Transas y chorros en los barrios
Puede parecer obvio, pero conviene recordarlo: había un mundo antes de la llegada de la pandemia de Covid-19. Esto significa que, cuando la enfermedad surgió y se extendió, lo hizo en contextos previamente existentes. Debido a ello (y a la diversidad de formas en que las autoridades gubernamentales gestionaron la crisis sanitaria), su desarrollo adquirió (y sigue adquiriendo) diferentes contornos en las distintas localidades. Es, en fin, un claro problema de salud pública, pero también un fenómeno en torno al cual gravitan dimensiones sociales, económicas, culturales, políticas, educativas, laborales, de vivienda, etc. La pandemia vivida en las clases sociales altas de Zúrich (Suiza) fue y es ciertamente muy diferente de la vivida en un barrio marginado de Beirut (Líbano) en familias vinculadas a sectores empresariales de Pekín (China) o en una comunidad rural cerca de Harare (Zimbabue) por ejemplo. Incluso dentro de América Latina, el nuevo coronavirus surgió en contextos caracterizados por la prevalencia de múltiples desigualdades –de clase, raza, género, escolaridad, territorio (Benza; Kessler, 2020; Vommaro, 2019)–, lo que también contribuyó a una heterogeneidad de experiencias de la pandemia en zonas geográficas muy cercanas: hay muchas experiencias sociales de la enfermedad (Mastrangelo, 2020).
En las zonas urbanas pobres del continente, la enfermedad encontró (y arrojó luz sobre) escenarios marcados por la existencia de relevantes redes de ayuda mutua entre vecinos (intercambios de favores y formas de solidaridad entre residentes, como préstamos de bienes materiales o ayuda para el cuidado de niños y ancianos) (Lomnitz, 1975; Perlman, 1975) y por el funcionamiento de intensas movilizaciones comunitarias (grupos culturales, asociaciones políticas, movimientos sociales) (Frassinetti, 2006; Lima, 1989; Oliveira, 2012). Por otra parte, estos mismos territorios también se caracterizan por una elevada concentración de población, importantes carencias en materia de vivienda, un acceso a menudo insuficiente o poco fiable al saneamiento básico y al agua, y unos residentes que suelen estar excluidos del mercado laboral formal (Conti, 2004; Cunha, 2003; Fischer, 2008; Winchester, 2008). Además, en los márgenes de los grandes centros urbanos de América Latina, la pandemia coexistió con un fenómeno que cobró relevancia en la región principalmente en los años 90 (Feltran, 2011; Innamoratto et al., 2015; Rettberg, 2020): las redes de economías ilícitas y las sociabilidades conflictivas vinculadas a estas tramas. Esta coexistencia es el tema central del presente capítulo. Más concretamente, en este texto me ocupo de los ilegalismos populares (Renoldi, 2015; Telles; Hirata, 2010) en el Área Reconquista, partido de San Martín, provincia de Buenos Aires, en tiempos de Covid-19.
Este trabajo, como todo el libro, forma parte del proyecto PISAC- COVID-19 La sociedad argentina en la Postpandemia “Fuerzas de seguridad, vulnerabilidad y violencias. Un estudio interdisciplinario”. Aunque el proyecto fue diseñado para centrarse en las fuerzas de seguridad y sus relaciones con las poblaciones vulnerables, el material recogido también permitió acceder al funcionamiento de algunas dinámicas ilegales en el territorio, y a los cambios y continuidades de este funcionamiento a partir de Covid-19, sin que las fuerzas de seguridad dejen de figurar como piezas importantes de este rompecabezas. Aquí parto de la perspectiva de la población, en un análisis cualitativo –con el programa Atlas-Ti– de 32 entrevistas a vecinos del Área Reconquista.
En general, las narrativas de los entrevistados mostraron que más que la aparición de nuevos procesos o el establecimiento de rupturas radicales con el pasado anterior a la llegada del nuevo coronavirus, la pandemia intensificó, remodeló y profundizó dinámicas ilegales que ya estaban en marcha desde hacía más tiempo, en las que los robos y hurtos, el consumo de drogas y narcotráfico1cobran relevancia. En la primera sección del texto, explico lo que se dijo exactamente sobre cada uno de estos ejes. A continuación, muestro cómo la legalidad y la ilegalidad están asociadas a conformaciones identitarias, pero también a prácticas y subjetividades complejas, a fronteras difusas. En un tercer momento, trato las interconexiones entre los robos, la venta y el consumo de drogas en el barrio y dos fenómenos igualmente importantes para entender el funcionamiento delictivo local: la acción policial y las experiencias de encarcelamiento. En las notas finales, vuelvo a las ideas principales desarrolladas en el texto.
En la gran mayoría de las entrevistas recogidas existe una percepción compartida –y común en muchas comunidades urbanas pobres de toda América Latina (González, 2017)– de que el barrio donde viven es desde hace tiempo inseguro, peligroso y conflictivo. Aunque, por supuesto, la vida cotidiana de quienes viven en el territorio no se limita a esta inseguridad (la gente va a comprar, habla con los amigos, lleva a sus hijos al colegio, cuida su salud, etc.), la desconfianza interna (Cravino, 2016) es una parte importante de las narrativas de los entrevistados. El miedo a ser víctimas de robos, por ejemplo, se cita a menudo como un factor que determina el comportamiento, que es la base de las normas impuestas a los niños, que subyace a la elección de los caminos que se toman y a qué horas se circula por la comunidad. Analía, 46 años, integrante de las Fuerzas Federales, afirma:
Sí, sí, acá está, acá no podés descuidarte, en Suárez no. No te podés descuidar. Acá están a la pesca todo el tiempo. Es algo que desborda a los efectivos que están en la calle. Y te tenés que cuidar, hay cierta hora del día que, eh, siendo de día, con el sol arriba, y no dejes la puerta del fondo abierta porque se te meten... por los fondos. Eh, la noche, también ¿Viste? (Analía, vecina).
