuencia, el espacio debe ser “aniquilado”. En efecto, el ideario de inspiración marxista no se detiene en las fronteras del Estado burgués-capitalista, sino que cifra su doctrina en un internacionalismo articulado en torno al concepto de clase. Como indica Marx, no se trata de hacer la revolución parcial, que deje indemnes las columnas portantes de las relaciones de dominación, sino, por el contrario, de efectuar la revolución radical en busca de la emancipación universal, la cual se encuentra localizada en un espacio situado en el futuro, a partir del cual se justificará la violencia ejercida contra la organización espacial injusta del presente.
Así, mientras que, en la modernidad, la espacialidad implica una articulación del presente en torno a la configuración de un orden ético-político –como indica Galli (2002), como una mediación pontificial secularizada–, el pensamiento revolucionario presenta una idea de futuro reveladora de sentido para los procesos precedentes. Por esta razón, en los grandes teóricos de la soberanía –de Hobbes a Schmitt– aparece una fuerte crítica de la utopía y de la revolución, contenida precisamente en la idea de manipulación del futuro. Como señala Dotti (2022: 291), esta cifra se presenta en “la paradójica manipulación del tiempo –el pasado y el futuro– para el cuestionamiento radical del orden estatal –el presente regulado espacialmente–”.
De aquí que, en una conocida fórmula, Löwith caracterice la doctrina de Marx como un “mesianismo histórico” (2004), en la cual la meta final de la sociedad comunista aparece, en su teoría, como un reino de la libertad despojado de propiedad privada y de dominación: un “paraíso secularizado”. Es en virtud del contenido de la promesa que ha de ser necesario llevar a cabo acciones históricamente excepcionales, que justifiquen dosis importantes de violencia –justa–. Por supuesto, esta consideración escatológica se encuentra estrechamente ligada a una concepción sacrificial de la vida, en virtud de la cual es posible, deseable y, sobre todo, políticamente necesario dar la vida por ese futuro colectivo –la clase, la comunidad, el género humano–. Esta representación gozó de gran prestigio y adhesión durante parte de los siglos XIX y XX, pero ha sido fuertemente cuestionada luego de las masacres de la Segunda Guerra Mundial y de los fenómenos dictatoriales. Simultáneamente, en la segunda mitad del siglo XX el avance de la legislación doméstica e internacional en la ponderación del valor insustituible de la vida de cada ser humano –por ejemplo, los derechos irreductible e inmediatamente humanos– puso en cuestión ese tipo de argumentaciones.
En la actualidad, se use o no el término de manera explícita, el concepto de secularización ha ganado una notoria presencia en la política, en el derecho y en las ciencias humanas y sociales. Su declinación de futuro ha quedado en las últimas décadas pétreamente articulada a la cuestión del progreso. De hecho, aún con derivas no siempre transparentes, el maridaje entre secularización y progresismo ha encontrado un fuerte eco en la esfera pública de la contemporánea sociedad de masas. Sin lugar a dudas, luego de dos guerras mundiales y del laboratorio político que ha sido el siglo XX, es posible percibir un retroceso del derrotero escatológico ligado al concepto de revolución. En las postrimerías del siglo XX, la bien o mal llamada posmodernidad ha propiciado un vocabulario renovado que resemantiza este hontanar de ideas a la luz de profundas críticas, ya no en clave anticapitalista o de dominación de clase, sino directamente de las formas de la estatalidad –de aquí la continuidad entre la estatalidad moderna y el Konzentrationslager–. Dos hitos importantes en las últimas décadas pueden encontrarse en las referencias a la publicación de las lecciones de Taubes (1993) sobre la teología política de San Pablo, y en el comentario de Agamben (2000) a la Carta a los Romanos. En medio de una estatalidad barroca, que ya cuenta con un siglo de crisis en su haber, en las últimas décadas, el Estado de derecho democrático parecería haber granjeado cierto prestigio provisional –ciertamente obligado a plebiscitarse tous les jours–, pero impuesto en grandes partes del mundo, como una manera de estabilizar de manera legítima la lucha hermenéutico-política por la resignificación del futuro. El alcance que pueda tener este frágil equilibrio constituye, en rigor de verdad, una terra incognita.
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Aceleración / aceleracionismo, Derechos humanos, Desarrollo, Emancipación, Futuro, Escatología, Evolución, Frontera / límite, Humanidad / humanismo, Individuación, Legalización, Posdemocracia, Revolución, Seguridad jurídica, Tiempo (Nietzsche)
Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales, Universidad Nacional de La Plata
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas, Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
ORCID: 0000-0002-4986-9802
El constructo seguridad jurídica ha poblado el vocabulario jurídico-político occidental desde la década de 1950. Si bien se trata de una categoría perteneciente al sistema jurídico del área lingüística germana, su actualización mediante una traducción constante a diversas lenguas ha definido su carácter global. Esta expansión geográfica acompaña el uso inflacionario de la expresión, omnipresente en el discurso jurídico-político occidental. La doble ampliación del lema responde a una característica del discurso jurídico contemporáneo, que reposa más en su alto carácter emocional que en su precisión técnico-jurídica. De allí la importancia de los estudios de retórica para la comprensión del derecho en la actualidad.
Si debiera proponerse una definición-guía para ingresar al concepto podría decirse que este principio ha funcionado en la sistemática jurídica como un motivo-guía que informa la garantía de los derechos subjetivos frente a la acción estatal. De allí surge una primera aproximación explicativa de la recursividad tópica del presente, dado su estrecho vínculo con el paradigma de los derechos humanos de la posguerra, los cuales fueron erigidos como límite a los Estados totalitarios. Montado sobre dicho paradigma, el principio ha funcionado como una figura argumental irrefutable, esgrimida, muchas veces, de manera cosmética para legitimar el despliegue de múltiples dispositivos antiestatalistas, aunque no por ello menos disciplinantes. Cierto automatismo retórico vacía su sentido. Esta cualidad discursiva no es del todo inocente. La palabra vacía se esgrime para ocluir la instauración de nuevos dispositivos de control que son elididos por la retórica jurídico-política. Esto último es razón suficiente para volver sobre este principio: mediante una historización del sintagma, se puede establecer un zócalo que devele las aporías que insisten tras una retórica que intenta banalizar su contenido.
Desde el plano político, este principio es heredero del liberalismo alemán decimonónico, y se conecta en una red conceptual con otras voces clave que cifran el sentido del término: “Estado de derecho” y “autonomía”. El primero surgió, en la ciencia jurídica alemana, a partir de una oposición contraconceptual con respecto al Estado de policía. En su momento de formación, es decir, en la tercera década del siglo XIX, el Estado de policía se definía tanto por su relación con la disciplina jurídica que se enseñaba en las universidades para conocer el actuar de la administración –la ciencia de policía– como por una rotulación negativa –denunciante de una forma de organización estatal que, para los liberales alemanes, regulaba el Estado como una maquinaria y convertía a los sujetos en meros engranajes– (Stollberg-Rilinger, 1986). Frente a dicha metáfora de innegables tintes emotivos, se propuso crear un Estado de derecho, cuya función fuera reducir o disciplinar aquel poder de policía –administrativo estatal– generando, de este modo, una zona de autonomía privada. Dicha propuesta se hallaba condensada en La ciencia de policía según los principios del Estado de derecho, de Robert von Mohl (1832-1834), quien proponía un nuevo derecho administrativo [Verwaltungsrecht], resultante de conciliar la autonomía individual con los intereses del Estado (von Unruh, 1983). Al calor de la teoría económica liberal-clásica, el nuevo espacio de autonomía serviría a los sujetos para desplegar sus aptitudes sin limitación alguna, lo cual generaría un crecimiento del mercado y de la felicidad pública. Ahora bien, el retorno policial del Estado era una amenaza latente. De allí, que la seguridad jurídica apareciera como una garantía protectora.
El Sonderweg alemán decimonónico reclamaría, sobre todo, un límite al fenómeno estatal para liberar el desarrollo económico. El reclamo por mayor seguridad jurídica se postuló durante el siglo XIX, a la manera weberiana, como garantía de cálculo [Kalkulierbarkeit] de la cual debían gozar los individuos para efectuar sus acciones económico-racionales (Mohnhaupt, 2021: 67). Sin embargo, el debate no desestimaría algunas formas de acción estatal. Sobre todo, aquellas desplegadas para evitar las revoluciones, mediante una compensación de las desigualdades que eran producidas por la industrialización: pobreza, prostitución, delincuencia, etc. (Chignola, 2004: 38).
Visto desde la historia del derecho, puede afirmarse que la ciencia jurídica moderna respondió a este mandato de “calculabilidad”. Así, el principio de seguridad jurídica informó la propuesta de generar un sistema de derecho basado en la certeza jurídica que otorgaba la ley. El “imperio de la ley” fue esgrimido, entonces, como el modo de desplazar la incertidumbre que producían las opiniones de los juristas como fuentes del derecho, imponiendo la certeza de una ley clara y sencilla. Al mismo tiempo, se buscaba disciplinar a unos jueces cuya tarea había sido encontrar un derecho correspondiente al caso –casuismo– (Tau Anzoátegui, 1992). De este modo, una disciplina novedosa de ajuste a la ley se legitimó como el modo de garantizar el autogobierno de los sujetos, al tiempo que producía una autodisciplina. La idea de un código sistemático para la autorregulación de la sociedad civil devino en el correlato del ideal de la autonomía subjetiva. De este modo, el Estado se limitaba jurídicamente, y podía actuar, exclusivamente, ante la demanda de parte en el incumplimiento contractual. Así, la declamada reducción del Estado se tradujo también en la garantía constitucional, que imponía una organización y un procedimiento judicial reglado y predispuesto para proteger a los ciudadanos y habitantes frente a la arbitrariedad del poder estatal. El principio político de la seguridad jurídica pasó, así, a concretizarse en variados dispositivos jurídicos: códigos, tribunales, procedimientos de actuación. Estos, a su vez, producían un nuevo sujeto ideal sancionando la desviación. De este modo, se disciplinaba declarando la libertad.
Ahora bien, este ideal abierto al futuro se basaba en un punto ciego: la persistencia de las prácticas administrativas estatales a través de la policía. Punto de contradicción que solo se hace comprensible ante una concepción de la igualdad limitada a determinados sectores sociales. Es así que la seguridad jurídica se convirtió en un principio criticado como conservador ante la demanda de justicia social e igualdad. Sin embargo, dicha crítica, extendida sobre todo en la primera mitad del siglo XX, fue rápidamente sorteada con la inscripción del sintagma en la gramática jurídica posdictatorial europea de la posguerra.
Visto desde el presente, el olvido de ese origen se efectuó a través de una operación de sentido, actuada con el recurso a latinismos de dudosas filologías –como securitas iuris–, que reenvían el principio al derecho romano y generan una conexión entre el siglo II y el presente. Ello permitió a los juristas insistir en una retórica armada de entelequias y sin conciencia histórico-conceptual. Finalmente, cabe insistir en que, al imaginario cifrado en el fantasma policial del Estado absolutista del siglo XIX, se sumaría el temor al Estado autoritario-totalitario de la primera mitad del siglo XX, permitiendo su actualización y globalización, en particular en manos del constitucionalismo contemporáneo. Así, alentando su emotividad figuracional, construida mediante una serie de borramientos y reescrituras, se pudo sostener la seguridad jurídica como un punto de referencia del derecho público occidental, incluso cuando las mutaciones gubernamentales se opongan a muchas de las premisas liberales clásicas que forjaron el principio.
Como puede observarse, la definición político-jurídica decimonónica presenta una temporalización del concepto que puede figurarse con un rostro jánico. Desde el plano del imaginario político, el principio se define con una mirada hacia el pasado, a partir de la cual se presenta como la superación de un “estado de cosas” caracterizado por la imprevisibilidad, la heteronomía y la arbitrariedad. Estos fantasmas construidos por la historiografía constitucional y política funcionaron como herramientas de legitimación del concepto durante los siglos XIX y XX. Así, las representaciones de la historiografía jurídica en torno al caos, la anarquía y el despotismo –ya fuera estatal, absolutista, caudillesco, etc., dependiendo de los espacios geográficos–, fungieron contraconceptualmente como el sostén último de un principio político caracterizado por su fuga inacabada hacia el futuro. Dicho lanzamiento del principio hacia el futuro definía un “horizonte de expectativas”, que se manifestó como una demanda de mayor aseguramiento frente a la angustia existencial del sujeto de derecho. Esta característica colocó al constructo seguridad jurídica como un concepto-guía [Leitbegriff].
Ahora bien, desde mediados de la década de 1970, el concepto ha presentado algunas modificaciones con respecto a su temporalización, que se deben a su modificación pragmática y semántica. La seguridad jurídica fue adquiriendo una nueva función en la retórica neoliberal, más conservadora del orden que propulsora de mejoras. Es decir, pasó de concebirse como una herramienta jurídica de cambio social a representar una fórmula para asegurar el sistema jurídico frente a lo social –percibido como extrajurídico–. De este modo, su invocación ha servido en muchos casos para rechazar las demandas sociales, ya sea mediante la figura de la prescripción de delitos pasados, la inexistencia de relevancia jurídica de los reclamos, la inadmisibilidad formal de los pedidos de justicia, etc. Esta nueva función protectora del sistema jurídico precipita sobre lo político y económico, cuyo estado de situación se enseña como una suerte de fin de la historia. Este presentismo observa todo aquello que exceda el orden jurídico político actual como una amenaza. Este quiebre del imaginario del progreso inacabado ha dado lugar a una inversión radical, que propone una defensa ante el cambio. Pero este giro en la temporalización conceptual es solo un indicador de un quiebre mucho mayor en la gubernamentalidad del presente. Cabe observar esta modificación con mayor precisión.
Si se busca aislar el principio en su uso político cotidiano en el presente, se recoge su cita, mayormente, en discursos economicistas. Ahora bien, su anexión a la retórica económica no implica per se una continuidad de los principios que regían la relación entre la seguridad jurídica, los derechos liberales-clásicos y los dispositivos jurídicos predispuestos para su aseguramiento. En efecto, si se estudia su relación con el concepto de autonomía, se advierte que aquella zona de libertad creativa centrada en el homo œconomicus de la primera mitad del siglo XIX fue declinando, a finales del siglo XX, hacia la capacidad creadora de bienes de las empresas y corporaciones como sujetos de derecho privilegiados. De manera que la invocación al principio se fue reservando, casi exclusivamente, como fórmula de protección para los grandes inversores, las empresas económicas, etc., frente a las regulaciones jurídicas estatales. Como corolario de este desplazamiento, se ha venido reduciendo la esfera de protección jurídica del sujeto contemporáneo, redefiniendo la subjetividad jurídica no ya como ciudadanos, sino como consumidores, Así, tuvo lugar un doble desplazamiento –de sujetos a empresas y de derechos constitucionales a derechos comerciales– que habilitó una capacidad regulatoria que, paradójicamente, se fue ampliando cada vez más sobre todas las esferas existenciales del sujeto de derecho, salvo sobre aquellas protegidas por los celebrados “derechos del consumidor” (Lewkowicz, 2004).
Por otra parte, esta inversión redefinió también la correspondencia entre la seguridad jurídica y el otro par conceptual que la acompañó desde su momento genético: el “Estado de derecho”. El rol crítico que había portado este concepto contra el llamado Estado de policía comenzó progresivamente a modificarse a partir de la década de 1970. Por un lado, en cuanto a la temporalización, si bien el concepto continuó refiriéndose al pasado como un espacio de experiencias que justificaban la instauración del orden liberal, comenzó también a utilizarse como un principio defensivo ante un futuro amenazante. Este nuevo rostro tutelar fungió como una justificación para el despliegue de medidas de excepción para su sostenimiento modificando, así, tanto su significado originario como su relación con la seguridad jurídica. En efecto, el rencuadre de esta última en la tópica del derecho transnacional económico permitió el aislamiento de la categoría de seguridad, ahora desvinculada de la defensa de los sujetos, y pasó a comprender las medidas de protección del Estado frente al terrorismo internacional, el narcotráfico, etc. La centralidad de este nuevo significante despojado de la adjetivación “jurídica” invirtió los presupuestos del liberalismo clásico. De manera que la “seguridad” de los individuos del primer constitucionalismo, centrada en la vida, propiedad y libertad, comenzó a desplazarse hacia la esfera puramente biológica, lo cual ha brindado un plafón para la expansión, cada vez mayor, de los dispositivos de control social y policial de los Estados frente a las enfermedades, el terrorismo, las migraciones ilegales, etcétera.
En el sistema de derecho actual ello se observa en tres espacios diversos. En la proliferación de la teoría del estado de excepción dentro del campo político-constitucional, en los extendidos poderes de policía del derecho administrativo y en la teoría penal del enemigo dentro del campo del derecho penal. En su interconexión esto ha culminado en una inversión total del principio con respecto a su momento genético. Desde el plano jurídico, esto es notorio a partir de la expansión ilimitada de nuevas expresiones legisferantes: protocolos, decretos de necesidad y urgencia, códigos contravencionales, etc., todos de una controvertible constitucionalidad y cuya fuerza de ley descansa en el argumento sobre la “peligrosidad” del estado de cosas. Desde el plano institucional, se asiste paralelamente un inusitado crecimiento de “agencias de seguridad” estatales y no estatales, las cuales no solo se constituyen de manera oscura, sino que ingresan de manera compulsiva, y sin garantía alguna, en las otrora defendidas esferas de autonomía privada-subjetiva.
Este nuevo estado de situación ha impactado en una mutación teórica al interior de la ciencia jurídica “académica”, donde se produjo una nueva categoría para dar cuenta de los nuevos dispositivos desplegados en las últimas décadas: el “Estado de seguridad” (Frankenberg, 2010). Efectivamente, mientras que la ciencia jurídica describe una nueva tecnificación estatal, en el campo político continúa utilizándose el principio de seguridad jurídica sin saber muy bien a qué se está haciendo referencia. Lo que sí puede asegurarse es la nueva función del significante: la de trabajar como un velo que esconde, mediante la inmunización que otorga el imaginario emotivo, las extendidas prácticas de control social, tanto estatales como privadas, que duermen a la sombra de la Constitución.
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Autonomía, Derechos humanos, Igualdad, Individuación, Legalización, Narcopolítica / necropolítica, Posdemocracia, Posmodernidad, Secularización
Fondazione Luigi Einaudi (Turín, Italia)
ORCID: 0000-0003-1801-8738
De acuerdo con el Geschichtliches Grundbegriffe, “socialismo” pertenece a la categoría de los “conceptos de movimiento orientados hacia el futuro” (Schieder, 1984: 923). Antes que un mero concepto político moderno determinado por pretensiones teóricas de transformación política, tiene la característica de haber alterado desde su nacimiento dicha dinámica, perteneciente a conceptos políticos anteriores, para instituir una nueva relación entre imaginario, política, ciencia y sociedad. Su surgimiento es síntoma de una nueva relación política que imprime politicidad al “movimiento de la sociedad moderna” (Mauss, 2023), a través de la articulación de una preocupación colectiva por su futuro. La irreductibilidad del movimiento al concepto político está estrechamente vinculada a la capacidad del primero para instituir transformaciones de las costumbres, prácticas y usos de los grupos que componen la sociedad. Al nacer como respuesta al desmembramiento de las sociedades tradicionales y de sus formas organizativas, el socialismo es más que una respuesta política a “lo político” moderno, pues busca la institución de prácticas económicas y religiosas para cambiar el curso de la reforma liberal de las sociedades modernas.
Adentrarse en la historia del socialismo, concebido como movimiento de la sociedad moderna cristalizado en la alteración de sus instituciones, prácticas y costumbres, implica acercarse a un nuevo tipo de reflexividad. En efecto, se vuelve necesario un esfuerzo histórico-conceptual capaz de captar condiciones de posibilidad presentadas por una “filosofía social” (Descombes, 2007) para poder comprender la complejidad presentada por el socialismo a la historia moderna, a los futuros pasados. Pero es tal vez más importante tener en cuenta que, como imaginario moderno, el socialismo no se reduce a una síntesis lingüística en la palabra, sino que abarca y es instituido por las prácticas y costumbres de grupos específicos en contextos y realidades concretas. Es decir, el surgimiento de la palabra no necesariamente comporta la institución del imaginario que le da sentido social. Si se desobedece el carácter radicalmente social con el que se instituye el imaginario, se corre efectivamente el riesgo de perder de vista la especificidad histórica en la que se puede empezar a hablar de socialismo propiamente dicho, es decir, sólo después y no antes de la Revolución francesa.
Se le han dado al menos tres posibles orígenes a la palabra. Su surgimiento se da en el contexto de los manuscritos privados del abate Emmanuel-Joseph Sieyès, pocos años antes de la Revolución francesa. El “traité du socialisme”, que debía tratar sobre el “fin que se propone el hombre y los medios para conseguirlo” (Branca-Rosoff y Guilhaumou, 1998: anexo 1), nunca se publica. Como simple palabra, entonces, los orígenes del socialisme yacen en la société civile, que desde el siglo XVII y en particular en el siglo XVIII transforma el sentido etimológico de socius como asociación, como asociación de un grupo de hombres. En Sieyès, socialisme (socialistae en Alemania) se asocia entonces a la filosofía del derecho natural, primero a Grotius y Pufendorf, después a los enciclopedistas, la cual desencastra la asociación de los grupos humanos a través del principio de la socialitas, que coloca al individuo y su interés en el centro de la constitución de cualquier sociedad civil. Con ello, la societas pasa de ser una parte de la sociedad a ser homónima al cuerpo político completo, la sociedad civil compuesta por individuos (Schieder, 1984: 924-27; Branca-Rosoff y Guilhaumou, 1998: 45-51), a su vez contraparte especular del Estado. La palabra socialisme que surge antes de la Revolución francesa queda oculta detrás del dispositivo científico-político que busca crear (González, 2021). Lejos de ser un concepto histórico o un imaginario, se sintetiza como parte de un mecanismo que estaba intentando crear la sociedad civil de individuos.
Con la Revolución francesa, y la puesta en acto de este dispositivo por el que se busca codificar la sociedad civil y su Estado, surgen una serie de tensiones producto de la precipitación del conjunto de cuerpos de la sociedad estamental en una sociedad civil. El proyecto reformador del abate Sieyès inaugurado en su famoso panfleto “¿Qué es el tercer estado?”, al proponer la abstracción representativa de los cuerpos en una Nación donde todos sus individuos estarán representados (Sieyès, 1991: 238), junto con los proyectos legislativos de D’Allarde y Le Chapelier, que buscaban disolver las corporaciones del trabajo y prohibir la reunión de los gremios y cuerpos, dan cuenta que ese mecanismo buscaba desagregar la sociedad corporativa para construir una sociedad civil de individuos. Si diferenciamos la palabra del imaginario, es porque precisamente el mecanismo encarnado por la ciencia política moderna, del cual la palabra socialisme no es más que una expresión pasajera, no introduce futuro en la sociedad moderna. Es decir, no es el imaginario con el cual los grupos de la sociedad buscaban sus condiciones de existencia, sino el dispositivo que buscaba su cristalización a través de la figura del individuo, condición de posibilidad para la legítima concepción del Estado.
A diferencia de la marginal existencia de la palabra antes de la Revolución, el imaginario encarnado por los grupos del trabajo, las antiguas corporaciones que fueron el primer objetivo de disolución de la agenda revolucionaria (Sewell, 1997), surge como contestación radical a aquel mecanismo. En efecto, es con y contra al concepto de futuro del individuo de la sociedad civil, el individualismo, que el concepto se instituye entre las décadas de 1820 y 1830, entre Francia, Inglaterra y Alemania (Piguet, 2008). Pero es antes que nada “sin la palabra” que el imaginario, a lo largo de las primeras dos décadas del siglo XIX, se construye, a través del recorrido conjunto del “horizonte popular” parisino –habitado por los colectivos del trabajo (Cottereau, 1997; Gribaudi, 2014)– y de C. H. de Saint-Simon, primero, y sus discípulos después. Condensando un recorrido científico-social de dos décadas, Saint-Simon ofrece tal vez el principio que mejor señala el imaginario del socialismo, en la medida en que es precisamente correlato del movimiento de su sociedad. Para el pensador quimérico, hablando a la legislatura de la Restauración en 1820, había que “terminar” la Revolución. El “único medio” para hacerlo era “poner en actividad política directa las fuerzas que se hicieron preponderantes”; había que “llamar a los industriales y savants a formar el sistema político que corresponde al nuevo estado social” (Saint-Simon, 1820: 54). El socialismo surge entonces como la búsqueda de la coordinación de los movimientos de la sociedad, al poner a las instituciones de los grupos industriales o trabajadores en contacto con el resto de la nación, y el Estado en particular.
Irreductible entonces a una mera radicalización del proyecto revolucionario, e incluso más a la unificación del soberano encarnada en la Reacción, el socialismo se instituye antes que nada a través de la cristalización de la búsqueda de integración de los grupos del trabajo a la nación. Al hacerlo, sin embargo, desplazan el precepto representativo de la Nación liberal de Sieyès, fundado en la legitimidad estatal del individuo. Es a través de la asociación de los grupos en los espacios que habitan, sin olvidarse de sus costumbres y prácticas, que el imaginario surge y se discute. Con ello, se instituye el regreso del pensamiento “progresista” al mundo de la vida concreto (Mannheim): es la condición de posibilidad de futuro de sus grupos. Ciencia y sociedad se sintetizan en la ciencia social con la que nace el imaginario socialista (Durkheim, 2010; Mauss, 2023; Callegaro y Lanza, 2015), que justamente se ocupa de la búsqueda de “la tradición y el prejuicio” que le conviene a la sociedad posrevolucionaria (Brahami, 2016: 191). Con el sentido social que adquiere el imaginario entre los grupos del trabajo y los “industriales” en Francia, se crean las condiciones para que los problemas que plantean al régimen de la Reacción y, después, a la Monarquía de Julio (1830-1848), se sinteticen en el concepto socialismo a manos de Pierre Leroux.
El hecho de que el imaginario –o el concepto con la palabra– haya surgido en un contexto específico (es decir, en el “horizonte popular” de las industrias parisinas, lionesas, o del otro lado del Canal de la Mancha, en las que convivían trabajadores, líderes industriales, savants y científicos), no significa que la palabra haya dejado de ser objeto de debates y apropiaciones políticas. Se podría incluso decir que la aparición de la palabra en 1833 vuelve a abrir una discusión en torno a sus sentidos, los cuales son apropiados por distintos grupos que son no sólo socialistas sino también monarquistas, teólogos, legitimistas, republicanos, etc. Louis Reybaud, Julius Stahl, Donoso Cortés, o el mismo Lorenz von Stein hacen uso de la palabra para denunciar a los mismos grupos de trabajadores y la política que estaban instituyendo (Schieder, 1984). A diferencia del imaginario socialista, sin embargo, éstos ponían en línea de continuidad los “antiguos” y los “nuevos” socialistas, para crear la “vulgata” (Abramson, 2014) sobre el socialismo con base en la palabra: que es la continuidad o radicalización de las políticas liberales que asientan a la nación en el Estado de la sociedad civil.
Desde entonces, la palabra ligada a la vulgata y el socialismo como imaginario instituido por los movimientos de la sociedad han puesto en tensión la relación del concepto con el futuro. Pues si para la primera se trata de construir una sociedad a partir de la disolución de las sociedades, para el segundo se ha tratado de integrar las sociedades, que componen la mayoría, en sus instituciones y a través de sus movimientos. Han sido los “desacuerdos” (Rancière, 2012) acumulados, entre la palabra y el imaginario, los que en repetidas ocasiones han ocultado el sentido social para la coronación de la vulgata. La singularidad del socialismo como concepto político, imaginado con y a través de las prácticas que lo instituyen, comúnmente se ha disuelto a través de los usos de la palabra. No obstante, la potencia instituyente del imaginario le permite volver a colocarse en el centro de las discusiones acerca de las posibilidades de futuro que las sociedades modernas buscan. Esto permite ir más allá de la suposición de su “muerte” con la caída del Muro de Berlín, para reflexionar en cambio sobre los futuros pasados que han acompañado su historia, en la medida en que ha sido un imaginario que puede instituir un actuar político de los grupos preponderantes de una sociedad a través de su asociación. Su actualidad yace entonces no tanto en la palabra con la cual se conjuga el movimiento de la sociedad, sino en las instituciones que sus grupos –comúnmente trabajadores– discuten y reflejan a través de la construcción de movimientos regulados por las mismas prácticas y costumbres que instituyen a las sociedades modernas.
Abramson, P.-L. (2014). Mondes nouveaux et Nouveau monde : les utopies sociales en Amérique latine au XIXe siècle. 2a ed. Dijon: Les Presses du réel.
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Alternativa, Desarrollo, Emancipación, Imaginario, Poscapitalismo, Posmodernidad, Revolución, Utopía, Utopía latinoamericana
Departamento de Historia, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas, Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
ORCID: 0000-0002-3903-3892
El sueño americano es probablemente el conjunto de ideas más resonante sobre la identidad estadounidense. Se asocia con valores tales como libertad e individualismo, pero mucho más con la igualdad de oportunidades, más precisamente con las económicas, respecto de la capacidad de acumulación y consumo. Es evocado constantemente en la literatura y el cine, pero también resalta en los discursos políticos y se filtra en el sistema educativo de todos los niveles de la mano de la idea de meritocracia. Lejos de ser una formulación conceptual, intelectualizada, forma parte de una construcción cultural que fue forjando el sentido de identidad nacional a través de los siglos. Es un conjunto de ideas que propende al “involucramiento emocional con el propio país”, el orgullo nacional, sin lo cual no puede pensarse un debate político imaginativo y productivo, ni menos aún la superación personal (Rorty, 1998: 3). Su fuerza radica, principalmente, en su capacidad de proyectarse en el futuro, independientemente de la evidencia palpable del presente, para alcanzar a las siguientes generaciones. En el sueño americano se han depositado, a modo de leitmotiv, las aspiraciones de inmigrantes, minorías étnicas y religiosas, asociaciones políticas y de negocios y, sobre todo, las de los trabajadores. También ha sido un dispositivo de propaganda de la política exterior y es constitutivo del patriotismo militarista que domina en las últimas décadas (4).
Analizar el sueño americano implica una serie de operaciones tales como historizar su emergencia y desenvolvimiento a través del tiempo, identificar y desplegar cada una de las variables asociadas al término –políticas, sociales, económicas, culturales–, considerar su aplicación –en la industria cultural, en discursos políticos o corporativos– y sus efectos, etc. Las ciencias humanas lo han abordado en sus manifestaciones culturales –crítica literaria sobre determinadas obras– o en fenómenos o procesos históricos asociados con ese ideal, desde el punto de la filosofía, la ciencia política, la antropología, la historia, etc. Entre las nociones y consideraciones más extendidas al respecto se hallan aquellas ligadas al éxito. Sobre esas expectativas se monta la crítica social, política, económica y cultural, lo cual supone una doble dimensión conceptual del sueño americano: por un lado, la proyección aspiracional de ascenso social y/o prestigio personal y, por otro, una impugnación a la validez y vigencia de ese ideal. Es así que el horizonte de expectativas del sueño americano ha suscitado discursos que denuncian realidades sociales opuestas de explotación, segregación, sometimiento, etc. Aquí se propone un análisis histórico que toma en cuenta las principales variables que incidieron en la construcción de ese ideal y sus efectos en la actualidad.
El sueño americano ha operado por muchas generaciones como una guía para la práctica asociada con la posibilidad de alcanzar el éxito –en términos amplios– a través del esfuerzo individual (Hochschild, 1995: xi). El término fue acuñado durante la Gran Depresión por James Truslow Adams, en The Epic of America. El historiador lo definía como “el sueño de una tierra en que la vida fuese mejor, más rica y más plena para todos los hombres, con oportunidades para cada uno según su habilidad o sus obras” (1942: 508). En la demarcación de la idiosincrasia estadounidense, el sueño americano se define en oposición a la civilización europea y sus anquilosadas jerarquías sociales. Así, la perspectiva material, tan decisiva en la formulación de este ideal de progreso, se completa con las posibilidades de movilidad social y acceso a cargos públicos basadas en la capacidad individual con independencia de las “circunstancias fortuitas de cuna o posición” (509). Con posterioridad a la tan difundida obra de Adams, hubo escasos intentos por definir el término y trazar sus orígenes, ya que se lo consideró como un ideal omnipresente (Cullen, 2003: 5). Comúnmente se lo ha asociado con una “ideología que promete que cada persona, independientemente de su adscripción o contexto, puede razonablemente alcanzar el éxito a través de sus acciones y cualidades bajo su propio control” (Hochschild, 1995: 4). Esta concepción es compartida por tres cuartas partes de los estadounidenses, quienes consideran que tienen grandes chances de mejorar su estándar de vida (21).
Las fantasías que envuelven al ideal del sueño americano se apoyan en una serie de construcciones historiográficas sobre el pasado nacional: desde mitos fundacionales, como la “tierra de abundancia” de la primera colonización de Virginia –a la sazón, sumida en la escasez y la guerra con los indígenas– o la “nueva Jerusalén” de los puritanos de Massachusetts –un sistema teocrático tan autoritario como para lanzar una cacería de brujas en Salem a finales del siglo XVII–, pasando por la “frontera vacía” de la expansión al oeste en el siglo XIX, hasta la épica del consumismo de principios del siglo XX en adelante, con sus variantes. Otra genealogía posible, arraigada en la cultura popular, propone una narrativa que, en términos muy sintéticos, “comienza con un pueblo que niega que sus esfuerzos puedan afectar sus destinos” –en relación con la concepción de predestinación del credo protestante–, cambia en la generación que obtuvo la independencia “para obtener la oportunidad”, vuelve a cambiar más adelante bajo el “evangelio de la promesa de autoayuda”, por la que los individuos moldearían sus destinos con esfuerzo, y “termina con un pueblo que aspira a alcanzar sus sueños sin tener que hacer ningún esfuerzo en absoluto” (Cullen, 2003: 10). La más contemporánea épica del consumismo, difundida por la industria hollywoodense, está dada por el deseo de adquirir fama y fortuna sin el debido esfuerzo (9).
Las versiones literarias que exaltan y/o proponen una crítica prospectiva del sueño americano pueden clasificarse según los siguientes patrones: el sueño del asilo para los oprimidos del mundo, el sueño de exploración e invención, el sueño de lo rural-agrario, el sueño de los negocios y el magnate empresario, la Edad del oropel [Gilded Age], el sueño de lo nuevo y el mito del nuevo Adán y el sueño del éxito individual (Matelo, 2022: 28-43). La literatura fue también vehículo de crítica social a los nuevos valores materialistas que desplazaban las consideraciones morales en la autopercepción del individuo. En clave de denuncia política o moral al ideal burgués, la literatura ha recalado en las pesadillas del sueño americano. La frustración en la concreción del ideal de enriquecimiento y ascenso social se representa en tópicos tales como lo suburbano y la huida del fracaso (43-45).
A pesar de la fuerza que adquirió con el paso del tiempo la fórmula individualista de oportunidad económica y ascenso social, es posible historizar sus orígenes y trazar sus mutaciones. La crítica literaria Sarah Churchwell identifica la emergencia del término en la prensa recién a finales del siglo XIX. El cambio de siglo insertaba el sueño americano en discursos que apelaban no al individuo, sino a intereses colectivos asociados a la agresiva política exterior de la época y a las desigualdades socioeconómicas derivadas del fenomenal proceso de concentración monopólica (2018: 28). Tópicos tales como “la búsqueda de prosperidad individual, el hombre que se hace a sí mismo y la historia del éxito”, popularizados en la segunda mitad del siglo XIX, fueron asociados al ideal de sueño americano mucho más adelante. Mientras tanto, dominó un significado ya desplazado y olvidado: un sueño de “libertad bajo democracia representativa, un sueño americano de autogobierno”, el cual interpretaba las ambiciones de libertad, justicia e igualdad de los granjeros (29). Defensores de los derechos de igualdad y libre asociación, los granjeros y los trabajadores calificados del sector manufacturero se ampararon en su condición de pequeños propietarios para desplegar la ideología definida por la oposición “productores versus parásitos”, es decir, contraria a los intereses del sector financiero y de la oligarquía industrial, pero suficientemente afín para consolidar una alianza de clases burguesa (Davis, 1999: 14). Desde la perspectiva de Churchwell (2021), el sueño americano reemplazó los ideales de igualdad y democracia por los del éxito material.
Respecto de la cultura popular de autogobierno aludida por Churchwell, según el historiador argentino Pablo Pozzi, “la democracia se debía basar en la realización del trabajo necesario para lograr la ‘independencia’, y no en la acumulación de bienes” (2009: 71). De acuerdo con el ideario del radicalismo artesanal, la independencia era percibida como la clave de la dignidad humana. El proceso de construcción del individuo consumidor que se constituyó en agente principal del sueño americano como lo conocemos hoy en día tiene, para Pozzi, antecedentes muy anteriores a los que plantea Churchwell a partir de los testimonios de prensa que analiza. El aumento de la religiosidad de mitad de siglo XIX hizo mucho para desarticular las identidades de clase, pero con el fin de la Guerra Civil y la conformación de una economía nacional integrada y dinámica surgió el concepto de democracia del deseo, que consistió en “otorgar una igualdad de derechos a desear los mismos bienes e ingresar a un similar mundo de lujo y confort” (Leach, citado en Pozzi, 2009: 72).
