Verónica López*
* Verónica López es Licenciada en filosofía por la Universidad de San Martín (UNSAM) con una tesis titulada La filosofía crítica de Gilles Deleuze. Simulacro, desfondamiento y eterno retorno de la diferencia. Es Profesora para la enseñanza primaria por la Escuela Normal Superior Rosario Vera Peñaloza. Ha coordinado durante varios años talleres de filosofía para niños tanto en escuelas públicas como privadas de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Ejerce como profesora de filosofía en escuelas secundarias de la Provincia de Bs As. Postítulo en Educación Superior: "Análisis y enseñanza del mundo contemporáneo" por la DGCYE. Profesora a cargo en el seminario "Una introducción a Gilles Deleuze" (2022) por la UNSAM. Hace veinte años se desempeña como docente en los distintos niveles de enseñanza.
En 1969 Gilles Deleuze publica Lógica del sentido. Allí, en un apéndice titulado “Platón y el simulacro”, el cual retoma un artículo publicado dos años antes, Deleuze asigna a la filosofía moderna una misión. Esta consiste en “salir del espacio de la representación” y pone esta tarea bajo la consigna nietzscheana de invertir el platonismo.
Para Deleuze, la inversión va a consistir en revelar una imagen de pensamiento (dogmática, ortodoxa y moral), fundada por Platón, que ha atravesado la historia de la filosofía y que “impide completamente pensar”. Ahora bien, ¿qué es aquello que no ha sido pensado? ¿Cuál es la cuestión olvidada de la filosofía? Gilles Deleuze va a decir que aquello que la filosofía no ha podido pensar hasta ahora es la diferencia en sí misma. La problemática de la diferencia será planteada, en este contexto de la filosofía francesa, también por otros autores, como Foucault y Derrida.
Así, en el prefacio de Diferencia y repetición dice el autor: “El tema aquí tratado se encuentra en la atmósfera de nuestro tiempo.” “El pensamiento moderno nace del fracaso de la representación y sus identidades.” (Deleuze, 1968:15) Por lo cual, Deleuze afirma, “Es propio de la filosofía no ser moderna a cualquier precio, sino más bien desprender de la modernidad algo que Nietzsche designa como intempestivo, que pertenece a la modernidad pero que también debe ser puesto contra ella: “en favor empero de un tiempo por venir” (Deleuze, 1969: 188) De este modo, el autor asigna a la filosofía la tarea que la historiografía sería incapaz de realizar, es decir, la tarea de captar la novedad de su tiempo, el movimiento o devenir de su tiempo. Teniendo en cuenta que el movimiento característico del pensamiento filosófico, que es la creación de conceptos, es un devenir. Como afirma Pardo: “Hacer filosofía es crear conceptos, pero la creación de conceptos es un movimiento del pensamiento que entraña un desprenderse de la continuidad cronológica e histórica de la actualidad, una suerte de desactualización o de inactualización” (Pardo, 2011: 101). Se trata de un tiempo que se hurta de la historia.
Sin embargo, dice Deleuze, lo intempestivo no solo se encuentra contenido en una época como aquello que lo caracteriza, sino que además hay que realizarlo, hacerlo surgir. Dicha labor se realizará a través de tres instancias: “En relación al pasado más lejano, con la inversión del platonismo; en relación al presente, en el simulacro como punto de la modernidad crítica; en relación con el futuro, en el fantasma del eterno retorno como creencia del porvenir” (ídem).
En el texto mencionado anteriormente, Diferencia y repetición, Deleuze dirige su ataque principalmente al concepto de representación. Llamamos “representación” a este tipo de pensamiento, por estar sometido a la autoridad del principio de identidad, cuya denotación encontramos en el prefijo reiterativo “re-”, donde todo “lo que se presenta” debe ser re- presentado, a fin de ser reencontrado con lo mismo.