Asimismo, Patricia, de 40 años, propietaria de una panadería en el barrio, dice sentirse privilegiada porque sus hijos pasan poco tiempo en la calle. Aun así, el mayor fue asaltado con un cuchillo en el cuello. Patricia dice que las pocas veces que los chicos salen de casa, se pone ansiosa esperando que vuelvan pronto:
Le pusieron un cuchillo en el cuello, le cortaron un poquito pero bueno. […] Tengo la suerte de que no son de andar en la calle mis hijos. El más grande solo va a la casa de la novia que se maneja en remis porque no es de este barrio y va a jugar a la pelota al club. Y ahí no sabes lo que es estar con los nervios “Que lleguen, que lleguen” pero bueno no puedes encerrarlos y que después se choquen contra la pared cuando salen (Patricia, vecina).
Geovani Jacó de Freitas (2003), a partir de su trabajo en barrios periféricos de Fortaleza, Brasil, destaca la constante construcción de rumores en torno de acontecimientos conflictivos y la capilaridad que esos rumores asumen. A ese fenómeno Freitas da el nombre de “ecos de la violencia” (2003). Como ilustran las declaraciones de Analía e Patricia, el miedo hace que los efectos del hecho violento trasciendan el hecho mismo, como un eco, que repite (y distorsiona) un determinado sonido. El miedo, como eco de la violencia, fomenta entonces la construcción de estrategias más o menos individuales, más o menos colectivas, para sortear las amenazas percibidas. El discurso de Adriana, de 49 años, ama de casa, promotora de salud y estudiante universitaria de Ciencias de la Educación y primeros auxilios en la Cruz Roja, es ejemplificador de esta dinámica:
Mirá, Libertador todo el mundo que viene y lo conoce dice que es el barrio que no duerme. A cualquier hora de la noche hay gente despierta. Chicos que se juntan en esquinas, de los buenos y de los malos. Mucha compañía entre vecinos. Por ahí se juntan dos o tres vecinos a la misma hora y van hasta la parada de colectivo a la Marquez. Van como en patota para que no pase nada. Porque como te digo están los vecinos buenos y están los malos.
[Ese “Que no pase nada” ¿A qué te referís?]
A que hay robos, a que hay... chicos pasados de copas y de otras cosas también que por ahí vos pasas inocentemente para tu trabajo y tal vez no llevas nada, 200 pesos para almorzar y te lo roban. Capaz que también te fajan. Lamentablemente pasa eso (Adriana, vecina).
Si la inseguridad es una característica persistente del territorio, queda por ver cómo encaja la pandemia en esta ecuación. No parece haber consenso al respecto. Una minoría de entrevistados sostiene que la (in)seguridad que se vivía en Reconquista no ha cambiado mucho ante la llegada de Covid-19. Algunos sostienen incluso que se ha producido una reducción de los delitos desde la crisis sanitaria. Mariano, por ejemplo, defiende la idea de que el nuevo escenario creado con la pandemia –con la unión entre un mayor control policial sobre la población (para hacer cumplir el decreto presidencial) y la ausencia de personas en las calles (a las que también se les impide circular)– constituiría un importante desincentivo a la delincuencia.
Yo creo, personalmente, y trabajo mucho con pibes con algún conflicto penal o con pibes que eventualmente pueden llegar a cometer algún tipo de delito… creo que el freno que se pusieron fue enorme porque el riesgo, ante la ausencia de gente en la calle y mayor presencia policial y de seguridad, es más difícil cometer un delito, por la propia dinámica que implica cometer un delito, ya sea entrar a una casa o robarle a una persona en una estación de tren o en el medio de la calle. Cualquier pibe que andaba por la calle y quería cruzar la avenida Márquez o todo lo que es la zona de Reconquista y José León Suarez, terminaba convirtiéndose en una persona que estaba incumpliendo el decreto presidencial y lo mandaban de nuevo para adentro. Lo mandaban para la casa. Me he enterado de gente que se llevaron en cana porque estaban incumpliendo el decreto, el aislamiento… (Mariano, vecino).
Sin embargo, esta no parece ser la opinión más extendida sobre el tema. De hecho, predomina claramente en las entrevistas la percepción de que la crisis sanitaria acabó fomentando la participación de los residentes, especialmente de los jóvenes, en redes y actividades ilegales.
Para la gran mayoría de los entrevistados, la pandemia vino acompañada de una intensificación de los robos y hurtos, un empeoramiento del consumo de drogas y una expansión del narcotráfico. Las hipótesis explicativas más recurrentes del aumento de la inseguridad y la delincuencia están relacionadas con el aumento de la pobreza hasta niveles críticos. Lelu,de 22 años, que es promotora de género en el territorio, argumenta:
Si antes de la pandemia no alcanzaba para comprar los alimentos, menos con la pandemia. No podías salir a hacer changas o cirujear porque no sos trabajador esencial y después toda esa frustración aumenta. Los pibes de por si nunca tuvieron trabajo formal entonces ya consumen mucho más porque ni las changas podían hacer (Lelu, vecina).
Pablo, de 37 años, profesor de historia, señala que los jóvenes del barrio están excluidos de la escuela, del mercado laboral y de la sociedad en general. Para él, existe una clara relación entre esta marginación (que está asociada, entre otros factores, al estigma que pesa sobre la zona en la que viven) y la implicación de muchos de ellos en los mercados ilegales. En sus palabras:
A los pibes por donde viven ya no les dan laburo. Son completamente excluidos y no tienen la posibilidad de ir a la escuela. Antes estaban los gabinetes psicológicos. Pero acá todo es exclusión, el pibe que anda mal en la escuela se lo descarta en vez de indagar en qué condiciones vive. En qué condiciones está su familia, si come, si duerme. El resultado es lo que pasa. Los pibes a los quince años se ven sin futuro o no pueden mamar otro futuro porque todo lo que ven es exclusión y terminan en muchos casos igual. Cuando son más grandes salen a robar, pero creo que el problema de fondo es que no dejan de ser víctimas del neoliberalismo y años de exclusión (Pablo, vecino).