El historiador Lendol Calder indagó uno de los aspectos más esquivos del sueño americano: el financiamiento de la “plenitud material” o la “buena vida” a partir de la masificación de las compras a crédito. Más allá de que el crédito para el consumo privado es de larga data, en las primeras décadas del siglo XX se extendió un sistema de compra a crédito basado en el pago de cuotas regulares y fijas, especialmente ligado a la industria automotriz, el cual se consolidó y masificó en la década de 1950 con el lanzamiento de las tarjetas de crédito, el “símbolo más prominente del crédito al consumo de hoy, si no de la cultura del consumo en sí” (1999: 17).
Joshua Preiss se detiene en dos de los supuestos del sueño americano más amenazados en la actualidad por los cambios en el mercado de trabajo y la concentración acelerada de la riqueza: la “carrera limpia” y el “trabajo justo”. Según la dominante “filosofía pública” derivada del liberalismo idealizado por Adam Smith, la igualdad de oportunidades es la condición necesaria para la movilidad social y/o la adquisición de un estándar de vida de “clase media” –lo que en Estados Unidos se asocia con un nivel alto de consumo per cápita– y depende de un entorno de libre competencia. A pesar de la evidente inequidad en el acceso a la educación, junto con el racismo y la discriminación étnica y de género, sigue siendo sorprendentemente hegemónica la creencia de que “en Estados Unidos el trabajo duro trae seguridad económica para la familia” (2021: 73-74).
En las últimas décadas el sueño americano entra en flagrante contradicción con la situación cotidiana de la mayoría de los trabajadores estadounidenses. Precariedad, empobrecimiento y endeudamiento son la contracara de un fenomenal proceso de concentración de la riqueza en un sector –que ronda en el 1% de la población–. El modelo smithiano de libre competencia ha sido sustituido por el del “ganador lo toma todo” [winner-take-all], “compuesto por mercados en los que las diferencias marginales en talento, redes y suerte generan inequidades masivas en ingresos y riquezas” (Preiss, 2021: 7). La tensión entre el ideal y la realidad impone una gran flexibilidad al constructo, y es por ello que el sueño americano se reactualiza y resignifica permanentemente “con cada elección presidencial, con cada episodio de violencia en territorio propio o ajeno” (Burello, 2022: 17).
La ilusión estadounidense por gozar de las comodidades de “clase media” se ha extendido a tal punto que se ha tornado en una verdadera “religión civil”, en términos de Richard Rorty (1998). Con la globalización, la poderosa industria cultural estadounidense y las cada vez más influyentes redes sociales, el ideal del sueño americano interpela a sujetos de todo el mundo, independientemente de las condiciones imperantes para la realización de sus expectativas. Con evidente independencia de la actividad, el talento, la inteligencia y el esfuerzo, mayormente se reconoce la realización de un determinado sueño individual cuando este se convierte en un rico negocio. La dominancia de lo material en la proyección de trayectorias personales, junto con la complacencia que esto supone en términos sociales y políticos, nos advierten sobre la necesidad de repensar nuestras realidades para proyectar nuevos sueños que, a diferencia del “americano”, supongan una “buena vida” para las mayorías.
5x15 Stories Churchwell, S. (2021). What is the history of the American Dream? Sarah Churchwell [video]. Disponible en https://www.youtube.com/watch?v=IPrBcpX43nk.
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Civilización / civilizaciones, Igualdad, Imaginario(s), Imaginario sociotécnico, Individuación, Neoliberalismo, Posdemocracia, Trabajo, Utopía / distopía, Utopía latinoamericana
Escuela Interdisciplinaria de Altos Estudios Sociales, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0001-8519-5860
Desde hace al menos 70 años, venimos habitando una nueva etapa en la historia de la Tierra marcada por la aceleración tecnológica y del crecimiento del bios humano. En un artículo breve publicado en 2000, el Premio Nobel de Química Paul Crutzen y el ecologista Eugene Stoermer propusieron el término “Antropoceno” para nombrar este nuevo tiempo. El elemento “-ceno” buscaba indicar que se trata de una época geológica, la era del humano, caracterizada por la influencia de las actividades antrópicas en la superficie de la Tierra y en sus sistemas naturales.
Los autores sostenían allí que acciones como la industrialización, la urbanización, la agricultura intensiva, la actividad predatoria en los océanos, la quema de combustibles fósiles y la producción de contaminantes químicos estaban alterando significativamente la composición química y biológica del planeta y provocaban un impacto profundo y duradero en el ambiente. Formularon asimismo una periodización, ubicando su inicio en los comienzos de la Revolución industrial –podríamos decir también a lo largo de las llamadas primera y segunda Revolución Industrial: entre la invención de la máquina de vapor y el ingreso en la era de los combustibles fósiles.
La hipótesis ganó rápidamente popularidad y reunió a estudiosos de diversas disciplinas que ya desde la década de 1970 señalaban su preocupación por la “huella ecológica” y la sustentabilidad del crecimiento humano. También despertó controversias. Por un lado, con respecto a cuándo se inició esta nueva época. Por otro, con respecto a si el agente de estas mutaciones es el anthropos en general –la especie–, o si, atendiendo a los saberes de las ciencias sociales y humanas, es necesario historizar y especificar qué poblaciones y sociedades han sido, en la larga historia del homo sapiens, las que impulsaron este salto de escala, esta “gran aceleración”, como la calificó el también químico Will Steffen (2015).
En cuanto a la primera cuestión, fue precisamente Steffen quien, junto con su equipo, reunió evidencias para elucidar la pregunta por la periodización. En un trabajo publicado en 2004, y luego actualizado en 2015, mostró las tendencias sociales y del Sistema Tierra desde 1750 hasta 2000 (en la actualización llega hasta 2010), y describió doce curvas de aceleración muy pronunciada a partir de mediados del siglo XX en áreas socioeconómicas críticas: el crecimiento de la población, del producto interno bruto (PIB) real a nivel global, de la inversión extranjera directa, de la población urbana, la utilización de energía primaria, el consumo de fertilizantes, el uso del agua potable, la construcción de grandes represas, la producción de papel, el transporte, las telecomunicaciones y el turismo internacional. A las que sumó otras doce curvas en el Sistema Tierra: el aumento de las emisiones de dióxido de carbono, óxido nitroso y metano, la caída del ozono estratosférico, el aumento de la temperatura de la superficie terrestre, la acidificación de los océanos, la captura de peces marinos, el aumento de la acuicultura de camarón, el aumento del nitrógeno en zonas costeras, la pérdida de bosques tropicales, la degradación de la biosfera terrestre y el aumento de las tierras preparadas para cultivo.
Los gráficos de la Gran Aceleración muestran que la actividad económica humana sigue hoy creciendo a un ritmo rápido, incluso a pesar de las desigualdades entre regiones y dentro de los propios estados; y los indicadores del Sistema Tierra, en general, continúan su tendencia al aumento a largo plazo, aun cuando algunos de ellos, como la concentración de metano en la atmósfera y la disminución de la capa de ozono, presentaron una desaceleración o una cierta estabilización durante las últimas dos décadas. En términos del propio Steffen, “después de mediados del siglo XX hay evidencia clara de cambios fundamentales en el estado y funcionamiento del Sistema Tierra que están más allá del rango de variabilidad del Holoceno y son impulsados por actividades humanas. Así, de todas las candidatas para una fecha de inicio del Antropoceno, el comienzo de la Gran Aceleración es, con diferencia, el más convincente desde la perspectiva científica del Sistema Tierra” (Steffen et al., 2015: 81).
Con todo, hasta finales de 2015, la comunidad científica no había llegado a aceptar el término, al que consideraban valioso en términos políticos, pero no del todo robusto en términos científicos. En la búsqueda de más evidencia, en 2016 un equipo de geólogos realizó pruebas estratigráficas que mostraron la presencia de aluminio, hormigón, plástico, restos de plutonio, cesio y otros residuos de pruebas nucleares, así como el aumento del dióxido de carbono, entre otras huellas en los sedimentos. En una votación que aún no es la definitiva (habrá una nueva votación en 2024, y se espera que no será la última en el proceso que busca pasar del neologismo al término técnico), el 20 de mayo de 2019 el Grupo de Trabajo sobre el Antropoceno, que lidera el británico-polaco Jan Zalasiewicz, y que constituye un cuerpo dentro de la Comisión Internacional de Estratigrafía, avaló provisionalmente por veintinueve votos contra cuatro la hipótesis de que el Antropoceno constituye una nueva capa estratigráfica. Y fijó sus inicios en torno a 1950, a partir de la evidencia de residuos radiactivos provenientes de las pruebas de la energía nuclear civil posteriores a la Segunda Guerra mundial —y no, como había sido la propuesta original de Crutzen, en los comienzos de la era industrial.
En cuanto a la segunda de las controversias, que involucraba la pregunta por el nombre de este nuevo tiempo, otros términos fueron ganando fuerza: entre quienes buscan subrayar el peso de las relaciones sociales de producción como claves en el desencadenamiento de un modelo de extractivismo predatorio, se propuso el término “Capitaloceno” (Moore, 2016; Svampa, 2019). Otros, como Donna Haraway (2015), prefiere no evocar el pasado, sino postular un espacio-tiempo por venir, en el que la regeneración y la sanación parcial puedan ser “compostables”, esto es, posibles, por lo que prefirió un neologismo creativo: “Chthuluceno”.
Aquí afirmamos la relevancia de otro nombre, el “Tecnoceno”, al que consideramos particularmente significativo, ya que permite no sólo nombrar este nuevo tiempo, sino además señalar el campo de experiencia sobre el cual necesitamos actuar para mitigar y, si es posible, revertir sus efectos más devastadores. El Tecnoceno permite interrogar el Antropoceno desde la perspectiva de sus infraestructuras materiales y de las energías desencadenadas, donde las tecnologías avanzadas constituyen la dimensión clave para comprender la influencia humana en tanto fuerza capaz de moldear y transformar por completo el entorno natural y el paisaje planetario.
El término Tecnoceno designa el periodo en la que, a través de tecnologías de alta intensidad y de altísimo riesgo, la humanidad comienza a ser agente en la escala del sistema Tierra. Se caracteriza por la proliferación y la omnipresencia de tecnologías avanzadas como las biotecnologías, la nanotecnología, las petroquímicas, los psicofármacos, la energía nuclear, la inteligencia artificial y otras disciplinas científicas y técnicas que están transformando profundamente la forma en que vivimos, trabajamos y nos relacionamos con el entorno y con nosotros mismos. Y que, así como han permitido un crecimiento inédito en términos de población, longevidad, producción de alimentos y objetos de consumo –en particular, a los sectores prósperos tanto de Oriente como de Occidente–, dejan huellas en los suelos, en la atmósfera, en la biósfera y en las masas acuíferas que han atravesado, o están a punto de cruzar, umbrales de irreversibilidad.
Entre los elementos que describen este tiempo se cuentan el cambio climático, producto del aumento de las emisiones de dióxido de carbono y otros gases de efecto invernadero; la pérdida de biodiversidad; la alteración, por obra del humano, de ciclos biogeoquímicos como los del agua, del carbono, del nitrógeno y del oxígeno por medio de la actividad industrial, la deforestación, la contaminación de suelos y napas por acción de fertilizantes y plaguicidas. Por primera vez, la historia humana y la historia natural se cruzan. Lo que solía aparecer como el “telón de fondo” de la acción humana, hoy es nuestro mundoambiente; esto es, el espacio vital donde nos desarrollamos y también el mundo de sentido que deliberadamente transformamos y nos transforma.
El término Tecnoceno fue sugerido en 2015 por los filósofos Peter Sloterdijk y Jean-Luc Nancy en dos respectivas intervenciones; ese mismo año fue empleado por el antropólogo Alf Hornborg (Hamilton et al., 2015) y poco después por el sociólogo Hérminio Martins (2018). En todos los casos, revisan de manera crítica del papel de la ciencia y el desarrollo tecnológico, afirmando la necesidad de reexaminar la relación entre naturaleza y sociedad desde una perspectiva interdisciplinar.
Tal como señalan Oliver LópezCorona y Gustavo MagallanesGuijón en su texto “It Is Not an Anthropocene; It Is Really the Technocene” (2020), la noción de Tecnoceno pone de relieve que, dado que las sociedades modernas exhiben un enorme acoplamiento con la tecnología, y por primera vez la tecnología tiene el potencial de modificar los procesos centrales que impulsan la dinámica del sistema terrestre, “la tecnología debe considerarse como un nueva dimensión de análisis en el estudio del sistema Tierra en su coevolución con la vida y particularmente con los seres humanos” (2020, 214: 1).
Cuatro aportes de este término son destacables. Por un lado, la propuesta del Tecnoceno es coherente con la cronología adoptada por el Grupo de Trabajo sobre el Antropoceno, que señala la Era Atómica como inicio del período. Luego, al ubicarse en el cruce entre punto de vista ambiental y dimensión tecnológica, asume una mirada no antropocéntrica frente a los fenómenos de orden ecológico y social, a la vez que mira de frente los desafíos ontológicos, epistemológicos, éticos y políticos que la tendencia técnica conlleva. Tercero, como ya mencionamos, la noción no solo describe sino que además señala el ámbito sobre el cual debemos intervenir si queremos modificar el rumbo de los acontecimientos. Finamente, es la única que incluye dentro de la conversación pública acerca de este nuevo tiempo las políticas relacionadas con las tecnologías infocomunicacionales, que desde el siglo XIX en adelante han sido parte fundamental de la infraestructura material que ha posibilitado el salto de escala que estamos atravesando. Ni la comunicación global instantánea, ni el sistema financiero internacional, ni la producción just-in-time ni la economía de la atención basada en plataformas ni la posibilidad de recolección de datos masivos (Big Data), ni las inteligencias artificiales generativas –que dependen de grandes capacidades de cómputo y enorme disponibilidad de bases de datos– habrían sido posibles sin las tecnologías infocomunicacionales.
Esto abre para los estudiosos del Tecnoceno una agenda propia de investigación, que podríamos sintetizar en seis puntos. Por un lado, llama a ingresar de lleno en el llamado “giro materialista” en las ciencias sociales y humanas del siglo XXI. Esto implica dejar de lado la hipótesis de la supuesta “desmaterialización” asociada con las tecnologías digitales y formularse preguntas por las materialidades (cables submarinos, infraestructura de nube, servidores, satélites, minería de tierras raras, etcétera), la economía política del ecosistema de datos, algoritmos y plataformas (DAP), su estructura de propiedad, así como adentrarse en los debates sobre el extractivismo de datos y la progresiva concentración vertical del capitalismo informacional.
El segundo tema es la pregunta por los restos y las huellas del desarrollo. La huella ecológica, desde ya –pensemos por ejemplo en las cinco “islas de la basura” que recorren los océanos del mundo; la del Pacífico Norte es hoy tan extensa como la superficie del Perú, o tres Francias–, pero también las “zonas de sacrificio” de este capitalismo informacional transnacional, donde regiones geográficas enteras están permanentemente sujetas a daño medioambiental y a falta de inversión.
El tercer tema en la agenda del Tecnoceno reconduce la anterior pregunta por las huellas hacia la trazabilidad y la gubernamentalidad de los vivientes. Desde hace poco más de una década, convivimos con la asombrosa posibilidad de cruzar las huellas comportamentales y las huellas biométricas de los habitantes del mundo digital, inscriptos –sobre todo a partir del shock de virtualización que implicó la pandemia del covid-19– en una verdadera “cultura de la vigilancia” generalizada, no elegible, ubicua y distribuida. Aquí se abren también preguntas como cuánto dicen de nosotros estos datos, y qué grilla de inteligibilidad se nos propone acerca de nosotros mismos: ¿somos un conjunto de datos?, ¿somos nuestras emociones?, ¿somos nuestros comportamientos y relaciones en línea?
El cuarto tema son los desafíos de la aceleración digital, un hecho crucial en un país como la Argentina, cuyos habitantes de entre 16 y 64 años pasan en promedio nueve horas diarias en internet, según datos de enero de 2023 publicados por la agencia internacional We Are Social (las cifras son altas no sólo en la Argentina, sino en toda nuestra región). Si el ecosistema digital ya no es un conjunto de herramientas, sino un verdadero y propio mundoambiente, ¿cómo impacta en nuestras vidas –en el trabajo, la educación, la calidad democrática, en nuestras habilidades– la aceleración digital?
El quinto tema es el de los accidentes propios de la época. Los nuevos accidentes sistémicos del Tecnoceno son generales por su extensión geográfica; multiescalares, ya que atraviesan los niveles doméstico, local, nacional y global; transversales, porque afectan ámbitos expertos muy diferentes; y con víctimas de cuarta instancia –no nacidas en el momento del incidente. “Accidentes normales” como Chernóbil, como pudo haber sido el Y2K bug, como el Flash Crash financiero del 6 de mayo de 2010, cuando un programa de inteligencia artificial reaccionó de forma incorrecta a una situación inesperada y provocó que el mercado de valores se desplomara nueve minutos, llevándose un billón de dólares. El nuestro es el tiempo de la inseguridad producida y normalizada; el tiempo de la emergencia (la excepción) convertida en la regla, en el que los peligros que nos acechan son, por primera vez en la historia, “no calculables y no controlables”, como escribía Ulrich Beck en La sociedad del riesgo global. Investigar esos nuevos accidentes de las tecnologías infocomunicacionales –que incluyen la inteligencia artificial–, identificarlos e intentar conjurarlos es uno de los desafíos inaplazables de la política del Tecnoceno.
Finalmente, este nuevo tiempo nos exige revisar y expandir nuestras epistemologías para comprender qué son y cómo habitar en coevolución con tecnologías avanzadas como las inteligencias artificiales generativas, que están empujando no solo al Sistema Tierra sino a la propia especie más allá de sus –es decir nuestros– límites. ¿Seremos capaces de expandir nuestras potencias y desarrollar formas de vida “compostadas”, pensantes, sintientes, críticas, a la altura del acontecimiento?
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Ver también
Aceleración, Ambiental (crisis), Capitalismo de plataformas, Capitalismo de vigilancia, Capitaloceno, Cero neto para 2050, Chthuluceno, Equidad intergeneracional, Futuro ominoso, Imagen, Innovación, Inteligencia artificial, Plantacionoceno, Naturaleza (relaciones sociales con la), Neologismo, Tecnopoéticas, Transición digital
Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0009-0006-5897-6358
En un libro hoy clásico, publicado a mediados de los años cincuenta del siglo XX y republicado con importantes cambios en 1967, Octavio Paz reflexionaba acerca de la experiencia poética en un contexto contemporáneo en el que las imágenes del futuro se fragmentan, más aún, se desfiguran, enfrentándonos al fin de la historia. “Situación única: por primera vez el futuro carece de forma”, escribía. De allí que no resulte tan extraño que, en sus trescientas páginas dedicadas a la poesía –y, por extensión, a la experiencia poética que da lugar a poemas en otros lenguajes artísticos como la plástica, la música, la danza–, la palabra futuro aparezca sesenta y dos veces. Paz atribuye gran parte de esta situación al fenómeno técnico occidental que instala un puro presente “fijo e interminable y, no obstante, en continuo movimiento. Presente flotante” (1998: 201). Así, aunque tanto el arco –la técnica– como la lira –la poesía o, mejor, la experiencia poética– comparten un sustrato común en cuanto disponen “cuerdas que se tensan”, Octavio Paz –con algunos dejos del pensamiento de Heidegger sobre arte y técnica–, establece una diferenciación entre estas dos formas de producción de mundo y obra, entre estas dos formas poiéticas: en un caso, se da la primacía de la utilidad, la eficacia y el reemplazo; en el otro, de la creación y la trascendencia. En términos del autor, el fusil reemplaza el arco, pero la Eneida no sustituye a la Odisea (8). Por eso, para él, “aunque la técnica inventa todos los días algo nuevo, nada puede decirnos sobre el futuro” (187). La experiencia poética, en cambio, haciendo patente la experiencia del lenguaje en un mundo que ha perdido la forma de su futuro, se tensiona en la búsqueda de la otredad en el aquí y ahora, lo que equivale en todo caso a preguntarse el por qué y el para qué de esa invención técnica.
Con todo lo “antitécnico” que puede resultar el pensamiento de Paz antes comentado, arroja algo de luz en torno de las vinculaciones entre tecnopoéticas y porvenir. Puesto que técnica y poética siempre comparten mundo, se juntan y se separan, histórica y hasta ontológicamente, en cuanto, por un lado, figuran presentes y anhelan futuros y, por otro, constituyen, junto con el lenguaje, el artificio humano/mundano que somos. Para el campo de cruce entre el arte y la técnica, las convergencias y divergencias entre estas dos formas de habitar la propia humanidad se han puesto muy en evidencia, al menos desde el siglo XIX hasta la actualidad, en las culturas occidentales/occidentalizadas que, de forma hegemónica, han desplazado otras posibles cosmotécnicas (Hui, 2020). Y esto, debido justamente a la omnipresencia que el fenómeno sociotécnico ha adquirido a escala planetaria. En las concepciones de arte que asumen su hacer en cuanto hacer técnico, esto es, en las tecnopoéticas –modos de asumir, desde el hacer y su autorreflexividad, el espacio técnico-artístico y el espacio técnico-social (Kozak, 2019; 2022)– hubo/hay momentos de exaltación tecnológica que, aplaudiendo presentes, auguran futuros inmejorables; hubo/hay también tecnopoéticas desintrumentalizadoras respecto del fenómeno técnico de la modernidad, aliado incansable del ideario burgués de progreso (Huyssen, 2000); hubo/hay tecnoexperimentalismos críticos que, sin exaltaciones, buscan imaginar otros presentes y otros futuros.
Ejemplo de la primera de esas posiciones fueron algunas vanguardias históricas, como el futurismo italiano y varias de las vanguardias rusas pre y posrevolución. Incluso en alianza con programas políticos irreconciliables –como lo evidencia la posterior deriva fascista de Marinetti por oposición a la convergencia, aunque breve en el tiempo, de las vanguardias rusas con la revolución comunista–, los futurismos artísticos vieron en el desarrollo tecnológico de inicios del siglo XX un promontorio presente que inauguraba una nueva era. Con todo, aunque algunos de estos movimientos se llamen futurismo, más bien exaltan un presente técnico que, pareciera, llegó para quedarse. En eso Octavio Paz no estaba desacertado. Respecto de los poetas del pasado, dicen los futuristas rusos en su manifiesto titulado “Una bofetada al gusto del público” (Burliuk et al., 1912): “¡De la altura de los rascacielos miramos su pequeñez!”, y también: “Solamente nosotros somos la imagen de nuestro Tiempo”. Pocos años antes, en el primer Manifiesto del Futurismo, Filippo Tommaso Marinetti (1909) proclamaba la “belleza de la velocidad” y sostenía: “¡Estamos sobre el promontorio más elevado de los siglos!”. La aparente paradoja de unas tecnopoéticas sostenidas en el mismo presente técnico, pero con horizontes políticos divergentes, podría explicarse recurriendo al modo en que diversos autoras y autores piensan el modernismo y las vanguardias en la Europa de las primeras décadas del siglo XX. Perry Anderson (1993), por ejemplo, sostiene que en esos años el presente técnico no se veía todavía orientado hacia el dominio, como la coyuntura a partir de la Segunda Guerra Mundial hizo más patente. La aparición de nuevas tecnologías aplicadas a la industria y, poco a poco, a la industria cultural, constituyó, para este y demás ensayistas, un importante estímulo imaginativo, incluso abstrayendo técnicas y artefactos de las condiciones de producción que los hacían posibles. De allí que, siguiendo a Andreas Huyssen,
al incorporar la tecnología en el arte la vanguardia [aunque se refiere aquí sobre todo a Dada y el surrealismo, no tanto a los futurismos y constructivismos] liberaba la tecnología de sus aspectos instrumentales y socavaba las nociones burguesas tanto de la tecnología como progreso como del arte entendido como algo “natural”, “autónomo” y “orgánico” (2000: 32).
En Latinoamérica, también en las primeras décadas del siglo XX, se registran varios casos de vanguardias tecnopoéticas acopladas a un nuevo tiempo tecnológico, futuro en presente. Por citar apenas un buen ejemplo, podemos mencionar Radio. Poema inalámbrico en trece mensajes, del estridentista mexicano Kyn Taniya (1924) –seudónimo de Luis Quintanilla–, libro radiogénico –hecho “genéticamente” de ritmo y tono de la radio, podría decirse– más que radiofónico, lo que implicaría, simplemente, que fuera adecuado para ser leído en la radio (Gallo, 2014). Claro que, en simultáneo, encontramos también voces que, sin por ello recurrir al conservadurismo, ponen en duda los modos declamatorios de hacer arte con/desde nuevas tecnologías. El poeta peruano César Vallejo (2001) sostenía, en “Poesía nueva”, de 1926, que para que se hiciera presente lo nuevo en el arte no bastaba con nombrarlo incluyendo en los poemas palabras como “cinema, motor, caballos de fuerza, avión, radio, jazz band, telegrafía sin hilos” (183), sino que, había que lograr hacer que el lenguaje poético se hiciera “sangre y célula” de las “nuevas relaciones y ritmos de las cosas” incorporándolas “vitalmente en la sensibilidad” (184).
Quizá, donde mejor se puede ver la confluencia entre el estímulo imaginativo de las tecnologías de época y los imaginarios, no tanto de presente técnico alcanzado, sino de futuro, es en la industria cultural. En las revistas ilustradas de la época, como analiza Margarita Gutman (2010) para el caso de Buenos Aires, es posible encontrar una “imaginación porvenirista” confiada en el poder de la tecnología para lograr un progreso social. La autora destaca, incluso, que el humor gráfico resultó un buen amortiguador de toda sospecha respecto de efectos no deseados del horizonte tecnológico. Una imaginación tecnológica masiva utópica y futurista, muy vinculada a momentos de particular modernización tecnológica en los que los desarrollos de la comunicación a distancia tuvieron gran incidencia: de la telegrafía sin hilos, exaltada por Marinetti, a la comunicación satelital que ya estaba presente en las tecnopoéticas de la década de 1960 –Simultaneidad en simultaneidad (1966), de Marta Minujin es un buen ejemplo– hasta la fascinación contemporánea por los Non-Fungible Token (NFT) –tan atada al mercado de arte– y la creación artística mediante inteligencia artificial.
Frente a ese panorama, otras tecnopoéticas contemporáneas continúan el camino del desvío –la desinstrumentalización, decía Huyssen– respecto de la imaginación tecnológica hegemónica, buscando presentes y futuros alternativos que permitan anudar el arte y la tecnología más allá de la convalidación de lo ya dado. Podemos vincularlas, así, con un tecnoexperimentalismo crítico que discute nociones acríticas de novedad tecnológica, tan propia del dispositivo digital contemporáneo. Entre otras opciones, estas tecnopoéticas promueven insumisiones varias: superposiciones de temporalidades tecnológicas –recurriendo muchas veces al anacronismo y al entramado entre arte, tecnología, ciencia, bricolaje y artesanía (Montero)–; desobediencia civil electrónica (Domínguez); interrupciones del sensorium tecnológico hegemónico que habita los lenguajes; cultivo de conciencia farmacológica que permite “adoptar” tecnologías “sin adaptarnos” a ellas (Tisselli siguiendo a Bernard Stiegler).
Dentro del tecnoexperimentalismo crítico, una opción contemporánea particularmente interesante para pensar imágenes de presente/futuro alternativo al hegemónico es la que puede leerse en las tecnopoéticas que cruzan tecnodiversidades (Hui, 2020), al tiempo que se inscriben en un pensamiento-acción decolonial. Así, por ejemplo, en la “sociología de la imagen” que propone la socióloga y activista Silvia Rivera Cusicanqui (2015), se da relieve a diálogos interculturales donde se ponen en juego, a la vez, epistemologías indígenas y occidentales y que, para el caso de tecnopoéticas decoloniales, habilitan montajes de temporalidades tecnológicas. El artivismo digital en lenguas indígenas resulta un buen ejemplo, ya que, aun partiendo de cosmovisiones ancestrales que nada se vinculan con las cosmovisiones moderno-coloniales-occidentales, y puesto que interviene en el mundo digital contemporáneo, precisa constantemente reflexionar sobre las propias prácticas de modo de no generar usos meramente instrumentales de los medios digitales que no harían más que reproducir imaginarios tecnológicos dominantes. Cuando en Latinoamérica se entraman, por ejemplo, textiles andinos o bordados mexicanos con fibra óptica o circuitos electrónicos integrados en piezas de tecnodiversidad poética, como las de la artista boliviana Aruma, –seudónimo de Sandra de Berduccy– o en otras de la artista mexicana Amor Muñoz, se dan muchas veces, en efecto, y parafraseando a Rivera Cusicanqui (2015: 30), articulaciones de contradicciones “revolcadoras” del tiempo de lo existente, esto es, “revolcadoras” de lo dado para abrir otros futuros, a condición empero de mantener la mirada crítica sobre la propia práctica buscando la no naturalización de tales imbricaciones como formas necesarias de la modernización tecnológica. Algo similar podría afirmarse de cualquier otra práctica tecnopoética decolonial que apunte a la imbricación de espacios/tiempos disímiles como los de otras memorias subalternizadas, más allá de las indígenas –memorias afrodescendientes, marrones, transfeministas, etc.– y los de culturas digitales algorítmicas.
Acciones tecnopoéticas cruzadas con acciones decoloniales de presente/futuro pueden, quizá, destrabar al menos imaginariamente el presente técnico fijo pero continuo, flotante, que repone más de lo mismo con apariencia de novedad. Dice Valentina Montero en una intervención titulada “Futurotopías para un tiempo circular” (2021): “Descolonizar el futuro es también descolonizar la única dirección que nos imponía la tecnología desde la modernidad”. No se trata ya de imaginarios porveniristas como los de un siglo atrás –mucha evidencia histórica los ha desmentido o relativizado desde inicios del siglo XX al presente–. Se trata, quizá, de imaginarios tecnoexperimentales por/venir, esto es, que aún están viniendo, puesto que constantemente se tensionan a sí mismos para poder seguir abriendo futuros.
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Ciberliteraturas, Imagen, Imaginario(s), Imaginario sociotécnico, Inteligencia artificial, Libro expandido / libro objeto, Música fragmentaria, Neologismo, Ópera futurista, Poéticas de los márgenes urbanos, Posmodernidad, Tecnoceno, Transición digital, Transmedia
Centro de Estudios Filosóficos “Eugenio Pucciarelli”, Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0003-4436-0617
El concepto de Zukunft [“futuro”] ocupa un lugar destacado dentro de la filosofía continental del siglo XX. Uno de los pensadores que hicieron de esta noción el tema principal de su reflexión fue Martin Heidegger. El futuro está en la base de los dos conceptos centrales que articulan toda su obra: Dasein y Ereignis. El término alemán Zukunft pertenece a una amplia red conceptual integrada, entre otros, por los términos Zukommen [“advenir”] Ankommen [“llegar”], Ankunft [“llegada”], Auf-uns-zukommen [“llegar a nosotros”], Kommen [“venir”], kommende Zeit [“el tiempo venidero”]. Toda esta red se inscribe dentro del campo semántico de la temporalidad y la historicidad.
Se puede definir el futuro como aquel dinamismo del ser del Dasein por medio del cual llega a sí mismo (GA 2: 431). A continuación, se tomará como punto de partida esta definición a fin de desarrollarla en el marco de la fenomenología hermenéutica del Dasein. Esta tarea se llevará a cabo en dos pasos. En primer lugar, se tratará el modo en que Heidegger concibe el futuro en la conferencia Der Begriff der Zeit (1924). En segundo lugar, se abordará la reelaboración de este problema en Sein und Zeit (1927). Por último, y a modo de conclusión, se darán algunas indicaciones sobre la transformación del concepto de futuro en el pensar ontohistórico del Ereignis.
Heidegger desarrolla una fenomenología hermenéutica del Dasein durante toda la década de 1920. Se puede establecer un período de tiempo entre el curso del semestre de verano de 1923, titulado Ontologie. Hermeneutik der Faktizität, y 1927 cuando publica su obra fundamental, Sein und Zeit. Dentro de este período hay dos textos clave en los que se puede ver con claridad la relación entre el Dasein y el futuro: la conferencia Der Begriff der Zeit (1924) y Sein und Zeit (1927).
Existe un vínculo muy estrecho entre los dos textos. En una nota al pie de página de Sein und Zeit se puede leer que la conferencia Der Begriff der Zeit da cuenta de una primera versión de la propiedad de la existencia (GA 2: 356, n. 3). En la conferencia de 1924, Heidegger introduce el concepto de Dasein para poder analizar el fenómeno del tiempo. El punto de partida es un pasaje del libro XI de las Confesiones de Agustín de Hipona. Heidegger cita el texto en latín y propone la siguiente paráfrasis: “En ti, espíritu mío, mido los tiempos; te mido, de esta manera mido el tiempo […] Mido mi manera de encontrarme –repito– cuando mido el tiempo” (GA 64: 111). A continuación, sustituye la expresión “espíritu mío” por Dasein, término que ya había sido fijado terminológicamente en su propia filosofía en el curso de verano de 1923, Ontologie. Hermeneutik der Faktizität (GA 63: 7). La sustitución entre “mí espíritu” y el Dasein lo conduce a afirmar que para aclarar fenomenológicamente la experiencia del tiempo es necesario llevar a cabo una exégesis del modo de ser constitutivo del Dasein: “Por Dasein se mienta el ente en su ser que nosotros conocemos por vida humana; este ente en el instante respectivo y singular [Jeweiligkeit] de su ser” (GA 64: 111-112). Lo que en el vocabulario de la tradición filosófica se llama espíritu y en la comprensión cotidiana se denomina como vida humana adquiere en el pensamiento de Heidegger un estatus ontológico fijado terminológicamente con el nombre de Dasein. Esta noción describe la condición singular, propia y temporal de nuestro ser. Para determinar el sentido primero del tiempo es necesario apartarse de cualquier consideración cosmológica que tome a la naturaleza como punto de referencia y centrarse exclusivamente en la condición temporal del Dasein. La experiencia del tiempo remite necesariamente al Dasein porque este ente no está en el tiempo, sino que es el tiempo mismo (118).
Es en el marco de esta tesis fundamental que describe el ser del Dasein como tiempo que Heidegger trata el concepto de futuro. La concepción del Dasein como un instante singular [Jeweiligkeit] en el que estamos implicados como singulares (Jemeinigkeit) tiene como consecuencia que el ser de este ente no sea una cosa que pueda ser demostrada mediante una deíxis perceptiva. El Dasein no puede contrastarse del mismo modo en que se puede señalar una cosa actualmente presente ante la percepción. La razón fundamental por la que la peculiaridad de este ente se resiste a una demostración de este tipo radica en que su ser es posibilidad. De allí surge la necesidad de determinar cuál es la vía de acceso adecuada a su ser. Heidegger responde: “La primera relación con el Dasein no es la de la contemplación [Betrachtung], sino la de ʻserloʼ” (GA 64: 114). Solo si se adopta un punto de vista inmanente al ser del Dasein, es decir, si no se lo mira desde afuera como si fuera un objeto, es posible acceder a su propio ser. Este acceso solo está garantizado a partir de una de las posibilidades fundamentales que el Dasein puede asumir: la propiedad. Propiedad e impropiedad son las dos posibilidades en las que el Dasein se comprende a sí mismo. La impropiedad es la interpretación que desfigura su propio ser a raíz que se comprende no por sí mismo, sino por el discurso de los otros. En cambio, la propiedad es aquella posibilidad que garantiza la transparencia de su ser en virtud de que el Dasein se comprende a partir de su posibilidad más extrema, a saber, la muerte (115). La relación que el Dasein guarda con la muerte es la que hace visible su constitución temporal. En efecto, Heidegger concibe la propiedad como aquella posibilidad del ser del Dasein por medio de la cual precursa [vorlaufen] la muerte y, de este modo, se dirige a su pasado [Vorbei]. Esta relación paradójica entre anticipación y pasado es la característica del tiempo propio. A ello Heidegger lo llama “el ser futuro del pasado” [Zukünftigsein des Vorbei] (122). Así, entonces, en la conferencia de 1924 Heidegger concibe el tiempo propio como el movimiento por medio del cual el Dasein viene desde su posibilidad más extrema –futuro– y asume su propio pasado. De esta manera, el Dasein alcanza su más propia singularización. Por ello el tiempo propio es el verdadero principio de individuación (124).