Nuestro autor considera que la diferencia ha sido pensada en la tradición filosófica como aquello que no es posible pensarse en sí misma, sino solamente subsumida a la Identidad del concepto. Representar significa someter la diversidad empírica de “lo que se presenta” a la forma conceptual de lo idéntico que subordina las diferencias. (Deleuze, 1968: 101). Por eso, la representación, como señala Foucault en Las palabras y las cosas, y como recoge Deleuze, procede de una cuádruple raíz: analogía, semejanza, identidad y oposición. Estos cuatro caracteres que hacen posible la representación son, a la vez, los que hacen imposible (impensable) la diferencia. Se trata específicamente de: “la identidad en el concepto, la oposición en la determinación del concepto, la analogía en el juicio y la semejanza en el objeto”. (Deleuze, 1968: 62).
Así, la diferencia resulta incompatible con la representación, en cuanto no puede ser pensada, es decir, no puede ser arraigada en el pensamiento, sino a partir de esa cuádruple raíz: “Cualquier otra diferencia, cualquier diferencia que no esté arraigada de ese modo, será desmesurada, in-coordinada, inorgánica: demasiado grande o demasiado pequeña no solamente para ser pensada, sino para ser. Al dejar de ser pensada, la diferencia se disipa en el no-ser” (ibíd: 337).
En el apéndice mencionado de Lógica del sentido, Deleuze reconoce tres momentos de la representación: el primero, inaugurado por el platonismo; un segundo momento llevado a cabo por Aristóteles, que constituye el despliegue de la representación como bien fundada y limitada; y un tercer momento, cuando bajo la influencia del cristianismo, principalmente con Leibniz y Hegel, ya no se trata de fundar la representación, ni especificarla o delimitarla como finita, sino volverla infinita.
En primer lugar, Platón inaugura o funda la historia de la representación en cuanto la dialéctica platónica representa ya la subordinación de la diferencia a las potencias de lo Uno, de lo análogo, de lo semejante, e incluso de lo negativo. Aunque, la Idea no es aún un concepto que somete al mundo a las exigencias de la representación.
Deleuze considera que la dialéctica platónica tiene principalmente una función selectiva, a la cual denomina: “la verdadera motivación platónica” (Deleuze, 1969:180). Se trata, en primer lugar, de distinguir los modelos de las copias. Es decir, se trata de establecer una diferencia. El criterio que sirve para esa distinción envuelve en sí mismo las cuatro raíces de la representación y, en primer término, las nociones de analogía y semejanza: la copia representa a su modelo únicamente si mantiene con él una relación interna y esencial de similitud. Lo que se busca es hallar una comunidad de procedencia, de seleccionar, de entre todos los pretendientes rivales que aspiran a tal definición, el buen linaje. Por lo cual, Deleuze asegura que, “el problema que atraviesa toda la obra de Platón es siempre medir los rivales, seleccionar los pretendientes, distinguir la cosa de los pretendientes” (ibíd: 182).
Para esta tarea, Platón recurre frecuentemente al mito: “Por ejemplo, en el Fedro, el mito de la circulación de las almas expone lo que estas han podido ver antes de la reencarnación; por eso mismo, nos dan un criterio selectivo según el cual el delirio bien fundado o el verdadero amor pertenecen a las almas que han visto mucho.” (Deleuze, 1969: 181). De este modo, es esa contemplación mítica la que determina el valor y el orden de los diferentes tipos de delirio. A partir de aquí, es posible distinguir quién es el falso amante y quién el verdadero; es decir, quién es el verdadero pretendiente, el verdadero participante. El mito resulta entonces ser el fundamento susceptible de establecer la diferencia. Funciona como principio de una prueba o de una selección que fija los grados de semejanza o participación electiva. Una cosa merece un nombre en la medida en que se parece a la Idea; alguien es llamado “bello”, en la medida en que participa de la idea de Belleza. Es decir, lo semejante es la copia. Pero lo semejante sólo puede ser copia de lo idéntico. Es la identidad superior de la Idea lo que funda la buena pretensión de las copias.