En la interpretación de Lelu, Pablo y muchos otros entrevistados sobre el agravamiento de la violencia callejera en la pandemia, la pobreza y la falta de trabajo son centrales. Sin embargo, estas experiencias no son nuevas para los sectores populares argentinos. Gabriel Kessler (2010) y Daniel Míguez (2010) sostienen que desde los años 80 y 90, con la desindustrialización del país, la inestabilidad profesional pasó a caracterizar las experiencias laborales de las clases empobrecidas. Las actividades formales remuneradas son cada vez menos duraderas, y la naturaleza temporal del trabajo no permite la formación de identidades laborales entre los más pobres. Así se formó un “horizonte de precariedad duradera, en el que era imposible vislumbrar una carrera estable” (Kessler, 2010: 87, mi traducción). Lo que ha ocurrido es que las clases bajas han hecho el paso de la “fábrica” al “barrio”, y una sustitución de la lógica del trabajador por la lógica del proveedor, en la que lo que importa es la obtención de ingresos, y no los medios por los que se obtienen esos ingresos (Kessler, 2004, 2010). En consecuencia, es cada vez más frecuente que los sectores marginados y con escasa formación transiten entre medios formales e informales, y legales e ilegales, para obtener dinero (Kessler; Telles, 2010; Menni, 2004).
Este fenómeno es lo que Vicenzo Ruggiero e Nigel South (1997) llaman la ciudad como “bazar”. En el razonamiento propuesto por los autores, la ciudad aparece como un mercado en el que los individuos negocian constantemente, tratando de aprovechar las diversas oportunidades que les ofrece la vida urbana, sin que la formalidad o la informalidad, o la legalidad o la ilegalidad, de una determinada transacción estén necesariamente en el centro de sus preocupaciones a la hora de tomar decisiones. Lo que ocurrió con la pandemia y las medidas de restricción de la circulación fue que se redujeron drásticamente tanto las (“pocas”) vías formales como las informales de ganarse la vida. El “bazar” de la ciudad tenía ahora aún menos opciones que antes.
Puede parecer que existe una relación directa y causal entre la pobreza y la delincuencia. Pero esta interpretación, puramente economicista, no permite explicar lo que ocurre en la empiria. Hay otro factor que aparece en los relatos de los entrevistados como conector entre la falta de trabajo e ingresos y la participación en actividades delictivas: el consumo de drogas.
Los que quieren consumir drogas, pero viven en lugares donde no hay puntos de venta de estas sustancias, tienen que ir a otra parte de la ciudad, a ciertas horas y tomando ciertas precauciones, para poder comprarlas (o tienen que articular formas de que las drogas les lleguen). Pero los que viven en el Área Reconquista tienen el mercado de drogas al alcance de la mano en todo momento. La pasta base de cocaína (paco), en particular, es una droga relativamente barata con alto poder psicoactivo y gran capacidad de generar dependencia. Para muchos entrevistados, esta facilidad de acceso al paco (y el grado de vulnerabilidad social en el que se encuentran los vecinos) hace que un mayor contingente de jóvenes lo consuma. Cecilia, de 40 años, educadora popular, sostiene:
Si puedo determinar una violencia el consumo de drogas y consumo de alcohol es terrible. Y la consecuencia de eso ¿No? La consecuencia del consumo, cada vez más jóvenes, cada vez más chicos, de cada vez de más fácil acceso. Es tan fácil el acceso, es tan, eh, es tan quita hambre y tan quitapenas parece ¿No? En un punto, tan de escape. Yo sé que debe sonar horrible lo que estoy diciendo, pero no encuentro la palabra para decirte que es más fácil conseguir eso, no sé, un paco que conseguir un kilo de carne (Cecilia, vecina).
Por supuesto, el uso de narcóticos no implica necesariamente el abuso de drogas. De hecho, en la mayoría de los casos, el consumo ocasional de cantidades moderadas de sustancias psicoactivas no afecta negativamente a la capacidad de los individuos para mantener su propia vida. Pero en otros casos, y dependiendo de qué producto concreto se consuma, las consecuencias pueden ser más graves.
Adrián, de 20 años, relata su propia experiencia como consumidor de drogas y como persona con historial delictivo. Cuenta que fue detenido por primera vez cuando tenía 14 años, por vender drogas, y que fue liberado 5 días después por su edad. Adrián estuvo en la cárcel en otras ocasiones y, la última vez, cuando recuperó la libertad, vivió un periodo de consumo intenso y descontrolado de sustancias. Entonces sufrió un importante trauma: su hermana, también usuaria de paco desde hace tiempo, se suicidó. Muy afectado, Adrián trazó un camino que es bastante común para quienes, como él, se encuentran en situaciones-límite (Beraldo, 2022b, 2022a; Brenneman, 2014; Smilde, 2007): Adrián comenzó a asistir a la iglesia con asiduidad y a llevar a toda la familia con él. El habla de las drogas con intimidad y explica lo que, en su opinión, lleva a los jóvenes a consumir más paco con la pandemia:
Uno: no conseguís trabajo; Dos: no tenés nada para hacer, Tres: te adaptás a esa vida de vagancia y Cuatro: sos un pibe y te ponés a pensar “Tengo que disfrutar, ya fue”. Pero cada uno tiene su manera de pensar, sí, veo más pibes en las esquinas, están perdidos mucho en el consumo, no de la marihuana o la cocaína, sino del paco y esas cosas (Adrián, vecino).
El desempleo, el hambre y la desesperanza son señalados por Cecilia y Adrián como factores asociados a la difusión del consumo de drogas. Los estudios pertinentes presentan argumentos similares. Samuel Friedman, Diana Rossi e Naomi Braine (2009), por ejemplo, afirman que los acontecimientos disruptivos (Big Events), como las guerras o las transiciones de regímenes políticos, pueden provocar cambios sociales que, a su vez, pueden implicar una mayor vulnerabilidad de la población al consumo de drogas y alcohol (y a las conductas sexuales de alto riesgo, objeto de interés en su investigación). María Epele (2011), en este mismo sentido, plantea que las rápidas transformaciones en las condiciones de vida de las personas pueden llevar a un uso más extendido e intenso de las drogas. La autora sostiene que la crisis vivida en Argentina que culminó con el colapso económico y político de 2001 está asociada a la difusión del consumo de paco entre las clases populares del país a partir de ese período. El paco, por tanto, ya formaba parte de la realidad de los habitantes del Área Reconquista desde hacía tiempo, pero esta realidad pudo intensificarse notablemente con la llegada de la pandemia.