En Sein und Zeit (1927) Heidegger retoma y desarrolla extensamente esta concepción del tiempo y del futuro expuesta de manera casi esquemática en la conferencia de 1924. Mientras que allí el ser del Dasein aparece meramente indicado como el instante respectivo en el que estoy implicado, en Sein und Zeit Heidegger concibe el ser de este ente como una estructura compleja articulada en distintos momentos que recibe el nombre de cuidado [Sorge]. Los tres momentos constitutivos del cuidado son: la existenciaridad, la facticidad y la caída. Por medio de la existencia, el Dasein anticipa [Sich-Vorweg-Sein] su ser en distintas posibilidades de modo tal que siempre es más de lo que efectivamente es. Sin embargo, el Dasein no es un poder ser que todo lo puede, ni tampoco un poder ser carente de mundo. El Dasein se encuentra siempre ya siendo en un mundo, en una totalidad de significados que no surgieron de su propia proyección y que recortan el conjunto de posibilidades que puede anticipar. El ser del Dasein aparece desde esta perspectiva como fáctico. Ahora bien, la facticidad no solo expresa que el Dasein proyecta posibilidades desde un recorte que le viene impuesto por un mundo que ya es, sino también da cuenta de que su ser es una carga [Last] que debe asumir. Ante semejante peso, el Dasein huye y cae en su mundo, es decir, se refugia en el concreto ocuparse de los entes a la mano. Este segundo aspecto de la facticidad describe el tercer momento constitutivo del cuidado al que Heidegger llama caída. El sentido unitario del cuidado es, entonces: “un anticiparse-a-sí-estando-ya-en-(el-mundo) en-medio-de (el ente que comparece dentro del mundo)” (GA 2: 256).
Heidegger introduce el tema de la temporalidad para responder al problema de la unidad de los tres momentos constitutivos del cuidado. Se pregunta qué es aquello que hace posible la totalidad de los tres momentos del ser del Dasein. Es decir, se interroga sobre el sentido del cuidado. En efecto, la pregunta por la condición de posibilidad de algo quiere decir interrogarse por aquello que funda su inteligibilidad. Y ello no es otra cosa que la indagación sobre “aquello respecto de lo cual” [das Woraufhin] algo es comprendido. Este fondo o marco de referencia que está supuesto en todo vinculo significativo con algo es, para Heidegger, el sentido. Así, entonces, el problema de la unidad del ser del Dasein se lleva a cabo mediante una indagación sobre cuál es su sentido. Para responder a ello, Heidegger adopta la misma estrategia metodológica de la conferencia Der Begriff der Zeit. Toma como punto de partida la modalidad propia del cuidado, es decir, parte de la manera propia de la existenciaridad, la facticidad y la caída. En el contexto del Sein und Zeit la propiedad aparece caracterizada como el estado de resuelto precursando [die vorlaufende Etschlossenheit]. La modalidad propia del Dasein es aquella decisión [Entschluß] por la que el Dasein anticipa [vorlaufen] su muerte y acepta su ser culpable [schuldigsein] constitutivo, es decir, asume el hecho de que no es fundamento de sí mismo. Esta decisión singulariza el Dasein, lo coloca ante su más peculiar y concreto sí mismo.
La proyección del sentido de la propiedad saca a la luz la temporalidad consitutiva del cuidado. En efecto, si se piensa hasta el final el “estado de resuelto precursando”, solo puede determinarse como el “ser relativamente” al más original poder ser si, y solo si, el Dasein lleva en su constitución una estructura llamada advenir [zukommen]. Con ella tiene la posibilidad de llegar a sí mismo y a su poder ser más original, esto es, puede existir. La existencia tiene su condición de posibilidad en el futuro [Zukunft]: mientras es y se despliega continuamente, el Dasein es advenidero [zukünftig], en el sentido de que siempre es llegando hasta sí mismo en un permanente dinamismo.
El “estado de resuelto precursando” abre, por otro lado, la culpa inherente al Dasein. Al precursar su muerte y al resolverse, el Dasein se hace cargo de su ser culpable, es decir, existe como fundamento arrojado –afectado de no ser– de un no ser. Asumir la condición de arrojado significa más radicalmente ser como ya era. Ahora bien, ¿cuál es el sentido de este hacerse cargo de lo que ya era? En este venir desde la posibilidad fundamental, el Dasein descubre que también su facticidad se halla atravesada por la culpa. A la luz del advenir desde la muerte, el fáctico ser culpable –el ser como ya era– tiene el sentido de un sido o pasado [Gewesen].
Por último, la existencia propia abre la situación en el sentido de que el Dasein descubre lo fácticamente posible y así puede propiamente emprender las tareas de su mundo circundante “ocupándose de” y “habitando junto a”. Así comprendida, la situación significa un “poner en libertad” el mundo circundante y un “hacer presente” los entes “a la mano” relativos a dicho mundo. Este hacerse presente el mundo circundante y los entes respectivos en la situación es posible gracias a lo que Heidegger llama el presentar [gegenwärtigen]. Más exactamente, cuando el ser-ahí viene desde la muerte y se retrotrae hasta su facticidad culpable, presenta –presente– la situación. El presente, entonces, surge del futuro cuando se retrotrae hasta el pasado.
De esta manera aparece la temporalidad como una estructura unitaria que hace posible cada uno de los momentos del ser del Dasein. El sentido de la anticipación es el futuro, el sentido de la facticidad es el pasado, y el sentido de la caída es el presente. La unidad de cada uno de estos momentos es la temporalidad: “llamamos temporalidad a este fenómeno unitario como futuro que está siendo sido y que presenta” (GA 2: 432).
El sentido del ser del Dasein es la temporalidad. De los tres éxtasis temporales, el futuro tiene una primacía. Es el que desencadena el dinamismo por medio del cual el Dasein llega a sí mismo. La temporalidad hace posible también la historicidad del Dasein. El gestarse histórico no es más que una elaboración más concreta de su temporalidad constitutiva (GA 2: 505). Describe el prolongarse [erstrecken] de su ser entre el nacimiento y la muerte (494).
En la década 1930 Heidegger introduce un nuevo hilo conductor de su pensamiento: el Ereignis. Esta noción describe el acontecimiento histórico de la fundación de la verdad (GA 65: 247). Se trata de una concepción del ser que radicaliza la constitución histórico temporal del Dasein. A pesar de que Heidegger pretende que el Dasein sea neutro (GA 26: 171-175), siempre posee una referencia esencial a la primera persona. El Ereignis, por el contrario, se sitúa en una perspectiva completamente impersonal. La radicalización de la historicidad que está implicada en el Ereignis lleva consigo una reformulación del futuro.
En el curso del semestre de invierno 1937-1938, Grundfragen der Philosophie. Ausgewählte “Probleme” der “Logik”, Heidegger distingue dos maneras de concebir la historicidad: la historiografía [Historie] y el acontecimiento histórico [Geschichte]. La primera expresa el vínculo objetivante con el pasado. El segundo, por el contrario, se mueve en un plano anterior al de la historiografía. La historia en sentido filosófico se instala en el punto de vista de la experiencia de la verdad: “la historia es aquel acontecer [Geschehen] en el que el ente se vuelve más ente [seiender] por medio del hombre […] El acontecimiento [Geschehnis] de la apertura del ente es la esenciación de la verdad misma” (GA 45: 201; destacado en el original). Ahora bien, para acceder al punto de vista de la experiencia de la verdad en la historia es necesario abandonar la mirada objetivante y adoptar una actitud meditativa. La meditación [Besinnung] guarda una relación muy estrecha con el concepto de sentido [Sinn]. No se trata de un acto reflexivo mental, sino de la vía de acceso al espacio de juego de la verdad (GA 65: 10-11). No tiene un sentido epistemológico como la historiografía, sino que es un concepto ontológico. Describe nuestra pertenencia a la apertura de la verdad. El ingreso al espacio de juego de la meditación no es un acto volitivo de un sujeto consciente, sino que se lleva a cabo como una apropiación que el Ereignis hace de aquel que medita. De allí la fuerte connotación impersonal que tiene esta instancia.
A diferencia de la historiografía, que se dirige al pasado, la meditación histórica se lleva a cabo desde el futuro. Esta dimensión temporal se presenta en el pensar ontohistórico como la fuerza que da inicio a la meditación histórica y que, por lo tanto, nos coloca en el inicio mismo de la filosofía. Es decir, en el nacimiento de la experiencia de la verdad: “El acontecer histórico y lo que acontece de la historia es en primer lugar y siempre lo futuro […] Lo futuro es el inicio de todo acontecer histórico” (GA 45: 36; destacado en el original). El comienzo del acontecimiento de la verdad se inicia en Grecia, en la experiencia del develamiento del ente llevada a cabo por los presocráticos, y culmina con las obras de Hölderlin y Nietzsche. El presente de la enunciación de la filosofía de Heidegger es la preparación de un tránsito hacia otro comienzo. En esta narrativa histórica del inicio, final y otro comienzo del pensar se sitúa la figura antropológica los futuros [Die Zu-Kunftigen]. Se trata de aquellos pocos creadores que con sus obras contribuyen a fundar la esencia de la verdad: “Los futuros: los lentos fundadores de la esencia de la verdad que escuchan por mucho tiempo” (GA 65: 395).
Heidegger, M. (GA 2) (1977). Sein und Zeit. Frankfurt: Vittorio Klostermann (Ed. esp.: Ser y tiempo. Trad. de J.E. Rivera. Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 1997).
— (GA 26) (1990). Metaphysische Anfangsgründe der Logik im Ausgang von Leibniz.: Frankfurt: Vittorio Klostermann.
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— (GA 63) (1995). Ontologie. Hermeneutik der Faktizität. Frankfurt: Vittorio Klostermann.
— (GA 64) (2004). Der Begriff der Zeit. Frankfurt: Vittorio Klostermann.
Epicureísmo, Futuridad, Infinito, Tiempo (Nietzsche), Tiempo (Sartre), Tiempo (Spinoza)
Centro para las Humanidades
Universidad Diego Portales (Chile)
ORCID: 0009-0001-8595-5820
La filosofía de Nietzsche constituye un referente ineludible respecto de tensiones medulares de la modernidad. Por un lado, comparte con esta la ruptura con la tradición –la moral, la religión, el poder eclesial–, la confianza en la autonomía del sujeto y la apuesta por un futuro abierto a la radical reinvención del presente. En esta voluntad de ruptura con la tradición, y apuesta a un conocimiento liberador de la conciencia y del espíritu de la época, Nietzsche fue absolutamente moderno. Su intransigente ruptura con las formas y contenidos de la moral cristiana lo llevó, a la vez, a oponerse a ideas muy propias de la filosofía moderna –el ideal del progreso, el imperio de la razón o la autonomía fundada en la moral kantiana–. Instalar el sujeto en la línea del tiempo desde una “pulsión emancipatoria” no implica ponerlo en una lógica progresiva sino, más bien, disolutiva o rupturista. Atravesar una tierra arrasada, que la propia crítica ha dejado sin dioses ni mitos, parece peaje obligado: nihilismo, posnihilismo. En este afán Nietzsche puso no solo el pensamiento, sino el cuerpo: un cuerpo que flaqueó, enfermó y se paralizó en la encarnizada lucha por abrirse a un mar sin anclas ni brújulas.
Sin embargo, Nietzsche es también un pensador antimoderno: nada democrático, misógino a ratos, estamental en su retórica. Todo esto daría, hoy, para cancelarlo. Pero su relación conflictiva con la modernidad tiene otra arista más auspiciosa. Formulando con mucha anticipación críticas que vinieron más tarde contra el cientificismo, las grandes ideologías políticas y la racionalización de la vida colectiva, Nietzsche se adelantó en reconocer algunas de las contradicciones que la modernidad arrastra consigo y no acaba de resolver. Hoy, Nietzsche, con ese olfato clínico para desentrañar fuerzas ocultas, tendría algo que decir respecto de las prácticas a las que nos sometemos, o nos exponemos, en esta nueva fase de la hipermodernidad: relaciones vicarias con la tecnología y con la inteligencia artificial, manipulación de la subjetividad desde el control de datos, obsesión por el yo, la lógica de redes, la falsa autonomía del sujeto como consumidor, el tirano interno en la lógica del placer o de la productividad, entre otras cosas.
Nietzsche apuesta por un sujeto que se afirma en su libertad y al descampado. Trasunta pasión por la secularización como expediente para conquistar la autonomía del sujeto. Esta pasión parte por su célebre proclama de la muerte de Dios. ¿Qué implica esta muerte? No solo es el fin del poder de la moral judeocristiana. Nietzsche va mucho más allá. Procura mostrar cómo los saberes y discursos pretendidamente seculares y modernos ocultan, o implican, formas de dominación o disciplinamiento del sujeto contra las que es preciso luchar.
En esta lucha, Nietzsche es dramaturgo y actor. Así, por ejemplo, la figura del león, en el célebre relato de las tres metamorfosis del espíritu de Así habló Zaratustra (1980), guarda poderosas semejanzas con el lugar del propio Nietzsche en el teatro de la filosofía. Tal como el león debe enfrentar todas las figuras y dispositivos de la opresión moral, y en esa lucha tendrá que morir para que nazca el nuevo sujeto –el niño, abierto y libre al devenir–, así también Nietzsche habría precipitado su propio colapso –en las formas del mutismo, la enfermedad y la parálisis– como gesto autosacrificial de quien se pone en el lugar del crítico, pero no quiere encadenar el futuro a la obsesión reactiva de la crítica.
En La genealogía de la moral (1986) Nietzsche propuso la genealogía como método de interpretación y desenmascaramiento. Pero ya antes, desde La ciencia jovial (1990), cuajó su perspectivismo, a saber, la idea de un sujeto capaz de mirar y mirarse desde distintos lugares, y encarnar, de esa manera, la plasticidad en la propia conciencia. La dialéctica genealogía-perspectivismo resume estos dos momentos de crítica y liberación. El sentido de ello es pensar la liberación, o una forma de esta, poniendo el conocimiento y la experiencia al servicio de una nueva relación con nuestras propias fuerzas y con aquellas que procuran regularnos. Se trata de modernidad, o de modernismo: abrirnos campo a nuevas visiones del sujeto y a nuevas formas de autogobierno. Inaugurar otra direccionalidad del tiempo histórico, que consiste en que ese tiempo no tenga una direccionalidad prescrita.
La lucha de la moral, como élan vital de la filosofía nietzscheana, ya aparece en textos tempranos como El nacimiento de la tragedia (2007), en que Nietzsche reivindica la experiencia dionisíaca de la embriaguez y el gusto apolíneo por las formas, contra el logos socrático y platónico que colocan la moral bajo la égida todopoderosa del conocimiento racional. Esta crítica del logos –entendido como conocimiento absoluto, esencial, que debe regir exhaustivamente nuestros valores y comportamientos–, se anuncia en el joven Nietzsche y recurre en toda su obra. Las diatribas contra el logos socrático mutarán, más tarde, en las críticas contra múltiples formas de saber-poder. El problema reside, finalmente, en la contradicción interna de la secularización: de una parte, las luces de la razón sirven para desmistificar. Pero de otra parte redundan en la mistificación de la razón misma.
Puede leerse en Nietzsche un intento por llevar la secularización a una fase extrema, pero a la vez consecuente con su pulsión liberadora. En este sentido, cabría tomar su célebre afirmación de la muerte de Dios, que se enuncia por primera vez en un célebre parágrafo de La ciencia jovial. Este “acontecimiento” va a adquirir múltiples sentidos en la obra posterior de Nietzsche: impotencia de los valores tradicionales para seguir gobernándonos, muerte del sujeto a imagen de un ideal trascendental, pérdida de fundamentos para orientar nuestras acciones, debilitamiento de ideologías y convicciones para ordenar el mundo, desdibujamiento de un futuro redentor o de cualquier teleología que asegure un vector temporal claro. “Dios” connota, además del Dios cristiano, todas estas formas sustitutas.
Se ha asociado, con cierta razón, parte de la filosofía de Nietzsche al pensamiento posmoderno. Hay consonancia en la medida que el posmodernismo viene a constatar, en su discurso, una nueva forma de la muerte de Dios, a saber, el derrumbe de distintos enclaves de la modernidad: las ideologías totalizantes, las formas canonizadas del conocimiento, el ideal de consistencia del sujeto racional, la continuidad del progreso y la direccionalidad de la historia.
Recurre aquí la idea del Nietzsche intempestivo, como él mismo gustaba pensarse y describirse, dado que un siglo antes que apareciera La condición posmoderna, de Jean-François Lyotard, ya escrutaba las tantas muertes implicadas en la muerte de Dios –muerte del sujeto, de las ideologías, en suma, de la larga historia del logos socrático–. Pero también reconocemos en Nietzsche su voluntad por trascender filosóficamente la muerte de Dios, atravesar ese descampado y proponer figuras de un nuevo tiempo y una nueva historia. Importa, aquí, identificar en el pensamiento nietzscheano tanto al nihilista como al posnihilista, al león que derriba mitos y al niño que nace libre –en la fábula de las tres metamorfosis del Zaratustra–, al crítico –de la genealogía– y al libertario –del perspectivismo–, al disolvente –de la fusión dionisiaca– y al creativo –de la individuación apolínea–.
¿Dónde afinca, Nietzsche, los signos para un nuevo tiempo más allá de la muerte de Dios, pero que esa muerte hace posible? Hay múltiples figuras que concurren en este mosaico de un nuevo sujeto o una nueva historia en Nietzsche. En lo que sigue me centraré en una de las ideas más enigmáticas y perturbadoras, a saber, la idea, o más bien la visión, del eterno retorno.
Nietzsche fecha su “visión” del eterno retorno en una caminata por las montañas en Sils Maria a principios de agosto de 1881. Dicho de otro modo, se trata más de un acontecimiento o una revelación que del corolario de una reflexión. Incluye una dimensión trágica y otra celebratoria, ambas bajo la forma de un precepto moral, o antimoral. La primera es de aceptación: acepta que todo aquello que te ha ocurrido, doloroso y gozoso, ha de volver a ocurrir una y otra vez, en un eco infinito de recurrencias. La aceptación, empero, se ubica aquí en la antípoda de la resignación o la claudicación. La segunda es de deseo: abraza este momento que vives como si desearas que retorne incesantemente.
Puede leerse esta ambivalencia también como secuencia, en que la autoaceptación es antesala del deseo o de la plenitud que ese deseo entraña. Detengámonos, ahora, en el segundo momento: se desea que recurra el instante presente en su plenitud de sentido o, inversamente, le consagramos esa plenitud al presente en el deseo de su recurrencia infinita.
En contraste con una moral que difiere la plenitud a una instancia ultraterrena, o a un valor trascendental, y que en función de ese valor somete la vida presente a un régimen de sacrificio y sumisión, el eterno retorno propone una ética de la plenitud del presente y de la autoafirmación de la propia vida como valor irreductible. Este contraste es propio de la apuesta vitalista que en Nietzsche opera no solo como salida a la moral cristiana, sino también como antídoto a la parálisis provocada por la muerte de Dios –el nihilismo moderno–. Abrazar el momento y la propia vida lleva la contingencia más allá de sí misma, la expande para hacer caber el infinito en el instante –la figura es de Baudelaire–. Al imprimirle a lo puntual un valor absoluto, el sujeto del eterno retorno hace de su vida singular un valor para sí mismo. El tiempo fuerte deja de ser el futuro para afincarse en el presente.
Revertir el nihilismo como “momento terminal” de la historia en “momento germinal” de la libertad del sujeto supone no solo una convicción, sino un gesto y una visión. Así entiende Nietzsche su filosofía del eterno retorno. Implica, complementariamente, imprimirle al devenir su inocencia: ya no la moral que nos hace devenir culpables frente a nosotros mismos –la “mala conciencia” que Nietzsche describe en La genealogía de la moral– ni tampoco el cierre a todo posible devenir luego de que el nihilismo –la muerte de Dios en todas sus variantes– ha dejado a la historia despoblada de grandes relatos. Por el contrario, es utilizar esa orfandad de valores y de moral, esa ausencia de metarrelatos, como posibilidad de nuevos acontecimientos. Finalmente, es la afirmación de una filosofía del devenir como tal: Nietzsche retorna a Heráclito para relanzarnos hacia el mar abierto del futuro.
¿Coincide esta filosofía de la liberación del sujeto en un mundo posnihilista con el lado más atractivo del discurso posmoderno? En parte, sí. Pero en el pensamiento de Nietzsche se apela a una fuerza –amor fati, abrazar el propio destino– que le da a este gesto de liberación una luz que no asoma en el discurso de la posmodernidad. Este amor fati connota una radicalidad en la autoaceptación como premisa necesaria en la visión del eterno retorno. La singularidad no remite solo a un baile de figuras o a un juego de máscaras. Emerge desde esa voluntad de poder, que es al mismo tiempo un gesto de autoaceptación y una riqueza en la transfiguración. Ese es el punto de llegada: la figura del niño en la alegoría del Zaratustra, o del superhombre en la obra posterior. Allí se articula la celebración del devenir, la creación de valores nuevos y la autoafirmación que nos yergue en nuestro propio destino.
Por todo esto, Nietzsche es moderno y no moderno, posmoderno, pero no del todo, nihilista y posnihilista.
Deleuze, G. (1962). Nietzsche et la philosophie. París: PUF.
Foucault, M. (1983). “Nietzsche, la filosofía y la historia”. En El discurso del poder. Trad. de J. Varela y F. Álvarez Uría Buenos Aires: Folios.
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Nietzsche, F. (1980). Así habló Zaratustra. Trad. de A. Sánchez Pascal. Madrid: Alianza Editorial.
— (1986). La genealogía de la moral. Trad. de A. Sánchez Pascal. Madrid: Alianza Editorial.
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— (2007). El nacimiento de la tragedia. Trad. de A. Sánchez Pascal. Madrid: Alianza Editorial.
Vattimo, G. (1989). El sujeto y la máscara: Nietzsche y el problema de la liberación. Trad. de J. Binagui. Barcelona: Ediciones Península.
Futuridad, Individuación, Posmodernidad, Secularización, Tiempo (Heidegger), Tiempo (Sartre), Tiempo (Spinoza)
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0002-0537-2693
Jean-Paul Sartre publica El ser y la nada en 1943. Como lo indica ya el subtítulo, Ensayo de ontología fenomenológica, la finalidad de la obra es pensar la ontología desde una perspectiva fenomenológica. Con este objetivo, el filósofo francés retoma varias tesis que se encuentran en sus textos de la década de 1930 y las eleva a un estatus ontológico. Uno de los textos más reconocidos de esta primera etapa es La trascendencia del ego. Publicada en 1936, esta obra forma parte, junto a Esbozo de una teoría de las emociones, La imaginación y El imaginario, del inconcluso proyecto sartriano de articular una psicología fenomenológica. En este texto Sartre se refiere a la conciencia del modo siguiente: “todo, pues, es claro y lúcido en la conciencia: el objeto está ante ella con su opacidad característica; pero ella es pura y simplemente conciencia de ser conciencia de este objeto” (2003: 40).
En cierta medida, la intención de Sartre en las obras de su primer período es radicalizar la idea de intencionalidad fenomenológica. Esta idea la retoma de Edmund Husserl y significa que entre la conciencia y el mundo hay una relación originaria donde un término se refiere necesariamente al otro. La conciencia es conciencia intencional, “conciencia de mundo”, conciencia de algo que no es ella misma. Es decir, no se trata de una “cosa pensante” al estilo cartesiano, sino que se encuentra volcada y entregada al mundo. Por su misma definición, la conciencia implica un mundo. La comprensión de la conciencia como traslucidez y vacío surge de la necesidad de que dicha correlación sea posible. Si la conciencia tuviera una opacidad, la relación entre ella y el mundo estaría dada en el modo de una relación entre cosas. Esto lo lleva a Sartre a negar toda coseidad dentro de la conciencia y discutir tanto la postulación husserliana de un yo trascendental como la freudiana del inconsciente.
Ahora bien, El ser y la nada significa una radicalización aún mayor que se traduciría en una ontología. En efecto, se observa un cambio de lenguaje que se corresponde con el traspaso de un proyecto psicológico a uno ontológico. Al comienzo de la obra, aparece la diferenciación entre dos regiones del ser que se encuentran comprometidas la una con la otra: el ser en-sí y el ser para-sí. El ser para-sí es la conciencia. Sin embargo, no se trata de la conciencia cartesiana en donde hay una autopercepción irreductible de sí a sí. Por el contrario, la conciencia, en tanto ser para-sí, se presenta como revelación-revelada de los existentes, lo que significa que la conciencia se haya siempre más allá de sí misma, entregada al mundo; la conciencia es, como se ha dicho, conciencia intencional. Ahora bien, el ser para-sí es revelación de los existentes, pero también trascendencia de dichos existentes. Asimismo, su trascendencia es también trascendencia con respecto a sí mismo. El ser para-sí, como trascendencia constante de sí mismo y de los demás existentes, se encuentra desprovisto de ser. El ser en-sí, en cambio, se corresponde con la dimensión objetual del ser. Se trata de aquello que es revelado por la conciencia. En su ser más propio, el ser en-sí se presenta como pura positividad, como algo absolutamente macizo, opaco, sin grietas ni fisuras.
En el capítulo de El ser y la nada sobre la temporalidad, Sartre hace un análisis detallado de las tres dimensiones temporales: pasado, presente y futuro. Sostiene que no hay una temporalidad del en-sí, es decir, no hay un tiempo natural. Sartre afirma enfáticamente que “el tiempo universal viene al mundo por el para-sí” y que “el en-sí no dispone de temporalidad, precisamente porque es en-sí y la temporalidad es el modo de ser de un ser que está perpetuamente a distancia de sí para sí” (2008: 291). Sostiene que la temporalidad es una estructura organizada y sintética. Esta estructura sintética es propia de la estructura ontológica del para-sí. En contraposición con el sentido común, tanto el pasado como el futuro “son”, mientras que el presente “no es”. El pasado señala una dimensión de cosificación del para-sí que el para-sí niega a cada instante. Con el futuro ocurre algo similar en cuanto porvenir y proyecto. El para-sí es su porvenir; sin embargo, aquello que le depara el porvenir aún no lo es. “El futuro es el ser determinante que el para-sí tiene de ser allende su ser” (305). El presente, por su parte, es la dimensión temporal en que el para-sí nihiliza su ser pasado en pos de un ser porvenir. El presente, por lo tanto, “no es”.
La imposibilidad del para-sí de fundirse con un ser pasado o futuro evidencia el carácter insustancial del hombre, el cual se encuentra fundado en la libertad. Al igual que en Kierkegaard y que en Heidegger, Sartre menciona un temple anímico particular que es el momento de revelación de la libertad: la angustia. La angustia revela al hombre su libertad y revela, por lo tanto, que, en su ser más propio, es nada. La libertad implica que el para-sí es posibilidad constante, lo que significa que no está determinado por una esencia previa. Sartre menciona el ejemplo de un hombre frente a un abismo. Por un lado, el hombre siente temor de caerse, pero, por otro, siente, también, el impulso de lanzarse al vacío. La angustia surge cuando el hombre se percata de que es libre para tirarse al vacío, que esa es una de sus posibilidades: “en este sentido, el miedo y la angustia son meramente excluyentes, ya que el miedo es aprehensión irreflexiva de lo trascendente y la angustia es aprehensión reflexiva del sí-mismo” (2008: 74). Lo que angustia no es una amenaza externa, sino la libertad, la posibilidad.
El concepto de acción en Sartre se encuentra estrechamente vinculado a la caracterización ontológica del ser para-sí que se ha abordado en los puntos anteriores. En primer lugar, sostiene que “una acción, por principio, es intencional” (2008: 591). Cabe aclarar que, en este punto, el término intencional no se refiere a la “intencionalidad” husserliana, sino a su sentido coloquial: intencional en tanto algo se hace con la “intención de”.
Por lo tanto, toda acción es teleológica, y lo que la define es la finalidad que persigue quien la realiza. Sin embargo, eso no significa que los resultados deban ser acordes a los esperados.
Si la acción es teleológica, implica una negación del estado actual en que se presenta el mundo en pos de aquello que “no es”. Sartre sostiene que la posibilidad de negación del mundo supone la posibilidad de tomar distancia de él, por lo que la acción se lleva a cabo a partir de la posibilidad de la conciencia de retirarse del ser al no-ser.
En la acción, el para-sí opone el no-ser al ser y opta por el primero. El mundo es de una manera determinada, el para-sí “descubre” una carencia en él e imagina un mundo en el cual esa carencia es anulada. Resulta claro que la posición de Sartre se constituye en oposición al determinismo histórico, la acción no responde a ningún tipo de mecanicismo. Por el contrario, la comprensión de la acción implica, en términos aristotélicos, no una comprensión de las causas eficientes, sino las causas finales.
El fundamento de la acción no es otro que la libertad. La libertad es comprendida como la posibilidad de alejarse del ser pleno del mundo. El mundo no posee carencia en sí mismo, por el contrario, el mundo y la naturaleza “son”, lo que implica que carecen de fisuras y de grietas. El que “descubre” la carencia es el hombre, y la “descubre” al confrontar el mundo que “es” con el mundo que “no es”.
En una crítica a la variante objetivista del marxismo, Sartre sostiene que no son las condiciones miserables de vida las que hacen que el obrero intente transformar el mundo en el cual es explotado, sino la vivencia de ellas como condiciones miserables. La explotación se vive como tal solo cuando se piensa en un estado de cosas donde ella no existe. A partir de este estado de cosas ideal se intenta terminar con la explotación. La acción, pues, requiere un móvil. Este se presenta como un estado de cosas ideal que, en el “presente”, es una “pura nada”. El obrero “tendrá que concebir una felicidad vinculada a su clase como puro posible –es decir, como cierta nada actualmente–; por otra parte, se volverá sobre su situación presente para iluminarla a la luz de esa nada y nihilizarla a su vez, declarando: yo no soy feliz” (Sartre, 2008: 594).
En este aspecto, Sartre remarca dos cuestiones centrales. Por un lado, que “ningún estado de hecho, cualquiera que fuere –estructura política o económica de la sociedad, estado psicológico, etc.– es susceptible de motivar ninguna acción”. Por otro, que “ningún estado de hecho puede determinar a la conciencia a cargarlo como negatividad o como falta” (2008: 594).
En efecto, la acción es una de las cualidades más propias del para-sí. Si bien a partir de su estructura ontológica, el para-sí tiene la posibilidad de tomar distancia del ser, al mismo tiempo se encuentra investido por el ser. Esto significa que su retiro del ser es lo que le posibilita y obliga a actuar. Hay una dialéctica entre el tomar distancia del ser y el negar el ser. La libertad le abre al para-sí la posibilidad de retirarse del ser, pero, al ser él mismo una región del ser, esa posibilidad se realiza en la acción de negación concreta del mundo. Lo esencial, pues, de la libertad es la acción, es en ella en donde se realiza realmente. En este sentido, nos encontramos con una crítica tanto a Hegel como a Heidegger. Con respecto al primero, Sartre dice: “es lo que entrevía Hegel cuando escribía que el espíritu es lo negativo, aunque no parece haberlo recordado al exponer su propia teoría de la acción y de la libertad” (2008: 595). En el caso del segundo, señala que el autor de Ser y tiempo “calla el hecho de que el para-sí no es solamente el ser que constituye una ontología de los existentes, sino también el ser por el cual sobrevienen modificaciones ónticas al existente en tanto que existente” (585).
Para Sartre el mundo no solo es negado por el para-sí, sino que también es totalizado. Esta totalización implica el otorgamiento de un sentido al ser en-sí, un sentido que no tendría por sí mismo. Ante el planteo acerca de que la libertad encuentra sus límites en los obstáculos que puede presentar el mundo y la naturaleza, Sartre señala que dichos obstáculos solo pueden ser tales en tanto haya un proyecto humano que les otorgue el sentido de obstáculos propiamente dichos.
Este mismo esquema Sartre lo retoma para pensar la cuestión obrera. La miseria y la explotación no son condiciones objetivas si no se las vive como tales. En el artículo “Los comunistas y la paz” afirma: “si el proletariado es solo el deshecho inerte de la industrialización, se derrumbaría en una polvareda de partículas idénticas” (1966: 142). Esto significa que solo a partir de un proyecto el mundo del proletariado se presenta como un mundo regido por la opresión. No hay una determinación económica-política que haga al proletariado una clase social en disputa con la burguesía, ni que le confiera a ella un rol revolucionario. Para que la opresión sea tal, debe ser vivida como tal, y eso implica pensar un mundo donde las condiciones de vida sean distintas.
En ¿Qué es la literatura? Sartre sostiene: “el hombre no es más que una situación; un obrero no tiene libertad para pensar o sentir como un burgués, pero para que esta situación sea un hombre, todo un hombre, hace falta que sea vivida y dejada atrás hacia un fin determinado” (1962: 21). Sartre se encuentra lejos de concebir al hombre a la manera del sujeto universal kantiano o del cogito independiente del mundo sostenido por Descartes. Precisamente, de las concepciones que piensan al hombre como un individuo independiente del mundo y de la colectividad de la que forma parte, afirma que no son sino el producto del pensamiento analítico de la burguesía, pensamiento que un momento sirvió a esta clase social para atacar el Antiguo Régimen y que “su única misión de hoy es turbar la conciencia revolucionaria y aislar a los hombres en beneficio de las clases privilegiadas” (16). Pero se encuentra igualmente alejado de algunas tesis “sintéticas” que toman al hombre como un ser absolutamente determinado por el contexto social. El hombre es una situación, pero la situación no es algo externo al hombre, sino que, para que una situación sea tal, esta debe ser “vivida”.
La cuestión en torno a la totalización, destotalización y retotalización es trabajada por Sartre de manera detallada en la Crítica de la razón dialéctica. Ante la pregunta acerca de la posibilidad de la historia, la obra nos sumerge en la problemática acerca de la relación entre la praxis, individual o grupal, y su sentido. En este aspecto, continúa manteniendo las mismas tesis elaboradas en sus obras previas, incluso profundizándolas. Más allá del dominio de las estructuras colectivas y del peso de lo práctico-inerte, el sentido de la praxis está dado por el porvenir, por el futuro –cabe notar que en la Crítica de la razón dialéctica hay un traspaso terminológico por el cual Sartre se centra más en el término praxis que en el de acción–. La negación de una totalidad significa la afirmación de una nueva totalización. El sentido de la praxis le llega a ella desde el porvenir: “la estructura teleológica de la actividad no se puede aprehender sino en un proyecto que se define a sí mismo por su fin, es decir, por su porvenir, y que vuelve de este porvenir hasta el presente para iluminar a éste como negación del pasado superado” (Sartre, 2004: 225).
Sartre, J.-P. (1962). ¿Qué es la literatura? Buenos Aires: Losada.
— (1966). Problemas del marxismo I. Buenos Aires: Losada.
— (2003). La trascendencia del ego. Madrid: Síntesis.
— (2004). Crítica de la razón dialéctica. Volumen I. Buenos Aires: Losada.
— (2008). El ser y la nada. Buenos Aires: Losada.
Dialéctica, Futuridad, Individuación, Tiempo (Heidegger), Tiempo (Nietzsche), Tiempo (Spinoza)
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0002-1972-6691
En la filosofía de Spinoza, la experiencia humana no se reduce al orden del tiempo, concepto necesario de la imaginación, pero que no corresponde al ser de las cosas ni a nada real. Hay un vínculo profundo entre el tiempo y la afectividad, y por tanto entre el tiempo y la política. También, un vínculo entre el tiempo y la muerte, o más bien, entre el tiempo y la experiencia de la muerte. Al estar relacionadas con el tiempo, afectividad, política y muerte se explican por la imaginación. Si bien es inadecuada para dar cuenta de la naturaleza de las cosas, la imaginación no es solo –ni tanto– un modo engañoso de conocimiento, sino –según proponía Althusser– el mundo mismo tal y como es dado a la finitud humana; la experiencia de las cosas en tanto inmediatamente vivida. Pero la experiencia no se agota en esa inmediatez.
En la Carta 12, del 20 de abril de 1663 –conocida también como la “carta sobre el infinito”–, Spinoza le responde a su amigo Lodowijk Meyer sobre la cuestión del infinito, cuya elucidación le había solicitado. Pero antes, dice, es necesario exponer algunos conceptos: los de sustancia, modo, eternidad y duración. La diferencia de estos dos últimos, en efecto, se deriva de los dos primeros –nótese la preciosa equivalencia que realiza Spinoza entre eternidad y fruición de existir–. “Pues por la duración solo podemos explicar la existencia de los modos, mientras que la existencia de la sustancia se explica por la eternidad, esto es, por la fruición infinita de existir o, forzando el latín, de ser” [Substantiae verò per Aeternitatem, hoc est, infinitam existendi, sive, invitâ latinitate, essendi fruitionem] (Spinoza, 2007: 55; traducción levemente modificada por mí).
El tiempo, en tanto, es lo que resulta de abstraer la duración de los modos como se deriva de las cosas eternas, imaginarla lo más fácilmente posible y medirla –en la Ética, el tiempo perderá incluso este carácter de “medida” de la duración–. Por lo que el tiempo no es otra cosa que un modo de imaginar, un auxilium imaginationis, y como tal, completamente inadecuado para comprender tanto la duración o existencia de los modos finitos, como la eternidad o existencia de la sustancia infinita, que carecen de partes y solo pueden ser concebidas por el entendimiento. Es decir, el tiempo no atañe a la naturaleza de las cosas. No es una afección de la realidad.
Spinoza entiende por eternidad la existencia misma de la sustancia infinita, es decir, la existencia en cuanto se sigue necesariamente de su esencia. Entiende por duración la existencia de los modos finitos, es decir, la existencia de las cosas y de las ideas singulares, que son siempre producidas por otros modos finitos y cuya esencia no implica la existencia. O bien, cuya existencia resulta necesaria según su causa –un modo finito es siempre necesariamente causado por otro modo finito–, pero no necesaria según su naturaleza –solo la sustancia existe por naturaleza, es decir, no puede ser concebida ni pensada sino como existiendo–. El tiempo, por su parte, es la existencia misma de los modos finitos en tanto imaginada por la mente. Es la manera en la que aparecen las cosas cuando son simple y espontáneamente imaginadas.