Sin embargo, si como asegura Deleuze, la dialéctica platónica es dialéctica de la rivalidad, esta no sólo necesita distinguir modelos y copias, fundamentos y pretensiones, sino que precisa también disociar pretendientes legítimos e ilegítimos, justificar las pretensiones bien fundadas y eliminar las que carecen de semejanza interna con él fundamento. Es decir, la dialéctica cumple también la función de descalificar a los falsos pretendientes (ibíd: 180) Es así como en el Sofista Platón no utiliza el mito fundador, sino que el método de división se emplea paradójicamente; no para evaluar a los justos pretendientes, sino para acorralar al falso pretendiente y definir, de este modo, el ser del simulacro. El propio sofista es aquí el ser del simulacro, que se cuela y se insinúa por todas partes (ibíd: 181).
Pero es a fuerza de buscar cerca de éste y “asomarse hacia su abismo”, que el simulacro deja de ser simplemente una copia falsa, sino que hace tambalear las nociones mismas de copia y de modelo. Por este motivo, afirma Deleuze que: “Platón es el primero en señalar la dirección hacia una inversión del platonismo” (ibíd: 182).
De este modo, el platonismo se define por una triple operación que instaura la representación: establecimiento de un modelo (lo Mismo), selección de la semejanza (la copia) y expulsión de la diferencia (lo Otro). Si las cosas sólo son en la medida en que se asemejan a la Idea, los simulacros que no se asemejan, como la diferencia o aquello que no se acomoda el modelo, constituye forzosamente lo que no es. El simulacro resulta ser aquello que no puede ser representado porque ninguna esencia les corresponde en el mundo de las Ideas. Su característica es ser copia de copia (hasta el infinito), máscara de máscara, sin poder jamás ser desenmascarados. Ya que, “incluso denunciados como no-ser, seguirán actuando como esa turbulencia que inquieta a la representación desde sus márgenes y es constantemente expulsada de ella, porque no puede ser representada sin subvertir la representación” (Pardo, 1990: 64).
Para Deleuze: “todo el platonismo está constituido sobre la necesidad de ahuyentar los fantasmas o simulacros”; decisión que implica, además, “subordinar la diferencia a las potencias de lo Mismo y lo Semejante supuestos como iniciales, la de declarar la diferencia impensable en sí misma, y de remitir a ella y a los simulacros al océano sin fondo” (Deleuze, 1968: 197).
Y, precisamente porque Platón no dispone aún de las categorías de la representación, debe fundar esa decisión desde una teoría de la Idea. Principalmente en Platón es una motivación moral la que se declara con toda su fuerza, ya que, al condenar el simulacro, "lo que se condena es el estado de las diferencias libres, oceánicas, de distribuciones nómades, de anarquías coronadas, toda esa malignidad que pone en duda la noción de modelo, como la noción de copia.” (ídem). Sin embargo, el simulacro se insinúa por doquier en el cosmos platónico, resistiendo a su yugo.
En principio, cuando Deleuze en Lógica del sentido, como primera en la serie de las paradojas plantea la cuestión del puro devenir, afirma que: “El puro devenir, lo ilimitado, es la materia del simulacro” (Deleuze, 1969: 7). En tanto, su característica principal es esquivar la acción de la Idea, es decir, impugnar el fundamento. En esto reside, según nuestro autor, la verdadera dualidad platónica. No se trata de la oposición de lo inteligible y lo sensible, ni de la idea y las cosas. Nos referimos aquí a una dualidad más profunda, enterrada en los cuerpos mismos: dualidad subterránea entre lo que recibe la acción de la idea y entre lo que se sustrae a esa acción. Es decir, entre lo que puede ser pensado y lo que no puede ser pensado.
La representación pretende ordenar este devenir, volverlo semejante; y si alguna parte aún se mantuviera rebelde, rechazarla lo más posible, enterrarla en la caverna más profunda. En este sentido, derrocar el platonismo, dice Deleuze, significa: “negar la primacía del original sobre la copia, de un modelo sobre la imagen, glorificar el reino de los simulacros y los reflejos” (ibíd: 186).
Gilles Deleuze va a llamar “fantasma” al resultado del funcionamiento del simulacro. En cuanto, el fantasma es la potencia de lo falso que sube a la superficie. El simulacro al ascender a la superficie, hace caer bajo esta potencia a lo Mismo y lo Semejante, es decir, al modelo y sus copias. Así, el pensamiento se hunde en un sin fondo, más allá del fundamento. Con el simulacro, “algo del fondo sube a la superficie; sube allí sin tomar forma, más bien se insinúa entre las formas; existencia autónoma sin rostros, base informal. Ese fondo, en tanto está ahora en la superficie se llama lo profundo, lo sin fondo.