Y el uso abusivo de las drogas, especialmente del paco, llevaría, en los discursos de nuestros interlocutores, a la práctica de delitos. Aunque la literatura revela que no existe una relación de causalidad simple y total entre el consumo de estupefacientes y la práctica de actividades ilegales (muchos de los que consumen drogas no delinquen y muchos de los que delinquen no consumen drogas) (Antillano; Zubillaga, 2014), se entiende que ambos factores se superponen en cierta medida, especialmente entre los más pobres (Innamoratto et al., 2015; Oficina Contra la Droga y el Delito, 2010). En congruencia con esto, Mabel, de 57 años, referente comunitaria, destaca:
Es algo que se viene arrastrando en todos los barrios. Empezó el consumo así hace diez años atrás pero ahora últimamente es muy terrible. Antes se cuidaban de que nadie los viera. Ahora no les importa nada, consumen en la esquina en la vereda. Con el tiempo se va intensificando. Convengamos que no hay políticas como para pararlo tampoco. […] No hay nada concreto para hacer, no se hace nada y va aumentando. Cada vez los chicos son más chicos los que consumen y los que delinquen también. Once, doce años que andan en motos con armas drogadas robando (Mabel, vecina).
En los relatos presentados por los entrevistados, se ha entendido que los dependientes químicos a menudo recurren al hurto y al robo, o entran ellos mismos en el mercado minorista de drogas, para mantener su propia adicción. Rodrigo, de 20 años, trabaja pintando escuelas y meriendas en una cooperativa y estudia Enfermería en la UNSAM. Cuando se le preguntó por qué, en su opinión, están aumentando tanto los robos como el consumo de drogas, Rodrigo explicó el fenómeno de la siguiente manera:
Es ahí donde entra la pobreza y por esa necesidad entra el robo y la necesidad. Dentro y fuera del barrio. Entra la necesidad económica pero no solo económica para la alimentación sino también la adicción, entra por las dos partes. Es ahí donde se juega mitad y mitad. Mitad para la familia y mitad para la adicción (Rodrigo, vecino).
Si han aumentado los robos y se ha agravado el consumo de drogas, también se ha ampliado el narcotráfico.
Los intensos controles de tráfico por las medidas sanitarias de emergencia dificultaron que los residentes frecuentaran otras regiones de la ciudad, en un importante refuerzo de la segregación espacial y territorial que estos grupos ya experimentaban, en niveles más leves, antes de la pandemia (Pérez Sáinz, 2021; Vommaro, 2020). Como consecuencia, las reuniones para el consumo de drogas y las prácticas delictivas en las esquinas y en los pasillos, que ya eran una parte importante de la sociabilidad de una parte (claramente minoritaria) de la juventud local, pasaron a representar uno de los pocos espacios que quedaban para el encuentro con los compañeros y la construcción de sentimientos de pertenencia. Además, el evidente mantenimiento de la actividad en el mercado de la droga mientras el resto de los mercados sufría una clara parálisis hizo que la entrada en el narcotráfico fuera posiblemente todavía más atractiva. Para Mabel:
Aumentó mucho el narcotráfico. Es terrible lo que ha aumentado y de la venta y tirotearse entre ellos por ganar los espacios. Lanzone era una zona liberada y vinieron a parar muchos narcos. Hay muertos y todos cada fin de semana. Eso ha aumentado muchísimo. Los robos que empezaron a haber, porque al no poder salir del otro lado de la Marquez, los barrios son difíciles. Te roban en todas las esquinas, la inseguridad creció (Mabel, vecina).
Otro factor que debe tenerse en cuenta lo señaló Andrea, de 46 años, educadora, quien sostiene que la no ocupación del espacio público por otro tipo de actores y actividades dio lugar a una presencia más fuerte y explícita del negocio de la venta de drogas en las calles del barrio. Si el narcotráfico se ha expandido, también se observa una mayor difusión de las armas de fuego y una recurrencia en las denuncias de tiroteos y narcoguerras.
Lo que más relevancia veo yo es que […] al dejar el espacio público fuerte también otros lo tomaron. […] si hubo más soldaditos, claramente hubo más de vender droga o más espacio de venta. Los pequeños narcos que no son narcos, digamos, los pequeños puestos de venta nos fueron ganando el espacio. Si, mucho, y eso fue violento porque había tiroteo entre bandas que este es mi territorio, que este es mío, no acá vendo yo y ahí lo que si no estaba… (Andrea, vecina).
También existe, para una parte de la juventud local, una importante (y creciente) valoración de la figura del narco o transa. Como demuestran varios trabajos sobre el tema (Bourgois, 2010; Cozzi, 2018), entrar en el mercado de la droga no solo es una forma eficaz de conseguir dinero, sino que también puede ser una manera de buscar el prestigio, el reconocimiento y el respeto de una fracción de la sociedad cada vez más alejada de los medios legales para conseguir todo esto. Además, las entrevistas indican que el aumento del consumo de drogas ha llevado a algunos usuarios a venderlas también para mantener su propio hábito. Andrea vuelve a ilustrar la cuestión:
¿Qué hacemos con los narcos en el barrio? Tanta falta de trabajo que hace que tengamos que trabajar de esto y que tengamos entonces que después tener toda una relación y toda una dependencia al narco que se instala en el barrio […] cuando te hablo de soldaditos te hablo de pibes te hablo de familias que tienen su cocina en la casa y que tienen que laburar […] y que tienen que llevar el mango a la casa y tiene que competir contra lo que te pagan por ser soldadito y por estar cuidando y poder que te da eso. Y también ahí si digo ni siquiera los medios periodísticos ni los noticieros, las novelas que hay sobre narco y todo eso te posicionan y todos los pibes quieren ser narcos del barrio… (Andrea, vecina).