Spinoza reitera en varias ocasiones que la eternidad es la identidad misma entre la esencia y la existencia divinas. O también: “la eternidad es Dios mismo en cuanto que implica la existencia necesaria” (E, V, 30, dem.). En la definición 8 de Ética I y su explicación, se proporciona la referencia más precisa:
Por eternidad entiendo la existencia misma, en cuanto se concibe que se sigue necesariamente de la sola definición de una cosa eterna.
Explicación: Pues tal existencia se concibe como una verdad eterna, lo mismo que la esencia de la cosa; y, por tanto, no se puede explicar por la duración o el tiempo, aunque se conciba que la duración carece de principio y de fin.
La desvinculación de existencia y tiempo es la operación fundamental que produce la Ética. La eternidad y la duración son conceptos puramente ontológicos, que se explican a partir de una relación entre esencia y existencia. Por tanto, la Ética diferencia del tiempo no solamente la eternidad, sino también la duración en el ser de las existencias singulares. A diferencia de lo que postulaba Descartes, la duración spinozista es indivisible, no se compone de diferentes instantes. Por consiguiente, su realidad no admite ser expresada por el tiempo. Eternidad y duración no son un tiempo indefinido, sino lo otro del tiempo: otra cosa que tiempo.
En los primeros escritos se percibe aún una cierta imprecisión conceptual: en Principios de filosofía cartesiana se formula la expresión “duración o tiempo” como si se tratara de una equivalencia. En Pensamientos metafísicos, Spinoza considera el tiempo en la misma categoría que el número y la medida: un modo de pensar con cuyo auxilio podemos determinar la duración de las cosas, de manera comparativa; en tanto que en la Carta 12, si bien el tiempo continúa siendo considerado como medida de la duración, ambos conceptos se distinguen ya con nitidez. La distinción alcanza su claridad final en la Ética. Aquí, el tiempo deja de ser considerado como medida de la duración. Se produce una completa y definitiva destemporalización de la duratio.
¿Qué significa que la duración –la existencia de los modos finitos– no puede ser comprendida ni medida por el tiempo? La formulación más precisa y más concisa la encontramos en la definición 5 de Ética II:
Duración es la continuación indefinida de la existencia.
Explicación: Digo “indefinida” porque no puede ser limitada en modo alguno por la naturaleza misma de la cosa existente, ni tampoco por la causa eficiente, la cual, en efecto, pone necesariamente existencia a la cosa, pero no se la quita.
Por consiguiente, todo límite proviene desde el exterior, de la acción de causas externas. La finitud no es inherente a la duración; no es efecto ni consecuencia suya. Esto es así porque lo que dura es la esencia, en la medida en que existe como esencia finita. Pero, considerada en sí misma –y no en cuanto existencia–, es una parte de la esencia infinita y eterna de Dios. En cuanto tal, también ella es eterna. Es decir, hay una inmanencia de la eternidad a la vida finita, que vuelve posible en la vida humana lo que Spinoza designa con la expresión “experiencia de la eternidad”.
La eternidad inmanente a la vida no debe ser pensada como, ni confundida con, una inmortalidad en cuanto prosecución del tiempo más allá de la muerte, ni como una persistencia de la memoria individual. La mente imagina –es decir, recuerda– solo mientras dura el cuerpo. Spinoza lo dice claramente: “No puede suceder que nos acordemos de haber existido antes del cuerpo, pues no puede darse ningún vestigio de ello en el cuerpo, ni la eternidad puede ser definida por el tiempo, ni puede tener relación alguna con el tiempo” (E, V, 23, esc.).
Si la duración, es decir, la existencia misma de los modos finitos, no puede ser determinada ni a partir de la esencia de los modos –que es en sí misma eterna, ya que la duración sólo afecta a su existencia– ni a partir de la causa que la produce –que, como se dice en la explicatio de la definición 5, pone la cosa, pero no la quita–, entonces, la determinación, el límite y la muerte solo pueden provenir de otras cosas finitas externas, cuya esencia o conatus o potencia resultan incompatibles con la perseverancia de una cosa finita cualquiera.
El tiempo, por su parte, aunque no es una noción común ni podemos formar de él una idea adecuada –en la medida en que no se halla inscripto en el orden y conexión de las cosas– es el escenario de la imaginación y de la praxis humana: tanto de la servidumbre afectiva y política como de la emancipación.
Como muestra una bella tesis de Ericka Itokazu (2008), en la filosofía de Spinoza el tiempo no es únicamente un poder objetivo de sometimiento a la pasividad, que abre futuros contingentes e inciertos –y, con ello, una pasionalidad fluctuante entre la esperanza y el miedo que resulta de no comprender el orden de las cosas–. No es el tiempo una pura “medida” independiente que solo cabe cuantificar y geometrizar, sino una potencia cualitativa de construcción sociopolítica, que se vuelve activa en la medida en que la comprensión de su naturaleza lo muestra inmanente a la acción humana, y parcialmente determinado por ella. Es decir, su comprensión filosófica revela una inherente dimensión política de la temporalidad, que produce una apropiación relativa del orden y conexión de las cosas y reduce la flutuatio pasiva del miedo y la esperanza.
El tiempo nunca es neutro en Spinoza, ni un puro poder trascendente pasible de ser matematizado más allá de nuestra acción –que reservaría un destino inexorable–, sino producción activa de mundo, de encuentros, de composiciones, de formas de vida individual y colectiva.
Una temporalidad así experimentada resulta, a su vez, de una experiencia de la eternidad inmanente a la vida humana. Y de una experiencia de la duración que es continua, indivisible, pero no uniforme ni homogénea, sino rica en transitiones:
Si para la filosofía cartesiana la potencia divina era exigida por la necesidad de una creación continua que implica una comprensión de la duración como discontinua, ahora, en el suelo spinozista de la inmanencia, salimos de la impotencia de las criaturas para preservarse. La potencia divina no pertenece más al campo de la trascendencia porque se halla inscripta en el corazón, en el pulso y en la vida de los modos finitos (Itokazu, 2008: 140).
Se trata de una temporalidad menos cartesiana que maquiaveliana.28 O, para emplear una expresión de Bernard Rousset (1991), de un tiempo enclavado en el “realismo de la duración”, que se libra en la encrucijada trazada por la potencia del conatus y la exterioridad infinita de causas que actúan sobre él.
Una experiencia activa del tiempo –esto es: la experiencia de un tiempo inmanente a la actividad humana y efecto de ella, en vez de una pasiva subordinación a él, como si se tratara de un poder trascendente, homogéneo e inexorable– es abierta políticamente, es decir, se revela de ese modo en la constitución de singularidades colectivas que expresan una potencia democrática –a la vez que favorece una experiencia de la duración, y como una experiencia de la eternidad–. El tiempo nunca aloja por sí mismo un sentido emancipatorio que arrastraría a las sociedades humanas inexorablemente en esa dirección; solo la acción humana en tanto manifestación de una plenitud ontológica es capaz de producir un curso emancipatorio, a través del tiempo y por medio de él.
La tarea de la política –y, en otro orden, de la filosofía– es la de crear las condiciones que permitan sustraer la vida humana del tiempo pasivo e inmediato de la superstición. La superstición es una forma elemental y fallida de estabilizar los futuros contingentes que subordinan la vida humana al miedo. La vida humana transita, pues, entre un tiempo activo y un tiempo pasivo; entre un tiempo de vida y un tiempo tanático; entre un tiempo emancipatorio y un tiempo de sometimiento; entre un tiempo que expresa la duratio en los encuentros con la exterioridad y la alteridad, y un tiempo que la oculta o inhibe su manifestación.
La posibilidad de hacer experiencia de la eternidad, es decir, de sentirla por entender, en cierta medida presupone una experiencia activa del tiempo. El intelecto percibe las cosas bajo el aspecto de la eternidad, no bajo la duración o el tiempo, puesto que sabe que su esencia se halla inmediatamente implicada en la esencia de la sustancia. Es decir, entiende las cosas bajo la especie de la eternidad, porque las percibe en tanto son in Deo: Dios o la sustancia o la naturaleza es causa inmanente –no transitiva– de todas las cosas. Eso significa que sustancia infinita y modos finitos permanecen implicados mutuamente. Las cosas finitas pueden ser concebidas bajo la especie de la eternidad porque, en cierto modo, en tanto implicadas en la sustancia infinita, son eternas.
Pero en E, V, 23, esc., Spinoza escribe una línea enigmática, tal vez una de las más enigmáticas del libro, donde no vincula la eternidad al entendimiento, sino al sentimiento y a la experiencia. Dice allí: “sentimos y experimentamos que somos eternos” [sentimus, experimurque, nos aeternos ese]. No escribe: sabemos, conocemos, deducimos o pensamos, sino “sentimos y experimentamos”. ¿De qué experiencia se trata? ¿Alude Spinoza aquí a un tipo de experiencia intelectual de la eternidad? ¿A un sentimiento que resulta de entender intuitivamente que nuestro cuerpo y todas las cosas son in Deo? ¿A una emoción de la inteligencia? Eso es lo que continúa diciendo este importante escolio: “la mente no siente menos las cosas que concibe con la inteligencia que las cosas que conserva en la memoria”.
El intellectus nunca obra de manera desafectada; produce sentimiento, es inmediatamente afectivo en la medida en que extiende la acción de existir y la vuelve más intensa. Implica el sentimiento de una experiencia activa del conatus como potencia de producir duración: una duración sensible, inteligente, amante con “amor intelectual”. Es esta la forma más alta de conocimiento, que en cierto modo excede al conocimiento mismo y por eso es la más alta. Spinoza llama “segundo género de conocimiento” al conocimiento por nociones comunes que remite al trabajo de la ciencia y a la aprehensión de la verdad tal y como existe en la naturaleza. Pero el tercer género de conocimiento –o también scientia intuitiva– no es reproductivo sino productivo. Como solía decir en sus clases el filósofo brasileño Claudio Ulpiano: se trata de una potencia de invención de nuevas formas de pensar, de nuevas formas de crear, de nuevas formas de vivir. Tiene menos que ver con las matemáticas que con el arte. Expresa, quizá, menos una capacidad de conocer que una capacidad de traspasar lo existente y devenir plena y conscientemente instrumento parcial o infinitesimal de la potencia divina, que es potencia de novedad, es decir, de producir infinitas cosas en infinitos modos.
Abierta gracias a la conquista de un tiempo activo, la experiencia de la eternidad modifica la duración y la experiencia de la duración: vuelve posible reencontrarla “en sí misma”. El poeta Stéphane Mallarmé escribió un verso que, quizá, se deja evocar aquí: Tel qu’en Lui-même enfin l’éternité le change.
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Futuridad, Infinito, Multitud, Tiempo (Heidegger), Tiempo (Nietzsche), Tiempo (Sartre)
28 Recordemos que Maquiavelo renovó el motivo aristotélico de la estabilidad de las formas de gobierno: frente al tiempo y la fortuna, que tarde o temprano todo lo abaten, cabe oponer una acción de retardo que demora la obra de la destrucción.
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
ORCID: 0009-0002-7995-3375
Hesíodo es una de las fuentes más antiguas que registra una estructura de repetición en la semántica histórica de “trabajo”: la ambivalencia entre el bien y el mal. El poema Trabajos y días retrata la vida campesina en Beocia, ciudad en la antigua Grecia de los siglos VIII-VII a. C., donde habitaba el pensador, y pudo ser leído en reuniones cotidianas en el mercado. Zeus, irritado con Prometeo por el robo del fuego, creó a Pandora para que pusiera fin al tiempo de los “hombres sin males”. Entre otros males que esparce quitando la esperanza, Pandora saca de su caja el trabajo. Esta valencia negativa convive con la parte del poema que describe los trabajos como fuente de riqueza y los organiza según las estaciones. Allí se considera al trabajo como superior al “ocio” –su contrario–; la inactividad irrita a los dioses. Y se elogia la vida cotidiana de un campesino ideal, también ocupado en los asuntos públicos. Los esfuerzos más arduos los realizaban los esclavos. El trabajo como castigo penoso aparece también en la Biblia: “maldita será la tierra por tu causa; con trabajo comerás de ella todos los días de tu vida” (Génesis 3: 16-17). La etimología de “trabajo” conserva su unión afectiva con el sufrimiento, dado que retrotrae a orígenes en el latín tripaliare: torturar, que a su vez deriva de tripalium: especie de cepo o instrumento de tortura (Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico, Corominas y Pascual, 1991).
Hannah Arendt es la pensadora que más incisivamente investigó los aspectos etimológicos y conceptuales del tema. Parte del uso sinónimo de “trabajo” y “labor” a pesar de las diferencias etimológicas. Ambos términos designan una misma actividad en idiomas occidentales antiguos y contemporáneos: griego, ponen y ergazesthai; latín, laborarare y facere o frabricari; francés, travailler y ouvrer; alemán, arbiten y werken; inglés, work y labor. Arendt se vale de esta estructura de repetición del lenguaje para construir dos categorías teóricas fundamentales de la condición humana: animal laborans y homo faber. Esta última se habría originado en Benjamin Franklin, quien define al ser humano como animal que hace herramientas y en Henri Bergson, quien identifica un pensamiento propio de la fabricación que no sólo interviene en la creación de objetos artificiales. Es propiamente el homo faber el que se fabrica con el mismo pensamiento que aplica a la fabricación de objetos. Crea máquinas para potenciar al máximo la fabricación. Para eso, construye datos desplegados en un tiempo físico homogéneo y repetitivo: la duración. En cambio, el tiempo real fluye hacia nuevas formas por medio del cual la vida se abre camino, va más allá de la inteligencia, es intuición. El futuro se atiene, entonces, al orden de la duración o es abierto a otras temporalidades. Arendt traza la etimología de faber relacionada con facere (hacer algo) y retoma a Bergson. El trabajo hace duradero el mundo; no es un proceso como la labor, cuyo objeto no permanece, dado que se consume en la misma actividad que lo produce. La fabricación, en cambio, deja el producto en el mundo de las cosas, da solidez y estabilidad, asegura una objetividad que se erige frente a la subjetividad. Es una serie de pasos separados que se organizan instrumentalmente guiados por un modelo para construir el objeto, por tanto, el modelo persiste a través de la multiplicación. El homo faber se comporta como amo y señor del planeta, se apropia de la naturaleza. Distinto al animal laborans, que es siervo de la naturaleza y la violencia es lo opuesto al esfuerzo agotador a lo largo de la vida para proporcionarse seguridad y satisfacción. El futuro del homo faber y el animal laborans se diferencian y a su vez se entrecruzan en la época moderna. Mientras que el futuro inherente de la fabricación es la proyección ilimitada de la producción, el horizonte se contrae para las trabajadoras y los trabajadores en las fábricas, por la presión impuesta por las duras condiciones que los empujan al límite del proceso cotidiano de mantenerse con vida. Otro entrecruzamiento se establece con la cadena de montaje al convertir la fabricación en un proceso continuo en el cual el cuerpo sigue el ritmo de la máquina. En el homo faber impera el pensamiento utilitario. Pero también hay obras no seriales que confieren estabilidad y carecen de utilidad, son únicas y no intercambiables: las obras de arte. Son algo inmortal; la reificación en estas es transfiguración o metamorfosis. En síntesis, Arendt diferencia tres estructuras temporales que comprometen la relación entre “trabajo” y futuro: el ciclo y el ritmo orgánico de la labor; la aceleración y la reificación de la fabricación; la trascendencia de la obra de arte.
Richard Sennett le discute a Arendt la generalización de la reificación y el utilitarismo de la fabricación en la modernidad. ¿Qué sucede si se observa el trabajo del artesano? Este se basa en el deseo de hacer bien algo por el solo hecho de hacerlo, lo cual imprime a la actividad otra estructura temporal. El diálogo entre la mano y el pensamiento lleva desde una solución al descubrimiento de un nuevo problema, así se va desenrollando el futuro. Sennett encuentra la estructura del artesano en las más variadas actividades de la época contemporánea. La actividad corporal repetida y la práctica permiten reconfigurar el mundo material a través de un lento proceso de metamorfosis que habita en el orgullo por el trabajo propio. El obrero y el artesano como modelo dicotómico subyace a la conformación del concepto moderno de trabajo. El futuro artesano fue capturado conceptualmente por el capitalismo en un régimen de temporalización e invisibilidad. Un ejemplo de la persistencia del diálogo entre la mano y el pensamiento en los establecimientos industriales puede apreciarse en el documental que realizamos en una fábrica de calzados: Calzarte. A tus pies vivo (2023).
Edward Thompson analiza cómo cambia el sentido del tiempo con la Revolución industrial inglesa: se vuelve materia de cálculo, se convierte en moneda y no pasa, sino que se gasta. Las máquinas producen disciplina a través del ritmo de trabajo que imponen, con hojas de horas, el vigilante del tiempo, los informadores y las multas. Hay tiempo disciplinado y tiempo irregular. Mientras la industria manufacturera se mantuvo a escala doméstica o de pequeño taller, la jornada podía acortarse o alargarse según los requerimientos de la producción. La fábrica impone la jornada fija. El modelo irregular, no obstante, persistía en esa época entre quienes trabajaban en forma independiente; además, el trabajo en el hogar no estaba enteramente adaptado a las medidas del reloj.
En las dos primeras décadas del siglo XIX europeo surgió un nuevo género de literatura social: escritos e informes sobre la condición obrera. Emerge la cuestión social en los debates sobre el futuro social a la luz de la miseria que había acarreado la industrialización. En esta literatura surge el léxico del proletariado. La palabra deriva del latín prole (descendencia). Se dice de quienes están desposeídos de todo salvo de hijas e hijos, lo cual implica una regresión subjetiva a la función reproductiva. Fue el economista suizo Simone de Sismondi quien pone a circular la metáfora de la prole para nombrar uno de los problemas del capitalismo competitivo, el aumento sistemático de la riqueza y la miseria, a la vez. La miseria sustrae el futuro a los seres humanos, impone un estado de no pensamiento y una regresión infrahumana de la temporalidad. Obsérvese que la ley de pobres inglesa (1834) fue una respuesta a la masificación de la pobreza y la segregación urbana. La proletarización se convierte en el fenómeno determinante con el que Engels elabora Situación de la clase obrera en Inglaterra (1845), fruto de sus observaciones en Mánchester y relatos de época. “Trabajo proletario” es construido como un retrato de muerte, desafiado, sin embargo, por las esperanzas de superación definitiva a partir de la formación de un nuevo sujeto transformador. Se forma el futuro como emancipación del trabajo alienado. En torno al proletariado se gesta una estructura temporal ambivalente. La situación de sinsentido y desgaste del cuerpo, el vivir en los límites de la supervivencia, anula la futuridad; sin embargo, al mismo tiempo, incuba la rebeldía. Proletariado porta un sentido político capaz de provocar, según Jacques Rancière, una irrupción igualitaria. Son las “noches proletarias”, robadas al tiempo que no reconoce el pensamiento intelectual a obreras y obreros, maquiniza el cuerpo y embrutece la vida. Son noches de estudio en el siglo XIX, en las que el futuro se presentaba como la gestación de un nuevo mundo del trabajo bajo la forma de una nueva religión (Henri de Saint-Simon) o de un viaje a un lugar en el mundo real para realizar los sueños (Voyage en Icarie, Étienne Cabet, 1840). En 1848 la primera vanguardia icariana (69 personas) zarpa del puerto Le Havre para fundar un falansterio en Texas. Charles Fourier (1772-1837), socialista utópico francés, había imaginado un nuevo sistema en el cual el trabajo se liberaría del sufrimiento. Las falanges eran un nuevo mundo industrial motorizado por el trabajo feliz y apasionado, más allá del deber, la necesidad y la forma salarial. Le preguntan a Rancière en la entrevista incluida en el libro citado: ¿cómo imagina que pueden ser estas noches en el siglo XXI? Responde que las noches del siglo XIX indican dónde observar la temporalización del futuro en el trabajo: el oficio que se hubiera querido, el sueño de otro trabajo, los modos de escapar al tiempo sustraído por la fábrica, u otra forma de trabajo.
A comienzos del siglo XX, Juan Bialet Massé escribió Informe sobre el estado de la clase obrera, 59 años después que Engels escribiera su retrato del proletariado inglés. Eran los inicios de la industria en este lugar. El ingeniero sociólogo recorrió la Argentina con un instrumento de medición de la fuerza corporal (separada de la inteligencia): el dinamómetro. Además de medir la fuerza, sus observaciones se dirigieron a calibrar la inteligencia y habilidad corporal en el trabajo obrero, tanto como a la codicia, crueldad y deshumanización de la explotación, lo cual se conecta con el capitalismo aventurero y conquistador por medios violentos. Hay dos figuras sobre el futuro en aquel libro que nos interpelan todavía. La primera no es un modelo conceptual sino una crónica: es la anulación del futuro en condiciones de explotación extrema. Se vive en un presente puro, sin expectativa, sin esperanza, pura repetición de la explotación. La segunda es también una crónica: la anulación del futuro por la depredación de la naturaleza. ¿Cómo pudo ser posible que los dueños de los obrajes, al agotar el bosque, no quisieran dejar ni un árbol para sombra de futuras poblaciones? Es una pregunta que está en este texto. Hay evidencia: el capitalismo fagocita el futuro de los/las trabajadores/as y el medio ambiente. Bialet Massé inspiró a Alfredo Varela en su viaje y crónica del trabajo en los yerbatales misioneros a mediados del siglo XX. El léxico del trabajo no puede abandonar la referencia a la esclavitud.
La semántica histórica del término que nos ocupa es milenaria, rica en sentidos míticos y religiosos, ambivalente, arraigada en la cotidianidad. “Trabajo” se configura en la modernidad como un concepto fundamental, es decir, sin el cual no comprenderíamos las articulaciones de la experiencia social a partir de la prioridad del trabajo como medio de asegurar el futuro. Sin trabajo no hay valor. Sin trabajo no hay futuro. El concepto funciona como una moral que obliga al trabajo disciplinado. En este cierre del recorrido que hemos elaborado, es notable que la escritura sola se va orientando a homo faber y los sentidos que se configuran en la modernidad vinculados con la experiencia en las fábricas. La historia conceptual ayuda a sacar a luz los sentidos sedimentados en la historia social que quedan negados, dominados o dormidos desde la perspectiva de una ruptura en el lenguaje. En la modernidad se estructura otro pensamiento que captura “trabajo” en un dispositivo lanzado a fabricar el tiempo y un futuro unidimensional: más producción. ¿Ha naufragado el homo faber con su futuro expansivo y dotado de seguridad rodeado de mercancías? Cabe observar la inestabilidad y la deconstrucción conceptual de “trabajo” como un rasgo característico de nuestra época afectada por la posibilidad objetiva de que el trabajo humano se vuelva socialmente superfluo.
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Ver también
Deuda, Dignidad, Emancipación, Humanidad / humanismo, Igualdad, Narcopolítica / necropolítica, Revolución, Secularización, Socialismo, Trabajo (fin del), Ucronía, Utopía / distopía
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
ORCID: 0009-0002-7995-3375
La acelerada destrucción de puestos de trabajo por el desempleo tecnológico es uno de los problemas sociales contemporáneos más agudos. El libro del economista estadounidense Jeremy Rifkin (1996) instala en el debate público la falta de futuro del trabajo. La expresión fin del trabajo coloca el sufrimiento personal por el desempleo y el problema social en un horizonte estructural irreversible. Su eficacia puede compararse con la de la expresión “fin de la historia”, introducida también en la década de 1990 por el politólogo estadounidense Francis Fukuyama. Una temporalidad que se acaba, entre el trabajo y la historia. Ambas son producciones posteriores a la caída del Muro de Berlín, símbolo del fin de época; la caída del comunismo en Rusia y Europa y el triunfo irresistible del pensamiento liberal.
A tres décadas del libro de Rifkin, el avance de las tecnologías digitales parece confirmar y agudizar su diagnóstico. Un futuro irresistible y continuo. Irresistible, porque ya no habría resistencias ni ideas que abran futuros alternativos. Es continuo, un presente-futuro, dado que siempre la tecnología habría sido el vector de la historia, por tanto, el predictor también de los futuros pasados. El futuro del trabajo en nuestras sociedades depende otra vez de una revolución industrial, la tercera. Esta se basa en la sustitución creciente del trabajo humano por robots y computadoras con programas avanzados que invaden las mentes: máquinas pensantes capaces de realizar funciones conceptuales, de gestión y administración, y de coordinar el flujo de producción, desde la propia extracción de materias primas hasta el marketing y la distribución de servicios y productos acabados. El desempleo tecnológico es el futuro por repetición. Si los futuros pasados de desempleo fueron la absorción de los trabajadores desplazados por el sector más dinámico, esta vez se predice una crisis del empleo.
El centro de la geografía del futuro proyectado por Rifkin es Estados Unidos. Sus evidencias surgen de estadísticas, textos de economistas y expertos, declaraciones de empresarias y empresarios, sindicalistas, trabajadoras y trabajadores y políticas y políticos mayoritariamente referidos a este país. No obstante, el fin del trabajo es una objetividad global sostenida en traslaciones de los procesos del capitalismo estadounidense a los demás países. Rikfin ofrece importantes fuentes sobre Japón, país al que le asigna un lugar central en la geografía de la nueva organización del trabajo industrial: (pos)fordismo o toyotismo. La innovación en la forma organizativa de la fábrica liderada por Toyota removió los basamentos de la gran innovación de Ford: la cadena de montaje, que se había generalizado como modelo de trabajo en la industria para aumentar la productividad y desactivar el conflicto.
La separación entre la fuerza corporal y la inteligencia es una operación de la cadena de montaje vivida en carne propia por Simone Weil, la filósofa-obrera inmersa en la industria automotriz de Francia, en 1937. Las máquinas se apropian de la inteligencia humana y someten el trabajo al ritmo determinado para que los cuerpos produzcan cada vez más. “La condición obrera cambia continuamente: a veces entre uno y otro año ya no es la misma”, escribió Weil (2010) en sus reflexiones sobre la experiencia de la vida de fábrica. Su filosofía del trabajo es inspiradora para comprender el pensamiento acerca del futuro que allí se construye.
La nueva tecnología japonesa altera la centralidad de la cadena de montaje. La dirección organiza equipos de trabajo conformado por personal con diferentes cualificaciones en distintos niveles de organización, para trabajar con los diferentes tipos de máquinas y con una amplia capacidad de elección en la variedad de los productos que se fabricarán. Se cree que la participación de cada uno de los sectores en el proceso de producción genera una presión continua del colectivo sobre el trabajo para la innovación permanente. Son trabajadores multiespecializados, polivalentes. Se introducen nociones: mejora continua [kaizen], just-in-time o sin inventario. La nueva tecnología del trabajo rompe con la idea de la uniformidad de los productos del trabajo, se adaptan a la demanda. Para una sociología de la organización del trabajo en las fábricas que aborda dicha transformación de las visiones de futuro, cabe destacar otra investigación en fábricas automotrices francesas (Beaud y Pilaux, 2015).
Berardi (2020a: 265) compara el trabajo industrial, en el cual los procesos de estandarización pasan por el movimiento físico, con el trabajo en el capitalismo cognitivo, en el cual la actividad mental no puede desviarse del flujo de información.
La expresión “fin del trabajo” subsume pronósticos pasados sobre el futuro del trabajo. Rifkin recupera el futuro bifronte del capitalismo pensado por Karl Marx en los Grundrisse: por una parte, el capital remplazaría el trabajo humano por máquinas; si así fuera, ¿quiénes serían los consumidores de mercancías? Marx se hace una pregunta que traspasa las apariencias que enfrentan el trabajo humano y las máquinas: ¿qué son las máquinas? Sostiene entonces:
[Son] órganos del cerebro humano producidos por la mano del hombre. Poseen la potencia objetivada del saber. El desarrollo del capital fijo muestra hasta qué punto el saber social general [knowledged] es convertido en una fuerza productiva inmediata; muestra hasta qué punto las condiciones del proceso social de la vida han sido puestas bajo el control del general intellect y han sido transformadas conforme con esa inteligencia general (1973: 594).
General intellect es una categoría central del neooperaísmo para dar cuenta del trabajo cognitivo en red, capturado por las máquinas (Berardi, 2020b). ¿Cómo habríamos de pensar la dominación del trabajo por máquinas fuera del control humano?
Marx sigue vigente en su modo de elaborar la dominación en el capitalismo. Se trata de la dominación de un poder objetivado. No es una lucha de individuos, sino una lucha entre clases sociales envueltas en un proceso social de producción. El capitalista es el capital personificado, un engranaje en el mecanismo social que obliga a producir más y más. Las máquinas son trabajo muerto que se enfrenta al trabajo vivo de la clase obrera.
Moishe Postone, filósofo y economista canadiense (1942-2018) problematiza el uso de la categoría “trabajo abstracto” en El Capital, a veces interpretado como un residuo biológico: gasto de cerebro, músculo, nervio, mano… fuerza humana de trabajo y a veces como un tipo específico de mediación social: dominación abstracta. Postone emprende una reinterpretación de la crítica del trabajo en la obra madura de Marx. Procura el desplazamiento desde un punto de vista transhistórico, que suele caracterizar a las corrientes marxistas tradicionales, a uno históricamente específico. Esta operación tiene consecuencias teórico-prácticas para pensar el futuro del trabajo. Si la crítica de Marx fuera históricamente inmanente al capitalismo, cabe suponer que “el trabajo como tal no constituye la sociedad per se, sin embargo, el trabajo en el capitalismo constituye esa sociedad” (Postone, 2006: 175, bastardillas originales). A partir de una crítica del trabajo históricamente específica del capitalismo, se libera la imaginación sobre futuros (pos)capitalistas del trabajo.
Desde la teoría política y los estudios feministas, Kathi Weeks (2020) plantea el rechazo del trabajo como perspectiva crítica que espera abrir imaginarios sobre futuros más allá del trabajo [postwork]. Deconstruir éticas del trabajo que pesan sobre la conciencia significa politizar el lugar que ocupa el trabajo en nuestras vidas.
La explotación cognitiva afecta gran parte de las figuras del trabajo contemporáneo, incluidos aquellos componentes del trabajo social realizado de forma gratuita a través de actividades reproductivas y de consumo –el capitalismo de plataformas, cognitivo, biocognitivo, valora la producción de datos–. El término cognitivo apunta a una mutación del trabajo en la cual son centrales las economías de aprendizaje y de redes. Antonio Negri describe la metrópolis como el equivalente a lo que fue la fábrica para las generaciones pasadas, y la casa como una máquina residencial para vivir y trabajar dentro de una ciudad digitalizada en la que existir y producir están interconectados y dificultan la identificación de los lugares de trabajo. Hay que sumar las plataformas laborales y el fenómeno de los nómades digitales.
Rifkin hace un pronóstico y propone soluciones para evitar la crisis a la que conduce la aceleración del desempleo tecnológico. El fin del trabajo es un futuro peligroso; otro mundo, un mundo sin trabajo. En su perspectiva, no es posible modificar las causas, solo cabe amortiguar los efectos del desempleo masivo mediante las organizaciones no gubernamentales y la economía social.
Cabe mencionar las luchas de los movimientos sociales por el reconocimiento de la economía popular como un espacio del trabajo remunerado entre la comunidad y el Estado. Existen valiosas formas de organización cooperativa del trabajo impulsadas por los movimientos populares en las villas, en los barrios, en las calles, en las periferias urbanas y rurales. En Argentina, se sancionó en 2016 la Ley de Emergencia Social y de las Organizaciones de la Economía Popular (Ley 27.345/2016), que dictaminó la creación del Consejo de la Economía Popular, el Registro Nacional de Trabajadores de la Economía Popular y el Salario Social Complementario, un ingreso fijo para los trabajadores de la economía popular equivalente al 50% del Salario Mínimo Vital y Móvil. Estas innovaciones institucionales en el mundo del trabajo son ejemplos destacables en la historia reciente de resistencia y reconsideración del concepto.
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Capitalismo de plataformas, Futuro ominoso, Inteligencia artificial, Poscapitalismo, Poshumanismo, Resistencia, Trabajo, Transhumanismo, Transición digital
Facultad de Filosofía y Letras
Universidad de Buenos Aires
El transhumanismo es una corriente intelectual que propone el progresivo mejoramiento de la humanidad mediante la tecnología hasta superar todos los límites biológicos de la especie (mortalidad, morbilidad, capacidad cognitiva, etc.). Si bien el término surge y se difunde en el mundo anglosajón durante la segunda mitad del siglo XX, el proyecto se referencia en la tradición humanista de progreso continuo e ilimitado. Las transformaciones políticas y económicas de fines del siglo XX produjeron una deriva en el concepto hasta instalarlo en el campo de la llamada “ideología californiana”, una combinación de liberalismo económico y optimismo tecnológico alentada por el desarrollo del capitalismo digital de Silicon Valley. Esa deriva y la disputa por su sentido nos brindan una medida de la creciente importancia del transhumanismo en el actual contexto de aceleración tecnológica y reconfiguración del capitalismo.
“El transhumanismo hunde sus raíces en el humanismo racionalista” concluye Nick Bostrom en su historia del pensamiento transhumanista (Bostrom, 2005: 2). En efecto, el transhumanismo no sólo pretende filiarse en el ímpetu emancipador y la fe progresista del humanismo renacentista y el racionalismo moderno, sino que abraza como antecedente la concepción maquínica del ser humano presente ya en René Descartes y en Julien Offray de La Mettrie. Para Gilbert Hottois, el transhumanismo es una actualización del humanismo clásico: retiene su legado ético (universalismo, libertad, igualdad, justicia, pluralismo, empatía y pensamiento crítico) y lo libera del “fatalismo y del inmovilismo relacionados a los humanismos resignados o dichosos de la finitud del hombre”, habilitando así la incorporación de “las revoluciones tecno-científicas pasadas y futuras y de afrontar el tiempo indefinidamente largo de la Evolución y no simplemente la temporalidad finalizada en la Historia” (Hottois, 2015: 190-191). Esta temporalidad conduce a otra ruptura importante: mientras el humanismo clásico partía de una noción de progreso esencialmente histórica y social, con el transhumanismo la escala del progreso pasa a ser evolutiva, trasciende lo social hasta alcanzar lo biológico.
Un antecedente más claro y cercano del transhumanismo es el positivismo que dominó al pensamiento occidental desde fines del siglo XIX hasta la segunda posguerra. A la confianza en comprender al ser humano y la sociedad a partir de las ciencias duras, el positivismo le sumaba la vocación por perfeccionarlos: es durante estos años que, por ejemplo, Estados Unidos y Suecia aplicaron políticas eugenésicas. En el contexto de la crisis de valores y la radicalización ideológica que caracteriza al periodo de entreguerras, esa vocación de perfeccionamiento humano derivó en ocasiones hacia un horizonte que ponía en cuestión la propia naturaleza humana. En la Rusia revolucionaria surgieron los biocosmistas, un grupo de origen anarquista que secularizó las ideas de inmortalidad y exploración espacial del visionario Nikolay Fiódorov (1829-1903) para proponer un programa de “inmortalismo e interplanetarismo” como parte de la lucha por la igualdad. En Italia, el futurismo de Marinetti incluyó entre sus ideas al “superomismo”, la superación de los límites biológicos humanos mediante la tecnología. En Gran Bretaña, científicos como J. B. S. Haldane o John D. Bernal se vieron seducidos por la combinación de radicalismo político y ciencias modernas que venía llevando adelante H. G. Wells y concibieron prácticas como la ectogénesis –la posibilidad de gestar niños fuera del vientre materno–, la mejora psicológica de los individuos mediante psicofármacos y la incorporación de la tecnología en el proceso evolutivo humano. Si bien estos idearios eran manifiestamente materialistas y secularistas, cuando no ateos, portaban una evidente dimensión escatológica que, en los casos de Haldane y el biocosmismo, no negaba sus raíces religiosas, aunque se propusiera superarlas o instrumentalizarlas.
El concepto “transhumanismo” surgió dentro de este particular clima intelectual en la obra de Julian Huxley. Miembro de una distinguida familia de intelectuales comprometidos con el darwinismo, Huxley hizo un recorrido idiosincrásico que lo condujo a un concepto disruptivo. Como parte de los debates sobre la herencia biológica y la eugenesia, en sus Ensayos de un biólogo de 1923 presentó “la posibilidad de un perfeccionamiento fisiológico, de una mejor combinación de las facultades psíquicas existentes, de elevar las facultades actuales del hombre a nuevas alturas y aún el descubrimiento de nuevas facultades”. Durante los años treinta buscó tender puentes entre las posturas eugenésicas más conservadoras, partidarias del higienismo y la selección eliminativa, y las más progresistas, interesadas en las ciencias sociales y el bienestarismo.