Ese sin fondo constituye la diferencia en sí. Y la representación, especialmente cuando se eleva al infinito, es también recorrida por un presentimiento de lo sin fondo; pero, como afirma Deleuze, “precisamente porque se ha hecho infinita para tomar sobre sí la diferencia, representa el sin fondo como un abismo completamente indiferenciado, una nada negra indiferente.”1 Lo sin fondo, sin embargo, no es lo informe o lo indiferenciado, sino lo que asciende desde el fondo para distinguirse de él, para constituir cada vez “su” diferencia propia.” En esto consiste la ilusión límite de la representación, en que el sin fondo no tenga diferencia, cuando, en verdad, “ella hormiguea en él.”
En definitiva, para Deleuze no se trata de remontar hacia un fundamento último, sino ascender el sin fondo que gruñe bajo el fundamento. No se trata del descubrimiento de nuevas profundidades, sino más bien, la producción de nuevas superficies (Deleuze, 1968: 38). Lo que le interesa aquí a Deleuze, son las lógicas que se pueden extraer de ello en superficie. Remontar más allá del fundamento, no quiere decir explorar las profundidades del Ser, sino más bien recorrer las superficies, es decir, trazar un plano.
Por lo tanto, como dijimos, el sin fondo no se confunde con el abismo indiferenciado de donde nada sale todavía, ni con un mundo diferenciado donde todo ya ha salido, y se ha distinguido. Sino que se aloja por entero en el entre, de lo indistinto y lo distinto, en el pasaje de lo uno y lo otro: es lo que se distingue.
Deleuze destaca este hallazgo nietzscheano de la profundidad, verdadero sin fondo, que Nietzsche descubrió conquistando las superficies. Pero, además, es también “el gran acontecimiento estoico: la autonomía de la superficie, independientemente de la altura y la profundidad; el descubrimiento de los acontecimientos incorporales, sentido o efectos, que son tan irreductibles a los cuerpos profundos como a las altas ideas. Todo lo que sucede, y todo lo que se dice, sucede y se dice en la superficie.” (Deleuze, 1969: 89) En este sentido, afirma el pensador francés que “los estoicos llevan a cabo la primera gran inversión del platonismo” (idem).
Los simulacros dejan de ser esos rebeldes subterráneos, ahora hacen valer sus efectos. Se convierten en fantasmas. Esta transformación da cuenta del funcionamiento de los simulacros. Funcionamiento por el cual, “el devenir-ilimitado se vuelve el acontecimiento mismo” (ídem).
El acontecimiento testimonia la paradoja de la diferencia de ser una y múltiple a la vez, por lo cual da testimonio del devenir, con todos los “trastocamientos” que le son propios, del futuro y el pasado, del ya y el no-aún: pues el acontecimiento infinitamente indivisible es siempre los dos a la vez, eternamente lo que acaba de pasar y lo que va a pasar, pero nunca lo que pasa.
Esta ambigüedad del acontecimiento, dice Deleuze, es la que ha mostrado Maurice Blanchot, como la de la herida mortal y la muerte. La muerte es lo que está en relación extrema o definitiva conmigo y con mi cuerpo, pero también lo que no tiene relación conmigo, lo incorporal y lo infinitivo, lo impersonal, lo que no está fundado sino sobre sí mismo; es el se muere. El tiempo del acontecimiento puro donde se muere es como llueve. Cada acontecimiento es como la muerte en su doble manifestación. Efectuación y contra- efectuación; Cronos y Aión.
La importancia del acontecimiento para Deleuze, es que implica un cambio en el orden del sentido; marca un corte, una ruptura, donde el tiempo cronológico se interrumpe para reanudarse en otro plano (en este entretiempo). Al elaborar el concepto de acontecimiento, nuestro autor intenta mostrar el lazo entre el tiempo y el sentido.