A menudo, como afirma Michel Misse (2019) sobre la realidad brasileña, “la expansión de las estrategias de adquisición en redes basadas en los mercados ilegales y la informalidad fue la solución que encontraron los jóvenes pobres para producir resiliencia, crear agencias de protección y resistir la acumulación social de desventajas” (179, mi traducción). En definitiva, lo que indican las entrevistas es que desde hace tiempo prevalece en el barrio (como en otros territorios urbanos empobrecidos de América Latina) una situación de importante marginación. La pandemia aparece, en este contexto, como un factor agravante.
Chorear, changuear, traficar, laburar: no se trata solo de una diversidad de prácticas, sino también de una diversidad de construcciones identitarias subjetivas. Dentro del barrio, señala Cecilia, las múltiples identidades se traducen a menudo en separaciones y rivalidades entre grupos. Cree que este fenómeno está fomentado por la imagen que los medios de comunicación transmiten sobre la Área Reconquista (y sobre los barrios vulnerables en general) como algo intrínsecamente conflictivo y violento. Sea cual sea el origen de esta dinámica, el hecho es que las divisiones entre “nosotros” y “ellos” son bastante comunes en el territorio. Cecilia subraya que existen, por ejemplo, tensiones entre distintas zonas geográficas del barrio: “Adentro del barrio si uno vive de un lado de Primero de mayo o del otro sos de Alta Carcova o Baja Carcova. Entonces es como que ahí también hay una, hay un límite interno entre ellos”. Y también existe, sobre todo entre los más jóvenes, añade Cecilia, una elección forzada entre dos trayectorias vitales percibidas como opuestas:
Entonces, hay como una violencia en la que uno tiene que posicionarse de un lado o del otro. O te posicionas del lado que acompaña al sector, este, digamos institucional de control o te posicionas del lado de la gente que banca al barrio, ponele. […] Ahora, las historias que me cuentan los chicos de pertenecer a cierto sector, ya sea venta de drogas o pertenecer a este los que avisan, ¿no? Cuando llega la policía o estar del otro lado, es como medio... es como que posiciona al barrio en dos sectores (Cecilia, vecina).
Más adelante, resume esta dinámica como la prevalencia de un pensamiento en la juventud en el que “o sos parte de los buches o sos parte de los que se la bancan”. Esta misma oposición es destacada por Míguez (2010) al hablar de los pibes chorros y la idea que tienen sobre los que no están inmersos en el mundo de la transgresión: “Giles, panchos y caretas son palabras que utilizan los pibes chorros para designar a quienes no son del mismo palo” (2010: 82). Estas identidades pueden parecer herméticas, pero no lo son (Diez, 2006).
Las identidades chorros, narcos, transas, trabajadores, buches son considerablemente maleables. En primer lugar porque, como hemos visto, muchos sujetos circulan por medios legales e ilegales para obtener ingresos. En segundo lugar porque el abandono de las prácticas ilegales es frecuente y suele traducirse en la noción de rescate. Es, en lenguaje nativo, una transformación del yo a partir de una decisión de cambio de vida (Mancini, 2016). Y tercero porque para todos ellos, incluidos los buches, la caída en los mercados ilícitos y el consumo de drogas parece nunca dejar de ser una posibilidad real (aunque incómoda y no deseada).
En otras palabras, existe la percepción de que los residentes del Área Reconquista, especialmente los jóvenes, si no están ya consumiendo drogas, robando o involucrados en el narcotráfico, están siempre a punto de hacerlo. Esto es aún más fuerte para aquellos que, una vez inmersos en la ilegalidad y el consumo, consiguen alejarse de estas actividades y rescatarse. La respuesta que da Adrián cuando se le pregunta por el funcionamiento del barrio es reveladora de estos procesos:
Es como cualquier barrio, tiene sus cosas complicadas. Los pibes que están en otra, hay pibes que se rescatan. Yo la sobrellevo, yo tranquilamente podría estar como cualquier otro pibe sentado en la esquina pero prefiero estar acá porque este es mi espacio que me permite desenvolverme, abrir la mente, y estar bien más que nada. Estando bien puedo ayudar a mi familia. Yo estuve perdido en la droga como seis meses apenas salí [de la cárcel]. Gracias a la biblioteca pude desahogarme y de otra manera, aprender cómo desenvolverse de otra manera, no estando en una esquina (Adrián, vecino).
Queda claro en el discurso de Adrián, quien reconoce que podría estar consumiendo drogas y delinquiendo, lo que deja entrever una posibilidad en su vida. La biblioteca a la que se refiere es la Biblioteca Popular La Carcova, una iniciativa que pretende ofrecer nuevas perspectivas a la población local, especialmente a los antiguos reclusos del sistema penitenciario2. En este entorno, Adrián puede desenvolverse, recibir un salario, adquirir habilidades. Pero este desenvolverse nunca está terminado, es un eterno esfuerzo suyo consigo mismo.
Sergio, de 30 años, también ha estado privado de libertad. Cuenta que estudió dentro de la cárcel y que, al salir, participó en la construcción del proyecto de la biblioteca con otros ex reclusos. Sergio siguió estudiando en el exterior, trabajando por otro futuro para él, pero luego recayó:
Y yo estuve ahí, terminé la primaria y estuve como oyente en la carrera de sociología... y, nada, cuando pasamos a ser liberados en el 2012, se armó una cooperativa de liberados y ahí fuimos derivados a diferentes sectores de la universidad. Yo por ejemplo fui a parar a “cultura y arte” a trabajar de mantenimiento en el teatro Tornavías. Y yo estuve 3 años laburando ahí... terminé la primaria en libertad… Empecé en una escuela estatal la secundaria, hice primer año, segundo año y tercer año... A mitad de año vuelvo a decaer en el barrio, a la ilegalidad, a las drogas, a tener mi propia arma, ¿no? y a desenvolverme nuevamente a lo que era antes ¿no? y eso me llevó a caer detenido nuevamente y, bueno, ahora esto… este último, estuve tres años, ahora en la última causa, digamos… y ahora me toca vivir nuevamente, eh, la libertad (Sergio, vecino).