Para Huxley, el mejoramiento biológico que la ciencia y la tecnología hacían posible requería de un marco moral. Por ese motivo, no solo participó de diversas iniciativas de reforma social y militó activamente contra el nazismo, sino que buscó una ideología alternativa tanto al marxismo como el fascismo, a los que consideraba movimientos religiosos. Para Huxley el surgimiento del ser humano había abierto una nueva era, “pues ha sustituido al antiguo mecanismo de las modificaciones ciegas de la selección natural en el que la conciencia no tomaba parte, por la posibilidad de una dirección consciente de la evolución”. En 1954 llamó “humanismo evolutivo” a esta doctrina que buscaba trascender lo humano. Tres años después, en el primer ensayo de New Bottles for New Wine, Huxley encontró un concepto definitivo para su empresa:
La especie humana puede si se lo propone trascenderse a sí misma –no simplemente de manera esporádica, un individuo aquí de una forma y allá otro individuo de otra– sino en su integridad como humanidad. Tenemos la necesidad de darle un nombre a esa creencia. Puede ser que “transhumanismo” sea conveniente; el hombre en tanto hombre, pero auto-trascendiendo. (Huxley, 1957: 13-17)
En la elección del término pudo haber influido el artículo “Del prehumano al ultrahumano”, publicado en 1951 por el paleontólogo jesuita Pierre Teilhard de Chardin, a quien Huxley había prologado y traducido. Para Teilhard,
el punto crítico de la Reflexión planetaria, fruto de la socialización, lejos de ser una mera chispa en la oscuridad, representa nuestro paso, por traslación o desmaterialización, a otra esfera del Universo: no es el final de lo ultrahumano, sino su adhesión a algún tipo de transhumanidad en el corazón último de las cosas. (Teilhard de Chardin, 2004 [1951]: 298)
Sin embargo, mientras el evolucionismo de Teilhard estaba inscripto en un finalismo dualista que en última instancia confiaba toda trascendencia a Dios, el humanismo evolucionista de Huxley era monista, inmanentista y totalmente antropocéntrico. Bajo el concepto de transhumanismo, Huxley sintetizó un debate y una tradición de pensamiento que podemos sistematizar en cuatro grandes ítems: a) Un materialismo que entiende al ser humano como un dispositivo plástico, que no tiene un cuerpo sino que es un cuerpo, y que puede entenderse enteramente y transformarse ilimitadamente a partir de procesos físicos; b) una radicalización del humanismo que lleva la confianza en la razón y autodeterminación más allá de la propia naturaleza humana, entendida como una fase pasajera en su desarrollo; c) un paradójico antinaturalismo de inspiración darwiniana que entiende a la modificación (o “perversión” por citar a Bernal) de la naturaleza como parte del propio proceso evolutivo, y d) la búsqueda de un marco moral y metafísico para el proceso físico de mejoramiento humano ilimitado que eventualmente deriva en un diálogo non sancto con el pensamiento religioso, entre la instrumentalización y la voluntad de reemplazarlo.
Otro elemento que comparte ese debate es su fracaso político. El futurismo italiano acompañó al fascismo en su derrota; el biocosmismo fue otra víctima del cierre político y cultural estalinista y las consiguientes purgas; Haldane y Bernal adhirieron a la ortodoxia científica soviética, incluyendo la bizarra teoría genética de Trofim Lysenko. El caso de Huxley es más complejo: su creciente prestigio le permitió acceder a espacios de poder, como la dirección de la UNESCO en 1946, pero el clima intelectual de posguerra no acompañó su proyecto.
El concepto transhuman reapareció en 1966, durante las clases del filósofo futurista iraní Fereidoun M. Esfandiary en la New School for Social Research. A priori, se podría entender a este trasplante conceptual como síntoma de una relocación mayor: el positivismo y el optimismo tecnológico de la Europa de preguerra encontraron en la posguerra un hábitat mucho más hospitalario en los Estados Unidos, con su complejo industrial militar, su teoría de la modernización y su carrera espacial. Sin embargo, desde la Europa de los años veinte a los Estados Unidos de los años sesenta, el contexto de difusión y recepción del transhumanismo había cambiado sensiblemente. En primer lugar, la impronta política igualitaria y emancipadora que compartían Bernal, Huxley y el biocosmismo ruso, fue reemplazada por una confianza sin fisuras en el liberalismo económico, el individualismo jurídico y el utilitarismo ético. En segundo lugar, el desarrollo de la llamada “contracultura”, supuso la combinación del pensamiento crítico y la práctica emancipadora de la vieja izquierda con una crítica a la modernidad occidental, considerada responsable de la violencia y la alienación humana. En muchos casos la contracultura también incorporó elementos de corrientes espirituales de inspiración no occidental. Si la crítica a la modernidad descartaba al transhumanismo como opción, la nueva espiritualidad podía conectar con su marco metafísico. Así, la idea, compartida por Huxley y Muraviov, de que la conciencia humana estaba hecha de la misma sustancia que el universo y podía fundirse en él, tuvo un sentido muy distinto para los adeptos del flower power y el hinduismo occidental.
Este nuevo marco social y cultural explica la deriva ideológica del transhumanismo a partir de los años ochenta. En 1988, el filósofo y empresario Max More, influido por Esfandiary, resucitó al concepto y a la empresa transhumanista con el movimiento Extropy, un juego de palabras que buscaba ser antónimo de la entropía. Con base en California, Extropy participó del optimismo tecnológico local, al tiempo que alojó a movimientos libertarios, refractarios al ecologismo y el feminismo, e incluso adeptos al supremacismo racial.
Es evidente la afinidad que hay entre esta versión del transhumanismo y el horizonte de expectativas de la burguesía de Silicon Valley, materializado en proyectos como el programa para revertir el envejecimiento celular de la biotecnológica Calico (California Life Company), perteneciente a Google. Otro caso es el de Peter Thiel, cofundador de PayPal, quien bajo la premisa de que “todo en la vida es un sistema operativo”, financia proyectos de emulación cerebral total: escanear el funcionamiento del cerebro y replicarlo mediante software. Se abre aquí la posibilidad de separar el cuerpo de la mente, o el alma, una premisa ancestral de la filosofía y la religión. Para el filósofo Ray Brassier:
Esta consumación negativa de la Ilustración marca el final del sueño de la razón tal y como lo codificó el hegelianismo –para el que la reconciliación entre mente y materia proporcionaba el telos de la historia universal– y el alborear de una inteligencia que está en proceso de desembarazarse de la máscara humana. (Brassier, 2017: 107)
Una versión de ese “desembarazarse de la máscara humana” puede encontrarse en la Singularidad propuesta por Ray Kurzweil, director de ingeniería de Google: la fusión de la materia cósmica, la tecnología y la mente humana descorporeizada. En este punto, el transhumanismo deviene en lo que Hottois llama “posthumanismo”, una reformulación de los elementos señalados del transhumanismo clásico, con los siguientes rasgos: i) el materialismo deviene en un nuevo dualismo: al incorporar el concepto de información como quantum medible, tal como la teorizó Claude Shannon, y concluir en el llamado “quantified self”: el ser como algo reducible a un conjunto de datos que puede funcionar independientemente de su dispositivo físico; ii) el antinaturalismo se mantiene en manifiestos como A Letter to Mother Nature, de Max More, pero el sentido emancipador deja de ser colectivo para transformarse en una empresa individual; iii) el diálogo religioso del transhumanismo deriva en una religión en sí, más influida por cierto panteísmo new age que por los grandes monoteísmos o el humanismo moderno; iii) al repudiar el igualitarismo e incorporar concepciones dualistas ancestrales, corta lazos con el humanismo para devenir en una versión posmoderna del transhumanismo, carente del sentido emancipador colectivo que tenían el cosmismo ruso, el bernalismo británico o el propio transhumanismo de Huxley.
La deriva ideológica del transhumanismo inspiró lecturas alternativas del legado a partir de los años ochenta. Se trata de un proceso complejo y aún abierto. En aras de lograr una síntesis podemos esquematizarlo en dos grandes tendencias. Por un lado, un conjunto de académicos encabezados por Nick Bostrom y David Pearce fundaron en 1998 la Asociación Mundial Transhumanista (más adelante Humanity+) con el fin de “desarrollar una forma de transhumanismo más madura y académicamente respetable, libre del ‘cultismo’ que, al menos a ojos de algunos críticos, había afectado a algunas de las reuniones iniciales (Bostrom, 2005: 12). La reorganización y maduración del transhumanismo se complementa con otros dos objetivos. En primer lugar, la apertura a corrientes e intereses críticas o igualitarias, sean radicales o moderadas, como la socialdemocracia (James Hughes), el socialismo (Gilbert Hottois), el animalismo (David Pearce) o los estudios sobre el riesgo de extinción de la humanidad (Nick Bostrom). En segundo lugar, Bostrom y Hottois reconstruyeron una narrativa que entronca al transhumanismo con la tradición humanista que nace con el Iluminismo y el Renacimiento. En el caso de Hottois, hay un interés expreso en recuperar el igualitarismo a partir del pensamiento de Huxley. Curiosamente, ni Bostrom ni Hottois incorporan al cosmismo ruso, que comenzó a ser recuperado desde fines de los años setenta por investigadores como Svetlana Semiónova, George M. Young, Stephen Lukasevich y, más recientemente, Boris Groys.
Por otro lado, otro conjunto de pensadores partió de la crítica al humanismo desarrollada por los llamados “filósofos del 68” (Foucault, Deleuze, Derrida, etc.) para pensar una nueva subjetividad a partir de la subsunción de los humanos en el complejo tecnológico que los rodea. Ejemplos notables de esta tendencia son la “teoría cyborg” de Donna Haraway, el “pensamiento posthumano” de Rosi Braidotti, o el “transhumanismo deconstructivo” de Katherine Hayles, esta última particularmente crítica del disembodiment que implican las teorías de la información y la cibernética. Ya en el siglo XXI, el “xenofeminismo” de Helen Hester o el trabajo de Paul B. Preciado con la testosterona recuperan la idea de emancipación antinaturalista. Sea desde los estudios culturales, el feminismo o la teoría queer, se trata de denunciar la construcción histórica e ideológica de “lo humano” e intentar superar sus límites. Este intento tiene valor político por dos motivos. En primer lugar, los nuevos movimientos sociales han hecho del cuerpo un terreno de disputa y resignificación. La despenalización del aborto, las investigaciones con células madre, el derecho a la autodeterminación sexual, entre otras consignas, deben enfrentarse con un discurso conservador que reivindica una concepción esencialista de la humanidad con argumentos del naturalismo aristotélico más rancio. En segundo lugar, las tendencias actuales del desarrollo tecnológico definen una agenda en la que las corporaciones privadas y los gobiernos de las potencias globales ya parecen tener un proyecto: el desarrollo de la Inteligencia Artificial, la edición genética con técnica CRISP, así como la reciente experiencia de la pandemia Covid-19, aceleran y transforman un proceso de control y experimentación sobre el cuerpo. El transhumanismo no sólo nos habla de este proceso desde hace un siglo, sino que nos invita a abrir su debate y, eventualmente, su gestión.
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Ver también
Humanidad / humanismo, Individuación, Innovación, Inteligencia artificial, Poscapitalismo, Poshumanismo, Poshumanidades, Tecnoceno, Trabajo (fin del), Transición digital
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
ORCID: 0000-0001-5198-2081
Diversos autores sostienen que nos encontramos ante una nueva era comunicacional debido a las nuevas tecnologías digitales e interactivas. La discusión sobre este cambio tecnológico no es nueva; ya en la década de 1970 los libros de Touraine (1969), Brzezinski (1970) y Toffler (1980), entre otros, hablaban de la nueva era de la información. En esta primera etapa de la indagación, destaca la obra de Marshall McLuhan, en particular, Comprender los medios de comunicación, publicada en 1964, que adelanta muchos interrogantes.
A comienzos del siglo XXI, momento más avanzado del despliegue de los nuevos medios, surgieron nuevas conceptualizaciones. Varias apuntan a una nueva forma de capitalismo: Lash (2005) habla de un “capitalismo metafísico”; Srnicek (2019), de un “capitalismo de plataformas”; Zuboff (2019), de un “capitalismo de vigilancia”. Echeverría (2002), Durand (2022) y Varoufakis (2023) hablan de una nueva forma de feudalismo. Han (2022a) pone énfasis en el impacto de las nuevas tecnologías en la política y acuña el neologismo infocracia.
La preocupación por caracterizar el período parece dejar fuera de foco que, en realidad, no estamos instalados en una nueva era comunicacional, sino en tránsito hacia ella. Como señala Han, apuntando tanto al aspecto de paso de nuestra época como a la cuestión de la inmaterialidad de la comunicación: “Hoy nos encontramos en la transición de la era de las cosas a la era de las no-cosas. Es la información, no las cosas, la que determina el mundo en que vivimos” (2022b: 13).
Desde una mirada mcluhanista (McLuhan, 1966), puede decirse que, así como hubo una transición de la era del manuscrito a la era de la imprenta, nos encontramos actualmente en un momento de transición entre dos eras de la comunicación: de la era eléctrica, iniciada por el telégrafo y dominada por la televisión, a la era digital, iniciada por la computadora y dominada por internet. Este estar a medio camino entre una era y otra determina que nos encontremos ante una pérdida de referencias, de indicadores sobre cómo orientarnos en el mundo de la información y comprender lo que está pasando.
Para McLuhan, la cuestión de la verdad, de los criterios y modos de dar cuenta de qué es y qué no es verdadero, está íntimamente relacionada con la tecnología de comunicación dominante: “Cada cultura y cada era tiene un modelo preferido de percepción y de conocimiento, que está inclinada a prescribir para todos y para todo” (1966: 21). O, como precisa Postman (1986), cada medio dominante impone su epistemología a la cultura: en la era oral, el testimonio –oír para creer–; en la escrita, el documento impreso –leer para creer–; en la de la televisión, la imagen –ver para creer–. ¿Cuál será la epistemología de los medios digitales? Puede decirse que apenas está tomando forma.
Si traducimos esta observación a políticas públicas, resulta evidente que los nuevos medios están subregulados, es decir que no hay suficiente regulación estatal. Tampoco hay suficiente autorregulación por parte de las propias empresas –en la medida en que cualquier autorrestricción podría afectar su modelo de negocios– ni códigos de ética profesional de quienes trabajan en ellas –dado que los roles profesionales apenas se están configurando–.
Una parte importante de la subregulación está relacionada con una característica intrínseca de las nuevas tecnologías, como es su carácter transterritorial, que vuelve complejo aterrizarlas en una jurisdicción para someterlas a la soberanía de los Estados. Por otra parte, algunos de los nuevos medios resultan difíciles de alcanzar por la extensión o adaptación de regulaciones previas. Esto puede observarse en relación con la circulación de noticias falsas en las redes sociales y la reticencia de las plataformas a asumir responsabilidades editoriales frente a los contenidos que vehiculizan. Ocurre que las redes sociales no son comunicación solo privada –como el teléfono, el correo o el email– ni solo pública –como el diario, la televisión o una página web–. Tienen un poco de ambos, y de esa ambigüedad se valen las plataformas para esquivar la regulación en términos de libertad de expresión, derecho a la información y derecho a la privacidad, entre otros aspectos.
A esto se suma la poca voluntad inicial de los gobiernos, en particular del estadounidense, para regular las plataformas. Ello se debe a cuestiones tanto ideológicas, en vistas de su desarrollo en tiempos de capitalismo desregulado, como económicas, ya que las gigantes que dominan el mercado se asientan en su territorio, y geopolíticas, ya que la compilación irrestricta de datos de los usuarios por parte de las empresas ha permitido a los servicios de inteligencia acceder informalmente a los mismos.
Por otra parte, la facilidad para crear nuevos medios en internet, en consonancia con la denominación de “autocomunicación de masas” que usa Castells (2012) para referirse a las nuevas tecnologías, tiene dos caras. Si bien representan un impulso democratizador en términos de que se requiere poco capital para crear un nuevo medio, desde la perspectiva de las audiencias, y como contracara, posibilitan una proliferación inabarcable y de carácter dinámico. Esta situación hace difícil, para las audiencias, familiarizarse con estos medios y desarrollar una heurística sobre sus sesgos o mínimos criterios para evaluar su confiabilidad. La “abundancia”, en sí misma, crea desconcierto (Boczkowski, 2022). “Nos sentimos aturdidos por el frenesí informativo. El tsunami de información desata fuerzas destructivas”, al decir de Han (2022a: 25). A esto se agrega que en internet es posible tener varias identidades, cuestión que complica la participación ciudadana y la atribución de responsabilidad (Echeverría, 2002).
También desde la perspectiva de las audiencias, puede decirse que la posibilidad de personalizar las búsquedas de información tiene asimismo dos caras. Si, por un lado, posibilita acceder de manera rápida a lo que se busca, también es cierto que angosta la mirada. Esto tiene como antecedente inmediato la segmentación de la televisión satelital y por cable, pero los nuevos medios representan un salto de escala. Google conoce a sus usuarios tan bien y es tan eficiente en sus búsquedas, que ofrece resultados instantáneos y perfectamente adecuados. Tan adecuados, que es muy poco probable que un usuario se encuentre con visiones u opiniones distintas de las propias con las cuales discutir o confrontar (Vaidhyanathan, 2012). Si a esto se le agrega que las redes sociales, en sus propuestas de vínculos o en sus news feeds, ofrecen –sin que se los busque– resultados también personalizados, no es de extrañar que cada uno acabe en su propia burbuja. Estos sesgos, acentuados por las propias plataformas para aumentar el tráfico, pueden inducir a la radicalización política y llevar a acciones violentas en la vida real, como se ha demostrado especialmente con grupos de ultraderecha (Vaidhyanathan, 2018).
¿Qué fue de la esfera pública que contribuyeron a formar los medios masivos –inicialmente, los diarios, luego la radio y la televisión– en donde se discutían temas de interés común entre distintos grupos sociales, donde se cruzaban y chocaban distintas opiniones, valores, intereses? Esa esfera está hoy fragmentada, parcializada, agrietada: cada una y uno en su pequeño mundo de puras certezas no discutidas, no argumentadas.
A esto se suma otra causa de confusión, muy deliberada y vinculada con la cuestión de la subregulación: el avance de la derecha en los nuevos medios, con estrategias de propaganda política que rayan en lo ilegal y que ya obtuvieron resultados claros en el referéndum sobre el Brexit, que determinó la salida del Reino Unido de la Unión Europea, y en la elección de Donald Trump, como muestran los trabajos sobre las acciones de Cambridge Analytica que dieron lugar a investigaciones parlamentarias en ambos países.
Volviendo a las dificultades de las audiencias para orientarse, es importante detenernos en el modo como se recibe la información. Carr (2011) ha mostrado que la interactividad afecta la lectura profunda, un desarrollo derivado de una tecnología previa, el libro de la imprenta. El solo hecho de encontrar un hipervínculo en un texto afecta la concentración, porque el lector debe decidir si lo clickea. A eso se suma la interrupción permanente por las notificaciones de diferentes medios, exacerbada por una relación con las tecnologías que algunos autores califican de adicción. En esto, el smartphone es clave: Harris (2016) lo compara con el juego de azar más adictivo, la máquina tragamonedas, dado que ofrece a los usuarios recompensas variables e intermitentes. Si con el diario de la mañana nos disponíamos a leer, si con el correo electrónico y la computadora de escritorio nos sentábamos a trabajar, con el smartphone recibimos todo tipo de mensajes en cualquier momento. Es decir, en situaciones en que nuestra atención está dividida y nuestra disposición no es intelectual. Como resume Han: “La necesidad de aceleración inherente a la información reprime las prácticas cognitivas que consumen tiempo, como el saber, la experiencia y el conocimiento” (2022a, 33; énfasis en original).
Retomando la cuestión de las profesiones en comunicación dentro de este panorama de transición digital, el periodismo, que ocupó un lugar destacado en el desarrollo de las democracias, está atravesando una reconfiguración profunda. No están claros los modelos de negocios. Si, por ejemplo, la prensa gráfica se financiaba con circulación y publicidad, hoy, los diarios y agencias en internet han debido recurrir a las suscripciones, crowdfunding, aportes de fundaciones, entre otros. En cuanto a la publicidad, las plataformas se han quedado con la parte del león.
Es un panorama marcado por la hiperconcentración: apenas un puñado de empresas se queda con la mayor parte de los datos, gracias a lo cual se convierten en “gigantes”, como las llama Webb (2021), con valores de mercado que en 2019 superaron, por primera vez en la historia, el billón de dólares. Las seis gigantes de Silicon Valley –Google, Apple, Facebook, Amazon, Microsoft, IBM– y las tres de China –Baidu, Alibaba y Tencent, a los que algunos suman una cuarta, Xiaomi–. Quizá valga recordar que McLuhan (1966: 24) decía de IBM que, cuando descubrió que no estaba en el negocio de construir equipamiento, sino de “procesar información”, comenzó a navegar con una “visión clara”. Retomando la cuestión de la regulación, el propio tamaño actual de estas empresas y su carácter oligopólico añade una dificultad extra a la posibilidad de controlarlas, sobre todo las de Silicon Valley –China es un caso aparte–.
Para cerrar, dos observaciones breves sobre la calidad de la información. En cuanto a los géneros, un cambio enorme es que los textos y producciones periodísticas se han convertido en “contenidos”. Esto desdibuja la noción de periodismo, al ponerlo en una misma categoría con textos de servicio, de entretenimiento, curiosidades, publicidad encubierta. En paralelo, se desdibujan los roles profesionales de periodista o comunicador institucional, y surgen nuevos roles, como el de community manager, alguien que gestiona las redes sociales de una institución o empresa, o el muy ambiguo rol de influencer: una persona/personaje que ofrece contenidos y hace recomendaciones en redes sociales, sin que quede claro quién financia la iniciativa y para qué. A esto se suma el impacto de la medición de clicks que, exacerbando el rating minuto a minuto de la televisión, traslada la decisión editorial a unas audiencias poco conocidas, distraídas, radicalizadas, y circularmente influenciadas por las propias plataformas (Van Dijck, Poell y De Waal, 2018: 36-37).
La transición digital representa un momento de gran incertidumbre. Pero que sea un período de paso y no un estado final supone que quedan muchos aspectos abiertos, donde las correlaciones de fuerza entre una miríada de actores sociales –nacionales, regionales, internacionales, transnacionales– dejan todavía un margen de disputa, de organización y de lucha para configurar el futuro.
Boczkowski, P.J. (2022). Abundancia. La experiencia de vivir en un mundo pleno de información. San Martín: UNSAM Edita.
Brzezinski, Z. (1970). Between two ages. America’s role in the technotronic era. Nueva York: The Viking Press.
Carr, N. (2011). Superficiales. ¿Qué está haciendo internet con nuestras mentes? Trad. de P. Cifuentes. Buenos Aires: Taurus.
Castells, M. (2012). Comunicación y poder. México: Siglo XXI Editores.
Durand, C. (2022). Tecnofeudalismo. Crítica de la economía digital. Trad. de V. Goldstein. Adrogué: La Cebra y Kaxilda.
Echeverría, J. (2002). “Democracia y sociedad de la información”. En J. Tono Martínez, Observatorio siglo XXI. Reflexiones sobre arte, cultura y tecnología (pp. 65-85). Buenos Aires: Paidós.
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Harris, T. (2016). “The slot machine in your pocket”. Der Spiegel, 27 de julio. Disponible en http://www.spiegel.de/international/zeitgeist/smartphone-addiction-is-part-of-the-design-a-1104237.html.
Lash, S. (2005). “Capitalismo y metafísica”. En L. Arfuch (comp.), Pensar este tiempo. Espacios, afectos, pertenencias (pp. 47-74). Buenos Aires: Paidós.
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Postman, N. (1986). Amusing ourselves to death. Public discourse in the age of show business. Nueva York: Penguin Books.
Srnicek, N. (2019). Capitalismo de plataformas. Trad. de A. Giacometti. Buenos Aires: Caja Negra.
Toffler, A. (1980). The third wave. Londres: William Morrow & Company.
Touraine, A. (1969). La société postindustrielle. París: Denoël.
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Aceleración / aceleracionismo, Alfabetización digital, Cansancio (sociedad del), Capitalismo de plataformas, Capitalismo de vigilancia, Ciberespacio, Ciberliteraturas, Educación de plataforma, Educar / eduacaere, Futuro ominoso, Guerra cognitiva, Imagen, Imaginario sociotécnico, Innovación, Inteligencia artificial, Libro expandido / libro objeto, Prácticas de enseñanza, Refeudalización, Tecnoceno, Transmedia
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0003-0283-2196
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ORCID: 0000-0003-3459-0259
El concepto de translenguaje refiere a los usos del lenguaje que trascienden las fronteras de las lenguas individuales y se caracterizan por el empleo de formas y sentidos asignados a diferentes sistemas lingüísticos. Desde esta perspectiva, las competencias de los hablantes bilingües –o plurilingües– y sus prácticas comunicativas no se entienden como la existencia de “dos sistemas lingüísticos autónomos, como se ha hecho tradicionalmente, sino como un solo repertorio lingüístico” (García y Wei, 2014: 2).
En la última década el término ha ganado una gran difusión en los estudios sobre el lenguaje. Se ha empleado en muchos casos de manera acrítica, para describir fenómenos empíricos y procesos sociales, históricos y políticos muy diferentes. Por este motivo, en la actualidad hay corrientes críticas que cuestionan esa extensión, sus relaciones con el conocimiento sociolingüístico existente y sus efectos en el campo de las políticas del lenguaje (Bonnin y Unamuno, 2021; Vallejo y Dooly, 2020).
Más allá de las críticas, su relevancia es innegable. Ha servido para cuestionar en diferentes ámbitos, particularmente en el pedagógico, la idea de que la lengua es un sistema completo, dado y homogéneo, con fronteras bien delimitadas frente a otras lenguas. Esta concepción se encuentra aún muy extendida en la enseñanza de segundas lenguas, especialmente en el caso de migrantes y personas refugiadas, que al cambiar radicalmente su entorno, descubren que las competencias lingüísticas adquiridas en su lengua primera no solo son inútiles, sino que incluso pueden convertirse en un estigma en la sociedad receptora.
El trabajo de García (2009) surgió, entonces, en aulas en las que estudiantado latino en Estados Unidos era discriminado –social, pero también escolarmente– por hablar un “mal inglés”, al alternar elementos de la segunda lengua con el español. El concepto de translanguaging vino a cuestionar esta mirada: las lenguas no son totalidades sistemáticas y cerradas sobre sí mismas, ni desde el punto de vista neurolingüístico ni desde el punto de vista sociolingüístico. En cambio, se trata de un continuum de usos lingüísticos de naturaleza social, cultural, histórica y política, que reciben “etiquetas” –español, guaraní, inglés, qom– que no describen los saberes y competencias que efectivamente tienen sus hablantes. Si, por el contrario, entendemos que hablar es “translenguajear”, la enseñanza y el aprendizaje de lenguas se comprenden bajo una óptica distinta, en la que la mezcla, la alternancia y el cambio de códigos no son la excepción, sino la norma para construir y ampliar los repertorios lingüísticos socialmente disponibles para un sujeto.
Veamos el siguiente ejemplo de translenguaje clásico, tomado de una clase de ciencias sociales en una escuela a la que asisten alumnos latinos en la ciudad de Nueva York, cuya primera lengua es el español:
Docente: Hit the bar, the space bar on the keyboard to advance [“Apretá a la barra del teclado para avanzar”]. Vamos con el foco. ¿Quién me puede leer lo que dice el foco, en inglés?
Estudiante 1: (lee) Energy is released according to whether the focus is on the earth (“Se libera energía dependiendo de si el foco está en la tierra”).
Docente: La energía está relacionada con el foco y la manera en que viaja en todas las direcciones. Hit the bar again. Who wants to read in English? [“Apretá la barra de nuevo. ¿Quién quiere leer en inglés?”] (Lasagabaster y García, 2014: 5).
En este ejemplo, aunque la lengua de instrucción en Estados Unidos es el inglés, el docente enseña el contenido curricular usando translenguaje, de manera que el vocabulario y las expresiones especializadas son aprendidas en inglés. Para ello, los alumnos leen el libro de texto y repiten lo leído en inglés, y el profesor se asegura de que el contenido haya sido comprendido en español. El rol del español, en este caso, es andamiar el aprendizaje del contenido disciplinar visto en inglés. Las lenguas, de esta manera, no compiten ni se anulan entre sí, sino que se apoyan y refuerzan mutuamente.
El atractivo conceptual de la noción es innegable. Permite desplazar el foco del “uso de la lengua” al proceso o práctica de “lenguajear”. Es decir, descentra el producto para pensar en los procesos de uso del lenguaje como práctica de naturaleza híbrida y cambiante, y ayuda a describir las prácticas comunicativas cotidianas en términos de heterogeneidad y diversidad (Buchereau Bauer, Presiado y Colomer, 2017; García, 2009; García, Flores y Chu, 2011).
Si bien el origen del concepto se remonta al término trawsieithu, empleado por Cen Williams (1994) para describir el uso de dos lenguas –inglés y galés– en una misma clase, fue la investigadora Ofelia García, de la Universidad de Nueva York, quien particularmente lo empleó en sus investigaciones y lo hizo conocido. Su trabajo, y el de sus colegas, en aulas de inglés con alumnas y alumnos latinos en escuelas norteamericanas llevó a cuestionar los programas de educación bilingüe tradicionales. Estos programas, llamados “aditivos”, suponían que aprender una segunda lengua consistía en sumar un sistema completo a otro ya existente. Para esta perspectiva, cada lengua es una totalidad en sí misma, una gramática, un diccionario y reglas para usarlos, que almacenamos en nuestro cerebro; en consecuencia, cada proceso de aprendizaje de una nueva lengua agregaría una gramática y un diccionario nuevos. García (2009), en cambio, argumenta que las lenguas no son totalidades separadas que existen en el cerebro y en el uso social, sino que forman parte de un mismo continuum lingüístico-pragmático. De este modo, la hibridez y la combinación de elementos provenientes de distintas lenguas forma parte de las prácticas comunicativas cotidianas y representan en sí mismas una acción creativa en la que la comunidad de hablantes se convierte en agente de su lengua, construyendo subjetividades complejas en entornos bilingües. Llevado al aula, este trabajo permitió admitir y fomentar el uso de la primera lengua en aulas norteamericanas, como una manera de valoración social del capital lingüístico del alumnado latino que fomentaba el aprendizaje, no solo de la segunda lengua, sino también de los contenidos curriculares vistos en clase.
El carácter innovador y convincente de la argumentación de García (2009) fue recibido en un clima de renovación conceptual de la sociolingüística del siglo XXI, que reaccionaba contra los límites metodológicos del Estado nación y sus ideas de frontera y diversidad como una mera adición de diferencias (Blommaert, 2010). De allí que, rápidamente, el concepto de translanguaging fue traspuesto del campo pedagógico de la enseñanza bilingüe a otros campos, como las lenguas de herencia, el paisaje lingüístico, la comunicación médica, las prácticas plurilingües desterritorializadas, etc. Esta repentina popularización del concepto ha sido rastreada en numerosas ocasiones, generando un amplio debate en relación con su especificidad (o falta de especificidad) explicativa. Particularmente, el debate gira en torno a si el concepto es una expresión “paraguas” para referirse a múltiples usos y prácticas verbales que involucran a más de una lengua, o si se refiere a un aspecto particular de estas prácticas; es decir, si se trata de un concepto que enmarca otros conceptos sociolingüísticos con trayectoria propia o se trata del nombre de un nuevo fenómeno (Auer, 2022; Bonnin y Unamuno, 2021).
En el ámbito de los estudios del habla bilingüe, el término translenguaje viene a sumarse a esta batería de conceptos. Su aparición, entonces, generó entre los especialistas un debate sobre cuál es su aporte conceptual al campo. Para algunos, no aporta nada en especial, sino que se trata de una moda teórica que, surgida en un campo de investigación restringido, se extendió a todo el ámbito de la sociolingüística del plurilingüismo. Para otros, la idea de que las lenguas no funcionen, en la práctica de la comunicación cotidiana, como entidades discretas y bien definidas, no significa que no existan, sino que esa existencia es social e histórica, más que exclusivamente gramatical.
Quienes defienden el uso del concepto de translenguaje consideran que permite enfocarse en las prácticas verbales en lugar de hacerlo en la lengua como código. Desde esta perspectiva, los conceptos de “cambio de código” o “mezcla de códigos” tomarían los recursos y sistemas verbales como centro del análisis; si, en cambio, aceptamos que las lenguas no son códigos estables, cerrados y relativamente autónomos entre sí, entonces las ideas de “cambio” o “mezcla” de código no tendrían sentido. La perspectiva del translenguaje, en cambio, analizaría el “translenguajear”, es decir, la práctica de producir significado más allá de que los recursos semióticos empleados provengan de una lengua, variedad o incluso de un sistema de signos en particular. Por lo tanto, se trataría de un concepto más abarcador y más consistente con la percepción de quienes translenguajean, que muchas veces no son conscientes del origen de los recursos verbales o de la diferencia entre mezclarlos y alternarlos.
Sin embargo, para los estudiosos del habla bilingüe o plurilingüe este tipo de interpretación sobre la presencia de más de una lengua en la comunicación deja de lado un aspecto crucial desde el punto de vista de la interacción verbal. Se trata del significado social y político que estas lenguas, entendidas como sistemas complejos y de fronteras nítidas, tienen para las personas que las usan y sus comunidades (Bonnin y Unamuno, 2021). En efecto, en casos de comunidades recuperantes de lenguas de herencia o lenguas indígenas, la posibilidad de definir la propia lengua a partir de rasgos típicamente asociados a las lenguas dominantes, como la gramática y el diccionario, resulta fundamental. Se trata de aquello que da legitimidad a proyectos político-lingüísticos más amplios, incluyendo la capacidad de disputar posiciones de poder y crear capital social y económico a partir del capital bilingüe (Unamuno y Bonnin, 2018).
Así, frente a realidades de activismo, recuperación o revitalización lingüística, los conceptos tradicionales de “cambio de código” y “mezcla de código” permiten preservar el significado, vital para los hablantes y sus comunidades, de que efectivamente existen lenguas distintas, de fronteras claras, y que alternarlas, cambiarlas o mezclarlas son acciones significativas. Desde esta perspectiva, y en casos concretos como el analizado más arriba, no recurrimos a una lengua por falta de competencias en la otra, sino como una acción de identificación con ella, con su cultura, su historia o su comunidad. Además de esta capacidad performativa, de señalar a la vez que pone en acto la propia identidad, la alternancia de lenguas permite señalar un cambio de actividad, incluir o excluir participantes en una conversación, distribuir roles y recursos lingüísticos, etc. Desde esta perspectiva, el uso indiscriminado y extendido del concepto de translenguaje puede opacar este tipo de usos de las lenguas que son claves de contextualización fundamentales en las interacciones sociales que involucran a hablantes bi o plurilingües (Vallejo y Dooly, 2020).
Nuestras propias investigaciones también se han enfocado en revisar el concepto de translenguaje y su eficacia explicativa en los contextos en los cuales trabajamos (Bonnin y Unamuno, 2021). Nos referimos particularmente a contextos en los cuales participan hablantes de lenguas minorizadas, estigmatizadas y dominadas. Nuestro aporte, en este sentido, se ha centrado en subrayar el riesgo que corre el análisis sociolingüístico cuando la noción de translenguaje se usa de manera descontextualizada, es decir, sin poner en juego su sentido político: la valoración de las prácticas híbridas como recurso de manifestación identitaria y de apropiación de nuevos saberes/prácticas/sentidos relativos a las lenguas. Nuestro análisis se centra en los casos en los cuales están involucradas las lenguas indígenas y el castellano en las prácticas cotidianas de hablantes bilingües. El ejemplo que presentamos a continuación proviene de un chat de Facebook del que participan maestras y maestros indígenas del Chaco, no todos bilingües.
Victoria: Según comentan mañana, ichek iwumcho. ¿Hamatatsu? [...] campesinos tojh yomey [“según comentan mañana va a llover. ¿Será verdad? (…) dicen los campesinos”].
Luciana: Uy…
Marta: Hla buen dia ep ihi tojh ihi tojh iwulacho que parte [“Hola, buen día. ¿Dónde va a llover?, ¿qué parte?”].
Luciana: Thayej hope tojh n-tenlok n-hanejh, seguro lheihi ruta jajaj bah!! [“No lo sé, también quiero saber, seguro que estás en la ruta, jajaj, bah!!”].
Ricardito: Faaaa, no entiendo nada, alguien que me traduzca qué cuernos dicen.
Marta: Hate’taj en’ajh chemeta jaja a tradci ayej [“¿Este quién es? ¿Alguien querrá traducirle?”].
Mariela: Fwemnhu matche n-hanej suwelelhañhi [“Lo hacés vos porque no entiendo el español”].
Ricardito: Faaaaa, sigo con la intriga, no sé lo que dicen. Entiéndanme, no sé el idioma wichi, yo soy de Santa Fe, algunas palabras sé, como taipo, mawú, toja, eló y eso, nada más, je. Escuché que decían eso, pero no sé qué quiere decir.
Marta: Hla amigo, estamos comentando si se va a llover.
Ricardito: Ah, hola. Por fin alguien del mismo palo, je. Y que onda? ¿Va llover o no? Porque yo estoy en sauzalito ahora.
Marta: No cuesta nada aprender en idioma wichi. Falta interés nomás. nyenche hatsu suwele pikna tayotnej ja [“es mi opinión para el blanco que pregunta, ja”] (Ballena y Unamuno, 2017).