Por eso, el acontecimiento no es lo que sucede, está en lo que sucede. Y el sentido de aquello que sucede, se relaciona con el concepto nietzscheano del amor fati; lo que Gilles Deleuze va a denominar “querer el acontecimiento” (ibíd: 102).
Como la herida que se lleva profundamente en el cuerpo, y se aprende en su verdad eterna como acontecimiento puro. En lugar de considerar lo que nos sucede, de manera moral, como algo injusto y no merecido, es decir, desde un resentimiento contra el acontecimiento; el Amor fati, “se alía al combate de los hombres libres” (Deleuze, 1962: I, 12) Así, el jugador que sabe jugar declarará: “Que en todo acontecimiento esté mi desgracia, pero también un esplendor y un estallido que seca la desgracia, y que hace que, querido, el acontecimiento, se efectúe en su punta más estrecha, en el filo de una operación, tal es el efecto de la génesis estática o de la inmaculada concepción. El estallido, el esplendor del acontecimiento es el sentido” (ibíd: 109).
Para concluir, y volviendo a la pregunta qué nos hacíamos al principio sobre qué significa pensar para Gilles Deleuze, podemos ahora decir que, en primer lugar, pensar no es nunca el ejercicio de una facultad, sino un acontecimiento extraordinario para el propio pensamiento. Pensar es una enésima potencia del pensamiento. Y debe ser elevado a esa potencia para convertirse en “el ligero”, en “el afirmativo”. Pero para alcanzar esa potencia, las fuerzas deben ejercer una violencia sobre él. Debe ejercerse una violencia sobre el pensamiento, un poder de obligar a pensar. Es preciso que algo sacuda al pensamiento y lo arrastre hacia una búsqueda. El encuentro se produce cuando el pensamiento entra en relación con algo que no depende de él. Por lo tanto, pensar nace del azar, es siempre algo circunstancial, relativo a un acontecimiento que sobreviene al pensamiento. Pensar comienza con la diferencia, es decir, “algo se distingue”, se hace signo (Deleuze, 1968: 43).
Pensar es un experimentar, un vivenciar. De este modo, existe una íntima relación entre pensamiento y vida. El sentido de pensar, va a decir Deleuze, es mejorar la vida: “liberar la vida de aquello que la aprisiona”. Es siempre aquello que se está haciendo: lo nuevo, lo diferente, lo interesante. Y, precisamente por eso, la filosofía ha de ser crítica, porque ha de ser intempestiva; es decir, creadora. Como afirma Mengue, si Deleuze debía ser un gran filósofo, es porque él se habría servido de la historia en privilegio de otra cosa, en privilegio de lo intempestivo.2 Los intempestivos, dice Nietzsche, son los que crean, los que destruyen para crear, no para conservar. Hablamos de la creación de valores nuevos, intempestivos, siempre contemporáneos de su creación. Creaciones que acontecen, en el límite de lo vivible (Deleuze, 2005: 166).
En este radica la distinción entre el devenir y la historia. Lo que la historia capta del acontecimiento son sus efectuaciones en un estado de cosas, pero el acontecimiento, en su devenir, escapa a la historia. El devenir no es la historia, la historia designa únicamente el conjunto de condiciones de las que hay que desprenderse para “devenir”, es decir, para crear algo nuevo.
Pensar intempestivamente nos permite tomar una posición respecto al presente. Se trata de una crítica que nos permite actuar contra y por encima del propio tiempo. Por esta razón, la contemporaneidad respecto del presente se vive siempre como una desconexión y desfase. Quién pertenece realmente a su tiempo y será realmente contemporáneo, será aquel que no coincida perfectamente con éste ni se adecue a sus pretensiones. Precisamente lo que Nietzsche llama lo “inactual”; como un alejamiento del presente que le permite más que a los otros percibir y aprehender su tiempo. Como dice Agamben: “El contemporáneo es quien debe mantener fija la mirada en su tiempo, pero para percibir no sus luces sino sus sombras. Todos los tiempos son, para quien experimenta su contemporaneidad, oscuros” (Agamben, 2006: 2). El que percibe las sombras de su tiempo, asume esto como algo que le incumbe y que lo interpela. El presente propio se vive como lo más distante. El tiempo del acontecimiento, la contemporaneidad, es algo que surge en el interior y lo transforma. Esta urgencia es lo intempestivo, aquel aparecer del tiempo en la forma de un “demasiado temprano”, que es también un “demasiado tarde” (idem).