Sergio parece identificar en la villa una especie de fuerza que empuja hacia la delincuencia. En la narrativa que construye, esto se asocia incluso a cuestiones geográficas/arquitectónicas del territorio. En sus palabras:
Yo vivo, eh, rodeado de pasillos, 'tendé? la entrada del pasillo acá sale justo a mi casa la que vos venís del fondo también... Y yo estaba rodeado de, estoy rodeado de los pasillos y, los pasillos son como el alimento a toda maldad, ¿no? Son como la iniciativa, la iniciativa a toda cosa mala ¿no? en el sentido de algún tiroteo o venta de drogas, todo cuestión de... El pasillo es como el veneno del ambiente acá en el barrio (Sergio, vecino).
Sergio vivió parte de la pandemia privado de libertad. La experiencia fue difícil, porque si las condiciones de la prisión ya eran desfavorables antes de la crisis sanitaria, el nuevo contexto complicó aún más las cosas. Al ser liberado, se reincorporó a la biblioteca y vivió en el barrio. Destaca las continuidades que identificó en los problemas de la comunidad en la que vive: “siempre estuvo la corrupción policial, siempre estuvo la venta de drogas, siempre estuvo la delincuencia de los jóvenes”. Sin embargo, señala que el escenario es aún más complejo para los jóvenes de hoy que, según él, “se relacionan automáticamente con la ilegalidad”. Según su percepción, el aumento de la pobreza en los últimos tiempos y la circunscripción de las vidas a los límites del barrio hacen que los jóvenes de la generación actual se vinculen más rápidamente con la delincuencia.
Pero lo que hay que remarcar en este sentido es que los jóvenes como que vuelven a la oscuridad fácilmente, en el sentido de que se involucran con la ilegalidad del barrio… se acostumbran a conseguir recursos en el barrio, y no salen del barrio, ¿no? Como que este espacio que estamos creando acá… eh, de alguna manera u otra, sirve para que estos jóvenes se involucren un poco eh... con la gente universitaria, ¿no? […] y eso es como algo complicado eh en el sentido de poder involucrar a estos jóvenes que ya tienen conflicto judicial, que tienen conflicto con adicciones, con el tema de la droga, o están delinquiendo… (Sergio, vecino).
Mariano tiene una trayectoria vital muy cercana a la de Sergio. Mariano también fue encarcelado, fue liberado, integró la biblioteca y comenzó a esforzarse por desenvolverse: los estudios, el aprendizaje de habilidades, la construcción de nuevas perspectivas. Pero, también como Sergio, Mariano volvió a consumir drogas, a involucrarse en redes criminales y a ser detenido, una vez más (y sobre esto, elabora una narrativa muy similar a la de Sergio sobre los pasillos).
A mí me atrapó la droga nuevamente y te explico eso para que entiendas que lo que estamos generando hoy en el barrio es más complicado, es más complicado hacer las cosas bien que hacer las cosas mal. Yo volví a caer en cana y cuando salgo sé que tengo la biblioteca porque la villa sigue igual, con la misma lógica, el arreglo con la policía. Los pasillos que alimentan, son el veneno del ambiente, los pasillos son la iniciativa de toda maldad y Carcova tiene muchos pasillos. Los pasillos es en donde está toda la lógica de la droga (Mariano, vecino).
A partir de estos relatos, la imagen que surge es que las trayectorias y subjetividades de estos sujetos funcionan como un subibaja, que oscila de un lado a otro, entre la legalidad y la ilegalidad, entre ser trabajador, centrado en su propio desarrollo, y ser chorro, narco, estar en el bardo. Alguien que está en la cima del subibaja puede convertirse rápidamente en el fondo: la inestabilidad es una característica central aquí. En el juguete de los niños, importa el peso que se pone en cada lado y la fuerza que hace cada chico hacia arriba cuando sus pies tocan el suelo. En el ámbito de Área Reconquista, otros factores definirán la oscilación del balancín: la escolaridad, los ingresos, la inserción en el mercado laboral formal y la agencia del sujeto pueden hacer que la parte legal gane más importancia; mientras que la distancia del sistema escolar, la pobreza y el desempleo pueden hacer que el bardo pese más.
Para muchos, el subibaja está en permanente movimiento. Para otros, es más estable, se queda quieto en un extremo. Pero nunca parece haber una certeza definitiva de lo que va a ocurrir. En este escenario, la pandemia parece haber actuado como otro empuje hacia el consumo de drogas y la delincuencia.
Las dinámicas comentadas anteriormente (de robos y hurtos, consumo y tráfico de drogas), aunque, se han intensificado con la llegada de la pandemia, no resultan nuevas para los habitantes de área. Y las narraciones de los entrevistados indican que estos ilegalismos están estrechamente relacionados con la acción del Estado en el territorio. Más concretamente, con dos facetas del Estado, fuertemente presentes en la vida de los vecinos del barrio y mutuamente entrelazadas: las fuerzas de seguridad y la cárcel.
En cuanto a la policía y otras fuerzas de seguridad, las representaciones que circulan entre los residentes son variadas, pero pueden condensarse en una dualidad: como ausencia o como presencia violenta (o como una mezcla de ambas) (“Informe Final: Seguridad, violencia y vulnerabilidad”, 2021). La ausencia tiene que ver, en los discursos de los entrevistados, con una omisión en la protección de los residentes; mientras que la presencia violenta se ancla en una acción basada en estereotipos de quién sería el delincuente, en la que todos los jóvenes pobres figuran como sospechosos y se convierten, por tanto, en objetivos de persecución y truculencia. Con ello, los residentes de los barrios vulnerables se ven, como sostienen Eugenia Cozzi, Enrique Font e María Mistura (2014), “desprotegidos y sobrecriminalizados”.