En este ejemplo observamos un chat en el que las participantes, Victoria, Luciana, Marta, son indígenas y emplean predominantemente el wichi, aunque algunas palabras en español –subrayadas en el fragmento– son utilizadas sin que esta alternancia sea significativa para ellas. Esto significa que hay mezcla de códigos, más o menos casual, cuando hablan entre sí. Sin embargo, Ricardito, que es un maestro blanco que no conoce la lengua, interviene en español para indicar que no entiende nada y pide –de manera poco cortés, como se observa en “qué cuernos dicen”– que traduzcan al español. Frente a esta intervención, Marta y Mariela comienzan a escribir de manera monolingüe en wichi, sin que se produzca la menor alternancia. Como Ricardito insiste en su pedido de traducción, Mariela realiza un cambio de código con alternancia de lenguas, primero como gesto de cortesía para el blanco, explicándole el tema de conversación, y luego para reprocharle su falta de interés en aprender wichi. Acto seguido, vuelve a hacer un cambio de código con alternancia de lenguas, esta vez al wichi, para interactuar exclusivamente con Victoria y Luciana.
En este ejemplo observamos que la definición de dos lenguas claramente diferentes, con sus gramáticas y diccionarios, es una manera de incluir a determinados participantes y excluir a otros. Esta dinámica de inclusión/exclusión se produce en un contexto político-lingüístico en el que las maestras indígenas llevan adelante un proyecto de revitalización lingüística en medio de situaciones cotidianas de racismo. El bilingüismo estricto, entonces, se convierte en símbolo de ese proyecto como práctica de resistencia frente al blanco y su lengua, el español.
Allí, la distinción entre lenguas (y el énfasis puesto sobre el hecho de que se trata de prácticas que involucran lenguas distintas, cada una con su propia gramática y diccionario) es fundamental en la lucha de estas personas para que sus competencias en más de una lengua –comprendidas como entidades distintas que se suman– sean reconocidas. Desde esta perspectiva, bilingüe no es simplemente un adjetivo que describe a un sujeto, sino un sustantivo que designa una clase de sujetos: las y los bilingües.
Como verbo, translenguajear permite conceptualizar las prácticas verbales que atraviesan las fronteras entre lenguas “con nombre”. La idea de lenguas “con nombre” surge en contraposición a las prácticas verbales que atraviesan fronteras establecidas entre lo que es una lengua y “lo que no lo es”; entre una lengua y otra. Nombrar una lengua, en definitiva, se entiende como un acto político que prioriza ciertos usos del lenguaje sobre otros. Le confiere estatus. Establece jerarquías.
En este sentido, translenguajear puede entenderse como una práctica de resistencia a las fronteras establecidas que no se vinculan necesariamente con las prácticas cotidianas de las personas hablantes. Pero, también, como una práctica relacionada con lenguas futuras: porque anima, desde la creatividad, a nuevas formas de usar el lenguaje que provocan lo establecido. En este sentido, la práctica de translenguajear se orienta al futuro, al cambio lingüístico, al reconocimiento de otras prácticas de producir significado que, si no son nuevas, no han sido aún reconocidas por la academia o por las autoridades lingüísticas de una sociedad.
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Ver también
Lenguaje inclusivo / incisivo, Lenguaje (mercantilización del), Mestizaje, Multiliteracidades, Neohablante, Neologismo, Poéticas de los márgenes urbanos, Política de traducción, Revitalización lingüística, Transmedia
Facultad de Comunicación, Universidad Austral
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
ORCID: 0000-0001-6623-916X
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
ORCID: 0009-0006-6840-7589
Las sociedades se apoyan sobre sus culturas y se sostienen por sus lenguajes y sus procesos comunicacionales. Con la llegada de los ambientes digitales, los procesos de comunicación vigentes desde hace algunos siglos, especialmente desde la era Gutenberg, cambiaron de manera significativa hacia nuevos formatos, ahora transmedia, es decir que se despliegan en múltiples medios. En efecto, la emergencia de formatos alternativos de comunicación, tales como la participación de usuarios en redes sociales y comunidades de fanáticos alrededor del mundo, o la activa colaboración de los nuevos prosumidores en la creación de contenidos caracterizan el ecosistema de medios (Scolari, 2013) imperante hoy en día. Dada esta cultura de la convergencia (Jenkins, 2006; Jenkins et al., 2015), los roles de lectores y de espectadores se transforman, así como sus propias representaciones. Los contenidos que se “prosumen” también sufren modificaciones al utilizarse nuevos lenguajes para nuevos medios y plataformas. En este marco, transmedia no es una estrategia o una moda, sino una manera definida culturalmente por la evolución de las sociedades contemporáneas, no miradas cronológicamente, sino como un modo de relacionarse del ser humano con su tiempo (Agamben, 2006-2007).
Desde su aparición a principios del siglo XXI, el concepto transmedia se ha convertido en uno de los principales ejes de investigaciones académicas. Su concepción ha estado estrechamente ligada a las narrativas: se basa en la posibilidad de crear relatos de ficción, y de no ficción, que van más allá del formato específico en el que inicialmente fueron concebidos, abarcando otros espacios de expansión narrativa. Es así como las narrativas transmedia cobran relevancia, no solo desde una perspectiva del entretenimiento y la consumición de nuevos tipos de relato, sino desde otros ámbitos, como la educación, el periodismo o el cine documental. La integración de nuevas plataformas y tecnologías que permiten desplegar relatos o proyectos transmedia fácilmente es un paso importante para la adaptación, transformación y reconfiguración de las narrativas transmedia en estos entornos.
La palabra trans procede del latín y tiene básicamente dos entradas: una como prefijo que significa “entre”, “más allá de” o “a través de”; y otra como adjetivo. Por su parte, la palabra media también viene del latín y es el plural de medium, sustantivo contable que alude a los medios de comunicación, en referencia a la radio y la televisión. Entonces, etimológicamente, transmedia remite a algo que trasciende, que va más allá de los medios y puede ser analizado en virtud de sus componentes. Interesa señalar que ha habido debates sobre la palabra, su condición de sustantivo o adjetivo y sus características (Jenkins, 2006 y 2010; Long, 2007). Es importante poner de relieve que aún no hay consenso sobre qué significa exactamente; sin embargo, aunque la definición aún esté abierta, ciertamente es posible seguir las huellas de tentativas y debates.
El uso del término transmedia para denotar una forma particular de narración surgió en 1991, cuando Marsha Kinder publicó el libro Playing with Power in Movies, Television, and Video Games: From Muppet Babies to Teenage Mutant Ninja Turtles. Allí, la autora explica los “supersistemas comerciales de intertextualidad transmedia” (Kinder, 1991: 3), refiriéndose a franquicias importantes distribuidas en múltiples plataformas de medios. Kinder recupera de Julia Kristeva y Mijaíl Bajtín el concepto de intertextualidad y lo une al vocablo transmedia. Sin embargo, el término “narrativa transmedia” fue acuñado por primera vez en 2003 por Henry Jenkins en un artículo publicado por la revista Technology Review. Tres años después, el teórico siguió trabajando sobre el concepto y publicó su definición en su libro Convergence Culture: Where Old and New Media Collide (2006). En “Voices for a New Vernacular: A Forum on Digital Storytelling: Interview with Henry Jenkins”, el experto retomó el concepto y su relación con la narrativa, y postuló: “la palabra transmedia es un adjetivo que describe cualquier conjunto estructurado de relaciones entre plataformas de medios. La palabra necesita modificar algo” (2017: 1065). Fue Carlos Scolari, con su libro Narrativas transmedia, quien difundió el concepto en el mundo hispanohablante y definió las narrativas transmedia como “un tipo de relato donde la historia se despliega a través de múltiples medios y plataformas de comunicación, y en el cual una parte de los consumidores asume un rol activo en ese proceso de expansión” (2013: 46).
Otra discusión interesante concierne a los vínculos entre transmedia, cross-media y multimedia. Si bien hay superposiciones, los tres términos no son sinónimos. Como señala Scolari (2013), esta “galaxia semántica” comparte la idea de una narrativa, una historia expresada en diferentes lenguajes y a través de medios y plataformas. Multimedia es usado por primera vez por Bob Goldstein en 1966 y refiere a su prefijo “multi” como muchos, múltiples y numerosos. Más tarde, en la década de 1990, multimedia se combinó con palabras como texto, arte gráfico, sonido, animación y video por computadora. En Cibercultura, la cultura de la sociedad digital, Pierre Lèvy (2007) discute la variedad de significados que el concepto de multimedia ha adquirido. En lo que respecto a cross-media, el prefijo cross- indica más movimiento, “a través de”, e implica la idea de cruce. En Cross-Media Communications, Drew Davidson comenta que las comunicaciones cross-media son experiencias integradas, interactivas, que ocurren en múltiples medios, con múltiples autores y acudiendo a múltiples estilos. El público se convierte en una parte activa en una experiencia multimedia. Se trata de una experiencia –a menudo una historia de géneros– que “leemos” viendo películas, sumergiéndonos en una novela, jugando un juego, dando un paseo, etc. (2010: 4). Para esta autora, los términos cross-media y transmedia podrían ser considerados sinónimos; no obstante, en su visión, la pequeña diferencia radica en el foco puesto en la interactividad. Siguiendo a Scolari (2013), quien está en sintonía con los postulados de Davidson, el cross-media comprende una producción integrada en más de un medio, con contenidos que se distribuyen y a los que se accede a través de diferentes plataformas. De esta manera, este término es más amplio y no parecería focalizar en la importancia de los creadores de contenido.
Cabe formular un comentario en relación con los contextos académicos y los contextos de producción comerciales, cuya afición por llamarlos cross-media fue preferida hasta hace algunos años. La experta norteamericana en transmedia, Andrea Phillips (2012), observa que si bien el cross-media y el transmedia eran vocablos usados alternadamente hasta hace poco, el cross-media se refiere a un mismo contenido, a una misma historia o experiencia, compartida en múltiples plataformas. Sobre esta cuestión, Denis Porto Reno (2014) afirma que, a diferencia del cross-media, la narrativa transmedia es un lenguaje contemporáneo desarrollado por la sociedad a partir de los procesos y ambientes interactivos y que tiene como característica la difusión de mensajes distintos a partir de plataformas diversas, por redes sociales y ambientes facilitadores de retroalimentación y dispositivos móviles. Finalmente, Fernando Irigaray propone hablar de narrativas expandidas, más allá de historias multiplataforma, productos enriquecidos, historias adaptadas y narraciones participativas, y define el transmedia storytelling como “un nuevo sistema estético, narrativo y tecnológico personalizado, que pone en contacto obras diferentes, imbricadas y accesibles desde diferentes puntos de la historia” (2016: 41).
Es destacable que algunos investigadores hayan advertido casos de dispersión de una narrativa a través de diferentes formas en el pasado (Rampazzo Gambarato y Freeman, 2018). Una arqueología transmedia permite reconstruir los orígenes de ese tipo de narración y comprender la evolución de estos “nuevos” formatos narrativos. Uno de los elementos que caracteriza a las actuales prácticas es el debate entre lo nuevo y lo viejo, lo análogo y lo digital, lo multiplataforma y lo transmedia.
Scolari afirma que el concepto transmedia nació en el ámbito académico y luego se trasladó al ámbito de la producción (2016: 7), pero tuvo una amplia difusión en el ámbito de las narrativas transmedia de ficción, como las grandes producciones de Hollywood, que desde los últimos años son concebidas inicialmente como un relato pensado para diversas plataformas con el objeto de contar con diferentes ventanas de explotación comercial de la franquicia. Sin embargo, en Latinoamérica el concepto tuvo un amplio desarrollo en el ámbito de la no ficción. En su libro Periodismo transmedia, Rost, Bernardi y Bergero sostienen categóricamente: “la idea de que el público va hacia el medio caducó por la naturaleza migrante de la audiencia […] de modo que ahora los medios deben ir donde están las audiencias”, y afirman: “un hecho o una noticia pueden ‘transmedializarse’ por la acción de los autores del ecosistema informativo” (2016: 9). En ese sentido, el periodismo transmedia es una forma de narrar un hecho de actualidad que se vale de distintos medios, soportes y plataformas, donde cada mensaje tiene autonomía y expande el universo informativo, y los usuarios contribuyen activamente a la construcción de la historia. Asimismo, en los últimos años, y particularmente en la Argentina, ha tenido lugar el desarrollo del documental transmedia como un género particular dentro de las narrativas transmedia de no ficción, donde se destacan los trabajos de Alvaro Liuzzi, de la Universidad Nacional de La Plata, centrados en hechos históricos, y de Fernando Irigaray y su equipo de la Universidad Nacional de Rosario, dedicados a problemáticas sociales. Irigaray piensa el territorio como un espacio narrativo más, que involucra la participación de audiencias “que habiten y recorran las historias que no solo se desarrollan en escenarios virtuales, sino en el territorio real” (2015: 168).
En los últimos años ha tenido lugar la aplicación de las narrativas transmedia a la educación. En ese sentido, el “alfabetismo transmedia” puede ser considerado una continuidad del alfabetismo mediático tradicional. Según Scolari, este fenómeno es “un conjunto de habilidades, prácticas, valores, sensibilidades y estrategias de aprendizaje e intercambio desarrolladas y aplicadas en el contexto de la nueva cultura colaborativa” (2016: 8). Finalmente, desde la perspectiva didáctica, la narrativa transmedia permite resignificar y enriquecer la experiencia pedagógica, porque ofrece distintas puertas de entrada a los contenidos apelando a las diferentes competencias de los estudiantes y capitalizando su conocimiento de la cultura participativa.
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Alfabetización digital, Ciberespacio, Ciberliteraturas, Ciencia ficción, Educación de plataforma, Imagen, Inteligencia artificial, Libro expandido / libro objeto, Música fragmentaria, Transición digital
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
ORCID: 0000-0001-5611-1728
La noción de transmodernidad es una de las piezas clave del latinoamericanismo filosófico contemporáneo. Por su capacidad crítica, impulso radical y potencia alternativa, constituye una categoría central para entender el mundo contemporáneo en general y los procesos emergentes en América Latina en particular. Sobre todo, es una de las propuestas más articuladas para concebir formas alternativas y liberadoras de pensar y de vivir.
Si bien el término es utilizado para designar globalmente un paradigma o una perspectiva global, la noción comporta, como uno de sus componentes centrales, una significación temporal. Caracterizada inicialmente como un “proyecto futuro” o incluso “nueva edad del mundo”, la transmodernidad ofrece nuevos horizontes para modular un futuro distinto desde el sur global en un horizonte mundial, descentrando el régimen de temporalidad moderno noreurocéntrico.
Aunque ya había sido introducido, con otro sentido, por la filósofa española Rosa María Rodríguez Magda, el término apareció en el marco del pensamiento filosófico latinoamericano a principios de la década de 1990. Hacia atrás, recoge una larga tradición reflexiva crítica que identificó en la concepción de la historia y en la modernidad uno de sus frentes de disputa. Hacia adelante, se fue progresivamente enriqueciendo y densificando, en un diálogo que convoca intelectuales y colectivos de diferentes latitudes y tradiciones.
Quien acuñó la noción fue el filósofo, teólogo e historiador argentino-mexicano Enrique Dussel, en una serie de conferencias dictadas en Frankfurt en octubre de 1991, que llevaron por título 1492. El encubrimiento del Otro. Hacia el origen del mito de la modernidad (Dussel, 1993), y desde entonces vertebra su proyecto de liberación.
La particular coyuntura histórica y geográfica de esta primera aparición le da a la noción una coloratura especial, al modo de una marca de nacimiento. Movido por la proximidad de los 500 años de la llegada de Colón a América, Dussel se propone pensar el “acontecimiento 1492” por fuera de la matriz moderna eurocentrada, desde un paradigma que denomina “mundial”. El intento constituye un nuevo paso en su apuesta, iniciada en la década de 1960, por superar la historia mundial eurócentrica, una historia que, en su opinión, deja “fuera” a América Latina. Desde esta nueva perspectiva, el denominado “descubrimiento de América” se revela, en verdad, como la otra cara necesaria del “encubrimiento del Otro”. Así, desde su primera aparición, el término transmodernidad queda marcado por dos relaciones constitutivas: una, con América Latina; la otra, con la modernidad, y ambas se entrelazan en la necesidad de superar a la segunda desde la primera.
La categoría surge como contrapartida diferencial desde América Latina del proceso histórico-filosófico denominado modernidad. Este posicionamiento crítico no implica una visión totalizante de la modernidad. En Dussel la modernidad tiene dos caras. Por un lado, se refiere a la emancipación racional de la humanidad del estado de inmadurez cultural y civilizatoria. Por otro, encubre un mito irracional, que inmola a los hombres y mujeres del mundo periférico colonial, como víctimas explotadas, cuya victimación es justificada con el argumento del sacrificio o costo de la modernización. La transmodernidad se entiende como la superación del mito de la modernidad y la subsunción de su carácter emancipador.
La ambigüedad de los contenidos de la modernidad se apoya en un determinado régimen de temporalidad diseñado por el propio proyecto moderno. Por un lado, las culturas “no modernas” son consideras “premodernas”, y por lo tanto atrasadas, retrasadas, primitivas. Por el otro, el futuro queda asociado a la “modernización”, como su única vía posible. En este sentido, considerado temporalmente, es posible leer el mito de la modernidad como corte-anulación de un pasado e imposición de un futuro. El encubrimiento tiene así justificación en una dimensión temporal; se deriva de un régimen de temporalidad e historicidad. El proyecto histórico de la modernidad implica, por tanto, una compresión del tiempo que se vuelve instrumento ideológico de opresión.
Según Dussel, la compresión moderna de la temporalidad reduce el futuro al desarrollo de una posibilidad ya dada. La verbalización –modernizar– del sustantivo –modernidad– acapara y concentra unívocamente toda futuridad posible y se cierra a la novedad. Pero el futuro no cabe solo en las posibilidades ya dadas. La modernidad no tiene entre sus manos un verdadero futuro. Solo en la superación de la modernidad se cifraría la posibilidad de un futuro distinto. Para pensarlo, es necesario operar teórica y prácticamente un des-enfoque de la perspectiva temporal moderna. Frente a la temporalidad moderna, carente de verdadero futuro, Dussel contrapropone un tratamiento transmoderno de la temporalidad y, particularmente, del futuro. La posibilidad de un futuro no moderno, un futuro transmoderno, no se da a través de un discurrir natural, sino que supone una ruptura, una liberación frente a la modernidad.
La noción de transmodernidad indica también demarcación superadora de otras formas de responder críticamente a la modernidad. Esquemáticamente, estas formas se pueden agrupar en dos: por un lado, posiciones de cierto fundamentalismo que niegan y abandonan en bloque todos los componentes de la modernidad; por el otro, propuestas que aceptan una modernización que tenga en cuenta las diferencias culturales, religiosas, políticas, económicas, históricas. Entre las primeras, hay que mencionar las posiciones “premodernas”, en la afirmación folklórica o romántica del pasado, y las “antimodernas”, desde una postura conservadora. Del segundo frente, se diferencia tanto de las propuestas neoilustradas de completar una “modernidad inacabada” o inconclusa –Habermas–, como de las ensayadas bajo el rótulo de “posmodernidad” –en las versiones Vattimo, Lyotard, Rorty, entre otros– que constituyen, según Dussel, una crítica de la modernidad desde la modernidad misma y, por lo tanto, todavía un momento final, interno y diferencial de ella misma. En todos los casos, la temporalidad moderna y su incapacidad de futuro siguen intacta.
La superación que propone la transmodernidad no consiste entonces ni en “más” u “otra” modernidad, ni en “extender”, “adaptar” o “pluralizar” la modernidad. Se trata de situar la cuestión “más allá” del horizonte de la modernidad y trascenderla mediante su subsunción creativa-reinventiva desde la exterioridad hasta alcanzar una “nueva edad del mundo”. Partiendo de esta primera indicación es posible describir algunos elementos del régimen de temporalidad transmoderno.
La transmodernidad apunta hacia un futuro en términos de una “nueva edad del mundo” –parafraseando a Schelling–, una “nueva edad de la humanidad”, una “nueva era”, una “nueva civilización futura” o “nuevo sistema mundial” –en referencia a Wallerstein–. De estas formas de nominación se desprenden sus primeros caracteres: i) se expresa a gran escala, con registros maxiextensivos como mundo, planeta, humanidad; ii) posee un carácter polidimensional, al punto de pretender un alcance máximo, omniabarcante –dimensiones ecológica, política, económica, cultural, racial, de género–, y expresada en términos como civilización o sistema; iii) no indica un evento puntual e inmediato o a corto plazo, sino por el contrario un proceso largo –en escala de decenios o siglos–, al que no se accede rápidamente por imposición –por ejemplo, revolucionariamente–, sino a través de tiempos lentos que exigen, por lo tanto, paciencia.
La clave de este nuevo régimen está puesta en la novedad opuesta, ante todo, a la repetición, aún encubierta bajo la idea de modernización. La novedad se distingue también, transmodernamente, de un inicio en blanco, es decir, de un tiempo nuevo que no tiene ningún tipo de comunicación con su precedente. A fin de dar cuenta de esta novedad transmoderna, Dussel se apoya en la lógica analógica y designa la nueva edad del mundo como “distinta”. La distinción se mueve dentro de un campo de semejanza, que permite la conservación de algunos elementos, pero transformados desde nuevos otros criterios.
El futuro transmoderno no admite planificación ni predictibilidad. No se trata de un proyecto alternativo preconcebido y propuesto, ya que que no puede bosquejarse de antemano. No obstante, sí tiene criterios y principios normativos generadores. A partir de ellos, es posible señalar algunos rasgos del futuro transmoderno. Se trataría de un futuro mundial, ya no provinciano ni regionalista como el moderno-eurocéntrico, pero tampoco confundible con el actual proceso de globalización, que es en verdad el nombre encubierto de una expansión. En oposición a la uni-versalidad del futuro moderno –donde impera uno/uni, siguiendo una concepción regional y restringida–, el futuro transmoderno será pluri-versal. Será también, por ello mismo, un futuro intercultural, en el que todas las culturas pueden afirmarse, en un espacio de diálogo simétrico y un proceso de participación real. Finalmente, en contrapartida al desenlace de la destrucción de la humanidad misma producida por la pobreza masiva y de la muerte de la vida en su totalidad dada la insaciable necesidad de aumento de la tasa de ganancia al que nos lleva la proyección moderna, el futuro transmoderno ha de ser humano y ecológico.
Pero no todo lo posterior o lo que está a continuación de la modernidad es nuevo o verdadero futuro. La novedad-futuro acontece solo a partir de un tipo de proceso o dinamicidad propios, que comienza en un lugar específico. En Dussel, esa localización y ritmos propios están indicados y se concentran en el prefijo trans-.
En relación con la localización, el prefijo indica que la transmodernidad y la posibilidad de un futuro distinto nacen desde fuera o más allá de la modernidad. Este “más allá” indica que el punto originante de arranque se encuentra en la exterioridad no subsumida en la modernidad. Tal exterioridad se encuentra en el sistema vigente como despreciada, negada, oprimida, y en tal sentido, víctima de la modernidad. Desde el marco transmoderno, este “más allá” o exterioridad, considerado como “nada” o “atraso” desde de la cultura occidental, es afirmado en su distinción y considerado como fuente creadora. Desde el régimen transmoderno, este “fuera” no es visto temporalmente como atraso, sino como un “más allá”, con capacidad de futuro distinto. El adverbio “más allá” no es solo de lugar, sino también temporal –anterioridad-futuridad–.
El futuro transmoderno no niega por completo la modernidad ni desprecia o desaprovecha sus mejores invenciones. Por el contrario, procura la subsunción por parte de los sujetos excluidos por la modernidad de los aspectos valiosos de la misma modernidad como su núcleo emancipatorio y algunas de sus conquistas históricas –ciencia/tecnología, democracia, Estado–, pero insertándolas en una estructura distinta que modifica su horizonte de significación, corrigiendo sus olvidos y transformándolas a partir de nuevos principios, criterios, fundamentos. En este sentido, es posible comprender trans- como “pasar a través”, como atravesar, lo cual permite incluso utilizar la noción en su forma verbal: transmodernizar, críticamente análoga a modernizar.
En suma, la transmodernidad radica en la tarea crítica de subsumir los “logros” de la modernidad a partir del reconocimiento de los horizontes de novedad que portan las culturas periféricas del sistema mundial. Dicho de otro modo, atravesar la modernidad desde otros “lugares-tiempos de enunciación”, precisamente desde aquellos que fueron excluidos geopolítica, cultural y temporalmente por la modernidad, como las diferentes culturas subalternizadas por la expansión colonial europea. Dussel denomina a esta dinamicidad analéctica o ana-dia-léctica.
Para Dussel la transmodernidad como nueva edad del mundo es algo que ya están realizando, aunque sin teorizar, los pueblos de las culturas periféricas victimadas por la modernidad, entre los que se cuentan los pueblos originarios de América Latina. Así, transmodernidad refiere a la vez a un proyecto futuro y a una realidad presente.
A nivel práctico y material, el futuro-presente transmoderno acontece en fenómenos que se dan más allá de la modernidad, que no responden a sus criterios y principios. El sujeto de estas realizaciones históricas no es el sujeto-individual moderno ni el sujeto fragmentado o muerto de la posmodernidad, sino el pueblo y su cultura popular.
Asimismo, teórica y formalmente, el futuro transmoderno ya es presente, entre otras expresiones, en el nuevo paradigma filosófico-cultural de especial mella en el pensamiento filosófico latinoamericano contemporáneo, en el que ha tenido gran repercusión en diversos protagonistas: “racionalidad transmoderna” –Juan José Bautista Segales–, “democracia transmoderna” –Santiago Castro-Gómez–, “sujeto transmoderno” –Yamandú Acosta–, entre otros. Asimismo, viene ya sirviendo para reconstruir una nueva perspectiva histórica crítica que habilita la posibilidad de redimensionar el paradigma de la historicidad y de cambiar con ello cualitativamente nuestra relación con la historia y desde la que repensar todas las tradiciones disciplinares.
De todo lo dicho hasta aquí se decantan dos primeras indicaciones sobre el régimen de temporalidad transmoderna, especialmente en referencia al futuro y a América Latina, que se desprenden ya desde su caracterización fundante. La primera consideración radica en revisar y densificar las relaciones entre pasado, presente y futuro. La vigencia de l492 en 1992 exige otra concepción de las relaciones entre las tres instancias cuestionando la reducción del pasado al ayer y del presente al hoy, que oblitera el futuro, depotenciando su peso presente y desactivando su capacidad de articular las memorias.
La segunda indicación reside en la necesidad de relacionar temporalidad y espacialidad o geografía. Una vez más, el “más allá” es, a la vez, espacio y tiempo. Para el enfoque transmoderno, toda referencia al tiempo no puede prescindir de una referencia al espacio, que se encuentra siempre atravesado por relaciones de poder, tratándose en verdad de una geopolítica. Localizar geopolíticamente la temporalidad implica que la capacidad de articular un futuro propio está asociada a la praxis de liberación de los pueblos periféricos del orden vigente. De lo contrario, otro futuro impropio les será impuesto.
En suma, la categoría demuestra un gran rendimiento en su esfuerzo reflexivo por construir un campo semántico y un plexo categorial que permita pensar de otra manera el futuro, más allá de las posibilidades abiertas por la modernidad. Transmodernidad dice la posibilidad de nombrar no eurocéntricamente un tiempo futuro no moderno, la posibilidad de una nueva edad distinta del mundo desde las periferias mundiales. De este modo habilita la posibilidad de imaginar un futuro mundial o pluri-versal, frente al futuro uni-versal y uni-centrado impuesto por el actual proceso de globalización excluyente. Un futuro humano o humanizante frente al futuro de suicidio colectivo hacia el que se dirige la modernidad con su mito irracional sacrificial encubierto.
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Ver también
Alternativa, Buen vivir, Descolonialidad, Mestizaje, Posmodernidad, Utopía latinoamericana
Universidade Federal do Estado do Rio de Janeiro (Brasil)
ORCID: 0000-0002-0266-4084
Ubuntu, voz procedente de las lenguas xhosa [isiXhosa] y zulú [isiZulu] –ambas pertenecientes al tronco lingüístico bantú–, se entiende hegemónicamente como una “visión del mundo” –una Weltanschauung africana–, que puede definirse a partir del proverbio zulú umuntu ngumuntu ngabantu, traducido vagamente como “una persona es una persona a través de otras personas”. También se ha asociado a otra expresión de significado similar: “yo soy porque nosotros somos”, cita del clásico libro de John Mbiti, African Religions and Philosophy (1969). Para Desmond Tutu (1999), ubuntu hablaría de la esencia misma del ser humano asociada a la generosidad, la hospitalidad, la amistad, el cuidado, la compasión. Ubuntu significaría que la humanidad de uno está inextricablemente unida a la de los demás, y que una persona “tiene ubuntu” si comparte lo que tiene con los otros. Para Mogobe Ramose (2003), ubuntu sería afirmar la propia humanidad a través del reconocimiento de la humanidad de los demás, estableciendo relaciones humanas con ellos –sería un “hacerse humano” [humanness]–.
Existen varios otros términos procedentes de lenguas del tronco lingüístico bantú con significados considerados similares a ubuntu: umunthu –chewa–, umundu –yawo–, bunhu –tsonga–, unhu/hunhu –shona–, botho –sotho y tswana–, umuntu –zulú–, vhutu –venda–, vumunhu –changani–, utu –suajili–, entre muchos otros (Mawere y van Stam, 2016; Tambulasi y Kayuni, 2009). No es de extrañar que términos que expresan una concepción comunal de las relaciones entre las personas se acumulen en las distintas lenguas de África meridional, central y oriental, en la medida en que se trata casi siempre de sociedades comunales. Pero, entre tantos, ubuntu se convirtió en un concepto de circulación mundial, entre la diáspora negra y más allá, probablemente porque es utilizado en las dos principales lenguas de origen negro de Sudáfrica, su principal centro de difusión internacional.
Según Christian Gade (2011), el uso de ubuntu en textos escritos se remonta, al menos, a 1846. Hasta mediados del siglo XX, sus principales significados giraban en torno a “naturaleza humana”, “humanidad”, “hombría adulta”, y la expresión más difícil de traducir: humanness, que podría entenderse como “llegar a ser humano”, el “acto de humanizarse”, el “proceso de humanización”. En resumen, desde el principio se ha relacionado el término con una cualidad moral. Sin embargo, ya en buena parte de los primeros textos que lo mencionan, se trata de una cualidad que se expresaría sobre todo entre los africanos, los bantúes, los “indígenas” –idea que se impondría más adelante–.
A partir de mediados del siglo XX, el término fue asumiendo progresivamente los significados que hoy son más habituales. Se entendió menos como una “cualidad” para asumirse como un fenómeno más sistemático –específicamente negro-africano, o bantú–: una “filosofía”, una “ética”, un “humanismo”, una “cosmovisión”. En la década de 1970, también se lo asoció a los “humanismos africanos” y a los “socialismos africanos” que informaron los procesos de descolonización y construcción de nuevos Estados, donde adquirieron usos más claramente políticos. En este sentido, fue apropiado específicamente durante dos períodos de transición: el fin de la supremacía blanca en Rodesia, que culminó con la fundación de Zimbabue en 1980, y la superación del apartheid, que condujo a la elección de Nelson Mandela en Sudáfrica en 1994.
En Sudáfrica ha tenido seguramente su mayor éxito, ampliamente entendido en el ámbito político como una “visión del mundo”. Su principal foco de expansión contemporánea se ha producido desde la transición del apartheid, sobre todo en la Constitución Provisional de 1993 y en la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (1995-1998), dirigida por Desmond Tutu, quizá su principal formulador y difusor mundial. Ha sido utilizado por el partido gobernista Congreso Nacional Africano en sus sucesivos gobiernos y en los discursos de los presidentes sudafricanos posteriores al apartheid –asociado ampliamente con Mandela, entendido progresivamente como la “materialización del ubuntu”–.
En la historia del concepto se puede observar un proceso de complejización, por el cual ha pasado de designar una cualidad humana a algo más sistémico, ya sea una ética, filosofía, ideología o visión del mundo. También se percibe su creciente asociación con los africanos negros, con algo relacionado con su modo de vida, su origen, que determina su forma de relacionarse con la comunidad –incluidos sus antepasados y las generaciones futuras– y con la naturaleza. Estas dos evoluciones se produjeron sobre todo a partir de mediados del siglo XX, y son la clave para entender los usos contemporáneos de ubuntu desde la década de 1990: aquellos usos que lo asocian con una contribución original –sudafricana– al fomento de la comunidad, la solidaridad, el perdón, la unidad, la armonía y la justicia.
Así, ubuntu ha sido una de las nociones más recurrentes en los debates sobre África y los africanos en las últimas décadas. Esto puede verse en diversos campos de las humanidades, desde el derecho a la filosofía política, desde la etnografía a la teología, desde la sociología al trabajo social, desde la lingüística a la pedagogía. Ubuntu también ha recibido diferentes usos políticos, en constante expansión y renovación. Recientemente, el concepto se ha extendido a otros campos de gran atractivo, como la ecología, la autoayuda y literatura empresarial y la informática –con su homónimo sistema operativo libre–.
Los analistas del ubuntu pueden dividirse entre los que ven en él un potencial de futuro en cuanto base ética para la vida social, y los que identifican en él mistificación, opresión y pasadismo. Entre los primeros, quizá el más activo sea Thaddeus Metz. Para él, el concepto puede desvincularse de formas de vida indeseables con las que podría asociarse en lecturas tradicionalistas –como el “sexismo” y el “conservadurismo”– incorporando facetas deseables de la modernidad. Para él, su contribución a una vida social más solidaria y comunitaria sería indispensable (Metz, 2014). Para Augustine Shutte (2009), otro importante filósofo en la divulgación del concepto, a pesar de ser una ética constituida en condiciones socioeconómicas diferentes de las de Sudáfrica contemporánea, no se limitaría al pasado: seguiría viviendo en el presente, como algo renovado, expresado en personas y modos de vida, en familias y actividades de diversa índole. De este modo, no representaría un retorno a una mítica “edad de oro”, sino algo nuevo por descubrir, que debe ser (re)construido y adaptado a la modernidad, puesto en contacto con otras tradiciones éticas.
Por otro lado, Bernard Matolino y Wenceslaus Kwindingwi (2013) afirman la inviabilidad del ubuntu, ya sea como ideología o como inspiración ética, en ambos casos por su inadecuación a la modernidad. Desde esta perspectiva, como ideología, el concepto no estaría bien enraizado en las experiencias éticas de los modernos, porque tiene una base “pasadista”. Como ética, carecería de capacidad y contexto para ser inspiración o código ético en el presente, porque se basa en “esencialismos” –estaría asociado a la “etnofilosofia”, vertiente de la filosofía africana que defiende una presunta “esencia” africana original, a veces de base étnica–.
En cualquier caso, debidamente adaptado a la contemporaneidad y desvinculado de cualquier forma de esencialismo, ubuntu podría llegar a asumir un potencial transformador y alimentar proyectos futuros. El concepto se refiere a una concepción del tiempo y de la relación con el entorno alternativa a la de la modernidad occidental. Concretamente, alude a una concepción circular del tiempo, donde las generaciones pasadas, presentes y futuras están interconectadas –distinta, por tanto, de las nociones de progreso o evolución que han marcado la modernidad–. Además, alimenta una concepción holística de la relación entre el ser humano y la naturaleza, una alternativa a la separación entre ambos que ha sido característica de la modernidad.
Afirmar que ubuntu es una alternativa a la modernidad no implica que no pueda estar en el interior de la modernidad, insertado en ella y adaptado a ella –aunque, en el límite, con el potencial de proponer una “contramodernidad”–. Ubuntu no está necesariamente fuera de la modernidad, como algo “premoderno” o “posmoderno”, ideas que reforzarían la noción del tiempo como progreso con la que el concepto no dialoga. Además, definirlo como “premoderno” asociaría irremediablemente ubuntu con el pasado, y como “posmoderno” remitiría a escuelas teóricas con las que el concepto no tiene asociación directa –a lo sumo afinidades electivas–. La noción puede tener validez en la modernidad como reelaboración; no necesita tener una conexión directa con lo que significó en el pasado. Entre otras cosas porque no sabemos exactamente qué significó. Lo más probable es que el término se refiera a una miríada de relaciones, creencias y modos de vida vagamente “africanos” o “bantúes”, presentes en sociedades más o menos comunales antes de los contactos con la modernidad, y que sobreviven parcialmente en ellas. Ubuntu es una forma –podría haber sido otra– de nombrar lo que se consideraba superior en el pasado y que fue destruido con el advenimiento de la modernidad en África.
En este sentido, ubuntu remite a un pasado más o menos mitificado y puede asumir los usos político-ideológicos más diversos, como cualquier concepto político. Esta mitificación no implica un mal en sí misma: es central en cualquier narrativa política, construcción identitaria, proyecto o “utopía”. Así pues, el ubuntu no puede llegar a ser entendido como una teoría moral “pura”. Aunque implique un mito y remita a “raíces”, no es necesariamente una narrativa del retorno al pasado, algo “reaccionario” ni “antimoderno”. En el sentido adoptado por la mayoría de sus partidarios políticos y por casi todos los académicos que desarrollan el concepto, ubuntu es una inspiración para proyectos transformadores y orientados al futuro.