Es por esto que el eterno retorno no concierne al conjunto del tiempo, sino solamente al futuro, y no afecta más que a lo nuevo. Porque, la creencia en el porvenir, no se relaciona con una esperanza cualquiera o la confianza en el progreso, la cual nos mantiene en el presente de la acción, del que ese futuro es sólo una modalidad. Sino que, el futuro como modo temporal original está ligado a las condiciones del surgimiento de un acto de pensar.
En conclusión, el acontecimiento pone en crisis la idea de historia, en cuanto, para pensar la contemporaneidad, para pensar aquello que pasa, se hace necesario introducir en el tiempo una cesura y una discontinuidad. Interponer la discontinuidad es lo que hace emerger el presente en su singularidad, lo que lo convierte en acontecimiento. Lo que ocurre, en tanto ocurre y rompe con el pasado, no pertenece a la historia y no podría ser explicado por ella. Es así,
como los revolucionarios irrumpen en el continuum histórico introduciendo una “novedad absoluta” y destruyen, con su acto, todos los puentes que los ataban a su pasado histórico, cortan todos los vínculos con la situación existente anterior. Se trata de la fuerza de la creación que, liberada de aquello que la aprisiona, liberada del pasado histórico, proyecta la revolución al futuro, hace de esa potencia de cambiar la forma misma del porvenir, una forma que no puede ser pensada como una prolongación cronológica del presente, pero que habita todo presente como su fantasma. (Pardo, 2011:156).
A diferencia del porvenir visto desde la historia como algo que se puede predecir, calcular o incluso esperar, el porvenir puro es por naturaleza lo imprevisible. “Solo lo imprevisible merece en rigor el nombre de porvenir” (idem).
Es de este modo que debe comprenderse el eterno retorno como “futuro”; la elaboración filosófica de ese tiempo futuro, como “un esplendor que nunca fue vivido”. El fantasma único para todos los acontecimientos, “una sola y misma voz para todo lo múltiple de mil caminos”, para todas las posibilidades del Ser y de la creación. (Deleuze, 1968: 446) La potencia propia de la diferencia, que hace que sólo sea posible crear bajo el impulso de una absoluta necesidad, y donde esta absoluta necesidad de creación procede de “eso” que irrumpe en la historia. Se trata de aquellas coincidencias que necesariamente “dan a pensar” al filósofo, o mejor dicho lo fuerzan a hacerlo. Se trata del “esplendor de lo nunca vivido”, el esplendor de un tiempo por venir, lo intempestivo: o ese singular elemento de inquietud.
Deleuze, G. (2002 [1968]). Diferencia y repetición (traducción de Delpy, M. S. y Beccacece, H.). Buenos Aires: Amorrortu editores.
——— (1969). Lógica del sentido (traducción de Morey, M.)
——— (1990). Conversaciones (1972-1990) (traducción de Pardo, J. L.). Valencia: Pre-textos.
Mengue, P. (2018 [1994]). Deleuze o el sistema de lo múltiple (traducción de Fava, J. y Tixi, J.). Buenos Aires: Las cuarenta.
Pardo, J. L. (1990). Deleuze: Violentar el pensamiento. Madrid: Cincel.
——— (2011). El cuerpo sin órganos: presentación de Gilles Deleuze. Valencia: Pre- textos.
Agamben, Giorgio. (2008). Desnudez, “¿Qué es lo contemporáneo?”. Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora.
DR, 408: Aquí Deleuze se refiere a Hegel, ver La fenomenología del espíritu.↩︎
El concepto de lo intempestivo tiene un sentido eminentemente crítico. En Consideraciones Intempestivas II, que Nietzsche publicó en 1874, realiza una crítica de su tiempo. Llama a esta meditación “intempestiva” porque intenta comprender algo de lo cual su época se siente orgullosa, que es su cultura histórica, y a la cual Nietzsche, condena como perjudicial, como defecto y carencia de su época.↩︎