Marcelo, de 27 años, se dedica a carretear desde que fue despedido de su trabajo en una empresa de reciclaje. Dice que tiene un historial de participación en actividades ilegales: cuenta que cuando estaba en la escuela primaria, su familia sufría una pobreza agravada y entonces empezó a robar. En 2006, cuando era joven, fue perseguido por la policía mientras robaba en un supermercado y recibió cinco disparos de arma de fuego. En estado grave, Marcelo pasó un mes en coma, pero se recuperó. Explica que no fue detenido porque le faltaba un pulmón (no está claro si esta condición era anterior al incidente o resultado de sus lesiones). Con esa experiencia de vida, Marcelo dice que se da cuenta de que los robos en el territorio han aumentado significativamente con la pandemia y afirma que esto está relacionado con una ausencia efectiva de la policía en las calles del barrio.
Mira te digo la verdad, acá con el tema del Covid, y el tema de la policía, menos presencia había, acá la policía con el miedo a la enfermedad, ni siquiera se bajaba del patrullero […], y después los chicos, los muchachos, digamos se cansaban de robar todo el día, porque ya sabían que la policía pasaba y no se bajaba del patrullero, acá es así, pura corrupción (Marcelo, vecino).
Norma, de 49 años, trabaja como tallerista de teatro en prisiones de mujeres. Dice que la policía suele actuar con violencia, sin importarle si hay niños o ancianos en el lugar, “como un tsunami”. Para ella, la discrecionalidad policial ha aumentado con la pandemia y con las medidas impuestas por las autoridades para restringir la circulación, así como la delincuencia y el enfrentamiento entre policías y delincuentes:
Sí, se incrementó mucho más el enfrentamiento entre los llamados delincuentes y la policía. Están... mucha delincuencia pero también hay como un libre accionar de la policía. Tienen como libre, a ver, “te mato, te saco lo que tenés, te pego, te maltrato, te llevo preso, no te llevo, te llevo esto, no te suelto”... Es como que ellos tienen el poder de hacer cosas, ¿no? Y tienen en su mano también la vida de los llamados delincuentes, porque la mayoría sale a la calle para mostrar poder también, porque, si pueden, ellos también matan a la policía. […] La policía tiene ese poder y lo muestra fuertemente (Norma, vecina).
Esta desprotección y sobrecriminalización de la juventud local, sin embargo, no se entiende como una incompetencia de las fuerzas de seguridad, sino como un efecto de la corrupción existente, especialmente entre las autoridades represivas y el narcotráfico. Rodrigo, por ejemplo, dice que parte de los miembros de su familia manejan el tráfico de drogas en el territorio y sostiene que la policía está comprada por los narcos:
Sabemos que cuando ellos manejan esas cosas interviene de manera interna la policía que sería la policía comprada. Ahí entra la corrupción. Por eso entra la corrupción porque una vez que ellos hacen el movimiento ahí ellos [La policía] trabaja para ellos [para quienes están en la venta de drogas] en vez de trabajar para la justicia trabajan para el narcotráfico. El narcotráfico tiene a la policía comprada en ese sentido (Rodrigo, vecino).
Jorge, de 31 años, conduce una planta de reciclaje afiliada al Movimiento Evita. En el mismo sentido de la existencia de colusión entre la policía y los narcos, afirma:
Después veo que la gente es cada vez más humilde, cada vez hay más pibes en la calle y más narcotráfico. Acá la policía y el narcotráfico van de la mano y eso provoca que nadie esté controlando eso y que los pibes estén a full en la calle. Acá roban en la esquina, se agarran a tiros entre narcos y la policía hace la vista gorda (Jorge, vecino).
Para los entrevistados, al mismo tiempo que la policía se asocia con los narcos (incluso económicamente), acosa, persigue y viola a los usuarios de drogas o a los jóvenes que simplemente se reúnen en las calles del barrio. Sobre esto, Pablo dice:
Viste el refrán de que caen los perejiles. Cada tanto viene gendarmería, vienen las instituciones represivas y te revientan y lo único que hacen es cagar a palos a los pibes que están ahí sentados y hay muchos pibes que nunca más se los volvió a ver. Pero el que realmente se dedica a la venta y al comercio no lo tocan nunca. Esa es la bronca. Nosotros salíamos de la salita a enfrentar a la policía cuando los pibes que no estaban haciendo nada. Veías como venían los patrulleros y los reventaban a palos. Pero todos sabíamos en donde se vende, todos lo saben y la policía también. Eso te da la pauta de lo que es la podredumbre arraigada de los negociados en los que la policía no solo participa, sino que es socia del narcotráfico, de la trata, autopartes. Esa es la policía (Pablo, vecino).
En los relatos de nuestros interlocutores, la corrupción policial está estrechamente asociada a otra faceta del Estado cuya presencia también afecta desproporcionadamente a los más pobres: la cárcel. Como ocurre en muchos barrios marginales de América Latina (Beraldo, 2021b; Sinhoretto; Silvestre; Melo, 2013), la experiencia carcelaria atraviesa la vida de muchos de los que viven en Área Reconquista, ya sea por el propio encarcelamiento o por el de familiares y amigos. Una consecuencia lógica de las políticas de encarcelamiento es la producción de grandes contingentes de ex presos. Así, muchos de los antiguos reclusos pueden convertirse en puentes entre las fuerzas de seguridad y los mercados de droga. En palabras de
Adrián:
Te estaba comentando el tema de los tiroteos que se generaron acá. Eh, estos pibes que salieron de 'tar en cana, tenían chaleco de la policía, eh, pistolas, metra, eso mismo se los da la policía, 'tendé? Y yo por lo que veo, la misma policía es lo que genera eso 'tendé?, por deudas 'tendé?, por el territorio 'tendé?, por querer ellos tambien eh, porque la policía entre ellos tambien, eh, como que tienen una guerra... interna... en el sentido de poder generar plata… (Adrián, vecino).
Como ya se ha mencionado, los liberados del sistema penitenciario suelen tener aún más dificultades para conseguir medios legales de obtener ingresos. Además, la literatura señala que el encarcelamiento puede alimentar la sujeción delictiva del individuo (Misse, 2010, 2014), es decir, puede hacer que la persona se identifique, de hecho, con la etiqueta de delincuente que se le asigna, y se inserte cada vez más en los circuitos ilícitos.