Gade, C. (2011). “The Historical Development of the Written Discourses on Ubuntu”. South African Journal of Philosophy, 30(3), pp. 303-329. doi.org/10.4314/sajpem.v30i3.69578.
Matolino, B. y Kwindingwi, W. (2013). “The end of ubuntu”. South African Journal of Philosophy, 32(2), pp. 197-205. doi.org/10.1080/02580136.2013.817637.
Mawere, M. y van Stam, G. (2016). “Ubuntu/Unhu as Communal Love: Critical Reflections on the Sociology of Ubuntu and Communal Life in sub-Saharan Africa”. En M. Mawere y N. Marongwe (eds.), Politics, Violence and Conflict Management in Africa: Envisioning Transformation, Peace and Unity in the Twenty-First Century (pp. 287-304). Bamenda: Langaa RPCIG.
Mbiti, J. (1969). African Religions and Philosophy. Londres: Heinemann.
Metz, T. (2014). “Just the beginning for ubuntu: reply to Matolino and Kwindingwi”. South African Journal of Philosophy, 33(1), pp. 65-72. doi.org/10.1080/02580136.2014.892680.
Ramose, M. (2003). “The philosophy of ubuntu and ubuntu as a philosophy”. En P.H. Coetzee y A.P.J. Roux (eds.), The African Philosophy Reader (pp. 270-280). Nueva York/Londres: Routledge.
Shutte, A. (2009). “Politics and the Ethic of Ubuntu”. En M.F. Murove (ed.), African Ethics: An Anthology of Comparative and Applied Ethics (pp. 375-390). Scottsville: University of KwaZulu-Natal Press.
Tambulasi, R. y Kayuni, H. (2009). “Ubuntu and Democratic Good Governance in Malawi: A Case Study”. En M.F. Murove (ed.), African Ethics: An Anthology of Comparative and Applied Ethics (pp. 427-440). Scottsville: University of KwaZulu-Natal Press.
Tutu, D. (1999). No Future Without Forgiveness. Londres: Random House.
Alternativa, Arraigo, Autonomía, Buen vivir, Descolonialidad, Dignidad, Futuro ancestral, Transmodernidad
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0002-5692-0995
El neologismo ucronía fue acuñado a mediados del siglo XIX por el filósofo francés Charles Renouvier, para narrar una historia apócrifa a partir del interrogante “¿qué hubiera pasado si…?”. El término, incluido en una serie de artículos publicados por Renouvier en la Revue Philosophique et Religieuse en 1857, se convertiría en el tópico principal de la novela filosófica publicada por el francés en París hacia 1876: en su Uchronie (l’Utopie dans l’Histoire). Esquisse historique apocryphe du développement de la civilisation européenne tel qu’il n’a pas été, tel qu’il aurait pu être [Ucronía o utopía en la historia. Ensayo histórico apócrifo del desarrollo de la civilización europea no tal como fue, sino tal como podría haber sido], Renouvier imagina cómo se hubiera desarrollado la civilización europea si el emperador Constantino no hubiese adoptado el cristianismo como religión de Estado en el siglo III d.C.
Así como el término utopía refiere a un lugar inexistente o “no lugar”, el vocablo “u-cronía” ubica el relato por fuera del tiempo o en lo que podría denominarse un “no-tiempo”. De tal forma, mientras la utopía describe una sociedad ideal que se desarrolla en un espacio inexistente o paralelo al tiempo presente, la ucronía se presenta como el relato de un pasado que en realidad nunca existió. A la vez, así como Tomás Moro imaginó una sociedad ideal cuya forma de gobierno, leyes y costumbres eran mejores que las de la Inglaterra de su tiempo, el pasado alternativo imaginado por Renouvier es el de una Europa floreciente, libre del impacto negativo del cristianismo y, por lo tanto, mejor. La ucronía podría definirse, entonces, como una utopía del tiempo pasado en tanto describe la historia tal como podría haber sido y no como verdaderamente fue.
En la novela de Renouvier, el manuscrito que el editor dice publicar es el de un “anónimo dominico” muerto por la Inquisición en Roma a comienzos del siglo XVII. Es en el posfacio que Renouvier reconoce su autoría y aclara que la historia mezcla hechos reales con acontecimientos imaginarios, lo que aleja la historia narrada de lo que realmente sucedió. La obra parte del supuesto de que el cristianismo no logra triunfar en Occidente, sino que se establece únicamente en Oriente y llega a Europa varios siglos después y sin el ímpetu de dominación de los primeros siglos. Esto auspicia el desarrollo de la sociedad europea bajo los lineamientos de la filosofía y el despliegue de prácticas políticas racionales e independientes de toda influencia religiosa. El acontecimiento que habría alterado el curso de la historia es la elección que Marco Aurelio hace de su sucesor. En lugar de su hijo Cómodo, es el filósofo Avidius Cassius quien hereda el imperio. La modificación del curso de la historia a partir de este episodio es explorada por Renovier en el resto de la obra. Así, pues, la ucronía no solo suspende los acontecimientos verdaderamente ocurridos, sino que incorpora otras variables de análisis, cuyo peso y posibles consecuencias son explorados al punto de ofrecer una historia alternativa. No se trata de describir qué sucedió, sino qué hubiera sucedido si una serie de variables se hubiesen conjugado de otra forma. En tanto ejercicio literario y a la vez filosófico, la ucronía permite reflexionar sobre los pasados que podrían haber sido, pero, sobre todo, sobre los futuros posibles de haber sido otro aquel pasado.
Debe señalarse, sin embargo, que aún antes de que Renouvier acuñara el término, el factor temporal se había introducido en los relatos utópicos. Tal como indicara Raymond Trousson, El año 2440. Sueño como ha habido otro (1771) de Louis-Sébastien Mercier es el ancestro directo de la ucronía, pues, al ubicar la acción en una París 700 años en el futuro permitió pensar en los efectos de la acción humana como variable transformadora del presente (1999: 167). El interés por los pasados y presentes alternativos, en particular, también fue previo a la obra de Renouvier. De hecho, la ucronía es una de las muchas expresiones de la historia contrafactual o what if history que se desarrollan entre fines del siglo XVIII y, sobre todo, a lo largo del siglo XIX (Deluermoz y Singaravelou, 2018: 16). El interés por una historia de lo que no sucedió se constata, por ejemplo, en la publicación del ensayo “Of a History of Events Which Have not Happened” (1824) [Una historia de los acontecimientos que no ocurrieron] del escritor inglés Isaac D’Israeli hacia 1824.
En términos de Quentin Deluermoz y Pierre Singaravélou, ejercicios de extrañamiento para descentrar la mirada o relativizar el transcurrir de los hechos habían sido practicados por Tito Livio en la Historia de la guerra del Peloponeso, por Philippe Duplessis-Mornay sus los planteos a Enrique de Navarra sobre la conquista del Nuevo Mundo y aun por Blaise Pascal en el siglo XVII. Sin embargo, “no es sino a inicios del siglo XIX que emerge una verdadera práctica de escritura fundada enteramente sobre el enfoque contrafactual” (2018: 26). Además del mencionado ensayo de D’Israeli, en ese período apareció una historia contrafactual relacionada con la derrota de Napoleón. En 1836, Louis Geoffroy, seudónimo de Louis-Napoléon Geoffroy-Château, publica Napoléon et la conquete du monde 1812-1832. Histoire de la monarchie universelle, que se reedita en 1841 con el título Napoléon aprocryphe. La primera ucronía en lengua inglesa, titulada Aristopia: a Romance History of the New World, fue escrita por el americano Castello N. Holford y data de 1895.
Ahora bien, no todas las historias alternativas narradas en las ucronías son necesariamente mejores que la historia que realmente ha llevado al presente. Se trata, principalmente, de ejercicios literarios y filosóficos en donde la especulación basada en el “qué hubiera pasado si…” abre el abanico de pasados y, en consecuencia, de presentes alternativos. Tal como señalan Deluermoz y Singaravélou, estas prácticas de escritura fueron utilizadas por historiadores, filósofos, políticos y escritores para reflexionar en torno al tiempo y a la historia en un período de auge de un nuevo régimen de historicidad (2018: 28-29). A lo largo del siglo XIX, en la medida en que la historia comenzó a ser “considerada una obra puramente humana y el encadenamiento de innovaciones que, por sus efectos acumulativos, aseguran al devenir colectivo una continuidad y una finalidad” (Baczko, 2001: 154), se produjo una toma de distancia respecto del pasado, que comenzó a percibirse como una concatenación de eventos posible dentro de una miríada de otras alternativas.
Baczko, B. (2001). Lumières de l’utopie. París: Payot & Rivages.
Deluermoz, Q. y Singaravélou, P. (2018). Hacia una historia de los posibles. Análisis contrafactuales y futuros no acontecidos. Buenos Aires: LSB.
Cossette-Trudel, M.-A. (2020). “La temporalité de l’utopie: entre création et réaction”. Temporalités. Revue de sciences sociales et humaines, 12, “Utopies/Uchronies”. Disponible en https://doi.org/10.4000/temporalites.1346.
Martínez, C. (2019). “Explorar el futuro. Transformaciones espacio-temporales de los relatos utópicos”. Nueva Sociedad, 283, sept.-oct., pp. 66-74.
Renouvier, Ch.B. (1876). Uchronie (l’Utopie dans l’Histoire). Esquisse historique apocryphe du développement de la civilisation européenne tel qu’il n’a pas été, tel qu’il aurait pu être. París: Bureau de la critique philosophique.
Trousson, R. (1999). Voyages aux pays de nulle part. Histoire littéraire de la pensée utopique. Bruselas: Éditions de l’Université de Bruselles.
Worth, A. (2018). “Uchronia”. Victorian Literature and Culture, 46(3-4), pp. 928-930.
Alternativa, Cosmopolítica, Chthuluceno, Futuridad, Futuro, Heterocronía, Poscapitalismo, Poshumanismo, Socialismo, Transhumanismo, Utopía / distopía, Utopía latinoamericana
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín (profesora emérita)
ORCID: 0000-0002-7052-5713
El concepto de universidad, que en su acepción etimológica se remonta a la cultura clásica romana, aparece en la lengua latina como universitas, y significa “el conjunto de todas las cosas”, lo universal. En el latín tardío, se circunscribió al “conjunto de personas asociadas, gremio”, a toda corporación, a toda comunidad o reunión de gentes o de cosas y específicamente a los gremios de artesanos. Recién el siglo XII la definió específicamente como “la comunidad –corporación– de maestros y de estudiantes”. En Las siete partidas, el rey Alfonso X el Sabio ofrece una aproximación a lo que es una universidad: “El ayuntamiento de maestros y de escolares, que es hecho en algún lugar con voluntad y entendimiento de aprender los saberes”. Es un concepto que llega hasta nuestros días.
La universidad es una institución muy anterior a la formación de los Estados modernos. Su nacimiento puede remontarse a los griegos, quienes iniciaron la organización colectiva en torno al conocimiento: el agruparse para estudiar, reflexionar y, sobre todo, para dialogar. La universidad medieval retoma ese espíritu y se constituye en una corporación de maestros y discípulos en la que no solo se transmiten, conservan y difunden los saberes, sino también se producen en el más alto nivel. Este modelo acompaña la transición del mundo medieval al moderno. Bolonia y París fueron, entre las primeras universidades, las que se convirtieron en arquetipos (Peset, 2015).
A fines del 1700, la universidad sufre una grave decadencia por la burocratización de la vida intelectual en los claustros. En Francia y Alemania se cierran universidades y cunde un descontento generalizado por el modelo medieval que se considera perimido. Ya Kant, en El conflicto de las facultades, de 1798, plantea la tensión entre autonomía universitaria y control externo por parte de las autoridades de turno, un conflicto que va a atravesar toda la vida de la universidad moderna.
Un hito del resurgimiento de la universidad lo marca la apertura de la universidad de Berlín, en 1809, por Wilhelm von Humboldt. Mucho se ha escrito sobre el modelo de universidad humboldtiana, que propone vincular ciencia, investigación y enseñanza en el marco de una Bildung, o sea, la idea de formación entendida como educación activa y transfiguración espiritual. Modelo que se opone al napoleónico de origen latino-francés, centralizado, de corte profesionalista y con una fuerte vinculación con el Estado. Estos dos modelos y el sistema universitario residencial de Oxford, en Inglaterra, predominaron durante un siglo y medio (Naishtat y Aronson, 2008). A mediados del siglo XX emergen modelos mixtos como el de la universidad científica y profesionalista que florece en los Estados Unidos y remplaza a la universidad humanista. La diversificación de las disciplinas en departamentos, centros e institutos produce una fragmentación y una excesiva especialización.
Todos estos modelos dejaron una huella en las universidades latinoamericanas desde la colonia hasta el presente. La reforma universitaria en 1918, en la Universidad de Córdoba, tuvo un impacto significativo en la región y en el mundo. Sus principios y banderas centrales fueron la autonomía de la universidad, el cogobierno de docentes y estudiantes, la libertad de cátedra, la función social de la universidad y la solidaridad con los trabajadores (Buchbinder, 2008). Esta reforma de la universidad se vincula de alguna manera con los replanteos de las décadas de 1960 y 1970 inspirados en Paulo Freire y en las pedagogías de la liberación. La “universidad necesaria” de Darcy Ribeiro en Brasil, la “universidad comprometida” de Pablo Latapí en México, “la imaginación al poder” del 68 francés y los movimientos estudiantiles por la paz, la integración racial y el protagonismo de los jóvenes en Estados Unidos, marcaron una época que cambió el rostro de las universidades y pareció esfumarse ante el avance del neoliberalismo global.
Desde la década de 1960 empieza a utilizarse el término educación superior en vez de universidad. Hay un desplazamiento de la reflexión sobre la “idea de universidad” hacia lo instrumental, hacia “la organización” y sustentabilidad de sistemas de una creciente complejidad. Sistemas que deben responder a las demandas del mundo productivo en la acelerada y exigente “sociedad del conocimiento y la información”. En sus albores, la centralidad del conocimiento fue percibida como una esperanza en la construcción de una sociedad más justa. Sin embargo, las tendencias a la exclusión social y a las desigualdades fueron en aumento y las potencialidades democratizadoras de la “sociedad del conocimiento” no se hicieron realidad (Pérez Lindo, 1998).
El fenómeno de la globalización opera como el telón de fondo de una serie de cambios que atraviesan la universidad: su masificación y la renovada tensión entre equidad y calidad, el crecimiento del sistema que hoy incluye al sector público, privado y transnacional con sus diversos actores e intereses, la demanda de educación permanente y una internacionalización atravesada por procesos de creciente privatización y mercantilización. Desde diversos espacios y posiciones ideológicas se señala el deterioro de la universidad y de la profesión académica, así como los riesgos de estructuras muy rígidas que le impiden dar respuesta al dinamismo de la sociedad del conocimiento para superar una crisis que se expresa en diferentes metáforas: universidad sitiada, en la encrucijada, en la penumbra, deconstruida, sin recursos, alterada, cautiva…. (Brunner, 2002). Boaventura de Sousa Santos (2020) sintetiza esta situación en tres crisis: de hegemonía, de legitimidad e institucional.
Desde fines del siglo pasado, los problemas de la gobernabilidad, la reformulación curricular, las modalidades y métodos de enseñanza, la incorporación de las tecnologías, el financiamiento, la relación con el Estado, la articulación interinstitucional, son objeto no solo de debate, sino de estudios sistemáticos (Krotsch, 2001).
Si bien filósofos e historiadores han reflexionado sobre la universidad desde hace siglos –los idealistas alemanes discutieron sobre la autonomía universitaria y Ortega y Gasset nos previno sobre la barbarie de la especialización–, es a partir de la masificación de los sistemas de educación superior cuando aparece un nuevo campo de estudios sobre la universidad.
Tanto la definición de la crisis como la interpretación de sus causas y las propuestas para superarla muestran visiones en pugna sobre el sentido y los futuros de la universidad. Algunos hitos y documentos significativos de la década de 1990 dejan en claro dos perspectivas en tensión: la del Banco Mundial (BM) y la de la UNESCO. La posición del BM se sintetiza en el informe Educación Superior: Lecciones de la experiencia, de 1994. Se define la crisis de la educación superior como fundamentalmente financiera y se señala la necesidad de alcanzar, en los países en desarrollo, metas más altas de eficiencia, calidad y equidad. Para ello se propone la diferenciación/expansión del sector privado, la diversificación de fuentes de financiamiento –aranceles– y el condicionamiento del financiamiento a los resultados obtenidos (Coraggio y Torres, 1999). En la misma línea, otro hito significativo se registra en 1999, cuando la Organización Mundial del Comercio incluyó la educación superior como commodity o mercancía en los servicios regulados por el Acuerdo sobre el Comercio de Servicios (AGCS). A la tensión entre las concepciones de la educación como mercancía o como bien público, esta medida sumó el dilema entre competencia o cooperación en las relaciones entre las instituciones educativas y entre los países.
Ante la propuesta de comercialización de la educación superior, la UNESCO, en la histórica Conferencia Mundial sobre la Educación Superior para el Siglo XXI (octubre de 1998), propone una modalidad de internacionalización que tenga como objetivo “internacionalizar un bien común” y no comercializarlo. En las Conferencias Mundiales subsiguientes (París, 2009; Barcelona, 2022) y en las tres preparatorias de la región latinoamericana, las Conferencias Regionales de Educación Superior, se reafirma la educación superior como “un bien público social, un derecho humano y universal y un deber del Estado”. En buena medida, este consenso orientó las políticas de educación superior de los países de la región durante los últimos quince años, aunque los resultados y alcances fueron disímiles y quedaron deudas pendientes.
En 2020 la pandemia de COVID-19 profundizó el debate sobre el presente y el futuro de la universidad. Como parte de una sociedad que se vio alterada por la emergencia sanitaria, la universidad tuvo que enfrentar en forma repentina una transformación de sus modos habituales de enseñar, aprender, investigar y vincularse con el afuera. Debilitada por las políticas neoliberales que la habían llevado al autofinanciamiento y por las presiones de un modelo empresarial centrado en la eficiencia, la productividad y el control, experimentó no solo la alteración en sus funciones sustantivas y en las subjetividades de los actores implicados, sino también la incertidumbre acerca de su recuperación/reconfiguración en los escenarios pospandémicos.
La pandemia visibilizó carencias críticas y profundizó desigualdades, tanto al interior de los países como entre ellos. Aunque aún es prematuro hacer una prospectiva, se pueden identificar debates de sentido y direccionalidad sobre tres escenarios pospandémicos para la universidad: 1) restaurar la normalidad preexistente; 2) diseñar una nueva normalidad más eficiente desde un paradigma tecnocrático que busque remplazar la compleja y rica relación pedagógica por programas prediseñados y homogéneos al servicio de la mercantilización; o 3) fortalecer/generar un nuevo modelo que integre la cultura digital desde un paradigma interdisciplinario y emancipador, con eje en los derechos y la ecología de saberes.
El Instituto Internacional para la Educación Superior en América Latina y el Caribe (IESALC), de la UNESCO, desarrolló un proyecto acerca de los futuros de la educación superior durante el 2021. Fueron consultados veinticinco expertos en educación superior de distintos lugares del mundo. El informe preliminar presenta las opiniones de los expertos a dos preguntas abiertas: “¿Cómo le gustaría que fuera la educación superior en 2050?” y “¿Cómo podría contribuir la educación superior a tener mejores futuros para todos en 2050?”. Cabe sintetizar los mensajes clave en cuatro amplias declaraciones, según las cuales la educación superior: 1) asume la responsabilidad activa de nuestra humanidad común; 2) promueve el bienestar y la sostenibilidad; 3) se nutre de la diversidad intercultural y epistémica; y 4) defiende y crea interconexiones a múltiples niveles.
Desde esta perspectiva global e intercultural, la imagen de futuro aparece bastante alejada de las visiones más dramáticas y contundentes presentadas por muchos intelectuales sobre los efectos de la pandemia en el presente y el futuro de la universidad. Para esta entrada mencionamos dos textos representativos del debate: “Réquiem por los estudiantes”, de Giorgio Agamben, y “La universidad pospandémica”, de Boaventura de Sousa Santos.
El primer texto ha suscitado una acalorada discusión. Desde una mirada biopolítica, Agamben anuncia una sociedad del miedo y del control. Con el avance de “la barbarie tecnológica” –nos advierte– la vida universitaria está condenada a desaparecer: el diálogo entre maestros y discípulos, que por diez siglos constituyó el sentido de la universidad, está herido de muerte con la enseñanza on-line. Y afirma que la universidad había alcanzado tal grado de corrupción e ignorancia de especialistas que no habría que lamentar su desaparición. Sin embargo, alienta a los docentes a no someterse a la “dictadura telemática” y a los estudiantes a no inscribirse en las universidades transformadas por la pandemia y constituirse, como en sus orígenes, en nuevas “universitates” donde “podrá mantenerse viva la palabra del pasado y nacerá –si es que nace– algo así como una nueva cultura” (Agamben, 2020).
Boaventura de Sousa Santos expresa una mirada crítica pero más propositiva. Vislumbra que la crisis puede significar una oportunidad para la universidad, única institución que puede ayudarnos a resistir a “la sociedad de control” y a rescatar la articulación del Estado con la comunidad. La estrategia que propone y que sintetiza el pensamiento sobre la universidad de toda su obra anterior se puede resumir en las siguientes palabras clave: democratizar, desmercantilizar, descolonizar y despatriarcalizar (Sousa Santos, 2020).
La Tercera Conferencia Mundial de Educación Superior (Barcelona, 2022) no tuvo un documento conclusivo, y para muchos especialistas mostró un claro retroceso respecto a las definiciones democratizadoras de las conferencias anteriores. UNESCO propuso una hoja de ruta: Más allá de los límites. Nuevas formas de reinventar la educación superior, que señala orientaciones que podríamos sintetizar en seis grandes desafíos: 1) acceso equitativo, financiado y sostenible; 2) experiencia de aprendizaje holística; 3) inter y transdisciplinariedad; 4) aprendizaje a lo largo de la vida; 5) sistema integrado con diversidad de programas y vías de aprendizaje flexibles; y 6) experiencias de aprendizaje superior pedagógicamente informadas y tecnológicamente enriquecidas. El documento preparatorio: La visión del espacio latinoamericano y caribeño de educación superior (Enlaces, 2022) aportó propuestas más específicas referidas al reconocimiento de las identidades regionales, aseguramiento de la calidad con pertinencia, obligación de los Estados al financiamiento, autonomía irrestricta y responsable, políticas públicas para la inclusión, integración regional, interacción de las universidades entre sí y con el mundo productivo y la sociedad en general para una permanente actualización de sus funciones sustantivas.
En síntesis, tanto a nivel global como regional, parecen abrirse caminos hacia la construcción de un modelo alternativo de universidad, basado en la justicia cognitiva, la ecología de los saberes, el involucramiento con los problemas locales, regionales y globales desde la interdisciplinariedad, la colaboración solidaria y la innovación pedagógica, en un proceso permanente de democratización interna y externa al servicio de la sociedad.
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Alfabetización digital, Educación biosocial, Educación de plataforma, Educación para el desarrollo, Educar / eduacaere, Emancipación, Generación, Innovación, Juventud, No conocimiento, Poshumanidades, Prácticas de enseñanza, Reproducción, Transición digital
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
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El término utopía nace en 1516, junto con la obra que diera origen al género. Pues es en De optimo statu reipublicae deque nova insula Utopia, obra publicada en la ciudad de Lovaina a finales de ese año, donde Tomás Moro acuña el neologismo para describir una sociedad ideal cuyas leyes y costumbres son el reverso de la Inglaterra de su propio tiempo. Por su estructura y parte de su contenido, la obra se asemejaba a los relatos de viajes, crónicas y cartas que circulaban en Europa desde fines del siglo XV y a través de los cuales humanistas, viajeros, inversores y comerciantes se informaban sobre la naturaleza y costumbres de regiones y habitantes hasta entonces desconocidos. La obra y el término describían, sin embargo, una sociedad imaginaria cuyo funcionamiento era perfecto y a la vez opuesto al de la sociedad de origen del futuro canciller de Inglaterra. Concebida como un reflejo invertido del presente del autor, a través de una serie de recursos retóricos y paratextos –por ejemplo, la inclusión de un mapa, un alfabeto y poema en lengua utópica y cartas ficticias que validaban la existencia de la isla escritas por algunos humanistas amigos de Moro–, la sociedad imaginaria recreada en Utopía permitía a sus lectores distanciarse de su propio presente para observarlo con ojos extrañados.
La obra fue gestada en el transcurso de un viaje diplomático a Flandes en el que Moro, en nombre de los mercaderes aventureros de Londres, debía entrevistarse con los representantes de Carlos V. Finalizadas las negociaciones diplomáticas, Moro pasó un tiempo en Amberes, donde escribió la segunda parte del libro. De regreso en Inglaterra, escribiría el libro primero, titulado “Diálogo del eximio Rafael Hitlodeo sobre la mejor forma de comunidad política”. En él, un grupo de humanistas, dentro del que Moro se incluye como personaje, dialoga junto con un viajero portugués de nombre Rafael Hitlodeo acerca de los problemas propios de su tiempo –por ejemplo, la desigualdad de los hombres ante la ley, el papel del filósofo como consejero del rey, el reparto inequitativo de la riqueza, etc.–. En el libro segundo, a través del personaje de Hitlodeo, quien dice haber vivido cinco años en la isla de Utopía, el humanista inglés describe la vida de una sociedad ideal emplazada en una isla remota y, por lo tanto, libre de todos los males que aquejan a Europa. Hitlodeo se presenta como uno de los veinticuatro hombres que Américo Vespucio había dejado en Cabo Frío antes de finalizar su cuarto y último viaje a América. Así como los paratextos incluidos, Moro pareciera referir a Vespucio para reforzar el carácter verosímil de Utopía. Hacia 1516, las cartas en las que el viajero y humanista florentino narraba el descubrimiento del Nuevo Mundo circulaban por Europa en varias ediciones y formatos. A la vez, el hecho de que Hitlodeo fuese comparado con Ulises y Platón vinculaba a Utopía no solo con el proceso de expansión transoceánica europeo, sino también con los relatos pretendidamente reales tales como el Relato verídico, de Luciano de Samosata, quien en el siglo II d.C. había parodiado la literatura de viaje de su época.
Tanto Moro cuanto sus colegas humanistas, a quienes estaba dirigido el libro, sabían que ni Hitlodeo ni los habitantes de Utopía ni la isla realmente existían. Sin embargo, eran los componentes verosímiles en el relato y las novedades que llegaban sobre sociedades en ultramar jamás descriptas por los Antiguos los que habilitaban a pensar que, si una isla como Utopía no había sido aún descubierta, nada impedía pensar que pronto lo sería. La igualdad de bienes y la justicia, así como la distribución equitativa del trabajo, entre otras cualidades de Utopía, la ubicaban en las antípodas de la Inglaterra de Enrique VIII y de Europa en general. En este sentido, el vocablo no solo fue el topónimo de una isla imaginaria, sino que devino la forma de referirse a un proyecto social y político en el que fuera prioritaria la felicidad de la comunidad. Del término creado por Moro también surgió el género, que Alexandre Cioranescu definió como “la descripción literaria individualizada de una sociedad imaginaria, organizada sobre bases que implican una crítica subyacente de la sociedad real” (1972: 22). A partir de su editio princeps, y en los tres siglos siguientes, el género o paradigma concebido por Moro se consolidó como un dispositivo eficaz para la crítica social en Francia e Inglaterra.
Sin duda, tanto el género literario cuanto los usos del término en el lenguaje político invitan a reflexionar sobre formas de organización social alternativas a la presente. En principio, las múltiples acepciones entran en tensión con la noción de cambio y, en consecuencia, con la de futuro. Nótese que, de tomarse en consideración su matriz griega, por una correspondencia en la pronunciación del vocablo, el neologismo u-topía significa no-lugar al tiempo que lugar de la felicidad o eu-topía. Buscada deliberadamente por Moro, la contradicción entre significado y significante –por, ejemplo, lo que el término significa y el objeto que describe– es reforzada en diferentes situaciones a lo largo del libro y se observa, con igual fuerza, en la elección de otros nombres propios. Anhidro es el río sin agua. El Ademos es el jefe “sin pueblo” –o gobernador de la ciudad–. Amauroto, capital de Utopía, es la ciudad sin luz o en las sombras, e Hitlodeo es aquel “hábil en tonterías”. Si el humanista inglés describe una “sociedad-otra” cuyas costumbres y leyes son opuestas a y mejores que las de su sociedad de origen, la ambivalencia intrínseca de los términos que utiliza hace que esa “sociedad-otra” no pueda ser pensada como una sociedad posible, ni presente ni futura. Se infiere, por lo tanto, que solo es posible concebir una sociedad ideal en un mundo paralelo –y por lo tanto inaccesible–, pues el lugar de la felicidad es un lugar inexistente o “no-lugar”.
A la vez, entre 1516 y fines del siglo XVIII se advierte un punto de inflexión en la forma de imaginar una sociedad perfecta o ideal, pues con la publicación de El año 2440. Un sueño como no ha habido otro (1771) de Louis-Sébastien Mercier, el relato utópico dejó de anclarse en un “espacio-otro” para ubicarse en un “tiempo futuro-otro”. Tal como lo describe Mercier en su relato imaginario, en la París del año 2440 reinan la tolerancia y la equidad. A su vez, no existe el despotismo, sino el respeto por las leyes establecidas, y los edificios públicos han sido puestos a disposición de los ciudadanos. La publicación de un relato de tipo utópico en donde la sociedad ideal se ubicaba en una París 700 años en el futuro evidencia cómo la variable temporal terminó por imponerse por sobre la espacial. Es posible explicar la sustitución del tiempo por el espacio a partir de dos cambios estructurales ocurridos a fines del siglo XVIII. Se constata, en primer lugar, el fin de la expansión ultramarina iniciada a fines del siglo XV y la consecuente clausura de posibles escenarios transoceánicos para la utopía. A la vez, fue en este período que el “progreso” se volvió una clave explicativa del cambio histórico. La “temporalización” de la utopía, tal como Reinhart Koselleck denominara este proceso, se basaba en un “modelo de experiencia progresivo”, en el que el pasado y el presente comenzaron a ser diferenciados de un futuro posible o deseado (2012: 177). En la medida en que la noción de progreso determinó la representación del tiempo, los relatos utópicos también fueron atravesados por la variable temporal (Baczko, 2001: 154). Sin duda, la irrupción del futuro en el relato utópico puso en evidencia que, a diferencia de la obra de Moro, podían pensarse transformaciones presentes en función de futuros deseados. Otras variables contextuales, tales como la disolución del orden estamental, la aparición de nuevas formas de sociabilidad, la secularización creciente o la modificación en los hábitos de trabajo debido a los avances técnicos, también incidieron en las características que desde entonces tuvo el género.
Entre la publicación de El año 2440 y fines del siglo XIX, es posible constatar cómo el término dejó de ser asociado exclusivamente a un género literario para comenzar a definir prácticas políticas concretas. La politización del vocablo y su incorporación al lenguaje político contemporáneo se volvieron particularmente evidentes cuando tanto Karl Marx cuanto Friedrich Engels recurrieron a él para criticar las teorías socialistas precedentes y, luego, a las no marxistas en general (Buber, 1955: 15). Los socialistas utópicos, según Engels, eran aquellos que desconocían el materialismo histórico y por lo tanto no podían proveer un análisis crítico del orden de las cosas. Tampoco construían sus modelos sociales teniendo en cuenta los verdaderos intereses y necesidades de la clase obrera. Teóricos de la primera mitad del siglo XIX, tales como Robert Owen, el conde de Saint-Simon y Charles Fourier, fueron incluidos dentro de ese grupo. Pues, además de la producción de utopías literarias, en este período la utopía se manifiesta en teorías y proyectos donde, a diferencia del relato de Moro, la felicidad no está basada en la frugalidad y el ascetismo, sino en los beneficios de una técnica y producción capaces de garantizar el bienestar de la comunidad toda. En la segunda mitad del siglo XIX, junto con el nacimiento y desarrollo del movimiento obrero, la búsqueda de una sociedad ideal a través de proyectos concretos se impondrá por sobre el género literario. Aunque no dejan de destacarse las producciones de Edward Bellamy, William Morris, Anatole France y Jack London.
En el siglo XX el género y los sentidos del término se transformaron nuevamente. A la par de la crisis de la noción de progreso, los límites y peligros de las sociedades perfectamente organizadas fueron puestos en evidencia en la literatura distópica, cuyo objetivo fue dejar en evidencia el reverso de toda sociedad “ideal”. Además de las distopías totalitarias surgidas en el contexto de la entreguerra y, sobre todo, después de la Segunda Guerra Mundial, en las décadas de 1960 y 1970 las distopías criticaron los efectos del desarrollo industrial y tecnológico y la vida en las grandes urbes (Tower Sargent y Schaer, 2000: 18). En la actualidad, son las distopías climáticas o ambientales –dentro del subgénero de la ficción climática– las que advierten sobre los peligros de continuar con los modelos actuales de explotación y extractivismo.
Según ha señalado Gregory Claeys, es probable que el término distopía fuera acuñado a mediados del siglo XVIII, pero comenzara a difundirse con fuerza recién en el siglo XX (2016: 4). El vocablo, que deriva del prefijo griego dus [“malo”, “defectuoso”, “desfavorable”, “dificultad”, etc.] y el sustantivo topos [“lugar”], fue creado para describir sociedades-otras donde, al revés de la utopía y por diversas razones, sus habitantes son infelices. La popularidad tardía del término no impidió, sin embargo, que ya en el siglo XVIII sociedades imaginarias paralelas o futuras exacerbaran los aspectos negativos de las comunidades de origen de sus autores. Tanto los usos literarios cuanto los no literarios del sustantivo y su adjetivo –por ejemplo, lo “distópico”– aluden a futuros en donde reinan el control extremo, el caos e incluso la ruina (5). El totalitarismo –por ejemplo, la persecución ideológica, el control de las mentes y los cuerpos, la falta de libertad, etc.–, la crisis climática y el uso poco ético de la tecnología son algunos de los temas y escenarios frecuentes de las distopías –literarias o no–, por lo que, según Claeys, es posible hablar de tres categorías o tipos: las políticas totalitarias, las ambientales y las tecnológicas. A ellas debe agregarse, además, otros tipos de sociedades distópicas: las militarizadas, las que esclavizan, los despotismos políticos, las prisiones y asilos mentales, y la segregación de población enferma (10-14).
La distopía se presenta como el reverso de la utopía en la medida en que el orden y el control a los que las sociedades utópicas deben su buen funcionamiento se encuentran en la base del autoritarismo practicado en las sociedades distópicas y en la consecuente pérdida de las libertades individuales. La contradicción entre la felicidad colectiva y la felicidad individual es, según Raymond Trousson, la contradicción principal de la utopía. Una de las primeras y más perdurables advertencias sobre los peligros que atañe una sociedad idealmente regulada se encuentra en Los viajes de Gulliver, escrita en 1726 por el irlandés Jonathan Swift. A través de la exageración y el extrañamiento, Swift describe las sociedades de las islas visitadas por el personaje de Lemuel Gulliver y, en consecuencia, caricaturiza el género, que por entonces contaba con exponentes tales como Gabriel de Foigny, Denis Veiras, Cyrano de Bergerac y Simon Tyssot de Patot, además del propio Tomás Moro. Solo los houyhnhnms, aquellos caballos razonables que cohabitan con los salvajes yahoos, viven en armonía según las reglas de un comunismo primitivo (Trousson, 1999: 157). Otras expresiones literarias distópicas en el siglo XVIII son Cleveland, escrita por el abate Prévost y publicada en 1731, y la Histoire des Galligènes ou Mémoires de Duncan, obra de Charles-Françis Tiphaigne de la Roche, publicada hacia 1765.
En el siglo XX el impacto y pesimismo generados por la Primera y la Segunda Guerra Mundial impulsaron la escritura de distopías. Inspiradas en los totalitarismos contemporáneos, la experiencia de los campos de concentración, la utilización de tecnología cada vez más deshumanizada y la propaganda para el control de las masas, las distopías expresan, a través de la descripción de sociedades futuras, la desconfianza cada vez mayor en la potencialidad de un Estado centralizado para organizar el todo social (Trousson, 1999: 248). Escritas en 1920, Nosotros, del ingeniero ruso Yevgueni Ivánovich Zamiatin, y El viaje de mi hermano Alekséi al país de la utopía campesina, de Aleksandr Vasílievich Chayánov, reinventan el género al calor de los acontecimientos contemporáneos. La tensión entre voluntad individual y felicidad colectiva vuelve a instalarse con fuerza en Brave New World (1932), de Aldous Huxley, en donde la ciencia y la tecnología son utilizadas en pos de la uniformización, automatización y, en última instancia, el control de las libertades del individuo. En esta lista sucinta y, por cierto incompleta, la mención de 1984 (1949), de George Orwell, y Farenheit 451 (1953), de Ray Bradbury, resulta ineludible. En todas estas obras, las sociedades futuras parecen haber cancelado, a través de distintos mecanismos de control, cualquier expresión individual o colectiva de disidencia, así como la espontaneidad propia de lo no-controlado.
Por su parte, la relación entre el género distópico y la ciencia ficción ha resultado en producciones cinematográficas destacables. Metrópolis (1927), de Fritz Lang; Soylent Green (1973), de Richard Fleischer; THX 1138 (1971), de George Lucas; Blade Runner (1982), de Ridley Scott; Brazil (1985), de Terry Gilliam; Gattaca (1997), de Andrew Niccol; la trilogía The Matrix (1999-2003), de las hermanas Wachowski; o Never Let Me Go (2010), película basada en la novela homónima escrita por Kazuo Ishiguro en 2005, resultan algunas de las muchas formas de imaginar mundos distópico-futuristas.
Tanto la utopía –género, paradigma y usos– cuanto la distopía han sido estudiadas desde perspectivas diversas. Para Jean-Michel Racault, los principales enfoques han sido el histórico-sociológico, que considera la utopía como expresión del imaginario social, y el literario, que la concibe como un subgénero específico dentro de la literatura de viaje (2003: 5-6). A estos enfoques debería sumarse un tercer grupo: aquel que la considera una noción atemporal presente en distintos formatos, proyectos, tratados y obras literarias desde los “orígenes de la humanidad” hasta el presente. Lejos de comprender el neologismo como el producto de un período histórico en particular y estudiar los contextos de producción, recepción, circulación y posibles transformaciones del término, los estudios realizados a partir de este enfoque priorizan la concatenación de expresiones “utópicas” en amplios períodos temporales (Martínez, 2019: 259-279).
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Alternativa, Buen vivir, Futuridad, Futuro, Futuro ancestral, Futuro ominoso, Heterocronía, Ucronía, Socialismo, Sueño americano, Revolución, Ubuntu, Utopía latinoamericana
Instituto Interdisciplinario de Estudios e Investigaciones de América Latina
Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires
ORCID: 0000-0001-6625-1281
La dimensión americana de la utopía ostenta una variedad que linda con lo inabarcable. Primero, se aferra a fuentes tanto laicas como religiosas –la Utopía, de Tomás Moro, a la par de la Civitas Dei, de san Agustín– para impactar en el orden confesional y en el político que define desde los pueblos de Vasco de Quiroga y las misiones jesuíticas hasta las fantasías socialistas y anarquistas decimonónicas. Luego relumbra con aristas performativas en el manifiesto de unidad continental que es “La utopía de América”, de Pedro Henríquez Ureña, y en la exhaustiva indagación que cumple Alfonso Reyes en No hay tal lugar… Finalmente adviene ficción derrotista en las distopías sociales moldeadas por la trata de personas y el narcotráfico en el paso del siglo XX al XXI.
América fue concebida como espacio utópico a partir de la diferencia radical que los navegantes europeos registraron en la naturaleza y las poblaciones locales, como consta en las crónicas del siglo XVI, profusas en “motivos edénicos” que Sergio Buarque de Holanda registró en Visão do Paraíso (1958). El aislamiento que había protegido al continente de la codicia externa fomentó la especulación según la cual la condición insular era la mejor garantía para establecer y conservar una sociedad ideal. Tal rasgo, que se impone en la Utopía (1516) de Moro casi inmediata a la fecha señera de 1492, se replica en otros discursos de esa progenie: baste recordar, a la par de la Nueva Atlántida (1627), de Francis Bacon, que también La Tempestad (1611) shakesperiana transcurre en una isla donde Próspero se somete al destierro y aplica saberes mágicos que emplean la naturaleza con ímpetu vengativo. La esclavización del aborigen y la asistencia de un espíritu aéreo, circunstancias que orillan respectivamente el oprobio y la leyenda, impregnan con su simbolismo las definiciones de lo americano en el siglo XX, mediante la dialéctica del etéreo Ariel y el oprimido Calibán. Un avatar más de la insularidad: las Antillas, al modo de un Aleph nuestroamericano, han producido a los mayores utopistas continentales en el portorriqueño Eugenio María de Hostos, el cubano José Martí y el dominicano Henríquez Ureña.
No hay tal lugar… fue el título poético con que Alfonso Reyes revisó el fenómeno. Pese a la frase de raigambre barroca, el ilustre regiomontano no excluye la versión renacentista de la utopía. Al contrario: el Renacimiento prohíja los pueblos-hospital que el primer obispo de Michoacán, Vasco de Quiroga, fundó con los nombres de Santa Fe de México (1531), en Tacubaya, y Santa Fe de la Laguna (1533), en Tzintzuntzan. El propósito era proveer un espacio de trabajo y formación que combinara los postulados de Moro –normativizados en reglas y ordenanzas– con la arquitectura de abierta hospitalidad para trasuntar la fe de los franciscanos en lograr entre los indígenas el Reino de Dios, en el contexto del debate doctrinario que enzarzaba al obispo de Chiapas, Bartolomé de Las Casas, con el jurista Juan Ginés de Sepúlveda. La voluntad de sojuzgamiento y colonización que anidaba en la evangelización forzosa adquiría entonces un aspecto humanista que arraigó como versión oficial; así, el mural de Juan O’Gorman, La historia de Michoacán (1941), pintado en la Biblioteca Popular Gertrudis Bocanegra de Pátzcuaro, presenta a “Tata Vasco” impulsado por Moro –cuya figura reproduce el retrato que le hiciera Hans Holbein– en un marco de indios laboriosos flanqueados por una iglesia y una fuente que declara su voluntad de vergel miniaturizado bajo la pura denotación del cartel “Utopía”.
El ejemplo barroco, en cambio, corresponde a las misiones que los jesuitas establecieron en un sector meridional del acuífero guaraní, que las guerras y la topografía pacificadora consecutiva dividieron entre Paraguay –siete pueblos–, Argentina –quince pueblos– y Brasil –ocho pueblos–. El esquema creado a partir de 1604 en la provincia jesuítica de Paraquaria no era el de la città felice, sino una urbanización cuadrangular, trabajosa en el medio selvático, acosada por los bandeirantes portugueses cuyos avances destructivos fueron constantes hasta la batalla de Mbororé (1641). El momento de esplendor de las poblaciones corresponde a la primera mitad del siglo XVIII, cuando la Compañía de Jesús consolidó un Estado autónomo sustentable a fuerza de mantenerse díscolo respecto de las obligaciones tributarias con la Corona. La orden creada por Ignacio de Loyola venía dotada de elementos propicios a la transculturación: reunía a sacerdotes de diversas nacionalidades –a estos territorios llegaron, entre otros, el portugués Manoel da Nóbrega, fundador de San Paulo; el alemán Florian Paucke, que inició la iconografía del gaucho; el francés Nicolás del Techo –originalmente du Toict–, redactor de la Historia jesuítica del Paraguay–, mostraba plasticidad para el manejo de lenguas –Antonio de Montoya establece la gramática del guaraní y la publica en la primera imprenta rioplatense en Santa Ana; el austríaco Martin Dobrizhoffer se ocupa de las costumbres de los abipones– y exhibía ductilidad superlativa para introducir el barroco berniniano. Así fue como el cura italiano Giuseppe Brasanelli se lanzó a esculpir imágenes y retablos en un estilo que, en lugar de afectar la producción local, terminó ajustándose a ella, aplanando el vuelo de los pliegues y sofocando el diseño ostentoso en una geometrización controlada. La utopía cristiana se adaptaba mediante tales estrategias a la fe autóctona confiada en que la divinidad que cabía preservar era la del espíritu del árbol sobre el cual se tallaba la estatua; también en la búsqueda de la Tierra sin Mal cuyo sucedáneo fue la teko’a agreste.
El enlace entre semejantes experimentos religiosos y los fenómenos laicos que los suceden en el siglo XIX lo provee el mismo Reyes cuando observa que desde sus inicios la utopía tiende al socialismo. Eficaz para desbaratar los grandes imperios indígenas, también debía serlo para derrotar al imperio español, como lo prueban “Colombo” (1801), de Francisco de Miranda, y la “Carta de Jamaica” (1815), de Simón Bolívar, en la antesala de las Sociedades americanas (1828), de Simón Rodríguez, exactamente un siglo antes de la propuesta federativa de Augusto César Sandino. Si el momento de la independencia mitiga la disposición espacial de los pueblos ideales, la etapa siguiente vuelve a centralizar el falansterio elevado por Charles Fourier a despliegue utópico: bajo ese signo se suceden en Buenos Aires la fantasía socialista de Julio Dittrich y la fantasía anarquista de Pierre Quiroule que recoge Félix Weinberg y, en el orden declaradamente ficcional, la memoria lacerante del falansterio de pasiones desatadas en Juntacadáveres (1964), de Juan Carlos Onetti.
Con un empeño que afirma el optimismo de la voluntad ante el pesimismo de la inteligencia –y que aloja una estirpe de pensadores de inquebrantable fe latinoamericanista en que revista Arturo Roig con su filosofía matinal en “función utópica”, asistida por la calandria que elude el carácter vespertino del búho de Minerva– Henríquez Ureña avizoraba en su ensayo “La utopía de América” la unidad continental. Inicialmente fue una conferencia pronunciada en el ámbito reformista que proveía la Universidad de La Plata en 1922; el americanismo como programa y la divisa de la transculturación –que, aún sin alcanzar ese nombre, late en las intuiciones sobre la condición novedosa de cruces e intercambios– son las notas sobresalientes de su convocatoria. De los dos ánimos que Reyes asigna a la utopía, a Henríquez Ureña le conviene el de la seriedad platónica que sueña con recuperar la Atlántida legendaria. El otro, el satírico de abolengo aristofanesco, corresponde al propio Reyes. Ambos coinciden en que la utopía ostenta destino americano, sobre un bastidor que abarca el siglo XX en que sobresalen José Carlos Mariátegui con su restitución del ayllu incaico, Alberto Flores Galindo en la misma serie de utopía andina y José María Arguedas en las minuciosas transculturaciones que atraviesan Los ríos profundos y Todas las sangres, despiadadamente dinamitadas por la enconada crítica de Mario Vargas Llosa que las tilda de conservadurismo reaccionario en La utopía arcaica (1995).
Desde entonces y hacia adelante la utopía vuelve a inscribirse como ficción en Waslala (1996), de Gioconda Belli, y Angosta (2007), de Héctor Abad Faciolince. A la primera se accede desde la selva nicaragüense mediante el escándalo físico de la “ranura” en el espacio-tiempo que atraviesa una protagonista femenina acompañada por Rafael –como Hlitodeo de la Utopía de Moro–. La de Abad es una distopía aterradora, que combina el Inferno dantesco con la geografía americana sistematizada por Alexander von Humboldt. La sectorizada Angosta –en que no cuesta reconocer la Medellín de inicios del siglo XXI– desmiente la auspiciosa originalidad local que inicia con los Cronistas de Indias y cuyo recorrido siguió Fernando Aínsa en De la Edad de Oro a El Dorado (1992). A fin de recobrar su estela luminosa, urge asomarse menos a esa espacialidad en cuyas anfractuosidades acechan distorsiones y teratologías que a la forma dialogada que constituye a la utopía como género discursivo; así será posible recomponer la condición performativa que reclamamos de ella.
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Alternativa, Buen vivir, Ciencia ficción, Desarrollo, Futuridad, Futuro, Futuro ancestral, Innovación, Poscapitalismo, Revolución, Socialismo, Transmodernidad, Ucronía, Utopía / distopía
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ORCID:0000-0002-0471-679X
El término vanguardia aparece ligado a una ruptura radical que, en primera instancia, se utilizó para definir una posición política revolucionaria, pero que obtuvo una mayor aplicación en el campo de las artes. En este último sentido se entiende como la intervención del arte ante una determinada situación social, producto de los cambios originados durante la modernidad (Benjamin, 1980). Desde finales del siglo XIX el desarrollo de la técnica, la transformación de los modos de percepción y circulación de las obras y la creación de un campo relativamente autónomo generaron las condiciones de posibilidad para que el arte se piense a sí misma de otra manera. Dicha conciencia se alcanza a partir de una “relación dialéctica entre la obra y la realidad social a la que le debe su existencia”, pero a la que también interviene con “nuevas funciones sociales” (Bürger, 1997: 15).
La etimología refiere al ámbito militar. En su acepción francesa, avant-garde, está compuesta por dos palabras: avant señala tanto una posición espacial como temporal, estar a la delantera, avanzar en la exploración del territorio y anticiparse a la reacción del enemigo; y garde nombra la guardia del ejército, un cuerpo colectivo que remite al enfrentamiento y a la guerra. El primer componente lleva implícita la no-simultaneidad de lo simultáneo: “el avant de la avantgarde quiere, en cierto modo, realizar el futuro en el presente, anticiparse a la marcha de la historia” (Enzensberger, 1963: 7). El segundo resalta el uso castrense e indica tanto la belicosidad como el “ponerse en guardia” ante situaciones que desestabilizan el statu quo. Quizás, este uso estratégico de la palabra haya generado su primera inserción dentro de la política. Los saintsimonianos la usan en el siglo XIX para definir la misión del líder capaz de guiar las fuerzas de la sociedad; en 1878 Bakunin la elige para nombrar el periódico anarquista L’ Avantgarde (Poggioli, 1964: 25) y Lenin es el primero en mencionar una “vanguardia del proletariado” (Calinescu, 1991: 115).
Sin embargo, desde principios del siglo XX, es en el campo artístico donde los sentidos de la vanguardia adquieren mayor relevancia para denominar a un conjunto de prácticas que revolucionan la configuración del campo cultural también convulsionado por el entorno de la modernización. Esta vanguardia agrupó movimientos muy diversos que sostuvieron distintas poéticas: el futurismo, el dadaísmo, el expresionismo y el surrealismo son algunas de sus manifestaciones, ejemplos de cuán heterogénea puede ser en cuanto práctica artística. A pesar de sus divergencias, es posible establecer algunos objetivos comunes: la crítica a la institución y a los aparatos de legitimación que sostienen el campo cultural, la ruptura de las convenciones y el cuestionamiento del estatus mismo de la obra de arte dentro de la sociedad burguesa, la concepción del arte como una praxis vital capaz de generar un efecto en lo social. Lo que las hace específicas con respecto a otras prácticas artísticas que también apostaron por la ruptura es un cambio en la percepción del tiempo: las vanguardias se desligan de la cronología para señalar una “disposición a dislocar [el tiempo]” (Kohan, 2021: 27). En el contexto social de la modernidad, y articulada sobre la especificidad de un arte que se vuelve autoconsciente, la relación entre pasado, presente y futuro se transforma medularmente. La mayoría de los estudios críticos marcan la ruptura temporal en el enfrentamiento con la tradición, una revisión del pasado que implica, en algunos casos, la clausura total o la modificación de su estatuto. Por otro lado, la emergencia del mercado capitalista instala el anhelo por la novedad, la necesidad de actualizar las mercancías para anticiparse al deseo de los consumidores y la imposición de un presente transitorio que busca su legitimación en el porvenir. Esto último implica una relación con el futuro que se manifiesta en la misión programática de los manifiestos y en la visión utópica de la perspectiva revolucionaria.
Con respecto a su emergencia histórica, la conciencia vanguardista del arte comienza a plasmarse a finales del siglo XIX, pero es contradictoria en cuanto a sus posibles efectos. Para Rimbaud, el arte es una anticipación del futuro, el poeta como vidente se adentra en lo desconocido y se arriesga; Baudelaire, en cambio, advierte sobre las limitaciones que el fanatismo vanguardista podría ocasionar al señalar la relación confusa que entabla el arte con el mercado: se resiste a la mercantilización al tiempo que arroja un nuevo producto atrapado por las leyes del consumo y de la moda (Benjamin, 1992). Recién a comienzos del siglo XX las vanguardias surgen y se consolidan bajo programas combativos que desestabilizan las posiciones del campo cultural. Ese período, que va aproximadamente de 1900 a 1930, engloba los diversos movimientos nucleados en distintos -itsmos, que la teoría denominó “vanguardia histórica” para diferenciarla de sus manifestaciones posteriores. La propuesta anárquica del dadaísmo apunta directamente a la noción de obra y su relación con la praxis vital. Cuando Marcel Duchamp firma por primera vez un urinario como obra de arte no solo desautoriza a la institución, sino que ubica la legitimación del arte en el ámbito de la recepción. Estos ready made vanguardistas apuntan directamente a cambiar el estatuto de arte en la sociedad. Por otro lado, el constructivismo ruso también ataca lo institucional proponiendo la incorporación del arte a la producción industrial. Es otro modo de intervenir en lo social y de discutir la especificidad del arte en un entorno que ya no cree en la legitimación estética. Las discusiones de estos dos movimientos resumen los ideales de esta primera vanguardia: atacar la institución para acercar el arte a la vida, ir contra la noción de autor y de obra justificada en lo bello, provocar un corte con la tradición para leerla de otra manera. Es también durante este momento de auge que la vanguardia asume su carácter político y, por esta razón, muchas de sus variantes estéticas se involucran de manera directa en las revoluciones sociales. El futurismo de Marinetti (1909), aquel que aboga por la ruptura drástica con la tradición, que se apropia de los avances tecnológicos y que discute el valor estético de la guerra, termina como sostén ideológico del fascismo, mientras que el futurismo ruso, liderado por Maiakovsky (1917), se identifica con la revolución soviética y se propone aunar ambos proyectos –el de la revolución política y el de la revolución del arte–. El surrealismo también construye su programa sobre la crítica a la moral burguesa y a sus convenciones, y más tarde tomará connotaciones políticas cuando algunos de sus miembros se aproximen al Partido Comunista.
Después de la Segunda Guerra Mundial, las vanguardias entran en una nueva etapa y revisan los programas establecidos en la época del fervor revolucionario. Habiendo logrado desmantelar el esencialismo kantiano y construido otro tipo de validación para la obra de arte, las neovanguardias recuperan ciertos procedimientos de las vanguardias de la década de 1920, pero articulando otra relación con la cultura de masas. En esta nueva etapa las premisas vanguardistas son miradas desde una distancia crítica que afecta tanto la consistencia de las prácticas artísticas como su conceptualización. La década de 1950 es testigo de la segunda ola del surrealismo, del retorno del ready made dadaísta y de las estructuras contingentes del constructivismo ruso. En la de 1960, el happening, el arte conceptual y el minimalismo siguen reflexionando sobre el lugar del arte en la sociedad cuestionando, esta vez, no tanto “la transformación de la institución del arte, sino la transformación de la vanguardia en institución” (Foster: 2001: 26). El pop art, el serialismo y el concretismo continúan con la crítica al mercado y al consumo incorporando materiales residuales y prácticas procedentes de la sociedad de masas. En una nueva coyuntura marcada por las protestas de 1968 y la guerra de Vietnam, las neovanguardias elaboran una práctica reflexiva que les permite evaluar sus propias limitaciones concentrándose menos en la producción artística que en los cambios producidos en el entorno de su recepción.
En la posguerra, el primitivo impulso renovador de las vanguardias artísticas parece haberse agotado. Así lo entienden los principales estudios que inauguran la instancia teórico-crítica señalando aciertos y fracasos. La contradictoria relación del arte con el mercado no pudo despojarse de su paradoja temporal: la fuga hacia adelante determina que la obra de arte “al ser lanzada al mercado se vuelva pasado” y que “el producto artístico quede sujeto al procedimiento industrial de volver anticuado lo existente” (Enzensberger, 1963: 8-9). La novedad es una suerte de significante vacío que muta y se torna moda. Habermas explica la derrota de esta etapa histórica a partir de la neutralización del arte que, absorbida por la vida cotidiana, pierde especificidad como práctica. Adorno condena el ingreso del arte a la industria cultural, y casi todos los críticos coinciden en marcar el ingreso de la obra al museo como la clausura de su lucha contra la institución (Kohan, 2021: 36-37). No obstante, aquello que hizo que “la mirada del arte se vuelva sobre sí misma” (Poggioli, 1964: 9) es retomado como programa en las neovanguardias en cuanto prácticas que consolidan la mirada autorreflexiva. Sin embargo, en este retorno, la disrupción vanguardista parece haber perdido credibilidad. Algunos afirman que la fortaleza de las vanguardias de la década de 1920 no ha podido ser emulada por las neovanguardias, ya que han sido neutralizadas por la institución (Bürger, 1974: 24). Otros síntomas de su agotamiento se manifiestan en la despolitización de sus contenidos, en el dejarse absorber por la cultura de masas y en la superficialidad de la crisis de la representación que marcó la posmodernidad. Por el contrario, Hal Foster encuentra que en el retorno de las vanguardias históricas hay una reactivación de sus contenidos más revolucionarios, “una compleja relación de anticipación y reconstrucción” (2001: 15) que actualiza y completa el proyecto postergado de la década de 1920. En cierto sentido, las neovanguardias son el futuro del arte de vanguardia, porque encuentran las condiciones necesarias para que las vanguardias históricas se vuelvan legibles. Hacia finales del siglo XX, con la emergencia de teorías que, marcadas claramente por la posmodernidad, plantean el cierre de la historia o el fin de las ideologías, se delimita un campo menos autónomo para las posvanguardias. En esta etapa se intensifican los cuestionamientos acerca del lugar del arte en la era de la globalización.
En cuanto a la dimensión temporal, aunque las vanguardias de principios del XX parecen haber priorizado su lucha contra el pasado y la tradición, se construyen siempre de cara al futuro. Cada manifiesto se proclama en contra de un pasado, pero sostiene una promesa programática cifrada en el porvenir. Un siglo después, lo que cambia es la consistencia de un futuro, ahora amenazado por la extinción. El pronóstico sobre el fin de la historia se hace eco en el arte. Huyssen profetiza la muerte de las vanguardias absorbidas por la cultura de masas. Habermas sostiene que la lógica de la mercancía ha socavado también la del arte, con lo cual el futuro se diluye en el presente de la promesa. Y, si bien es cierto que en toda vanguardia hay un componente mesiánico que Benjamin supo encontrar también en la mirada histórica, parece quedar neutralizado por la contienda entablada contra la tradición. Así, “cuando, simbólicamente, no queda nada que destruir, la vanguardia está obligada por su propio sentido de consistencia a suicidarse” (Calinescu, 1991). Por otro lado, la inscripción del futuro enclavada en la programática del manifiesto no permite percibir ningún efecto que vaya más allá de su anunciación: el futuro es “una fabricación del presente” mediante el cual las vanguardias convocaron retóricamente a la revolución artística (Badiou, 2000: 175).
En la actualidad, el arte de vanguardia no deja de revisar su vínculo con el tiempo. Si es cierto que, como lo indica François Hartog, hay un nuevo régimen de historicidad, en el caso de la historia del arte, este “suspende el modo evolutivo para hacer visible la simultaneidad de la historia” (Giunta, 2014: 20). A partir de la globalización y de la expansión de los medios digitales, se disuelven las fronteras y las “vanguardias simultáneas” logran acabar con las desigualdades del centro y la periferia. A partir de estas prácticas sincrónicas se consigue visibilizar la especificidad de una vanguardia latinoamericana pensada no ya como emulación de lo europeo, sino como manifestación de una identidad propia que nada le debe al arte occidental y que puede producirse en situaciones específicas.
Desde esta perspectiva, lo que se abandona es la idea de progreso propia del humanismo del Renacimiento, para dar cuenta de una multiplicación del espacio y del tiempo. La sincronización afecta la temporalidad a partir de sus heterocronías, dado que la obra de arte genera formas antes, durante y después de su realización (Bourriaud, 2015: 68). No solo se disloca lo espacial en la figura de la constelación al atraer elementos dispersos que se conjugan arbitrariamente, sino que también se quiebra la lógica temporal de la cronología. Así como la historia asume su carácter contingente y sus desvíos del orden lineal, la obra de arte se desprende de la anterioridad del sentido y produce nuevos significados. Las vanguardias invierten las genealogías, no reconocen origen o finalidad; es en las heterocronías donde el futuro se manifiesta como parte del pliegue que conforma la constelación.
En la Argentina, la paradoja de la temporalidad vanguardista permite seguir utilizando el término para señalar nuevas configuraciones del arte en distintos contextos específicos. En la década de 1990 Ricardo Piglia habló de una vanguardia todavía activa que sigue oponiéndose a la institución. La vanguardia en este entorno se enfrenta a la tradición liberal –que todavía no resuelve su relación con el movimiento de masas–, proponiendo nuevas poéticas contra el canon y resistiendo a partir de “un complot que experimenta con nuevas formas de sociabilidad, que se infiltra en las instituciones existentes y tiende a destruirlas y a crear redes y formas alternativas” (2016: 83).
En la posmodernidad el arte debe encontrar su lugar en el territorio incierto y voluble del mercado global. La vanguardia vuelve entonces como fantasma, para intervenir la temporalidad del presente. Convertida en una forma de la memoria, elige la radicalidad del impasse, un tiempo suspendido entre el “pasado que nunca llegó y el futuro que es apenas un préstamo”, pero que actúa con la fuerza de un remolino “que todo lo cambia de un instante a otro” (Tabarovsky, 2018: 20).
El término sigue siendo más operativo que las distintas palabras acuñadas para actualizarla: los post- los neo- o los adjetivos que se le adosaron no sustituyen la fuerza de avanzada hacia el futuro que tuvo desde los inicios. Por eso se sigue utilizando para definir el arte revolucionario, siempre y cuando se tenga presente un contexto específico de aplicación y su cualidad performática. Este último rasgo señala un marco conceptual determinado en el que ella misma elige cómo definirse y nombrarse. De esta manera, la palabra adquiere un sentido performativo “que, al enunciarse, se realiza, fija sus fronteras, crea su tradición, establece sus protocolos, y elige sus características” (Premat, 2021: 18). En síntesis, al reconocer su dimensión enunciativa, extiende su capacidad disruptiva con respecto al tiempo ya que establece lazos cambiantes, tanto en relación al pasado revisado como al futuro incierto, afirmándose en la creación performativa de su propio presente.
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Aceleración / aceleracionismo, Crítica / poscrítica, Innovación, Libro expandido / libro objeto, Poéticas de los márgenes urbanos, Poscolonial (literatura), Posmodernidad, Revolución, Socialismo, Tecnopoéticas
Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas
Escuela de Humanidades, Universidad Nacional de San Martín
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
ORCID: 0000-0003-0673-8260
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ORCID: 0000-0001-9877-3930
Las discusiones inauguradas en el campo del ecocriticismo y de las humanidades ambientales por la propuesta teórico-política de Rob Nixon y su concepto violencia lenta han dado lugar a una fructífera incorporación de las temporalidades en campos como la geografía, la crítica literaria, los estudios de movimientos sociales abocados a las luchas por la justicia ambiental, la educación ambiental y los estudios de infancia.
La propuesta de Nixon permite reconsiderar la relación del presente, el pasado y el futuro, en lo que denomina la dispersión temporal de la violencia, dentro de un marco de reflexión que reactualiza debates poscoloniales y que aporta a los debates regionales. En efecto, aun cuando su desarrollo es incipiente, el concepto ha comenzado a ser utilizado en América Latina para explorar la visibilidad y los activismos en torno a desastres ambientales, así como para considerar las maneras en que distintos tipos de violencias implican una caución sobre los futuros de las infancias.
Nixon (2011) propone el concepto en continuidad y discusión con el aporte que Johan Galtung realizó en la década de 1960 sobre la violencia estructural. Si bien ambos conceptos tratan de ampliar la conceptualización de la violencia para captar la relación entre esta y las desigualdades e injusticias, Nixon debate la fijeza y la asincronía del planteo de Galtung. En efecto, para este último, la violencia estructural implicaba el aumento de la vulnerabilidad, la morbilidad y, en general, el sufrimiento social por causas evitables derivadas de las dimensiones que organizan la desigualdad social: el racismo, la pobreza, la privación de derechos. Así, Galtung extendía el concepto de violencia para captar formas imperceptibles de ella que, lejos de ser interpersonales y puntuales, ocultan el agente y tienen un carácter permanente: “la violencia estructural es silenciosa, no se muestra, es estática”.
Frente a este determinismo estático, el autor sudafricano propone un marco que se pregunta por el tiempo a partir de dar relevancia al hecho de estar pensando y enfrentando desafíos propios del Antropoceno, específicamente de la llamada “gran aceleración”. La consideración de las transformaciones geológicas, tecnológicas y temporales provocadas por la agencia humana impone una reflexión sobre la determinación y, ante todo, sobre el tiempo como actor y como recurso disputado. La violencia lenta –entendida como una violencia generalizada, pero a la vez escurridiza y de efectos retardados– permite pensar cómo el tiempo interactúa con el daño ambiental. De acuerdo con el autor, la violencia, y sobre todo la violencia ambiental, tiene que ser pensada como una disputa no solo sobre el espacio, los cuerpos, el trabajo y los recursos, sino, además, y sobre todo, respecto del tiempo. Para Nixon, la violencia lenta se caracteriza por la producción de comunidades “excedentes” y sujetos “sacrificables” en nombre de la riqueza o el desarrollo, por la creación de refugiados climáticos y, sobre todo, por la exterminación de aquellos espacios que “disfrutan” de aquello que Nixon ha denominado como la “maldición de los recursos”. Aun cuando puede parecer difusa, la violencia lenta no se distribuye aleatoriamente, sino que sigue patrones geográficos desiguales en correspondencia con variadas formas de estratificación de lo humano.
La violenta lenta no se caracteriza como explosiva, espectacular o instantánea, sino que ocurre de forma gradual y fuera de la vista, es incremental y acumulativa y se distribuye a través del tiempo y el espacio. Estas cualidades provocan su relativa invisibilidad y plantean un desafío representacional, narrativo y estratégico. En particular, se ha señalado la dificultad de vocería de los afectados, tanto por la inaudibilidad de los “sujetos sacrificables” como por el trabajo del tiempo, que disocia el daño de sus causas. Esta revisión sobre la velocidad y las políticas de representabilidad implica comprender, más allá de la agencia humana, la agencia del tiempo. La violencia lenta lleva a ampliar la imaginación sobre lo que constituye el daño.
Desde la geografía política y ambiental, Thom Davies (2019) ha recuperado la categoría para analizar la producción y la experiencia de paisajes tóxicos. Este autor señala que la violencia lenta persiste no debido a la falta de historias llamativas sobre la contaminación, sino al hecho de que estas historias “no cuentan”: en una evocación de la violencia epistémica de Gayatri Spivak, dejan a ciertas poblaciones y a ciertos paisajes vulnerables al sacrificio. La incorporación del foco de la violencia lenta para reconsiderar la injusticia social invita a mirar más allá de lo inmediato, lo visceral y lo obvio. Permite considerar las capas de brutalidades depositadas de manera despareja en las geografías del aquí y ahora, a la vez que, al desacoplar la imaginación geográfica del presente, habilita a revisar el pasado para desenterrar las violentas estructuras de desigualdad que saturan la vida contemporánea y que pueden arrasar el futuro, de modo tal que remite a amenazas diferidas, externalizadas no solo al sur global, sino también al futuro global.
Llevar la atención a la velocidad y a la representación permitió a autores como el australiano Ben Anderson y sus colegas alertar sobre la temporalidad asociada a la construcción de la “emergencia” como un evento puntual que requiere una respuesta inmediata. A partir del oxímoron “emergencias lentas” se despliega una propuesta analítica basada en el desarrollo de Nixon para enfocar un tipo de situación que, debido a que surge en la intersección entre una temporalidad “detenida” y una temporalidad “desastrosa”, no puede ser transformada (Anderson et al., 2019).
Al señalar la conjunción de temporalidades que conducen a una “emergencia lenta”, los autores muestran que la separación entre la vida ordinaria y los desastres o las emergencias solo es posible para ciertos grupos sociales y al precio de condenar otras vidas racializadas, generizadas y enclasadas, de modo tal que la noción de emergencia en tanto categoría jurídico-política sirve para gobernar racialmente las vidas desechables. La emergencia lenta es una “condición de vida” para las personas afro, atadas a muertes lentas y rápidas, según el desarrollo de Laurent Berlant (2011), en tanto la violencia racializada conduce a formas puntuales –el asesinato– así como a formas invisibles –vinculadas con la alimentación o la contaminación–. La denominación de “estado de emergencia” es, en tal sentido, una forma de reclamo y representación de la persistencia de la violencia racial.
La emergencia es así un recurso afectivo e ideacional para dotar de sentido situaciones en las que el daño y la pérdida se materializan. No obstante, por otro lado, es una forma de nombrar un suceso de modo tal que su gobierno asegure la continuidad del futuro tal como era pensado. Implica un sentido vinculado a que algo valorado está en riesgo y a que hay un tiempo limitado para evitar un daño irreparable. El presente se transforma, así, mediante la lógica anticipatoria de la emergencia, en un intervalo para la acción que busca remover la amenaza sobre el futuro.
La estructura espacio-temporal de la emergencia es así un terreno de la biopolítica neoliberal. Lejos de la violencia directa del “hacer morir”, se trata de un tipo sutil de biopolítica del “dejar morir”. En este sentido, se trata de planteos que también dialogan de forma productiva con el planteo de Achille Mbembe en torno a la necropolítica, basada en la subyugación de la vida al poder de la muerte y en la activa producción de mundos de muerte. El tiempo detenido y el tiempo desastroso permiten repensar la biopolítica del gobierno de la emergencia de una manera que sitúa las temporalidades anticipatorias del liberalismo en relación con sus temporalidades constitutivas racializadas de duración y simultaneidad (Anderson et al., 2019). Para estos autores, el sujeto blanco liberal que anticipa un futuro de crecimiento, cambio y desarrollo emerge a través de técnicas de racialización que también producen un sujeto negro e indígena, sujetado y suspendido entre una temporalidad duradera de declinación, estancamiento, decadencia y una temporalidad repetitiva de violencia recurrente. Definir qué es una emergencia y para quién aparece como una disputa política. Esto se refiere al tiempo lineal y cíclico de la emergencia, que depende de la vuelta a la normalidad, una vuelta que no es opcional para los que sufren la violencia cotidiana y lenta del cambio climático y la desigualdad racial y para los que no hay una temporalidad futura prevista, en el sentido liberal de progreso lineal (Christou, Theodorou y Spyrou, 2022).
Los debates muestran la relación entre las temporalidades controvertidas del presente y la desigual capacidad de colocar demandas legítimas y audibles en torno al presente y al futuro por parte de aquellos grupos que son masivamente afectados por las transformaciones que las lógicas de depredación extractiva provocan sobre el mundo. Pero, también, muestran que son las poblaciones más desaventajadas las que cargan con el mayor peso de las consecuencias deletéreas de la contaminación y el cambio climático. En tal sentido es que plantean que la prolongada exposición a las consecuencias de estos desastres ambientales produce experiencias racializadas y desiguales. Por un lado, porque las distintas temporalidades en juego, desde las de más larga duración y más repetitivas derivadas de las historias de colonización y esclavitud, hasta las que se ligan a la imposibilidad de dejar el territorio en virtud de distintas formas de apreciación de la propiedad, condenan a estas poblaciones racializadas a una inmovilidad o una movilidad forzadas que las localizan en los espacios hipercontaminados. Por otro lado, porque la distribución desigual del riesgo y del valor de la vida hace que estas poblaciones más afectadas sean expropiadas del derecho a reclamar sobre el futuro.
Como investigadoras inscriptas en los estudios sociales de infancia, la perspectiva de la lentitud resulta relevante para recuperar las narrativas enfocadas en los cambios en la vida ordinaria, las dificultades en los cuidados cotidianos y las preocupaciones sobre la salud y el futuro de niños y niñas. Trabajos como el de Déborah Delgado y Vania Martínez sobre las transformaciones en la Amazonía peruana luego de los derrames de petróleo enfocan precisamente en distintas aristas del cuidado cotidiano, que muestran la específica afectación aumentada en una misma comunidad de mujeres y niños (Delgado y Martínez, 2020). Desde este cruce entre los estudios sociales de infancia y las humanidades ambientales se ha enfatizado que las vidas y futuros de las niñas y los niños están afectados y entrelazados con distintas formas de violencia lenta vinculadas a los impactos sociales y ecológicos en curso del colonialismo, el racismo y el extractivismo (Taylor y Pacini-Ketchabaw, 2015). En diálogo con estas autoras, Karen Malone (2019) ha instado a considerar la perspectiva de las niñas y los niños, en tanto su experiencia en ambientes amenazados y degradados reúne el pasado, el presente y el futuro como encuentros con las ruinas de un planeta monstruoso y precario (Tsing et al., 2017).
En suma, se trata de un enfoque que permite aprehender la degradación paulatina, la dispersión témporo-espacial de la violencia y la absorción mutua de lo violento y lo ordinario, como ha sido conceptualizado por Veena Das, que produce una distribución desigual del cuidado y los futuros posibles (Llobet, 2020). Así, nos invita a reflexionar más profundamente las temporalidades de la violencia, especialmente aquellas que a menudo envuelven las diversas manifestaciones de la violencia cotidiana y la existencia, y que colonizan el futuro.
Anderson, B.; Grove, K.; Rickards, L. y Kearnes, M. (2019). “Slow emergencies: Temporality and the racialized biopolitics of emergency governance”. Progress in Human Geography, 44(4), 621-639. DOI: 10.1177/0309132519849263.
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Ambiental (crisis), Cero neto para 2050, Cosmopolítica, Desarrollo, Equidad intergeneracional, Extractivismo, Infancia, Narcopolítica / necropolítica, Naturaleza (relaciones sociales con la)