Mariano, al igual que Adrián, es un ex preso y habla con autoridad sobre el tema. Dice, en primer lugar, que es necesario tener ciertas características para meterse de lleno en el narcotráfico.
En un barrio, es complicado hacer una movilización de drogas sin tener una personalidad. ¿Me explico? En algún momento de la trayectoria de tu vida vos tuviste que ser chorro o agarrarse a tiros con fulano como para poder acceder a esa facilidad de venta. También hay una pelea de poder en el sentido de que hay mucha competencia. Venden en esta cuadra, en aquella, en el otro pasillo. Y hay mucha competencia de venta y eso genera una competencia policial. Acá en algún momento hace un mes atrás se agarraban a tiros a full ¿Qué pasaba? Los pibes recién salían de estar en cana y querían obtener un recurso y ahí corrían a los que ya están acá afuera y ya tienen el arreglo policial y ya tienen en campaña la venta (Mariano, vecino).
Cuando se le pide que explique qué es tener personalidad, responde:
Y tenés que tener un fierro en la cintura, tenés que ser chocante y andar ahí en el sentido de cuidar el negocio. Ellos automáticamente te dan un arma y un ingreso por día. Seis mil pesos por día para ser fierrero. Porque uno es el que se para en la esquina para ver si se acerca la policía o no porque como te comentaba hay distintos estilos de policías: la local, que es con al que se arregla, y después tenés los otros que están ahí dando vueltas y saben que se vende, pero no se meten porque es jodido entre ellos. Pero si lo que entiendo es que los pibes apenas salen de estar en cana recurren a la violencia con las armas. Para marcar poder, por ejemplo, yo estoy parado acá y enfrente hay otro y el mismo que arregló con la policía te dice “Bueno echálo a ese otro y te quedas vendiendo vos” ¿Entendés? Entonces yo salgo de estar en cana, ponéle, y me dan un fierro, un chaleco como para poder demostrar ese poder y voy allá en frente y lo re cago a tiros y la cuadra me queda para mí. Esa sería una marca de poder (Mariano, vecino).
Según Adrián, Mariano y otros entrevistados, la policía se asocia con los presos recién liberados en el negocio de la droga. Con el apoyo que la policía da a estos grupos -dándoles armas, chalecos antibalas, proporcionándoles protección- los demás se ven perjudicados. El rendimiento económico beneficia tanto a la policía como a los ex convictos que se han convertido (si no lo eran ya) en narcos, y la dinámica criminal local se transforma.
Existe, en el sentido común, la idea de que delincuencia y Estado son opuestos e inversamente proporcionales: a más Estado, menos delincuencia; a menos Estado, más delincuencia. Sin embargo, una creciente literatura ha argumentado que esto no es así. Particularmente en el continente latinoamericano, la delincuencia y el Estado se relacionan en una mezcla de antagonismo y convergencia, y las relaciones entre los actores estatales y criminales tienen efectos fundamentales en las vidas, sociabilidades y experiencias de violencia de la población (Auyero; Sobering, 2019; Beraldo, 2021a; Cruz, 2010; Durán-Martínez, 2018; Misse, 2002). En el Área Reconquista, si muchos usuarios de drogas son perseguidos y violentados por las fuerzas de seguridad; y si, además, por estar involucrados en pequeños hurtos o robos, estos sujetos son encarcelados; lo que las entrevistas analizadas permiten pensar es que el accionar represivo del Estado (representado principalmente por la policía y las cárceles) termina fomentando el mercado local de drogas.
En este capítulo hemos visto cómo los vecinos del Área Reconquista entrevistados en la investigación destacan los robos y hurtos, y el uso y venta de drogas como características importantes del territorio en el que viven. También hemos visto que las fuerzas de seguridad (que, según nuestros interlocutores, se asocian al negocio del narco mientras persiguen a los usuarios de drogas) y el encarcelamiento (que se centra en delitos no violentos, como robos y hurtos, y dificulta aún más el acceso de estos sujetos a vías legales de sustento) figuran como piezas centrales en el funcionamiento de los ilegalismos en el territorio.
La discusión presentada aquí muestra que la pandemia puede haber servido como motor de estas dinámicas. En resumen, esto se debió a que: 1) se produjo una rápida reducción de los ya tímidos medios legales de obtención de recursos, lo que hizo que la ilegalidad apareciera, para muchos, como una posibilidad de obtener ingresos; 2) los niveles de inestabilidad, incertidumbre, desesperanza y pobreza representaron un aumento significativo de la ya elevada vulnerabilidad de la población local al consumo de drogas, especialmente del paco y 3) el aumento de la demanda de drogas y la necesidad de ganar dinero tanto para sobrevivir como para mantener la drogodependencia ha provocado un aumento de la circulación monetaria del mercado local de drogas y del número de personas que participan en este mercado en el barrio.
Ahora, es necesario investigar el desarrollo de esta dinámica con el enfriamiento de la pandemia y la suspensión de las medidas de restricción de la circulación, pero también con una economía en crisis prolongada, con altas tasas de inflación y con una importante inestabilidad política en el país. Para pensar en políticas públicas que reviertan los procesos aquí discutidos, es necesario considerar la complejidad que los caracteriza y nunca dejar de tener en cuenta las imbricaciones multifacéticas entre delincuencia y Estado.
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1. El término “narcotráfico” es problemático porque reúne en una sola palabra una amplísima diversidad de fenómenos, desde las grandes rutas internacionales por las que circulan inmensas cantidades de dinero a partir de complejas infraestructuras, hasta un chico, menor de edad, que vende marihuana a sus compañeros de colegio. Aquí, el narcotráfico se utiliza como categoría nativa y se refiere al mercado local de drogas al por menor.
2. La Biblioteca Popular la Carova fue creada por Waldemar Cubilla, un sociólogo que estudió Sociología en contexto de encierro. Cuando recuperó la libertad se dedicó al proyecto de la biblioteca. Para saber más, consulte: https://www.revistaanfibia.com/la-biblioteca-de-waldemar/